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Ñawi: arte diseño comunicación

versión On-line ISSN 2588-0934versión impresa ISSN 2528-7966

Ñawi vol.5 no.1 Guayaquil ene./jun. 2021

https://doi.org/10.37785/nw.v5n1.a2 

Artículos originales

Modernidad y tradición en la crítica de cine norteamericana.

Modernity and Tradition in American Film Criticism.

1Universidad de Buenos Aires / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, Buenos Aires, Argentina. doubinia@retina.ar


RESUMEN:

En la década de 1960, los debates alrededor de la noción de autor señalan la transición hacia una teoría contemporánea del cine. En los Estados Unidos, Andrew Sarris recupera los postulados de la politique des auteurs (que se había enunciado poco antes desde las páginas de Cahiers du cinéma) y los aplica al cine norteamericano. Confrontando con Dwight Macdonald o con Manny Farber, los textos de Sarris prepararon el ingreso de los estudios de cine a la universidad aunque, significativamente, la perspectiva académica se constituyó como un ataque contra el auterism. Este ensayo estudia ese momento previo a la consolidación de los Film Studies, cuando el cine todavía tenía que probar su legitimidad en el territorio de las artes.

Palabras claves: Teoría del autor; Andrew Sarris; Dwight Macdonald; Manny Farber; cultura de masas; estudios sobre cine.

ABSTRACT:

In the 1960s, the debates around the notion of author lead the transition to a contemporary theory of cinema. In the United States, Andrew Sarris inherits the postulates of the politique des auteurs (that had been coined in the pages of Cahiers du cinéma shortly before) and applies them to American cinema. Confronting with Dwight Macdonald or Manny Farber, Sarris' texts prepared the path for the introduction of film studies to the university although, significantly, academic perspective was established as an attack against auterism. This essay studies that moment prior to the consolidation of Film Studies, when cinema still had to prove its legitimacy in the territory of the arts.

Keywords: Auteur theory; Andrew Sarris; Dwight Macdonald; Manny Farber; Mass Culture; Film Studies.

1. INTRODUCCIÓN

Durante los años 50, el rescate de cierto cine norteamericano en las páginas de Cahiers du cinéma constituyó un ataque a la oficialidad del cine francés: a ese aristocratismo de medio pelo en los films de qualité, a su falso aire de obras cultas con tono elevado, a su falta de destreza visual. Según la politique des auteurs formulada por la revista, algunos cineastas europeos y algunos cineastas norteamericanos expresaban una cosmovisión a través de un estilo propio aun cuando debían trabajar en un medio tan industrializado como el cine. En ese momento y en ese lugar, eso constituyó una apertura cosmopolita. En su primer año, la revista publica más de 50 artículos sobre cine de los Estados Unidos y, en diciembre de 1955, le dedica el número especial Situation du Cinéma Américain. No obstante, suelen olvidarse dos aspectos centrales en el gesto de Cahiers. Por un lado, la revalorización del cine norteamericano resultaba funcional al proyecto de esos jóvenes críticos que poco después integrarían el movimiento renovador de la Nouvelle vague y, por otro, la defensa de ciertos directores de Hollywood se combinaba con la celebración de algunos directores europeos que no se adaptaban cómodamente a los cánones oficiales.

Digamos: no todo el cine norteamericano contra todo el cine europeo. No uno u otro, no uno por encima de otro, sino ambos a la vez. Esta vecindad y esta simultaneidad eran más provocadoras que el mero gusto por Hollywood. No se trata, entonces, de una americanofilia excluyente sino de una perspectiva más compleja y más abarcadora sobre los desarrollos del cine. Probablemente, ese lugar común historiográfico que asocia la política de los autores con una especie de fanatismo hollywoodense no proviene de los Cahiers sino del modo en que ella fue apropiada por los críticos anglosajones. En efecto, a comienzos de los años 60, la influencia de la revista francesa puede advertirse en Movie (en Gran Bretaña) y, sobre todo, en Andrew Sarris (en Estados Unidos). La cinefilia, entendida como pasión incondicional por algunos directores, deriva hacia una nueva forma de concebir la crítica cinematográfica.

