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Ñawi: arte diseño comunicación

On-line version ISSN 2588-0934Print version ISSN 2528-7966

Ñawi vol.6 n.1 Guayaquil Jan./Jun. 2022

https://doi.org/10.37785/nw.v6n1.a2 

Artículos originales

Sobre una posible crítica cinematográfica para una mirada anestesiada

About a possible film criticism with regard to an anesthetized gaze

Ángel Alonso de la Fuente1 
http://orcid.org/0000-0002-4135-8872

1Universidad Complutense de Madrid, Madrid, España. a.adelafuente2481@gmail.com


RESUMEN:

En la actualidad, la crítica cinematográfica afronta un desafío: la mirada contemporánea está atenazada y saturada por la exposición continuada a una infinidad de imágenes. Ante esta circunstancia se hace necesaria una perspectiva crítica de carácter intempestivo que dialogue con las distintas imágenes, vindicando, como escribe Agamben, una relación desfasada con el tiempo presente. Este artículo explora la posibilidad de que el cine sea un medio todavía capaz de articular un reparto sensible de esta inflación creciente de imágenes. La crítica será la encargada de explorar ese camino a través de una micrología en torno al plano como la que realizó Serge Daney con el cine de los Straub. Un camino que extrema lo que Peter Sloterdijk denomina a priori del dolor, es decir, la quemadura que las imágenes pueden causar sobre nosotros.

Palabras claves: Anestésica; Archivo; Cadáver; Cine; Modernidad; Plano

ABSTRACT:

At present, film criticism faces a challenge: the contemporary gaze is gripped and saturated by continuous exposure to an infinity of images. In order to deal with this circumstance, a critical perspective of an untimely nature is necessary to dialogue with the different images, vindicating, as Agamben writes, an outdated relationship with the present time. This article explores the possibility that cinema is still a medium capable of articulating a sensible distribution of this growing inflation of images. Critics will be in charge of exploring this path through a micrology around the shot like the one Serge Daney did around the Straub’s cinema. A path that asumes what Peter Sloterdijk calls a priori pain, that is, the burn that images can cause on us.

Keywords: Anesthetic; Archive; Cinema; Corpse; Modernity; Shot

1. INTRODUCCIÓN

1.1 Los riesgos de ver en demasía

En una carta escrita por Gershom Gerhard Scholem, fechada en septiembre de 1933, puede leerse lo siguiente: “mi ojo está enteramente negro y lleno / mi mirada nunca se vacía” (Scholem, 1987, 83). Tales versos se hacen especialmente pregnantes considerando que el destinatario de la carta no fue otro que Walter Benjamin, quien en los años venideros remitiría a Scholem sus sucesivas investigaciones en torno a Baudelaire. Justamente el spleen baudeleriano estudiado por Benjamin es testimonio de una mirada que, como la de Scholem, ha sido derrotada; víctima de un cansancio sobrevenido cuando se expone “el aparato sensorial humano a shocks físicos que tienen su correspondencia en shocks psíquicos” (Buck-Morss, 1993, 70). La mirada parecería haber renunciado a ver, tan atenazada como lo estaba El Viejo Saltimbanqui (1869) en un poema en prosa de Baudelaire:

Aquí, la miseria absoluta, la miseria vestida para colmo de horror, con harapos cómicos, cuyo contraste se debía más a la necesidad que al arte. ¡Aquel miserable no se reía! No lloraba, no bailaba, no gesticulaba, no gritaba, no cantaba ninguna canción, ni alegre, ni triste, no imploraba. Estaba mudo e inmóvil. Había renunciado, había abdicado. Su destino estaba cumplido (Baudelaire, 1994, 46).

Unos ojos que efectivamente ven, pero que al ser “bombardeados con impresiones fragmentarias ven demasiado -y no registran nada” (Buck-Morss, 1993, 72). Susan Buck-Morss ha denominado anestésica a esta organización sensorial entumecida y anestesiada típica de la experiencia moderna y de la que Baudelaire hizo el centro de su producción artística. La modernidad, tan atenta a registrar lo fugitivo en la multitud de la calle, la movilidad del carruaje, al elogio del maquillaje y la ventana como el espacio del ensueño, terminó por irradiar una pulsión ciega en el centro mismo de la visibilidad más acusada. Como emblema de esta estética bien podría ser tomada La historia del ojo (1928) de Georges Bataille, cuando describía una plaza de toros de aspecto irreal a causa del brillo solar cegador que caía sobre los ojos de los asistentes a una corrida. Ojos que pese al sol descarnado extremaban la atención ante la proximidad de la muerte que se siente cuando “el toro pasa una y otra vez a través de la capa aun palmo de la línea erecta del cuerpo” (Bataille, 1995, 80). Y, de pronto, la aparición de la muerte, claro, pero no una cualquiera sino la del matador Granero volteado por un toro cuyo pitón atravesó el ojo derecho del diestro mientras los asistentes apartaban la mirada o simplemente se desmayaban. Los riesgos de haber querido verlo todo hasta cegarse, no solo porque el sol iluminase demasiado sino por la pulsión descarnada aparecida en la mirada de aquellos a quienes el sol iluminaba:

querían verlo todo, y lo han visto, en efecto, aunque por última vez. Su ojo no ha sido deslumbrado, sino saturado. Ojo solar que ya lo ha visto todo, y sin embargo no recuerda nada; clarísimo y sin córnea; completamente satisfecho que se retira a tientas hacia las sombras de su inteligencia (González, 1999, 50-51).

