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Ñawi: arte diseño comunicación

versión On-line ISSN 2588-0934versión impresa ISSN 2528-7966

Ñawi vol.5 no.2 Guayaquil jul./dic. 2021

https://doi.org/10.37785/nw.v5n2.a7 

Artículos originales

Del tercer cine al movimiento de video. Teorías y prácticas descolonizadoras en el audiovisual latinoamericano

From third cinema to the video movement: Theories and decolonizing practices in latinamerican audiovisual materials

Alejandro de la Fuente1 
http://orcid.org/0000-0003-2495-3765

Claudio Guerrero Urquiza2 
http://orcid.org/0000-0003-3989-4278

1McGill University, Montreal, Canada. a.delafuente89@gmail.com

2Investigador independiente, Santiago de Chile, Chile. cguerrerourquiza@gmail.com


RESUMEN:

El presente texto aborda el espacio audiovisual latinoamericano en diferentes contextos históricos representados por dos grupos y soportes distintos. Por un lado, el tercer cine en los años 60 y 70; y, por el otro, el Movimiento Latinoamericano de Video en los años 80 y 90. El objetivo es analizar el potencial descolonizador de las teorías y prácticas audiovisuales que en ellos se registraron. Para ello, revisamos sus desarrollos, continuidades y proyecciones enfocándonos en el modo en que se concebía la condición colonial latinoamericana, las metodologías y estrategias que nutrían sus prácticas audiovisuales descolonizadoras y las maneras en que buscaron la autonomía en la producción, distribución y recepción del audiovisual. Finalmente, ponemos en perspectiva ambos momentos y grupos para dar cuenta de sus puntos de encuentro y tensión.

Palabras claves: historia del cine; material audiovisual; televisión; comunicación; descolonización.

ABSTRACT:

The present text approaches the Latin American audiovisual space in different historical contexts represented by two different groups and mediums, on the one hand, the third cinema in the 60s and 70s and, on the other hand, the Latin American Video Movement in the 80s and 90s. The objective is to analyze the decolonizing potential of the audiovisual theories and practices registered in them. To do so, we review their developments, continuities and projections, focusing on the way in which the Latin American colonial condition was conceived, the methodologies and strategies that nurtured their decolonizing audiovisual practices and the ways in which they sought autonomy in the production, distribution and reception of audiovisuals. Finally, we put both moments and groups in perspective to account for their points of encounter and tension.

Keywords: History of Cinema; Audiovisual Materials; Television; Communication; Decolonization.

INTRODUCCIÓN

En este texto examinaremos algunos caminos que ha tomado la teoría y la práctica de la descolonización en relación al audiovisual en América Latina. Nos concentraremos en el territorio surandino durante el ciclo revolución, dictadura y postdictadura que, sin ser sincrónico, afectó de manera relativamente análoga a sus habitantes entre las décadas de 1950 y 1990. En particular, queremos relevar las teorías y prácticas de potencial descolonizador asociadas a la difusión y múltiples usos que alcanzó el video entre fines de los 80 e inicios de los 90, para lo cual retrocederemos hasta la emergencia del tercer cine en la segunda mitad de los 60, por tratarse de un antecedente fundamental para comprender los posteriores usos del video.

Este análisis se enmarca en una investigación más amplia sobre el Movimiento Latinoamericano de Video (en adelante MLV), el que agrupó a un importante conjunto de productoras y colectivos que en los 80 y 90 utilizaron el video como un medio de acción y comunicación popular, tejiendo redes de distribución de carácter regional y local por medio de experiencias que articularon campos del saber (como las ciencias sociales y la comunicación), iniciativas de educación popular y movimientos sociales de diversa índole (derechos humanos, mujeres, indígenas, obreros, campesinos, mineros, ecologistas, etcétera).

El MLV convocó a videastas de toda América Latina, pero se afianzó especialmente en el Cono Sur (en el más amplio sentido) por medio de una serie de intercambios en encuentros, festivales y talleres de formación que se realizaron entre fines de los 80 e inicios de los 90 en ciudades como en Santiago, Cochabamba, Montevideo, Cuzco y Río de Janeiro.

La transformación de nuestra sociedad, afirma Silvia Rivera Cusicanqui, “depende de la descolonización de nuestros gestos, de nuestros actos, y de la lengua con que nombramos el mundo” (2010, 70-71). Nosotros intentaremos revisar diversos modos en que el cine y el video realizaron prácticas y postularon teorías que explícita o implícitamente apuntaban en esta dirección en términos macro y micropolíticos, ligados a tradiciones locales y foráneas del pensamiento descolonial. En particular, nos interesa relevar posibilidades descolonizadoras de la tecnología y el fenómeno audiovisual en un sentido amplio que incluye no sólo al lenguaje y contenido de un filme o a los aparatos con que se lo graba y edita, sino a los diversos modos en que éste se produce, distribuye y recepciona.

Los proyectos de emancipación y descolonización son bastante más antiguos que las tecnologías audiovisuales, casi tan antiguos como la propia historia colonial de América. Si bien estas tecnologías han servido para afianzar dominios culturales coloniales, también han propiciado prácticas de resistencia e impugnación de estos dominios. Al menos desde las décadas de los 50 y 60 nos encontraremos con experiencias de ambiciones explícitas y decididamente descolonizadoras en el ámbito audiovisual, en el marco de lo que se llamó el Nuevo Cine Latinoamericano.

En esto incidió un proceso de radicalización política y de articulación entre países de América, África y Asia que se encontraban luchando por liberarse de la herencia colonial o imperialista. Esta articulación se desarrolló tanto en alianzas políticas como en importantes intercambios artísticos e intelectuales, como lo prueba la amplia difusión de autores como Aimé Césaire y Frantz Fanon.

En América Latina, este proceso se encontraba en pleno avance tras el triunfo de la Revolución Cubana y la emergencia de varias guerrillas rurales y urbanas en el continente. Al mismo tiempo, esta radicalización tendió a identificarse con un programa antiimperialista que reaccionaba ante un intervencionismo estadounidense de diversa intensidad (desde incursiones militares selectivas hasta la penetración ideológica), el cual era visto como uno de los casos más característicos de dominación neocolonial. Con el prefijo neo se hacía referencia a la dependencia colonial de aquellos países que eran formalmente independientes, pero que se mantenían en una situación de dependencia económica, cultural y política ante países e intereses colonialistas. Como veremos, esta crítica al colonialismo en clave antiimperialista no fue ajena al campo audiovisual, que rápidamente la incorporó en dimensiones macro y micropolíticas a partir de las novedades conceptuales, sociales y tecnológicas que enfrentó desde los años 60.

