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Ñawi: arte diseño comunicación

versión On-line ISSN 2588-0934versión impresa ISSN 2528-7966

Ñawi vol.5 no.1 Guayaquil ene./jun. 2021

https://doi.org/10.37785/nw.v5n1.a1 

Artículos originales

Estética y patología de la nueva normalidad. Apuntes para una psicopedagogía tecnológica.

Aesthetics and pathology of the new normality. Notes for a technological psychopedagogy.

Josep M. Català Domènech1 
http://orcid.org/0000-0003-4768-916X

1Universitat Autònoma de Barcelona, Barcelona, España. josepmaria.catala@uab.cat


RESUMEN:

La pandemia de la Covid-19 ha desvelado bruscamente algunas características de la cultura y las sociedades contemporáneas que un pensamiento proverbialmente simplificador ha tendido a pasar por alto. El verdadero papel de la tecnología es una de estas particularidades. Esta centralidad trascendental no se refiere solo a la intensa presencia de la tecnología en la vida social y cultural, sino a las relaciones que mantiene con el pensamiento y con aspectos psíquicos tan controvertidos como la estructuración patológica de la ontología social. Los cambios catastróficos que se están produciendo aconsejan poner en práctica un estilo de pensamiento que encuentre su fundamento en aquellos elementos tecnológicos que están en el origen de las disfunciones. Para ello es necesario introducir en la educación un pensamiento de la tecnología que abarque especialmente las actuales tecnologías de la imaginación y su relación con formas audiovisuales como las relativas a la interfaz y al film-ensayo.

Palabras claves: Aceleración; complejidad; film-ensayo; interfaz; locura; tecnologías.

ABSTRACT:

The Covid-19 pandemic has abruptly revealed some characteristics of the contemporary culture and societies that a typically simplifying thinking has tended to overlook. The true role of technology is one of these peculiarities. This transcendental centrality does not refer only to the intense presence of technology in social and cultural life, but to the relationships it maintains with thought, along with psychic aspects as controversial as the pathological structuring of social ontology. The catastrophic changes that are taking place advise putting into practice a style of thinking that finds its foundation in those technological elements that are at the origin of dysfunctions. For this, it is necessary to introduce into education a way to think about technology that especially encompasses current technologies of the imagination their relationship with audiovisual forms such as those related to the interface and the essay-film.

Keywords: Acceleration; complexity; essay-film; interface; madness; technology

1. INTRODUCCIÓN

Una de las características principales de la sociedad contemporánea es la aceleración de los acontecimientos, de entre los cuales los relativos a la tecnología son los que más la experimentan. Decía Bernard Stiegler que estamos experimentando el extraño fenómeno de encontrarnos en un impase entre dos épocas, de manera que ha finalizado la antigua, pero la nueva no acaba de consolidarse y por lo tanto queda en el aire la formación de las nuevas instituciones sociales, culturales y psíquicas, así como los medios para comprenderlas. Es posible que sea precisamente la aceleración la que nos impide elaborar los elementos conceptuales necesarios para hacernos cargo de la nueva época. Pero, al mismo tiempo, es la aceleración la que nos aleja rápidamente de la época anterior y nos proyecta hacia un tiempo nuevo que no logramos abarcar. Tampoco sería de extrañar que fuera la rapidez con la que se suceden las cosas lo que hiciera que, en una era de probada complejidad, el pensamiento en general tienda a ser cada vez más simple. Consideraba Virilio hace unos años que “la historia progresa a la velocidad de sus sistemas de armamento” (Virilio, 2006, 90), lo cual pudo ser cierto hasta que la Guerra Fría empezó a desplazar la velocidad armamentística hacia los sistemas de comunicación. A partir de entonces, lo importante no fue tanto la velocidad de los misiles, como la de los mensajes que alertaban sobre su posible activación. El arma principal dejó de ser el misil y pasó a ser la amenaza, de modo que el campo de batalla, de ser geográfico, pasó a ser psíquico. Esto, en la esfera de la política internacional. Pero esta sutil transformación de las estrategias de guerra, que transmutaron el armamento material en armamento psíquico, pronto se deslizó hacia la sociedad civil convertida en táctica política: la amenaza destiló el miedo, y el miedo pronto se trocó en el estado ideal de la mente colectiva del capitalismo paranoico, que acabó tecnificándolo mediante instituciones, aparatos de estados, agencias de expertos y formas encubiertas o no de propaganda. Finalmente, el miedo ya no era solo un sentimiento social inducido por el poder, sino que el propio poder se veía afectado por él.

No nos debería sorprender que el acrónimo de Mutual Assured Destruction (destrucción mutua asegurada) -el lema que definió el equilibrio de la política internacional a partir de la Segunda Guerra Mundial- fuera MAD (loco), ya que efectivamente el mundo entró, a partir de los años cincuenta, en un proceso de creciente enloquecimiento generalizado. Los primeros en relacionar literalmente las estructuras sociales con una patología mental fueron Gilles Deleuze y Félix Guattari, un filósofo y un psicoanalista, en su El Anti Edipo, un libro que tuvo una notable incidencia en su tiempo, a pesar de ser escasamente comprendido en ese momento, y cuyo subtítulo no era otro que Capitalismo y esquizofrenia. Planteaban que el mundo capitalista contemporáneo estaba regido por las formas de la esquizofrenia y, a pesar de que ellos se referían a las maquinaciones del inconsciente, la drástica partición del mundo en dos partes contrapuestas parecía corroborarlo. Pero lo que era válido para ese momento histórico, no tenía una vigencia absoluta. Al contrario de lo que vaticinaban, el futuro no iba a ser esquizofrénico, sino paranoico, como nuestra realidad actual ha puesto claramente de manifiesto al confirmar con la pandemia del Covid-19 una tendencia que había ido ganando fuerza durante los últimos decenios, sobre todo a partir del ataque al World Trade Center.

Durante sus postreros e intelectualmente prolíficos años de vida, Stiegler efectuó una serie de drásticos diagnósticos sobre la sociedad actual, a la que acusaba de producir una miseria simbólica generalizada, así como de incentivar un intenso proceso de disrupción que dificulta el mencionado cambio de época. Trató de ofrecer soluciones sociales e intelectuales para, como decía, evitar que la situación nos volviera literalmente locos. Refiriéndose a que la conversión de los sistemas sociales en estructuras puramente computacionales impone a toda actividad un entendimiento automático, afirmaba que “la razón se encuentra sistemáticamente cortocircuitada. La realidad de la disrupción es la pérdida de la razón” (Stiegler, 2016, 71). Ante los planteamientos del pensador francés, ya no cabe refugiarse en la tranquilizadora metáfora: cuando hablamos de locura social, ya no podemos hacerlo metafóricamente. De hecho, Deleuze y Guattari tampoco utilizaban la metáfora al referirse a la esquizofrenia hace casi medio siglo. Su discurso se distingue precisamente por el rechazo sistemático a la metáfora. Una y otra vez, insisten en que las máquinas deseantes, las máquinas sociales que propugnan no son metafóricas: “no es por metáfora ni por extensión que los lugares, los equipos colectivos, los medios de comunicación, los cuerpos sociales, son considerados como máquinas o piezas de máquinas” (Deleuze & Guattari, 1985, 410).

