Escuché muchas injurias antes de poder ver la película Libelú, ¡Abajo la Dictadura!, que ya había sido premiada en la edición 2020 de Todo es verdad, el principal evento de Brasil entre los festivales de documentales, y que fue reconocida mundialmente al hacer parte de las nominaciones al Oscar: “reportaje superficial”, “agrupamiento de palabras mal cosidas”, “un punto de vista más para sensacionalista”, “inventa un radicalismo vendible”... son algunas de las ofensas proferidas. Como no me gusta charlar mucho antes de ver una película, retomo las conversaciones después de verla. Eran impresiones de amigos, coetáneos míos en la universidad, participantes del movimiento estudiantil en la Libelú, Liberdade e Luta, o LL, como la llamábamos, corriente que marcó época en el Brasil en la segunda mitad de los años 70. Por cierto, ninguno de estos críticos formaba parte del equipo entrevistado.
Sin embargo, el caso es que desde las primeras secuencias quedé encantado. Tal vez la alegría de ver esas queridas figuras que perdí de vista, otras que aún me cuesta reconocer, otras que solo conocía de haber escuchado.
No noté que había pasado un buen rato. Cuando terminó la película mi sensación fue que había visto un buen cortometraje. Es un largometraje vivo, palpitante y de buen ritmo. No pudimos apartar la vista de las variaciones que se van concatenando. Los testimonios son buenos. Y por mucho que ciertas secuencias recuperadas en registro de la época - en las páginas de los folletos, carteles, pancartas, o de la prensa convencional, e ¡incluso en la televisión! - nos traigan cierto contexto de actuación de los estudiantes, el espacio público respiraba, tanto en las calles del centro de São Paulo como en la universidad. Recuerdo a Rodrigo Naves gritando frente a la ECA (Escuela de Comunicaciones y Artes) al empezar su discurso - ¡Compañeros: la revolución no será televisada! Quizá lo que más nos choca hoy, a quienes perfilamos con ellos entonces, es aquella colección de deponentes en “new-look”. Siempre en el mismo escenario, vagamente digno de sus ocupantes, el estudio 2 de los grandes talleres de la FAU, la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la USP (Universidad de São Paulo), que no deja de ser, en un sentido propio, un espacio público, en su diseño, carácter histórico y paradigmático, moderna y brutalista (¿y en esto quizás muy propia de São Paulo?), concebida por Vilanova Artigas, su obra más consensuada, que se inauguró en plena década de los 60. Y no es en estos deponentes - su diferencia más evidente es lo que realmente nos impresiona -, en una inesperada actualidad evidente, que vemos, en su obligada condición de sexagenario, alguna impostura inesperada por la metamorfosis de burgués bien situado. La materia prima ineludible que tal vez nos ofrece con sus rescates de la memoria es este formidable panel humano, que aún se emociona y vibra, comunicándonos con un brillo en los ojos que vivió, compartió experiencia. Esto es quizás lo que más nos asombra. En estos tiempos difíciles, el privilegio de confesar que una vez se vivió una utopía vanguardista, como protagonista triunfador: como actor-agente de una liberación emancipadora, política y politizadora en marcha. Y tal vez, ¿todavía en progreso?
La película provocó recuerdos, trajo a la mente muchas otras películas enterradas, metafóricamente o no. De los recuerdos individuales (a los que ahora también se une de alguna manera esta película) cada uno sería el mejor, si no el único espectador. Su sustancia es subjetiva, y por eso mismo exigirán de lo recordado, en algún momento, nuestra propia descripción subjetiva objetiva. Y del contexto que rodea estos recuerdos, el fondo que revela el contorno de las posibles figuras, y que requeriría una mejor iluminación. Tales recuerdos se acercarán de alguna manera a la película misma. Sombras del recuerdo, que lo convierten en un telón de fondo inconsciente, un contexto sin sentido de la inevitable solemnidad evocadora de tal rescate de la memoria social, contraponiéndose a su diversidad interpretativa más concreta e histórica que, de ser descrita, se desplegaría como un desasombro. Es, por tanto, una doble exigencia, describir la película, pero también hablar de esa enredadera evocada a partir de una experiencia concreta: - en este caso ya no es posible escribir un análisis crítico sólo como espectador exótico, exotérico, alienígena. Analizaremos, pues, la película junto a esos fragmentos gravitantes de ella, como cinemateca ineludible e irresistible de cada uno. Podemos llamar de comentario a este recuerdo evocado por nuestra visión de la película. Es otro tipo de descripción que en el análisis fílmico ya no se dedica al análisis interno, formal, de la experiencia que tenemos de la película, sino a su reverberación externa, en el mundo que hago parte: la crítica inmanente puede entonces proponer, con estos comentarios, los niveles de observación, de posible comprensión o interpretación de lo que pudimos describir a partir de la película que vimos.
Sin duda, allanamos el camino con nuestro propio cuerpo para las importantes movilizaciones que en los años siguientes se multiplicarían por todo el territorio nacional: entre ellas las importantes huelgas obreras del ABC, ¡Directas Ya! (de marzo de 1983 a abril de 1984). Invadiendo las calles, en abril-mayo de 1977, realizamos las primeras protestas contra la dictadura en el país, que no sucedían desde 1968. Gritamos en el espacio público “¡Por las libertades democráticas!” y “¡Abajo la dictadura!”. El asesinato de Herzog en la calle Tutoia aún no había cumplido dos años y el período más sangriento de la represión dictatorial no se había disipado por completo. Si la cinta dirigida por el debutante Diógenes Muniz es, en realidad, “sólo un reportaje”, reconozcamos que fue hecha con equilibrio, con el sentido de la objetividad, con cierto tacto distante, con cierto placer.
El director es al menos un buen periodista. Por lo que vemos en su trayectoria anterior. De hecho, que los periodistas predominen en esta lista de deponentes en detrimento de todas las demás actividades exlibelús actuales, no deja de retener cierto estigma de la época neoliberal, todavía extraño en ese momento por el esprit de corps que será uno de los atributos oblicuos de la contemporaneidad, una mancha, por eso mismo, hoy muy poco recordada y a veces bajo el pesado nombre de corporativismo. Cada uno con su locuacidad, estilo de hablar, mentalidad diferente, hoy en una infinidad de oficios, y de los cuales solo destaco algunos, ligadas más al área de humanidades (por supuesto cada uno tendrá su propia lista), limitándonos a São Paulo, se notaron por su ausencia: historiadores (Francisco Foot Hardman, Francisco Alambert Jr.), científicos sociales (Glauco Arbix, Roseli Coelho), economistas (Leda Paulani), asesores políticos (Clara Ant), diputados (Zé Americo), críticos de arte (Rodigo Naves), de música (Carlos Calado), de teatro (Iná Camargo Costa, de arquitectura (Miguel Buzzar), arquitectos (Marco Tabet), cineastas (Tata Amaral), locutores (Fabio Malavoglia), editores (Moisés Limonad, José Castilho Marques Neto). Sin mencionar que algunos periodistas muy singulares no aparecieron (Mario Sergio Conti, Caio Tulio Costa, Matinas Suzuki Jr.). Suponemos que las invitaciones rechazadas no son pocas ¿Debería causar algún vértigo precario, hacer zumbar los oídos, rechinar los dientes, emprender el recuerdo de momentos tal vez reprimidos? Difícil de imaginar. Seguro que muchos no se consideraron los principales protagonistas de la tendencia, otros no verían a la LL como de gran relevancia en sus biografías. Cada discurso que vemos es sin embargo efectivo, tiene su relevancia particular, lo que no es poco, pero no elimina la percepción de que faltaba algo. ¿Faltaba condimento? Es cierto que por muy franciscana que haya sido la producción, rodar solo en São Paulo la limitó demasiado y le dio a la Libelú una falsa dimensión local. A menos que pensemos en la vanguardia solo como un momento de su eclosión, ¿es eso? ¿O como ideas que sólo son válidas cuando aparecen, capaces de revelar artificios sistemáticos de manera insólita en un lugar inesperado? Con toda la apertura y variedad entre los deponentes (incluso habiendo excluido la Libelú de los sindicados, por ejemplo), pareció por un momento que el foco estaba sólo en el liderazgo reconocido, pero no es del todo así; ni serían los más grandes oradores o el personal de formación mas permanente y eficaz, ni exclusivamente por la posición social que ocupan hoy. De los portavoces, de aquel tiempo, de la directriz efectiva de las propuestas de la LL, a veces desconocíamos el timbre de la voz (¿sería en última instancia la OSI, Organización Socialista Internacionalista con sede en Francia?). O rara vez abrían la boca, solo hablaban en las conversaciones pequeñas. ¿Serán sin duda los que más pelearon en las reuniones preparatorias? ¿No necesariamente los oradores de las reuniones y asambleas que levantaron la mano pidiendo la palabra? ¿Eran a veces los que salían cohibidos en busca de un teléfono público, un escribano circunspecto que anotaba discursos, los observadores más atentos que se demoraban al final de las reuniones, o en las agrupaciones previas? En todo caso, se respiraba un ambiente antiburocrático. Ciertamente, la película no estuvo guiada únicamente por la más efectiva participación o liderazgo. Tampoco investigó lo suficiente sobre la historia de la tendencia o del movimiento estudiantil - y si buscaba, tal vez encontraría poco que estuviera bien establecido. Precisaría años de trabajo.
