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Revista San Gregorio

On-line version ISSN 2528-7907Print version ISSN 1390-7247

Revista San Gregorio vol.1 n.17 Portoviejo Jan./Jun. 2017

 

Articles

MIEDO-AMBIENTE: DEL URBANISMO DISCIPLINARIO, LA SOCIEDAD DE CONTROL Y SUS INDIGNADOS

AMBIENT-FEAR: ON DISCIPLINARY URBANISM, THE CONTROL SOCIETY AND ITS INDIGNANTS

Carlos Diz Reboredo* 

Antón Fernández de Rota** 

* Universidade da Coruña: A Coruna, Galicia, España carlos.diz@udc.es

**Irimi Instituto de Altos Estudios Nacionales. Quito. anton.de.rota@gmail.com


RESUMEN

Este artículo gira en torno al concepto de miedo-ambiente, que definimos como el producto histórico generado por el acondicionamiento material y discursivo del espacio urbano. En perspectiva historiográfica y con metodología cualitativa atenderemos a las condiciones de su gobernabilidad y a las formas de su resistencia. Primero rastrearemos el origen del miedo urbano, expandido por las capitales europeas durante el siglo XIX al ritmo de un urbanismo disciplinario en desarrollo. A continuación atenderemos al miedo-ambiente contemporáneo, asentado en la sociedad de control y plasmado en el gobierno, diseño y planificación de ciudades. Por último, acercándonos al polo de las resistencias y atendiendo a los nuevos movimientos globales, leeremos el 15M o el movimiento de los Indignados como un intento de reacondicionamiento del medio urbano, que en su vertiente material y discursiva enfrentó el miedo para repensar la democracia.

PALABRAS CLAVES: Ciudad indignados; miedo; urbanismo disciplinario; sociedad de control

ABSTRACT

This paper explores the concept of ambient-fear, which we define as the historical product generated by the material and discursive conditioning of urban space. In historiographical perspective and with a qualitative methodology we will attend to the conditions of his governance and to the forms of his resistance. First, we will track the origin of urban fear, expanded around European capitals during the 19th century to the rhythm of a developing disciplinary urbanism. Next, we will describe contemporary ambient-fear, settled in the control society and reflected in government, design and urban planning. Finally, approaching the pole of resistances and regarding the new global movements we will interpret the 15M or Indignados Movement as an attempt of reconditioning urban scape, that both in its material aspect as in its discursive side faced fear to rethink democracy.

KEYWORDS: City; control society; disciplinary urbanism; indignants; fear

INTRODUCCIÓN: GOBERNAR POR EL MIEDO

Entendemos por miedo-ambiente1 el producto histórico generado por el acondicionamiento material y discursivo del espacio urbano. Un producto con su propia historia. No un universal sino una sustancia propia de la modernidad, comprendida como la época de la obsesión por el aclimatamiento del medio en el que se transforma la vida. Si toda vida varía con la variación del medio, o eso es lo que se nos dice desde que aparecieron las ciencias de la vida, no menos fundamental ha sido la aportación del miedo -en su sentido político- para la configuración de atmósferas sociales. Ambient fear , una climatología que poco tiene de natural, pues el miedo-ambiente es una saturación espacial prefabricada (ecology by design), que envuelve y penetra a quienes de él quedan sujetos.

En sólo cuatro palabras Lucien Febvre describía la experiencia de la vida ordinaria en la Europa del siglo XVI, poco antes del inicio de la era moderna: “Peur toujours, peur partout” (Bauman, 2010). Miedo siempre, miedo en todas partes. Febvre vinculaba aquel temor a la oscuridad, que envolvía el mundo cotidiano más allá de la valla de la granja. Sin embargo, dejando atrás aquel sombrío hábitat natural de la incertidumbre, la llegada de las luces y de la modernidad -y el consiguiente desarrollo de las ciudades- no harían sino amplificar dichos miedos, pariendo entre el humo y los adoquines el miedo urbano.