Cabe recordar que una de las características principales de ciertas psicosis, en concreto de la esquizofrenia, es la incapacidad de asimilar el pensamiento metafórico por parte de quienes las padecen. Esto no convierte a Deleuze y Guattari en esquizofrénicos, sino que los hace mensajeros de una sociedad que lo era, puesto que había empezado a convertir en literales sus disfunciones, a inscribirlas en su propia estructura ontológica, a hacer que las formas sociales no solo fueran patológicas, sino que adquieran la forma de una patología. Se han traspasado, pues, las fronteras de la situación clásica, cuando aún se podía afirmar, como hacía Freud en El malestar de la cultura a finales de los años veinte del pasado siglo, que determinadas formas sociales son patológicas, y se ha entrado en una era en que la patología se ha convertido en la estructura básica de la realidad social. La intuición que Sloterdijk situaba en los albores de las sociedades de masas modernas -“sin una cierta medida de paranoia las naciones de cuño moderno ni son imaginables ni son factibles” (Sloterdijk, 2004, 83)- ha sido ampliamente sobrepasada por un mundo que ya ha excedido no solo los límites de la modernidad, sino también los de la posmodernidad. Ahora la paranoia no es, o no es solo, un trastorno del poder o de las masas, como indicaba también Canetti (1982), sino que se halla incrustada en la propia ontología de las sociedades contemporáneas.

Gran parte de este proceso reposa sobre la rápida transformación tecnológica, entre otras razones porque la organización social pasa desde hace algunas décadas primordialmente por ella y nuestro pensamiento gira en torno a ella. Las regiones sociales y mentales que ha ido ocupando la tecnología a un ritmo cada vez más acelerado han provocado una sinergia perversa entre mente y sociedad, un mutuo automatismo que interrumpe los procesos tradicionales de individuación: “ya que consiste esencialmente en la aceleración de las organizaciones sociales y, por con ello, a cortocircuitar la individuación colectiva y la transindividuación, la disrupción reposa sobre la destrucción de todas las estructuras psicosociales que permiten construir una economía de ese tipo (el capitalismo de la globalización) -que es a la vez psíquica y social, lo que significa que la alteración de los social implica también la de la psique” (Stiegler, 2016, 127).

Virilio denominaba “dromología” a la ciencia de la aceleración. Pero, en realidad, la velocidad de los acontecimientos durante el último medio siglo ha estado siempre al abrigo de cualquier ciencia, puesto que el conocimiento científico ha ido siempre a remolque de aquellos, aunque parezca lo contrario. Me refiero a la ciencia humana, a la de la comprensión, puesto que su sustituta, la tecnociencia, ha mostrado tener siempre un ritmo distinto y se ha alejado cada vez más del saber para instalarse en el terreno de los simples flujos de información a los que se ha encargado de tecnificar. Como indica Isabelle Stengers, “las instituciones académicas tomaron por modelo el método de investigación propio de la ciencia rápidas y sus colegas competentes, esto significa que las mímicas de las ciencias rápidas siempre tendrán ventaja. Es inútil decir que la evaluación objetiva está consagrada a transformar esta ventaja en lisa y llana hegemonía” (2019, 25). Se establece entonces una recesión de la ciencia lenta del saber que es sustituida por una ciencia rápida o tecnociencia destinada a ser la solución de todos los problemas.

Es por ello por lo que se ha empezado a ensalzar la inteligencia artificial y a considerar urgente la sujeción de todos los ámbitos de la sociedad a un pensamiento algorítmico que sea capaz de acomodarse a la rapidez a la que corre la realidad, de modo que se pueda alcanzar ese punto ideal en el que el problema y la solución se produzcan al unísono. Pero cuando esto ocurre, cuando se logra acompasar la realidad social y la computacional, los fenómenos tienden a desvanecerse, puesto que dejan de tener sentido humano. Sin embargo, no desaparecen, sino que se transforman en algo parecido a una alucinación, a un sueño cuyo contenido se traslada al arte y, de manera muy directa, a los productos de ficción, cinematográficos, televisivos, literarios o pertenecientes al campo del cómic. La realidad se traslada a la ficción, produciendo también fenómenos de hibridación entre los dos ámbitos, mixturas que son especialmente características del documental más contemporáneo o posdocumental, un tipo de cine en transformación que es particularmente sensible a cambios de esta naturaleza que la ciencia rápida ignora y la ciencia lenta tarda en comprender.

En 1976 se preguntaba Lacan si Joyce estaba loco y para responder a la pregunta elabora un método que análisis que se asemeja a la locura: “Lacan se replantea la cuestión y la hace explícita a partir, precisamente, de la esquizofrenia de Joyce, de la locura megalomaníaca que se desprende de la vida, los textos, notas, cartas y garabatos de Joyce. Todo ello permite el abandono de las teorías de Freud y las estructuras tal como hasta entonces las conocíamos: neurosis, psicosis y perversión. Y abre, por tanto, una nueva concepción de la clínica basada en suturas y nudos (...). Este nuevo paradigma es elaborado por Lacan abandonando la mano de Freud de manera definitiva y tomando la de Joyce. De manera especial, Finnegans Wake. Y lo hace identificándose con él, rompiendo el sentido (…). Lo hace garabateando con nudos como Joyce garabateaba y anotaba con el lenguaje, inventando palabras, incluso” (Chacón, 2014). Lo que Lacan detecta en Joyce es un tipo de locura que está más allá de la psicosis. Pero la entiende aún como esquizofrénica, coincidiendo así con la vigencia de las teorías de Deleuze y Guattari sobre el predominio de esta patología. Si en lugar de dirigir su atención al pasado -a Joyce-, hubiera examinado el panorama literario que le rodeaba -el que configuraban escritores como William Burroughs, Philip K. Dick, Thomas Pynchon o James Ballard- hubiera podido dirigir su nuevo lenguaje analítico a la creciente vigencia de una paranoia no psicótica.

2. Desarrollo. Tiempo de catástrofes

Sobre el vacío que produce la pérdida de peso de la realidad a causa de las distintas aceleraciones y desaceleraciones se instala un pensamiento simple, de carácter prácticamente mitológico, al tiempo que la tecnología propone simulacros de esa realidad en regresión. Pero, de súbito, el fenómeno de las aceleraciones que se ha venido produciendo durante el último medio siglo ha desembocado en una catástrofe en todos los sentidos. Me refiero a la pandemia de la COVID, una catástrofe global que es además catastrófica en el sentido que le daba el matemático Rene Thom a este concepto: el cambio inesperado en una trayectoria, una bifurcación drástica de la misma. De pronto, el tiempo se ha detenido y el futuro y el pasado han desembocado en un presente perpetuo. Ha cristalizado la nueva era, a la que algunos denominan nueva normalidad, pero seguimos sin tener los recursos conceptuales necesarios para comprender y gestionar el recién instaurado contexto. Sin embargo, nuestra situación no es exactamente la misma que antes, ya que ahora la nueva era ya no es una expectativa que no acaba de realizarse, sino una realidad en todos los sentidos, menos el que se refiere a su comprensión. Antes residíamos en un limbo que nos permitía imaginar que aún controlábamos la situación -algo completamente ilusorio-, mientras que ahora somos repentinamente conscientes de la caducidad de las viejas ideas y las antiguas formas de pensar, sin que seamos capaces de idear una alternativa. En estas circunstancias, existen dos peligros, a cada cual peor: seguir con la inercia de la antigua mentalidad o zambullirse en la nueva situación sin realmente comprenderla. La ciencia lenta tenderá a acogerse a la primera posibilidad, mientras que la ciencia rápida se decantará por la segunda.