Sarris publica “Notes on the Auteur Theory in 1962” en la revista Film Culture. Allí esboza por primera vez su versión sobre las ideas aprendidas en los artículos de los críticos franceses y su traducción al contexto del cine norteamericano. Hacia el final de la década expande esas ideas en el libro The American Cinema. Directors and Directions 1929-1968. Ya no se trata de rescatar la figura de ciertos autores singulares que resisten a las convenciones sino de producir un campo de nociones teóricas. En el camino, la política de los autores pierde gran parte de su virulencia: lo que había sido un gesto provocador (los grandes cineastas son autores y poseen un estilo irreductible) deviene una práctica taxonómica con un sesgo fuertemente nacionalista. El cine norteamericano se convierte en el inconsciente del cine. Así, el elogio de Sarris que hace Kent Jones está dominado por un tono épico:

Se ha dicho que simplemente tomó una noción francesa y la norteamericanizó, lo cual no es falso pero minimiza su audacia. Apoyar películas y directores norteamericanos en París era una cosa; apoyar esas mismas películas y directores en el país que los había producido y los había marginado era una propuesta mucho más riesgosa. Esto suponía una sistemática destrucción y reconstrucción de la perspectiva estándar sobre el cine norteamericano y, por extensión, sobre todo el cine. (…) Bazin, los críticos de Cahiers y de Positif y los ingleses de Sight and Sound, Sequence y Movie ya estaban ahí, pero fue Sarris el que llevó eso al interior de la conciencia norteamericana, la tarea más dura de todas (2005).

Para una perspectiva opuesta sobre la relación entre directores e industria en Hollywood, véanse Jewell (1996) y Schatz (1988). Sin embargo, en vez de usar los nombres de ciertos directores para impulsar una idea de lo que el cine podría ser, Sarris usa su conocimiento sobre historia del cine para clasificar a los realizadores, según hayan hecho buenos o malos films, siguiendo un canon preestablecido.

De todos modos, es verdad -como afirma Jones- que Sarris es responsable de importar la política de los autores a los Estados Unidos y de darle una nueva dimensión, más orgánica. El libro The American Cinema. Directors and Directions 1929-1968 tuvo un efecto iniciático para la mayoría de los críticos estadounidenses que comenzaron a ver películas en los 70. Este ensayo revisa el vínculo -a menudo conflictivo- que el libro de Sarris estableció con la gran tradición norteamericana (Agee, MacDonald, Farber) y su influencia sobre los nuevos críticos, basculando entre la cultura de masas y los estudios académicos.

2. Cine y cultura de masas

“Notes on the Auteur Theory in 1962” tuvo una amplia repercusión de manera inmediata. Raymond Haberski asocia el éxito inicial que alcanzaron las ideas de Sarris a dos hechos significativos que habían preparado el terreno. Por un lado, el desembarco de la Nouvelle vague en los Estados Unidos hacia fines de los 50 y, por otro, la publicación del volumen que reunía las críticas de James Agee poco después de su muerte. Agee on Film “señaló la primera vez en que la obra de un crítico de cine norteamericano era compilada y comercializada para consumo popular” (2001, 123). El libro de Agee hacía visible toda una tradición crítica, que se había abierto camino a lo largo de la década y que incluía también a otros críticos como Otis Ferguson, Manny Farber o Parker Tyler, donde los films eran analizados seriamente. El propio Sarris subraya la importancia de Agee para la crítica de los años 60: “He sido el beneficiario, tanto como la víctima, del vacío intelectual que tuvo lugar en la crónica cinematográfica luego de la muerte de Agee en 1955” (1970, 4). Sobre esa tradición crítica norteamericana -diversa y sólida a la vez- que atraviesa las décadas de 1940, 1950 y 1960, véanse Murray (1978), Bordwell (2016), Naremore (2014). Sobre la influencia de Agee en la cultura norteamericana, véase Lofaro (2012).

Las críticas de Agee revalorizaron los vínculos del cine con las raíces de la cultura popular norteamericana. Esquivando los presuntuosos middlebrow films (que pretenden imitar malamente la lógica de las artes tradicionales) y evitando una mirada paternalista sobre el medio, sus reseñas procuraron acercarse a las películas de una manera sensible y sofisticada. Se trata de uno de los primeros críticos que intentó pensar el cine de su tiempo más allá del mero entretenimiento, como una forma legítima de expresión. En 1942, al presentarse por primera vez ante sus lectores de The Nation, Agee hace todo lo posible por minimizar la distancia:

Sospecho que estoy -mucho más de lo que podría no estarlo- en la misma posición que ustedes: profundamente interesado en las películas, considerablemente entrenado desde la infancia para verlas y para pensar y hablar sobre ellas, y completamente, o casi completamente, sin ninguna experiencia o incluso sin ningún conocimiento de segunda mano acerca de cómo están hechas. Si esta suposición es más o menos acertada, arrancamos desde el mismo punto de partida y con las mismas deficiencias; y en todo caso, por eso tengo las cualidades para estar aquí. Sólo por dos motivos. Mi trabajo consiste en ocupar uno de los lados de una conversación, como un crítico amateur entre críticos amateurs. Y seré de alguna utilidad o interés sólo en la medida en que mi juicio resulte creíble, estimulante o iluminador (2000, 3).

