1. Introducción
Quienes se autodenominan campesinos actualmente en Argentina poco se parecen a los “típicos” del resto de los países latinoamericanos, ni a aquellos que hasta hace un tiempo cultivaban insumos para la agroindustria, entre los que encontramos el algodón y la caña de azúcar. Tampoco las ciencias sociales se han puesto de acuerdo para atender sus características emergentes en esta nueva etapa de desarrollo capitalista. Es más, continúan cuestionando si es posible encontrar este tipo de productores directos en el ámbito rural, aún en un contexto como el de los últimos tiempos, en el cual han adquirido mayor visibilidad y presencia política.
En el presente artículo se sistematizan y presentan líneas de investigación de producción académica y política para interpretar lo que denominamos una “nueva cuestión” -o al menos una nueva etapa- de los estudios sobre el campesinado. La hipótesis sugiere que, en el nuevo ciclo de acumulación de capital consolidado en las últimas décadas, las condiciones estructurales de exclusión social y de reconversión económica a las que fueron sometidos los productores familiares en el país, junto con novedosas prácticas, discursos y estrategias de resistencia política, incorporaron elementos en su composición de clase. Sostenemos que estas condiciones han agotado
las líneas de investigación producidas en la década de los 70, las cuales ponían el foco en la funcionalidad del campesinado al sistema y elaboraban taxonomías comparativas para distinguirlos en los procesos de diferenciación social y, también, de aquellas que durante los años 90 y los 2000 vaticinaban momentos de cambio y se cuestionaban sobre las nuevas características que asumía la producción agrícola familiar. En la tercera década del siglo XXI, estamos en condiciones de afirmar la consolidación de determinados procesos sociales y de sistematizar las producciones en torno a nuevos ejes de análisis. Con esto se espera abandonar los falsos caminos a los que conduce elaborar modelos conceptuales ahistóricos y abstractos y contribuir al estudio del campesinado en el actual contexto que le toca vivir.
Debemos señalar que, en Argentina, la cuestión campesina entendida como un corpus de producción académica dedicada a problemáticas socioeconómicas, políticas y culturales similares en torno al campesinado, nunca alcanzó una impronta política al igual que en el resto de países latinoamericanos. Esto sucedió porque el desarrollo del capitalismo agrario en el país estuvo históricamente asociado a la empresa familiar capitalizada, y a la figura de “chacareros” y “colonos” en cuanto tipo característico de la estructura social agraria, lo que secundarizó el estudio de los sectores más tradicionales del campesinado. También porque mientras que en la década de los 70 antropólogos, sociólogos y economistas de América Latina debatían sobre la reforma agraria, la funcionalidad y las transformaciones de los productores directos, en el país se vivía un periodo de dictaduras cívico militares (1966-1973 y 1976-1982). Estas censuraron y reprimieron las formas críticas de expresión política, por lo que el debate circuló con escasa difusión y mayormente “puertas adentro” (Ratier 2018).
En este momento estamos en condiciones de recuperar y analizar las trayectorias de producción y cuestionarnos ¿de qué campesinado hablamos en los actuales escenarios de la ruralidad argentina? Desde la mirada que valoriza el análisis de clases e interpreta a los sujetos sociales insertos en procesos históricos concretos, nos propusimos, en primer lugar, situar el debate teórico clásico sobre la noción de campesinado en relación directa con la particularidad sociohistórica, económica y regional en Argentina. En segundo lugar, presentar las principales referencias teóricas y las producciones académicas y estatales -a modo de hipótesis de trabajo- de lo que consideramos una “primera cuestión campesina”.
De aquí se bifurcan dos etapas: la primera, la comprendida entre 1970 y 1990 que marcó una distinción en relación con el papel e inserción de los productores en la producción agroindustrial y con el esfuerzo intelectual por distinguir y categorizar a este tipo de sujeto social agrario; la segunda, que abarca desde 1990 hasta el año 2000, cuando ya se alertaba sobre los momentos de cambio en la ruralidad y se elaboraban tendencias sobre las nuevas características que asumía la producción agrícola familiar. En este camino, también se analizan las disputas simbólicas libradas “en el papel” -en términos de Bourdieu (2000, 112)- por dar contenido y sentido a distintas tipologías 119 sociales construidas sobre estos sujetos sociales, ya que las mismas expresaron operaciones políticas, intelectuales e institucionales en cada momento histórico.
En tercer lugar, se describen los principales indicadores que marcaron una ruptura con el periodo previo y se elaboran seis tesis que indican el giro hacia lo que consideramos una “nueva cuestión campesina” en los estudios sociales. La selección recoge los aportes relevantes al tema en relación con la experiencia común, con las prácticas y con las condiciones de existencia. Finalmente, se presentan las conclusiones, que esperan contribuir a la comprensión del campesinado realmente existente y a ampliar los horizontes de análisis que se abren con las tesis propuestas.
2. Materiales y métodos
Para cumplir con los objetivos se utilizó la investigación documental de tipo cualitativa en la que se recopilaron las producciones académicas y de intervención estatal consideradas relevantes en los estudios sociales agrarios en Argentina. Este ejercicio consistió en atender al estado del conocimiento, organizar líneas comunes de indagación y registrar aquellas perspectivas que ofrecían mayor claridad y un mejor panorama de investigación. Todo esto permitió alcances significativos en los resultados. La selección del material estuvo enfocada en el origen disciplinar de los autores de este trabajo (sociología y antropología social) y en el estado del arte de las respectivas investigaciones doctorales (Valverde 2006; Colla 2022), financiadas y ejecutadas por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
Las tesis fueron elaboradas con base en la experiencia de investigaciones en comunidades campesinas y de pueblos indígenas en las provincias Chaco (norte argentino) y Neuquén (Patagonia), y en intercambios e indagaciones desarrolladas en diversos proyectos de investigación. Finalmente, se recurrió a datos provenientes de los censos nacionales agropecuarios para dar sustento a los argumentos planteados.
