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Ñawi: arte diseño comunicación

versión On-line ISSN 2588-0934versión impresa ISSN 2528-7966

Ñawi vol.8 no.1 Guayaquil ene./jun. 2024

https://doi.org/10.37785/nw.v8n1.a3 

Artículos originales

Del laboratorio al museo. El cambio en la representación indígena propuesto por Camilo Egas

From the laboratory to the museum. The change in the indigenous representation proposed by Camilo Egas

Édison Duván Ávalos Flórez1 
http://orcid.org/0000-0002-9534-1347

1Universidad Politécnica Estatal del Carchi, Ecuador. edison.avalos@upec.edu.ec


RESUMEN:

El cuadro Las floristas indias, de Camilo Egas, significó una ruptura en la representación del indígena en las artes plásticas del Ecuador. Con anterioridad a este cuadro, el indígena, bajo una mirada positivista, quedaba objetivado hasta borrar las huellas que revelaran su subjetividad. Después del mencionado cuadro, la representación del indígena, en una concepción naturalista, se dotó de un contexto social, de un paisaje geográfico y de un devenir histórico. Sin embargo, esa nueva mirada, bajo la influencia del “realismo social”, degeneró en una representación repudiable.

Palabras claves: Las floristas indias; Camilo Egas; representación indígena; costumbrismo; indigenismo; realismo social

ABSTRACT:

The painting Las floristas indias, by Camilo Egas, changed the representation of the indigenous in the plastic arts of Ecuador. Before that painting, the indigenous, from positivism, was objectified until erasing the traces that revealed their subjectivity. After this painting, the representation of the indigenous, in a naturalistic conception, was endowed with a social context, a geographical landscape and a historical development. However, this new representation, under the influence of 'social realism', degenerated into a reprehensible representation.

Keywords: Las floristas indias; Camilo Egas; indigenous representation; costumbrismo; indigenismo; social realism

1. INTRODUCCIÓN. El rompimiento de la tradición

Camilo Alejandro Egas Silva nació en una tarde lluviosa del domingo 1 de diciembre de 1889, en Quito. Sus compañeros de educación primaria, cursada en la Escuela “El Cebollar”, así como los del bachillerato, que cursó en el Liceo San Gabriel y en el Instituto Mejía, lo recordaban como un muchacho taciturno que vivía obsesionado con el dibujo. Por todas partes, en sus cuadernos de estudio, en las pizarras de su salón de clases, en las paredes blancas de la ciudad colonial, en las servilletas bordadas de su madre (la ama de casa María Zoila Silva Larrea), en las bitácoras de clases de su padre (el profesor Camilo Egas Caldas), siempre permanecía realizando toda clase de dibujos que impresionaban a quienes se detenían a contemplarlos, no sólo por la calidad de los trazos aplicados, sino también por los múltiples sentidos interpretativos que desde ahí podían construirse (Carcelén, 2009).

Por eso, nadie se sorprendió cuando al finalizar sus estudios de bachillerato, en 1905, decidió profesionalizarse como artista plástico en la Escuela de Bellas Artes; mucho menos se sorprendieron cuando en 1916, a sus 27 años, presentó su cuadro Las floristas indias al concurso del Salón Nacional de Bellas Artes, el evento más importante del Ecuador en aquella época, en lo que se refiere a la promoción artística; y los miembros del jurado, que eran los docentes de la Escuela de Bellas Artes y los intelectuales más destacados de Quito, le concedieron sin vacilaciones la medalla de oro, por la mencionada obra (Figura 1).

Figura 1 El cuadro Las floristas indias, de Camilo Egas, reposa en el museo Camilo Egas de Quito. 

¿Qué tenía el cuadro Las floristas indias para haber despertado la admiración del jurado, por encima de las demás obras concursantes? ¿Por qué hasta hoy ese cuadro, que se conserva en el Museo Camilo Egas, en la ciudad de Quito, sigue siendo comentado por los críticos, reconocido por los artistas y apreciado por los espectadores?