2. Teorías y prácticas descolonizadoras en el audiovisual latinoamericano

2.1 La descolonización como una teoría y práctica audiovisual radical

“Los pueblos subdesarrollados de América Latina”, afirmaba Fernando Birri en 1962, necesitan un cine “que sea antioligárquico y antiburgués en el orden nacional y anticolonial y antiimperialista en el orden internacional” (1988, 12). Estas palabras de uno de los “padres” del Nuevo Cine Latinoamericano muestran una postura que se volverá hegemónica y aparecerá en varios textos críticos y manifiestos de los años 60 y 70. En 1969, por ejemplo, el realizador brasileño Glauber Rocha criticaba el cine entendido como espectáculo, pues era una “forma de alienación de la cultura colonizadora” (1988, 126).

En ese marco surgió el concepto del tercer cine. Lo acuñaron Octavio Getino y Fernando “Pino” Solanas por medio de una serie de textos que comenzaron a publicar en 1969 (Del Valle, 2012). Este alcanzará una enorme difusión en diversos lugares del mundo, llegando a ser clave en la teoría del cine de las dos décadas siguientes. Ha sido en varias ocasiones reformulado o revisitado (Gabriel, 1982; Willemen, 1986; Chanan, 2014) y con el tiempo se difundió un uso más general de este concepto (Errazu, 2019) para agrupar a las prácticas audiovisuales realizadas en colectivo y de carácter más politizadas o militantes, alternativas al modelo industrial hollywoodense (el primer cine) y al cine de autor europeo (segundo cine).

No obstante, nos interesa recuperar algunas prácticas y reflexiones que están en el origen de la formulación del tercer cine y que se corresponden con estrategias que se estaban utilizando en diversos territorios de América Latina. En estas prácticas y reflexiones reconocemos una radicalización del potencial descolonizador del cine que bien podemos relacionar con las experiencias audiovisuales que luego se desplegarán en el MLV.

La radicalidad que reconocemos en el tercer cine se fundamenta en su crítica particularmente integral a lo que habitualmente se entiende por cine. La centralidad del fenómeno cinematográfico suele ubicarse en el filme. Es por ello que la mayoría de las discusiones se han dado en torno a su contenido, su lenguaje y su calidad, y a ellas apuntaban la mayoría de las innovaciones del Nuevo Cine en los 60. Todo el resto de la experiencia audiovisual solía ponerse entre paréntesis o se daba por sentada. El tercer cine, en cambio, no solo buscaba realizar contenidos audiovisuales descolonizados o descolonizadores, sino que apostaba por una descolonización del fenómeno audiovisual desde su propia infraestructura: las circunstancias materiales concretas en que se produce, se distribuye y se recepciona, con especial énfasis en estos últimos aspectos.

Este énfasis en la distribución y recepción se entroncaba en diversas líneas teóricas y prácticas de la tradición artística y estética de izquierda, desde el cine de los trenes de agitación de la Revolución Rusa hasta la obra de Bertolt Brecht, pasando por el pensamiento de José Carlos Mariátegui, el cine de la Revolución Cubana y otras corrientes de pensamiento vigentes en los 60 y 70, como la llamada “estética de la recepción” en los estudios literarios.

“¿No hay toda una tendencia en el arte moderno de hacer participar cada vez más al espectador?”, se preguntaba el realizador Julio García Espinosa en 1969 (1988, 56). De hecho, la vanguardia artística latinoamericana de los 60 impulsaba una serie de poéticas que apuntaban a superar la idea del espectador, desde los diversos teatros de creación colectiva que surgen a lo largo del continente hasta la iniciativa Tucumán Arde, en Argentina.

Como veremos, el tercer cine comparte con varias de estas corrientes la idea de que el arte burgués es un arte de la representación y el espectáculo, que supone un artista genio que crea una obra-fetiche y un espectador pasivo que la contempla. Walter Benjamin había señalado que la tecnología audiovisual iba más allá y propiciaba una recepción distraída (2003, 94). En tal sentido, la superación del espectador significa pensar el cine como algo que no se agota en la obra película ni en una recepción pasiva, sino como algo que sucede en la recepción en tanto punto de partida para la participación o la acción. Esto implicaba desnaturalizar el uso de la tecnología audiovisual que operaba en la industria del espectáculo impuesta por el modelo colonial. Como señalaba García Espinosa, significaba que el público dejara de ser objeto y se convirtiera en sujeto (1988, 54).

Para conceptualizar el tercer cine, nos basaremos en el texto “Hacia un tercer cine. Apuntes y experiencias para el desarrollo de un cine de liberación en el tercer mundo” (1988), publicado por Getino y Solanas en 19691. Seguiremos la división que ahí proponen entre primer, segundo y tercer cine, pues la comparación entre ellos ilustra las diferencias que suponen en la producción, distribución y recepción de la tecnología audiovisual. Esto lo complementaremos y tensionaremos con otras teorías y prácticas latinoamericanas que partían desde supuestos análogos, pero trabajaban en otros contextos, para así mostrar los límites posibles de un tercer cine. En particular, enfatizaremos las similitudes y contrastes con los postulados y prácticas del grupo Ukamau, de Bolivia, pues ellos amplían el horizonte descolonizador de estas prácticas audiovisuales hacia horizontes que luego se volverán muy relevantes en el MLV.

Para Getino y Solanas, el primer cine corresponde al cine industrial que tiene como modelo a Hollywood. Se trata del “cine dominante, aquel que desde las metrópolis se proyecta sobre los países dependientes y encuentra en éstos sus obsecuentes continuadores”, desarrollado para “satisfacer las necesidades culturales y económicas no de cualquier grupo social, sino las de uno en particular: el capital financiero americano" (Getino & Solanas, 1988, 31). En los países neocolonizados, el primer cine jugaría un rol fundamental en la difusión y arraigo de la ideología colonial, al expandir y normalizar la situación de dependencia y a destruir las posibles resistencias: “Si en la situación abiertamente colonial la penetración cultural es el complemento de un ejército extranjero de ocupación, en los países neocoloniales, durante ciertas etapas aquella penetración asume una prioridad mayor” (Getino & Solanas, 1988, 28). El primer cine actúa como una “industria productora de ideología”, como una tecnología al servicio de una concepción burguesa del arte y la existencia (31).

