Introducción
Donde está el peligro, florece también lo que nos salva.
-F. Hölderlin
La historia de las ciudades es la historia de sus sociedades. En cualquiera de sus estadios físicos o fases temporales, habría una regularidad que las caracteriza y las precisa: la dependencia que ha tenido con otras sociedades y con todo tipo de conocimientos y bienes en los que se incluyen los simbólicos (Asher 2012). Esta interacción también ha influido en la manera de responder a las transformaciones o crisis suscitadas en cada una de estas fases y estadios. La historia de las urbes es también la historia de sus calamidades. Un evento puede ser el mismo para muchas ciudades, sin embargo, aún en los extremadamente graves o amenazantes, como la destrucción o las enfermedades, las múltiples circunstancias que las envuelven harían que se responda de modo diferente. Si bien en todas ellas estaría implícita la gestión o, si fuera el caso, el surgimiento de instituciones e instrucciones desde el estamento público, a la ciudadanía común tocó crear sus propias y variadas reacciones, sobre todo si quien produce tal afectación es la esfera gubernamental o si esta manifiesta un comportamiento errático o ambiguo.
La sociedad civil, o propiamente los colectivos afectados, y solo ante cierto tipo de eventualidades, es la que adopta una actitud natural de resistencia. Esta tendría que presentarse bajo una pretensión de cambio o trasgresión tanto ante la cotidianidad doméstica como la de su colectivo, lo que podría incluir los espacios y la espacialidad en los que se desenvuelve.
Frente a tales circunstancias, los habitantes se han valido de cualquier mecanismo o procedimiento para disfrazar, compensar, resistir, protestar o evadir desde una disposición hegemónica o de dominación hasta una contingencia adversa o amenazante. Religiosidad popular, pensamiento mágico, expresiones estéticas, del lenguaje, clandestinidad, alteración de espacios, paisajes, rutinas, atuendos, nuevos o prolongados usos, usuarios o significaciones son solo algunas de estas reacciones que, paradójicamente, de modo privado o colectivo, se manifiestan en aquel espacio que no representa al control individual, pero sí ha demostrado ser disipador del miedo o soporte para la incertidumbre: el espacio urbano para lo público (Nora 2008).
De todos estos espacios de interacción, la plaza y la calle han trascendido como los más susceptibles para reproducir lo público. En este artículo se reflexiona sobre estas respuestas de naturaleza reactiva frente a una calamidad: de cómo la sociedad vive y se apropia del espacio ante la imposición de autoridad en el contexto de la emergencia por la covid-19. Para ello, se utiliza la propuesta de Michel de Certeau (2000) de denominarlas, en su conjunto, tácticas, en las que se incluye, tomando a Scott (2000), su lenguaje. También siguiendo a Reguillo (2005) -y a manera de premisa- se las presume como provisionales, emergentes en usos y usuarios y de que toda certeza sobre ellos es a posteriori.
Con este fin, además de la observación, se utiliza la entrevista semiestructurada centrada en el problema de dieciséis personajes clave. Las entrevistas duraron aproximada veinte minutos y se realizaron en el periodo de transición postencierro (entre octubre de 2021 y marzo de 2022), etapa que coincide con los eventos religiosos más representativos de dos de los barrios históricos de origen virreinal de la ciudad de Puebla, y que se toman como objeto de estudio: Analco y La Luz.
Se ha considerado que ambas barriadas han conservado cierta autonomía en la gobernanza, en relación con su ciudad metrópoli, y están fundadas por comunidades originarias; por ello, presumiblemente poseen un continuum histórico y patrimonializable de su vida cotidiana. En cuanto parte de la sociedad a la que pertenecen, se convierten en objeto empírico insuperable en la construcción de conocimiento universal (Dilthey 1994; Giménez 2007).
El artículo se organiza en cuatro partes. En la primera, además de acercarse a la discusión de lo público, desde una teoría social que lo explique, se verifican las tácticas que un colectivo barrial ha desarrollado ante un imponderable amenazante, y cómo este comportamiento ha reflejado cierto determinismo ante un evento de este tipo. Sobre esa misma temática versa la segunda parte; desde la historiografía, se revisan algunas particularidades de las ciudades hispanoamericanas y, en específico, de México, para luego centrarse en la ciudad de Puebla y los barrios en cuestión. Las últimas dos partes se refieren a lo empírico y a la discusión y las conclusiones.
Ciudad y disrupción
Al desenvolvimiento de la convivencia y la cotidianidad genéricamente se le ha denominado lo público. La ciudad sería así el espacio para su despliegue donde se satisfacen en incompletitud las necesidades colectivas e individuales. Traficar entre semejantes, exhibirse en común -otredad-, desde lo individual -alteridad-, genera identidad y ciudadanía. Habría dos tradiciones contrapuestas, la republicana y la liberal, que buscan adjudicarse su control, propiedad y gestión. Si bien ambas lo patrocinan como lugar antropológico de vinculación emocional, la primera buscaría el bien común personificado en el Estado con elementos normativos y conductuales; mientras que la liberal procuraría el bien individual personificándose en el mercado mediante el utilitarismo y la competencia (Habermas 2006; Deutsche 2009; Crossa 2018).