Considero digno de mención el discurso de Fernanda Pompeu, quien ponderó que “¡Para ser un Libelú, todo lo que tienes que hacer es ir a una reunión y participar!”. De hecho, siempre corremos el riesgo de mencionar nombre (ahorita acabé de hacerlo), que en realidad estaban, estrictamente hablando, al margen de las actividades de la Libelú. Era lo que entonces se llamaba en broma “área de influencia”, o “la masa avanzada”, participaban en reuniones o eventos colectivos, fiestas, iniciativas de algún centro académico, publicaciones, grupos artísticos, movimientos culturales, cineclubes. Todo sucedía de manera más informal, en realidad. Puede ser que, conscientes de las desigualdades sociales la juventud brasileña o paulista (de São Paulo) en particular nunca haya sido tan “carioca” (de Rio de Janeiro), o “baiana” (de Bahía) como en la contracultura de aquellos tiempos, y tal vez capaz de tomársela, aún más en serio en el espíritu, en el sentido del que se negaba como un outsider de ese statu quo dominante del “Ámalo o déjalo” de la “Corriente para delante” (Corrente para Frente) a la película misma. Hablo de una racionalidad juvenil de la educación, adversa a lo contradictorio y más inflexible, pero que empezó a interesarse por una forma con más brechas, menos rígida (¿menos paulista?). Se rechazó la opresión de un modus vivendi conservador, un modus faciendi burocrático, un modus operandi administrativo. En ese momento hubo algo que se perdió mucho después, la experiencia, o la invención de propuestas comunes, más o menos espontáneas, abiertas a la experimentación. ¿Y lo que a veces llamamos “trabajo de base”, expresión que en futuros libros de texto o diccionarios sin duda merecerá las referencias de “en desuso”, “viejo”, “✝”?
A menudo, esa vida universitaria “ampliada” no adquiriría el sentido estrictamente político del trabajo de base: eran simplemente actividades “alternativas” a la especialización académica en curso, formaban parte de una búsqueda permanente de vocaciones adormecidas por la vida predeterminada, cada vez más “administrada” por el “sistema”. Para esta generación bloqueada que vivió sus albores durante la dictadura, fácilmente surge en la mente la animación de ese simpático cerdito de la televisión: no hay como olvidar aquella divertida propaganda, famosa propaganda en el que un cerdo que habla, al ser interrogado por un colega ¿Qué vas hacer cuando seas grande? le contesta con la más alegre jovialidad “¡Salchicha, no!, ¿Y tú?”. Recordándolo a granel o incluso disimuladamente, con un inevitable atisbo de sonrisa (un índice de un espectro insondable de recepciones críticas), en realidad se quedó grabado en nuestras mentes porque terminó diciéndonos mucho más de lo que parecía. Especialmente para un estudiante.
Recuerdo una crónica de José Arthur Giannotti en defensa del más simple paseo por las calles y por los últimos parques de la ciudad, argumentando que no se puede crear un espíritu intelectual verdaderamente libre sin una buena dosis de ocio. Mi profesor favorito de la FAU, Gabriel Bolaffi, que coleccionaba caricaturas de si mismo dibujadas por los estudiantes, le pedía a la clase enorme que levantara la mano quien estuviera trabajando o haciendo una pasantía. Y perdonó en caso de extrema necesidad a los dos o tres que en el fondo levantaron el brazo tímido. Aconsejó a los demás que trabajasen en las oficinas sólo cuando se graduaran, porque allí no aprenderían nada de muy decisivo. Y que aprovechen su tiempo universitario para graduarse de la mejor manera posible antes de caer en los engranajes de las empresas. “No te equivoques: estarás en las pasantías perdiendo el tiempo en lugar de ganar. Aprovecha la inversión del Estado en tu persona para profundizar, estudiar al máximo, leer libros, novelas, hacer relaciones, amistades, enamorar. ¡Después será imposible! Por otro lado, el compañero Castilho, de la LL, publicaba en la editorial Kairós - junto a los preciosos números de Arte en Revista y Cine-Ojo (Cine-Olho) -, algunos lanzamientos importantes como Arte, Forma y Personalidad, de Mário Pedrosa, Tropicália: Alegría, Alegría, de Celso Favaretto, y traducía para su “serie materialismo histórico”, junto a títulos marxistas-leninistas-luxemburguistas-trotskistas, el clásico El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, que cumplía un siglo.
También era necesario valorar el tiempo libre, dejar que el mundo hiciera su trabajo básico con nosotros. ¡Nuestros opositores a este respecto de las actividades alternativas prefirieron hablar de “¡entrismo!” Pero con un buen margen de injusticia; y no se dieron cuenta que estaban hablando de su propia burocracia por extensión. Hubo respuestas en todo caso en la punta de la lengua: “El entrismo es el trabajo de base de los Otros”, “el entrismo es la experiencia política de los Otros”. Hoy, sin embargo, con el espíritu de participación política y cultural, cada vez más al estilo de las burbujas, sin alteridad, alienados, reaccionarios, unidimensionales, identitarios, tales relatos se vuelven para el oído actual aún más exóticos, inapropiados, permisivos, ingenuos, bochornosos, etc. Al final de una crónica afectivo-memorialista sobre la Libelú, en la década de 1990, Matinas Suzuki Jr. sintió la necesidad de describir al menos a tres compañeros de viaje, figuras emblemáticas de la época, casi-gurús para sus amigos, y por cierto mayores, curiosamente ninguno de ellos relacionados con la LL: Júlio César Montenegro, Fernando Mesquita, Gilberto Vasconcellos. Esto se debe a que no sólo divergíamos “políticamente de los estalinistas o maoístas, o incluso de la naciente socialdemocracia, que serían los tucanes (partido político de centro izquierda PSDB) del movimiento estudiantil, sino también (se) divergía radicalmente de la forma de vida de la izquierda tradicional” (Suzuki Jr., 1997).
Sin más comentarios, para tener una idea de este hemisferio de referencias, de Fernando Mesquita - (periodista independiente, miembro del consejo de la redacción de Cine-Ojo) quizás el menos conocido de los gurús discretos de esta horda iconoclasta que integrábamos - destaco tres pintadas que lo tendrían como probable autor: A) en la calle Cardeal Arcoverde y otros lugares durante la huelga de los periodistas - “¡No compren periódicos!” / “¡Miéntete a ti mismo!”; B) en los muros del Cementerio del Araça en la avenida Doctor Arnaldo, “¡Rájense Muertos!” / “¡Tierra para quien trabaja!”; C) en los muros de una escuela privada en la avenida Rebouças justo debajo de las letras de metal de la institución y colocados en columnas, de arriba a abajo, “JARDÍN / MATERNO / PRE-PRIMARIO / PRIMARIO” y en pintada de adrenalina que se desmoronaban al llegar casi a la acera, “SECUNDARIO / UNIVERSIDAD / LOCURA / DESEMPLEO”. Fernando tenía en esos años un escarabajo (carro popular de la Volkswagen) en mal estado y que “todavía funciona bien, está bastante bien”, decía sonriendo “tiene un valor inestimable”, y amablemente siempre lo ofrecía a los amigos o conocidos que estuvieran necesitando del carro, “siempre está en la calle, solo recógelo en casa en la calle, es solo recogerlo en casa y ponerle benzina”, la ventanilla del conductor no cerraba, no tenía llaves, la partida era directa y el acelerador era tirado por una pita.