Más allá de las cualidades técnicas y de los aciertos en la composición, el cuadro impactó en su momento y trascendió en el tiempo por la manera como articuló sus tensiones históricas. En primer lugar, rompió toda relación de continuidad con la tradición positivista implantada por los expedicionarios europeos y los costumbristas nacionales. En segundo lugar, el cuadro gozó de aceptación ante sus contemporáneos por un blanqueamiento que, no obstante, fue matizado por otros procedimientos legítimos en la exaltación de una identidad indígena. Y, por último, el cuadro abrió con el pasar de los años una posibilidad estética que fue aprovechada hasta la saciedad por los artistas posteriores.

De eso precisamente trata el presente trabajo: de las potencialidades plásticas, discursivas e históricas que le permitieron a ese cuadro marcar un antes y un después en el modo como en Ecuador se representaba al indígena. De hecho, el término “representación” no será entendido aquí como una repetición de la cosa representada, ni como un simulacro tautológico de la realidad. La representación, más allá de volver a presentar la presencia de la cosa original, lo que hace es ofrecer esa presencia con mayor fuerza e intensidad. Su propósito, en última instancia, es exhibir el valor de la presencia de la cosa original, es decir, revelar el secreto de la cosa, mostrar aquella presencia que permanecía oculta (Nancy, 2003).

De igual manera, las posiciones ideológicas de los artistas a inicios del siglo XX se entenderán aquí como expresiones que producen nuevas estructuras de pensamiento. A su vez, esas estructuras producidas por las ideologías se convierten en la base que genera las condiciones para que nuevas generaciones de artistas construyan sus propias estructuras, las cuales heredarán a las siguientes generaciones. Así, el artista que ejecuta una práctica estética con su obra se mueve sobre el pasado y el futuro, porque propone nuevas estructuras de pensamientos a partir de los significados de las viejas estructuras que recibió de las generaciones que lo antecedieron (Hall, 2013).

Es posible integrar el cuadro Las floristas indias en la tradición pictórica instaurada por los expedicionarios europeos que, durante gran parte del siglo XIX, recorrieron Ecuador con sus lápices de carboncillo, sus cuadernos de ilustraciones y sus caballetes plegables, dibujando a los indígenas que encontraban en los recodos de los chaquiñanes. De acuerdo con lo que señala Muratorio (1994), el interés científico y estético que estos expedicionarios europeos demostraron por el indígena y el paisaje ecuatoriano generó una estimulación en los pintores costumbristas nacionales, quienes de inmediato empezaron a contemplar su propio territorio con una nueva mirada que les permitía convertirlo en asunto idóneo para la representación pictórica.

Camilo Egas, al igual que aquellos expedicionarios europeos, concibió al indígena como el objeto central de su representación pictórica, el referente de su expresión artística, otorgándole así un valor que lo diferenciaba del resto de las personas. Además, “muchos de los temas representados en las pinturas que Egas realizó en los años 1910 e inicios de 1920 aparecieron por primera vez en los libros de viajeros y en los álbumes costumbristas del siglo XIX” (Pérez Arias, 2012, 239).

Sin embargo, a decir verdad, son más las razones que existen para desvincular a Las floristas indias de aquella tradición. El cuadro, aunque presenta al indígena como protagonista central de su composición, y aunque lo hace a partir de un tipo de temática que quizás ya había sido explorada con anterioridad, asume una posición epistemológica muy diferente a la que puede evidenciarse en las ilustraciones de los expedicionarios europeos y en los álbumes de los costumbristas nacionales.

