Los pioneros
El cinematógrafo entró por Panamá, remontó el río Magdalena surcándolo hasta llegar a la ciudad de Barranquilla y llegó a Bogotá, esquivando el paludismo, a lomos de una mula. La primera proyección en Panamá, por aquel entonces territorio colombiano, tuvo lugar el 14 de abril de 1897. Meses después, en agosto, tendría lugar la primera proyección con el mismo aparato en el Teatro Peralta de Bucaramanga (Colombia), siendo ésta considerada como la primera proyección genuinamente colombiana dado que Panamá ya no formaba parte de sus fronteras. La siguiente noticia que habla del genial invento en Bogotá aparece en 1905 en anuncios de proyecciones de informativos extranjeros y algunos programas cortos (Durán, 2012, pp. 48-74), que no sólo se proyectarían en teatros adaptados a la nueva actividad, sino que la aceptación recibida por parte del público fue tal que se procedió a la construcción de nuevos teatros más adecuados a las proyecciones, tales como el “Gran Salón Olympia”, el “Teatro Bogotá” y el “Teatro Faenza”. Así, la llegada del cinematógrafo al ahora Distrito Capital, más que una mera anécdota, fue la antesala de la transformación de una ciudad con aires provincianos en una gran metrópoli, no sólo por la expansión geográfica que iba a sufrir, sino por los cambios culturales y económicos que se avecinaban.
El cine en Colombia tomó entidad propia con los hermanos Di Doménico, que se iniciaron en el “Teatro Eldorado” y que luego se dieron a conocer en la capital colombiana donde tuvieron una gran acogida. “En 1909 se establecieron en Bogotá con dos proyectores, un generador y varias cintas y, en 1914, fundaron la SICLA. Desde un comienzo los Di Doménico entendieron intuitivamente el negocio del cine y, paralelamente a la exhibición de películas, editaron revistas como la Olympia y Películas. De la misma manera que registraban con su cámara de cine los paseos matutinos de los ‘principales’ habitantes de una Bogotá que llegaba en ese entonces hasta la actual Calle 26. En la noche, después de revelar esas ‘vistas’, las presentaban a la audiencia como suplemento previo a la exhibición de los largometrajes europeos. Estos registros se aprovechaban como gancho comercial para atraer al público” (Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, 2012). Los hermanos Di Doménico propulsaron lo que sería el embrión de la industria del cine, haciendo venir a divas italianas y desplazándose por los más variados lugares con su máquina de producir imágenes. Fue tal la aceptación que su actividad cinematográfica propició la venida de más familiares, lo que a su vez ayudó a incrementar la producción y, asimismo, el uso de máquinas alemanas.
Los hermanos Di Doménico hacían documentales para exhibirlos antes de los largometrajes que comprendían los motivos más variados: desde procesiones del Corpus hasta fiestas de estudiantes pasando por fiestas populares como el carnaval. En aquella actividad todo era primigenio: la máquina de filmación, los lugares desde donde se grababa, los métodos de exhibición (tan rústicos como mover los rollos con una manivela a mano, girando la muñeca para que no se notara en la pantalla el desfase). En cuanto a las salas de proyección, estas eran más bien rudimentarias: el “Gran Salón Olympia”, que habían creado ellos mismos y con capacidad para tres mil espectadores, constituyó un hito importante si bien presentaba una configuración sorprendente ya que una parte de los espectadores se encontraba delante del telón mientras que el resto estaba detrás, razón por la cual se facilitaba a ese público un espejo para que pudieran ver la imagen correctamente. Ahora bien, esta precariedad visual se veía compensada por la magnífica orquesta que amenizaba la proyección. El periodista Pedro Moreno Garzón, pionero del cine colombiano que colaboró con los Di Doménico en varias producciones, y que sería secretario de la Sociedad Industrial Cinematográfica Latinoamericana y fundador, en 1927, de la primera oficina de United Press en Caracas, se refería a dicha orquesta en los siguientes términos: “El repertorio musical era principalmente de ópera donde, naturalmente, predominaba la italiana, la que más gustaba al público, aspecto que, me parece, contribuyó a la cultura musical de los bogotanos, porque había que oír, a la salida de la galería, a los artesanos silbando música de Verdi, Rossini, Wagner y demás grandes compositores” (El Tiempo, 1976).