Todo sistema de convivencia (barrialidad) es finito. Perdura mientras existan condiciones para interactuar con los lugares y con los iguales. Así, antes del quién o el dónde, importa más el qué se realiza y el junto con quiénes se coincide y se comparte.
En tal virtud, el espacio para lo público sería aquel que cumple los siguientes requisitos: i) promueva mayores interacciones y significaciones; ii) auspicie diversos mundos sin que medien temporalidades, generaciones ni homogeneización de prácticas; iii) posibilite su gobernanza: que ambas tradiciones se autorregulen en connivencia; y iv) propicie, en condiciones disruptivas, el desarrollo de tácticas. De ahí que se coincida que ha sido la calle el inmejorable lugar para su despliegue por partida doble: convoca a iguales, te hace un igual entre iguales y provee los cuatro elementos de lo público: la comunicación, la información, el simbolismo y el ocio (Lefebvre 1972; Silva 2006; Delgado 2011).
La vida cotidiana de toda colectividad es producto de su realidad histórica, de las condiciones que la posibilitaron. Los apegos territoriales, la territorialidad surgida y la propia historia comunitaria impedirían cualquier desplazamiento o alteración voluntaria a este sistema de convivencia. Acostumbrarse a otra realidad, el desapego, por mínimo que sea, implica dolor, duelo o animadversión, por lo que cualquier cambio se evita de inmediato o se niega debido a su posibilidad de modificar o sustituir la realidad actual. Sin embargo, en la historia de las ciudades y sus sociedades resulta significativa la historia de los eventos que han alterado o perturbado sus cotidianidades; entre tales eventos se distinguen tres: la destrucción o modificación de lo construido, las expecta-tivas o crisis sociales o económicas, y las emergencias sanitarias que amenacen la vida. Ante esa traumática expectativa, toda re-acción en realidad es una búsqueda para permanecer incólume o eludir modificaciones a la vida diaria (Perec 2001).
Un suceso disruptivo así puede tener dos miradas. Desde la historiografía serviría para colocar límites temporales en la búsqueda de la comprensión o determinación de una época. Dicha periodización, sin embargo, no sería un segmento de tiempo uniforme, estaría precedido de una etapa de transición de donde surge la segunda. Desde la etnografía englobaría toda práctica cotidiana que emerge, y ante la novedosa realidad, para adaptar, modificar o finalmente sustituir a las vigentes y que, ocasionalmente, desaparecerían toda vez que termina el suceso perturbador. Habría pues, por su naturaleza, eventos que alteren el funcionamiento de estos espacios como bien podría serlo una pandemia. Tales prácticas serían presuntamente intermedias o de transición, o sea, que surgirían sin que necesariamente se tenga la certeza de su permanencia, y se definirían por su calidad de oportunistas y adaptativas. El fenómeno tendría entonces dos lecturas, la espacial y la funcional; ambas comprendidas bajo tres premisas: de provisionalidad, de usos y usuarios emergentes, y de que toda certeza solo puede considerarse a posteriori (Waisman 1990; Aróstegui 1995).
Todo cambio de regularidad conlleva cierto tipo de reacciones, sobre todo ante situaciones de vulnerabilidad. Estas en realidad son mecanismos de compensación que, en la vida diaria, sirven para horizontalizar las relaciones ante una realidad interpretada como asimétrica o adversa. El colectivo afectado adoptaría así una serie de tácticas -no necesariamente abiertas- que partirían desde la lingüística hasta pequeños actos de insubordinación para disfrazar, desquitar o eludir un discurso o evento atentatorio. Esta suma de prácticas, si bien nacen de la individualidad, se mueven en la colectividad, y solo por ello tendrían la posibilidad de volverse comunes, aunque no necesariamente permanentes. Por lo general surgidas en -o desde- el espacio público, estas se componen de acciones, dispositivos, ardides, comportamientos, jugarretas, supersticiones o procedimientos -usualmente imperceptibles o insinuados- para subvertir, reapropiarse, resistir, evadir, simular o equilibrar, así sea simbólicamente, lo que se muestra diferente o atentatorio a la cotidianidad que les es conocida (Certeau 2000; Scott 2000).
Esas tácticas no son del todo fortuitas. Con base en la psicología social, podrían identificarse ciertos determinantes que las promueven o auspician. Estos arraigos en la personalidad colectiva patrocinarían el cómo se responde a nuevas condiciones, esas mismas actitudes serían las que condicionarían desplazarse a una posible adaptación. Tales determinantes tendrían un componente conservador e irían desde lo social económico hasta lo cultural, algo que, en su conjunto, se ha denominado carácter social o común de grupo, y corresponde a aquellos rasgos que persisten, o son compartidos, en un colectivo, aun cuando existan circunstancias que les afecten -o primordialmente durante ello-, y que también les daría identidad (Fromm
y Maccoby 1992).