De hecho, la posición epistemológica de ellos es la del científico social, la del investigador docto que analiza un fenómeno con el propósito de someterlo a la violencia de una clasificación, todo para imponerle un sistema teórico que ofrezca explicaciones, como si se tratara de una fuerza capaz de controlar y dominar la naturaleza desconocida y temida. Por eso, en sus libros de ilustraciones y en sus álbumes costumbristas, el indígena aparece retratado como un objeto de estudio, es decir, como el insecto que el entomólogo clava con alfileres a su tablero de corcho: un indígena descontextualizado, sin espacio ni tiempo, objetivado hasta llegar al extremo de borrarle todas las huellas y todos los rasgos que revelen detalles de su subjetividad (Figura 2).

Figura 2 Estudios antropomórficos. En esta fotografía, realizada con fines antropomórficos, el indígena aparece objetivado, sin un contexto ni una temporalidad, sustraído de la vida y convertido exclusivamente en materia de interés científico. Fuente: Archivo Histórico del Ministerio de Cultura del Ecuador. 

La posición epistemológica que se evidencia en el cuadro Las floristas indias es radicalmente opuesta. Camilo Egas no asume la postura de un investigador ni de un científico social que intenta resolver el funcionamiento del indígena. No, en realidad, se cree un dios con la total y plena capacidad de crear al indígena en el lienzo; crearlo, desde su propia concepción, con mucha más fuerza, más intensidad y más belleza de aquella con que lo percibe. Su posición epistemológica coincide con los postulados del manifiesto que ese mismo año de 1916, a manera de poema, había publicado Vicente Huidobro (2012), sintetizando el sentir de los artistas de la época; un Arte poética que Camilo Egas pareciera haber asimilado y adaptado a su propia condición estética: Por qué dibujas al indio, ¡oh Pintores! / hacedlo vivir en el lienzo.

Rocha (2016), en una investigación sobre los discursos de la modernidad y la vanguardia que atravesaron algunas obras de Camilo Egas, explica que en sus pinturas está presente una prolongación del romanticismo, a partir de efectos nacionalistas que se reflejan en el uso de trajes típicos, la puesta en escena de costumbres y la creación de atmosferas de sonoridades indianas, todo estrechamente relacionado con la idea de un pasado ancestral. “Estas obras tempranas de Egas [Las floristas indias y San Juanito] responden a una idealización del indo ecuatoriano, manifiesta en el uso de cánones clásicos para plasmar sus almas, a través de sus cuerpos, en el uso de una estilización modernista, cercana a la obra de Mideros, Villacrés y otros” (Rocha, 2016).

En términos concretos, Camilo Egas, en Las floristas indias, logra dotar de vida a la representación del indígena, o más bien logra crear una imagen vital del indígena, a partir de tres decisiones que, entre otras cosas, fueron tomadas para contradecir el procedimiento de los expedicionarios europeos y de los costumbristas nacionales.

La primera de esas decisiones consistió en crear un contexto social para las cuatro mujeres indígenas que aparecen en Las floristas indias. La solución fue presentarlas, a ellas, como parte de un ritual sagrado que efectúan en agradecimiento al sol. El espectador, al observarlas llevando flores sobre un pingo, no las identifica propiamente como individuos aislados y ajenos a un panorama social, sino que, al contrario, las visualiza como parte de una comunidad fortalecida y vitalizada en su propio sistema de creencias y valores. De hecho, en el espectador queda la impresión poderosa de que las cuatro mujeres caminan hacia el lugar donde se efectuará el ritual, un lugar en el que se encontrarán con los demás integrantes de su comunidad; es decir, caminan hacia la comunión, hacia el contexto social al cual pertenecen.

La segunda decisión de Camilo Egas fue insertar a las cuatro indígenas en un paisaje geográfico. Ahí, en el fondo del cuadro, puede divisarse una representación de los cerros Corazón y Atacazo, en la ruta que comunica a la comunidad indígena de Nayón con el sur rural de Quito. Ese paisaje geográfico, sin embargo, no se impone a la humanidad de las mujeres; más bien se extiende en el horizonte como si estuviera por debajo de ellas. Se trata de un paisaje andino que se muestra dominado por el indígena; una tierra en la que él aparece ubicado desde la perspectiva superior del amo y señor.