En su avance industrial, los hermanos Di Doménico crearon la “Sociedad Industrial Cinematográfica Latinoamericana” (SICLA) cuya actividad de producción, exhibición y distribución se mantuvo hasta 1928, fecha en que fue vendida (con todo el material de producción) a la recién creada “Cine Colombia”, empresa que se dedicaría a distribuir exclusivamente cine extranjero, con el consiguiente daño a la industria nacional colombiana. Fueron muchas y muy diversas las filmaciones que promocionó la SICLA, destacando las que utilizaron como escenarios Barranquilla y Cartagena de Indias (entre 1914 y 1916): El drama del 15 de octubre (Hnos. Di Doménico, 1915), documental que recogía el asesinato del General Uribe Uribe (jefe e ideólogo del Partido Liberal Colombiano, asesinado brutalmente al haber sido responsabilizado de la crisis en la que se hallaba sumido el país), alcanzó especial renombre, tanto por lo escabroso del asunto en sí, como porque intervinieron en él como actores los propios asesinos, lo que constituyó una expresión de realismo jamás alcanzada hasta entonces y que no se volvería a ver en el cine colombiano hasta La vendedora de rosas (Víctor Gaviria, 1998).
El periodo comprendido entre 1920 y 1928, considerado como la “Edad de Oro” del cine colombiano, fue paradójicamente un momento de penuria económica para la industria cinematográfica local, que tuvo además que enfrentarse con la competencia del cine extranjero, no solo americano sino también europeo. En esta época difícil, los hermanos Di Doménico aportaron las infraestructuras de la exhibición para hacer frente a las producciones extranjeras que superaban, en pantalla, al cine nacional. Entre las obras cinematográficas de este delicado periodo destacan María (Máximo Calvo Olmedo y Alfredo del Diestro, 1922), Aura o las violetas (Pedro Moreno Garzón y Hnos. Di Doménico, 1924), La tragedia del silencio (Arturo Acevedo Vallarino, 1924) y Bajo el cielo antioqueño (Arturo Acevedo Vallarino,1925).
La industrialización de un arte
A pesar de los éxitos cosechados y la buena acogida por parte del público de estas y otras películas, los Acevedo y los Di Doménico no vieron claro el futuro del largometraje y prefirieron centrar su actividad en la exhibición de noticieros que, si bien supuso un paréntesis de inactividad en la producción cinematográfica anteriormente iniciada, supone hoy un archivo de valor incalculable para la reconstrucción del ambiente social y económico en expansión de la Bogotá de aquellas fechas. Este amplio repertorio recoge la intención de una capital emergente de ascender en su posición mundial, copiando modas extranjeras, mostrando su poderío con desfiles militares y su desenfado con carnavales estudiantiles; una capital que, con todo, no podía esconder la realidad social que aparecía en segundo plano, la de aquellos que venían a la gran ciudad buscando una vida mejor, obreros de los barrios industriales y todo un sector de la población que buscaba y reclamaba su lugar en la sociedad.
Poco ayudó a la industria cinematográfica colombiana en sus esfuerzos por mantener una producción propia el particular contexto histórico: a finales de la década de 1920, el cine mudo estaba en sus postrimerías y el cine sonoro (o cine parlante, cuando incluía solo locuciones) irrumpía en Colombia en 1929. Contrariamente a lo que podríamos deducir, esto no fue en absoluto beneficioso para la industria cinematográfica colombiana, incluso se considera que supuso para ella un golpe fatal. La industria nacional desplegó innumerables habilidades y férreos esfuerzos para que la transición hacia el cine sonoro fuera posible y fluida, hasta el punto de desarrollar un aparato que sincronizaba imagen y sonido perfectamente: el “cronofotófono”. Sin embargo, el uso de este aparato no solo no terminó de consolidarse, sino que propició un retraso considerable en la adopción de las técnicas comunes que se prolongaría hasta la década siguiente. Mas no fue únicamente este hecho el que llevó al cine colombiano a la catástrofe, “la ausencia de una legislación y una política de Estado en apoyo del cine propio son algunos de los factores que propician el declive de la producción de cine nacional de largometrajes, que se desplaza a los noticieros y a los cortos documentales y publicitarios” (Luzardo, Ospina, y Corredor, 2010). También hay que recordar que las inversiones en cine de producción nacional no eran rentables por las dificultades en la distribución y exhibición y que, a partir de 1930, la economía del país dio las primeras muestras de recesión como consecuencia de la Gran Depresión de 1929, por lo que hubo que esperar hasta 1933 para el estreno del documental sonorizado Colombia victoriosa, de Gonzalo Acevedo Bernal.