Si el crítico mantiene un estatus de aficionado, entonces no está obligado a ser infalible ni pedagógico ni sistemático: simplemente debe poner a dialogar su valoración personal con las impresiones de sus lectores. Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947), a la que le dedica una reseña en varias entregas, le parece una radiografía perfecta que revela la doble moral de nuestro mundo moderno y El tesoro de la Sierra Madre (Treasure of the Sierra Madre (1948) es la mejor obra de Huston, “uno de los pocos artistas cinematográficos que, sin duda, honra a su público. Sus películas no son actos de seducción o de benigna esclavitud sino de liberación y requieren, de los que disfrutan de ellas, las responsabilidades de la libertad” (2000, 424). El gran cine, para Agee, es el que logra capturar lo real de una manera poética. En general, lo que le preocupa es transmitir el impacto emocional que un film le ha provocado mediante una escritura precisa, salpicada aquí y allá por cierta vehemencia a lo Whitman. Agee no es un auterist avant la lettre porque no presta demasiada atención a las constantes entre un film y otro pero, aun así, tiene sus directores predilectos: Chaplin, Huston, Wilder, Hawks. En cambio, no le interesa Welles porque le resulta demasiado enfático y grandilocuente. Le gusta cierta veta documentalista en la ficción, admira el neorrealismo italiano y aprecia sobre todo el contenido humanista de las películas antes que el lenguaje visual del realizador.

En sus primeros textos para Film Culture, Sarris continúa esa huella abierta por Agee. En 1955, por ejemplo, publica “The Trouble with Hitchcock”, donde cuestiona el manierismo formalista del cineasta. Ese texto podría inscribirse cómodamente en el paradigma de una crítica sociológica a la manera de Agee o de Kracauer. Sin embargo, unos años más tarde, en “The Director’s Game” y en “Notes on the Auteur Theory”, su perspectiva ya es diferente. Estos textos aparecen en un momento propicio, cuando las relaciones con la cultura popular están comenzando a cambiar. En esos artículos, Sarris esboza por primera vez su interpretación de las ideas aprendidas en los críticos franceses y su traducción al contexto del cine norteamericano. Según su versión, era posible estudiar y clasificar taxonómicamente la obra de los grandes directores de Hollywood ya no como mero entretenimiento comercial sino como el legado de autores que habían logrado construir un estilo propio al margen de los condicionamientos de los estudios. Hasta poco antes, Hollywood -ya sea en la interpretación que le daba Agee o en la que le dará Sarris- no era demasiado bien visto por los intelectuales. En los años 40, Clement Greenberg había establecido la superioridad del modernismo frente a la cultura popular dominante. Tempranamente, en “Avant-Garde and Kitsch”, define el arte de vanguardia (aunque ya piensa en las obras del modernismo) como un reducto desde donde es posible resistir ante el avance del kitsch (aunque todavía utiliza el término en un sentido general, en tanto sinónimo de cultura de masas). Puesto que el arte de vanguardia se presenta como “la única forma viva de cultura” que aún permanece, es la supervivencia de la cultura en general la que se halla amenazada frente a las formas mercantilizadas y degradadas. Allí donde existe una vanguardia -dice Greenberg- también hay una retaguardia. El kitsch es esa retaguardia y las películas de Hollywood ocupan un sitio privilegiado dentro de ese espacio:

El kitsch es mecánico y funciona mediante fórmulas. El kitsch es experiencia vicaria y sensaciones falsas. El kitsch cambia según el estilo, pero permanece siempre igual. El kitsch es el epítome de todo lo que es espurio en la vida de nuestro tiempo. El kitsch simula no pedir nada a sus clientes excepto su dinero (ni siquiera su tiempo) (1986, 12).

Aunque con variantes, ésa fue la perspectiva que adoptó la mayoría de los intelectuales norteamericanos de la época. En la estela de Greenberg, Dwight Macdonald producirá diversas expansiones de su ensayo “A Theory of Mass Culture” a lo largo de los 40 y los 50. Allí plantea que, desde la Segunda Guerra Mundial, la cultura de masas ha estado avanzando sobre las dos variantes de la vieja cultura elevada (tanto el academicismo como la vanguardia) y que acabará transformándose en un instrumento de dominación política: “Empieza a surgir una tímida, fláccida cultura de medio pelo que amenaza con envolver todo en su fango desbordante” (1957, 64). El modernismo de la Bauhaus ha terminado en el mobiliario de las cafeterías y en el diseño de las tostadoras eléctricas; el psicoanálisis ha derivado en consejos triviales para los lectores de revistas populares y The Cocktail Party, de T. S. Eliot, se ha convertido en un éxito de Broadway. A Macdonald le molesta, particularmente, lo que denomina “l’avant-garde pompier (o, en Norteamérica, ‘vanguardismo fingido’)” porque “todo eso no supone un ascenso de nivel para la cultura de masas, como podría parecer a primera vista, sino más bien una corrupción de la cultura elevada. No hay nada más vulgar que el kitsch sofisticado” (1957, 64).