Significativamente en las sociedades latinoamericanas, y ante una emergencia que promete vulnerabilidad, la religión habría sido un componente esencial de su carácter social y, consecuentemente, de sus tácticas (Giménez 2020). A este conjunto de prácticas religiosas mixtas y sincréticas, desde la sociología de la religión se le ha definido como religiosidad popular. Se refiere, por un lado, a estas reacciones entremedias de lo institucional católico y sus creencias personales o colectivas acumuladas ancestralmente; y, por otro, a que tales respuestas son en realidad intrínsecas al carácter de un colectivo debido a que dichos grupos, en particular los indígenas, tendrían una instintiva necesidad de consuelo y gratitud hacia lo que entienden por lo divino (Parker 1993; Torre 2013).
Puebla de los Ángeles y la religiosidad
En las ciudades del virreinato hispanoamericano, creencias, mitos, pragmatismo, aun un cientificismo religioso, primarían sobre cualquier ordenanza. En la determinación de su forma, contenido, emplazamiento y vida cotidiana de sus habitantes serían la experiencia, las formas de pensamiento y las características físicas de la ciudad lo que marcaría su proceder. Ante determinada contingencia o calamidad, la sociedad virreinal se definiría por la ritualización popular, en la que el espacio para lo público y, en específico, la calle -favorecida por sus permanencias y persistencias- ocuparía un lugar central para su sistema de convivencia.1 Por ejemplo, tras el descontento por el repartimiento de Tenochtitlan, los capitanes de Cortés se manifestaron en contra de este con grafitis en las paredes encaladas de edificios públicos de Coyoacán; otra muestra es el agujereado de los jardines pensando que, a manera de poros en la “piel” terrestre, era posible exhalar las entrañas de la tierra y así evitar los sismos o disipar todo espíritu que pudiera habitar bajo ella (Rama 1998; Musset 2011).
Las epidemias que tuvieron lugar entre los siglos XVI y XIX fueron determinantes para esta riqueza casuística y urbana. En el siglo XVI, las nóveles ciudades de la Nueva España sufrieron al menos cuatro pandemias que motivaron, entre otras acciones, las reducciones o juntas de indígenas; esta política dirigida por las autoridades eclesiásticas y civiles se encaminaba a la concentración poblacional indígena al estilo europeo. Esta solución comprendía la creación de barrios en las periferias de los pueblos de españoles, que, frecuentemente, los separaban físicamente utilizando la geografía natural, como accidentes, depresiones topográficas o cauces de ríos. Los dos periodos en que se desarrolló serían suficiente para modificar permanentemente la estructura territorial, urbana y administrativa de las ciudades, sobre todo, de los originarios pueblos indígenas, cuyas principales tácticas de resistencia para congregarse y tratar de revertir o aminorar la agresión a su identidad, a su suelo, a sus costumbres, a la cohesión familiar-étnica y al desarraigo, serían dos: migrar continuamente de pueblo en pueblo, o fundar, sobre todo en la zona norte del país, rancherías alejadas y, por ello, autárquicas (Gerhard 1975; Radding 1992).
El higienismo europeo del siglo XVIII acrecentaría la riqueza de creencias y prácticas cotidianas novohispanas. El cientificismo liberal acabaría mezclándose con las supersticiones y la religiosidad, terminando muchas veces en prescripciones moralinas. En estas reacciones, el aire se convertiría en una de las mayores preocupaciones; suponían que toda estela de viento viciado, pútrido y maligno era señal inequívoca de contagio de un ingente número de enfermedades. Esta teoría de los miasmas atendía a la atmosfera olfativa no como un asunto de confort, sino de vida o muerte, debido a que su impureza, olor putrefacto, humores o temperatura, influía tanto en el orden de las cosas como en las enfermedades del alma y el ánimo. La ciudad se manifiesta en cuanto lugar de las enfermedades: nada debía estancarse porque se corrompe y hiede. Además del agua, la cal y el fuego, que desinfectan, desodorizan y purifican, las consecuentes teorías aeristas2 promoverían la desaparición de todo olor nauseabundo por ser mefítico, por lo que toda acción urbana y personal estaría encaminada a disipar el miasma y suscitar la circulación del aire, los desechos y las personas (Sennett 1997; Rybczynski 2015).
En esta lucha contra la hediondez, ciencia y creencia serían una dualidad fundamental. La observación sería sustituida por el olfato; los olores, desde la empírea positivista, debían imperiosamente medirse y categorizarse. De ahí mismo, las prácticas aeristas de higiene personal y colectiva, como el lavado corporal y el encalado de los muros, el pavimento de las calles, la recolección de basura y desechos, el alcantarillado y el agua corriente, o la creación y fomento de espacios verdes en plazas, parques y jardines (esencialmente con árboles de plátano o álamos), así como la construcción en la periferia urbana de edificios para la reclusión de cadáveres, enfermos o de indeseables y menesterosos, serían promovidas por emergentes instituciones y ordenanzas. En esta salubridad de la fetidez, una de las creencias arraigadas en el imaginario era que de las lagunas, lagos y pantanos, provenían efluvios de perniciosos miasmas; al estar fijos, son productores de olores putrefactos y por ello fuente de infección, por lo que la desecación de todo cuerpo de agua circundante a la ciudad, y luego quemar y sahumerizar los lodos residuales como medida de purificación se convertiría en una práctica común (Foucault 2007; Pinzón 2020).