Por aquel entonces, los Acevedo desarrollaron una intensa actividad en la esfera de los documentales silentes, presentando Gonzalo Acevedo una recopilación de cinematografía nacional que incluía títulos exitosos. Pero tras esto, el cine sufrió un bajón con el consiguiente fracaso económico y posterior ruina de las empresas. La llegada del cine de acción y de las comedias norteamericanos no fue ajena a esta crisis: su ventaja en cuanto a técnica y temática hizo que se convirtieran en referencia de un cine nacional que, por aquel entonces, resultaba anacrónico. Además de este fenómeno, otros factores como la deficiente narración cinematográfica o la tozuda persistencia en seguir al cine europeo, llevaron al público a alejarse del cine colombiano, tendencia que fue en aumento entre 1928 y 1940.
Trabajo y tesón fueron las claves de los éxitos y fracasos del clan Acevedo que acabaron en gran decepción cuando “Acevedo e Hijos” quebró en 1946, tras 23 años de producción cinematográfica genuinamente colombiana.
La lista de cineastas colombianos que pasarán a la historia, encabezada por los Di Doménico y continuada por los Acevedo, la configuran personalidades que conforman el imaginario de un país que, a través de la estampa de su capital, se va a encontrar en lucha constante por reivindicar un puesto en la Historia acorde a su realidad y a su prestancia. En este complejo contexto, las productoras aparecían y desaparecían, sucediéndose unas tras otras, a veces sin dejar más rastro que el de unos cuantos fotogramas. Era cine de Colombia, hecho en Colombia, pero en el que aún no aparecía el aglutinante que permitiera hablar del “cine colombiano” como de un ente con personalidad propia.
Con estos precedentes, en los albores de los años cuarenta, se produce un hito en la historia del cine en Colombia: Flores del Valle (1941) inicia el cine sonoro y parlante, marcando la pauta de lo que sería la cinematografía de aquella década. Fue la obra por excelencia de los Calvo, con Máximo Calvo (pionero absoluto del cine argumental colombiano) en la realización y dirección, y sus hijas como intérpretes (Torres, 2012). La trascendencia de esta película en su contexto histórico no se ve en absoluto mermada por la existencia de defectos técnicos en su producción, irrelevantes si consideramos el gran avance que supuso la inclusión del sonido en la gran pantalla: para aislar las cámaras del ruido se acolcharon las cajas o bien la cámara permanecía fija en todo momento y el sonido se grababa aparte, en vivo durante el rodaje, y después era incorporado a la película. Asimismo, su carácter costumbrista y la profusión musical contribuyeron a una aceptación sin reticencias por parte del público (Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, 2012).
Se salvaba así el paréntesis abierto en 1928, año que marcó el final de la producción de películas en Colombia; sólo quedaba la obra de los Acevedo y el triste recuerdo de tantos fracasos de productoras que creyeron en el futuro de la industria cinematográfica. De este modo, queda patente en la historia del cine colombiano el sentimiento de admiración por quienes, en los años cuarenta, invirtieron su talento, su dinero y su trabajo en el empeño por hacer resurgir la producción nacional del largometraje que, por si no fuera suficiente, se había topado con un obstáculo añadido: el capital nacional industrial que había encontrado otros mercados con mayores garantías de beneficios.