Posteriormente, en 1960, Macdonald redefinirá los términos de su argumentación en otro texto muy influyente: “Masscult and Midcult”. Según explicita en esta nueva formulación, la cultura occidental ha estado dividida desde el siglo XVIII en dos modalidades: la high culture y la mass culture (a la que prefiere denominar masscult porque no puede ser considerada siquiera como una cultura: es una parodia de la cultura elevada). El problema no es que la cultura de masas sea mala. La alta cultura a menudo lo es, puesto que el talento siempre es raro. El verdadero problema es que la cultura de masas es mala en un sentido nuevo. Antes, hasta el siglo XVIII, el mal arte y el buen arte compartían una misma naturaleza; la diferencia radicaba únicamente en el talento individual. Con la cultura de masas sucede algo diferente porque, en un sentido teórico, no hay posibilidad de que resulte buena. “Es no-arte. Incluso: es anti-arte” (Macdonald, 1983, 4). Los nuevos medios, como la televisión, la radio y las películas, pertenecen por supuesto a la órbita de la cultura de masas. Y de allí no puede surgir nada bueno. Por eso -según afirma Macdonald- “antes de que un auténtico film de Hollywood pueda realizarse, la obra de arte debe ser derrotada” (Macdonald, 1983, 8). La cultura de masas sólo puede servir como un instrumento de dominación que promueve consumidores pasivos. Se produce, entonces, una homogeneización cultural capaz de procesar cualquier emprendimiento estético y convertirlo en un producto de consumo. Gracias a esa especie de democratización niveladora, se destruye la posibilidad de una axiología porque los valores sólo subsisten cuando es posible discriminar y comparar.

No obstante, para Macdonald, el mayor peligro no proviene de la mass culture sino de una forma híbrida: el midcult. Esta forma intermedia conserva los rasgos esenciales de la cultura de masas aunque los presenta bajo la apariencia de la calidad. Pero entonces no se trata de una mejora respecto de la cultura de masas sino de una degradación de la cultura elevada porque, amparándose en la excusa de acercar el arte a la gente, no hace más que simplificar, trivializar, vulgarizar y corromper. Midcult, por ejemplo,

es el departamento de cine del Museum of Modern Art rindiendo homenaje a Samuel Goldwyn porque sus películas son supuestamente (un poco) mejores que las de otros productores de Hollywood -que se los llame ‘productores’ cuando su función pasa por impedir la producción de arte (cf. la suerte de Griffith, Chaplin, von Stroheim, Eisenstein y Orson Welles en Hollywood) es un rompecabezas semántico (Macdonald, 1983, 38).

Para muchos críticos y teóricos, la creación de la Film Library del MOMA a mediados de la década de 1930 había significado una legitimación institucional del cine como arte; aunque para otros -tal como se advierte en las opiniones de Macdonald- ese gesto era una concesión a los poderes nefastos de una cultura decadente. Indudablemente, las ideas de Adorno y Horkheimer sobre la industria cultural constituyen una inspiración ineludible para los intelectuales norteamericanos de la década del 50. Unos y otros comparten el mismo objeto de crítica: la cultura de masas asociada a la alienación, la incomunicación, la demagogia, el facilismo, la degradación del arte y el gusto de la mayoría como realidad incontestable. De todos modos, los cuestionamientos responden a diferentes orígenes. Porque mientras Adorno y Horkheimer piensan en el marxismo como base para una teoría crítica, Macdonald interroga a la cultura de masas en nombre de una concepción humanista. En este sentido, le preocupa que el midcult se aproveche de los descubrimientos de las vanguardias: su antecedente, el viejo academicismo, funcionaba al menos como una escuela del gusto para los nuevos ricos y, por lo tanto, como un bastión de resistencia contra el masscult; en cambio, el midcult se nutre de la iconoclastia de las vanguardias y adopta una apariencia atractiva pero al costo de banalizar las innovaciones de la modernidad. Ese gesto retrógrado es lo que Macdonald denomina una “alquimia en reversa”.