Y la tercera decisión con la cual Camilo Egas creó una nueva representación del indígena en Las floristas indias consistió en situar a las cuatro indígenas en el dial de un devenir histórico. El modo como lo logró fue exponiendo en los trajes de cada una de ellas los varios siglos de sincretismo cultural que habían transcurrido desde la época de la conquista española. Los anacos, las faldas, las blusas y las fajas que ellas lucen remiten, en su corte estilístico, a una confección de carácter occidental, pero en la minuciosidad de los detalles decorativos de las fajas y en la bisutería que llevan puesta exponen los ideogramas de origen precolombino.

Es viable, entonces, afirmar que Camilo Egas, en Las floristas indias, rompió toda relación de continuidad con la tradición que heredó de los expedicionarios europeos y de los costumbristas nacionales. Su mirada, en lugar de buscar una objetivación positivista y empírica, propuso una total subjetivación del acto creador, dotando de vitalidad a la representación del indígena, a través de la generación de un contexto social, un paisaje geográfico y un devenir histórico.

2. Desarrollo. Los pies y la mirada

El cuadro Las floristas indias, aunque presentaba una propuesta que resultaba inusual o ajena para el ojo de su época, gozó de una recepción que le dio la bienvenida entre aplausos y laureles. Así se puede deducir por el premio que recibió en el Salón Nacional de Bellas Artes, las notas de prensa que fueron publicadas en varios medios locales con comentarios elogiosos, el protagonismo que empezó a otorgársele a Camilo Egas en el panorama de la plástica nacional y, por supuesto, la pronta y satisfactoria comercialización del cuadro.

¿A qué se debió esa buena acogida? En primera instancia, se debió a los méritos técnicos que saltaban a la vista: la geometría de la composición, la combinación armoniosa de la cromática y la singularidad de la puesta en escena. En segunda instancia, esa buena acogida se debió a que la crítica reconoció que Las floristas indias, al haber rechazado la tradición de los expedicionarios europeos y de los costumbristas nacionales, generaba una nueva imagen de la identidad indígena; una imagen en la que el indígena aparecía colmado de belleza e irradiando un aura que iluminaba su porvenir. Una nota de prensa publicada en aquella época asegura que en Las floristas indias los indígenas aparecen “dignificados, enaltecidos, con toda la grandeza y sentimiento que egoístamente nos empeñamos por desconocer” (Anónimo, s/f).

El modo como Camilo Egas había logrado ese efecto era aplicando recursos estilísticos y motivos formales que hacían parte propiamente de la antigüedad clásica, específicamente de la arquitectura helénica. Así, por ejemplo, la posición en que se encuentran las cuatro indígenas del cuadro, absorbidas en un gesto de similar factura y dispuestas en un mismo diseño corporal, rememora las esculturas de héroes y dioses que adornaban, a manera de cenefa, los frisos de los templos de la antigua Grecia. De igual modo, el paso rítmico y dancístico con que ellas avanzaban en su lento caminar, y la profundidad contemplativa y meditabunda de sus miradas, eran detalles que consciente o inconscientemente remitían al espectador a las representaciones elaboradas en la cuna del modelo de belleza occidental.

Para Pérez Arias (2006), sin embargo, esa forma de embellecer e iluminar la identidad indígena fue totalmente ilegítima, porque obedeció a lo que, en sociología, se ha denominado un “blanqueamiento”. Las cuatro indígenas de Las floristas indias no eran bellas por su propia condición cultural, ni por las características fisionómicas que poseían como grupo social, sino que realmente eran bellas porque tenían puesto un disfraz identitario que borraba lo indio, para hacerlas ver como mujeres blancas de estirpe grecolatina.

De modo que los críticos, artistas e intelectuales de la época se engañaron al considerar que el cuadro Las floristas indias vitalizaba con su belleza la identidad indígena. En realidad, lo único que el cuadro sí vitalizaba era la conciencia de ellos, pues los tranquilizaba otorgándoles el falso consuelo de que, por fin, el indígena había sido reivindicado en las artes pictóricas. De ahí, pues, provenía una buena parte de sus aplausos y laureles.