En esta década de los 30 era frecuente la proyección de películas extranjeras en Colombia, en particular mexicanas y argentinas. En el país no se había hecho aún cine sonoro pero, afortunadamente, esto no tardaría en cambiar. El embrión se gestó en el “Club de los Lagartos” cuando, en 1938, Oswaldo Duperly se puso en contacto con los Crane y juntos fundaron la “Ducrane Films”, productora cinematográfica que tendría gran peso en los años cincuenta. Ya el abuelo de Oswaldo había creado la “Duperly & Son”, un laboratorio y estudio fotográfico en Jamaica, donde residió un tiempo antes de llegar a Bogotá; su padre creó también allí el “Gabinete Artístico: Duperly & Son”, una empresa de importación de productos diversos: automóviles, pianolas, proyectores de cine… De hecho, fue él quien trajo a Colombia el primer cinematógrafo portátil. Y Oswaldo Duperly participará, en 1942, en la redacción de la Ley de Cine, fundamento de la legislación de cine en Colombia aún vigente. La primera película de la “Ducrane Films” fue Sinfonía de Bogotá, dirigida por Hans Brückner y estrenada en marzo de 1939 (Molina Serrano, 2015, pp. 395-406). Los recién asociados de la “Ducrane” tenían ciertamente medios económicos, pero disponían de escasos medios técnicos (carecían de algo tan imprescindible para la producción audiovisual como eran las cámaras…). La solución a este problema vino inesperadamente de la mano del camarógrafo austriaco Hans Brückner, que había llegado a Colombia en 1938 contratado por la “Colombia Films”, empresa que quebró poco después de su llegada. Esta contrariedad laboral fue una oportunidad inmejorable para Duperly que pudo contratar al camarógrafo. “Ducrane Films” se había dedicado fundamentalmente a la realización de espacios informativos (70 ediciones entre 1940 y 1949) pero, con la participación de Brückner, produciría la película Allá en el trapiche, estrenada en el Teatro Faenza de Bogotá en 1943; en la producción colaboraría también “Patria Films”, sociedad de la “Compañía de Revistas Álvarez Sierra” en la que participaba el protagonista de la película, Tocayo Ceballos. Fue tal el éxito económico y popular, que “Ducrane Films” pasó a convertirse en Sociedad Anónima, aumentando su capital, sus encargos y su renombre, hasta el punto de ser contratada por la norteamericana “United Artists” para la grabación de 200 metros de cinta de espectáculos y fiestas populares.
Los años cincuenta fueron la década de la transición de las antiguas técnicas hacia las nuevas tecnologías. Los Acevedo se retiraron y empezaron las filmaciones en color de la mano de Marco Tulio Lizarazo, publicista colombiano que, tras estudiar en Los Ángeles, volvió a Colombia donde, en 1947, se inició en el mundo del cine produciendo, de forma independiente, su primer cortometraje, La huerta casera, un encargo del Ministerio de la Economía Nacional para fomentar el desarrollo agrario durante el mandato de Ospina Pérez. Marco Tulio Lizarazo (1899-1988), uno de los principales impulsores del cine en su país, creó en 1948 la “Gran Colombia Films”, que se mantuvo en actividad hasta 1961. Por su parte, Antonio Ordóñez, Contralor General de la República, miembro del gobierno de Cundinamarca y autor de varios libros sobre economía y leyes, fundó la empresa de cine publicitario “Cinematográfica Colombia” e importó equipos para largometrajes además de sentar las bases para una posterior producción nacional. Gracias a su condición de economista planteó la solución para la rentabilidad de un negocio que cada vez se veía más mermado por la presencia de la televisión, abriendo el campo argumental del cine colombiano a temáticas alejadas de las que venían siendo habituales.
Apoyo Legislativo
Así, lentamente, comenzó a brotar el germen que llevaría a los intelectuales a tomarse en serio el cine nacional. Colombia era un país en el que el cine estaba por hacer, y como si de la fiebre del oro se tratara, el desafío atrajo a numerosos aventureros que querían participar en el desarrollo de una industria que se hallaba en un momento de modernidad y de alta capacitación tecnológica. Ya en la década de los sesenta, el rumbo del cine experimentó cambios que ponían de manifiesto la búsqueda de nuevas formas estéticas y de realización. Estas innovaciones coincidieron con las prestaciones de una serie de personajes que llegaron a definir esta época, la “era de los Maestros”, dando la apariencia de una coordinación de criterios, ideas y formas que respondían a principios homogéneos, propios de una escuela que funcionara siguiendo un dictado común. Sin embargo, este grupo de “Maestros” no fue más que eso, un grupo heterogéneo de personalidades individualizadas, actuando cada una conforme a sus propios criterios y preferencias, pero que dieron lugar a una nueva forma de hacer cine, quizá importada del extranjero, y a una evolución en el desarrollo industrial de la cinematografía de Colombia, fundamento del cine nacional posterior (Durán, 2012, pp. 48-74).