3. ¿Campesinado? ¿En Argentina?
Para el 93% de la población argentina que vive en las ciudades este cuestionamiento podría ser frecuente, ya que “lo campesino” como concepto suele relacionárselo con particularidades indígenas en condiciones de aislamiento y autosuficiencia, y esto poco tiene que ver con la imagen típica que se tiene del campo argentino. Pero la realidad no es fija ni inmutable, el historiador Pierre Vilar (1980) nos recuerda que cada periodo histórico ha generado un tipo propio de campesinado. Entonces, de lo que se trata es de estudiarlos en su forma de existencia heterogénea y concreta en tipos de sociedades determinadas para poder brindar una explicación de dichos contextos históricos y territoriales específicos.
Si partimos de la noción marxista clásica que atiende a la organización del trabajo en cuanto elemento central, podríamos decir que las unidades campesinas tienen en común el trabajo independiente y la de su unidad doméstica para actividades agropecuarias (Marx [1867] 2008, 893). Asimismo, el debate clásico sobre las características que asumen los productores de base familiar frente al desarrollo del capital, encuentra en Argentina un país periférico donde las formas específicas del mundo rural tienen un carácter dependiente, “deformado” y subdesarrollado con respecto al capitalismo, sobre todo por el control oligopólico del comercio exterior de granos, por la concentración económica y por la persistencia de la gran propiedad terrateniente (Azcuy Ameghino 2016).
En este marco general, existen lugares geográficos de centralidad y marginalidad respecto a las zonas núcleos de acumulación y, por lo tanto, diferentes procesos de descomposición y de persistencia de los productores directos o campesinos. De manera que, en regiones como las del noreste, noroeste, Cuyo y Patagonia existen grandes posibilidades de encontrar campesinos tradicionales similares a aquellos descritos por Shanin (1983): presentan producciones de autoconsumo, escasas posibilidades de acumulación (reproducción simple) y con identidades sociales y culturales definidas y fuertes.
En estos lugares, en las últimas décadas se asiste a procesos denominados de “neopampeanización” (por el avance paulatino de fronteras agropecuarias bajo una nueva lógica de acumulación) y a un retroceso o desaparición de las economías regionales vinculadas a la producción agroindustrial de materias primas (algodón, vid, yerba mate, pimiento, caña de azúcar, etcétera). Esto ha generado un espacio social y territorial, en el que la presencia de grandes grupos empresariales y de terratenientes capitalistas se disputan con productores familiares de escala media que asisten a procesos de diferenciación social entre quienes lograron “adecuarse” a las nuevas lógicas de productividad y rentabilidad. Y también, campesinos más tradicionales, reconvertidos a la ganadería extensiva, al turismo rural, que mantienen una producción de alimentos para autoconsumo, o incluso, continúan participando en algunas de las pocas producciones agroindustriales que aún persisten, entre las que sobresalen la yerba mate (Misiones), la frutícola (Río Negro) y la vid (Mendoza). En los estratos más bajos se combinan condiciones socioeconómicas y sanitarias críticas con indicadores de indigencia y pobreza rural sumamente elevados.
Mientras tanto, en los sitios donde se han desarrollado con mayor envergadura los procesos de modernización capitalista, especialmente en la región pampeana, podemos encontrar productores familiares capitalizados con una fuerte especialización exportadora, principalmente de commodities (maíz, soja y ganadería) y con distintos procesos de diferenciación social (reproducción ampliada) asimilables a los farmers estadounidenses (Archetti y Stølen 1975; Azcuy Ameghino 2021). Su acumulación 121
de capital se encuentra sujeta a situaciones coyunturales favorables (condiciones climáticas, la devaluación de la moneda local o el aumento de precios internacionales), condicionada por un mercado dominado por los grandes capitales agrícolas y, por lo general, por un sistema de arrendamiento al que deben pagar renta. La presencia, el rol y los imaginarios sociales y políticos construidos por la producción académica y estatal en torno a este último tipo, podría ayudarnos a responder aquella pregunta inicial sobre la (in)existencia de campesinos en nuestro país.
4. Primera etapa en la cuestión campesina, 1970-1990
En Argentina la producción académica en torno al campesinado nunca alcanzó una impronta política algo que sí sucedió en el resto de los países latinoamericanos. Recién en 1990, y de manera “tardía”, según Giarracca (1999), se comenzó a reflexionar sobre la situación de estos sujetos sociales a partir de una nueva orientación campesinista, impulsada en gran medida por proyectos de desarrollo rural con financiamiento externo que buscaban amortiguar las consecuencias negativas del neoliberalismo en las poblaciones rurales.
Así, se comenzaron a recuperar y a valorizar aquellas producciones que se referían al tema durante las décadas previas. Este corpus de trabajos iniciales, junto con los elaborados durante la década de los 90, lo presentamos aquí formando parte de una primera cuestión campesina, dividida en dos etapas. La primera de ellas corresponde al periodo 1970-1990, que se caracterizó por un proceso político de alternancia de gobiernos democráticos y militares. A nivel económico, el modelo de crecimiento basado en la industrialización por sustitución de importaciones (ISI) estaba en crisis, y en el ámbito rural la preocupación giraba en torno a la sobreproducción de las economías regionales y a la problemática de la mano de obra agrícola.