A comienzos de los 60, esta confrontación cultural entre lo bajo y lo alto (así como los peligros de la cultura media) empieza a quedar pasada de moda. Se entiende, entonces, que Macdonald solo perciba un tono meramente provocador en las formulaciones de ensayistas como Sarris. Para él, el crítico de Film Culture no es más que “un Zar(ris) del Greenwich Village decretando ‘ucases’ cinematográficos más que estimaciones críticas razonables (…) Un Mesías, puede ser; ¡pero un crítico de cine, nunca!” (citado en Haberski, 2001, 133). Para Macdonald, la crítica de cine en tanto que arte popular debe ser básicamente cuestionadora. Esto no significa que desprecie el cine o que se resista a la seducción que ejercen las películas. Aunque es un intelectual comprometido, deja en claro su posición cuando se minimizan las virtudes del entretenimiento:

El cine, como la música y la pintura -sus parientes más cercanos, más incestuosos dentro de las artes- es mudo cuando se trata de expresar ideas (…) Pero hay muchas ideas dando vueltas en esta época seudocientífica y poca percepción sensorial de lo que está justo frente a nuestras narices u ojos (como sí de lo que está frente a nuestros cerebros). Ésa es una de las razones por las que me gustan los films” (Macdonald, 1971, 15).

Los grandes cineastas siempre confieren a la obra una cualidad individual aunque, a la vez, nunca se colocan por encima de ella porque valoran el poder de la comunicación y porque entienden que demasiado interés en la personalidad del director (sus temas) acaba destruyendo el elemento universal (la forma) que justifica la existencia del film. Las películas no deberían ser una mera ilustración de ideas previas. La forma del film “es el contenido en la medida en que el contenido está tan profundamente afectado por la forma en la que se expresa que no puede ser separado de ella” (1971, 177). Las buenas obras -sigue afirmando Macdonald- saben mantener el equilibrio. Por eso, el virtuosismo de Hace un año en Marienbad (L'Année derinère à Marienbad, Alain Resnais, 1961) y la innovación formal de Sin aliento lo seducen en un primer momento pero, años después, le resultan demasiado artificiosos. Truffaut, en cambio -aun cuando no es uno de sus favoritos-, logra combinar estilo y realismo; sus películas están hechas a escala real. El problema del auteur criticism es que pone el acento exclusivamente en la forma: así como el realismo socialista cae en el absurdo de considerar sólo el contenido político de la obra, “Sarris llega ahí al exagerar el énfasis sobre la forma visual” (1971, 178). Pero lo que Macdonald no alcanza a percibir es hasta qué punto el estatuto de la crítica de cine está mutando para dar cabida a nuevos críticos como Sarris o Mekas. Para ellos, ya no se trata de rescatar, dentro de la industria del cine, algunas obras esforzadas que todavía se asemejan a una idea tradicional del arte; consideran, más bien, que hay una completa reconfiguración del vínculo entre cultura de masas y cultura elevada que desemboca en una redefinición radical de los postulados estéticos1.

3. Cine clásico y cine underground

Jonathan Lupo señala que los textos de Sarris, Mekas, Kael o Sontag en los 60 recuperan cierta actitud de críticos como Tyler y Farber en los 40: intelectuales que revalorizan los films populares reaccionando contra el “predominio de una consideración de medio pelo sobre la calidad hollywoodense” (2008, 69). Eso que había funcionado como un gesto de oposición a la cultura tradicional se convierte en un acto liberador que desestabiliza las jerarquías críticas. Significativamente, en el mismo número de Film Culture donde aparece “Notes on the Auteur Theory in 1962”, se publica también el célebre texto de Manny Farber “White Elephant Art vs. Termite Art”. Uno seguido del otro. No obstante, las coincidencias entre ambos críticos son relativas y la aparente continuidad entre los dos momentos resulta menos armoniosa de lo que se podría intuir.

A Farber le gusta lo que el cine conserva de un arte genuinamente popular:

Las películas han sido siempre sospechosamente adictas a las tendencias del arte-termita. El buen trabajo usualmente surge cuando los creadores (Laurel y Hardy, el equipo de Howard Hawks y William Faulkner operando sobre la primera mitad de la novela The Big Sleep de Raymond Chandler) parecen no tener ambiciones hacia la cultura del oropel, pero están envueltos en un tipo de emprendimiento de castores despilfarradores que no está en ninguna parte y no sirve para nada. Un hecho peculiar sobre el arte termita-lombriz solitaria-hongo-musgoso es que siempre avanza devorando sus propios límites y, muy probablemente, no deja nada a su paso más que huellas de su actividad afanosa, diligente y descuidada (2009, 535).