El ojo arrancado de Granero es el ojo cegado por el que vemos. Recuerda Ángel González en El resto (1999) que la reivindicación del siglo XX como el tiempo de la videncia no es en realidad más que la otra cara de una incipiente ceguera que ya rondada en el antiguo salón de París en el siglo XVIII y que encontraba su corolario en la reserva de los pintores oficiales a la mirada de los aficionados y el público en general. Así, Charles Antoine Coypel, encaramado desde su jerarquía académica, decía:

me atrevo a afirmar que este lugar puede ofrecer veinte públicos de tono y carácter diferentes en el transcurso de un solo día: un público simple en determinados momentos, un público pugnaz, un público envidioso, un público esclavo de moda, un público lleno de prejuicios que a la hora de juzgar quiere verlo todo y no observa con detenimiento nada. Les puedo asegurar que una cuenta exhaustiva de estos públicos nos llevaría al infinito. Debo admitir que el Salón puede verse lleno de los mismos tipos de personas; pero, créaseme, después de haber escuchado a todos ellos, no habremos escuchado a un verdadero público, sino sólo a una turba, y no en modo alguno a ese público en que podamos confiar (Crow, 1989, 22-23).

1.2 El club silencio

Pero si los ojos no ven, ¿qué hará el crítico o quien quiera hablarnos de una imagen? Quizás rescatarse y rescatarnos donde ya solo queda bruma, entremezclándose y con(fundiéndose) en una eternidad de ojos hasta hacernos percibir en la oscuridad del presente esa luz que trata de alcanzarnos y no puede:

eso significa ser contemporáneos. Por eso los contemporáneos son raros; y por eso ser contemporáneos es, ante todo, una cuestión de coraje: porque significa ser capaces, no sólo de mantener la mirada fija en la oscuridad de la época, sino también de percibir en esa oscuridad una luz que, dirigida hacia nosotros, se nos aleja infinitamente. Es decir, una vez más: ser puntuales en una cita a la que solo es posible faltar (Agamben, 2011, 23).

Nos dice Agamben que ser contemporáneo es hacer percibir la oscuridad de un tiempo lejano, como si se tratase de dar a ver las estrellas en el cielo, cuya luz viaja hacia a nosotros sin poder alcanzarnos porque las galaxias de las que provienen viajan más rápido que la velocidad de la luz. Son entonces las obras de arte, como si fuesen astros lejanos, las que aguardan en la tiniebla al crítico contemporáneo, quien sabiéndose invidente, las observa como una parte que se hunde en la lejanía, incapaz de permanecer en el presente y de vivenciarse en el tiempo que le ha tocado vivir.

Escribir sobre imágenes sería como caminar hacia “el oro repujado de las máscaras de Micenas, allí donde se buscaba la polvareda de la belleza, donde latía con su pulso milenario un poder por fin reescuchado hasta el fondo del tiempo” (Malraux, 1956, 637). Y hacerlo salvaguardándose de los ojos que aún quedan y quieren ver en demasía, vindicando el silencio ante esa ineludible necesidad de opinar a la que el crítico parece ser empujado. Un silencio que solo será roto ante el público si se hace de manera maliciosa1, como sugería Walter Benjamin en su segunda tesis en La técnica de un crítico en trece tesis (1927), cuando advertía: “quien no pueda tomar partido, debe callar” (Benjamin, 1987, 45).

El silencio será la condición que hace intempestiva a la crítica y a la historia que examina imágenes: las situará de un modo nietzscheano contra el tiempo y, “por lo tanto sobre el tiempo y, yo así́ lo espero, en favor de un tiempo venidero” (Nietzsche, 2000, 34). La contemporaneidad con respecto a su presente será sentida por el crítico como la experiencia de una desconexión y la exposición de ese desajuste vivido, porque no habiéndose adecuado a las pretensiones de su tiempo, habiéndose alejado y convertido en anacrónico e inactual, habitará en “una relación singular con el propio tiempo, que adhiere a este y, a la vez, toma su distancia; más exactamente, es esa relación con el tiempo que adhiere a través de un desfase y un anacronismo” (Agamben, 2011, 18-19).

El crítico ante el público será como el maestro de ceremonias de Club Silencio en Mulholland Drive (David Lynch, 2002). La luz azulada sobre los espectadores y el cortinaje rojo detrás del crítico, aparecido sobre un escenario débilmente iluminado desde el que se anuncia: “No hay banda. Todo está́ grabado. Es una cinta. Todo es una ilusión”. Se invita a agudizar el oído, suena un trombón y un clarinete pregrabado. Tras abrirse el cortinaje aparece un músico que hace sonar una trompeta con sordina. El trompetista deja de mover sus manos y sin embargo la melodía sigue. A continuación, Rebecca del Río empieza a cantar una versión de Crying de Roy Orbison. Pero de pronto Rebecca se desmaya mientras su canto sigue porque se trata, no podría ser de otra manera, de una cinta que sigue su curso. Es la falta de sincronía, el desfase que surge cuando en Club Silencio se nos invitó a callar para discernir una melodía que, como sucede con el canto de las sirenas que declamaron para Ulises, es la promesa del verdadero canto por venir.

un murmullo que una vez escuchado, no puede dejar de serlo, y como nunca lo escuchamos de verdad, como escapa a la escucha, escapa también a cualquier distracción (...) es como el vacío que habla, un murmullo ligero, insistente, indiferente, que sin duda es el mismo para todos, que carece de secreto y que, sin embargo, aísla a cada uno, lo separa de los demás, del mundo y de sí mismo (Blanchot, 2005, 256-257).