Estos dilemas exacerbaron el conflicto social y en 1971 surgieron las ligas agrarias en el norte argentino, una organización que trajo consigo la aparición del término “campesinos” en el vocabulario político de la nación. En la producción académica, el periodo estuvo atravesado por la última etapa de institucionalización y profesionalización de las ciencias sociales. Había una importante influencia de las corrientes estructuralistas y funcionalistas, cuyo principal exponente era la Comisión Económica para América Latina (CEPAL). Simultáneamente, también se encontraban los aportes de la teoría de la dependencia, que proponía entender a Latinoamérica bajo parámetros teóricos propios (Giarracca 1999).
En esta línea, las indagaciones partían del consenso relativo de que los campesinos argentinos, situados en su mayoría en regiones marginales del área pampeana y nacidos al calor del desarrollo agroindustrial de las economías regionales, no podían ser asimilables al resto de sus pares latinoamericanos (Bartolomé 1975; Archetti y Stølen 1975; Tsakoumagkos 1987; Giarracca 1990). Desde aquí se derivaban dos estrategias teórico-metodológicas: la primera consistía en definir la identidad de los productores argentinos por “la negativa”, es decir, describir que “no eran” campesinos latinoamericanos, ni tampoco capitalistas.
La segunda de las estrategias fue desarrollar investigaciones con un fuerte carácter empírico y regional, atendiendo a la relación entre la expansión del capitalismo y la funcionalización del campesinado a este proceso. El problema teórico radicaba en determinar qué mecanismos económicos estaban por detrás de las unidades de producción cada vez más capitalizadas que utilizaban en el proceso productivo la fuerza de trabajo familiar. Entre los más relevantes, se encontraron los aportes de Archetti y Stølen (1975) quienes adoptaron una perspectiva regional comparada para identificar los procesos de diferenciación social y los límites de lo que denominaron “economía poscampesina”.
Desde una apuesta por redescubrir los aportes del economista ruso Alexandre Chayanov, los criterios distintivos eran la acumulación de capital y el tipo de fuerza de trabajo utilizada. A partir de ellos, confeccionaron una estructura de clases basada en distintos tipos de economía (campesina, farmer y capitalista) para identificar y diferenciar a los actores sociales: campesinos, farmers, proletarios, capitalistas y terratenientes. Dentro de la economía poscampesina se encontraban los colonos y los chacareros, que eran productores domésticos que podían acumular capital sistemáticamente, lo que les permitía ampliar el proceso productivo (reposición de tecnología, mayores inversiones productivas, etc.) y acelerar el proceso de diferenciación intraclase. Este trabajo, junto con los de Vessuri (1975) y Bartolomé (1975), coincidían en señalar que la diferencia con la economía capitalista no era la ausencia de trabajo doméstico en el proceso productivo, sino el comportamiento esperado frente a “estímulos de la misma naturaleza”. La conclusión a esta delimitación era que los colonos y chacareros no eran “ni campesinos ni capitalistas”, sino un nuevo tipo social que combinaba trabajo doméstico con asalariado, y a los que la acumulación de capital les permitía ampliar el proceso productivo, aumentando la productividad del trabajo.
Paralelamente, el antropólogo social Bartolomé (1975) cuestionaba los criterios chayanovianos utilizados, ya que no permitían diferenciar prima facie la economía campesina clásica de los límites inferiores de las economías colonas, porque ambas descansaban sobre la utilización intensiva de la mano de obra familiar. Es decir, ¿por qué el campesino clásico no acumulaba, en cambio aún el colono “atrasado” estaba en una línea de potencial acumulación? Tampoco permitía identificar los “límites superiores del campesinado” en relación con las empresas puramente capitalistas (plantadores y agroindustria).
En su investigación sobre el sudeste de Misiones, Bartolomé planteó que la forma de producción imperante en el país era similar a la del “colono misionero clásico”, bajo la categoría anglosajona de family farm (Bartolomé 1975). Hacía referencia a una empresa agrícola orientada a lo comercial, integrada por productores que utilizaban como mano de obra a su grupo doméstico y que habían accedido a la propiedad de la tierra por herencia de sus antepasados de origen europeo. Respecto de los límites con el campesinado clásico, se planteaba que, con la salvedad del campesinado indígena en el noreste argentino, no había en el país explotaciones familiares de este tipo. Referido a los límites superiores con otros tipos sociales, había una preocupación taxonómica por distinguir los colonos de las empresas puramente capitalistas. El autor aseguraba que el tipo ideal del farmer capitalista era un rara avis en el agro argentino, ya que la gran mayoría de los chacareros y colonos, aunque eran propietarios o arrendatarios, participaban de una combinación entre economía doméstica y de empresa.
Dentro de esta primera etapa de estudios campesinos también hubo aportes importantes al debate desde la órbita estatal (con posterioridad al periodo dictatorial), por ejemplo, los del grupo de sociología rural de la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación. Tsakoumagkos (1987) se destacó por atender los procesos de funcionalización, subordinación y descomposición del campesinado pobre ubicado en el norte del país. En esta línea, brindó una serie de características que diferenciarían al campesinado argentino del resto de América Latina: la producción con destino al mercado interno bajo condiciones de subsistencia; la monoproducción de insumos agroindustriales y la obtención de alimentos básicos provenientes del sector capitalista del agro; la coexistencia con otro tipo de productores; la provisión de fuerza de trabajo semiasalariada; y el no pago de renta de la tierra. Bajo estas condiciones el campesinado no era considerado un “obstáculo” en el desarrollo capitalista -en relación con el debate marxista respecto al tema-, sino un eslabón de la cadena de producción.