Cuestiones como la inteligencia artificial, los nuevos sistemas de comunicación y las realidades virtuales están a la orden del día no solo porque el proceso de la pandemia requiere el llamado distanciamiento social que estas tecnologías procuran, sino porque la eventualidad del virus es el catalizador de un salto cualitativo muy drástico que nos empuja hacia una nueva ordenación social, pero también hacia una nueva forma de realidad. Es inevitable pensar que, cuando pase la pandemia, nada volverá a ser igual: los medios informativos y los expertos no dejan de repetirlo. Pero es de temer que esta constatación, precipitada como tantas otras, nos lleve a considerar que el cambio es tan unidimensional como parece, por lo que la nueva normalidad ha de consistir en someternos a sus parámetros más inmediatos, sin tener en cuenta que estos son a la vez políticos y cognitivos, ontológicos y epistemológicos: cambio total y, por lo tanto, en sí mismo catastrófico. Es decir, que la catástrofe es a la vez natural y política, obedece a unos intereses determinados que, al mismo tiempo, acatan los parámetros de una tendencia que los determina. Y todo ello al margen de nuestros instrumentos de comprensión, que deberían incluir una nueva ética de la verdad, igualmente alejada de las mentiras de la posverdad que de la ingenuidad interesada de las verdades absolutas.

Si Stiegler planteaba soluciones para no volverse loco en una sociedad cada vez más enloquecida, quizá haya que empezar a pensar cómo renovar la racionalidad en un contexto tan irracional como el que nos rodea. Una de las premisas de Deleuze y Guattari era que la solución a la esquizofrenia capitalista no era el retorno a una utópica racionalidad correspondiente a épocas anteriores menos fluidas, sino el uso de la esquizofrenia para producir una línea de fuga capaz de descomponer la estructura de la dominación del capitalismo esquizofrénico. Contraponían, sin embargo -eran aún los años setenta y ochenta-, una esquizofrenia liberadora a una paranoia fascista: “la cuarta y última tesis del esquizoanálisis radica, por tanto, en la distinción de dos polos de la catexia libidinal social, el polo paranoico, reaccionario y fascista, y el polo esquizoide revolucionario (…). El esquizo no es revolucionario, pero el proceso esquizofrénico (del que el esquizo no es más que la interrupción, o la continuación en el vacío) es el potencial de la revolución” (Deleuze & Guattari, 1985, 352 y 377). Situaban, pues, la paranoia en el pasado y proyectaba la esquizofrenia del capitalismo de ese momento hacia el futuro. Sin embargo, la realidad ha terminado por refutar su premisa: el capitalismo se ha vuelto claramente paranoico, pero, igual que ocurría en la situación esquizofrénica anterior, la salida del dominio paranoico se encuentra en el mismo ámbito de la paranoia. Que la paranoia es fascista lo vemos claramente en la deriva política actual, pero el antídoto no se halla fuera de la paranoia: si la esquizofrenia era el fármaco en tiempos de esquizofrenia, la paranoia ha pasado a serlo para los tiempos paranoicos actuales. En la línea de Stiegler y su búsqueda de un remedio para la locura contemporánea, es necesario encontrar una racionalidad democrática de la paranoia (Català, 2016).

2.1. La complejidad tecnológica

El debate no está instalado solo en el terreno de la enfermedad mental o la cognición, sino también inevitablemente en el de la tecnología. La misma tecnología que se encuentra en la base de nuestro desconcierto, se propone como inevitable pista de despegue de nuestro entendimiento.

En un libro clarividente en el que expone algunos aspectos precisos del pensamiento de Deleuze, Anne Sauvagnargues se refiere a la utilización que este hace de las ideas de Leroi-Gourhan sobre “la concepción biológica de la técnica como exteriorización de los órganos motores, posteriormente neuroperceptivos y simbólicos, de los humanos” (2006, 113) para plantear la idea de que el hombre es un animal desterritorializado, o lo que puede ser lo mismo: sacado de quicio. Roger Bartra abunda en esta hipótesis de la exteriorización, pero refiriéndose más concretamente a factores cerebrales de los que las tecnologías complejas supondrían una extensión, de manera que el funcionamiento del cerebro del ser humano actual -yo preferiría decir la mente- estaría volcado también en los instrumentos, entre otras razones por “la acumulación de «plantillas cognitivas» que se almacenan externamente gracias a recursos culturales, y que son internalizadas por los individuos, durante el aprendizaje como si fueran módulos prefabricados” (Bartra, 2006, 97). Pero el fenómeno de las relaciones entre la tecnología y la mente es más profundo de lo que suponen estas aproximaciones, lastradas aún por un ligero mecanicismo. Para comprender su alcance, es necesario tener en cuenta que las tecnologías de la imaginación actuales son algo más que esa simple prolongación del cuerpo o de los sentidos que constituían las herramientas o las técnicas tradicionales. Un nuevo ámbito fenomenológico se abre con ellas, de manera que lo ocurrido en el pasado solo nos sirve de referencia para empezar a comprender lo que puede estar ocurriendo ahora. La sinergia que se produce entre la cultura y la mente, de cuya importancia tenemos ejemplos en procesos anteriores tan trascendentales como el de la aparición de la escritura, alcanza una nueva cota en el ámbito de la digitalización.

Uno de los grandes problemas de la enseñanza superior en prácticamente todo el mundo es que muy pocas instituciones han comprendido la importancia que reviste en la situación actual la filosofía de la tecnología. Se habla mucho de una engañosa “alfabetización audiovisual”, pero se presta muy poca atención a la necesaria comprensión de la incidencia que la tecnología tiene en nuestro entorno y en nuestra psique. En los departamentos de filosofía, el asunto apenas si interesa, mientras que en los de ingeniería no se ve la razón para perder el tiempo en lo que consideran disquisiciones metafísicas. Por otro lado, la mayoría de las reflexiones importantes sobre la técnica que se han efectuado durante los últimos y cruciales cien años, empezando por la famosa Pregunta por la técnica de Heidegger, tienen una tendencia apocalíptica que hace que solo respondan a una parte de la pregunta. Y, desde luego, no resuelven el problema de cómo introducir la comprensión total de la tecnología en los estudios superiores. Una operación de este tipo requiere aunar, como mínimo, la crítica filosófica de la tecnología, la fenomenología de los dispositivos y el entendimiento de incidencia psíquica de la práctica de estos, en relación tanto a los productos como a los productores, así como a los receptores. Esbozar, por lo tanto, un programa capaz de reunir a Heidegger con Benjamin, a Flusser con Latour y a Deleuze y Guattari con Stiegler, para establecer una plataforma básica de aprendizaje e investigación.

Por el contrario, frente a la inevitable presencia de los instrumentos tecnológicos en la mayoría de los estudios universitarios, se han desplegado, en el campo de las ciencias sociales y humanas, así como en el de unas ciencias de la comunicación especialmente interesadas en el asunto, dos estrategias igualmente nefastas: enseñar a utilizar los aparatos de la manera más práctica posible, e introducir los rudimentos de su estructura técnica en un intento infructuoso por conectar el saber de la ingeniería con el de la disciplina correspondiente pero solo como un aditamento de cultura general. En muy pocos casos, se ha propuesto pensar la tecnología más allá de su uso práctico y su funcionamiento. Sin embargo, este tipo de acercamientos superficiales ignoran que no solo nuestra realidad es tecnológica en muchos sentidos, sino que también el sujeto contemporáneo se ha amoldado a esta razón tecnológica. Sin ir más lejos, la paranoia social tiene que ver, aparte de con cuestiones ideológicas, con la presencia de dispositivos como Internet, las redes sociales, los simulacros, el Big Data y los sistemas de vigilancia, control y reconocimiento facial, así como con el amplio abanico de la biopolítica. Demonizar simplemente el sistema ecológico que conforma este entramado sería tan absurdo como los sería para el que se ahoga negar la existencia del mar. Si al que está en este peligro hay que recomendarle que aprenda a nadar, también es conveniente el aprendizaje para quien navega por el mar de la tecnología. El sujeto alienado por la tecnología no se libera de ella rechazándola o pretendiendo ignorarla, sino dominándola. La tecnología, sobre todo a través del ordenador y la digitalización, propone nuevas formas de pensamiento que deben ser aprendidas, entre otras razones, para utilizar este aprendizaje como antídoto a una claudicación irreflexiva frente al pensamiento algorítmico de la inteligencia artificial, así como a una aceptación acrítica de cualquier innovación tecnológica.