Figura 1 Fotograma de Mulholland Drive, David Lynch (2002). 

Figura 2 Otro fotograma de Mulholland Drive, David Lynch (2002). 

2. ¿Dónde se encuentra el cine?

2.1. El mal de archivo

Nos ha dicho Derrida que Freud, construyendo una “pesada máquina de archivo (imprenta, impresión, tinta, papel) para registrar algo que en el fondo no lo merece” (Derrida, 1997, 16) -historias que al fin y al cabo todo el mundo conocía pero que constituirían finalmente la base del psicoanálisis-, no estaba poniendo ese murmullo de conversaciones, correspondencias y documentos a salvo y a disposición del tiempo futuro2, sino en el confinamiento de una desmemoria. Como si al guardar el material registrado en ese archivo, lo archivado fuese trabajado desde una erosión interior que borraría lo registrado sin ni siquiera dejar rastro de la falla de desmemoria que deja cuando irónicamente nos incita a recordar. Archivar “con el fin de borrar sus «propias» huellas que, por tanto, no pueden ser propiamente llamadas «propias»” (Derrida, 1997, 18), registrar el testimonio “en (el) lugar del desfallecimiento originario y estructural de dicha memoria” (Derrida, 1997, 19), introducir un punto ciego sobre el acontecimiento que se dice salvar. Es el mal de archivo, aquel que arroja a un afuera incierto aquello que confía en guardar. Somos herederos de ese mal de archivo al haber puesto a salvo todo, pudiendo rescatar y disponer de las imágenes que nos han llegado. Mundo inflaccionado de imágenes convertidas en fetiches que se transforman en nuestro fantasma proyectado sobre ellas; perseveran en el pacto sobre la mercancía descrito por Marx -acuerdo espectral en el que los objetos son solo aquello sobre lo que proyectar nuestro imaginario-. Hemos salvado las imágenes con el deseo de “poseer el saber mismo, de acceder a él, de hacerse con él. Deseo permanente insatisfecho” (de Ventós, 1998, 148). Almacenamos para excluir, preservando con celo porque confiamos en revelar sobre lo confinado un saber que solo será dicho por nosotros, portadores en demasía de “saberes exclusivos que los demás no poseen todavía: la última corriente que aún no conocen, la obra demasiado arcaica” (de Ventós, 1998, 149).

¿Cómo se rescatará el crítico en primera instancia a sí mismo, en esta acumulación de imágenes que sin querer hemos heredado? Y hacerlo en una confusión creciente, cuando cine, vídeo, fotografía, ordenador y museos mezclan sus imágenes; afrontan “una aceleración cada vez más viva de mezclas tan diversas, a tal punto que, al intentar nombrarlas, a veces nos faltan las palabras” (Bellour, 2009, 9). ¡Tanto tiempo ha pasado desde que Malraux creyese ver en el cine la posibilidad de una nueva mirada a la historia de las artes precedentes que apenas hemos reparado en lo que dijo sobre el arte en general y el cine mismo!

Si todavía queda una historia de las imágenes que continuar y con ello gestionar el archivo de imágenes que conservamos quizás ésta sea la que Malraux encontró en la metamorfosis que el cine hizo sobre una máscara sumeria de un museo, vuelta hacia la voluntad de seducir desde el fondo de los siglos, mientras “baila solemnemente en la luz; delante de nosotros, la cara emocionada de los primeros planos murmura en la sombra que se llena de ella” (Malraux, 1956, 124). Una historia de metamorfosis que según Malraux el cine ejercería sobre los objetos y las imágenes pasadas y cuya posible expresión en papel sería Las voces del silencio (1951). En esta obra de Malraux se asiste a un ejercicio de creación de artes ficticias sobre los objetos e imágenes antiguas:

falseando sistemáticamente la escala de los objetos e imágenes, presentando improntas de sellos orientales y de monedas como relieves de columnas, amuletos como estatuas; lo inacabado de la ejecución debido a las pequeñas dimensiones, se convierte por la ampliación en un estilo amplio (Malraux, 1956, 22).

Imágenes remontadas, recortes sobre los objetos capturados, junturas de montaje entre imágenes que nunca fueron destinadas a ser vistas juntas, como si Malraux intentase plasmar en papel la disposición en imágenes que el montaje cinematográfico depara y que el escritor no deja de señalar como la verdadera imprenta de las imágenes del arte3. Los pensamientos de Malraux exploran un diálogo arriesgado con las obras del pasado:

las imágenes a las que acompañan, logran, sin perder, su valor explicativo, iluminarse con una luz que no es puramente intelectual, deslizarse hacia un no sé que más abierto que su sentido, realizar para ellos mismos- y para nosotros, que estamos destinados a comprenderlos- una experiencia que imita la del arte, antes que dar cuenta de ella (Blanchot, 2007, 20-21).

