Introducción
Durante la noche del día 26 de septiembre del 2014, ochenta estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos del pueblo de Ayotzinapa (estado de Guerrero, México) viajaron a la ciudad de Iguala a realizar una colecta para financiar sus estudios, conseguir medios para viajar al Distrito Federal y asistir a la marcha conmemorativa del 2 de Octubre de 1968 (Matanza de Tlatelolco). Estas actividades incluyeron la toma de cinco autobuses de empresas de transporte de pasajeros. La respuesta del gobierno municipal de Iguala, a cargo del alcalde José Luis Abarca, del Partido de Revolución Democrática (PRD), fue enviar a la policía para disparar en contra de los estudiantes. El saldo fue de seis muertos, más de cuarenta heridos (cinco de gravedad) y cuarenta y tres desaparecidos1. Los familiares de los normalistas, intelectuales, organizaciones de derechos humanos y miles de mexicanos rechazaron decididamente la versión del gobierno que aseguraba que los estudiantes, luego de ser entregados por la policía a un cartel del narcotráfico, fueron asesinados y quemados en un basurero en Cocula y sus restos arrojados al río (Jean Jean, 2017). Con más de cientocincuenta detenidos, en su mayoría policías, la causa avanzó lentamente2.
Las primeras semanas después de la tragedia, madres, padres, compañeros de los normalistas, familias vecinas y la comunidad estudiantil fueron los primeros en salir a las calles a reclamar a través de marchas y concentraciones. Así lograron instalar el caso en los medios de comunicación mexicanos. A nivel internacional, la primera modalidad de reclamo fueron las concentraciones en las embajadas de México. En el mes de octubre, el día 8 tuvo lugar lo que se denominó Jornada de Acción Global por Ayotzinapa, la primera gran protesta con diversas muestras de solidaridad a nivel nacional (más de quince mil asistentes) e internacional. El 22 de octubre fue convocada una segunda jornada con la misma denominación, una marcha de cincuenta mil asistentes en la capital, setenta escuelas en paro, protestas en decenas de ciudades del país y en otras tantas del mundo (Jean Jean, 2017)3. Ambas jornadas fueron la iniciativa de un masivo movimiento global por Ayotzinapa que incluyó manifestaciones tanto en las calles como en las redes sociales. Entre otras acciones, se hicieron mítines, plantones, presencia ante embajadas, toma simbólica de edificios públicos y protestas frente a cuarteles. En este marco, se materializaron a través de múltiples dispositivos visuales consignas como “Ayotzinapa somos todos”, “Todos somos Ayotzinapa” y “Vivos se los llevaron, Vivos los queremos”, entre otras. Los formatos fueron muy variados: carteles, mantas, banderas, volantes, esténciles, grafitis, murales, intervenciones sobre publicidad, fotografías, performances, ilustraciones, diseños digitales, producciones audiovisuales, etc. En las calles se han destacado los dispositivos gráficos y acciones y performances muy variadas. Sus registros han circulado por los medios y redes sociales, que a su vez en muchos casos, han sido espacio de convocatoria y organización (Jean Jean, 2017). Las acciones globales han dejado a su paso relatos visuales (y audiovisuales) impactantes que merecen ser estudiados y reconocidos como lo que podríamos denominar una cultura visual por Ayotzinapa,que en el presente, a pesar de no tener la masividad ni la fuerza de los primeros años, sigue funcionando. En su derrotero, desde entonces, se han destacado tres dispositivos que funcionan como representaciones de los estudiantes desaparecidos: el número 43, los pupitres y las fotografías de sus rostros. A continuación, expondremos brevemente las herramientas teóricas y los motivos por los cuales consideramos que estos dispositivos no solo se han convertido en la matriz visual más icónica y simbólica para representar a los normalistas. También representan la solidaridad y la lucha de sus familias y de todos los actores que se han involucrado.