Finalmente, en la disyuntiva por realizar taxonomías distintivas del campesinado comenzó a predominar la categoría de “pequeños productores”. Al respecto, Murmis (1980) realizó una tipología tomando como referencia la extensión de la unidad de producción, la forma en la cual utilizaban la tierra y el trabajo familiar. El límite superior estaba marcado por el tamaño de la explotación, que no debía permitir la renta de la tierra, y en el inferior, el carácter limitado de la producción en relación con el tamaño reducido, lo que se acercaba a las unidades de tipo semiproletarias. Otros estudios introdujeron la idea de “minifundistas” y sostuvieron que eran asimilables a los campesinos con ciertas particularidades propias por su posición subordinada en la producción y en los mercados. Esta imposibilidad de acumulación y la ausencia de capitalización serían, una vez más, las características determinantes en esta clasificación (Manzanal 1988, 1990).
Podríamos concluir que esta primera etapa de estudios campesinos buscó brindar construcciones teóricas “bien fundadas”, en términos de Bourdieu (2000), en una batalla simbólica por atender las particularidades del caso argentino. El esfuerzo puesto en la concepción de taxonomías distintivas y en los mecanismos de funcionalidad e integración a los circuitos de la agroindustria sería cuestionado en la década de los 90, pero no porque hayan perdido eficacia explicativa los debates teóricos clásicos, sino porque la consolidación del modelo neoliberal y de una nueva lógica de acumulación iban a trastocar la subordinación de los campesinos argentinos al mercado y a cambiar el marco empírico de referencia.
5. Transiciones y reconfiguración de un sujeto social, 1990-2000
La década de los 90, que corresponde a un segundo momento dentro de esta primera etapa, fue un parteaguas en los estudios campesinos, principalmente por dos razones. La primera de ellas tuvo que ver con la incidencia del contexto económico y social de aquellos años en la desestructuración de las condiciones de inserción y subordinación de los productores directos. En efecto, el declive del modelo ISI y el avance de una nueva etapa de acumulación vinculada a la apertura de la economía a la competencia externa y a la producción de commodities con destino a la exportación, benefició a un sector de productores pampeanos que lograron un salto productivo. Esto generó una diferenciación social con una tendencia, consolidada ya en los últimos años, hacia una cantidad decreciente de chacareros o campesinos capitalizados que pudieran ser caracterizados como “productores directos” (Azcuy Ameghino 2021).
En las regiones extrapampeanas, la desaparición de políticas agrarias y compensatorias para la pequeña y mediana producción y la difusión de otras nuevas, sostenidas sobre pautas de productividad y rentabilidad que beneficiaron la concentración y la aparición de nuevos actores sociales del sector financiero, arrojaron consecuencias negativas para un amplio espectro de la población rural. La diferencia con el periodo previo y que, consideramos, cerró esta primera etapa de estudios campesinos, fue que las discusiones se centraron en las posibilidades de integración y subsistencia de las agriculturas campesinas y en su falta de adecuación al sistema económico imperante. De aquí que perdió carácter explicativo la idea de funcionalidad y fue desplazada por la categoría “exclusión” (Barbetta, Domínguez y Sabatino 2012).
La segunda fue que la producción académica no encontró el consenso relativo que existía en las décadas previas sobre las características del campesinado o sus tendencias de transformación. Esto generó cierta dispersión disciplinar en la que reemergieron paradigmas campesinistas, pero también se profundizó en la disputa simbólica por asignar otras categorías a los sujetos sociales: “minifundistas”, “pobres rurales”, “pequeños productores” y “agricultores familiares”.
Los estudios que persistieron en la perspectiva estructural tendieron a analizar los cambios del sector en términos de sus carencias estructurales (ausencia de niveles de capitalización, producción para la subsistencia, el carácter marginal de su producción), pero utilizaron nuevas tipologías para distinguir al campesinado en aquella situación particular. Por ejemplo, Iñigo Carrera (1999) cuestionó la idea de exclusión y consideró que los productores familiares pasaban a cumplir la función de ejército industrial de reserva en cuanto superpoblación relativa en el ámbito rural chaqueño. Otros, continuaron utilizando el término minifundio, enfocados en el tamaño de las explotaciones y en los límites que la misma generaba para contratar mano de obra asalariada diferente a la familiar (Borro y Rodríguez Sánchez 1991).
En esta línea, las producciones de intervención estatal, como las del Programa Social Agropecuario (PSA), relacionaron al minifundista con parte del análisis global de pobreza rural junto con los asalariados, productores familiares empobrecidos e indígenas. O también, referían a una “pobreza campesina” para aquellas unidades con bajo nivel de capitalización y que usaban mano de obra familiar (Murmis 1993; Craviotti y Soverna 1999). Finalmente, surgieron estudios que se ocuparon de la pluriactividad. Desde categorías generales de “pequeños productores”, “trabajadores semiproletarios” o incluso “titulares de explotaciones agropecuarias”, estas investigaciones pusieron en consideración las estrategias de productores de distintos niveles para salir de las condiciones de marginalidad impuestas por el sistema (Gras 2003).