Desecar para desodorizar, quemar para purificar o pavimentar para que personas y desechos circularan rápidamente no fueron las únicas creencias. Danzar evitaba desde enfermedades de la mujer, hasta el cáncer y todo pensamiento flemático y, por ello, suicida. El agua no limpiaba, drenaba, era un eficiente vehículo para los desechos. Las copas de los árboles “barren” la atmósfera, y la mejor cama es la hamaca por su capacidad de autoventilarse. Los pelos de los gatos y los perros portaban el nocivo miasma, era necesario matarlos. Había materiales que absorben y otros que repelen lo pútrido, por lo que los primeros deben revestirse de estos últimos, esto aplica a las personas y las compañías. Los enfermos mueren por el aire pútrido; el “mal” comportamiento se contagia, así que respirar un ambiente secular, anárquico y espontáneo es peligroso, por lo que la obediencia, subordinación, religiosidad y buena conducta, así como un aspecto y lenguaje pulcro y educado, eran señal de estar sanos y sanas y, por lo mismo, provenían la enfermedad (Corbin 1987; Molina 1998).
Este peculiar urbanismo ilustrado se reflejaría en la novel ciudad mexicana un siglo después. Francia se convertiría en el modelo aspiracional de toda ciudad importante. Si bien es verdad que los fines cosméticos y escenográficos primarían sobre lo higienista en este cientificismo decimonónico, ello no impediría que la gestión de la ciudad se consolidara también por la manera en que se enfrentaron las enfermedades y los padecimientos. Específicamente la fiebre amarilla y el cólera marcarían su proceder. La teoría europea de los fluidos miasmáticos dictaba la aireación obsesiva de todo espacio colectivo y cerrado, el uso de la luz solar como desodorizante y la referida necesidad de la desecación de pantanos y cuerpos fijos de agua periféricos; pero no fue lo único. Las creencias, la tradición y los mitos locales se mezclarían a este emergente lenguaje positivista en la búsqueda de remedios para sanar.
Era común mezclar la religiosidad o parapsicología con descubrimientos que causaron gran asombro como la electricidad que, se pensaba, era equivalente a otros ‘fluidos’ como los humores, la telepatía o el hipnotismo; así que, a semejanza, tendría atribuciones medicinales y terapéuticas. Por otra parte, estas ideas ‘positivas’ solo podrían esparcirse por asociaciones, clubes o círculos del mismo tipo, aunque también habría otras tantas con un carácter cuasimágico, de semiclandestinidad y romanticismo, por ejemplo, la masonería, o las sociedades amantes de la luz, que establecían que lo científico era compatible -y deseable mezclarlo- con lo esotérico u oculto (Parga 2008; Arango 2012).
En ese siglo XIX, una de las pandemias que más impactó a las ciudades mexicanas fue el cólera. En sus dos oleadas, su saneamiento se llevaría a cabo por autoridades que representaban un incipiente liberalismo y ejercitaban sus primeros intentos de separarse del mundo católico que habría regido la vida cotidiana durante más de tres siglos. Así, alternando a las actividades, recomendaciones y asociaciones religiosas, se crearían exprofeso comisiones y juntas de sanidad que, entre otras acciones, reubicaron en la periferia los antedichos equipamientos de reclusión dividiendo la ciudad para su gestión en cuarteles; prohibieron espacios concurridos como velorios y ritos de difuntos, al igual que el consumo de ciertos alimentos y todo tipo de alcohol; pidieron respirar aire puro, dormir en camas altas, encalar paredes y encender hogueras de sahumerio, así como asear, ventilar y restringir la utilización de todo espacio público; implementaron vigilantes de infectados, de la entrada de foráneos, de la cuarentena y del castigo de azotes a los infractores.
Ante ello, y como reacción, se producirían protestas, conflictos y disgustos vecinales por lo que consideraban una inhumana alteración de las costumbres y creencias que, en la mayoría de los casos, auspiciarían tácticas evasoras y furtivas como la búsqueda de remedios y médicos improvisados, auxilio espiritual alternativo, o entierros y ceremonias propias de las creencias y la religiosidad arraigada (Molina 1998; Guillén 2017).
Luego de esta calamidad ninguna ciudad mexicana sería igual; su estructura, sociedad y gestión se alterarían para siempre (Katzman 2016). Puebla de los Ángeles fue una de las tres ciudades más importantes de la Nueva España; su historia urbana y la de su sociedad sería también la de sus emergencias sanitarias, significativamente la del cólera. En esta ciudad, las barrialidades se regían por una distintiva religiosidad en la cual, y en particular en sus barrios indígenas, la Iglesia conservaba un dominio sobre cualquier funcionario u ordenanza (Castro 2011). No es inusual que, hasta antes de esta desgracia, la gestión urbana se realizaba a partir de la estructura eclesiástica colonial que la dividía en jurisdicciones parroquiales a las que pertenecían sus originarios siete barrios indígenas: El Alto-San Francisco, Santiago, San Miguel, Santa-Ana, San Sebastián, San Pablo y Analco; lugares donde sucedía la ciudad fuera del asentamiento español. En especial Analco estaba subdividido por cuatro arrabales: Huilocaltitlán (asiento de la iglesia y la plaza de Analco), Xichititlán, Yancuitlalpan y Tepetlapan (hoy barrio de La Luz). Analco se considera uno de los primeros barrios o junta indígena de Puebla (Malvido y Cuenya 1991).