El primer cine supone una producción audiovisual relativamente estandarizada tanto en aspectos técnicos (formato de 35 mm y 24 cuadros por segundo) como en su lenguaje y tipología de género (duración, narrativa, fotografía...). También supone la existencia de grandes estudios encargados de la producción y, usualmente, también de la distribución. Habitualmente, su recepción sucede en salas comerciales de cine que funcionan casi siempre en un teatro oscuro en el cual se proyecta la película con lámpara de arco sobre un telón. Esto supone la contemplación por parte de espectadores individuales y silenciosos.

Por su parte, el segundo cine había nacido en los 50 y 60 como una alternativa al cine industrial. Corresponde al llamado cine de autor, cine-arte, cine-expresión o a la mayor parte de las nuevas olas y nuevos cines en diversos lugares del mundo. Para Getino y Solanas, implicaba una mayor libertad por parte de los realizadores en lo que respecta al lenguaje y los contenidos, pero sostenía el resto del fenómeno audiovisual en una condición similar a la del primer cine. A lo más, tendía a crear una institucionalidad paralela con las mismas características (con sus propias productoras, distribuidoras, festivales y revistas) pero “reducida a una serie de grupúsculos que viven pensándose a sí mismos ante el reducido auditorio de las élites diletantes" (1988, 32).

2.2 Teorías y prácticas del tercer cine

Getino y Solanas definen al tercer cine como uno comprometido con la lucha antiimperialista del tercer mundo y que busca la “descolonización de la cultura” de cada pueblo (1988, 27). En varios momentos de su texto enfatizan que la liberación de la dependencia neocolonial supone aspectos políticos, sociales y económicos, pero también culturales y hasta sicológicos. Por ello apuntan tanto a procesos de liberación nacional y mundial, como a “liberar a un hombre alienado y sometido” (1988, 34).

En lo que respecta a la producción, Getino y Solanas reconocen que el tercer cine surge en un momento en el que el propio desarrollo técnico del audiovisual se aceleraba y posibilitaba que la realización fuera abordable con costos más bajos, equipos más livianos y sin especialistas altamente calificados. Esto habría servido para quitarle al cine esa aura que lo hacía aparecer “sólo al alcance de los ‘artistas’, ‘genios’, o ‘privilegiados’” (1988, 35).

Todos los medios técnicos del audiovisual podían servir a los fines de un cine de descolonización y esto incluía a formatos que en principio habían sido pensados para aficionados, como el 16 y el 8 mm, que eran considerablemente más baratos. Ya desde los años 30 que el 16 mm se había convertido en uno de los soportes preferidos para realizar audiovisuales educativos, documentales y películas de encargo. Era el formato por excelencia del cine de guerrilla y buena parte de las películas con que suelen datarse los inicios del Nuevo Cine Latinoamericano fueron realizadas en 16 mm. El 8 mm había tendido a identificarse más plenamente con el uso aficionado y familiar, pero también se había utilizado para realizar cine con fines expresamente políticos. En esta línea, Solanas y Getino recogen la experiencia de Chris Marker en Francia, quien había proporcionado equipos de 8 mm a grupos de obreros, junto con una instrucción elemental de su manejo, con el fin de que filmaran “su propia visión del mundo” (1988, 35), lo que responde a una utopía sostenida en el tiempo de borrar los límites entre realizador y espectador, algo que a su manera retomará el MLV.

En la década del 60, además, se popularizaron innovaciones que facilitaron el uso de estos formatos en proyectos colectivos de bajo presupuesto. Getino y Solanas destacan, entre otros, la popularización “de las películas ‘rápidas’ que pueden imprimir a luz ambiente”, “los fotómetros automáticos” y “los avances en la obtención de sincronismo” (1988, 35) gracias a la disponibilidad de cámaras silenciosas y grabadoras de sonido portátiles. Todos estos elementos facilitaban la filmación en exteriores con sonido sincrónico, una práctica que hoy nos puede parecer básica, pero que hasta entonces era difícil y costosa de realizar. Es gracias a esto que a fines de los 60 el tercer cine y el Nuevo Cine incorporan a la entrevista en espacios públicos como una práctica habitual. Al mismo tiempo la incorporaba la televisión, junto a la cual comenzaba a difundirse el video, una nueva tecnología que facilitaría aún más este tipo de prácticas, como ya veremos.

La difusión de estas tecnologías posibilitó muchas otras iniciativas que entonces pretendieron democratizar el acceso a la producción del audiovisual y apostar por el trabajo en colectivo. Entre fines de los 60 e inicios de los 70 surgieron en México la Cooperativa de Cine Marginal y el Taller de Cine Octubre, en Uruguay el Departamento de Cine del semanario Marcha y la Cinemateca del Tercer Mundo, en Argentina el Grupo Cine de la Base y en Chile los talleres de Chile Films, entre otras.

Mayor alcance y duración tuvo el Grupo Ukamau, en Bolivia, formado en la década del 60 y fuertemente ligado a la figura de Jorge Sanjinés. Según este realizador, “el cine revolucionario no puede ser sino colectivo en su más acabada fase, como colectiva es la revolución” (1988, 94). Esto se aplicaba a todas las dimensiones del filme, desde su contenido narrativo hasta la importancia de trabajar en colectivo, pasando por la ambición de fomentar la participación del pueblo en la realización audiovisual e integrarlo en el “fenómeno creativo”. Para Sanjinés, “el héroe individual debe dar paso al héroe popular, numeroso, cuantitativo, y en el proceso de elaboración este héroe popular no será solamente un motivo interno del filme sino su dinamizador cualitativo, participante y creador” (1988, 94).

En el contexto boliviano de los 60, Sanjinés presentaba este asunto como un dilema. Había que decidir si se hacía cine para “los blancos, que dominan el país, que han heredado de los conquistadores españoles el derecho que se han otorgado a sí mismos de explotar”, si lo hacía para “los mestizos” o bien para “la mayor parte del pueblo” (Sanjinés, 1988, 76). Si en un principio se había dirigido a la clase media urbana y a los intelectuales, luego se convenció de dirigirse “a la mayoría, porque es la mayoría la que debe liberarse” (76). Esto no significaba guiarse por el “populismo” de un lenguaje simplista, pues así no se ayudaría a las masas a “desembarazarse de las rémoras dejadas por el imperialismo” (Solanas y Getino, 1988, 38) y sus “recursos técnicos deshonestos destinados al embrutecimiento y al engaño” (Sanjinés, 1988, 93). En lo formal, en lo técnico y en el contenido, la creatividad y la experimentalidad debían exigirse al máximo para llegar a una “correspondencia cultural con el destinatario” de los filmes (93).