Memorable en no pocas direcciones, la notoria elocuencia retórico-discursiva no sería tan generalizada ni típica en la militancia de la LL. Es, sin embargo, parte de un aura que ha permanecido. ¿Acaso resuena allí una dialéctica volátil, una empatía provisional de la postura franca que sabe expresar en la economía de sus gestos más espontáneos algún punto inamovible, puesto que se determina justamente en su racionamiento más libre y audaz? Es interesante intentar al menos especular en qué consistiría este lado aural. Y en lo que la convirtió nuestra película; y ante él, la historia misma; sin dejar de lado el imaginario mítico, y todo lo que le concierne.
En la manía popular nacional de abreviar palabras de mayor o supuesta familiaridad, el apodo Libelú, que merecía de sus alegres competidores, ya no nos deja de espantar con un juguetón sentido “equivocado” de “libelo” de hecho en cuanto al tono singular de esas voces de la LL - y, además, con cierta liviandad elegante del acento oxítono francés. Sin embargo, todavía se abreviaría aquí un significado más inconsciente y divertido: el de libélula. Por curiosidad entré a la web. Estos bio-indicadores aleteantes de la calidad ambiental, que viven cerca de aguas estancadas en la mayor parte del mundo, son alrededor de 2500 a 4000 especies. La gracia del movimiento difícil de seguir y la inmovilidad en el aire que consigue por medio de sus dos pares de alas transparentes - para los que quieren ver mejor por un momento los contornos de los que tanto se mueve -, les permiten ver su momento precario, en un instante fugaz, y su precario talle, mientras sus ojos panorámicos, grandes y multifacéticos se quedan allí observándonos.
De hecho, un rápido paseo por la internet puede traernos innumerables sugerencias de cierta relevancia intuitiva (y algo loca) para nuestro objeto de “investigación”: - “La libélula se caracteriza por sus increíbles patrones de vuelo, flexibilidad, velocidad y adaptabilidad, lo que le permite moverse en casi cualquier dirección. Esta liviandad hace que muchos consideren su llegada como una señal para mirar la vida y los problemas desde una nueva perspectiva”. […] “¿Qué significa cuando aparece una libélula? [Cuando] “aparece ante nuestros ojos [sería] para recordarnos que muchas veces el cambio es necesario. …La libélula asume un carácter positivo de velocidad y actividad y es un símbolo de renovación después de períodos de dificultad. Simboliza el coraje, la fuerza y la felicidad”.
Pero el caso es que, al igual que la evolución de la libélula, las líneas desarrolladas de esta libelú de mejor oratoria se vieron con menos frecuencia. En los asuntos de la LL, a menudo había gente bastante amistosa, o incluso carismática, pero bloqueada, de pocas palabras, con raras expresiones, aun cuando de buen humor sería un poco intempestiva o reprimida, un balbuceo de silencios, propio de esa generación a menudo tensa y mal vista, que resultaba ser gente ya bajo el vigor de la dictadura militar, y que amaba una espontaneidad perdida, evaporada de ciudades y familias, sin duda, con el paso de los años. Es como si se tratara de una nueva dialéctica, propia de los embrujados y desquiciados. ¿Oscuros endurecimientos de entrenamiento, restos del entorno opresivo? Posiblemente traíamos la figura del encogido llevada a las últimas consecuencias de la intuición, a la altura de una inusitada autoconsciencia de su propia cortedad. ¿Pobres diablos, un poco dandis, que solo Marcuse podía explicar? La Libelú, quizás en respuesta a los locos-belleza que admiramos, por cierto, representó su mejor parodia: los encogidos-belleza.
No hay estilo, una “manera libelú”. Son varios, por lo que es fácil de desmontar, como se hizo en la película, una caricatura como la que aparecía en la revista Isto é. Habrá, sin embargo, recurrencias, rasgos cercanos, convergencias, momentos inolvidables que pueden tender hacia un genérico más fácil de encontrar. La pertinencia activa de esta dialéctica retórica pensada que nos ocupa, incluía, sin embargo, incorporar y pensar en un mismo estilo discursivo las producciones discursivas de los adversarios. Incluso como posibilidad objetiva de comprensión, contextualización histórica, argumentación. Actividad, a menudo casi estética, o prácticamente estética. Aprehender la síntesis del discurso dominante es un presupuesto básico de su negación determinada más radical, susceptible de diferencias sustanciales o formales (por estas y otras razones nos pareció fundamental haber colocado a la película la visión de nuestros oponentes). Pienso en la alentada reflexión de Adorno en su Teoría Estética, construyendo a finales de los años 60 una estética que, como escritura estética, no deja de ser una teoría dialéctica materialista: a su manera negativa, síntesis quizás de la más grande defensa del arte propuesta en el siglo XX. No sería inútil recordad que el folclor de la propia izquierda destila formulaciones en las que se reconoce a Trotsky como el más marxista de los revolucionarios soviéticos, además de ser un radical defensor de la más libre creación artística. Entre las sumidades de la verbosidad libelú estaría la vehemente pulverización del discurso contrario (a veces incluso de los discursos anteriores de la LL), a través de una objetivación argumentativa extrema. ¿De ahí la calumniosa leyenda de la metodología tóxica, a la que se culpa de los atávicos rompimientos internas de los grupos trotskistas, sólo superados por las compulsivas subdivisiones entre los lacanianos?
Esta “objetividad” capaz de borrar cualquier resto resecado de “subjetividad” de los argumentos, aunque sean demasiado esquemáticos, sería también, si no me equivoco, un topos de la grandilocuencia de libelú. ¿Dar ejemplos, explicar? Para el gran público ejemplificaríamos el remanente del rasgo estilístico - con las debidas proporciones - en una fosilización integral relativamente auténtica en estas píldoras elocuentes de argumentación compacta, por las mejores intervenciones de Demétrio Magnoli en el contexto actual del Globonews; o el más humorístico Paulo Moreira Leite en TV247. Sin embargo, en la película Libelú podemos junto a cualquier niño, y con más libertad que ellos, sin duda, imaginar un posible enjambre de luciérnagas resplandecientes, reducidas de repente a una colección de simpáticos escarabajos.
Ya escribía Paulo Freire en el otoño de 1968, exiliado en Chile: “No es raro que los revolucionarios se conviertan en reaccionarios por el sectarismo en que se dejan caer, al responder al sectarismo de la derecha”. En el ámbito del lenguaje, quizás sean los periodistas, los más “profesionales” de entre ellos, los que mejor aporten esta experiencia del laboratorio social que aplasta cualquier rebelión o inquietud radical. En la película es sintomático que justamente a Demétrio Magnoli le vaya mejor y sea el más lúcido con su conformismo inconformista. Aún así, sigue evocando el mismo estigma de siempre, esgrimiendo sus argumentos fuertes, sintéticos, sobrecargados de esquematismo contundente. Va más directamente al punto de interés, enfocando, además, el prisma que premió la película, es decir, al “¿Cómo en ese contexto se puede empezar a derrocar la dictadura?, al ¿Cómo tornarse el fusible de un advenimiento, una especie de girar la llave, encendiendo el propio motor de arranque de las libertades democráticas?
De cualquier manera, la película no tiene un estilo muy particular del tipo cine directo, found-footage, observacional, cine-ensayo (aunque fuera en el sentido más prosaico del Ensayo Estilo Mogiana una ferrovía curvilínea tortuosa porque fue construida para parar en ciertos latifundios). No, nada de eso.