La imagen más allá de la tutela que le hemos confiado, “tan profunda y tan vacía, tan amenazadora, y tan atrayente, cada vez más rica del sentido que nosotros no le otorgamos y, también, pobre, nula y silenciosa, pues en ella se adelanta esa sombría impotencia privada de dueño” (Blanchot, 2007, 43). ¿Por qué escuchar a Malraux en sus consideraciones sobre el cine y el arte del pasado, si este autor apenas se atreve a mencionar una imagen concebida para el cine mismo -más que en una breve mención a la invención del primer plano sobre el rostro de Lillian Gish? Tal vez para cerciorarse de que la historia del cine ha periclitado tanto que ahora nosotros la sentimos lo suficientemente profana y distinta como para que tratemos de arrancarla “la posibilidad de uso que los medios han capturado” (Agamben, 2005, 121). Porque el cine, habiendo ya finalizada la gestión de las imágenes que le precedieron, atisba la posterior (di)gestión de sí mismo y de aquello que le ha sucedido como medio -el ordenador y la televisión- a través de los frames cazados al azar en un monitor pequeño o en el zapeo de una televisión que remontan la historia del cine de un modo inesperado. Un procedimiento que profana el montaje que Malraux ideó para vivenciar el arte antiguo hasta tornarlo hacia un arte ficticio que vivencia al cine en sí mismo. Algo que Serge Daney ya adivinaba en su Cine Journal (1998): la historia del cine ha declinado hacia un camino que pasa por entregarse a que “las nuevas generaciones empiezan siempre por apropiarse de las formas (sin querer saber nada de la genealogía), les queda toda la vida para descubrir qué temas portaban, a qué fondo pertenecen” (Daney, 2004, 254).

Papeles escritos, ensayos visuales o evocaciones alrededor de un único frame constituyen la aproximación de una generación que permanece devota de una cinefilia que se recompone “como un simulacro (fragmentos de un todo perdido) o como un síntoma (fragmentos de un todo perdido por descubrir) (…) como una carta caligrafiada que recibiéramos demasiado tarde, o un telegrama todavía demasiado elíptico para ser descifrado” (Daney, 2004, 254-255).

¿Cómo aproximarse al cine entonces? Pregunta retórica y sostenida que se toma como punto de partida y que en verdad es un lugar de llegada en la medida de que nos interpela a nosotros como recurso -es una pregunta arrojada al plural- y que nos señala a cada uno como sujeto:

somos herederos, eso no quiere decir que tengamos o que recibamos esto o aquello, que tal herencia nos enriquezca un día con esto o con aquello, sino que el ser de lo que somos es ante todo, herencia, lo queramos y lo sepamos o no. Y que, Hölderlin lo dice muy bien, no podemos sino testimoniarlo (Derrida, 2012, 68).

El duelo por el cine perdido no puede ser tomado por nosotros de manera maliciosa y ligera, reduciéndolo a un simple lamento de una generación pasada -Godard como episteme- que propaga su aliento a través del cine en cualquier estertor que quede cerca y que impide avanzar a las generaciones venideras. Haciendo entender ese duelo sublime de las imágenes como un simple acto, “para encontrar la magia pura de las imágenes, a saber, la identidad mítica entre la identidad del esto y la alteridad del ha-sido, entre el placer de la presencia pura y la mordedura del Otro absoluto” (Rancière, 2011, 42); se coloca una mortaja que repara aquello que desdeña, ya que “aun en el momento en el que el cine ya no satisface nuestras necesidades es todavía con lo que el cine nos enseñó que miramos lo que desea su perdida” (Daney, 2016, 158).

¿Cómo aproximarse al cine entonces? Si reparamos, además, en cómo nos llega ese duelo del que se huye y que a su vez nos arrastra: fundido en nuestra mirada junto a una pátina de imágenes diversas, provenientes de aquí y allá, algunas capturadas sin una propia vocación artística, otras rescatadas de dispositivos que van desde un móvil, a una pantalla de ordenador y a un televisor y que conforman un “flujo de imágenes que no remiten a nada más que a su condición de ser miradas” (Acevedo, 2020), que no deja de constatar que el acto de mirar queda emancipado de un material o soporte concreto.

2.2 Si el cine fuese el cadáver

Banderas de nuestros padres (Clint Eastwood, 2006), Sully (Clint Eastwood, 2016), 15:17. Tren a París (Clint Eastwood, 2018) y, sobre todo, Richard Jewell (Clint Eastwood, 2019). En todas esas películas del director la puesta en situación del cineasta se contrapone con dispositivos técnicos que reproducen el hecho que la película ficciona. Una fotografía, un registro sonoro o la televisión se alternan con planos aparentemente no bellos ni exactos pero que encuentran un encadenamiento inesperado que obliga a redescubrir a cada secuencia las imágenes previas del acontecimiento que recuerda.