Hace más de dos décadas, el filósofo de la técnica Langdon Winner, en un libro donde se planteaba los límites de la era de la alta tecnología, contaba una anécdota del astronauta John Glenn. Cuando este realizó su primer viaje orbital en 1962 y contempló por primera vez la superficie del globo terrestre con los mares y continentes deslizándose por debajo de él, tuvo la impresión de que era algo que ya había experimentado antes. Lo que veía no le causaba ningún asombro porque ya lo había visto anteriormente en los simuladores de vuelo con los que había entrenado durante meses. Es decir, “las condiciones artificiales generadas en el centro de entrenamiento habían empezado a parecer más «reales» que la verdadera experiencia” (Winner, 1989, 3). Casi medio siglo después, la técnica de los simuladores de vuelo ha penetrado en la vida cotidiana con la realidad virtual. La era de los simulacros, de las copias sin referente de Baudrillard, ha llegado para quedarse. Pero el resultado no es que el simulacro ahora nos parezca más real que la propia realidad, sino que nos parece más operativo que esta. Las interfaces, que tanto han avanzado con los videojuegos, son instrumentos para pensar la realidad, una realidad que, en este caso y parafraseando a Heidegger, podemos decir que se convierte en lista-para-la-mano. El filósofo alemán se refería a las herramientas, que se ponían a nuestra disposición, de lo que se desprende, como comenta Steven Shaviro, que “esta misma disponibilidad de nuestras herramientas les confiere una extraña autonomía y vitalidad. Descubrimos que no podemos simplemente usarlas. Debemos aprender a trabajar con ellas, en lugar de contra ellas” (2014, 48). Trabajar con ellas significa fundirse con ellas. Con técnicas tan sofisticadas como las actuales y en una sociedad tan tecnificada como la nuestra, lo tecnológico y lo real intercambian papeles fácilmente. De modo que los dispositivos transmiten a la propia realidad esa cualidad de estar lista-para-la mano. Pero estar a disposición de la mano implica estarlo también de la mente y, por lo tanto, del pensamiento. Se trata de un nuevo pensamiento-acción tecnológico que se realiza especialmente a través de las interfaces.

La pandemia -en cuyo epicentro aún nos encontramos cuando escribo esto- nos debería hacer olvidar que las sociedades no son estructuras estáticas como monumentos que se pueden estudiar desde perspectivas distintas pero que se remiten a una figura esencial invariable. Por el contrario, su forma cambia constantemente y, por lo tanto, requiere un pensamiento igualmente móvil que se adapte a cada situación. La sociedad global de la más estricta actualidad puede ser comparada a una enorme mesa, cuyas cuatro patas son, en estos momentos, la sanidad, la economía, la democracia y el individuo. Todas ellas experimentan una doble crisis: una crisis sistémica y otra crisis circunstancial debida a la pandemia. Ahora las circunstancias han hecho estallar el sistema y han provocado una respuesta institucional decepcionante que solo contempla el fallo de una de las patas, la sanitaria. Pretender que la mesa se sostenga sobre una sola pata es hacer peligrosos equilibrios. Sin embargo, prácticamente toda la inteligencia mundial ha centrado sus esfuerzos en la pata sanitaria, mostrando su incapacidad para un pensamiento complejo que requeriría barajar al unísono todas las consecuencias del fenómeno. Hay muchas razones para esta focalización en la sanidad, algunas son obvias, las otras quizá inconfesables: no solo tienen que ver con la salud, sino que barajan también intereses biopolíticos y de control social. Pero no entraré ahora en este debate. Lo que me interesa es plantear la necesidad de un pensamiento complejo y las posibilidades que ofrece la tecnología para implementarlo. Lo malo es que la tecnología tiene varias caras y es necesario acertar con la más adecuada, para lo que se necesita la implementación de ese pensamiento complejo que precisamente se está buscando a través de la tecnología. La complejidad lleva a tener que resolver este tipo de paradojas.

Es en este punto donde podemos descubrir las posibilidades de una inteligencia artificial beneficiosa. Los algoritmos, que están en la base de la informática, son también necesarios obviamente para el funcionamiento de las interfaces y estas -es decir, los procesos de reflexión basados en su funcionamiento- pueden organizar el tipo de formaciones arquitectónicas fluidas que se precisan para articular complejidades como las que acabo de mencionar. Pero -y esta es la cuestión trascendental- no se trata de trasladar el problema a un programa estadístico o procedimental para que gestione automáticamente los parámetros del problema -es decir, colocar los algoritmos al mando-, sino que es necesario usar los algoritmos para ampliar nuestra capacidad mental en un proceso reflexivo completamente nuestro. Este es el único posthumanismo razonable, el único que nos permite avanzar como seres humanos. Pero no es el que se acostumbra a contemplar desde la tecnociencia.

Donde mejor se observan las carencias de la mentalidad tradicional es en el terreno de la educación. La educación es un nuevo factor de complejidad. Si continuáramos con la metáfora de la mesa, añadirle esta pata la convertiría en un objeto monstruoso. Pero quizá se trata de esto, de descubrir la monstruosa complejidad del mundo para que no nos suceda lo del astronauta, es decir, para que conservemos nuestra capacidad de asombro y esa curiosidad que es esencial para el saber.

Cuando escribo estas líneas, los estudiantes europeos están regresando a las aulas. Y la discusión está centrada en los riesgos de la presencialidad. Ya antes del verano, durante el confinamiento, se empezó a pensar en la posibilidad de hacer clases virtuales y, cuando se comprobó que sería imposible volver a las aulas antes de fin de curso, se procuró establecer un improvisado simulacro de educación a distancia en la mayoría de las instituciones y en todos los niveles de la enseñanza. En especial las autoridades universitarias españolas lanzaron el mensaje neciamente optimista de que nos encontrábamos ante una magnífica oportunidad para modernizar nuestros sistemas de enseñanza superior, lo que significaba derivarlos paulatina y definitivamente hacia un sistema de enseñanza virtual. De nuevo, el pensamiento simple se imponía a la necesidad de un pensamiento complejo.

El debate sigue activo y son muchos los miembros de las comunidades universitarias de todo el mundo que han alertado sobre el peligro de convertir las instituciones de enseñanza superior en universidades a distancia. La presencialidad y la consecuente socialización son necesarias para asimilar el conocimiento, indican con acierto. Pero no han faltado quienes aplauden con frenesí la virtualización de la realidad, especialmente mediante la teleenseñanza y el teletrabajo. Las universidades privadas, por ejemplo, se han apresurado a hacer publicidad de su rápida adaptación tecnológica como muestra de una flamante modernidad y con el pueril entusiasmo del nuevo rico.

Tampoco pretendo entrar en este debate, aunque estoy básicamente de acuerdo con los que piden prudencia antes de tomar decisiones que no son solamente prácticas y circunstanciales, sino que pueden tener consecuencias a largo plazo. Pero no puedo evitar ser pesimista porque reconozco la fascinación que ejerce la novedad sobre el pensamiento simple, especialmente la novedad tecnológica. De la misma manera que los consumidores no pueden evitar la compra inmediata de la nueva versión de algún dispositivo electrónico, tampoco los políticos y ciertos especialistas son capaces de resistirse a la atracción de lo novedoso, espoleados por las engañosas ideas de progreso y modernización que se presentan siempre como valores en sí mismas.