Activismo y cultura visual
La cultura visual como campo de estudio nos posibilita crear una red cognitiva transdisciplinar para abordar el análisis de los múltiples discursos y sentidos que generan las imágenes visuales en la actualidad. Considerada una zona intersticial (Mirzoeff, 2003), la cultura visual vehiculiza distintas disciplinas relacionadas con la visualidad contemporánea, que abarca desde los objetos hasta las tecnologías visuales. Siguiendo a Hernández (2005), la cultura visual suele pensarse formada por las prácticas de visualidad (formas culturales vinculadas a la mirada) y por el estudio de un amplio espectro de artefactos visuales que van más allá de los recogidos, presentados y legitimados en las instituciones de arte. En esta línea, adherimos a la definición de dispositivo de Jacques Aumont (1991) quien afirma que se trata de los medios y técnicas de producción de las imágenes, su modo de circulación, reproducción y los soportes que sirven para difundirlas. Estos elementos, en su conjunto, son de vital importancia ya que establecen determinadas relaciones entre la imagen y el espectador que la observa. El dispositivo tiene efectos sobre el espectador en cuanto a sujeto, en tanto que lo sitúa en un momento espacio-temporal y social particular. Los efectos, a su vez, conllevan una carga ideológica determinada que se halla previamente en el dispositivo, no solo en cuanto a su contenido, sino también en el plano formal y técnico de composición. En este sentido, podemos analizar la visualidad expresada en los dispositivos emergentes por Ayotzinapa, a partir de las prácticas de activismo artístico que usan recursos “con la voluntad de tomar posición e incidir de alguna forma en el territorio de lo político” (Longoni, 2009, p.18). Este tipo de activismo no trata de un estilo, un movimiento o una corriente. Es ante todo la síntesis de una multiplicidad, es un campo amplio de confluencia y articulación de prácticas especializadas como la plástica, la literatura, teatro, música, etc., y no especializadas como formas de invención y saberes populares, que trascienden a la institución arte. Se trata de modos de hacer y producir expresiones estéticas, que anteponen la acción social y política. Y es, en primer lugar, procesual en sus formas y métodos (Felshin, 2001). Su finalidad no es la práctica en sí ni las imágenes u objetos creados. Entonces, el activismo artístico
(..) se plantea siempre el horizonte de su propia socialización como práctica. Incluso en aquellas prácticas que quedan reducidas a la intervención de un pequeño grupo, el activismo artístico desublima, desidealiza de manera tan evidente la práctica del arte, evidencia de una forma tan obvia su mecánica, que su mensaje es siempre que cualquier persona tiene la capacidad de hacerlo. (Expósito, Vindel y Vidal, 2012, p. 46)
Es por esto por lo que aquí no interesa diferenciar artistas de no-artistas. Dado el énfasis puesto en las relaciones, subjetivaciones y la distancia entre objeto-sujeto, lo que importa es, como dicen los/as autores/as, poner el cuerpo en la práctica. Con esto podemos comprender la materialidad débil de los dispositivos visuales por Ayotzinapa que veremos a continuación. Es decir, no observaremos formas ni procedimientos sofisticados. Se trata de técnicas y recursos simples, sencillos y fáciles de ser multiplicados: un repertorio de herramientas para la acción, realizado en el marco de movilizaciones de trascendencia internacional que reclamaron la aparición con vida de los estudiantes, la verdad y la justicia. En este sentido, el corpus de nuestra investigación no puede ser leído únicamente desde el campo artístico. Es decir, el activismo artístico no debe analizarse como un “fenómeno homogéneo ni como un género limitado al campo (y la historia) del arte” (Pérez Balbi, 2014, p. 11). El activismo artístico está ligado a movilizaciones de resistencia, protesta y denuncia en el espacio público. Coincidimos en pensar al activismo artístico como un “género híbrido entre el arte y el activismo social” (Pérez Balbi, 2014, p. 2), en tanto que sus prácticas se nutren de diversos reservorios: el de los lenguajes artísticos y también las tradiciones de acción y movilización política (Expósito, 2013). En este sentido, aunque no esobjeto de este trabajo pero sí de la investigación, consideramos importante mencionar que para poder conocer, comprender y explicar el fenómeno de Ayotzinapa, desde una perspectiva histórica y social crítica, es necesario avanzar sobre las prácticas políticas y las lógicas de los movimientos sociales en sus vínculos con el activismo y el activismo digital, particularmente en México, cuya historiografía es ciertamente abundante.