Interior. Salón. Noche. Richard Jewell, su abogado y la madre junto con el amigo recién llegado a casa y que acaba de ser coaccionado por el FBI… “¿Sois homosexuales, Richard y tú?”, le acababan de preguntar al amigo de Richard los agentes federales antes de la llegada a la casa. Detrás de ellos una televisión en la que se puede ver Sands of Iwo Jima (Allam Dwan, 1949). La guerra en la televisión, el cine en la tele mostrando el sueño de Richard, resumiendo su vida y su continúo fracaso; siendo joven no consiguió ser soldado y salvar vidas y ahora que las ha salvado en los atentados de los Juegos Olímpicos de Atlanta es visto como el principal sospechoso. Fracaso antiguo sobre nuevo fracaso que se hace para nosotros patente precisamente porque Eastwood ha decidido que la película de Dwan aparezca en la tele de la casa de Richard; esa misma televisión que durante toda la película no cesa de incriminar a Richard y que ahora irónicamente le retrotrae a su sueño.

Cuánto cambia la película de Dwan en la tele cuando es filmada. Sobre todo porque Eastwood filma a personas y cosas un poco al modo de la tele cuando graba: todo tan a la vista como en Miami Vice (Michael Mann, 2006), donde “el encuadre se divide en dos capas en las que el primer plano y el fondo en el que se inscribe están a un mismo nivel, enfocados y presentes” (Sánchez, 2010, 145). Como si Eastwood tratase de establecer un sentido distinto a la televisión a través de la película de Dwan, a pesar de que proyectar en la tele una cinta ya vista en el cine coloca a la película bajo un influjo que la altera.

Figura 3 Fotograma de Richard Jewell, Clint Eastwood (2019). 

La presencia de la tele en la secuencia se hace notoria cuando poco después la madre de Richard se levanta y sube el volumen de la tele para escuchar la película de Dwan, quizás queriendo ocultar lo que hablan al saber que desde hace tiempo el FBI los está grabando. Las bombas y los disparos suenan hasta que Richard apaga la tele mientras grita. Grita Richard que es quien nunca grita pese a que su abogado le lleve diciendo que lo haga desde mucho antes, porque ya sabe que el sueño de Richard se ha convertido en el sueño de América a condenarle.

La madre se marcha llorando a la habitación contigua. Las bombas y los gritos dan lugar a las lágrimas de la madre que llora tras la puerta en una habitación que no vemos. La televisión ya apagada es dejada fuera del plano por Eastwood, mientras Richard se sitúa ante la puerta busca una respuesta de su madre. Richard entre el fuera de campo de la madre y el de la tele que ha traído las lágrimas. Fuera de campo sobre fuera de campo.

Figura 4 Otro fotograma de Richard Jewell, Clint Eastwood (2019). 

Figura 5 Un tercer fotograma de Richard Jewell, Clint Eastwood (2019). 

Decía Jean-Paul Fargier (1986, 12) de la televisión que estaremite a una imagen que no tiene fuera de campo: “la tensión dialéctica que el cine mantiene en juego a sabiendas de la oposición que existe entre campo y fuera de campo, debe ser instaurada aquí en el interior mismo de la imagen, en la carencia del afuera”. Sin embargo en la secuencia de Richard Jewell, empujada la televisión hacia el fuera del plano y estando unida al fuera de campo de las lágrimas de la madre a través de Richard, la tele ha sido situada por Eastwood como punta de partida y final del sueño de Richard, hasta convertirse en dispositivo-bisagra por el cual el fuera de campo de las lágrimas de la madre alude a la escena anterior y a “cualquier otra imagen en circulación en el mismo momento en la memoria viva de las otras” (Daney, 2018, 56). Accedemos al fuera de campo de la tele apagada mediante las palabras, las analogías de imágenes diversas y a través de las lágrimas. A la pantalla de la tele la puesta en situación de Eastwood le ha traído el verdadero llanto, porque “la paja en un ojo es la mejor lente de aumento” (Adorno, 2001, 47). Uniendo planos en forma de historia, recosiendo y desuniendo voces y cuerpos, sonidos e imágenes, hasta descomponer una historia en secuencias, Eastwood ficciona la memoria instalado “en el hueco de la construcción de sentido, lo real referencial y la heterogeneidad de sus documentos” (Rancière, 2005, 183). Una alianza, un nuevo reparto en lo figurable, en que el desvanecimiento de una puesta en escena que aparenta ser televisiva separa y enlaza las visibilidades para reconfigurar lo sensible, haciendo del cine algo aún no reemplazable, donde todas las imágenes llegadas a la película son transgredidas y fantasmagorizadas:

restos, aparecidos, fantasmas errantes en el vacío, ni vivos ni muertos, ni sensibles ni comprensibles, ni presentes ni ausentes sino más bien con una presencia que da la impresión alucinada de una ausencia, ausentes de una ausencia de la que se desprende una plenitud y que compromete por entero la mirada que lo considera. (Kofman, 1995, 22-23).

Es por ello que ante una película ya no solo debemos contemplar una mirada sobre lo real, sino que tenemos que cerciorarnos también de cómo las imágenes y nuestro recuerdo de ellas encuentran en la película un sacrificio en el sentido que Bataille le otorga: altera, destruye a la víctima, la mata pero no la desprecia:

es una transgresión hecha a propósito, es una acción deliberada cuyo fin es el cambio repentino del ser que es víctima de ella. A ese ser se le da muerte. Antes que se le dé muerte, estaba encerrado en la particularidad individual (…) su existencia resulta entonces discontinua. Pero, en la muerte, ese ser es llevado de nuevo a la continuidad del ser, a la ausencia de particularidad. Esa acción violenta, que desprovee a la víctima de su carácter limitado y le otorga el carácter de lo ilimitado y de lo infinito pertenecientes a la esfera sagrada, es querida por su consecuencia profunda. Es deliberada como la acción de quien desnuda a su víctima, a la cual desea y a la que quiere penetrar (Bataille, 1997, 95).