En las últimas décadas, sobre todo desde el auge neoliberal de los ochenta, hemos visto cómo el miedo se desplegaba como dispositivo de gobernanza. Tal y como ocurre con las demás praxis de dominación contemporáneas, el miedo -al igual que el control- se ha dispersado en el exterior urbano, difuso, multidireccional, flexible, continuo y multiforme; una modulación más que un molde (Deleuze, 1999). Las viejas “instituciones totales” (Goffman, 1970) características de lo que Bauman (1999) llamó la “modernidad sólida”, las instituciones disciplinarias -cárcel, hospital, fábrica, escuela- del panoptismo decimonónico (Foucault, 2005), tienden a ser reconfiguradas o suplantadas por formas de control abierto, cambiantes y modulables. Así como la empresa sustituye a la fábrica y la temporalidad al trabajo asegurado, así como la mentalidad emprendedora tiende a desplazar a la funcionarial, y del mismo modo que el sistema carcelario deviene portátil con las pulseras magnéticas y el arresto domiciliario, así los controles, los miedos y las fronteras proliferan a lo largo del espacio metropolitano; son levantadas en cualquier lugar, en cualquier momento, manifestándose en un instante allí donde no estaban.

He ahí una de las características del miedo contemporáneo, líquido y disperso, acechante, envuelto en incertidumbre, incontrolable como el futuro (Bauman, 2001, 2010). “Los miedos de hoy aíslan a los individuos porque no designan a ningún otro definido como peligro, sino que hacen desconfiar de la realidad misma” (Foessel, 2010: 137). Una realidad que se encuentra atravesada por una ecología global del miedo que nos enfrenta a una distribución asimétrica de riesgos y vulnerabilidades (Beck, 2006). En ella los peligros son globales y el estado-nación se queda pequeño para darles respuesta.

Gobernar por el miedo implica actuar sobre el medio, acondicionando material y discursivamente el espacio urbano. Discursivamente, la crisis que sobrellevamos es también una crisis del lenguaje; es más, la crisis comienza donde termina la articulación sosegada del lenguaje (Chauvier, 2009). El miedo se instaura en el habla mediante canales diversos: discursos poblados de urgencia en los periódicos, retórica de la catástrofe inundando los telediarios, gramáticas cotidianas llenas de angustia e incertidumbre. La imposibilidad de sosiego lingüístico se gesta en el espacio, a través del ordenamiento discriminado de cuerpos. El discurso del miedo implica un conflicto entre formas de vida y su representación pública; vidas atravesadas por lo étnico, el género y la clase, engarzadas en un discurso que provee el componente verbal adherido al paisaje de muros, puertas y guardias (Low y Lawrence-Zúñiga, 2003). He ahí el despliegue de una “hermenéutica oficial” (Asad, 2008), una sospecha en cuanto al significado de ciertos grupos y prácticas sociales, donde el miedo es la condición previa de la violencia estatal. Y he ahí que el miedo sea vendido como mercancía con que gestionar la vida de las poblaciones, arma política que crea por igual víctimas y enemigos. Véase a los migrantes criminalizados por el mero hecho de ser inmigrantes, sometidos al arbitrio de un cupo de detenciones prescrito a los agentes; y véase el auge de la “mixofobia” (Bauman, 2006), la de los ricos y las clases medias, aisladas en sus distritos-burbuja para no contaminarse.

Todo ello acompañado de más intervención policial y más recortes sociales. En este contexto, la paranoia alimenta las exigencias securitarias que, dando el giro completo en el círculo vicioso, reproducen y amplifican los miedos con los que todos -paradójicamente- terminamos por sentirnos más inseguros. Materialmente, decíamos, el medio urbano también se acondiciona para dar forma a este gobierno. Durante las últimas décadas, la ingente industria securitaria se ha dedicado a levantar un muro tras otro. El trazado de la globalización perfila, a la manera descrita por Brown (2015) y Razac (2015), una topografía escindida por construcciones que se extienden sobre el territorio por miles de kilómetros, como en el conjunto de muros, rejas, chapas corrugadas y rollos de concertina desplegados a lo largo de la frontera que separa México de Estados Unidos. Muros entre estados pero también -cada vez más- muros al interior de cada estado y dentro de las ciudades. Muros incluso dentro del hogar, protegidos los usuarios por firewalls y anti-virales que no dejan de advertirnos de los miedos y amenazas que acechan (también) el mundo virtual, interrumpiendo nuestra navegación por el ciberespacio.