Los textos de Farber están surcados por múltiples referencias a la pintura y a la literatura2 Es ciertamente un highbrow critic con una sólida formación; sin embargo, permanentemente se resiste a intelectualizar su experiencia como espectador. Lo que admira en las películas son aquellos elementos que escapan al control del director, lo imprevisto, la falta de pretensión, el gesto espontáneo de un actor: “Esas pequeñas y misteriosas interacciones entre el actor y la escena que constituyen los momentos memorables en todo buen film (…) son momentos periféricos de distracción, desconcierto, inquietud, meros parpadeos de un interés escéptico” (1971, 145). Esta actitud ha sido motivo de frecuentes cuestionamientos por lo que puede tener de anti-crítica (Hillier, 1971) o de impresionista (Wood, 2006). Pero justamente por eso a Farber le fascina la presencia de John Wayne en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962); hay allí un puro derroche, una ausencia total de cálculo, ninguna pretensión constructiva, ninguna ambición por la obra maestra. Los films, dice Farber, se arruinan cuando buscan los efectos del Gran Arte (o sea: el arte elefante blanco). Es el caso de Antonioni, de Richardson, de Truffaut. Es el caso de Welles: “Hasta el advenimiento de Orson Welles, lo más importante en la técnica cinematográfica había sido el relato: el diseño, la distribución y la combinación de planos dentro de una línea argumental que se movía con facilidad de una cosa a la otra” (Farber, 2009, 393). Pero la vocación exhibicionista de Welles, da por resultado

una creación absurdamente controlada, altamente manierista, excesivamente ambiciosa, que se alimenta de todo el arte moderno y lo devora, de modo que lo que uno ve no está realmente en la pantalla sino un poco en la propia cabeza, un poco en la pantalla y un poco detrás de ella. Hay que ver estas imágenes de una manera completamente diferente a la que uno estaba acostumbrado. Ya no son literalmente historias o películas sino una sucesión de jeroglíficos estáticos donde las insinuaciones del sentido han reemplazado, tanto en interés como en intención, a la vieja preocupación por la narración, el personaje y la acción en sí mismos (Farber, 2009, 397).

Una película nunca es obra exclusiva de una sola persona y uno de los placeres de ir al cine consiste en el efecto inevitable de contaminación que se produce cuando se activa esa química singular e irrepetible que es un rodaje: esa delicada corriente eléctrica que recorre los films pero que nunca se discute en las entrevistas de Cahiers con los grandes directores (Farber, 2009, 575). Por eso, frente a los films de autor, demasiado controlados, demasiado obsesionados con su propia grandeza, Farber prefiere las películas de acción y las de clase B. En esas obras imperfectas y erráticas siempre puede aparecer inesperadamente un instante luminoso. Los films deben ser una ilustración precisa de la historia que cuentan: la cámara debe observar la escena como si no estuviera ahí y los acontecimientos deben desarrollarse como si no hubieran sido organizados para los espectadores. La cámara sólo sirve si preserva la pureza del evento que registra; en cambio, la excesiva evidencia de acciones representadas para ser capturadas en la pantalla destruye la unidad del proceso cinematográfico. Ésa es la diferencia entre theatrical y non-theatrical films, entre un cine auto-consciente y un cine espontáneo. Esta sobreactuación es lo mismo que le molesta en los nuevos críticos:

el enorme esfuerzo de la crítica de los años sesenta por aportar algo de orden y de forma a la historia del cine -creando un Louvre de grandes films y detallando el genio singular que es responsable por cada película- está condenado al fracaso debido a la naturaleza subversiva del medio: el destello de vitalidad que una escena, un actor o un técnico inyecta entre las vetas de una película (Farber, 2009, 573).

El ataque tiene un destinatario preciso: Andrew Sarris. Es su teoría del autor la que celebra a los directores como genios y la que intenta construir un gran museo para archivar las películas.