¿Quizás un poquito?, ¿un poco de todo?, ¿una especie de coqueteo con el periodismo moderno? Diógenes es fiel a su objeto, probablemente demasiado fiel. Pero su dicción fílmica, sin embargo, no sería capaz de mimetizar, interesarse o dar rienda suelta a los estilos discursivos de los deponentes. Su amplia pintura al fresco montada es, por su parte, muy fragmentaria en el mosaico que propone. El ritmo ameno de la cinta de Diógenes ni siquiera parece condecir con el espíritu del tema tratado. Esta materia, cuando no está pasteurizada, se inflama. Esta materia acostumbraría alternar originalmente, en sus formas de hablar, una racionalidad medio enfadada y llena de paciencia, una rara atención apasionada unida a posibles inflamaciones convergentes, estallando intempestivamente en un mismo discurso.
Es por eso que el discurso de apertura de Kissinger (José Arbex), que abre la película anuncia con gran estilo algo que no se confirmará de ninguna manera, cargando la cinta con una expectativa inflada como en uno de esos epígrafes, a cuya brillantez el texto no podrá responder. Reverberaría como un “Reivindiquemos lo imposible” de 1968. Nuestro “hiperbólico” Arbex predijo sin piedad y de inmediato: “La Libelú fue quizás los más importante que se pasó, con la juventud, en el Brasil, en el siglo XX. No conozco, pero así, incluso considerando la Semana de Arte Moderno del 22, no conozco ninguna experiencia que haya tenido tanto impacto y tanto cambio en la esfera espiritual de la juventud como la Libelú”.
La película puede ser inquirida por dejar esta vía completamente abierta al abandono. Sin ningún tipo de encapado, de terraplén, de desmate. Se trata de singulares nociones como “experiencia”, “impacto” y “cambio en la esfera espiritual de la juventud”, además de la vanguardia artística brasileña. El lado fanfarrón de la boutade molesta más de lo que parece, porque sin ocuparse luego de este mismo tema, termina por traicionar un entusiasmo similar a aquella que la propia película se permite dibujar en análoga hipérbole: hay bastante emoción estética y política de la misma cepa, por ejemplo, en los otros timbres de voz. La película no echa mucho de menos, bajo el manto de un encanto irónico y circunspecto, un estilo descarado y despojado, casi un spleen libelú, presente en una franqueza excesiva de su postura, pero en realidad no se ocupará de ello, se lo marginará como una estructura que se vacía centrifugada, moldura que se ha perdido, inefable como los flecos insolentes irrecuperables de una vivencia aural. La película de Muniz vino a desbaratar el quiosco de música olvidado, relegado de las polillas de la Libelú, arrojando luces atravesadas de que tal vez sólo la memoria adormecida de cada uno sea capaz de recomponer, de sus propias proyecciones, una noción digna de posicionar, con alguna proporción más mensurable, su más superlativa felicidad y sus carpinterías que el tiempo está pulverizando. ¿Fue la Libelú una última oportunidad para cumplir el deseo inexorable de 1968 de llevar la imaginación al poder? Lo cierto es que aquel epígrafe hiperbólico de Arbex se instaló subrepticiamente como un recalcar desapercibido, a pesar de ser candidato a epicentro de toda la película - en filigrana, su centro de gravedad. Como en los dardos certeros, aunque solo vemos la cola coloreada, lo que duele es el peso de la parte delantera que viene antes, muy puntiaguda.
En este sentido el predominio de los periodistas deponentes no resulta, al fin y al cabo, tan desprestigiado si tenemos en cuenta la claridad, aunque algo pasteurizada, en el conjunto de los discursos. El mosaico encierra el timing de los deponentes, privándolos de vuelos, de mayor ingenio. Ni siquiera hay silencios - a los que estábamos acostumbrados con un Eduardo Coutinho, o cualquier tele-reportaje -, dudas reticentes, grietas de emociones, tartamudeos o alguna síncopa natural de expresarse. Todos estamos enjaulados como los deponentes, en un tiempo ágil y fragmentario de la fácil y aséptica comunicabilidad a la que está obligado el periodismo profesional, virtud que también tiene sus límites. Esa claridad, sin embargo, a excepción del epígrafe kissingeriano, substrae colores y semitonos esenciales al objeto en cuestión, lo que se ve agravado sobre todo por el montaje resultante, pues tiene su realidad editada. De hecho, la gradación que hoy prevalece en el término “editar” en lugar de tradicional “montaje” en el ámbito cinematográfico parece implicar algún síntoma unidimensional contemporáneo. Y, es cierto que algunos atributos formales de la película, así como los discursos, no distan mucho de imperativos categóricos cercanos al periodismo.
Aún considerando la singularidad formal de la cinta, su composición observará en la ordenación del espacio-tiempo en partes continuas una disciplinada reducción del propio medio. Habrá, incluso, una cierta búsqueda de la inconsistencia intencional en la fragmentación medio caleidoscópica, paradigmática del “pensamiento en mosaico” del que habla McLuhan. Sobre El medio es el mensaje (1967), de McLuhan, Ciro Marcondes Hijo resume:
El uso cotidiano de técnicas nos coloca, dice, en un rol narcisista de conciencia subliminal o narcotización en relación a la imagen de nosotros mismos. Ellas se convierten en nosotros: cada nuevo descubrimiento o cada nueva técnica es, según él, la ampliación o auto-amputación de nuestro cuerpo natural y tal extensión exige una nueva relación o un nuevo equilibrio de los demás órganos y la extensión de los cuerpos entre sí.
Con esto, es cierto que en la película de Diógenes Muniz, a pesar de que hablan varios profesores universitarios, no instala, sin importar nuestro desahogo, cierto discurso académico especializado, cada vez más presumido y vacío, además de otras disparidades atávicas del lenguaje resistentes a cualquier hombre unidimensional. Pero lo que le da a la película más expresividad formal, su mayor efecto, es preocupante que se trate de cierta electricidad mencionada por McLuhan, que crea una unidad orgánica resultante de los procesos que se vinculan entre sí. Cierto, fue el “significante”, también él “significado”, lo que probablemente garantizó el éxito de la película, en el contexto que hoy se vive en aquellas consignas victoriosas ¡Por las libertades democráticas! Y ¡Abajo la dictadura!
En una consideración final, casi al final, Eugenio Bucci parece revelar un poquito de arrepentimiento por haber sido demasiado inmaduro en ese momento. Como contrapunto único y aislado de auto-crítica libelú, en el largometraje, es decepcionante. Esa astilla brillante, casi al final del apagar de las luces, sugiere, sin embrago, un lapsus importante, un raro momento de “desafinación”, que también quedó suelto, junto a esa otra excepción en la apertura de Arbex. Nada descuidado por este último (al contrario) ni por los demás, el tema de la juventud es mucho más espeso y demanda espacio. Basta pensar en la historia del arte, la poesía en particular, el peso decisivo de las obras creadas antes de los 25 años. O estudiando la fortuna crítica de cualquier película, el papel que juegan los jóvenes críticos. Ese tipo contemporáneo de legado-Rimbaud, una actitud moderna, sin duda, ha traído desde la década de 1960 una cierta urgencia histórica que acelera en desarmonía a cualquier sedimentación estilística en una tradición evidente de lo nuevo. Para el crítico Clement Greenberg, más que una actitud, el estilo de arte de vanguardia “se ha considerado normalmente como el momento en el que el arte atrae a los artistas más jóvenes, que resultan ser, a su vez, los que tienen mayores aspiraciones” (Greenberg, 1977, 22).
Las intervenciones huérfanas y oscuras de Arbex y Bucci, al principio y al final, enmarcan la película con una dudosa calidad de indeterminación e inquietud. Todavía podríamos quejarnos de otros rasgos distintivos o puntos cruciales de la Libelú olvidados o sin desarrollo en la cinta: hay muchos, como el anti-burocratismo, el “basismo” (la consulta a la base) radical, la especificidad trotskista (y la de la LL), contrastes y diferencias con las demás corrientes, la singular relevancia del arte (y del anti-arte que le es intrínseco), el anti-conservadurismo cultural, el anti-populismo de izquierda, cierto universalismo político, el espíritu de contradicción, etc.