Tímidamente, el cine en Colombia siguió su andadura y las productoras que fueron desapareciendo fueron sustituidas por otras. A pesar del impulso extranjero y de las innovaciones técnicas, así como del (aparente) éxito de las películas, seguían sin ser buenos tiempos para el cine en Colombia. La competencia del cine realizado en México o en Hollywood no facilitó las cosas y las inversiones de los productores, en numerosas ocasiones, no fueron un buen negocio. Así ocurrió con Enoc Roldán, que cuenta cómo su película El hijo de la choza (1961), sobre la vida y los orígenes humildes del que fue Presidente de la República de Colombia, Marco Fidel Suárez, “se hizo a base de hambre, miseria y humillación” (Fundación, 2012). Pero, a pesar de este duro comienzo, la película fue un éxito económico.
En un intento por competir con el cine internacional y apoyar al cine nacional, tanto en su producción como en su exhibición, el 6 de septiembre de 1972 el Estado de Colombia aprobó el Decreto 871, una enmienda a la Ley 9 de 1942, publicada en la Resolución 315 de la Superintendencia de Precios, por la que se establecía el cobro al espectador de una cuota adicional al precio de la entrada de cine (o sobreprecio, que dará nombre a la ley) en todas las salas de exhibición que proyectaran producciones colombianas. La ley obligaba a las salas de cine a proyectar un cortometraje de factura colombiana y de una duración inferior a 15 minutos antes de cada largometraje. El objetivo era procurar al productor de cortos un capital que, según la legislación, habría de invertir en un largometraje. Este decreto, que debía servir para fomentar la producción de cortometrajes en Colombia, fue en esencia una buena iniciativa, sin embargo, en la práctica, contribuyó a corromper el sistema y a favorecer la producción de cortometrajes sin calidad estética ni argumental, con el único fin de beneficiarse de la recaudación adicional de la proyección. La Junta de Calidad, cuya función era descartar las producciones de bajo nivel o contrarias a los valores nacionales, jugó un papel decisivo en la perversión del dispositivo, ya que se sirvió de su poder para convertir todo el proceso en un negocio en el que los dueños de las salas de exhibición se erigieron en productores, quedándose así con el cien por cien del beneficio generado por esta ley.
El corolario de esta práctica fue la crisis del “sobreprecio” a causa de la discordancia entre los que programaban las obras cinematográficas y los que las hacían y que favoreció claramente a las compañías exhibidoras, llegando a una situación casi de monopolio. No obstante, hay que reconocerle a esta ley el mérito de haber ofrecido a numerosos cineastas, más tarde consagrados, la oportunidad de realizar sus primeras producciones con escasos recursos y con una libertad de expresión y creación que serán el fundamento de sus trabajos posteriores. Indirectamente también contribuyó a la emergencia de autores independientes, que habían sido amordazados por los exhibidores.
Con-ciencia de un Arte
Carlos Mayolo y Luis Ospina dieron la estocada final al “sobreprecio” con Agarrando pueblo (1978), cortometraje sobre cómo las miserias de la población colombiana eran explotadas por productores de cine nacionales e internacionales sin más finalidad que la de lucrarse a costa del prójimo, menospreciando la dignidad del pueblo y su triste condición.
No se conoce con exactitud la fecha del fin de la “ley del sobreprecio” pero sí que el “descabello” se produjo con la creación de la Compañía de Fomento Cinematográfico Estatal (FOCINE), creada el 28 de julio de 1978 mediante el Decreto 1244 (El Tiempo, 1993). Su objetivo era impulsar el desarrollo de la industria cinematográfica y administrar el Fondo de Fomento Cinematográfico creado en 1977 y manejado hasta entonces por la corporación Financiera Popular. “La Compañía de Fomento Cinematográfico de Colombia, FOCINE, es una empresa industrial y comercial del estado adscrita al Ministerio de Comunicaciones, encargada de ejecutar la política que sobre el desarrollo de la industria cinematográfica fije el gobierno nacional. FOCINE fue creada en virtud del decreto 1244 de 1978, reglamentario de la ley 9ª de 1942, por el cual se autorizó a tres entidades estatales -el Instituto Nacional de Radio y Televisión, la Compañía de Informaciones Audiovisuales y la Corporación Financiera Popular- para participar en la creación de una sociedad. […] Sobre la base de los presupuestos legales mencionados, FOCINE ha establecido una serie de funciones, a través de las cuales desarrolla múltiples programas, encaminados a lograr diversas acciones que en su ejecución redunden en un estímulo integral al desarrollo de la cinematografía colombiana” 1.