A lo largo del globo, el miedo ha sido usado en la planificación urbana, armando la “ecología del miedo” que va más allá de lo descrito por Davis (2001, 2003), donde a menudo se esfuma la frontera entre urbanismo y mantenimiento del orden, valiéndose de una conjunción feroz de diseño urbano, arquitectura y maquinaria policial, inscrita ahora en el llamado “Internet de las Cosas” (Easterling, 2014; Sterling, 2014). La ciudad ha venido convirtiéndose en un sumatorio de prácticas de control que no se limita a hacer posible la vigilancia, sino que se transforma ella misma en dispositivo de control, modulación y vigilancia (Deleuze, 1999; De Giorgi, 2006). En tales circunstancias, buena parte de los mecanismos -amurallamientos o controles porosos- comparten una característica. Los envuelve una teatralidad perversa: la seguridad que escenifican porta consigo los detonantes que expandirán la inseguridad.

Tal es el ambiente en que se debaten hoy cuestiones tan fundamentales como la democracia. En este artículo delimitaremos el miedo-ambiente en su vertiente urbana, atendiendo a las condiciones de su gobernabilidad y a las formas de su resistencia. El 15M, movimiento aparecido en el Estado español en 2011, nos valdrá para ejemplificar -en su reacondicionamiento material y discursivo del medio urbano- una transición en curso: de una democracia del miedo al miedo a la democracia. “El miedo ha cambiado de bando”, dirá el 15M para alertarnos de que la democracia (directa y participativa) tiene y ha tenido sus detractores. En la Grecia antigua se usaba como insulto por quienes creían que el poder se transmitía por nacimiento y que un poder del pueblo resultaba abominable (Rancière, 2006). En 1973, un informe para la Comisión Trilateral redactado entre otros por Samuel Huntington se lamentaba de la “oleada democrática” de los sesenta y de un repunte de participación ciudadana que llevaba a “un exceso de democracia” (ibíd.). En las calles y en las plazas españolas, el 15M encarnaba y representaba de nuevo ese exceso democrático, un exceso popular e imaginativo con que contestar la democracia del miedo.

Primero rastrearemos el origen del miedo urbano, expandido por las capitales europeas durante el siglo XIX. A continuación atenderemos al miedo-ambiente contemporáneo, plasmado en el diseño y la planificación de ciudades. Por último, leeremos el 15M como un intento de reacondicionamiento del medio urbano, que tanto en su vertiente material como discursiva enfrentaba el miedo para repensar la democracia.

I-SABUESOS, CANALLAS Y

REVOLUCIONARIOS: EL NACIMIENTO DEL MIEDO URBANO

Hasta bien entrado el siglo XVIII, en Europa, el peligro no se concentraba tanto en la ciudad como en el campo. La pobreza del campesinado lo llevaba a empuñar la hoz y a embestir castillos y fortalezas. Sus penurias eran las de la urbe: a falta de cosechas, el hambre y los motines viajaban desde las plantaciones hasta los espacios urbanos. Sin embargo, al terminar la centuria las revueltas campesinas comenzaron a ceder debido al aumento del nivel de vida en el agro. Por el contrario, los conflictos urbanos se volvieron cada vez más frecuentes, dada la incipiente formación de una plebe en vías de proletarización. “Nació entonces lo que se puede denominar el miedo urbano, un miedo a la ciudad, la angustia ante la ciudad, tan característica de la época” (Foucault, 1999: 372). Miedo a los talleres y a las fábricas, a la multitud y al gentío, a las cloacas y a la suciedad, al hacinamiento de la población, a las epidemias urbanas y a los contagios.