El siglo XIX fue complicado para esta ciudad. La primera llegada del cholera morbus se pensó como un castigo divino, y en su dualidad, la hasta ese momento filantrópica Junta de Caridad alternó con una secular Junta de Sanidad que el ayuntamiento de Puebla instituyó para hacerle frente. El cólera, no obstante, vendría a descubrir que mortandad, higiene y pobreza se relacionaban, y que los barrios indígenas revelarían una mayor desigualdad y contraste con el asiento español; sin embargo, aquellos localizados del otro lado (y en las inmediaciones) del ya inmundo y miasmático río San Francisco -como lo eran Analco y La Luz-, serían los de mayor desolación (figura 1).
En ese sentido, las propuestas de la Junta de Sanidad se concentraron en más de una veintena de folletos (entre cartillas médicas, métodos o recetarios), tanto locales como de otros lugares, que convivirían con los tradicionales impresos milagrosos de índole religioso que circulaban entre la población poblana (Vázquez 2012), como se muestran en la figura 2. Las creencias y el lenguaje de la distintiva vida religiosa poblana, proclive a vivir entre sus dos realidades, se vería reflejada en estos documentos cuya lingüística acusaba una fuerte carga moral mezclada con preceptos higienistas médicos.
Nota: De izquierda a derecha: oración a San Roque contra la peste; Pastoral del Obispo de Puebla sobre la peste; modo de curar la cólera-morbo.
En ese aspecto, se insistía en que el aire miasmático y la ebriedad constituían factores favorecedores o propagadores. En cambio, un sosegado espíritu, una conciencia purificada, la abstinencia, y los muchos rezos y ofrendas servirían para obstaculizar la enfermedad. La calamidad, como designio divino, al mismo tiempo que para los buenos cristianos es un sufrimiento “útil y saludable”, sirve “para castigar a los malvados”; también puede aplacarse con oraciones, misas, procesiones y sacrificios de protección o rehusando todo desorden público, bailes, libertinaje o “placeres fuertes y vivos como los son los del amor” (Gobierno de Puebla 1833; Vázquez y Sánchez Vizcaíno 1833).
Asimismo, y gracias a su gran popularidad, se aconsejaba portar piezas de cobre en el epigastrio o colgadas en el cuello, ya que de la misma forma en que se les asociaban poderes curativos por los fluidos “eléctricos que se cree producir”, eran un providencial amuleto protector. Se desalentaba igualmente la tristeza y la “tirantez de espíritu”, y que ante cualquier duda sobre la eficacia de remedio alguno, sería la Divina Providencia quien terminaría sancionándole (Gobierno de Puebla 1833; Vázquez y Sánchez Vizcaíno 1833).
Más aún, la aludida cartesiana división urbana por cuarteles se identificaría por la toponimia parroquial3 (figura 1); los cuatro lazaretos construidos para el aislamiento y reclusión de las personas enfermas (uno de ellos para los barrios del río San Francisco) atendían tanto la enfermedad como el auxilio espiritual. Finalmente, y debido a su popularidad y proliferación, se pedía no acudir a charlatanes y curanderos y sus milagrosas medicinas, aunque al mismo tiempo se aconsejaba beber infusión de “palo de huaco o guaco” por ser un remedio milagroso; amén de que los entierros continuarían realizándose en los templos a la vez que en los emergentes cementerios, así se prolongaba por más de medio siglo la convivencia de lo civil-científico con lo eclesiástico-milagroso (Cuenya 2007).
Analco, La Luz y la covid-19
Luego de la detección del primer caso de coronavirus en México, las autoridades permanecerían en un sopor con acciones que fueron desde la displicencia hasta la chabacanería. Un mes después, el Ejecutivo, por su parte, recomendaba abrazarse y presumía el uso de la estampa religiosa4 de la figura 3, como amuleto contra pandemias (Badillo 2020). Por otra parte, se establecía una serie de medidas en el Diario Oficial de la Federación; entre ellas, que se suspendiera toda actividad que involucre concentración de personas y que cualquier nueva disposición quedaría a discrecionalidad de las autoridades estatales. Las medidas incluyeron la reclusión de los habitantes en sus casas, así como la suspensión de quehaceres en el espacio público.
Se ignoraba así que el hacinamiento exacerbaría la violencia de género, que hay una innata necesidad de libertad visual paisajística y de actividades al aire libre, y de que estos espacios, además de que históricamente han sido utilizados para el comercio, el ocio y las celebraciones religiosas, habrían funcionado para el desahogo de toda tensión y estrés social. De pronto, el espacio público, en especial la plaza y la calle, tendría una súbita demanda y una consecuente utilización clandestina; de pronto, la convivencia cotidiana, además de alterarse, se pondría a prueba (Flores-Rodríguez y Navarrete 2021; Ziccardi, Figueroa y Luna 2021).