La política de Colombia de cara al cine cambió radicalmente: hasta aquel momento, ninguna institución se había encargado de pensar el cine, de producirlo y de posibilitar su emergencia. Creada por el Ministerio de Comunicaciones de Colombia para potenciar los éxitos incipientes de su industria cinematográfica, FOCINE vio en solo tres años la producción de casi una treintena de largometrajes y el establecimiento de talleres para técnicos de guiones, de fotografía, de montaje, etc., funciones indispensables para apoyar las labores de dirección que, claramente, ya existían.
Además, se establecieron dos tipos de créditos, uno para proyectos comerciales y otro para proyectos especiales, como apoyar los largometrajes de autor en los que el arte prevaleciera sobre el interés comercial. Sin embargo, las condiciones de atribución de los préstamos de FOCINE fueron duramente criticadas pues, aun siendo favorables, exigían unas garantías particularmente gravosas: negativos de las películas, casas de los directores y productores... Hasta tal punto que prácticamente ninguna película, incluso exitosa, podía pagar su deuda a FOCINE, acarreando nefastas consecuencias para multitud de cineastas y productores que se habían apoyado en la Compañía. Sin embargo, la necesidad de fomentar la industria cinematográfica en Colombia pudo más que las necesidades económicas de la compañía que terminó perdonando las deudas de los cineastas para que estos pudieran seguir haciendo cine en el país2.
El fin de FOCINE llegó por decreto el 29 de diciembre de 1992: “Ni proyecto cultural ni industria; Colombia no llegó a definir, en los quince años de actividades de FOCINE, unas políticas claras sobre qué tipo de cine quería realizar. Esa fue la causa de la desaparición de la Compañía: las acciones de los 16 gerentes, ocho encargados y ocho en propiedad, fueron disgregadas. En promedio, la mitad de vida de FOCINE estuvo en manos de gerentes encargados. ¿Podía definirse una filosofía de esa manera? Desde su creación en 1978, por medio del Decreto 1244, FOCINE tuvo como tarea administrar el Fondo de Fomento Cinematográfico, que en 1977 había empezado a funcionar. El Fondo nació para impulsar y fomentar el desarrollo del cine. Un concepto que, además de amplio, era ambiguo. Y para administrar los dineros del Fondo se creó la Compañía, a la cual acaba de dar muerte el decreto 2125 expedido el pasado 29 de diciembre” 3.
La última película que tenía que haber recibido el apoyo económico de FOCINE y que, al no recibirlo, derivó en una debacle financiera, fue La estrategia del caracol (Sergio Cabrera, 1993).
Una vez desaparecida FOCINE, el cine colombiano se quedó sin marco legislativo de apoyo y protección, y sin un apoyo del Estado para sortear los riesgos de este tipo de industria, y sin una producción, distribución y exhibición continuadas de filmes, no es posible hablar de “industria” cinematográfica colombiana sino solo de películas colombianas, mérito exclusivo de directores y productores que quedaron “desamparados” por la ley.
En 1997, Felipe Aljure, primer Director de la Cinematografía, dependiente del Ministerio de Cultura (ministerio creado durante el gobierno del presidente Ernesto Samper), planificó el marco de una auténtica política cinematográfica que obtuvo excelentes resultados, evidenciando así la viabilidad de un cine nacional. Cinco años después, la Ley de 2003 impulsó definitivamente la producción en el país, en particular de largometrajes: “[…] quedamos en una coyuntura histórica donde interpretamos el decir y el saber de todo un gremio y un sector que pedía una legislación especial para el cine y esa legislación actúa como un catalizador que dispara la producción pero que a su vez también recoge otras bondades históricas” (Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, 2012).