Si por un lado faltaba una investigación más sustancial, se dice a favor de la película que es un primer registro sobre la Libelú, al menos que yo sepa; corresponde a un primer esfuerzo público de reflexión, de retrato de esa experiencia, esbozo de su descripción colectiva. En la coyuntura histórica que vivimos hoy, es necesario saludarlo como un experimento auspicioso y relativamente aislado, rescatando para la historia del país un hermoso momento que ha sido mayormente ignorado. Aunque aporta un efectivo tónico de entusiasmo excesivo y autocomplacencia, rara vez es crítico o autocrítico. Si hubo otros intentos, fueron mucho más limitados. Sólo recuerdo el coloquio en Araraquara, en el que participé, el Seminario de Investigación: Cultura y Política en los 70 - Balance de una Experiencia de Izquierda, organizado por el Grupo de Estudio Cultura y Política en los 70 (CNPq - Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico), dirigido por la socióloga Eliana de Melo Souza, en la Sociología/FCL-UNESP, contó con el apoyo de la FAPESP (Fundación de Amparo a la Investigación de São Paulo) y fue en abril de 2006. Transcritos y revisados por los autores, los discursos aún están pendientes de publicación. Podría, incluso preferiría hablar personalmente de algo más relacionado con los libelús, sin embargo, el tema era más amplio, yo mismo era un outsider, hablé de mi nueva investigación sobre el cine experimental brasileño y el brote de las películas en súper8, que a pesar de ser sumamente anarquista y teniendo en múltiples afinidades, muy poco estaría directamente relacionado con Libertad y Lucha - LL.
Por ejemplo, entonces sí, se podría haber preparado algo sobre la revista Cine-Ojo y la plataforma de la candidatura Deflagración, de la que yo había sido editor y organizador, cuando era miembro del cineclub y cuando formaba parte de las creaciones de Cineclubefau1, de la Federación Paulista de cineclubs, de Cinusp (Circuito de cineclubs, que no es la actual entidad de la rectoría de la USP), que sucedió entre 1975-81, período en el que también participé de las gestiones de la LL en la parte cultural de la DCE-USP y GFAU. Estuvimos bastante activos en la oposición a los cineclubs conservadores, dirigidos más o menos por el Partido Comunista (directamente o no, siempre entre los dirigentes de los cineclubs nacionales, junto a un culturalismo tradicional o católico), conseguimos los votos de casi todos los grupos de izquierda (desde los numerosos trotskistas de Minas Gerais, desde la Convergencia, Marcinho, Juarez, Mendanha, hasta el MR8, PCdoB, etc), incluso anarquistas (para limitarnos solo a Curitiba: como olvidar a un Rui Vezzaro, que filmaba en Súper8, ahora publicista, un Marco Mello, lector de Debord, ahora galerista), perdimos las elecciones de 1978 del CNC, el Consejo Nacional de Cineclubs, por apenas dos votos de un total de una centena y tanto. No sólo priorizamos la creación de un circuito distribuidor, y nacional de películas brasileñas, como los ganadores, sino también la formación de “cineclubistas” (miembros de cineclubs) que supieran interactuar con la especificidad de los diferentes públicos y, sobre todo aprender de ellos para debatir películas.
Aprender a escuchar cada voz sabiendo ponerla en relación con las demás, y no sólo inculcando el propio juicio de autoridad, en lugar de inhibir, sabiendo animar las manifestaciones garantizando el espacio de los más tímidos. Los “cineclubistas” que más admirábamos eran aquellos que sabían no sólo acercar la cultura cinematográfica al público, sino sobre todo animarle a hablar de las películas, dar voz a los diferentes puntos de vista existentes y ayudarle a formar un amplio panel de distintas voces que perfilarían un análisis fílmico colectivo, aunque provisional, inacabado y lleno de discrepancias internas. Dar lugar a la perplejidad, sugerir que el mayor y verdadero autor de la película es en definitiva lo que se produce en el propio espectador (como había planteado Walter Benjamín). Un debate en perspectiva de conversación colectiva que se va tejiendo en su provocativa precariedad. Y el animador aportando, a lo sumo, partituras que traían una extravagante vibración a ese bizarro tejido común (una especie de alfombra de intuiciones y potencialidades que mínimamente se resisten a ser pisoteadas): puntuales observaciones analíticas de forma o de fondo, de estilo o de sustancia, en parte ya sugeridas por la audiencia y solo trayendo noticias que podrían poner la película al revés y de cabeza para bajo. Una experiencia concreta de debate, argumentación, de alteridad, de diversidad, de civismo. Que todos se vayan a casa con más dudas que certezas, eso sería lo mejor: ¡contra toda univocidad ideológica, “coherencia”, cinefilia, nacionalista o no!
Y en eso, nos burlamos un poco del que retomaba las ideas de Paulo Emilio Salles Gomes, aunque intuíamos que le estábamos siendo más fieles que esos farsantes pauloemilistas. Eso lo intuimos en la perspectiva del aprender a construir, lo discutimos y comenzamos a publicarlo en los primeros boletines de la Federación Paulista, entonces sólo ecos lejanos que exigirían investigaciones que aún hoy son inaccesibles. Los debates públicos en los cineclubs son un ingrediente decisivo en la formación de las sucesivas generaciones de críticos y cineastas, especialmente desde el período de entreguerras hasta al menos la década de los setenta. Procesos semejantes se pueden describir simultáneamente en Italia o en toda Europa y muchos países, incluido Brasil. Mencionaremos únicamente el paradigma de Peuple et Culture, de los años 30 en Francia, movimiento a partir del cual maduró la generación de André Bazin y Chris Marker. Allí quizás se configuraba un cuadro muy diferente al actual, o ya desde la era posmoderna, neoliberal, en la que nuestras experiencias colectivas de ver una película tienden a la figura absurda del consumidor-pasivo-emprendedor y cabildero de si mismo, rareando el viejo debate libre, incluso en el espacio universitario.
En cineclubs o en debates especialmente programados, se debe considerar que se ha reducido el interés por el análisis crítico y el debate con el público. Me refiero a un modo en vías de extinción, ya que aún hoy, en pleno siglo XXI, pocos decanos son aún capaces de hacerlo, ya sea en la Cinémathèque Française, un Jean Douchet, o en Brasil un Jean-Claude Bernardet, que afirma haber realizado entre los años 50 y 60 su formación fundamental en el Don Vital Cineclub, en São Paulo, en la práctica, su única “facultad”; y manifiesta perplejidad por el estilo actual del discurso académico.
De hecho, propusimos en la plataforma Deflagración de 1977-1978 lo que los mayores ya estaban haciendo con sus cursos de formación en el cineclub, en los que el enfoque no era solo la teoría y la historia del cine, o cómo organizar proyecciones y estructurar un programa; suponiendo que el análisis fílmico, la crítica cinematográfica, sería aún más básico. En otras palabras, saber animar un debate. Y, en su caso, saber invitar a participantes que no polarizaran demasiado con su autoridad (los expertos… los autores…), y hacer películas incluso si hubiera lugares con tal disposición. En un artículo pedagógico que publicamos en el Boletín de la Federación Paulista de Cineclubs, introduciendo lo necesario para la formación de un cineclub, al final propusimos un organigrama de la dinámica entre sus diversas actividades, en un hermoso dibujo lleno de flechas, en el que colocamos el subtítulo: “Orgasmograma”.