43, rostros y pupitres
Dentro del amplio abanico de dispositivos visuales en las acciones globales por Ayotzinapa, se han destacado el uso del número 43, los pupitres y las fotografías de los rostros de los normalistas. Comencemos con el primer caso, tal vez el más referencial, el número 43. Lo primero que este hace es informarnos de una determinada cantidad. Esta representación gráfica -en el marco de una noticia y/o una movilización- nos dice que son 43 los estudiantes desaparecidos de la escuela normal de Ayotzinapa. Pero la cifra, desde el primer mes hasta la actualidad, no ha dejado de reproducirse y ha trascendido a las primeras movilizaciones que le dieron origen como dispositivo visual. El número 43 circuló masivamente en una multiplicidad de formas. Se fue convirtiendo en la síntesis visual de la representación de los estudiantes, en una imagen-signo del caso y las movilizaciones. Desde frases como “Somos 43”, “No estamos todos, nos faltan 43”, “Nos faltan 43 y miles más”, “Ayotzinapa 43”, “Ahora soy #43” reproducidas en las voces de los manifestantes, en recursos gráficos (Figura 1) y como hashtags en redes sociales;hasta su mención en títulos de canciones, libros, documentales4 y denominaciones de organizaciones, sitios web y proyectos. Uno de ellos fue Lotería 43 -una apuesta artística organizada por docentes, estudiantes, poetas, artistas plásticos yfamiliares en la Universidad de Guadalajara, que desde lo lúdico se sumaban a la lucha por la justicia5- o la Caravana 43 -una acción colectiva de lucha y resistencia de los familiares, que a un año de las desapariciones, los llevó a recorrer más de setenta ciudades mexicanas y del mundo6-. También ha sido muy frecuente el uso de la cuenta progresiva del 1 al 43 en espacios públicos, desde escuelas hasta canchas de fútbol, como también en Twitter, con el caso de un grupo de usuarios, que a través del hashtag #PaseDeLista1al43, tuitea o retuitea los nombres y retratos de los estudiantes desde fines del 2014, todas las noches a las veintidóshoras (de México)7. El 26 de abril del 2015, el número 43 se transformó en elAntimonumento +43, ubicado en el Paseo de la Reforma y Bucareli, en Ciudad de México, una obra creada por padres y madres junto a un colectivo de artistas plásticos que, como ellos mismos explicaron, no aspira a perpetuar el recuerdo, sino a alterar la percepción de que es un hecho inamovible (Reynoso y Alonso, 2016). El número 43, entre otras expresiones, ha sido representado simbólicamente en las 43 velas que se encendieron, en las 43 semillas y árboles que se plantaron8, y en los 43 pupitres que se colocaron en tantas manifestaciones y jornadas.
Los pupitres, por su parte, añaden otro conocimiento. La mesa y la silla, en sus diversos diseños a lo largo de la historia, han formado parte del mobiliario y el equipamiento escolar en todos sus niveles. Desde entonces, el pupitre ha sido un elemento cultural identitario de los estudiantes. Es el espacio físico que el estudiante habita dentro del aula y del cual se apropia durante sus años de formación. En las acciones por Ayotzinapa, los pupitres fueron trasladados desde los espacios educativos hacia espacios públicos, desarmaron el diseño y la distribución del aula, transformaronel sentido y el uso cotidiano del pupitre como signo y herramienta cultural propia de su contexto habitual. Sin embargo, en las plazas y calles, los pupitres fueron colocados vacíos, en hileras y filas, distribuidos no azarosamente,al igual que en un aula, y reformaronla puesta en escena de un acto profundamente político y colectivo.Esos pupitres están diciendo que algo ha sucedido y que ello involucra de alguna manera a los estudiantes que están allí, no en una clase, sino manifestándose públicamente. El relato visual se enriqueció cuando, en numerosas ocasiones, sobre la silla o la mesa del pupitre se añadía una vela, o la fotografía del rostro, como en Oaxaca, cuando a tres años de los hechos, profesores, normalistas y activistas de organizaciones no gubernamentales, se pronunciaron frente al templo de Santo Domingo de Guzmán (Figura 2). Esta acción se replicó también dentro de escuelas y universidades. Y en casos especiales, como el 13 de julio del 2018, en el acto de graduación de la generación 2014-2018 de la Normal de Ayotzinapa, generación a la que le faltan los desaparecidos y asesinados de la noche de Iguala9.