He sido siempre un ferviente defensor de las nuevas tecnologías y de las nuevas formas de pensar que estas tecnologías nos proponen. Y, si bien era consciente de que los aspectos positivos de estas novedades tecnológicas no se daban automáticamente al utilizarlas, sino que antes había que asimilarlas reflexivamente, me mantenía sin embargo optimista respecto a su posible efecto benefactor en muy distintos campos de la cultura y la sociedad. Ahora empiezo a tener mis dudas. Pero no porque me haya desengañado sobre el potencial de la tecnología, sino porque temo los peligros de su aplicación precipitada. Temo que la urgencia sanitaria y la consolidación de los parámetros que esta propone lleve a una asunción irreflexiva de la nueva época y al deseo de amoldarse rápidamente a ella por la vía tecnológica.

Recurre Sloterdijk a la teoría del delirio de masas de Hermann Broch para explicar cómo se pasa de “un estado de confusión propiamente dicho a un estado de confusión por participación” (2004, 87). Se trata, añade, de “una teoría que explica hasta qué punto los participantes tras el exceso vuelven a enfrascarse en una normalidad reencontrada, como si ellos no hubieran tomado parte en el delirio” (87). Broch estuvo trabajando en su “Teoría de la locura de las masas” durante la última parte de su vida, como si el asunto no pudiera ser cerrado por su constante actualización. Los primeros intentos fueron de 1934, pero la edición definitiva no apareció hasta 1979, mucho después de su muerte, cuando el delirio masivo seguía siendo un tema vigente y sin un final a la vista. Las palabras con que Broch inicia su estudio parecen dirigidas a nosotros, pues sostiene que “nadie ignora qué locura se ha apoderado hoy del mundo, cada uno sabe que él mismo participa de esta locura, como víctima activa o pasiva, cada uno sabe, pues, a qué formidable peligro está expuesto, pero nadie es capaz de localizar la amenaza, nadie sabe desde dónde se apresta a abalanzarse sobre él, nadie es capaz de mirarla verdaderamente a la cara, ni de resguardarse de ella con eficacia” (2008, 13).

El proceso de desfamiliarización de la realidad que ha provocado la pandemia conlleva un urgente deseo de regreso a lo familiar. Pero, como la vía a la realidad anterior parece haber sido cortada definitivamente, la premura nos lanza hacia adelante, y hacia allí nos precipitamos sin pensar, con tal de salir del impase en el que nos encontramos. Penetramos así en lo siniestro como si fuera nuestro nuevo hogar.

2.2. La buena educación para tiempos informales

La aceleración tecnológica de las últimas décadas acabó desembocando en una aceleración social igualmente perniciosa. Cada vez iba siendo más obvio que los sucesivos cambios tecnológicos iban creando un sujeto ansioso por estar al día tecnológicamente, como si no estarlo lo convirtiera en un marginado, de manera que la aceleración socio-tecnológica formaba paulatinamente sujetos mentalmente inestables, presos de múltiples ansiedades y no pocas frustraciones. La afirmación de Sloterdijk (2004, 187) relativa al auge de los nacionalismos -“el objetivo principal de la política moderna se cifra en cobijar un cierto número de hombres vertiginosamente excitados al abrigo de un techo étnico-cultura común”- es aplicable a mucho otros ámbitos, lo que corrobora la relación estricta entre aceleración social y aceleración mental o excitación subjetiva.

No debemos desdeñar las potentes ideas de Félix Guattari sobre el esquizoanálisis, que está basado en la noción de que los sujetos son precisamente el resultado de un conjunto de inestabilidades maquínicas. Insiste el psicoanalista no solo en las dimensiones maquínicas de la subjetivación, sino también en “la heterogeneidad de los componentes que agencian la producción de subjetividad” (Guattari, 1996, 15). Pero, al margen del origen de la conciencia, que puede ser un cúmulo de inestabilidades, la inestabilidad de la conciencia en sí es una fuente de neurosis y puede que de psicosis. Es necesario no confundir los dos niveles ontológicos. Al fin y al cabo, el sujeto puede cambiar constantemente de roles sin ser básicamente inestable, mientras que la inestabilidad en el seno de la propia conciencia -el no ser capaz de asumir sus propios síntomas- lo conduce a una inevitable estagnación patológica.

Las síntesis tecno-subjetiva que genera la aceleración socio-tecnológica se producía siguiendo unos mecanismos parecidos a los de las vanguardias artísticas del siglo XX, es decir, como una ola imparable que sobrepasaba constantemente los límites cognitivos y estéticos de la sociedad en general, a la que, por su mayor grado de estabilidad, algunos tildaban de conservadora. Era ciertamente conservadora, pero suponía un necesario principio de realidad que acabó por esfumarse, dejando completamente libre al deseo. Pero esta libertad del deseo no supone en absoluto una libertad del sujeto. Considera acertadamente Byung-Chul Han que “el neoliberalismo representa un sistema altamente eficiente y en verdad efectivo para explotar la libertad” (2017, 74). Es decir, liberando el deseo de toda constricción, se nos hace prisioneros del deseo. “Protéjanme de lo que quiero” es el título de una de las instalaciones de la artista conceptual norteamericana Jenny Holzer. Desaparecida, pues, la base estable de una sociedad conservadora, es toda la realidad al completo la que cabalga sobre la ola cuyo avance inagotable está espoleado por un deseo nunca satisfecho y nunca limitado. Hasta ahora, que la ola ha roto sobre las orillas de la nueva realidad.

Lo curioso es que, en verdad, lo que avanzaba era solo el deseo, como una especie de urgencia utópica, como el sueño de un surfista que no se ha movido de la cama. Avanzaba, pues, una realidad ilusoria, sin una base estable que le sirviera de referencia. Sin resistencia que se le oponga, el deseo desemboca en la psicosis.

Deleuze y Guattari, en El Anti Edipo, proponían sustituir la idea freudiana del inconsciente como teatro, planteando que se lo considerara como una fábrica, donde no hay representaciones, sino producción abstracta. Con esta propuesta de una producción abstracta no subjetiva, los franceses se avenían sin saberlo a la lógica de las cadenas de montaje de Henry Ford; sustituían, inconscientemente a pesar de sus profundas reflexiones, el freudismo por el fordismo, muy en la lógica del pensamiento de izquierdas del momento, para el que la fábrica era más importante que el teatro. Dejando de lado la cuestión edípica que era central en su libro, es necesario restituir ahora el concepto más humanista del inconsciente como teatro. ¿No son las tecnologías de la realidad virtual, la realidad aumentada o los hologramas un nuevo teatro de la mente? En este teatro, en estos escenarios virtuales, el deseo del sujeto se topa con el sujeto del deseo. Es decir, regresa el sujeto tecnológicamente dispuesto a gestionar el deseo. “El deseo siempre se produce y se mueve rizomáticamente”, afirman Deleuze y Guattari (2002, 19) en Mil mesetas. Se hace necesario pensar, pues, con el hipertexto o. mejor aún, con las hiperimágenes para comprender el trasfondo de estos intercambios.

Se hace así más patente aún la necesidad de comprender las tecnologías de la imaginación y buscar la mejor manera de que su potencial se aplique de forma adecuada, especialmente en el campo de la educación, a dónde es posible que se dirijan en primer lugar la mayoría de los esfuerzos para normalizar una situación cuyo distintivo más destacado es en estos momentos la anormalidad. Para ello, no basta con implementar aulas virtuales y establecer innovadores sistemas de comunicación. El buen uso de las nuevas tecnologías de la imaginación no ha de consistir en sustituir todos los procesos materiales para convertirlos en virtuales, ni en transformar el contacto humano directo en una relación puramente telemática. Es obvio que esto no sucederá nunca completamente, pero la simple tendencia puede suponer un cambio de valores que conlleve la definitiva imposición de unas formas culturales -básicamente, anglosajonas y protestantes-, que de por sí ya tienden a una distanciación social, a otras -sustancialmente católicas y “latinas”- cuyo rasgo predominante es el contacto social. Este proceso de colonización cultural y antropológica no es nuevo en absoluto, pero, como todo lo demás, corre el peligro de acelerarse y de ser asimilado sin resistencia por parte de los colonizados, si de nuevo lo confunden con una modernización o un progreso.