De esta convicción nacieron filmes como Ukamau (Jorge Sanjinés, 1966) y Yawar Mallku (Jorge Sanjinés, 1969) los primeros largometrajes mayormente hablados en lenguas indígenas de Bolivia (aymara y quechua, respectivamente). Se trata de un gesto sencillo y radical que desafiaba el rol aculturizador del cine hablado en español a la vez que abría la dimensión del audiovisual como una esfera de información, discusión y participación para las mayorías aymarahablantes y quechuahablantes de Bolivia. El español no era sólo el idioma impuesto por el colonizador europeo en los siglos pasados, sino que era el idioma con que se identificaba la élite y las clases medias urbanas.

El tercer cine que practicaba el Grupo Ukamau hacía frente a la realidad de lo que entonces comenzaba a llamarse “colonialismo interno”. Este concepto fue desarrollado en los 60 por el sociólogo mexicano Pablo González Casanova para describir la explotación, al interior de un estado-nación, de grupos cuya jerarquía ha sido definida en términos raciales y étnicos, en continuidad con las configuraciones coloniales del poder. En el caso de Bolivia, también se lo ha utilizado para describir el modo en que el colonialismo se instala al interior de las mentalidades, es decir, en una dimensión subjetiva (Rivera, 2015, 311).

Tal como la producción, la distribución el tercer cine también debía apostar por la experimentación. Primero, porque los canales hegemónicos de distribución estaban controlados por el dominio colonial, al punto que el imperialismo estadounidense se ejercía también por medio de sus empresas productoras, organizadas la Motion Picture Association of America (MPAA). Estas funcionaban como un cartel, con capacidad de boicotear cinematográficamente a países que amenazaran sus intereses en la producción y distribución, como fue el caso de Argelia en los 60 y de Chile durante la Unidad Popular en los 70. Segundo, porque los países colonizados tenían una capacidad de distribución extremadamente irregular, que ostentaba enormes contrastes entre zonas con una amplia cobertura de salas de exhibición (las grandes ciudades) y otras áreas desprovistas de ellas. Por último, estos canales habituales de distribución no necesariamente servían a un cine que apostaba por una descolonización de toda la experiencia audiovisual.

Para Getino y Solanas, la distribución debía variar según cada contexto y ellos mismos fueron adecuando su posición al respecto (véase Del Valle, 2012). Relevan el caso de Chile, con exhibiciones “en parroquias, universidades o centros de cultura”. También el de Uruguay, con “exhibiciones en el cine más grande de Montevideo entre 2 500 personas que abarrotan la sala haciendo de cada proyección un fervoroso acto antiimperialista” (Getino & Solanas, 1988, 43). Sin embargo, afirmaban que la situación continental, progresivamente más reaccionaria, apuntaba a que el cine revolucionario debería afirmarse en “infraestructuras rigurosamente clandestinas” (43).

En el caso concreto del Grupo Cine Liberación, que actuó mayormente bajo gobiernos autoritarios, ellos establecieron un enorme operativo clandestino de distribución que utilizó departamentos privados, industrias, colegios, universidades y parroquias, entre otros espacios. El filme La hora de los hornos (Octavio Getino y Fernando Solanas, 1968) habría llegado a tener en circulación unas 50 copias y ser visto por unas cien mil personas mientras se exhibió en Argentina de manera clandestina (y de manera muy limitada en otros países) antes de ser introducido al circuito comercial en 1973 (Round Table, 1979, 10). De hecho, a fines de los 60 e inicios de los 70, la organización llegó a contar con varias “unidades móviles” que realizaban continuas exhibiciones de sus filmes en diversos territorios (Mestman, 2009, 126).

El también argentino Grupo Cine de la Base estableció redes similares de distribución en la clandestinidad, creando filiales en diferentes provincias y operando principalmente en “tres niveles: el sindical, el barrial y el universitario” (Cine de la Base. Difusión, 1988, 55). En el Chile de la Unidad Popular también se intentaron experiencias de distribución alternativas por parte de diversos colectivos, lo que era concebido como “el aparato de comunicaciones del poder popular naciente” (Guzmán, 1988, 262).

En Bolivia, Ukamau había apostado por la distribución en las salas comerciales en la medida que las condiciones políticas lo permitían, pues en varias ocasiones censuraron sus filmes. Con el paso de los años, fueron adoptando una estrategia paralela de distribución alternativa en fábricas, escuelas y minas (Alvares, 2016, 26).

En el caso de la recepción, Getino y Solanas también llaman a desmontar el modo habitual en que se experimentaba la tecnología audiovisual, la recepción pasiva. Para descolonizar las conciencias, el cine debía convertirse en un cine-acto o cine de acción. Esto fue un descubrimiento progresivo que los hizo darse cuenta de que las películas que realizaban no eran lo más importante o no eran lo más importante por sí mismas, sino que lo fundamental era “la participación del que hasta entonces era siempre considerado un espectador” (Getino & Solanas, 1988, 45). Esto significaba que las películas eran sólo un detonador o “pretexto para el diálogo, para la búsqueda y el encuentro de voluntades” (47), en el que “importa sobre todo la acción que pueda nacer de estas conclusiones”, como afirma el narrador de filme La hora de los hornos.

Esto significaba que una película cobraba sentido en la medida que propiciaba un diálogo colectivo entre espectadores devenidos en actores e incluso en autores, tanto del proceso creación audiovisual como del proceso de liberación que el filme intenta “testimoniar y profundizar” (Getino & Solanas, 1988, 45). Así, el sentido del filme y el sentido de cada proyección del cine-acto “dependerá de aquellos que la organicen, de quienes participen en ella, del lugar y el momento en que aquélla se haga” (47).

En concreto, el Grupo Cine Liberación incorporó mensajes escritos y narrados en sus películas interpelando al espectador para invitarlo al diálogo y a que cada concurrente a una proyección aporte “su experiencia viva” en el “espacio liberado” y “territorio descolonizado” que en ella se forma (Getino & Solanas, 1988, 45). Esto se complementaba con la designación de un animador o moderador que propiciaba el diálogo en cada proyección.

Afirmar esta suerte de primacía de la recepción suponía reestructurar (y, quizás, subordinar) todo el resto de la experiencia cinematográfica. Según Solanas y Getino, una “obra cinematográfica podría ser mucho más eficaz si tomara plena conciencia” de que lo más importante es el espectador-actor y que la película es un pretexto, de tal manera que “se dispusiese a subordinar su conformación, estructura, lenguaje y propuestas a este acto y a esos actores” (1988, 46). Esta subordinación hacia el espectador (o actor) es análoga a la que antes comentamos en el caso de Ukamau y el modo en que se cuestionaban a quién dirigían su cine.