Hacia el final del periodo señalado, comenzó a ganar terreno también la noción de “agricultura familiar”. Los trabajos que impulsaron este paradigma fueron los del “Proyecto de desarrollo de pequeños productores agropecuarios” (PROINDER) y los del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), ambos financiados por agencias internacionales. Esta definición se ha ido generalizando en las últimas décadas a partir del impulso de organismos estatales, de la creación de un Registro Nacional de la Agricultura Familiar (RENAF) en 2007 y de legislaciones específicas, por ejemplo, la Ley 27.118 promulgada en el año 2015. Desde esta perspectiva, se concibe por agricultor familiar a toda persona o grupo que vivan bajo un mismo techo, que compartan gastos de alimentación y que aporten fuerza de trabajo para el desarrollo de alguna actividad en el ámbito rural. No obstante, esta noción ha sido muy cuestionada en los estudios sociales por ser sumamente abarcativa y heterogénea y por no permitir discriminar las diferencias estructurales ni identitarias de los sujetos sociales (Schiavoni 2010).
Paralelamente, equipos de investigación de universidades públicas comenzaron a recuperar los abordajes campesinistas para atender al impulso que estaba teniendo la emergencia de un campesinado movilizado. En gran medida integraban espacios internacionales entre los que destacaban la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC) y la organización internacional Vía Campesina. Este fenómeno no fue exclusivo de países con una fuerte tradición de luchas campesinas como Brasil o México, sino que también sucedió en aquellos que tenían una historia 126 significativa de luchas obreras urbanas como la Argentina.
Recapitulando hasta aquí, podríamos decir que la integración temprana de los campesinos argentinos a las cadenas agroindustriales y su exclusión hacia la década de los 90 generaron líneas de investigación académica particulares que fueron distintivas respecto al tratamiento del tema en el resto de Latinoamérica. En este camino, los esfuerzos intelectuales tendieron a distanciarse de las acepciones clásicas atribuidas al “campesino tradicional” y a utilizar otras categorías o tipologías de análisis tendientes a englobar las particularidades de los productores familiares argentinos. No obstante, la aparición de movimientos sociales hacia el final del periodo cambió el tablero en las ciencias sociales e impulsó una nueva etapa en los estudios campesinos.
6. Una nueva cuestión campesina
En la tercera década del siglo XXI el campesino argentino actual está lejos de parecerse a la idea típica forjada por las ciencias sociales en los años 70. Determinados autores hablan de un campesino “más evasivo” y problemático (Bryceson 2001), otros de un “campesino globalizado” en términos de su entrada política a órbitas internacionales luego de la creación de Vía Campesina (Paz 2006). En gran medida, estos trabajos ya mencionan una nueva etapa e invitan a pensar nuevos paradigmas enfocados en los procesos de cambio, en las agendas políticas y en la construcción identitaria que proponen e impulsan los movimientos sociales.
En esta línea de argumentos, la ruptura con el periodo previo plantea dos factores fundamentales. El primero de ellos es que asistimos a una nueva época marcada por las condiciones de exclusión social y por la expulsión territorial a la que fueron condenados aquellos que no lograron “adecuarse” a la nueva lógica de acumulación, sobre todo en el sector del campesinado tradicional. En esta línea, el foco temático gira en torno a la manera en que los estratos medios y bajos de este sector crecientemente empobrecido ensayan procesos de reafirmación identitaria y de reemergencia campesina para recrear condiciones para su reproducción social en el ámbito rural.
El segundo factor de ruptura es que la producción agropecuaria ya no es, necesariamente, la actividad económica principal. El entorno territorial, ambiental, agronómico y cosmológico ha cambiado por el avance del modelo hegemónico y se observan procesos de desagrarización de las actividades rurales y una apertura del mercado de trabajo. Podríamos decir entonces que el actual es un campesinado diversificado, con distintas estrategias para persistir en el ámbito rural. Paradójicamente, los estudios sociales emergentes recuperan características de aquel campesinado tradicional latinoamericano -que era objeto de distinción en la primera cuestión campesina- para buscar similitudes y marcos teóricos de referencia en el análisis del argentino. Entonces, ¿qué es lo nuevo de este sujeto que no es, solamente, ni “productor agropecuario” ni “funcional al capitalismo”? A continuación, presentamos seis tesis que responden a 127 fenómenos sociales emergentes y que atraviesan la experiencia social del campesinado en el actual contexto que le toca vivir.
Aceleramiento de los procesos de descomposición campesina y desagrarización de las actividades rurales
La primera de las tesis presentadas no espera saldar la disyuntiva entre “campesinistas” y “descampesinistas” que tomó relevancia en la década de los 70. No obstante, desde aquellos años hasta la actualidad se han llevado a cabo cuatro censos nacionales agropecuarios (1988, 2002, 2008 y 2018) que arrojaron luz sobre estos debates y que permiten afirmar la consolidación de ciertos procesos y tendencias. Estos datos evidencian una disminución tendencial de las explotaciones agropecuarias (EAP) en todas las regiones del país, aunque con distintas intensidades. Desde 1988 a 2018 desaparecieron del ámbito rural 192 846 de EAP (421 221 y 228 375 respectivamente) con límites definidos. Respecto a aquellas menores a 500 hectáreas (un valor promedio general de las explotaciones de base familiar), en 1988 representaban un 87 % del total del país y manejaban el 16 % de la superficie relevada. En 2002 este número decrecía al 83 % con el 13 % de la superficie y ya en 2018 alcanzaba el 80 % con respecto al 11 % de la tierra en producción del país. Esto estuvo acompañado de una mayor concentración de la tierra: en 1988 las explotaciones mayores a 500 ha conformaban el 13 % mientras que, en 2018 el 20 %, con el 89 % de la superficie cultivada (INDEC 1988, 2002, 2021).