Franco Berardi (2020) denomina a los actuales procesos de cambio “mutación tecnopsicótica”, poniendo de manifiesto la condición contemporánea que conecta la tecnología con la mente y en particular con la patología, de manera que no solo nos encontraríamos a merced de la biopolítca, sino también en la psicopolítica. Con la particularidad de que no se trata del resultado de una conspiración, sino de las consecuencias de una nueva ontología social en la que se hallan instalados todos los actores, tanto los colonizadores como los colonizados. No es ciertamente una conspiración, pero en tiempos paranoicos como los actuales, es como si lo fuera.

La proliferación de aparatos electrónicos en las últimas décadas y la rápida obsolescencia de algunos de ellos -VHS, Laserdisk, CD-Rom, DVD, Blu-Ray, cámaras fotográficas y videográficas, monitores de televisión, tabletas, etc.- ha conducido a una concentración de las distintas funciones que patrocinaban en dos aparatos principales, a saber, el teléfono móvil y el ordenador, con la particularidad de que incluso algunas de las actividades de este último se han desplazado fácilmente al móvil, convirtiéndolo así en un centro de operaciones multimediáticas muy próximas al cuerpo. Esta confluencia ha acentuado la propensión que ya tenían los dispositivos electrónicos a acercarse al cuerpo que se inició principalmente con las cámaras fotográficas y videográficas digitales, debido a su drástica disminución de tamaño. La tendencia coincide con una creciente sinergia entre las aplicaciones y la mente, en particular, con la imaginación. Mientras el hardware se confunde con el cuerpo, el software lo hace con la mente. En especial con el teléfono móvil, los movimientos mentales y corporales confluyen en un aparato o, dicho de otra manera: a través de un aparato, los gestos corporales se traducen en gestos mentales y estos se desplazan a gestos relacionales, al tiempo que -y esto es primordial- el proceso se visualiza en una pantalla. En el ordenador, esta fenomenología no es tan aparente porque el cuerpo se inmoviliza ante él, pero no por ello deja de existir: en realidad, es mucho más intensa. La imagen sigue siendo primordial en el ordenador, pero en su seno va a desembocar la evolución y transformación de la escritura -incluso el cineasta se convierte en una especie de escritor de imágenes cuando utiliza los programas de montaje en un ordenador-, mientras que el móvil, con todas sus aplicaciones, está más cerca de la oralidad, aunque sea una “oralidad” de carácter primordialmente visual. En ambos casos, las transformaciones pasan por la fenomenología de las imágenes. Y se sitúan en la frontera que separa el régimen de las pantallas del próximo paradigma de lo holográfico y los entornos virtuales.

Las imágenes contemporáneas son complejas, entre otras muchas razones porque responden a nuestra mirada compleja. Esta complejidad está presente, incluso cuando se halla desplazada por la creciente tendencia cultural a la simplicidad. Se convierte entonces en algo parecido a lo que Benjamin denominaba inconsciente óptico, aunque de características menos mecánicas: un inconsciente visual y cultural entremezclados. De manera que otro de los grandes retos de la educación contemporánea pasa por entrenar la mirada para hacerla sensible a la complejidad, como vía principal para formar una mente compleja.

Sin duda existen muchas posibilidades pedagógicas de utilización de las nuevas tecnologías, pero quisiera centrarme en dos de ellas, que considero trascendentales porque van más allá del método y hunden sus raíces en las características esenciales de la realidad contemporánea y todas sus contradicciones. Son en realidad el antídoto perfecto a estas contradicciones, ya que ambas posibilidades se refieren a una nueva forma de pensar que cada una de ellas desarrolla a su manera, aunque a partir de unos parámetros comunes.

Me refiero a dos formas audiovisuales distintas, pero que en muchos aspectos se complementan: el modo interfaz y el modo ensayo. El modo interfaz es una categoría general relacionada con el nuevo tipo de imágenes que genera la interacción digital y que podemos encontrar tanto en nuestra actividad cotidiana con el ordenador, como en los videojuegos, los documentales interactivos, etc. Más que de imágenes, debemos hablar de sistemas audiovisuales, sistemas que son fluidos y que se transforman constantemente a través de nuestra interacción con los dispositivos, de manera que tienden a generar “conversaciones” con ellos: conversaciones entre el ser humano y la máquina a través de una plataforma audiovisual cambiante. Por otro lado, tenemos el modo ensayo, cuyo aspecto literario se remonta a Montaigne y fue teorizado principalmente por Theodor Adorno, pero que tiene una vertiente audiovisual muy destacada en el llamado film-ensayo (Català, 2014), un género que forma parte de las importantes transformaciones que ha experimentado el documental contemporáneo.

Si las relaciones entre el modo interfaz y el modo ensayo son muy estrechas, ya que en ambos casos se trata de formas de pensamiento exploratorio, no dogmático y multifacético, las que se establecen entre la interfaz y el ensayo fílmico son aún más próximas porque en los dos se produce un fluido de imágenes y sonidos destinado a efectuar exploraciones temáticas, por medio de conexiones significativas de carácter multimediático. Es por ello que la mejor muestra de ambas posibilidades y de su coincidencia son los webdocs o documentales interactivos, es decir, ensayos audiovisuales activados mediante interfaces. En general, estos dos modos coinciden con lo que Deleuze y Guattari denominaban agenciamiento, que es “precisamente ese crecimiento de las dimensiones en una multiplicidad que cambia necesariamente de naturaleza a medida que aumentan sus conexiones” (2002, 14). Se trata, pues de las dos caras de una misma ontología: por un lado, la estructura de lo real, por el otro los instrumentos intelectuales que se amoldan a la forma de esa estructura de tal manera que son capaces de pensarla y expresarla. No se trata de un isomorfismo entre la realidad y el “lenguaje” audiovisual que reemplazaría el mimetismo de la imagen icónica por una coincidencia entre la estructura interna de la visualidad y la estructura interna de la realidad, sino de una concurrencia de operatividades: el modo ensayo y el modo interfaz no reproducen la estructura de la realidad automáticamente, sino que ofrecen el instrumento necesario para desentrañar la forma compleja de la realidad de la mejor manera posible en el estado en el que se encuentra esa complejidad en un momento dado.

Los modos interfaz y ensayo son, por consiguiente, ciencia y arte combinados a través de instrumentos técnicos. Jean-Louis Déotte (2012), al referirse al “aparato estético”, establece una diferenciación entre el dispositivo y el aparato. Discute la idea de que es la historia la que origina el aparato, afirmando que, por el contrario, los acontecimientos históricos se producen en el seno de un aparato que los preexiste y los representa. Es decir, “lo que aparece, aparece necesariamente configurado por un aparato. Esto quiere decir que son los objetos técnicos como la perspectiva o la fotografía los que, al hacer época y transformarse entonces en «aparatos», configuran la sensibilidad y la comunidad” (Déotte, 2012, 143). Este hacer época es lo que no ha ocurrido hasta ahora, según Stiegler. Pero la idea que Déotte propone del aparato es distinta de la de un instrumento técnico específico: puede ser tanto un modelo mental como la perspectiva pictórica, una institución como el museo, o el entorno fenomenológico de una técnica como la fotografía. Sin embargo, es relevante la relación que establece entre el acontecimiento y el aparato, una idea que podemos desplazar perfectamente a la tecnología en general y su capacidad reflexiva que implica un ensamblaje entre el gesto y la imagen, el pensamiento y la representación, el arte y la ciencia. Asegura que “no podemos disociar el gesto manual de la inteligibilidad del conjunto, el cual está sometido a un principio de identidad puesto que es necesario convertir en parejos (rendre pareils), y por lo tanto aparejar (appareiller), elementos que en principio no lo son. ¿Cómo, en tal caso, disociar la producción artística del gesto técnico, puesto que en cada momento un aparato (appareil) está en funcionamiento como principio cognitivo de identidad?” (Déotte, 2004, 101). A través de los aparatos (instrumentos tecnológicos) podemos desvelar el inconsciente del aparato (modelo mental) que determina la forma de un acontecimiento.