El sacrificio ofrecido por el cadáver del cine justo detrás de su muerte. El cine, desplazado por la tele, el vídeo y el ordenador mira como un cadáver, al punto de ser confundido con el resto de imágenes que la circundan y a su vez ocupando el lugar de ellas, a las que no deshecha, deslizándolas sobre sí mismo desde y hacia nosotros. Así Blanchot recuerda que son nuestras lágrimas sobre el cadáver las que traen sobre el resto cadavérico la imagen de lo que recordamos, absorbiendo el muerto para sí toda presencia que lo circunde:

el lugar donde se muere no es un lugar cualquiera. Este despojo no se transporta fácilmente de un sitio a otro: el muerto acapara celosamente su lugar y se une con él hasta el fondo, de tal modo que la indiferencia de ese lugar, el que no obstante sea un lugar cualquiera se convierte en la profundidad de su presencia como muerto, se convierte en el soporte de la indiferencia, la intimidad desmesuradamente abierta de un ninguna parte sin diferencia, sin embargo, debemos situar aquí. Quien muere no puede quedarse. El difunto, se dice, no es más de este mundo, lo ha dejado detrás suyo, pero detrás está justamente ese cadáver que no es más de este mundo, aunque esté aquí, que más bien está detrás del mundo, lo que el vivo (y no el difunto) dejó detrás de sí y ahora afirma. (…) El cadáver es el reflejo que domina la vida reflejada, absorbiéndola, identificándose sustancialmente con ella, al hacerla pasar de su valor de uso y de verdad a algo increíble, inusual y neutro. Y si el cadáver es tan parecido, es porque en un momento dado es lo parecido por excelencia, enteramente parecido y nada más. Es lo semejante, semejante en un grado absoluto, trastornante y maravilloso. Pero, ¿a qué se parece? A nada (Blanchot, 1992, 245-246).

3. La imagen se descama

“El cine es eso más grande que nosotros, hay que alzar la mirada para verlo (…) se puede ver en la televisión la sombra de una película, la pena de una película, la nostalgia, el eco de una película, jamás una película”. Estas son las palabras de Godard que Marker cita en Immemory (Chris Marker, 1997) y en ellas somos invitados a pensar que quizás nunca podremos ver una película desde la perspectiva de una generación, la suya, para la que realmente había existido el cine, sólo el cine. Sí, las películas no han mirado nuestra infancia como lo hicieron en la niñez de Jean Louis Schefer, “pero esto no significará olvidar la memoria de la memoria de la que están hecho el arte y la cultura a medida que se reinventan” (Bellour, 2017, 457). Porque hay algo que, como una muestra imaginaria del cine que no vimos se descama de la pantalla y vuelve hacia nosotros. Y lo hace desde la extrañeza que nos provoca su venida cuando ya no se esperaba, sosteniendo una pérdida de contacto que a su vez obra visualmente su aparición. La imagen cinematográfica es ahora un despojo que “nos habla tanto del contacto (el pie que hunde en la arena) como de la pérdida (la ausencia del pie en la huella); algo que expresa tanto el contacto de la pérdida como la pérdida del contacto” (Didi-Huberman, 1999, 34). ¿Es ese despojo el que golpeó a Jean-Paul Civeyrac en una noche de insomnio, cuando veía por casualidad en la televisión una secuencia de Liliom (Frank Borzage, 1930)?

Había un halo misterioso que aislaba a estos dos seres, una especio de susurro entre ellos, una vibración del movimiento del aire, una gran querencia por las corrientes eléctricas y , sobre todo, algo que, en el inmediato de la circunstancia, había comenzado a detener el tiempo, a romper el envoltorio de las apariencias, para arrastrarme muy lejos de mí sin que yo lo notase, llenándome de una especie de extraña alegría, y que también, según misteriosos efectos de cocción lenta, que dejaron aparecer más tarde. Con el tiempo y de forma intermitente, en el borde de la conciencia, el eco casi imperceptible de un rayo (Civeyrac, 2017, 4-5).

La aparición del cine estando irremediablemente lejos de la pantalla blanca para la cual Borzage ideó su película. La naturaleza de la película que conmocionó a Jean-Paul Civeyrac mientras veía Liliom en la tele no sería puramente la de una imagen que acontece como una simple y fáctica presencia de algo -un modo de ver películas y un tipo de obra- al que no fuimos contemporáneos. La índole de la imagen cinematográfica que perturbó a Civeyrac sería la de un fantasma cuyo saber espectral conjuga, a través de la apariencia desnaturalizada de un cine lejano a nosotros y que es visto lejos de la gran pantalla, una esencia pasada que aún puede conmocionarnos. Es una imagen fantasmal con una doble índole que se presenta por la relación que se da en el exterior del amado como objeto y en el interior del amante como sujeto, razón por la cual “cuando digo que toda aparición remite a las condiciones del aparecer de la aparición, digo por eso mismo que esas condiciones pertenecen al ser al cual la aparición aparece” (Deleuze, 2008, 27).