Nos acusaron de ser anarquistas, asambleístas, politizadores, extremistas, locos irresponsables; o incluso biombos, bomberos por compromiso político, instigador de la policía, provocadores de la censura. Sin embargo, preferíamos, como era común entre los trotskistas en general, de hecho, la calidad artística sobre la política en las cintas, muy al contrario de los pseudo-burócratas y estalinistas que nos maltrataban. Por lo menos en el Cineclubefau o en El Bandido de la Luz Roja, de la ECA, no sería absurdo que en unas encuestas estuvieran igualados, o si prefirieran Antonioni a Godard; Vertov a Eisenstein; el Cine Marginal al Cine Nuevo; Mash de Altman a la Batalla de Alger de Pontecorvo; El Increíble Ejército de Brancaleone de Monicelli a 1900 de Bertolucci. Confieso que entre las películas inolvidables hay una que no vi en su momento (y nadie la vio, porque recién llegó en los 80 por aquí), excepto Clara Ant, que la vio en USA y nos describió con pompa y circunstancia: Zabrieskie Point (1970) de Antonioni.
Repensando ahora, el equilibrio entre arte y política, o entre arte libre y arte comprometido, gran interrogante ya en Trotsky, es posible que el debate fuera mucho más equilibrado de lo que dice la leyenda. Incluso entre Rock y MPB, Caetano y Chico, aunque en realidad la balanza podría inclinarse más hacia los primeros términos, como revela la película, hasta divergir mucho. Por encima de toda discusión, “esmerilaba”, por supuesto, solamente Jimmy Hendrix. Entre los Beatles y los Rolling Stones (ambos superados por Led Zeppelin, para algunos) quizás la polémica fuese más grande, ya que ese pop más uniforme de timbres armónicos, corte de pelo y traje, no caía muy bien. Ya pesaban sobre él los problemas del mundo administrado, el papel emancipador del arte, su relativa autonomía, lecturas de Benjamín, Adorno; incluso Guy Debord había quienes leían (en traducción al español; en la graduación pocos leían en otros idiomas; raro que no escucháramos menciones anglófonas, entonces, según recuerdo: Abbie Hoffman, Jerry Rubin, hasta el ensayista Orwell). Pero también es necesario recordar que, por otro lado, pudimos filmar agit-prop prácticamente impecable sobre el movimiento estudiantil desde sus primeras manifestaciones callejeras, El Silbato de la Olla de presión (O apito da panela de pressão, 1977), que en realidad es bastante usado en la película de Diógenes, y accesible en la web. No puedo evitar el testimonio. Arlindo Machado, también libelu, me había invitado a través del Cineclubefau que formáramos un grupo de cine, tenía un vago proyecto sobre la industria del automóvil y la contaminación atmosférica, pero quería trabajar en creación colectiva.
Estuve de acuerdo inmediatamente, yo había llegado a la FAU porque de niño dibujaba autos. Éramos parte de lo que luego se llamaría Grupo Alegría, cinco personas completamente diferentes entre sí en orígenes y trayectorias, pero cada uno, si no me equivoco, habíamos abordado alguna agrupación diferente de inspiración trotskista, aunque allí no había nadie, yo mismo, fuera bueno en política: Alberto Tassinari, Odon Cardoso, Sérgio Tufik; además de los dos libelús, estos también de distinta generación y camino. En esta geometría de quinteto, intuyo un dedo de Arlindo, que ya se dirigía a un posgrado en Literatura en la USP. No me recuerdo haber discutido nada sobre la III o IV Internacional, pero si hubo trotskismoentre nosotros, ya estaba mezclado con los debates de Lefort, Merleau-Ponty o Sartre. Hicimos durante varios meses el guión y el primer rodaje de Vaca Sagrada, cortometraje que acabamos abandonando. Arlindo luego retomó y concluyó solo, pero antes de que el grupo se dispersara, paramos todo para realizar El Silbato, en 40 días. En solo unas pocas semanas logramos sacar más de 30 copias para los DCE en todo el país. Paulo Emilio nos invitó a discutir en su curso. Hasta el día de hoy, me llaman cada vez que nuestros estudiantes se detienen, primero para pedir prestado un ejemplar y luego para debatir. Una de las preguntas recurrentes es: “¡Pero la USP no ha cambiado en absoluto! ¿Estaban realmente ‘grabadas’ las imágenes en esa época?”
Había en la pista sonora un pathos musical, Beethoven, Milton Nascimento, pero predominó el sonido directo de las manifestaciones o una costura de voces off estudiantiles. Sin el testimonio de los dirigentes, sólo entonces, y apoyada por el coro de masas, se leyó en el Largo de São Francisco la Carta Abierta a la Población, inaugurando la más grande manifestación, por el megáfono estridente de Geraldiño, del directorio de la DCE-USP (gestión Refazendo)2. Quizás apareciera, mezclado en plan abierto, alguien que iniciaba las palabras de mando que se destacaba e que se perdía en medio de la masa. O a través de huecos fugaces, un megáfono ofuscado entre la multitud. Sin embargo, no se trataba precisamente de ocultar al liderazgo de una policía que seguramente ya estaría allí recopilando mejores imágenes para sus archivos. Para nosotros fue todo lo contrario, una cuestión de sintaxis, una forma fílmica fiel a la experiencia respirada. En el baile entre gestos y voces de mando, pudimos distinguir bien, incluso a partir de la iconografía cinéfila, las turbas revolucionarias de las prototípicas turbas autoritarias y estalinistas.
Allí no solo mostrábamos manifestaciones, marchas, asambleas, sino los espacios en los que convivíamos en el campus, entre clases. A lo largo de la película, en estos recesos de clases, los grupitos de conversación más o menos apacibles eran atravesados por el imparable andar de una cámara en la mano intrépida y medio apresurada (las imágenes dominantes de Odón rayaban en un humor ansioso), mientras las voces en off de los estudiantes hablaban plácidamente sobre el tema del momento, eran discursos claros del estudiantado sin ataduras a tendencias políticas ni a su verborrea, recogidos y escogidos con este criterio. A diferencia de las voces que escuchábamos, la mayoría de los estudiantes que vimos no percibieron el acercamiento rectilíneo de la cámara, y los que lo hicieron no tuvieron tiempo de reaccionar, mostrando atisbo de sonrisa o susto cuando ya los había dejado atrás. Las voces jóvenes hablaron de sus experiencias de convivencia en la universidad y de cómo vieron las manifestaciones o participaron en ellas, las charlas en casa, con la familia, explicaciones del significado que tenían en el lenguaje cotidiano.
Básicamente, este entramado de testimonios estudiantiles configura en la cinta el movimiento que salió a la calle, para bien o para mal, su energía, su razón de ser. Representan de alguna manera el coro que retumba en las calles al unísono, repitiendo en comunión cada frase de la Carta Abierta, retumbando en los aplausos finales tras las dos consignas coreadas como consignas máximas de todo el estudiantado. Tenemos el último plano de la película sobre ellas mismas, que es el primer y único recluso interior de una película tan suelta al aire libre, una cámara fija inclinada sobre un militante terminando de pintar un cartel, en el piso de un consejo estudiantil, se levanta y vemos otro cartel ya secándose, pegado a la pared. Así termina la película. En superposición de voces e imágenes, esa última frase leída en el cartel coincide con la última de la carta escuchada en las calles, una perentoria repetición que termina en un exclamativo punto final - ¡Por las libertades democráticas!
En lugar de exultar como en el plein-air dominante de la película, este plano interior fijo bien podría resultar sofocante bajo esa intermitente luz verdosa nocturna de los tubos fluorescentes, una vaga amenaza de estallidos violetas. Aparece, sin embargo, como un relajamiento repentino, una tregua reflexiva, después de tanto balanceo salvaje al aire libre de una cámara en la mano torpe, tambaleándose como si trata de enmarcar lo insondable. La cámara no era exclusiva de Odon, todos daban su opinión, podían improvisar sus takes. Nuestra 16mm sólo saldrá de su fijeza en la faja en diagonal de papel rosado sobre el tono caramelo del suelo cuando el “escribano” se levanta saliendo del encuadre, un movimiento casi tan ligero como elevarse del suelo hasta la faja de la parte superior de la pared roja. Ese rojo de la pared se tiñó más debajo de azul, y todo se apoya en un zócalo que se expande en un verde explosivo e intenso, todo dando un colorido inesperado a ese último estruendo clamoroso de la multitud. Es como si - del clamor del Centro a la vigilia del Campus - ese final que si se alejara leguas de la propia película, bordeando casi la ficción de un deseo claramente anunciado, balbuceara el alba premonitoria de un sentimiento por alcanzar - como si la suerte estuviera echada.