Es por esto que varios grupos del tercer cine aplicaron encuestas o cuestionarios de diverso tipo al finalizar las proyecciones de sus filmes o las discusiones en torno a los mismos. Ellas permitían conocer las reacciones e interpretaciones de los asistentes a las proyecciones, entregar insumos para futuras producciones y comparar entre diversos tipos de públicos. En sí mismas, incluso, constituyen actos reflexivos o interpretativos de recepción. Solanas y Getino las habrían aplicado desde mediados de los 60 a los asistentes a sus proyecciones, convirtiéndose en un insumo importante para la realización de La hora de los hornos y también para el desarrollo de la teoría del cine-acto (Mestman, 2009, 130).

Cabe recordar que el acercamiento entre el cine y las ciencias sociales constituye un elemento importante de la renovación del cine de los 60. Esto se tradujo en uso compartido de referentes teóricos, metodologías y tecnologías que conectaron ambos mundos, como el uso del registro audiovisual en el trabajo de campo de los cientistas sociales, la renovación del documental etnográfico, la realización de encuestas en la preparación de los documentales y la aparición del cine-encuesta propiamente tal. Todos estos aspectos fueron incorporados en diversas articulaciones locales del tercer cine y el Nuevo Cine Latinoamericano y resultaron muy importantes en el MLV.

2.3 El video y la autodeterminación del espacio audiovisual

Hacia los 70 y 80, el tercer cine se amplió como una categoría analítica que permitió agrupar experiencias de diversos lugares del mundo (Gabriel, 1982; Willemen, 1986) al mismo tiempo que comenzaba una declinación generalizada del ambiente de revolución y vanguardia que lo había visto nacer en los 60. Muchos grupos siguieron trabajando, siendo Ukamau uno de los más longevos. También se crearon otros que continuaron con el mismo tipo de prácticas, pero, salvo contadas excepciones, el ánimo utópico tendió a moderarse. En América Latina, este contexto presenta importantes variaciones según cada territorio, pero casi en todos los casos nos encontramos con la implantación (en ocasiones muy violenta) de políticas neoliberales: disminución del Estado por medio de privatizaciones, apertura económica al libre comercio, impulso al extractivismo de las multinacionales, etc. Entre sus impactos sociales, políticos y económicos, también implicó una transformación rápida y sustancial de la experiencia del audiovisual y su lugar en la vida pública.

Un antecedente importante para estos cambios había sido el desarrollo de la televisión, que luego de un lento avance iniciado en los 50, hacia los 70 se consolidó como un medio masivo de información y entretenimiento, imponiendo sus propios estándares audiovisuales y privatizando aún más la experiencia audiovisual en los hogares. El segundo antecedente fundamental es la aparición del video, que también vivía en los 70 un momento de fuerte expansión con la aparición del homevideo, pensado para el uso aficionado.

El impacto del video obligó a repensar las categorías para referirse al fenómeno audiovisual y es así como a fines de los 80 se populariza el concepto de espacio audiovisual. Hernán Dinamarca lo definía como “una metáfora (...) sobre las interrelaciones y el significado social de los medios de comunicación y telecomunicación que, en un acto sincrónico, utilizan la imagen y el sonido en tanto signos para la transmisión de sentidos: cine, televisión y video” (1991, 22). La idea de un espacio audiovisual articulaba la tecnología con la geopolítica y respondía a la necesidad de contar con una autodeterminación y descolonización del audiovisual en un mundo cada vez más globalizado en que se reforzaba el dominio de ciertos países e intereses privados.

En Latinoamérica, la masificación del video vino de la mano de las mencionadas políticas neoliberales, que propiciaron una fuerte transferencia tecnológica y mayor acceso al consumo de bienes importados. Esto permitió, durante los 80, que importantes capas de la población accediera a televisores y reproductores de video, a la vez que hizo más accesibles las cámaras y otras tecnologías asociadas a su realización y distribución (como editoras y proyectores). Sin embargo, también implicó una “mayor interrelación entre las industrias culturales locales y las de los países más industrializados, acentuándose la dependencia de las primeras respecto a las segundas”, en palabras de Getino (1990, 12). Cabe destacar que esta figura clave del tercer cine se convirtió en uno de los teóricos e investigadores más importantes del espacio audiovisual latinoamericano y del MLV.

Según Getino, la tecnología del video implicó cambios “mucho más importantes que los que habían vivido el cine y la televisión por sí solos en varios decenios” (Getino, 1990, 14). El video revolucionó el modo en que se producía, distribuía y recepcionaba el audiovisual, a la vez que abrió un intersticio entre el cine y la televisión. Es por ello que, entre los 80 y los 90, alcanzó una significativa autonomía que permitió incorporar al espacio audiovisual sujetos, miradas, territorios, temporalidades, relatos y experiencias que antes apenas habían aparecido en el cine y la televisión, lo que se tradujo en nuevas posibilidades y contradicciones para el potencial descolonizador del audiovisual.

En ese marco es que se formaron cientos de productoras y colectivos audiovisuales que trabajaban en formato video en toda América Latina. Tras conocerse en festivales, encuentros y seminarios, descubrieron que poseían desafíos y objetivos análogos, los cuales de manera articulada podían fortalecerse. Con esta convicción es que organizaron el Primer Encuentro Latinoamericano de Video en Santiago de Chile en 1988 y decidieron fundar el MLV. En su manifiesto inaugural declaran sus intenciones: “los videastas buscan la construcción de vínculos de trabajo complementarios que sitúen los esfuerzos del cine, la TV y el video en un marco de acción común” (Manifiesto de Santiago, 1988, 9).

Los textos y las prácticas del MLV resultan menos sistemáticas y específicas que las del tercer cine respecto al potencial descolonizador del audiovisual. Esto puede explicarse por diversas razones, desde la crisis de las utopías hasta las diferencias en la formación de los videastas respecto de los cineastas de los 60.

Por ejemplo, en la declaración del Segundo Encuentro Latinoamericano de Video, realizado en Cochabamba en 1989, se incorporó el apartado “500 años”, en referencia al próximo aniversario de la conquista en tanto comienzo de la historia colonial del continente. El texto señalaba la importancia de generar una “comunicación autodeterminada” (Declaración de Cochabamba, 1993, 72). Resultan significativos estos términos, pues la autodeterminación es la palabra con que se nombra una de las principales demandas que las comunidades indígenas realizan a los Estados modernos: el derecho a permanecer diferenciados y a perseguir sus propias visiones del desarrollo económico y social (Salazar, 2009, 506).