Esta ley no iba destinada exclusivamente a los largometrajes, sino que también benefició a los cortos, tanto con gran variedad de incentivos como con la aplicación de exenciones tributarias, ayudando así a paliar las dificultades de distribución y exhibición. Con estas medidas se apreció un despegue de la industria, un mayor nivel técnico y más experiencia, pero seguía sin lograrse un concepto unitario de “cine colombiano”. El periódico El País, en su edición colombiana, se refiere a la ley como la “que hizo florecer el cine colombiano: “[…] En la última década, el cine colombiano ha experimentado una aceleración sin precedentes en su historia. De rodar tres películas por año pasó, a corte del 2012, a proyectar 22 filmes. Y mientras en el 2003 un 3,3% de los colombianos iba a ver películas nacionales, el año pasado la asistencia fue de 7,8%, es decir un poco más de 40 millones de espectadores. Estas cifras, que llaman poderosamente la atención, las cita el Ministerio de Cultura al cumplirse diez años de la creación de la Ley 814 de 2003, mejor conocida como Ley de Cine. Una norma que ha impulsado la producción audiovisual nacional mediante la creación de estímulos tributarios que permiten a un contribuyente deducir $165 de su renta por cada $100 que invierta o done en un proyecto cinematográfico nacional. Al mismo tiempo, la Ley creó el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico, regido por Proimágenes, que se nutre de un impuesto a las taquillas de cine de tal manera que el 70% de esos recaudos se entregan a los nuevos proyectos cinematográficos y al sector en forma de estímulos a través de convocatorias a cargo de un jurado internacional. De acuerdo con las cifras de Ministerio de Cultura, este fondo ha recaudado en esta década cerca de US$41 millones que se han invertido en la realización de más de mil proyectos en sus diferentes fases, desde escritura de guiones, producción y postproducción, así como para la internacionalización del cine, su preservación y la formación de públicos en el país” (Moncada, 2013).
Otro factor que contribuyó en gran medida al despegue del cine colombiano fue la democratización de las nuevas técnicas audiovisuales, en particular del vídeo: su tecnología ofrecía nuevas perspectivas, nuevos lenguajes, a los que se incorporaron préstamos procedentes del videoclip y del cine de ficción. El video fue una nueva opción para el cine colombiano: permitió a un número importante de cineastas hacer películas que costaban menos e invertir más dinero en la producción. Paralelamente, el cine se abrió paso en los canales regionales, con creaciones en las que prevalecía el interés cultural local y que abrían una ventana al conocimiento de las idiosincrasias territoriales.
Colombia: un lugar de cine
La historia del cine en Colombia no ha sido fácil. La competencia del cine extranjero, la aparición de la televisión y el impacto económico de las películas sobre aquellos que las realizaban, eran factores que los llevaron, en múltiples ocasiones, a la ruina. Pronto se reconoció la necesidad de acercar el cine a un mayor número de espectadores y la estrategia fue buena: dejar de importar filmes extranjeros (que además eran muy costosos) y producir filmes “made in Colombia” en los que el público pudiera verse reflejado. Una vez dado este paso y visto que no era suficiente, el siguiente sería conformar un aparato legislador que los protegiera o incentivara. Pero esta ha sido y continúa siendo una tímida andadura. Desde la primera ley a tal efecto, la Ley 9 promulgada en 1942, hasta la última, la Ley 1556 de 2012, muchos han sido los vericuetos legislativos que han marcado indeleblemente el cine de Colombia: de una ley “básica de fomento de la Industria Cinematográfica” hasta otra que pretende “fomentar el territorio nacional como escenario para el rodaje de obras cinematográficas”, pocos pero importantes han sido los fracasos que, en materia de leyes, ha tenido que superar el cine colombiano.
Con estos antecedentes se inicia una nueva era para el cine en Colombia, una etapa que no desprecia a aquellas que se toman por puramente colombianas, a las que se registran como pertenecientes a una naciente industria, a las independientes, a las extranjeras que ponen su mirada en este país, a toda una serie de filmes que rinden homenaje, entre otras, a la ciudad de Bogotá. Pero en Colombia ya no solamente se produce un “cine colombiano”, que no podría hacerse en ningún otro lugar del mundo o que no podría ser comprendido en otros países. El cine en Colombia se ha internacionalizado hasta el punto de producir películas que, si bien recogen hechos nacionales, lo hacen con una factura absolutamente universal y contemporánea. Se ha iniciado ya una verdadera “industria de cine” que sigue creciendo, haciendo de Colombia un país con el que se ha de contar en materia de producción cinematográfica.