Pero, ¿todos los detalles que en el cuadro remiten a la exaltación de la identidad indígena son producto de un blanqueamiento? ¿Todo lo bello que hay en las cuatro indígenas representadas obedece a un patrón estilístico tomado de la antigüedad clásica? Definitivamente no. En la corporalidad de las cuatro indígenas hay, por lo menos, dos aspectos que parecen no estar revestidos de ningún disfraz.

El primero de esos aspectos son los pies descalzos. Esa textura áspera que presentan pareciera evidenciar el rastro de la experiencia y sabiduría que el tiempo marca sobre la piel; esa difuminación de tonalidades ocres pareciera amalgamar el cuerpo y la tierra; y esa complexión pesada y gruesa que exhiben crea una sensación de fortaleza corporal que armoniza con la fina delicadeza de los rostros. Es como si todos los pincelazos que Camilo Egas trazó para configurar esos pies hubieran tenido el único propósito de exaltar, con absoluto respeto, la vitalidad ancestral y legendaria de la identidad indígena.

Ahora bien, hay un aspecto que no se puede pasar por alto en esos pies descalzos. Se trata de la pose en que se encuentran, que es exactamente la misma en las cuatro indígenas: un pie adelante pisa firme el suelo señalando el camino que se sigue, mientras el otro aún se encuentra atrás, con el talón ya levantado, pero con los dedos todavía asentados en el suelo, como si hubiese sido representado justo en el momento en que estaba levantándose del suelo para dar el siguiente paso. Esa pose, indudablemente, obedece al canon de belleza estipulado por la escultura clásica. Es exactamente la misma pose en que se encuentran, por ejemplo, los pies del Discóbolo, de Mirón de Eléuteras; y los pies del Doríforo, la Amazona y el Diadúmeno de Policleto, por mencionar apenas las esculturas más representativas de la antigüedad clásica.

En los pies descalzos de las cuatro indígenas, por ende, se presenta un fenómeno inverso al blanqueamiento que recubre sus corporalidades. Ahí lo grecolatino no está disfrazando lo indígena para ocultarlo; por el contrario, lo indígena se amalgama con lo grecolatino para impregnarlo de su propio ser. Se trata de un procedimiento muy parecido al que más de dos décadas después, en 1939, aplicaría Cecilio Guzmán de Rojas en su Cristo Aymara, generando un profundo impacto sensorial en toda la región latinoamericana. Lo indígena se convierte en una cosmovisión digna de mostrarse al mundo por su propia belleza; pero, eso sí, sin negar ni ocultar en ningún momento que hace parte de una hibridación con lo occidental, razón por la cual el procedimiento puede ser considerado éticamente legítimo.

Además de los pies, el segundo aspecto corporal de Las floristas indias que parece no estar recubierto de un blanqueamiento es la mirada de la tercera indígena, una mirada en la que ella gira levemente su cuello hacia el costado izquierdo para dirigirse al espectador. Esa mirada de ella, al encontrarse con la del espectador, derriba la barrera invisible pero poderosa que se levanta entre la ficción y la realidad, entre la representación y la referencialidad. Ya sin barreras que los separen, la tercera indígena y el espectador, durante el breve instante en que se miran, quedan atrapados en una misma dimensión, en una misma existencia compartida: ella, personalizándose; él, personajizándose. Ese encuentro, que se efectúa de manera sincera, permite la realización de una comunicación total y plena, porque únicamente intervienen los ojos de ambos, sin la mediación de los repertorios ideológicos que poseen cuando separan sus miradas y vuelven a levantar la barrera que divide la ficción de la realidad.