No obstante, el énfasis y el foco donde se concentran los esfuerzos descolonizadores presenta importantes variaciones desde el tercer cine a los videastas, especialmente en la escala de la finalidad revolucionaria o utópica. Mientras el primero se articulaba con el impulso revolucionario regional que mediante la lucha de clases generaría un cambio macro-político de las estructuras de poder, los videastas tendían a reducir su escala hacia lo micro-político. La idea universalizante del cambio revolucionario se enmarca en el legado colonial del sujeto universal ─generalmente concebido como varón, blanco y urbano─ y del tiempo lineal entendido como progreso. Cualquier subjetividad o temporalidad heterogénea respecto a este modelo solía quedar subordinada o invisibilizada. Por lo tanto, si el tercer cine entendía el cambio social en término de revolución total, en la cual el poder se concebía como un ente centralizado, los videastas concebían una relación con el poder más rizomática e inmanente. En tal sentido, los videastas fijaron su atención en el colonialismo interno que ejercían los estados nacionales y que se distribuía en los intersticios de la vida cotidiana con la colaboración del cine y la televisión. En el encuentro de Cusco, la investigadora brasilera Regina Festa indicaba que una de las diferencias importantes entre los cineastas del Nuevo Cine Latinoamericano y los videastas del MLV era que los primeros trabajaban en el paradigma de lo nacional y lo segundo trabaja con imágenes de “comunidades” o “grupos de acción en la sociedad” (Festa, 1993, 119).

Esta diferencia de escala tiene directa relación con las transformaciones del espacio audiovisual y la tecnología que utilizaron los videastas. Para el tercer cine, el principal referente audiovisual era el sistema industrial y comercial de la cinematografía. Cuando emerge el MLV, el medio audiovisual hegemónico ya era la televisión, la que había contribuido a la divulgación del video. En tal sentido, cuando hablamos de video nos referimos tanto a un tipo de tecnología (formato, cámara, cinta, reproductor, etc.) y también a una “acción comunicacional” que democratizaba la práctica audiovisual en un nivel inédito, por la “extensión geográfica y social de la posibilidad de producir imágenes electrónicas” (Dinamarca, 1991, 11).

La tecnología del video consolidaba viejos anhelos que ya estaban en las aspiraciones del tercer cine. Abarataba costos, reducía la curva de aprendizaje y ampliaba las posibilidades y formas de producción, distribución y recepción. El tercer cine había nacido de una coyuntura tecnológica análoga (cámaras de cine y grabadoras de sonido más baratas y livianas, entre otros), pero la ampliación cuantitativa que posibilitó el video en todos los ámbitos del audiovisual era realmente radical. En un nivel profesional, aficionado o de guerrilla, el video permitía grabar, editar, copiar y proyectar con equipos mucho más accesibles y, en la mayoría de los casos, realmente portátiles.

Los cambios tecnológicos y las transformaciones en el enfoque de los videastas respecto al tercer cine se reflejaron en su interés por la comunicación y la educación. “Nos proponemos como desafío conciliar comunicabilidad con el desarrollo estético” (Qosqo 92, 1993, 101), afirmaban en la declaración del Cuarto Encuentro Latinoamericano de Video, desarrollada en Cuzco en 1992. Buena parte de esta nueva generación de “nativos de la tecnología del video” (Balás, 2020, 220) se formó en las ciencias de la comunicación a partir de paradigmas críticos que seguían enfoques como el de Paulo Freire, que tanta proyección tuvo en las prácticas de educación y comunicación popular y que dialoga directamente con pensadores descoloniales como Fanon y Albert Memmi (Fernández, 2019). Freire rearticuló los horizontes críticos y revolucionarios de la descolonización por medio de un paradigma que tendía a enfatizar la escala local y ponía gran énfasis en el carácter situado, popular, comunitario y arraigado de las prácticas comunicativas para la liberación.

El Tercer Encuentro Latinoamericano de Video, desarrollado en Montevideo en 1990, reafirmó la inserción de los videastas en este paradigma: “no se puede desligar el análisis de lenguaje de los objetivos, destinatario, contexto geográfico, social, cultural, económico, etc.” (Montevideo 90, 1993, 86). Tanto en las declaraciones como en las prácticas nos encontramos una y otra vez con la valoración de la pertinencia cultural y del lenguaje, de la identidad comunitaria y de la dinámica fluida de las relaciones sociales. María Aimaretti, refiriéndose al trabajo de la productora Qhana, en Bolivia, ha descrito esta práctica como “un conocimiento profundo de los videastas respecto de las estéticas propias de cada cultura comunitaria” (2018, 94).

En cuanto a la distribución y recepción, el “Espacio comunitario” fue una de las líneas de acción propuestas del Encuentro de Cuzco. Su objetivo consistía en “ampliar y consolidar las experiencias de televisión y video comunitario fortaleciéndolos como espacios de comunicación horizontal y democrática” (Qosqo 92, 1993, 97). Esta línea de trabajo relevaba una serie de experiencias de transmisiones televisivas de baja intensidad (banda UHF), utilizada para coberturas regionales asociadas a un territorio o a una comunidad, como TV dos Trabalhadores (TVT) en São Paulo y el programa regular en lengua quechua que la productora Tarpuy transmitía en RTP señal 4 en Cochabamba (Dinamarca, 1991, 126).

Se utilizaron múltiples metodologías para evaluar en las comunidades la recepción de los materiales audiovisuales, así como para propiciar una recepción significativa de los mismos en la medida que podía ser conducente a acciones colectivas. Entre estas metodologías nos encontraremos con el uso de formularios y encuestas que respondían a la necesidad de “diseñar mecanismos de evaluación que recojan las opiniones de los usuarios, generando un proceso de interlocución” (Qosqo 92, 1993, 101).

La idea de una comunicación situada también se proyectaba en el desafío de crear sistemas de distribución insertos “en dinámicas sociales específicas, desarrollándose a partir de las organizaciones que el movimiento social se ha dado” (Manifiesto de Santiago, 1988, 6). Esta declaración respondía a una ampliación difícil de estimar de las estrategias de distribución que el tercer cine había vislumbrado. Con diferentes escalas en los respectivos territorios, desde mediados de los 80 veremos multiplicarse los video-foros, las unidades móviles de proyección, las videotecas, las suscripciones a producciones regulares y la conformación de redes de distribución locales, nacionales y regionales sustentadas en organizaciones de base de carácter sindical, comunitario, eclesiástico y educativo, entre otros. Además, algunas productoras y colectivos apostaban por el acceso a los circuitos hegemónicos por medio de “paquetes comunes de materiales para difusión en gran escala” (Declaración de Cochabamba, 1993, 75) a través de la televisión y los video-clubes (76).