Tal y como decíamos, el miedo urbano tiene su historia. Su desarrollo y su colonización del ambiente se dispararon durante el periodo decimonónico. Rastrearlo nos lleva a contemplar el paso de los carruajes y la bosta de los caballos en el empedrado de Regent Street, dejando atrás Charing Cross entre la niebla. Nos lleva a caminar por las angostas aceras bajo la luz tenue de los faroles a gas, hasta llegar por fin a Baker Street. Ése podría haber sido el recorrido de vuelta a casa de un tal Sherlock Holmes. Y es que el miedo-ambiente urbano se expandió en aquel Londres del siglo XIX, entre las calles oscuras de la Inglaterra victoriana. Lo mismo ocurrió en las demás capitales europeas.

A la ciudad industrial del XIX, agitada y tumultuosa, donde la muchedumbre se confundía con el humo de las fábricas, pronto se le atribuyó un clima propio. Pero ya antes que Holmes la historia detectivesca se había activado con Poe (2009), creador de personajes como Auguste Dupin (sabueso capaz de desentrañar con análisis casi matemáticos los crímenes de la rue Morgue), o aquel otro que -sentado a la mesa de un café- contemplaba la calle y no veía sino “un tumultuoso océano de cabezas humanas” (ibíd.: 445), un tropel de carne y huesos espasmódico y amenazante. Sería ante este espectáculo público y sombrío, en plena modernidad y guiado por la sintomatología -Conan Doyle era médico además de escritor-, que Sherlock Holmes se enfrentaría a lo extraño e inquietante, tratando de romper el anonimato del canalla y del delincuente en las calles atestadas, siguiendo detalles, pistas e indicios de forma racional, observando minucias y encarando enigmas por la vía de la deducción y de las inferencias. En aquellos días inciertos, Holmes seguía el rastro que llevaba al rostro y recordaba -con una sonrisa- que “nada resulta más engañoso que un hecho evidente” (Conan Doyle, 1995: 31).

Por aquella época, el dominio público en el que se recreaba el flâneur resultaba un espacio inseguro a nivel físico y moral, un caos urbano con forma de “circo humano” (Sennett, 1978). En los límites de la intimidad arropada en la familia burguesa, lo privado se volvía un refugio contra los terrores de la ciudad. La novela detectivesca, ya tuviese como escenario la calle o la casa burguesa repleta de huellas dejadas en la felpa, surgió en esta atmósfera, a la vez que contribuyó a difundir el miedo-ambiente. “El contenido originario de la historia detectivesca es la disipación de las huellas del individuo en la multitud de la gran ciudad” (Benjamin, 2006: 131). Más pronto que tarde, el ocioso flâneur se convertiría en delator, y al igual que ocurre hoy, las técnicas desplegadas contra el miedo terminarían causando aún más miedo, y las novelas de sabuesos más temores y sospechas. No por casualidad, a finales del XIX comenzaron a ensayarse nuevas técnicas de identificación: en 1879 Bertillon elaboró el método antropométrico, sustituido después por la identificación por huellas digitales sugerida por Galton. Ginzburg (2008) relaciona estas técnicas y la literatura detectivesca con las metodologías que, reciclando el arte indicial médico, pasarían a formar parte de las nacientes ciencias sociales.

De entre estas, especialmente la sociología ha sido relacionada con los proyectos reformadores y los intentos por encontrar una forma estructural de refrenar las dos amenazas más temidas por el orden burgués de la época: la opacidad de la multitud en las calles y los deseos revolucionarios que agitan el siglo (Graeber, 2007). Al miedo al trajín de extraños, al temor a una multitud de gestos intranquilos en la que se cobijaban canallas y delincuentes, había que añadirles la alarma ante los levantamientos populares, el temor a la masa y a la turba, el miedo al revolucionario y al proletariado. Por todo ello, la reforma urbanística de Haussmann en el París del siglo XIX nos valdría para ejemplificar cómo el acondicionamiento material del medio se ligaba con el gobierno del miedo. Su embellecimiento estratégico, sus avenidas que perforaban los barrios obreros mientras favorecían la entrada del ejército en caso de insurrección, desalojaban del centro urbano a una peligrosa mezcla de vagabundos, criminales, prostitutas y revolucionarios.