Estos datos no fueron homogéneos. La región pampeana, zona núcleo del desarrollo del capitalismo agrario argentino y con una superficie promedio por explotación de 395,6 ha en 1988, pasó a 533,2 ha en 2002 con un incremento del 35 %. También se observa una gran caída en el estrato hasta 500 ha (-34 % en cantidad de EAP y -26 % en superficie ocupada por este estrato) y los mayores aumentos se registran en los estratos de más de 10 000 ha (más de 13 % en EAP y más de 14 % en superficie) (Paz 2006). En zonas extrapampeanas, como la provincia del Chaco, la información intercensal muestra tendencias similares. En el censo nacional agropecuario de 1988 el 55% de las EAP tenían menos de 100 ha, mientras que, en 2018 este número se había reducido al 39 %, lo que representaba el 4,6 % de la superficie cultivada.
Ciertamente, este fenómeno es mundial y tiene relación con tendencias inherentes al desarrollo del capitalismo en su actual etapa de acumulación (Paz 2006; Azcuy Ameghino 2021). Lo novedoso radica en que, si bien existe una tendencia a la desaparición de la pequeña producción, aparecen estrategias de recampesinización motivadas por diversas coyunturas políticas y territoriales. Una característica singular que acompaña este proceso es la tendencia regional a la desagrarización de las actividades económicas, relacionada con la pluriactividad -en trabajos fuera de la finca familiar, como indagan las investigaciones de Bendini y Steimbreger (2014)- con el turismo (Valverde 2023) y con una diversificación general del empleo rural no agrícola. Este último, asociado, por ejemplo, a las posibilidades de formación profesional en educación y salud (Mancinelli 2023). En este sentido, es necesario tener en cuenta los desafíos epistemológicos y conceptuales que se abren a partir de estos cambios en el mercado de trabajo y las posibilidades de reemergencia campesina, ya que, como muestran los indicadores censales, en el seno del sistema capitalista las tendencias operan en su contra.
Aumento de las presiones sobre la tierra y la emergencia del territorio
El acceso a la tierra en cuanto factor de producción y reproducción ha sido históricamente una demanda del campesinado. En el caso particular de la Argentina, no se implementaron procesos de reforma agraria, sin embargo, el campesinado argentino sí emprendió acciones de ocupación de tierra en distintos periodos, y junto a otros elementos, ha configurado un escenario de conflictividad en el que se ha resignificado la lucha por la tierra y por el territorio. Al respecto, la geografía crítica latinoamericana ha impulsado un “giro territorial” para la compresión de la cuestión campesina actual. Se comenzó a reconocer la existencia de “territorialidades campesinas” y de un activismo campesino asociado a esta que fue impulsado desde movimientos socioterritoriales entre los que destaca el Movimento Sem Terra (MST) en Brasil. Es decir, acciones colectivas que producen espacios políticos y un proyecto territorial propio del campesinado (Fernandes 2000).
En Argentina, las experiencias en campos comuneros en Santiago del Estero, el desarrollo de las “reservas campesinas” en Chaco y el fortalecimiento de las organizaciones políticas ponen de manifiesto una reconfiguración de la “comunidad” en cuanto espacio de producción y reproducción del campesinado (Barbetta 2012). También la dimensión conflictiva es tenida en cuenta en relación con la producción de espacio alternativo. Por ejemplo, Bendini y Steimbreger (2014) señalan la persistencia de productores que se autodenominan “crianceros”, “puesteros” o “fiscaleros” en el norte patagónico y el desarrollo de una territorialidad campesina con estrategias adaptativas diversas y complejas como una forma de resistencia a la desaparición de productores de ganado extensivo. Por su parte, Domínguez (2016) y Colla (2022) describen diversos patrones de acceso y control de la tierra en la provincia del Chaco que reivindican una condición campesina que se revaloriza desde el componente indígena de las poblaciones. En este sentido, Colla (2022) valora la importancia de la elaboración política de lo campesino para producir un espacio disidente junto a la demanda de la figura legal de reconocimiento de reparación histórica como pueblos indígenas.
Finalmente, destacamos el desarrollo de un proceso de ambientalización de las disputas territoriales, en las que converge la matriz indígena-comunitaria, un lenguaje acerca de la territorialidad campesina e indígena y nuevas formas de movilización y participación ciudadana centradas en la defensa de los bienes naturales, de la biodiversidad y del ambiente. Esta perspectiva permite distinguir, también, la disputa acerca de lo que se entiende por “desarrollo” en torno a los megaproyectos económicos y productivos (Svampa 2012; Merlinsky 2013).
Presencia de movimientos sociales que se autodenominan campesinos y nuevos alcances de la lucha política
El activismo campesino que tuvo su emergencia en las últimas décadas fue impulsado por los nuevos movimientos sociales (Madonesi y Rebón 2011) o socioterritoriales (Fernandes 2000). Entre los más importantes en Argentina se destaca el Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE) -también PSA y Vía Campesina-, el Movimiento Campesino de Córdoba y la Federación Nacional Campesina. La estrategia de autoidentificación como campesinos o campesinos-indígenas, encontró en la movilización social y en los vínculos políticos y sociales asociadas a ella un medio estratégico e instrumental que logró representar intereses y experiencias comunes para impulsar demandas hacia el Estado y para lograr la supervivencia cultural y material (Colla 2022). Este tema irrumpió en los enfoques de clase, puesto que la identidad de este sector social incluyó a otros grupos de exjornaleros, peones y golondrinas bajo un proyecto en común (De Dios 2002; Domínguez 2009).