Plano único, aquí está toda su diferencia, aislando en la acción una figura solitaria. Así que, al fin y al cabo, ahora es el tiempo necesario de cada uno consigo mismo. ¿Qué silbato sonará? La cinta de Diógenes adoptó esta opción a su manera, en otro diapasón: cada uno enmarcado en su discurso, sus resoluciones de discurso. Me gusta pensar en la soledad como algo que está en la base del aprendizaje. Tal vez porque el aprendizaje es lo opuesto a la soledad, su negación decidida. Sin embargo, la soledad sería un presupuesto básico del aprendizaje. Ya sea en el aislamiento de una lectura, el acto de tratar con el lenguaje de un libro, o de cualquier texto, me parce que esa sería la condición óptima y necesaria para luego poder tratar con la vida, es decir, con la experiencia de lo contradictorio. El doble sentido de encontrarnos en la soledad, lidiando con uno mismo, con “nuestra propia naturaleza”, como algo simultáneo con la Naturaleza, nos convierte en una especie de Robinson Crusoe medio raro, reconstruyéndonos cada día, según la dificultad de la jornada, lidiando con el reto de lo que nos es “desconocido”, midiéndose con todos los desajustes de lo que nos es “conocido”. Es en la soledad que podemos “llegar a un acuerdo con nosotros mismos”. Pero también es ahí donde el Otro nos acecha; y que él nos hace “falta”. Puede que sea una ilusión óptica, pero daba la impresión de que éramos, cada uno en lo suyo, muy diferentes de los demás, y que sólo había en la LL tanto espacio para la diferencia interna, entre individualidades autónomas, mientras que los otros grupos parecían demasiados estandarizados en un patrón común. Una ilusión óptica que revelaría, en todo caso, una clara vocación republicana compartida.
Silbato no es una película libelú como se dijo en su momento. Todo lo que tratamos aquí en el artículo va más allá, por supuesto, de la especificidad libelú (con sus flecos), aunque era de gran interés para nosotros. Ella importa como posible núcleo decisivo de una experiencia más amplia. Sea de esa muchedumbre que sale de la adolescencia para un horizonte desconocido, sea del rechazo o rebeldía, del anticonformismo, sea de toda la izquierda, del trotskismo, del anarquismo, que todos e cada uno construimos, interactuando históricamente en aquella época y con la época en sí - en un sentido propio en el que todos éramos, y como mínimo, “libelús”. ¿Por qué no? La cuestión es que no hubo un momento de polarización sectaria en nuestro trabajo en el Grupo Alegría, nuestra interacción creativa fluyó muy bien. Tres del quinteto no eran libelú en absoluto. Sin embargo, no se puede negar diversas convergencias, una concepción “basista” (con las bases) que nos guiaba en consenso, atenta al sentido general del movimiento en cuestión, democrático, buscando un ámbito de significados presentes en las bases y ajeno a las posibles diferenciaciones ideológicas de los liderazgos. Que tal “basismo” pueda ser señalado como un atributo trotskista o incluso anarquista, puede ser, así como cierta calidad de arrebato discursivo en la sintaxis fílmica. Pero no exageremos. Hay algo espontáneo en la película, lo que no me molesta en absoluto. Como sabemos, allí donde pesa mucho el autoritarismo, todo lo que podría llamarse espontaneidad ya se ha evaporado.
Pequeños fragmentos de Silbato son una parte importante de esas imágenes de época cosidas por Diógenes, junto con registros más convencionales, especialmente de la televisión, casi siempre inéditos, sospecho que en parte censurados, o autocensurados, dentro de las agencias de noticias. Si antes cogitaba en una importancia menor de tales imágenes en relación con el formidable panel de deponentes de la película Libelú, puede ser que subestimara el impacto de estas personas movilizadas en protestas, poblando con audacia la pantalla, ahora en las actuales sesiones de festivales, impresionando a jurados y audiencias que ya acumulan tantos meses de reclusión pandémica y cierta impotencia política, virtudes y carencias concretas de una Polis de antaño.
Pero volvamos al nexo resultante de este choque de paneles humanos que la película ha editado para nosotros. De un lado, la masa estudiantil del pasado, del otro, los deponentes entrevistados en su puesta en escena más o menos estandarizada, potencialidades fisonómico-gestual encapsuladas en planos empáticos, respetuosos de la tradición proyectiva, en este escenario de alegoría proyectual latente, los estudios de la FAU que beneficiaron a generaciones desde entonces. Y hoy, medio caducaron como espacios que eran de proyecto, aprendizaje y convivencia, con sus resistentes tableros de dibujo ya un tanto escasos, encantados por la obsolescencia de las reglas T que se jubilan, ante el prodigio computacional de los portátiles y los mouses. Cualquiera que haya visto el cortometraje de animación stop motion, llamado La Revuelta de los Tableros de dibujo (A Revolta das Pranchetas), filmado in loco, por Luiz Gê a principios de los años 1970 con estos mismos tableros, antes amotinados, furiosos, ahora tan caídos, amontonados, sentirá en la cinta de Diógenes la atmósfera de un asilo. Pero la vivacidad de los deponentes pronto disipa esta atmósfera como si aún pudiera producirse alguna posible revancha. Así, tratamos aquí de entender en las concatenaciones fílmicas el significado de chasquido de Kissinger como un momento real de apertura de la cinta, su expresión y enunciación más allá de la mera exageración, la bravuconería, la excentricidad. Como en el auspicioso furor optimista de Arbex, retumbando con promesas atronadoras, algo de inquietud subyace después, en las situaciones y en las voces de los deponentes. ¿Qué significaría este oscuro sesgo bizarro, que resuena como pretensión y energía imponderable de la Libelu - ¡Abajo la Dictadura!, integrándose a su propio calor? Si algo es bizarro, no sería en los sentidos más recientes de la palabra, pero ciertamente en el sentido más antiguo.
Como telón de fondo de esta bizarría, está la inevitable tensión que conduciría cada uno de los personajes de un extremo al otro del espectro político, las virtuales piruetas biográficas que ello implica, ya en el plano más superficial del ineludible estereotipo, tratando con cada performance singular. Si el más típico intelectual de izquierda marcara por el tono comedido y respetuoso del incrédulo-algo-loco, como en la estupefacción del fool (tonto, idiota, loco, juguetón), según Jacques Lacan, que aquí prefiere los términos ingleses. Si el fool es un inocente, el derechista, al que llama knave (bribón, sinvergüenza) “es hablando con propiedad, lo que Stendhal llama un coquin fieffé, un bribón consumado”, y que bien podría convertirse en un canalla. Una buena sorpresa de la película reside en la desactivación de estereotipos similares. Lo cual no es poco. Las oscilaciones no se extendieron lejos de un espectro de centro-izquierda. Algunos querían ver una excepción en la pequeña sonrisa prudente de Palocci en su gran sala de estar, vale decir, en el arresto domiciliario; en la única excepción a la escenografía metafórica de los demás deponentes del Estudio 2.
Gilles Deleuze sugiere3 que mientras el hombre de derecha sólo tiene en cuenta lo que ya está agregado a su espacio “visible”, como en un ambiente de convivencia, como lo que realmente cuenta y le pertenece, el hombre de izquierdas se interesa por lo que no lo está presente en su mundo inmediato, lo que estaría detrás de la esquina, del muro o del horizonte: se preocupa, se deja afectar por aquello que, aunque oculto o desconocido, forma parte de su experiencia cotidiana. Es cierto que tanto Lacan como Deleuze pensaron en un mundo de polarizaciones más claras, desde la posguerra hasta la década de 1980, cuando tales polaridades aún no se habían afianzado tanto, ya sea por mimetismo, efecto retórico, astucia o marketing, a partir de la acción de sus antagonistas. En otras palabras, antes del neoliberalismo y de la posverdad. Desde entonces, parece que, debido a tanta penetración, todos se han pasteurizado, hasta el punto de que ya no quedan buitres pícaros de la tradición populista de izquierda, ni de derecha.