Tal y como ocurriera tres siglos antes con el levantamiento del gueto judío de Venecia, que actuaba estratégicamente como un “preservativo humano” que separaba a las distintas poblaciones (Sennett, 1997), el miedo a tocar, a mezclarse y a contagiarse se trasladaba ahora a los planes urbanísticos de Haussmann. Entre 1850 y 1860 la mezcla de clases dentro de los barrios fue reducida por medio del diseño y la planificación: “Una ecología de quartiers como una ecología de clases” (Sennett, 1978: 171).

Fue entonces cuando surgió dicha atmósfera, preludio del miedo-ambiente contemporáneo. Por un lado, segregación y control: barrios separados, conectados por avenidas que dificultan la colocación de barricadas. Por el otro, ya no la segregación arquitectónica sino la apertura diáfana, la ventilación higiénica de la ciudad, vías rápidas para la circulación de los capitales sedimentados en objetos-fetiche. En este sentido, la producción serializada de mercancías expandida con el auge industrializador está detrás de las avenidas de Haussmann. No sólo responden de manera securitaria a la lucha de clases y racionalizan el espacio según las necesidades de una producción en expansión, sino que proveen el atrezzo de este escenario fantasmal en que tienen lugar los conflictos.

Así, la producción fabril vistió los miedos en el espacio, pues el capitalismo hizo hincapié sobre la vida estética y material del dominio público (Sennett, 1978). La uniformización de vestimentas y el uso de modelos de producción masiva por parte de sastres y costureras provocaron la aparición de una masa sin distinción, en la que cualquiera se podía esconder. Además, junto al ropaje del populacho y al acondicionamiento material, el miedo de la época quiso ser contenido en el discurso. Fue a mediados del XIX cuando se desarrolló la noción de que los extraños no tenían derecho a hablarse entre sí, “de que cada hombre poseía un escudo invisible, como un derecho público a que le dejasen solo” (ibíd.: 39). El derecho al silencio del burgués en la calle - impuesto como obligación al obrero en la fábrica- favorecía la separación entre cuerpos y la escasez de interacciones. Aquella “paradoja de visibilidad y aislamiento”, en la expresión de Sennett (ibíd.), actuaba como una frontera móvil a través de la ciudad, y hacía del silencio una vía de contención y salvaguarda ante el temor al otro, al extraño.

II-MODULACIONES Y MUROS EN LA CIUDAD CONTEMPORÁNEA

Ya en nuestra época se ha consolidado un urbanismo obsesionado por la seguridad y la “ecología del miedo” (Davis, 2001), que justifica la segregación espacial y el control de la población, resultado de la desregulación, la privatización de espacios públicos y el ascenso de la inseguridad ciudadana. Sin duda, la Sociedad de Control deleuziana no ha erradicado las formas disciplinarias. Por el contrario, junto a ella proliferan distintas formas de represión en el espacio y en la movilidad. Estamos ante un urbanismo que se nutre y a la vez potencia las desigualdades, haciendo de la ciudad una metáfora del sistema. Al interior de esta ecología, la seguridad tiene menos que ver con la protección que con el grado de separación respecto a ciertos grupos considerados indeseables. Así nacen las “ciudades fortaleza”, con claras divisiones entre ricos y pobres. Ciudades donde la seguridad pasa a ser un valor definido según la renta (Davis, 2003), un símbolo de prestigio que se traduce en el aislamiento de grupos de población diferenciados, configurándose “islas de confinamiento y de protección preventiva contra los peligros, tanto reales como imaginarios, de la vida diaria” (Soja, 2008: 420).