Lo novedoso en estos espacios en términos organizativos fue la incorporación de elementos y repertorios de acción a la protesta social y la ampliación de las redes políticas hacia otros sectores sociales agrarios o no agrarios, locales y transnacionales como la Vía Campesina. Esto los posicionó como actores sociales clave en la disputa territorial, con discursos políticos que impulsan el activismo campesino y con propuestas que vuelven la disyuntiva más contenciosa. A la propuesta clásica de “reforma agraria integral” se sumaron otros principios universalizables de orden político: el respeto a la igualdad de género, a la diversidad cultural, a los derechos humanos, a la biodiversidad, entre otros, que produjeron nuevos sentidos y que llevaron a pensar nuevos paradigmas.
Reetnización y emergencia del campesinado indígena
Ciertamente, la presencia de nuevas identidades y expresiones étnicas, demandas y reclamos de las poblaciones que se autoadscriben a los pueblos originarios y campesinos-indígenas es uno de los fenómenos etnopolíticos más importantes ocurrido en América Latina en los últimos 20 años (Bengoa 2009). Investigaciones como las de Bartolomé y Barabas (1996), Radovich (2014) y Valverde (2023) plantean que el desafío es construir una nueva forma de ciudadanía indígena en un contexto de “reactualización” étnico-identitaria que posicione a los pueblos en cuanto sujetos sociales y políticos. En este camino, lo novedoso radica en el lugar que ocupan los movimientos
etnopolíticos, pues han incorporado reivindicaciones y estrategias de resistencia en un espacio de multiculturalidad mediado por la ampliación de redes políticas y sociales que trascienden las identidades indígenas tradicionales y sus marcos de referencia sociopolítica.
Y también, en que la apropiación y utilización estratégica de legislaciones disponibles para el acceso a la tierra y a otros derechos suele trascender el origen étnico y beneficia a todos los integrantes del movimiento social, algo que ocurre, por ejemplo, con los productores criollos que viven en parcelas bajo propiedad comunitaria indígena en la localidad chaqueña Pampa del Indio (Colla 2022). Con todo esto, pareciera que las emergencias campesina e indígena circulan por similares espacios de afirmación y distinción identitaria, dispuestas a enfrentar la invisibilización histórica y a hacer valer los derechos adquiridos de ciudadanía (Valverde 2023).
Prácticas agrícolas alternativas, agroecología y soberanía alimentaria
En las últimas décadas comenzaron a cobrar fuerza prácticas agrícolas alternativas a la nueva lógica de acumulación, entre ellas la agroecología que, en sus diversas variantes, combina saberes académicos y agronómicos con los de indígenas y campesinos para maximizar las contribuciones de los ecosistemas sin utilizar insumos externos de origen industrial. El argumento de estas prácticas gira en torno a la “soberanía alimentaria” en relación con el derecho de los pueblos a definir políticas y estrategias sostenibles de producción, distribución y consumo de alimentos con base en principios ontológicos y epistemológicos (Wahren y García Guerreiro 2020).
Desde las ciencias sociales las indagaciones se enfocaron en la acción política de las organizaciones en el espacio productivo y en la manera en que estas buscan reducir o eliminar la explotación y la desigualdad en las relaciones sociales de producción y comercialización. Los estudios de caso giraron en torno a la acción política de las organizaciones en el espacio productivo y en el procesamiento: los sistemas silvopastoriles, las fábricas de dulces y conservas, las de chacinados, el encadenamiento productivo (vino, tomate, oliva, quesos, harina de algarroba, hierbas medicinales, yerba mate, miel de monte, balanceado para animales de granja, cultivos andinos e hilados, horticultura y ganadería comunitaria mayor y menor) (Barbetta 2012; Barbetta, Domínguez y Sabatino 2012). También en el ámbito de la comercialización y de los espacios de intercambio y de las vinculaciones con redes y experiencias de fair trade (comercio justo) entre las que destacan la Asociación de Ferias Francas (Misiones, Corrientes, Chaco, Formosa) y los sistemas de carnicerías del MOCASE y de Vía Campesina. Otras, indagaron acerca de las iniciativas de escuelas de formación y centros de experimentación en Santiago del Estero y Mendoza e incorporaron la dimensión de género. Por ejemplo, quienes participan del movimiento Unión de Trabajadores por la Tierra (UTT) para visibilizar las barreras que tienen las mujeres para el acceso a la tierra y a recursos productivos que 131 se suman a las tareas de cuidado (Sammartino et al. 2021).
Es necesario mencionar que estas prácticas agrícolas alternativas y agroecológicas, a diferencia de otras experiencias como las del MST en Brasil, se desarrollan bajo una lógica experimental circunscripta a casos diseminados en el territorio nacional, relativamente dependientes de la participación y asistencia de espacios académicos (grupos extensionistas de las universidades), de ONG y de equipos técnicos gubernamentales (los del Instituto Nacional de Tecnología Alimentaria) y en un contexto sumamente adverso en términos ambientales, de rentabilidad y de comercialización. No obstante, no dejan de ser faros que iluminan el camino político de un campesinado que busca alternativas de producción saludables, soberanas y colectivas y que tienen una dimensión importante para una reafirmación de sus derechos sobre la tierra y sobre el territorio.