Considero que la cultura contemporánea tiene el deber de explorar los dos ámbitos confluentes del ensayo y la interfaz con el fin de comprender el alcance de las nuevas formas de pensar tan necesarias para asimilar la complejidad contemporánea, es decir, para alcanzar aquellos niveles fenoménicos a los que no llegan los sistemas tradicionales de gestión del saber. Se trata de profundizar, pues, tanto en la fenomenología de la interfaz como en la dramaturgia de los nuevos documentales que se basan principalmente en la subjetividad y la reflexión, y por consiguiente en el modo ensayo. Existen muchos otros elementos que cumplen funciones parecidas, pero estos que menciono son la puerta de entrada al nuevo panorama porque ambos forman un puente entre el humanismo tradicional y lo que se ha denominado tecno-humanismo o humanismo tecnológico. Se ha hablado mucho de la posibilidad de una tercera cultura que sirva de puente entre las otras dos -ciencia y humanidades-, sobre cuyo distanciamiento advirtió hace décadas Snow, y esa tercera cultura pasa por la comprensión y asimilación profunda de estos instrumentos, que son a la vez tecnológicos, mentales y subjetivos.

La utilidad cultural de estas modalidades no resuelve todas las contradicciones, ni mucho menos. Seguimos inmersos en la locura social -la paranoia- capaz de deteriorar la democracia, y la aceleración sigue en marcha, provocando el achatamiento de la realidad al eliminar el espacio de la reflexión -el 5G como síntoma-, lo que a su vez impone la supuesta necesidad de un pensamiento simple y, en general, simplista, capaz de acomodarse a la velocidad con que se suceden los acontecimientos en los entornos denominados “inteligentes” -teléfonos inteligentes, casas inteligentes, ciudades inteligentes. Pero la confluencia del modo interfaz y el modo ensayo plantea la alternativa de un pensamiento complejo que no tan solo no se desarrolle al margen de la tecnología, sino que se base en ella. Idealmente, este pensamiento complejo tecnológicamente basado está preparado también para reconducir las formas de la paranoia contemporánea -cámaras de vigilancia, reconocimiento facial, Big Data, redes sociales, el control biopolítico, etc.- hacia ámbitos democráticos y culturalmente productivos. En realidad, ya se nos presentan bajo este aspecto benéfico por parte de los gobiernos y las compañías multinacionales, pero a veces ni ellos mismos, inmersos en los delirios de sus propias campañas de marketing y de sus políticas unidimensionales, son capaces de darse cuenta de la dimensión del engaño.

Pero la prueba más contundente de que las nuevas tecnologías poseen diversas dimensiones la tenemos en Internet, cuya estructura en red es una perfecta representación de la mente paranoica materializada, al tiempo que supone uno de los instrumentos más revolucionarios de la realidad contemporánea. El individuo que navega por Internet pretende controlarlo todo como el paranoico, al tiempo que está colocado en el centro de una red que construye a su alrededor con cada movimiento y de la que está de alguna forma prisionero. Pero a la vez esta disposición paranoica le confiere, cuando está articulada sabiamente, un enorme poder: su pensamiento tiene un alcance que nadie antes había poseído. Es su estudio de las formaciones esféricas, Sloterdijk critica la virtualización del espacio y el exceso de información que caracteriza una de las formas de la globalización: “cuando las sociedades propulsan una producción excesiva de imágenes y textos surge la «espuma»: discursos sin control de referentes externos, producción caótica de sentido, vértigo crónico, ideología de surfistas” (2004, 182). Ante una situación como esta, ¿no se hace necesario un sujeto del conocimiento capaz de extraer de ese desconcierto -aunque sea surfeando o precisamente surfeando- un discurso coherente? O lo hace el sujeto paranoico protagonista del último humanismo o lo hace la inteligencia artificial, aliada de la paranoia capitalista.

3. CONCLUSIONES. Pensamiento esférico

Hace casi un siglo, Eisenstein soñaba con una especie de hipertexto en forma de libro esférico. “En 1932 me estaba preparando para organizar mis materiales teóricos en un libro. En algún lugar escribí: «Sueño con crear un libro en forma de esfera (...) porque todo lo que hago conecta con todo lo demás y todo se cruza con todo lo demás: la única forma capaz de satisfacer esta condición es una esfera: desde cualquier meridiano es posible la transición a cualquier otro meridiano. Incluso ahora anhelo esta forma de libro, y ahora tal vez más de en cualquier otro momento»” (Nesbet, 2003, 206). Para comprender cabalmente el futuro es necesario contemplarlo desde el pasado. El presente no sirve como puesto de observación, ya que en el presente el verdadero futuro no existe. En el presente no existe más que el deseo o las ilusiones, sobre todo eso que en inglés se denomina “wishful thinking”. Benjamin afirmaba (2013), recordando a Michelet, que cada sociedad sueña con su futuro. Y, por ello, entendía que ese sueño solo se podía resolver al despertar de él, es decir, cuando cobraba plena realidad en el futuro. Es por ello por lo que se hace necesario regresar al pasado para comprender no solo el presente, sino también aquello en lo que soñaba el pasado y que era el prolegómeno del presente y sus sueños. El libro esférico de Eisenstein, quizá una versión de ese libro total al que aspiraba Mallarmé y que, según el poeta, incluiría el universo entero, equivale a Internet. E Internet equivale, de alguna manera, a una realidad formada por las mónadas de Leibniz: individuos convertidos en el Aleph de Borges, es decir, en puntos desde cada uno de los cuales se tiene acceso al universo entero.

La esencia de lo colectivo desaparece de la realidad material y pasa a la realidad virtual. Una de las tareas más urgentes del porvenir inmediato será recuperar lo colectivo físico a través de lo colectivo virtual. Avanzar irreflexivamente hacia un futuro engañoso es equivalente a volver atrás en busca de una paradójica utopía. El neoliberalismo se basa en esa doble inconsistencia: propagar, por ejemplo, la idea de que la actividad simple del mercado medieval asegura el buen funcionamiento de una economía global extraordinariamente compleja o suponer que los individuos, en la era de la publicidad, el marketing y la propaganda, conservan esa racionalidad que incluso es dudoso que tuvieran en el siglo XVIII. En este caso, no se regresa al pasado para comprender el futuro, sino que se hace el viaje al ayer para disfrazar el mañana, mientras se controla el hoy. En todo caso, el tiempo ha dejado se ser algo simple como lo constatan repetidamente las ficciones posmodernas, el cine entre ellas.