Ante el espejo nacional, Puebla replicaría esta ambigüedad. Mientras que, por un lado, el gobernador del estado argüía “si ustedes son ricos tienen el riesgo, si ustedes son pobres, no”; y luego socarronamente afirmaba “que la vacuna que ya se descubrió en contra del coronavirus es un plato de mole de Guajolote” (Alis 2020); por otro lado, el 23 de marzo de 2020, por acuerdo del propio Ejecutivo, se clausuraban temporalmente la utilización de espacios y de actividades públicas de la ciudad, en los que se incluía la suspensión de cualquier evento colectivo que concentrara más de 100 personas, entre ellos los religiosos.
La urbe viviría así su propio trastrocamiento, del que sus barrios, como Analco y La Luz, no serían ajenos. Las festividades religiosas son el fundamento de La Luz;
dos espacios han sido sus principales referentes simbólicos en su memoria colectiva y, por lo mismo, los de mayor actividad: el templo religioso y la calle. El templo de La Luz, que le da toponimia, acataría las medidas sanitarias como el aforo limitado, uso del cubrebocas, “sanitizarse” las manos y los pies al entrar, o un peculiar “choque” de puños en el saludo entre feligreses y con el párroco (figura 4). Un devoto dice con nostalgia:
Fue muy difícil pasar estos tiempos tan difíciles durante la pandemia, pero la fe me mantuvo de pie -guarda silencio unos segundos mientras con su mano izquierda sostiene una imagen-. La virgencita nos hizo el milagrito de seguirnos dando vida -señala con orgullo mientras se retira del lugar- (entrevista a devoto, barrio La Luz, 31 de octubre de 2021).
Sin embargo, la calle representa el soporte de la barrialidad. En realidad, es el lugar para las celebraciones religiosas que, no obstante, poseen un carácter secular al ser organizadas por las propias familias del barrio. Así lo confiesa con orgullo una abuela mientras carga en procesión una imagen:
Somos abuela, madre e hija. -Y agrega- mire, el 28 de octubre es el día de San Juditas, y hoy nos dimos tiempo para sacar su imagen pues somos devotas de él. Estamos agradecidas porque a pesar de los malos tiempos y [de] que ha habido muchos enfermos y muertos, nosotras aquí seguimos dándole. También -reflexiona- lo estamos llevando de un lado pa otro, en especial a los lugares que están cerrados para que abran pronto y no se queden sin sustento para la familia (entrevista a abuela devota, barrio La Luz, 28 de octubre de 2021).
La hija, vestida con su uniforme de trabajo, señala nostálgica:
Lo de la pandemia nos vino a dar en la torre. A pesar de que estamos tan cerca -se refiere al centro de Puebla-, el Gobierno no hace nada para ayudarnos, pero rezándole a San Juditas nos va a echar la mano. Hemos pasado por peores situaciones y mírenos aquí, seguimos como si nada -dice pensativa mientras abraza a su madre y su hija (entrevista a hija devota, barrio La Luz, 28 de octubre de 2021).
Otra de las celebraciones callejeras son las de los huehues (figura 4). En ambiente de Carnaval, previo a la Semana Santa, este grupo de danzantes formado por familias del barrio, en la que los miembros más jóvenes son los encargados del baile y la representación, además del simbolismo sincrético de un festejo derivado de la celebración cristiana, contiene emociones personales que destacan. Por ejemplo, y en referencia a lo que sucede, enfatizan:
Estamos aquí [frente al altar de la Virgen] porque es en donde más gente se concen- 137 tra del barrio. Nos gusta ponernos aquí porque estamos entre Analco y La Acocota [mercado municipal a un costado del barrio de La Luz], y nos queda a media calle el bulevar [antiguo río San Francisco], y pues también porque ya es tradición venir por acá, aunque se suspendió un ratito por lo de la pandemia (entrevista a huehue 1 del barrio La Luz, barrio La Luz, 27 de febrero de 2022).
Yo quise poner al Popocatépetl e Iztaccíhuatl [se refiere al dibujo de sus capas]; mis papás desde chiquito me enseñaron que son bien importantes. Cada vez que me ponía triste porque no podía salir a trabajar y ayudar para los gastos de la casa [por el encierro], pues me acordaba de las imágenes que me ayudaban en los momentos complicados y por eso los puse en mi capa (entrevista a huehue 2 del barrio La Luz, barrio La Luz, 27 de febrero de 2022).
La mía -dice otro- es una caricatura que me gusta desde que era niño (entrevista a huehue 3 del barrio La Luz, barrio La Luz, 27 de febrero de 2022).
La que yo uso es una calavera punk -se ufana otro más (entrevista a huehue 4 del barrio La Luz, barrio La Luz, 27 de febrero de 2022).
La última de las celebraciones callejeras de La Luz es la del 12 de diciembre. Los vecinos cierran la avenida 2 Oriente, entre la 14 Norte y la 16 Norte, una de las principales vías que conduce al Zócalo de la capital poblana. Arman una cuadra de jolgorio donde se improvisa un altar móvil a la Virgen María frente a otro fijo en el que se honra a Nuestra Señora de La Luz, patrona del barrio.
Esta es la [calle] de La Luz, nos ponemos porque estamos entre la iglesia y porque está la patrona -menciona orgulloso un vecino que, al ser escuchado por otro, visiblemente ebrio, lo secunda (entrevista a devoto de la Virgen de Guadalupe 1, barrio La Luz, 12 de diciembre de 2021).