El gesto de utilizar los pupitres vacíos como dispositivos visuales -más aún si son 43- además de visibilizar la identidad estudiantil de las víctimas, potencia el juego ausencia-presencia que habitualmente connotan las representaciones de desaparecidos. Es un mensaje reivindicativo de que las ausencias se hacen presencias en la inmediatez misma del acto. Los estudiantes no están (no se sabe dónde están), pero sus pupitres están allí, esperándolos, al igual que sus compañeros, docentes y toda la escuela. El pupitre deviene símbolo de la lucha y compromiso de los estudiantes normalistas, de su apuesta a la educación para la transformación y la justicia social. La comunidad estudiantil, por su parte, ha sido dentro del movimiento por Ayotzinapa, un agente muy activo y solidario. Docentes, investigadores/as, no docentes y estudiantes han producido desde las universidades, institutos y escuelas. Han salido a las calles, y trabajado con y a través de las redes sociales. En todos estos espacios, los pupitres fueron una representación visual muy frecuente delos estudiantes desaparecidos, no solo en México, sino también en las versiones internacionales. Como en Argentina, cuando en el 2014, a tres meses de los hechos, estudiantes de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FaHCE) y la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) junto a varios artistas, organizaron diversas acciones en conjunto. Como la Jornada por Ayotzinapa, México: somos estudiantes, somos Ayotzinapa,en la quela comunidad educativa salió a la calle en solidaridad con los pares mexicanos, concentrándose en la Plaza San Martín de la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires. Un espacio público muy significativo por su tradicional apropiación en el marco de luchas y reclamos por violaciones a los derechos humanos (Jean Jean y Capasso, 2016). En dicha jornada, el número 43 fue formado y representado -junto a la palabra “Ayotzinapa”- a través de la puesta del cuerpo de los participantes, en el piso de la plaza. También se hicieron, dibujos, esténciles, estampados de serigrafía sobre remeras, carteles, afiches y volantes con las imágenes del 43 y un pupitre10.
Otra acción destacada fue el uso de las fotografías de los rostros de los normalistas. En el mes de noviembre, en el patio central de la FaHCE, los estudiantes se organizaron para tomar unas fotografías que luego serían difundidas por redes sociales y medios de comunicación mexicanos. La consigna fue colocarse frente a la placa que recuerda a los detenidos y desaparecidos de esta facultad durante la última dictadura cívico militar (1976-1983), cubriéndose el rostro con la copia en blanco y negro de la fotografía de un normalista (Figura 3). Esto permitió trazar un puente entre el pasado de Argentina y la práctica de la desaparición forzada de personas, con el presente mexicano (Jean Jean, 2015).
Las fotografías de tipo carnet de los rostros de los estudiantes de Ayotzinapa se difundieron rápidamente. La Procuraduría General de la República (PGR) lo hizo para su localización a través de un aviso publicado desde la dependencia, en noviembre del 201411. Pero fueron las familias quienes en primer lugar trasladaron estas imágenes desde el ámbito privado hacia el espacio público. Este gesto permitió que las fotografías pasasen a conformar un corpus “de todos” los que denuncian la desaparición (da Silva Catela, 2009). El uso de las fotografías de tipo carnet ha sido muy recurrente para visibilizar las desapariciones. En Argentina, las Madres de Plaza de Mayo -reconocidas internacionalmente como emblema de la lucha por los derechos humanos- las cargaron en sus cuerpos o en pancartas en las primeras marchas durante la dictadura. “Si el rostro es una política, deshacer el rostro también es otra política, que provoca devenires reales, todo un devenir clandestino”, afirman Deleuze y Guattari (2008, p.192). Es una forma de negar y aniquilar “lo más preciado en términos de identidad-alteridad. El rostro es referencia primaria en nuestras relaciones”, dice Reguillo Cruz (2014). La autora considera que el rostro se convirtió en uno de los elementos centrales de la movilización social, en parte por el mecanismo de rostridad que generó la amplia circulación de las cuarenta y tres fotografías. Ante el contexto de la desaparición forzada, las fotografías representan aquello que ha sido desplazado: la vida previa a la ausencia. De esta forma, actúan como dispositivos que tornan visible la desaparición y funcionan como herramienta de búsqueda y denuncia. Agregan al número y a los pupitres, rostros, identidades y memorias. Por otra parte, el gesto de cubrirse el rostro con la imagen de una persona desaparecida para ser fotografiado/a, es una acción simple que, sin embargo, como dispositivo descubre una operatoria política muy significativa. La imagen que vemos es el cuerpo de una persona con el rostro de otra. Un acto solidario en el que se intenta desplazar momentáneamente la propia identidad para ser un otro. Pero no se trata solo de empatía e identificación con ese otro. La condición de desaparecido redobla la apuesta y lo convierte en una acción de denuncia y reclamo. Al mismo tiempo, puede funcionar que ese rostro representemetonímicamente a todos los demás. Cuando la acción es colectiva, el impacto visual del “ser uno con ellos” (“Somos estudiantes, somos Ayotzinapa”)se potencia. La imagen resulta el signo de una tragedia compartida y se convierte en “nosotros somos ellos”, los cuarenta y tres de Ayotzinapa.