Un caso destacable en la distribución y recepción fue la proliferación de lo que en algunos territorios llamaron “pantallazos”, que consistían en la difusión de videos en grandes pantallas portátiles instaladas en exteriores como calles, plazas, parques y canchas de fútbol. En una suerte de continuidad con el “espacio liberado” del tercer cine, esta metodología propiciaba una recepción colectiva que se distanciaba tanto de la recepción televisiva privada en los hogares como de la recepción compartida pero silenciosa de la sala de cine. Los videastas buscaban la “construcción de un espacio propio” para “estimular la intervención creativa de los públicos en el momento de la recepción” (Manifiesto de Santiago, 1988, 6).

2.4 Video, tradiciones locales y participación comunitaria

Cuando los videastas reflexionaban acerca del video como nueva tecnología audiovisual señalaban que “su trabajo ha servido para que nuestros pueblos aparezcan por fin en las pantallas como protagonistas del tiempo que viven y del tiempo al que aspiran” (Manifiesto de Santiago, 1988, 3). En la medida que buscaban “integrar a los usuarios en las dinámicas de producción” (Qosqo 92, 1993, 101), abrían el espacio para que las comunidades participaran con sus propios cuerpos, voces, lenguas, imaginarios y sentidos en el relato de sus historias y la construcción de sus narrativas. En esa dirección apuntaban los talleres de video para mujeres pobladoras del Grupo Proceso en Chile, los talleres de video popular del Centro Wallparrimachi en Bolivia (Aimaretti, 2018, 91) y los talleres que el Comité Latinoamericano de Cine de Pueblos Indígenas (CLACPI) realizaba en el marco de los Festivales Americanos de Cine y Video de Pueblos Indígenas, entre otros casos. Freya Schiwy, respecto a este último caso, afirma que los capacitadores no asumían el rol de la vanguardia intelectual, sino que se veían a sí mismos como facilitadores tecnológicos actuando según la necesidad de las poblaciones indígenas mismas y colaborando con directores, camarógrafos, guionistas y editores indígenas (2002, 49).

También en esta línea estaba el trabajo de los videastas por el rescate de la memoria colectiva “desde la vida cotidiana de nuestros pueblos” (Manifiesto de Santiago, 1988, 4). Esto parecía particularmente importante para pensar la autodeterminación desde una perspectiva simbólica: “el video popular debe aportar a la construcción de un universo simbólico latinoamericano, posibilitando el acceso y conocimiento a nuestras culturas nativas” (Qosqo 92, 1993, 101). Por ello impulsaron y promovieron el saber minoritario y situado, las realidades locales, las tradiciones populares, las cosmovisiones ancestrales y la historia comunitaria, entre otros aspectos que apenas habían accedido al espacio audiovisual.

Silvia Rivera Cusicanqui, quien también trabajó en la realización de videos, ha señalado que la imagen audiovisual supone un potencial descolonizador en el marco de la lucha por la autodeterminación de las comunidades indígenas:

Mientras que la escritura y los marcos conceptuales de la ciencia social convencional tienden a obliterar las voces subalternas o a integrarlas en una narrativa monológica de progreso y modernización, la imagen pictórica o audiovisual reactualiza las fuerzas que dan forma a la sociedad, a tiempo de organizar lo abigarrado y caótico en un conjunto de descripciones ‘densas’ e iluminadoras” (2015, 87-88).

A diferencia de la tradición colonial europea, las culturas no-textocentristas atribuyen gran valor a la historia oral y a la transmisión performativa de conocimientos y saberes. En tal sentido, es “en su pluralidad y diversidad donde reside el potencial epistemológico de las fuentes no escritas para develar la textura de los deseos colectivos" (Rivera Cusicanqui, 2015, 91).

En esta dirección encontramos numerosos ejemplos, como es el caso de La danza de los vencidos (Nicobis, 1982), que nos muestra el modo en que las danzas populares están cruzadas por la historia de la mita y la esclavitud, es decir, por los sistemas de trabajo forzado que los colonizadores impusieron en Bolivia. “El folklore es su [propia] versión de la historia, repitiendo los hechos y traduciéndolos en danza”, afirma la voz en off de este video. Otro ejemplo es Qarwiru Jayunti o El llamero y la sal (Nicobis, 1985), el cual se realizó junto al antropólogo Ramiro Molina en un estudio de campo que duró cerca de tres meses y sigue el transporte en llamas de bloques de sal, documentando las prácticas tradicionales en las comunidades de llameros y salineros. En el recorrido realizan trueques de maíz, coca y sal usando el chimpu, unidad de medida quechua, con diversos “caseros”, lo que nos muestra comunidades entre las cuales se articulaba una relación de confianza de varias generaciones. Este tipo de realizaciones visibiliza y contextualiza historias, tradiciones y formas de subsistencia alternativas a la hegemonía de las culturas dominantes y del mercado, basadas en la autodeterminación alimentaria, económica y simbólica de estas comunidades.

Un trabajo audiovisual que se enfoca en las tradiciones ancestrales es la coproducción entre Grupo Proceso y Canelo de Nos TV llamada Ojos de América, que consistió en una serie de videos empaquetados para la televisión. Una de sus ediciones la dedican a los 500 años de la conquista de América, titulada Identidad (Pablo Rosenblatt, 1991), la cual incluye la docuficción Jach’atatala Jach’amamalan Thakipa o El camino de las almas (Eduardo López & Cristina Bubba, 1989), filmado casi en su totalidad en lengua aymara. La trama da cuenta de la relación ético-política entre la comunidad, los antepasados y los objetos sagrados por medio de rituales y prácticas colectivas que pueden reponer equilibrios rotos por acciones que atentan contra la tradición comunitaria.

En la segunda parte del capítulo, Identidad, se incluye un video que documenta la ceremonia mapuche del Nguillatún, la cual conecta a la comunidad con el mundo espiritual. En la edición escuchamos a la machi, autoridad espiritual, criticar en mapudungún la pérdida de la tradición y la asimilación huinca a través del lenguaje y la educación. Ambos videos documentan la relevancia de los rituales y prácticas tradicionales en diversas cosmovisiones indígenas en que el vínculo entre la comunidad, la naturaleza y el mundo espiritual define el devenir de su realidad concreta.