Ante esta ecología global, los muros fronterizos nacionales -reforzados hoy en el Mediterráneo para frenar la inmigración, o erigidos para contener el flujo de refugiados que caminan hacia Europa huyendo de la guerra- son el anillo superior de un complejo anular más fino. Las fronteras amuralladas entran en las ciudades. Algunas son circunstanciales, como las vallas que mantenían a los activistas fuera de la Zona Roja en la que el FMI, el Banco Mundial o la OMC celebraban sus cumbres. Otras se han vuelto permanentes, como las que separan en el Úlster a católicos y protestantes. En São Paulo, un muro se levanta entre el barrio de favelas -Paraisópolis- y el lujo de sus vecinos, que cuentan con canchas de tenis pegadas a la muralla. En algunas capitales globales cada vez son más frecuentes los checkpoints. Escenografía bélica en las calles. Esta tendencia se acentuó a partir del 11-S, cuando en Nueva York o en washington D.C. fueron dispuestas jersey barriers, iguales a las que el ejército estadounidense usaba en Bagdad.

Durante las últimas décadas se han fraguado los condominios privados o gated communities (Low, 2001), y su contrapartida, las banlieues o no-go-zones. Una trama de celdas y cidades de muros (Caldeira, 2007) que salpican la difusa retícula urbana con una mezcla de miedo, violencia, tecnologías de video-vigilancia, policía y segregación espacial. Otra vez, el miedo a tocar y a ser tocado, a mezclarse con el otro estigmatizado (el pobre, el inmigrante, el mendigo, el extraño); una experiencia espacial y arquitectónica que se traduce en la carne, pues muchos recrean en su experiencia corporal algo similar a los guetos, enfrentándose a la diversidad de un modo evasivo (Sennett, 1997). Hoy, las avenidas de Haussmann han dado lugar a las autopistas, que pasan al interior de la masa urbana y segregan poblaciones que componen ciudades enteras, definidas por su distinta especialización productiva, con diferente nivel de ingresos y de seguridad.

Al interior de estas ciudades de muros, además, discurre una tendencia que desafía la definición weberiana sobre el monopolio estatal de la violencia. Estos enclaves fortificados se organizan en torno a la privatización de la seguridad. Utilizando el miedo al crimen para alejarse de los barrios tradicionales, las clases pudientes se aíslan contratando guardias y compañías de seguridad privadas, así como tecnologías de última generación que vigilan al tiempo que deslegitiman las instituciones estatales del orden, pues al interior de sus fortalezas favorecen la privatización de la seguridad y la justicia.

Este aislamiento material y subjetivo no es menos el resultado de una dinámica espacial que el de una representación mediante el lenguaje, constructora de sujetos a los que temer, estereotipados a los que se les adjudica un índice de riesgo para el orden ciudadano. Lo que parecía ser una tendencia generalizada en Norteamérica y América Latina se ha venido propagando en las últimas décadas por las ciudades europeas, aún con sus diferencias. El caso de São Paulo permanece como paradigma de tales transformaciones, donde el habla y el miedo han organizado las estrategias cotidianas de protección y reacción. Además, el “habla del crimen” ha ayudado a la proliferación de violencias, al legitimar reacciones privadas ante la ausencia de las instituciones del orden (Caldeira, 2007). Así, los discursos del miedo legitiman el aislamiento mientras ayudan a reproducir el miedo, incorporando preocupaciones raciales o prejuicios de clase. Será en las palabras del día a día cuando se formen las opiniones y se moldeen las percepciones, volviéndose este paisaje verbal no sólo expresivo sino también productivo.