Es por eso que el filósofo Jean-Luc Nancy (2006, 43), a propósito de esa mirada que en el retrato apunta hacia afuera de la representación, indica que “escudriña una posibilidad de atención o de encuentro indefinido movilizando así, con unos pocos trazos discretos, el rostro en su totalidad (para no hablar de la diferencia de iluminación); por último, muestra una persona, antes que los rasgos de un modelo”.

Puede decirse, entonces, que el cuadro Las floristas indias cuenta con una mirada que interpela al espectador obligándolo a situarse en el lugar del otro, y cuenta con unos pies que demuestran que lo occidental no sólo es dador de belleza, sino que también puede ser embellecido por otros saberes. Esos dos aspectos, que pasaron inadvertidos para el ojo de sus contemporáneos, hoy pueden servir para considerar que el cuadro Las floristas indias, a pesar del blanqueamiento grecolatino que disfraza a las cuatro indígenas para embellecerlas, no fracasó en su intento de exaltar la identidad indígena.

3. Conclusión. La creación de una posibilidad

Camilo Egas, al demostrar que era posible generar belleza a partir de la representación del indígena, no sólo desafío la normativa estética de su época; construyó además una posibilidad pictórica que fue ampliamente aprovechada por sus sucesores. La aparición, algunos años después, de un cuadro como El carbonero (1934), de Eduardo Kingman, y de una novela como Huasipungo (1934), de Jorge Icaza, fue posible, entre otros aspectos, por la brecha que Camilo Egas abrió para que el indígena fuera concebido -y visibilizado- como un contenido valioso en las más altas expresiones artísticas.

Sin embargo, con el pasar de los años, esa brecha abierta por Las floristas indias empezó a tomar su propio rumbo. Los artistas posteriores, aunque siguieron enfocándose en la necesidad de visibilizar al indígena, abandonaron en sus representaciones aquel carácter grecolatino tomado de la arquitectura y de la escultura clásica. Ellos, en lugar de ese blanqueamiento propuesto como ideal de belleza, lo que hicieron fue representar al indígena en una realidad no espiritualizada ni elevada hacia lo divino, sino que más bien lo representaron en una realidad totalmente asentada en las coordenadas del mundo terrenal.

¿Por qué esos pintores, identificados con la corriente del “indigenismo” y el movimiento del “realismo social”, abandonaron poco a poco la línea ideológica propuesta por Camilo Egas en Las floristas indias? La respuesta es que ya no tenía ningún sentido embellecer ni blanquear al indígena con procedimientos grecolatinos. Camilo Egas lo había hecho así para desafiar al pensamiento hegemónico de su época, el cual dictaminaba que el indígena era un ser humano inferior, un salvaje sin ninguna posibilidad de alcanzar lo más sublime de la condición humana (Fitzell, 1994, 25-73). Pero, al quedar superada esa suposición ideológica, los artistas posteriores a Las floristas indias ya no tenían ninguna necesidad de embellecer al indígena para demostrar su humanidad; no, ahora ellos debieron enfrentarse a un pensamiento hegemónico que excluía al indígena del proyecto común de sociedad, que lo dejaba apartado del conglomerado social, como si se tratase de una basura o de un residuo inservible. De ahí, pues, que los pintores optaran por representar al indígena en lo más terrenal de la sociedad, en los abusos y vejámenes que sufrían, en las condiciones oprobiosas que debían padecer, como si así quisieran acentuar esa presencia que estaba siendo negada en la ideología del espectador.

Ahora bien, los pintores del “indigenismo” y del “realismo social” acudieron de una manera tan reiterativa y efectista a ese procedimiento de representación que pronto empezaron a obtener resultados contraproducentes. Sus denuncias de los abusos y de los vejámenes padecidos por los indígenas, en lugar de conmover a los espectadores para convocarlos hacia una reflexión interna, lo que provocaron fue una sensación de lástima y repudio. Eso precisamente fue lo que denunció el poeta peruano César Moro cuando, en 1939, se quejó con rabia y dolor de que la pintura indigenista había terminado por crear un indígena “cretinizado” y “horripilante”, pintado de “la forma más primaria y más ajena a la pintura, con la mentalidad más atrasada, indios sin relleno, indios como figurones de feria” (Moro, 2002, 317). Y exactamente eso también era lo que estaba sucediendo en el campo de la literatura por aquellos mismos años; más precisamente en 1934, cuando se publicó la novela Huasipungo, de Jorge Icaza: el personaje del curandero, al absorber con su boca los gusanos que pululan en el pie podrido de Andrés Chiliquinga, no generaba una conciencia en el lector sobre la condición oprimida del indígena, sino que más bien lo inundaba de náuseas (Icaza, 2014, 146).