A modo de cierre
A pocos meses de cumplirse el quinto aniversario de la tragedia, aún no hay justicia en el caso Ayotzinapa. En el transcurso de estos años, a pesar de que cada 26 de septiembre continúan realizándose actos, marchas y homenajes, las acciones globales por Ayotzinapa fueron perdiendo convocatoria. Entre tantos fenómenos que produjo y que afortunadamente están siendo objeto de estudio desde las ciencias humanas y sociales, el caso nos ha dejado un rico material para trabajar y reflexionar sobre la dimensión visual, la “dimensión creativa”, de las movilizaciones y protestas sociales (Longoni 2010, p. 93). También para analizar las nuevas formas de participación, los procedimientos, demandas y conflictos de la relación entre las prácticas de activismo artístico y los movimientos sociales y políticos. Por lo pronto, nos hemos acercado a una primera indagación sobre aquellos soportes materiales que en tanto dispositivos visuales, sirvieron para representar a los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Destacamos tres: el número 43, los pupitres y las fotografías de los rostros, porque consideramos que dada su potencia visual, sensorial y narrativa, y su apropiación, reproducción y circulación masiva, funcionan como la matriz icónica y simbólica más representativa de los estudiantes. Pero no solo de ellos. Frente al contexto de impunidad, la lucha -de todo el arco de actores, de los cuales mencionamos algunos a lo largo de este artículo- sin dudas, ha sido la protagonista. Los dispositivos visuales que analizamos se convirtieron en su símbolo, en su referencia: no solo identifican y hacen presente a los ausentes, remiten asimismo a sus familias y a las miles de personas que se movilizaron. Los estudiantes asesinados y desaparecidos, la exigencia de aparición con vida, la falta de verdad y de justicia, son el porqué de los dispositivos. Más aún, los dispositivos funcionaron como representaciones y narrativas visuales que confrontaron la versión oficial de los hechos: “el signo de identidad de los 43 normalistas (…) se ha organizado contra toda supuesta “verdad histórica” (…) El binomio visual presencia/ausencia de los estudiantes (…) asombra como representación gráfica de la historia que se nos quiere ocultar” (Espinosa Pérez, 2019, pp. 82-88).
Los dispositivos fueron el relato visual de las masivas movilizaciones. También parte de su registro a través de fotografías y diversos soportes audiovisuales. Junto al acontecimiento en sí mismo y la presión internacional, en su conjunto, dieron visibilidad a las graves violaciones a los derechos humanos en México. A los miles de desaparecidos y muertos. Al contexto de guerrilla y narcotráfico con el que se convive cotidianamente, especialmente en Guerrero, y a la complicidad y participación directa de los distintos niveles del Estado.
Por otro lado, si bien sabemos que en muchos casos los organizadores y/o creadores son artistas, los dispositivos trascienden el estatuto de lo artístico. Este tipo de prácticas no concentraron su atención en la producción de objetos “artísticos”, sino en el proceso y en la producción de relaciones de solidaridad y cooperación. Utilizando los lenguajes del arte para dar forma a sus materialidades, los dispositivos fueron estratégicamente pensados para producir presencia en las calles y definir contenidos y estrategiasde visibilidad y difusión. Este gesto estético y político produjo una cultura visual por Ayotzinapa de trascendencia internacional. Los dispositivos cuestionaron, interpelaron, invitaron a preguntarse ¿43 qué? ¿Quiénes son? ¿Qué sucedió en Ayotzinapa? Preguntas sencillas a partir de recursos sencillos, apropiables y fáciles de ser multiplicados. En esa reproductibilidad está la masividad y el reconocimiento de estar ante representaciones icónicas que nos hablan de otro lamentable caso de desaparición forzada en México, convirtiéndose en su referencia, en su denuncia.Los dispositivos son la forma visual de las ausencias y del reclamo. Son hoy la dimensión material del recuerdo, y en su sentido social y colectivo, objetos de memorias y para la memoria, contra la impunidad y el olvido.