Según Farber, la evaluación es “prácticamente inservible para un crítico. Lo último que me interesa es saber si te gustó o no. No creo que tenga ninguna importancia; es uno de esos apéndices inútiles de la crítica. Hacer crítica no tiene nada que ver con las jerarquías” (en Rosenbaum, 1995, 59). Evaluar y establecer jerarquías es, justamente, lo que le interesa a Sarris; por eso hay algo pretencioso en sus listas de cineastas. Farber sólo ve ahí un artificio y una impostura que aleja a la escritura crítica de los films. Curiosamente, rastrea los orígenes de esa modalidad hasta los textos de James Agee. Porque a pesar de que respeta a Agee (que lo recomendó como su reemplazante en The Nation), a pesar de que lo admira y lo defiende, también compite con él y lo ataca con ferocidad: en sus textos, Farber encuentra ya la ambición de conectar Hollywood con las cimas del arte. “La crítica de Agee fue en realidad el punto de partida para un desvío que llevó desde el saqueo de la imagen hasta la atrofia verbal (…) Obligado por este deseo maniático del artesanado perfecto, Agee trabajó sobre su escritura hasta que ella se apoderó de su crítica” (2009, 552). Bordwell (2016) muestra el vínculo entre Agee y Farber a partir de un tronco común que tiene sus raíces en Otis Fergurson; pero, a la vez, estudia sus posiciones contrastantes.

También Jim Hoberman señala las diferencias entre ambos: “Agee fue el primer crítico de cine norteamericano que podría ser catalogado como escritor de belles lettres. Por contraste, Farber se describió a sí mismo como una especie de lumpen ilustrado (…) Es menos sutil y más vigoroso que Agee, así como descaradamente despectivo con una pizca de añoranza por una época dorada” (2015, 184). En este punto, los nuevos críticos de los años 60 están cerca del viejo crítico de los años 40, incluso más cerca de lo que ellos mismos estarían dispuestos a reconocer. Farber admite que el gran aporte de Agee fue haber puesto el énfasis sobre los individuos en un medio que tiende a hacer a un lado todos los rasgos personales, pero a la vez se burla frente a la caracterización de los cineastas como genios rebeldes que combaten de manera furtiva contra las imposiciones de los estudios. ¿Por qué los directores deberían arrogarse el mérito exclusivo de la creatividad? Los críticos modernos - como Sarris o Susan Sontag- no hacen otra cosa que incurrir una y otra vez en ese desatino. En esa pose provocadora radica, en todo caso, la principal diferencia con Agee y con la crítica de los 40, más preocupada por el contenido social de los films. Farber se queja porque el formalismo de los nuevos críticos posiciona a “Jean Luc Godard, un imitador de lo norteamericano, en la cumbre de los films de arte modernos” y a “Alfred Hitchcock, que es una especie de afrancesado, en la cumbre del cine pre1960” (2009, 550). Uno de los sitios emblemáticos de ese formalismo irresponsable es Film Culture, la revista de Jonas Mekas donde Sarris publica “Notes on the Auteur Theory in 1962”.

Resulta curioso que ese ensayo aparezca en las páginas de Film Culture. ¿Qué comparten Sarris y Mekas? ¿Cuál es la relación posible entre el cine clásico y el underground? ¿Cómo se vinculan los principios de la auteur theory y el New American Cinema? En la propia Film Culture, Boultenhouse defiende el cine experimental y ataca la teoría del autor. Le parece que esa idea del cineasta como artista, que puede tener algún sentido en el contexto francés, resulta deprimente cuando se la aplica a Hollywood:

Lo cierto es que el director comercial debería recibir la recompensa honesta y apropiada de que se le reconozca un trabajo bien hecho más que aprovechar la dudosa denominación de ‘artista’. Al demonio dentro de la cámara, sin embargo, le gusta la así llamada teoría del autor porque desea que sea verdad. Cuando esta teoría se aplica a los films de aquellos a los que habitualmente se aplica, resulta confusa porque no recuerda esos casos, o los recuerda vagamente, como en una interminable ensoñación (Boultenhouse, 1963, 22).

¿Qué acerca y qué separa a Mekas y a Sarris? O más bien: ¿cómo puede haber alguna cercanía si todo parece separarlos? Cuando Tom Gunning le sugiere a Sarris que, a pesar de sus obvias diferencias con Mekas, hay también algunas semejanzas, la respuesta es:

El gran clivaje entre nosotros es que Jonas la da mayor valor a la expresión que a la comunicación. Yo le doy un valor muy elevado a la comunicación. Me parece que uno tiene que llegar a alguien, hay un público ahí afuera. Mi rechazo hacia la mayor parte de la vanguardia cinematográfica está vinculado con un rechazo fundamental a la idea de que las películas tienen las mismas opciones que las bellas artes, como la pintura y la escultura. No, no las tienen. La pintura y la escultura son esencialmente espaciales y no temporales. La música, el drama, la narrativa, la ficción, la literatura, el cine son formas temporales, objetos hechos de tiempo. Y si le vas a sacar tiempo a la gente, tenés que enriquecerlos. No podés, simplemente, repelerlos (Gunning, 1992, 71).