Escribir sobre una película se convierte entonces en reconocer la aparición de la película y lo que ya está escrito en ella junto con el verse a uno mismo en lo que la película nos deja, ya que en el cine “todo se escribe en presente sobre una especie de palimpsesto que guarda las huellas, los testimonios, las cicatrices, los acentos, en definitiva, lo que da fe” (Daney, 2015, 65). La película como arte del presente y la crítica como artificiera de esa afirmación, siempre en el descubrimiento de la imagen que solo puede llegar como revelación: su forma es la de lo que deviene junto con el movimiento del que la mira. Como si de alguna manera lo que nos pasase a nosotros ante la obra es lo que le faltase a ella misma para ser lo que dice ser… como si fuésemos un poco los románticos -Friedrich Schlegel y, en menor medida, Novalis- que Walter Benjamin tomó como guía en su tesis El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán (1919) y de cuyo estilo de crítica afirmó: “toda obra es por necesidad incompleta frente al absoluto del arte, o bien -lo que significa lo mismo- es incompleta frente a su propia idea absoluta” (Benjamin, 2007, 70-71). Quien esté familiarizado con la obra de Maurice Blanchot sabrá que el siguiente fragmento define su idea acerca de la escritura, que en este caso será la nuestra:

es como una imagen que él no ve, que falta porque está ahí, con todos los rasgos de una imagen que no figuraría y con la cual la incesante carencia de relación, sin presencia-, sin ausencia, es el signo de una soledad común. El la nombra, a sabiendas de que no tiene nombre, ni siquiera en su lengua, ese latido de un corazón indeciso. Ni uno ni otro viven, la vida pasa entre ambos, dejándolos al borde del espacio (Blanchot, 1994, 94).

Qué noble propósito el de su obra. Lo que de pronto irrumpe ante nosotros, y que echamos en falta, es aquello que no vemos pero queremos mirar sin cesar, ordenándolo, describiéndolo como si tratásemos de pasarlo desde un borrador a un cuaderno limpio. En ese ejercicio podemos atisbar algo que una vez estuvo y que todavía puede reaparecer:

un flujo del devenir que engulle en su ritmo el material relativo a la génesis. Lo originario no se da nunca a conocer en el modo de existencia bruto y manifiesto de lo fáctico, y su ritmo se revela solamente a un enfoque doble que lo reconoce como restauración, como rehabilitación, por un lado, y justamente por ello, como algo imperfecto y sin terminar por otro (Benjamin, 1999, 28).

Escribimos para espaciar, disponer y dilatar el encuentro entre la imagen como sombra de una película a la que aluden Marker y Godard en Immemory, con la imagen no visible que su llegada imprevista propicia: forma de imagen pensativa4 en la que la película nos golpea. La imagen visible se descama hacia otra imagen vidente y la crítica prolonga ese encentro donde “encentadas, las dos paralelas, se cortan en el infinito, se recortan, se hacen una entalladura y se señalan de alguna manera la una en el cuerpo de la otra, la una en el lugar de la otra” (Derrida, 1989, 68). Somos la superficie de inscripción de ese acontecimiento, del encuentro demorado que sin embargo dilatamos, un volumen en perpetuo desmoronamiento recorrido por imágenes que son hoy la única genealogía posible: el cruce del cuerpo y de la historia que “debe mostrar el cuerpo totalmente impregnado de historia, y la historia arruinando al cuerpo” (Foucault, 1988, 29).

4. CONCLUSIONES: el amor al plano

Una imagen descamada se acerca y adhiere a nuestro cuerpo; la crítica entonces queda irremediablemente marcada por la pérdida de la propia distancia que en cierto modo se la presupone. Enfangada en la inflación de imágenes que la frecuenta, cubierta por la historia de un imaginario que de pronto la impregna, la crítica quizás deba asumir, como apunta Peter Sloterdijk, que las cosas están demasiado próximas como para querer pretender buscar una perspectiva. Llegado a ese punto el crítico tan sólo puede radicalizar “una actitud del más extremo acercamiento: micrología” (Sloterdijk, 1993, 23), una forma de a priori del dolor que exprese la quemadura bajo la cual las imágenes descamadas abrasan los ojos hasta cegarlos. Tal vez por ello la lacerante importancia del frameo sobre una película como forma de un más allá de la historia consuetudinaria y de la noción de la imagen como forma “del dato científico o del mero juicio de gusto” (Rodríguez Serrano, 2015, 110). Porque frente a la anestésica aludida en el inicio de este artículo, y ante la imposibilidad de una perspectiva correcta, se hace necesaria una micrología en torno al plano, convertido en la forma de una proximidad correcta que haga “surgir una crítica que exprese esa quemadura” (Sloterdijk, 1993, 23), aparecida cuando el aura del cine se muestra fantasmáticamente en la proximidad de la imagen que tenemos a nuestro cuidado.