¿Cómo preservar el entusiasmo de la enseñanza y el aprendizaje en el aula virtual? La respuesta es a través de la imagen como forma erótica, es decir, proponer un erotismo del saber. Como dice Recalcati, “el movimiento de la transferencia no introduce el saber en el sujeto, sino que impulsa el deseo del sujeto hacia el saber. No existe asimilación subjetiva del saber más que a partir del deseo de saber” (2016, 63). Ello equivale a reintroducir las emociones en el saber, lo cual puede hacerse a través del arte, pero no del arte frio y cerebral de las últimas olas vanguardistas, sino mediante una reconfiguración melodramática del realismo, de un nuevo realismo melodramático capaz de sustentar un nuevo saber audiovisual. El aula virtual no puede ser una reproducción esquemática del aula física; el alumno no puede permanecer sentado ante el ordenador como si estuviera en un pupitre delante del profesor. El profesor no puede enseñar como si estuviera frente a los alumnos presenciales. En ambos casos, se precisa una teatralización de la enseñanza que convierta el saber en algo performativo. Pero no podemos caer en las trampas del culto al cuerpo y convertir el aula -virtual o física- en una sala de danza, a menos que la danza sea un vehículo gestual y emocional para algún concepto. La dramaturgia teatral, catalizada por el lenguaje cinematográfico, vuelve a estar en la base de los espacios esféricos de la realidad virtual: es necesario efectuar un proceso de desfamiliarización de esta realidad virtual para que sirva efectivamente al pensamiento. No se trata de reproducir miméticamente la superficie óptica de la realidad, como pretende la industria, sino de sacar a la luz el inconsciente de esta realidad. Y añadirle emoción a esta imagen. Algunas prácticas de realidad virtual documental experimentan con estas posibilidades, como sucede, por ejemplo, con la propuesta de Alejandro González Iñárritu “Carne y arena” (2017) sobre la experiencia de la inmigración.

¿Cómo reintroducir el pensamiento en la enseñanza? No hay enseñanza ni aprendizaje verdaderos sin pensamiento. Estamos en guerra con los algoritmos de la inteligencia artificial que pretenden sustituir el pensamiento humano con el fin de instaurar un pensamiento más eficaz y con menos errores. El error es más fructífero para el pensamiento que no la exactitud, que a veces se confunde con la verdad. La posibilidad de errar, y el mismo errar en sí, mantiene vigente el pensamiento, mientras que la exactitud alcanzada y convertida en verdad, esa verdad absoluta a la que todavía tiende nuestra cultura en tantos aspectos, inmoviliza el pensar. Dice Éric Sadin (2010), comentando el concepto de parresía que Foucault expuso en sus cursos sobre “El coraje de la verdad”, que este coraje implica “el hecho de reivindicar que, a diferencia de la exactitud, la verdad no se presenta bajo ningún referente estable, apela a un esfuerzo de aprehensión que nunca se consume y sobre el cual debemos regularmente ponernos de acuerdo, incluso de modo provisorio, dentro de la diversidad de las subjetividades existentes a fin de esforzarnos por actuar, individual y colectivamente, el modo más justo y al margen de toda imposición unilateral que amordace nuestro derecho a la palabra” (Sadin, 2020, 38). Esta descripción casa perfectamente con el modo ensayo, una forma escrita o audiovisual que debe convertirse en la plataforma de pensamiento universitaria no para sustituir al método científico anclado en la exactitud, sino para convertir el sistema de ensayo y error de la ciencia en una forma de pensamiento complejo válido para todas las disciplinas.

Deleuze y Guattari promulgaban un sistema de pensamiento que iba en esa misma dirección cuando elogiaba el personaje conceptual de El idiota: “El Idiota es el pensador privado por oposición al profesor público (el escolástico): el profesor remite sin cesar a unos conceptos aprendidos (el hombreanimal racional), mientras que el pensador privado forma un concepto con unas fuerzas innatas que todo el mundo posee por derecho por su cuenta (yo pienso). Nos encontramos aquí con un tipo de personaje muy extraño, que quiere pensar y que piensa por sí mismo, por la «luz natural»” (1997, 63). El ensayo es el modo de expresión del pensador privado que hace públicas sus reflexiones sin necesidad de convertirse en un simple transmisor de lo ya sabido a través de una expresión consensuada y finiquitada: hacer público quiere decir, en este contexto, invitar a pensar, a unirse al pensamiento. Pero el ensayo no es solo una forma de expresión, disposición y absorción del conocimiento, sino también una forma de pensar, es decir, una forma de construcción del saber a partir de un entramado de informaciones generales a las que la actividad reflexiva transforma en un saber particular.

Como ya he dicho, el ensayo, sobre todo el film-ensayo, es correlativo a la interfaz. Em ambos casos se trata de un flujo audiovisual que implica la expresión de procesos de pensamiento. Con la particularidad de que se ejecuta una reflexión a dos niveles, mental y visual. Se reflexiona al tiempo que se observa el resultado visual de esa reflexión. La diferencia esencial entre los dos medios es que el film-ensayo, igual que una obra de arte o un libro, se presenta como un producto finalizado, mientras que la interfaz es un proceso en marcha. Los dos dispositivos forman parte de una misma entidad tecno-estética y psico-estética, pero la interfaz se asemeja más al habla, mientras que el filmensayo está más próximo a la escritura. Lo más importante es, sin embargo, que ambos suponen un cambio muy sustancial de mentalidad, una apuesta por la imaginación y la creatividad, así como por las emociones como motor del aprendizaje. Laurent de Sutter, glosando la idea de “pop filosofía” que en algún momento propuso Deleuze, describe la fórmula de este concepto como “cualquier conexión de cualquier cosa mediante cualquier medio, salvo que carezca de intensidad” (2020, 22). Podemos entender “intensidad” a la vez como significado y como emoción. Lo que anima a la “pop filosofía” es “la posibilidad de que la evidencia de todo lo que es pueda ser reemplazado por una suerte de perplejidad general, que afecte todo de tal suerte que cualquier cosa logre devenir la cifra de un enigma” (De Sutter, 2020, 22). Filosofía popular o filosofía privada. En resumidas cuentas, pensamiento individual asombrado, emocionado y libre generador de ideas, sostenido por tecnologías de la imaginación que sustituyen la simple inmediatez sin pensamiento de los algoritmos por significados que resultan de una reflexión constante. O sea, una nueva duda metódica, un neocartesianismo para sobrevivir en las afueras paranoicas de la posmodernidad.

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Recibido: 14 de Septiembre de 2020; Aprobado: 26 de Octubre de 2020

Josep M. Català Domènech. Catedrático emérito de la Universitat Autònoma de Barcelona. Doctor en Ciencias de la comunicación por la Universidad Autònoma de Barcelona. Licenciado en Historia Moderna y Contemporánea por la Universitat de Barcelona. Master of Arts in Film Theory por San Francisco State University. Premio Fundesco de ensayo por “La violación de la mirada” (1993) y premio de ensayo del XXVII Certamen Literario de la ciudad de Irún por “Elogio de la paranoia” (1996). Premio de la Asociación Española de Historiadores de Cine (2001). Mención especial en el Premio “Escritos sobre Arte” de la Fundación Arte y Derecho por “Pasión y conocimiento” (2007, publicado 2009). Ha sido coeditor del volumen "Imagen, memoria y fascinación: notas sobre el documental en España" (2001), y editor de “Cine de pensamiento. Formas de la imagen tecno-estética” (2014). Asimismo es autor de “La puesta en imágenes” (2001, reedición revisada en 2020), “La imagen compleja” (2006), “La forma de lo real” (2008, traducido al portugués en Brasil, 2011), “Pasión y conocimiento: el nuevo realismo melodramático” (2009), “La imagen interfaz. Representación audiovisual y conocimiento en la era de la complejidad” (2010), “El murmullo de las imágenes. Imaginación, documental y silencio” (2012), “Estética del ensayo. De Montaigne a Godard” (2014), “La gran espiral. Capitalismo y paranoia” (2016), “Viaje al centro de las imágenes. Introducción al pensamiento esférico” (2017) y “Visionarias” (2019). Ha sido director académico del Máster de Documental Creativo de la UAB (1997 a 2017) y decano de la facultad de Ciencias de la comunicación de esta universidad (2010 a 2016).

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