Afortunadamente esto ya se terminó, o bueno ya casi. Escogemos este lugar en agradecimiento a las dos -indica ambos altares- porque nos hicieron el milagrito de cuidarnos y darnos trabajo cuando más lo necesitamos (entrevista a devoto de la Virgen de Guadalupe 2, barrio La Luz, 12 de diciembre de 2021).
A partir de las seis de la tarde, entre arreglos florales, globos y cervezas, quienes habitan el barrio conviven, bailan y cantan hasta el amanecer. Mediante la utilización de micrófono y bocinas portátiles animan a los asistentes: “Agradecemos a la Virgencita de Guadalupe que nos echara la mano en estos tiempos difíciles. Gracias Virgencita porque cuidaste a mi familia del bicho”, -dice con voz alcoholizada mientras simula estrangular a un ser imaginario- (notas de campo, barrio La Luz, 12 de diciembre de 2021).
Ahí mismo, Jaime ha colocado un puesto improvisado de pan. Muy temprano los domingos se instala a unos metros del templo. Mientras saluda a los vecinos, se queja:
Mis papás se quedaron sin trabajo por lo de la pandemia, tiene ya un año que no encuentran nada. Mis papás -prosigue- ya son gente mayor y no quiero que se me enfermen con lo de la pandemia. Como el Gobierno solamente se dedica a robar y no ayuda, pues pusimos este puesto. La verdad nos colocamos aquí por conveniencia pues allá -señalando al templo de La Luz- ya hay un señor que se pone y vende durante misa, pero somos creyentes y el sol sale pa todos, ¿o no? (entrevista a Jaime, barrio La Luz, 23 de octubre de 2021).
Por su parte Don Agus, vecino del barrio, relata que por la pandemia fue despedido en la fábrica en la que trabajaba. Desde la diez de la mañana se le ve afuera del templo pidiendo dinero.
Hace como un año me quedé sin trabajo, hubo recorte de personal y pues me tocó. Como ya estoy viejo pues aquí ando. No es justo lo que me pasó, aunque, bueno, al menos mi familia y yo estamos vivos -compensa emocionado-. En las noticias sale que ya hay mucho muerto. Yo soy muy creyente, y a mí mi Virgencita nunca me ha dejado desamparado, además, en esta calle siempre hay mucho coche y la gente deja siempre buen dinero (entrevista a Don Agus, barrio La Luz, 13 de noviembre de 2021).
Nota: De izquierda a derecha: interior del templo de La Luz; los huehues; Israel quemando basura luego del tianguis.
Los huehues son también de Analco. Durante la celebración, los vecinos bromean, beben cerveza y al terminar conviven (figura 4). Ellos dicen sonriendo:
Yo bailo en honor a mi primo que murió de covid -refiere mientras admite que porta una foto de un fallecido huehue- ¡No va’ dejar de bailar! -exclama (entrevista a huehue 1 del barrio Analco, barrio Analco, 13 de marzo de 2022).
A mí me gusta mucho esta madre del carnaval, por eso traigo a mi nieto para que él también aprenda de esto; es un orgullo pa todos salir aquí (entrevista a huehue 2 del barrio Analco, barrio Analco, 13 de marzo de 2022).
Mi hijo tiene nueve años, pero baila desde hace diez, porque desde que estaba dentro de mí lo traigo a esto, y como ya se terminó esto de la pandemia por eso seguimos viniendo (entrevista a huehue 3 del barrio Analco, barrio Analco, 13 de marzo de 2022).
Como tiene rato que no se hace lo del carnaval, este año se lo estamos dedicando a las víctimas de la pandemia. Por ejemplo, para nosotros en el baile el covid está representado por el diablito. Nosotros solo bailamos en lugares cercanos, para nosotros lo que hacemos es una forma de limpiar lo que ocasionó [la pandemia] (entrevista a huehue 4 del barrio Analco, barrio Analco, 13 de marzo de 2022).
Israel cree lo mismo. Considera que quemar la basura de un tianguis del barrio puede servir como limpia (figura 4).
Sí, tiene casi dos años que quemo la basura. Mira, un día se me ocurrió quemar todo el depósito y me cayeron los de la Policía -dice riéndose mientas señala la estación ubicada a unos metros-, pero ya solo vengo por una o dos bolsitas y las quemo afuera de mi casa. Quemamos la basura porque ya estamos hartos de los muertos y de la pandemia, con el fuego se muere todo lo que causa esa cosa tan fea, ni la pinche Policía va a prohibirme que lo haga, solamente que ahora ya soy más cuidadoso -matiza burlón (entrevista a Israel, barrio Analco, 21 de marzo de 2022).
Discusión y conclusiones
La cultura de las sociedades alguna vez fue vida cotidiana de un grupo específico. Por la fuerza de reproducirse y colectivizarse se convirtió en memoria, en fundamento de toda identidad. Ciudad, barrio, calle y cotidianidad son capas de una realidad. Cada evento que rompe la rutina de un colectivo supone el surgimiento de otra, por lo que documentarlas, in situ y de visu, es un privilegio que atestigua el origen de un patrimonio que se suma al existente. Ante una nueva realidad política y social, muchas de las reacciones, aun pretendidamente provisionales, hoy son parte de un hecho
cultural, de una memoria colectiva.