Ahora bien, para el acondicionamiento del medio urbano, junto a este entramado de segregación y paranoia hay que señalar otros dispositivos. El urbanismo de Haussmann muestra un aspecto bifronte. Las ciudades contemporáneas también. En aquel, el clasicismo imperial encontraba acomodo junto a la estética de la modernidad industrial; los encierros hallaban un encaje con el laissez-faire y el libre flujo del espacio urbano. En la ciudad actual, las segregaciones y amurallamientos conviven con controles e incentivos cyber-liberales: el control a cielo abierto de las cámaras inteligentes; las formas de la contactless security (Amoore, 2013), como el peaje de las autopistas que desembocan en la ciudad, donde se paga de modo automático sin necesidad de pararse; las plataformas de la share economy (Airbnb o Uber), que estallan los marcos legales del alquiler y el trabajo; y el control continuo del Big Data, que a cada paso dirige el recorrido de cada cual según pautas individuales previamente analizadas. Es de esta forma de vida urbana contradictoria, de esta mezcla de encierro paranoico y liberalismo cibernético, de aislamiento e hiperconexión, de invisibilización (en los ghettos) y sobreexposición (en las redes), de exclusión categorial y lógica del máximo rendimiento individual, de los que brotan el miedo y sus discursos. Pero también sus antagonistas.

III-INFRAESTRUCTURAS REBELDES E INDIGNACIÓN DEMOCRÁTICA

Para el movimiento de los Indignados, o 15M, combatir el miedo-ambiente pasaba en primera instancia por nombrarlo e identificarlo. “No tenemos miedo”, decía una de las pancartas que asomaban en la plaza. El mismo lema se compartía en el ciberespacio, con un hashtag delante (#notenemosmiedo), mostrándose la hibridación entre ciudad, activismo y mundo digital. En las acampadas, en las manifestaciones, en los muros del Facebook, multitud de conversaciones giraban en torno al miedo, y estas parían gran cantidad de lemas: “Sin miedo habrá futuro”, decía el 15M pensando en el mañana; “Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo”, garabateaban en cartones y en pantallas de smartphones, recordando aquello de lo que mucha gente ya carecía; “Votábamos a los que nos daban asco para evitar a los que nos daban miedo”, afirmaban contundentes, hartos de la corrupción, del bipartidismo, de los recortes sociales y de la democracia representativa, apuntando el miedo hacia la clase política dominante.

Echándose a las calles, ocupando las plazas a través de acampadas, reacondicionando el medio urbano con la instalación de carpas, tiendas de campaña, toldos, colchones, sillas, mesas, ordenadores, huertas, cocinas, bibliotecas y demás infraestructuras rebeldes, el 15M reacondicionaba el medio para ganarle la batalla al miedo. El “miedo a tocar”, aquel que justificaba la planificación segregadora de las ciudades en la época en que nacía el miedo urbano, se rompía entre desconocidos en el espacio público, quienes terminaban interactuando, acercando sus cuerpos y conviviendo en los campamentos. En las asambleas, aquel “derecho al silencio” nacido en el siglo XIX daba forma a un “derecho a hablar” (Diz, 2013), a interpelarse, a enunciar ya no un habla del miedo sino de la democracia, igualmente productiva. Tomando el micrófono y narrando sus experiencias, el silencio y la intimidad dejaban de ser escudos y se convertían en herramientas de politización colectiva. La intimidad ya no se custodiaba ante el otro sino que se compartía e instrumentalizaba (Fernández-Savater, 2007). La contestación popular ya no giraba en torno a la ideología sino en torno a la intimidad, en torno a cómo organizar, compartir y vincular aquellas intimidades heridas por la crisis. Enfrentarse al miedo implicaba, primeramente, hablar para reconocerse en el otro.

El 15M ha venido haciendo de la ciudad su terreno de experimentación y reivindicación, un objeto para la política. Cada acampada se convertía en una ciudad levantada, ciudad democrática a imagen y semejanza de la ciudad deseada, en la que (idealmente) todo el mundo podría adentrarse y expresarse, sin segregación posible; un reacondicionamiento material del medio que resituaba a la comunidad, que se rehacía a sí misma al tiempo que levantaba la ciudad indignada. Frente a la ecología del miedo y a la ciudad de muros, la arquitectura popular desplegada en las plazas repensaba el urbanismo como intervención ciudadana y abría la ciudad al reacondicionarla con rebeldía, cambiando el silencio por el habla, la distancia por la cercanía, los muros por las asambleas. Además del plano discursivo, el reacondicionamiento material del espacio público -amenazado por procesos de privatización, policiamiento, empresarialismo, marketización y vigilancia- ponía de manifiesto el trabajo de acondicionamiento que siempre acompaña al diseño de los lugares para la política (Corsín y Estalella, 2013).