Nuevamente, la identidad indígena resultaba desfigurada y vilipendiada en la representación pictórica, aunque esta vez no a raíz de un embellecimiento ilegítimo, como sucedió en el cuadro Las floristas indias, sino a raíz de una degeneración excesiva que también actuaba como disfraz para ocultar lo indígena.

En 1916, cuando Camilo Egas presentó Las floristas indias, el artista que mejor encarnaba la moral de la época, y que era el máximo representante de lo políticamente correcto, era el fotógrafo José Domingo Laso. Su trabajo, entre otras cosas, incluía las dos siguientes actividades: primero, fotografiar a indígenas de diferentes “tipos” en el laboratorio privado del arqueólogo Jacinto Jijón y Caamaño, con el objetivo de conformar un álbum que permitiera realizar estudios comparativos de antropometría; y, segundo, realizar fotografías turísticas en las plazas, parques y monumentos de Quito, para luego borrar a los indígenas que accidentalmente habían aparecido en esas imágenes (Figuras 3 y 4). Con ese borrado pretendía impedir que su presencia afectara o dañara la belleza de la ciudad (Laso, 2015; Laso Acosta & Cruz, 1911).

Figura 3 Teatro Sucre, Quito. En esta fotografía de José Domingo Laso Acosta se puede apreciar un retoque sobre la placa de impresión, con el propósito de borrar al indígena que aparecía en la imagen. Ese retoque, según la investigación realizada por Laso (2015), puede interpretarse como una huella de lo que la sociedad de aquella época negaba o invisibilizaba. Fuente: Laso Acosta y Cruz (1911). 

Figura 4 Plaza de la Independencia de Quito. En esta fotografía de José Domingo Laso Acosta se pueden apreciar varios retoques. Dos de ellos tenían como propósito borrar al indígena de la imagen. El otro tuvo como propósito dibujar una mujer de corte parisino que le diera elegancia y belleza a la imagen, en concordancia con la ideología del momento. Lo que se pretendía, según la investigación realizada por Laso (2015), era imponer un régimen de verdad donde se asociara a Quito con el estilo europeo, sin rastro indígena. Fuente: Laso Acosta y Cruz (1911). 

A pesar de todo lo que acertadamente se le pueda reprochar, el cuadro Las floristas indias tiene el gran mérito de haber sacado la representación indígena de ese tipo de laboratorios, para ubicarla como muestra de belleza en los museos de la nación.

Quiero dejar constancia de que el contenido de este artículo fue socializado y discutido con los integrantes del proyecto de investigación “Formación artístico-cultural como eje transversal de aplicación del modelo educativo de la Politécnica del Carchi”. A todos ellos les estoy agradecido, por las ideas que me aportaron para nutrir este texto.

Referencias bibliográficas

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Recibido: 30 de Mayo de 2023; Aprobado: 28 de Agosto de 2023

Edison Duván Ávalos Flórez es doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar, en Ecuador. Actualmente es docente de la carrera de Educación Básica en la Universidad Politécnica Estatal del Carchi, también en el Ecuador. Pertenece al “Grupo de Investigación en Literaturas y Culturas Amerindias Mitakuye Oyasin”. Sus líneas de investigación se han centrado en el análisis de los discursos que atraviesan las representaciones del indígena en la oralidad, en la literatura y en la pintura.

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