Estatalidad y reproducción económica de las familias campesinas
Una particularidad del campesinado argentino actual, en comparación con los de otros países latinoamericanos, es su creciente vinculación con las agencias estatales y con programas de intervención. En efecto, los procesos de reinstitucionalización de la política durante la crisis de representatividad a comienzos del siglo XXI transformaron los vínculos entre los movimientos sociales y el Estado argentino. Se implementaron políticas territoriales de asistencia, articulándose a nivel local con movimientos sociales y con otros organismos que pasaron a convertirse en actores legítimos de la gestión de políticas sociales. Incluso, dirigentes campesinos se convirtieron en funcionarios públicos, por ejemplo, la designación de miembros del MOCASE y de Vía Campesina en el Instituto Nacional de la Agricultura Familiar Campesina e Indígena.
En efecto, los programas masivos de transferencia y asistencia social permitieron cubrir gastos mínimos de subsistencia de las familias campesinas en momentos en que la mano de obra familiar tomaba distintas direcciones en el mercado de trabajo y en los cuales se veía paulatinamente condicionada en la producción agropecuaria. En las situaciones del campesinado más empobrecido, sobre todo en el norte argentino, esto fue generando cierta dependencia de la asistencia, situación que puso en cuestión la autonomía de los productores familiares, provocando, además, ciertas tensiones entre la creciente autoidentificación del campesinado y las categorizaciones esgrimidas por la política pública al concebirlos como “agricultores familiares”, “pobres rurales” o miembros de la “economía popular”.
7. Conclusiones
El antropólogo mexicano Armando Bartra ya nos adelantaba que el campesinado es
una clase “excéntrica”, que no nace como tal pero que se inventa a sí misma en el curso de su hacer; que es, en definitiva, una “campesinidad siempre en obra” (Bartra 2008, 15). En este sentido, y valorando el análisis de clases y el carácter estructural e histórico de los fenómenos sociales, en este artículo sintetizamos una investigación documental en la que se ordenaron y sistematizaron las elaboraciones académicas y de intervención estatal en torno a la experiencia sociohistórica del campesinado en Argentina. El objetivo fue interpretar lo que denominamos “nueva cuestión”, o al menos, una “nueva etapa” de los estudios sobre el campesinado en el país, en relación con las transformaciones sucedidas en las últimas décadas.
En este sentido, encontramos que los procesos de avance del desarrollo capitalista trastocaron la vida de aquel productor directo de materias primas inserto en las lógicas económicas regionales del pasado siglo. Por esta razón, en el corpus de trabajos que denominamos una “primera cuestión campesina” (1970-2000), identificamos ciertos consensos acerca del hecho de atender a la funcionalidad campesina en los circuitos de la agroindustria y construir taxonomías distintivas entre el campesino latinoamericano y la particularidad argentina. Debemos remarcar el carácter empírico y regional de estas investigaciones y los importantes aportes teóricos a los estudios sociales realizados en momentos políticos difíciles para el país.
La nueva cuestión campesina a la que hacemos referencia, y que describimos en seis tesis que atienden a la experiencia social y política del campesinado actual, espera confirmar la consolidación de ciertos procesos que ya se vaticinaban durante la década de los 90 y los primeros años del siglo XXI. La ruralidad ha cambiado y el campesinado se ha reinventado: su reproducción social, con sus diversidades y matices a nivel territorial, comenzó a combinar crecientemente el trabajo predial con una diversificación de ingresos de otras fuentes: el turismo, la pluriactividad y su entrada a la estatalidad. Hubo una pérdida del peso de la dimensión agropecuaria en la actividad económica, acompañada de importantes condicionantes productivos como los conflictos socioambientales, pero también aparecieron nuevas experiencias agroecológicas donde se difunden saberes indígenas y campesinos y se reafirman prácticas comunitarias.
Un punto no menor es la aparición de movimientos sociales campesinos y campesino-indígenas como actores sociales que participan de la conflictividad, que fomentan procesos de reafirmación del sector y que sostienen un activismo que reanuda los debates sobre el acceso a la tierra, acerca del territorio, de la identidad y del derecho a la soberanía alimentaria. Y si bien se ha profundizado la tendencia a la desaparición de la pequeña explotación, el giro territorial que adquieren las luchas políticas y los procesos de reetnización indígena ha relegado la disputa por la tierra a una por el territorio, en el sentido amplio e integral del término.
El desafío, entonces, es allanar el camino para que las ciencias sociales se libren de la batalla simbólica por los conceptos y construyan consensos y nuevos paradigmas que atiendan al campesinado realmente existente. Esto deja planteado, además, la ineficacia y las dificultades que presentan ciertas denominaciones como “pobres rurales”, “pequeños productores” o, incluso, “agricultor familiar” que homogenizan sujetos sociales distintos -en términos clasistas e identitarios- y, en consecuencia, no contemplan las distintas territorialidades ni tampoco la diversidad étnica hacia el interior del campesinado.
Para Santos (2000), la propuesta aquí es trascender del “objeto” de investigación al “sujeto”, potenciando la experiencia común, el autorreconocimiento, los discursos, las prácticas y la heterogeneidad de condiciones materiales que presentan los sujetos sociales. Esperamos que las tesis presentadas contribuyan a delinear este camino, pero para ello nos debemos un esfuerzo intelectual por profundizar más allá de las situaciones coyunturales de los “estudios de caso” y despojarnos de modelos teóricos de difícil referencia empírica. Allí radica gran parte de los desafíos intelectuales y políticos que tenemos por delante.