La personalidad barrial y su carácter son una construcción social de siglos y reacciones ante toda clase de eventos que alteran y condicionan su proceder. Para los barrios históricos, la religiosidad liga la calle con la vida cotidiana que, como toda cultura, está viva, actuante y en constante acumulación. En la calle de los barrios históricos poblanos sucede la ciudad. Ahí ocurren las prácticas diarias y singulares que pertenecen a una realidad histórica y a una visión del mundo única, en la que subyace el origen o el final de una cotidianidad, de un hecho cultural.
Analco y La Luz no son ajenos a su historia. Su vida cotidiana y sus tradiciones se han visto afectadas a partir de esta nueva situación en la que su historia haría que respondieran de manera semejante, mostrando actividades colectivas con cierta unidad aparente y con cierta condicionante por su carácter común. Ambos reconocen un mismo referente simbólico: el río San Francisco, aunque ya entubado y, por ello, conjurado por su maldad miasmática, sigue como reificación del imaginario colectivo: el bulevar Cinco de Mayo divide a la ciudad ilustrada y rica de los arrabales, de la periferia.
Analco, a diferencia de La Luz, posee plaza pública, pero en ambas la calle refleja con mayor ahínco una cotidianidad caracterizada por una religiosidad desde donde se interpreta el mundo y se enfrenta toda vicisitud real o imaginada. Persiste la fe en una divinidad solo visible en un pensamiento construido desde hace más de tres siglos: ante cualquier incertidumbre, La Providencia será quien tenga la última palabra; y si esta falla, sería entonces el mismísimo Dios quien así lo quiso por su bien y para su salvación y santidad. En tiempos de vulnerabilidad y aciagos, el silogismo religioso y los actos compensatorios dan certeza: desde ahí nunca se falla, desde ahí siempre se está bien.
Por eso, los sacrificios y el baile se repiten; por eso, las jaculatorias, las novenas y procesiones continúan mediando en el mundo real. Es común vivir entremedio, mediar el trabajo, la suerte, la muerte o la enfermedad con la divinidad y sus designios; y, por eso, se puede reclamar a la divinidad para que “devuelva” lo que esta ha quitado, sea en limosnas para subsistir, sea en vendimia para sobrevivir.
La calle es el sitio para las tácticas, es derecho propio; su identidad y carga simbólica: el sentido de grupo se reafirma ahí, siempre que sea en el lugar y en el tiempo acostumbrados; y esa es la paradoja de los huehues, que un evento no cotidiano, de breves días, justifica un año diario de preparación y de vida barrial. Esta danza es un acto eventual, sin embargo, promueve un sentido identitario que, por definición, es permanente: lo eventual se hace cotidiano; el taquero, el locero o el carnicero dejan de serlo para convertirse en diablito o en cualquier personaje de la comparsa farsesca; de ser originariamente una conmemoración de burla satírica al modo de ser español, de los otros del otro lado del río, de los güeros barbados y sus vírgenes ahora pasó a ser de quien se atavía de supersticiones, máscaras e imágenes del Iztaccíhuatl, calaveras punk y animaniacs que conviven con sus vírgenes; ahora es del sobreviviente de 141 muerte, de quien vive de este lado y protegido por la pobreza, de un lado que ahora es alteridad autorreferencial: los del barrio, ahora espiritual y tácticamente superiores.
Sanitizar es nuevo verbo que suele ser adjetivo. Las manos empuñadas mientras se chocan con otras sustituyen al súbitamente viejo apretón de manos, que demostraba no portar arma alguna, ser inofensivo; ahora el puño no oculta un arma visible, sino una no visible sorteada por la sanitización. Pero no es lo único que se releva. La decimonónica procesión de una imagen ahora prescinde de aprobación eclesial; la estatua de San Juditas peregrina sin mediación de autoridad reglada y nombrada en diminutivo connota una invocación familiar e íntima; San Roque se ha alejado, su devoción, como el lenguaje, se ha renovado por el “Detente” que suple además los epigástricos colguijes. Sobrevivir o no es atribución celestial. La muerte de un familiar es purificación, es muerte martirial y por ello privilegiada, como lo es portar su foto de amuleto.
Por eso, el fuego sigue presente en el imaginario colectivo. Del mismo modo que purifica ritualmente, conjura el anonimato y la ausencia de quien se ha ido, además de suplir a lazaretos y autoridades convertidos en los nuevos charlatanes y sus curas milagrosas. La calle se hace de todos, el lugar donde se es y se habita, símbolo de arraigo y pertenencia al barrio. La celebración es extramuros, es callejera, donde siempre había sido; con todos, creyentes o no; con el anónimo y compañero de catarsis. Danzantes, marchantes en procesión, pedigüeños, vendedores y espectadores exacerban sus tácticas: bailan, conviven, profieren, rezan, evaden y olvidan. Pagano y religioso.
Fiesta y duelo. Ciencia y creencias. Lo yuxtapuesto, lo híbrido de los extremos y, por ello, lo rebuscado y barroco: lo poblano pues. Puebla de los Ángeles, el nombre delata y condiciona.