Por último, otra modalidad del trabajo con comunidades indígenas fue posibilitar la aparición de voces articulando discursos políticos en torno a la contingencia, en momentos en que estos discursos apenas accedían al espacio audiovisual. Recordemos que el desarrollo del video en el continente fue casi sincrónico a lo que se ha llamado la “emergencia indígena” en América Latina (Bengoa, 2000). Un ejemplo de esto fue Trescientos años de espera, capítulo de Punto de Partida (Grupo Proceso, 1987), programa de discusión política alternativo a la hegemonía televisiva al distribuirse por videocasete a través de una red de organizaciones de base. En esta edición se discutieron las demandas de autodeterminación del pueblo mapuche por parte de miembros de diversas organizaciones y comunidades, quienes dan cuenta del legado colonial que conserva el Estado chileno y de los procesos de asimilación forzosa a los que han sido sometidos.

3. CONCLUSIONES

En este texto nos propusimos revisar algunas continuidades y contradicciones entre el tercer cine y el MLV. Entre las principales líneas de continuidad está el reconocimiento de la posición periférica del sur frente a la hegemonía de la industria audiovisual de los países del primer mundo y, por tanto, la importancia de buscar la autonomía y la autodeterminación del espacio audiovisual. Esto los llevó a experimentar no sólo con los contenidos audiovisuales, sino a crear estrategias de distribución y a preguntarse por las formas de recepción, concibiendo el rol del espectador como el de alguien que participa en un proceso audiovisual e histórico. La descolonización del audiovisual, por lo tanto, ha insistido en la creación de formas autónomas de comunicación al interior del sistema sociocultural en el cual sus contenidos son producidos y recepcionados. A medida que el tercer cine fue posibilitando circuitos audiovisuales alternativos a sus centros hegemónicos, las renovaciones tecnológicas que supuso el video posibilitaron la expansión de estos circuitos a un nivel masivo y a la vez local y situado en múltiples territorios.

Si miramos el tercer cine en la perspectiva del MLV, es probable que nos encontremos con una teoría y práctica de la descolonización limitada por una visión macropolítica, probablemente basada en una interpretación del marxismo que tendía a pasar por alto las interseccionalidades raciales, étnicas, de género o sexualidad para resumir las contradicciones sociales en la lucha de clases y la liberación de los pueblos colonizados. A la vez, la tensión entre el trabajo colectivo, la participación de las comunidades y la figura del director-intelectual-artista entendido como autor (varón) no parece haber sido resuelta. En el caso del grupo Ukamau, por ejemplo, se han discutido los límites efectivos de su práctica colectiva (Arnez, 2019a), así como se han examinado las “relaciones asimétricas entre cineastas urbanos y sujetos subalternos representados” (Arnez, 2019b) y la división de género en el trabajo (Seguí, 2019).

Por otro lado, si miramos al MLV desde la perspectiva del tercer cine, encontraremos que aquel puede haber sido algo ingenuo al desplegar tanta confianza en el video, que formaba parte de un avance tecnológico impulsado por un mercado desenfrenado que crearía nuevas brechas sociales a través de una constante obsolescencia de formatos y de la reestructuración de la hegemonía internacional en la globalización. Al mismo tiempo, la falta de horizontes políticos más amplios y de autonomía económica parecen haber contribuido a la disolución de la mayoría de estas productoras y colectivos durante la consolidación neoliberal y el auge de la televisión comercial en los 90.

Por último, tanto el tercer cine como el MLV nos llevan a la pregunta por nuestra propia recepción (actual) de sus materiales audiovisuales y del audiovisual en general. En tal sentido, creemos importante preguntarnos, siguiendo a Isabel Seguí, si no estamos “fetichizando los productos resultantes de procesos que, aunque son cinematográficos, son también sociales” hasta convertir a los materiales audiovisuales en “productos de consumo -aunque sea consumo crítico o académico- susceptibles de ser integrados en cánones” (2019, 35). Y si no pretendemos fetichizar estos materiales, queda abierta la pregunta por cuáles son las acciones que realizamos a partir del audiovisual y si ellas apuntan o no a transformar las relaciones coloniales en el espacio audiovisual.

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1Sobre las diversas versiones de este texto y sus sutiles y sugerentes diferencias puede consultarse el estudio de Ignacio del Valle (2012). La primera versión se publicó en 1969 en la revista Tricontinental, dependiente de la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (OSPAAAL), una agrupación internacional de partidos y movimientos políticos del tercer mundo. Nosotros ocupamos la versión más difundida en idioma español, publicada originalmente en el primer número de la revista mexicana Cine Club en 1970.

Recibido: 15 de Marzo de 2021; Aprobado: 20 de Abril de 2021

Alejandro de la Fuente (1989, Santiago) es licenciado en arte y diplomado en archivística de la Universidad de Chile. Magíster en Estudios de la Información de la Universidad de McGill (Canadá). Sus investigaciones se desarrollan en el ámbito del arte latinoamericano, especialmente sobre arte chileno desde la década del ochenta hasta el presente. Ha realizado trabajos de catalogación y fichaje, digitalización, procesamiento y diseminación en diversas colecciones públicas y privadas, trabajando con archivos personales de artistas como las Yeguas del Apocalipsis junto a Fernanda Carvajal, el Grupo Proceso junto a Claudio Guerrero y Víctor Hugo Codocedo junto a Vania Montgomery, las cuales se encuentran publicadas en sitios web homónimos (https://www.yeguasdelapocalipsis.cl/ y https://victorhugocodocedo.cl/). Entre sus publicaciones se cuentan artículos, ensayos y entrevistas en revistas y publicaciones del medio. También, ha presentado sus investigaciones en diversos congresos nacionales e internacionales.

Claudio Guerrero (1983) estudió historia del arte en la Universidad de Chile y edición de libros en la Universidad Diego Portales. Ha desarrollado proyectos de archivo e investigación histórica en artes visuales, cine y música. Es coautor de los libros Del taller a las aulas. La institución moderna del arte en Chile (1797-1910) y La música del Nuevo Cine Chileno (Premio Pulsar 2019 a la mejor publicación musical literaria). Ha dictado cursos y seminarios en las universidades Arcis, De Chile, Diego Portales y Andrés Bello. Ha curado muestras de arte contemporáneo en instituciones y espacios autónomos de Chile, Argentina y Bolivia, entre las que se cuentan El juego de la boca (Claudia Lee, Museo de Arte Moderno Chiloé, Castro, 2021) y Cómplices y representantes (Colectivo Piñen, Galería Gabriela Mistral, 2017).

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