El argumento adolece de un pragmatismo elemental: se sostiene sobre un criterio contractual del intercambio artístico y sobre un prejuicio que tiende a demonizar las estrategias de la vanguardia. Sarris plantea una concepción del cine y de las formas temporales del arte como discursos que deberían estar al servicio del público. Pero lo que interesa aquí es que identifica las diferentes perspectivas y, a la vez, señala su convivencia dentro del espacio de la revista.

Cuando Sarris publica su texto sobre la teoría del autor, Film Culture ya se ha convertido en una especie de house organ de la vanguardia; sin embargo, incluso durante los años siguientes, la revista siempre reservará un espacio para textos sobre el cine clásico norteamericano. Desde el comienzo, uno de los objetivos de Film Culture había sido el rescate del cine del pasado. Y lo cierto es que las películas y los directores que Sarris reseña ya empezaban a adquirir un tono añejo a comienzos de la década del 60. En ese sentido, su tarea historiográfica era también un gesto contracultural que podía sintonizar con los postulados de la revista. El pasado relativamente cercano del American cinema había caído en el olvido a mediados de los 50, a tal punto que Sarris recuerda haber escuchado por primera vez el nombre de Fuller pronunciado por Jonas Mekas. Es cierto que Sarris se propone un rescate del cine comercial del pasado mientras que Mekas es el promotor de un cine de vanguardia completamente ajeno a la industria; pero en ambos casos, desde distintos frentes, se trata de críticas al estado de situación del cine estadounidense en la posguerra. Si pueden convivir en Film Culture, es porque ese lugar cuestionador es el que vino a ocupar la revista durante las décadas del 50 y del 60. El rescate del cine norteamericano tal como lo entiende Sarris es diferente al rescate de viejos films y viejas stars tal como lo practican, de manera más insolente, algunos cineastas del underground neoyorkino; pero, a la vez, ambas estrategias confrontan con el gusto tan medio pelo de la época.

4. CONCLUSIONES

Hacia fines de la década, el debate sobre cine comienza a orientarse en otras direcciones: de la pasión del cinephile a la sistematización de los Film Studies como campo de investigación académica. Sarris enseñó en diferentes universidades; pero aun así nunca fue un scholar (demasiado subjetivista, demasiado intuitivo, demasiado impresionista). A propósito de un congreso en el que participó, en 1975, dirá lo siguiente:

La reunión estaba llena de aspirantes a semióticos y mi charla fue considerada, en todo caso, demasiado informal para los augustos claustros de la academia […] He leído diligentemente a Barthes sobre Garbo, a Wollen sobre Eisenstein y a Metz sobre Adiós Filipina. He luchado con Tel Quel y Cinèthique y con los renovados Cahiers du Cinéma […] ¿Entonces soy simplemente una víctima de la brecha generacional? No del todo. Al escuchar a los semiólogos en el congreso, de pronto me di cuenta de cuánto queda del individualismo romántico en mi conformación (1978, 150).

Sin duda, los debates alrededor del autor señalan la transición hacia una teoría contemporánea del cine, pero permanecen como el momento previo: la consolidación de los Film Studies como disciplina moderna está asociada al ataque contra el auterism (en su versión humanística) desde las barricadas teóricas del estructuralismo y del post-estructuralismo que se instalaron como modalidad dominante en los estudios académicos desde los años 703. En este sentido, Andrew Sarris constituye, quizás, el último eslabón de una tradición crítica norteamericana que se desarrolló cuando todavía el cine cargaba con el estigma de la cultura de masas y tenía que probar su legitimidad en el territorio de las artes.

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1Sobre las críticas de Macdonald a la cultura de masas, véase Lewandowski (2013).

2Sobre Farber, véanse VV.AA. (2008); VV.AA. (2014) y Gorin, Assayas, Le Pérón & Toubiana (1982).

3Sobre la trayectoria crítica de Sarris y su vínculo con los Film Studies, véase Levy (2001).

Recibido: 07 de Septiembre de 2020; Aprobado: 26 de Octubre de 2020

David Oubiña. Es doctor en Letras (Universidad de Buenos Aires). Es investigador del CONICET y profesor en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Es miembro del Consejo de Dirección de Las Ranas (arte, ensayo y traducción) y de la Revista de cine. Entre sus libros: Filmología: Ensayos con el cine (2000); El cine de Hugo Santiago (2002); JeanLuc Godard: el pensamiento del cine (2003); Estudio crítico sobre La ciénaga, de Lucrecia Martel (2007); Una juguetería filosófica: Cine, cronofotografía y arte digital (2009) y El silencio y sus bordes. Modos de lo extremo en la literatura y el cine (2011).

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