La búsqueda de lo aurático en el cine; una curiosa paradoja que Raymond Bellour tantea en el capítulo de Pensamientos del cine titulado El espectador del cine: una memoria única (Bellour, 2017, 440-458), realizando una original lectura de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936) de Walter Benjamin. Paradójica en la medida que Bellour razona como la memoria del cine parece hoy en búsqueda de su aura lejana5, pese a que el propio texto de Benjamin defina al cine como lugar propio de la destrucción del aura. Posiblemente la idea de embriaguez del propio Benjamin describa mejor lo que Bellour busca en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, cuando trata de explicar cómo la imagen y el espectador pensativo que a veces ésta suscita vivencian el aura del cine que el mismo cine niega, pues “la embriaguez es la única experiencia de lo más próximo y de lo más remoto, y nunca de lo uno sin lo otro” (Benjamin, 1987, 96).

¿No es esa paradoja embriagadora de solapamiento y continuo desdoblamiento hacia una doble pertenencia y doble identidad la que el propio plano cinematográfico en sí nos ofrece, y que la crítica no debe dejar de amar, tal y cómo lo hizo Serge Daney? Como en esos planos de los Straub sobre los lienzos de pintores en algunas de sus películas, especialmente cuando su mirada se posa en Tintoretto en Une visite au Louvre (Danièle Huillet & Jean-Marie Straub, 2003). Frente al pintor que pintaba tan rápido que el ensayo de la obra fue en muchos casos la obra final, con una evanescencia en algunas formas y un socavamiento de la perspectiva renacentista -una pintura que se mueve más de lo que parece como diría Pascal Bonitzer6-, la cámara fija de los Straub impone una duración mayor a la del tiempo estimado de visionado de una pintura, permitiendo al ojo resbalar sin jerarquizarle un punto de vista, mostrando no sólo el marco sino también el fondo en el que se incrusta. Una relación entre la forma pictórica y el plano en la que duración de la toma produce un solapamiento por el cual la forma cine deviene pintura y la pintura de Tintoretto se hace tan escurridiza que empieza a mover nuestros ojos. La contemplación que Walter Benjamin atribuía a la pintura y que negaba al plano cinematográfico deviene con los Straub en una inversión de este enunciado:

compárese ahora el lienzo sobre el que se desarrolla la película con el lienzo que basa la pintura. La imagen cambia en uno, no en el otro. Este último invita a la contemplación; ante él éste puede abandonarse al libre curso de sus asociaciones. Ante la toma cinematográfica no puede (Benjamin, 2008, 80).

Figura 6 Fotograma de Une visite au Louvre, Danièle Huillet & Jean-Marie Straub (2003). 

La crítica, entonces, consistirá en buscar planos como aquellos que encontró Daney en Dalla nube alla resistenza (Danièle Huillet & Jean-Marie Straub, 1979):

una práctica del encuadre que rompe esa lejanía, que aprende a «mirar de cerca», que tuerce el espacio homogéneo de la contemplación (…) de modo que hay dos límites en el plano straubiano. Un límite, interno, es lo que el plano contiene -el plano como tumba-. El otro límite, irrepresentable, indecible, es que toda cosa filmada, encuadrada, corre el riesgo también de ser otra cosa (Daney, 1996, 147-148).

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1Como expone Javier Acevedo Nieto (2019) en su texto El baile de Pikachu y la Nueva Crítica: “No demostrar una sapiencia de Wikipedia, sino atreverse a equivocarse y buscar. Algunos afirman que ciertos jóvenes hablan de películas como si hubieran descubierto el Mediterráneo. Quizá esa sea la actitud, porque en una generación marcada por ese FOMO —el fear of missing out, el miedo a perderse algo— que dicta que hay que estar en cada hilo de Twitter y opinar sobre cada episodio y estreno, es momento de reivindicar el silencio que nos hace reyes y castigar las palabras que nos hacen esclavos —retorciendo a Shakespeare—, es momento de vindicar un silencio que hable en la búsqueda de palabras” (Acevedo, 2019). Véase https://cinedivergente.com/el-baile-de-pikachu-y-la-nueva-critica/.

2“No, la estructura técnica del archivo archivante determina asimismo la estructura del contenido archivable en su surgir mismo y en su relación con el porvenir” (Derrida, 1997, 24).

3“Sobre el papel del montaje para esta nueva visión del arte antiguo Malraux dice: El problema no estaba en el movimiento de un personaje en el interior de una imagen, sino en la sucesión de planos. No se resolvió́ técnicamente, por una transformación del aparato, sino artísticamente, por la invención del montaje”. (Malraux, 1956, 120).

4“Noción de pensatividad que designa en la imagen algo que resiste al pensamiento, al pensamiento de aquel que la produjo y al de aquel que busca identificarla” (Rancière, 2010, 126).

5“El aura es la aparición de una lejanía, por cerca que pueda estar lo que la provoca” (Benjamin, 2005, 450).

6“Sin duda, a partir de la perspectiva, se creyó disponer de una medida objetiva, eterna, de lo cercano y de lo lejano: la de la visión Se trataba, quizá, de que lo cercano nunca estuviera demasiado cerca, ni lo lejano demasiado lejos. Pero otras dimensiones, no estrictamente espaciales, convivían con estas nociones de los cercano y de lo lejano, dimensiones locas y sin medida. Así, una ambigüedad constitutiva atraviesa, como una línea de falla, toda la representación” (Bonitzer, 2001, 48).

Recibido: 13 de Septiembre de 2021; Aprobado: 23 de Noviembre de 2021

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