En plena crisis, la represión y la lógica de excepción componían el correlato de la situación general: aumentaba el Estado penal, retrocedía el Estado social (Antentas y Vivas, 2012). Estado del bienestar que lleva décadas criminalizando la marginalidad y, sobre todo en Estados Unidos pero cada vez más en Europa, haciendo del encarcelamiento de los desfavorecidos su singular política social (wacquant, 2010). La conculcación de derechos y libertades se combinaba con el cultivo de miedos e inseguridades: lucha contra la inmigración “ilegal”, combate contra el terrorismo… Sólo en el caso español, desde que se inició el colapso del welfare state, se pasó de 22.802 presos en 1985 a más de 76.000 en 2010 (Brandariz, 2011). Únicamente la escasez de fondos durante la crisis y el desvío de la centralidad de los temores -desde la delincuencia hacia el terrorismo global y la ciudadanía organizada en colectivos, mareas y movimientos- han revertido la curva ascendente de la población carcelaria. La intensificación de movilizaciones que siguió al 15M llevó a la aprobación de la Ley de Seguridad Ciudadana en 2014, “Ley Mordaza” que ejemplifica lo dicho a la vez que muestra la lógica punitivo-fiscal, la “burorrepresión” (Oliver Olmo, 2013), priorizada en tiempos de austeridad presupuestaria: recaudar por la vía de la criminalización de las protestas (escraches, bloqueos de desahucios, etc.), atemorizando a la población más débil, sin empleo o con miedo a perderlo.

Y es que cierta sensación de pesadumbre se había ido acentuando desde hacía años, especialmente con la explosión de la crisis financiera en 2008. El clima de miedo se reproducía acompañado de un síntoma psicopolítico que producía una atmósfera de tensiones, un clima colectivo que algunos denominan “complejo catastrófilo” (Sloterdijk, 2003), perturbación de la vitalidad orientada hacia el miedo, lo catastrófico y lo violento. Frente a este ambiente y con un carácter pacífico, el 15M se levantó echando mano de las palabras y de los espacios, resignificándolas y reacondicionándolos, sirviéndose también del humor para liberar tensiones y encarar el miedo-ambiente (Fernández de Rota, 2013).

CONCLUSIONES

El 15M terminó representando, tal y como ocurrió con otros movimientos (Occupy, #YoSoy132, Passe Livre, etc.) y ante la pasividad de los sindicatos y de la izquierda tradicional, la única alternativa real a los movimientos y partidos ultraconservadores, nutridos de este clima del miedo: el Tea Party en los Estados Unidos, Amanecer Dorado en Grecia o el Frente Nacional en Francia, entre otros. Finalmente, la conexión global de ciudades emergida al menos desde mayo de 2011 ha venido desvelando un mapa conjunto de convulsiones urbanas, de paisajes del miedo compartidos, un “sistema nervioso” capaz de poner nuestro sistema de representación en estado de sitio (Taussig, 1995).

Reacondicionar el medio urbano (material y discursivamente) fue el primero de los pasos dados para contestar a través de la indignación el gobierno del miedo, apostando por la democracia como primer antídoto. Una democracia que es también un producto histórico, y cuyo reacondicionamiento encuentra hoy en la ciudad su principal escenario.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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1La expresión “miedo-ambiente” (ambient fear) fue propuesta inicialmente en la obra Street Wars: Space, Politics, and the City (Crysler y Hamilton, 1995). Más adelante sería reutilizada por Bauman (2001), y aún más tarde por Ávila y Malo (2007), en su análisis de la gobernanza migratoria en los barrios madrileños. Para entender la modernidad como momento productor de atmósferas de diseño, véase Sloterdijk (2006).

Recibido: 06 de Mayo de 2016; Aprobado: 09 de Septiembre de 2016

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons

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