Restituirnos a lo que nos prometía la afirmación del chasquido de Kissinger, hacerle justicia como parte inseparable del efecto provocado, queda como desafío. Todavía no sabemos qué haría falta para recuperar el interés por lo que quedó en la alusión insuficiente. ¿Quizás un esfuerzo antropológico en el mejor sentido? En otras palabras, ¿con una agudeza historiográfica cuidadosa y crítica, atenta a los significados estéticos y míticos en cuestión? Esta futura investigación trataría de trasladar la boutade del campo de la extravagancia al del análisis crítico pensando también en el lugar de la estética y la actividad cultural que puede parecer inseparable de la proeza política, aunque se requieran diferentes tratamientos críticos, tomando diferentes objetos por diferentes medidas. ¿Quizás en lugar de ciencias sociales sería la literatura, la ficción audiovisual, el arte? En esta misma dirección, se dilucidarían las imponderables razones de efigies como la del gato azul como símbolo, o de esfinges como la viñeta de la revista Isto é, trazando el típico perfil caricaturesco del nuevo espécimen político.
El mero hecho de que sea un prototipo masculino, hoy en día ya merecería una discusión. Y también su pose de seductor. Aun teniendo en cuenta toda la sedimentación de la cultura patriarcal de la época, que afectaba a todos, si hubo alguna seducción no fue de carácter donjuanesco, ni de sinvergonzonería machista. Prevalecía, en efecto, una afectación desconcertante, el ímpetu más intuitivo, y si se quiere, el rasgo más tenaz del élan femenino. En cierto sentido, las mujeres daban hasta el tono. Incluso el cartel de la película es sintomático. Hasta algunas producciones, mismo las posteriores, dan fe de una simbiosis estética más “femenina” en un sentido amplio; incluyendo cierta delicadeza masculina. Pienso en el hermoso conjunto de rock “sambossanova” Fellini, de Cadão Volpato. O algunos papeles de la militante Marilda Carvalho, del grupo “neo-dadaísta” Viajó sin pasaporte (Viajou sem passaporte), como su papel protagónico en Tigresa (1978), de Wilson Barros; o Letícia Imbassahy, en una formidable caricatura (auto)crítica de la militancia estudiantil frente a las nuevas tendencias autistas de la década siguiente, el verdadero punch de Diversiones Solitarias (Diversões Solitárias, 1983), del mismo director.
Podemos decir, sin embargo, que la Libelú configura una primera experiencia en el imaginario cinematográfico de este protagonismo recordado sólo como folklore político telegráfico caricaturesco - y en la historia de la industria cultural brasileña, a diferencia de otras izquierdas, ausente, reprimido. Mientras tanto, el primer mundo nos llena de basura perfumada. Hay algo bueno a medio camino, en este género incluso hay quien sabe hablar de sus frustradas experiencias generacionales como el cineasta Olivier Assayas, ex-crítico de los Cahiers du cinéma, con Después de Mayo (Après Mai, 2012 ), en la que habla de una juventud que se sacrificó “sin duda en vano, en la breve combustión de una poesía vivida”, como narra en un relato autobiográfico dirigido a la viuda de Guy Debord, luego transformado en película premiada (Assayas, 2005, 87). La coyuntura local es bastante diferente a la nuestra, pero curiosamente se habla al mismo tiempo de un “agujero negro” arremolinado entre 1968 y mediados de los años 70. En un momento de reflujo después de mayo de 1968 la cinta trata con mucha sensibilidad los efectos dispersivos de la represión sobre un grupo de compañeros que participaba en el movimiento de la escuela secundaria en París, él mismo personaje retratado como independiente entre los amigos trotskistas, maoístas, a lo sumo, él es un proto-debordiano, en este torbellino toma el camino de lo que sería una “práctica artística experimental”.
Es necesario afirmar, además de las cuestiones básicas de la izquierda no autoritaria, el papel precario, crítico y limítrofe de los trotskistas en asuntos sacrificados o simplemente mencionados en la película de Diógenes: no mencionó la crítica a la burocracia, respecto al centralismo democrático asambleario, a las cuestiones de táctica de frente única, tanto en la visión internacionalista como en la política del arte libre. Porque sería precisamente el profundo interés y la defensa casi incondicional de toda libertad para las artes lo que distingue definitivamente el verdadero trotskista de todos los demás grupos de izquierda. Es difícil pensar en alguna idea de revolución o de justicia y transformación social que no esté muy atenta a lo que sucede en las artes. ¿El legado de Freud en Trotsky? No hay antenas revolucionarias, esa es la convicción, sin una percepción y una intuición que sólo las artes pueden lograr.
El manifiesto “Por un arte revolucionario independiente”, de 1938, escrito en México por Trotsky, Breton y Rivera no sería sólo un pinchazo en el realismo socialista de su época, entonces irradiado por el tétrico régimen estalinista. Es la culminación de una trayectoria que incluye los libros del revolucionario soviético publicados en la década de 1920: Cuestiones del modo de vida, y Literatura y Revolución, que, traducido en Brasil en 1969, fue adoptado, por ejemplo, como uno de los diez libros obligatorios en el curso de Teoría de la Literatura de Antonio Cândido en la USP; donde Valentim Facioli preparaba un libro sobre el manifiesto mexicano y la recepción de las ideas trotskistas en el arte brasileño, incluyendo textos de Mário de Andrade, Pagú (Patrícia Galvão), Geraldo Ferraz, Mario Pedrosa, Lívio Xavier y Edmundo Moniz. Se hablaba en voz baja de que el asesinato de Trotsky habría interrumpido una probable actividad suya en el campo de la crítica de arte, en la que se fue interesando poco a poco durante su etapa mexicana, y no sólo por el convivio con Frida Kahlo.
Leíamos (sobre todo en castellano) textos fotocopiados y mimeografiados que editábamos en colecciones grapadas y que vendíamos en los Centros Académicos, venían, lado a lado, textos de Lukács, Benjamín, Adorno, Buñuel, Vertov, Godard, Jerry Rubin, Caetano Veloso, John Cage, Antonio Risério, Luiz Rosenberg Hijo. El argumento trotskista a favor de la autonomía del arte, y su intrínseco aspecto peligroso, ya sea por el choque inexorable, la convivencia y la interacción con el anti-arte, el mercado, el dirigismo ideológico, la censura o la autocensura, cobró para nosotros resonancia no sólo en otras lecturas, como en los textos de entreguerras de Adorno, hasta su último libro Teoría Estética (1970), de Marcuse y su último libro, La dimensión estética (1978) así como, en el ámbito del marxismo occidental, el trabajo pionero de Benjamín, en los años 20 cuando defendió el surrealismo.
El mosaico de Diógenes encierra el timing de los deponentes, privándoles de vuelos, de mayor ingenio. Sin embargo, esto no le quita el más intenso brillo al libelo de la Libelú, su rescate histórico y político tan necesario hoy en el país, en un momento carente de nuevos vientos, de aliento, de oxígeno. De hecho, esa expansión pletórica, inicial e iniciática de Arbex infundió algo de inquietud, que de alguna manera subyace en las voces testimoniales posteriores. A pesar de que en aquella época éramos en general muy rígidos e inamovibles en muchos sentidos, teníamos muy buen humor. Teníamos eso, nos dimos esa libertad casi como un ritual contingente e inevitable. Saber incorporar la alegría en medio de las contradicciones vividas es una buena señal para cualquier perspectiva de una nueva sociedad. Al fin y al cabo, ¡la alegría es la prueba de fuego!, como decía Oswald de Andrade. Y admitámoslo, un militante estudiantil de buen humor no se encuentra todo el tiempo. Curiosamente, la película no nos aporta mucho de esto. ¿Y tal vez no debería?