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Ñawi: arte diseño comunicación

versión On-line ISSN 2588-0934versión impresa ISSN 2528-7966

Ñawi vol.4 no.2 Guayaquil jul./dic. 2020

https://doi.org/10.37785/nw.v4n2.a9 

Artículos originales

Una reflexión sobre el cine japonés. Industria vs. Arte.

A Reflection on Japanese Cinema. Industry VS Art.

Antonio Míguez Santa Cruz1 
http://orcid.org/0000-0001-7610-561

1Universidad de Córdoba. Córdoba, España, gesto_tecnico@hotmail.com


RESUMEN:

La industria cinematográfica japonesa fue una de las más potentes del siglo pasado. Además, el éxito alcanzado por algunas de estas películas en prestigiosos festivales de occidente fomentó una imagen snob, casi de cine de élite, en función de su elegancia visual y detallismo escénico. Lo verdaderamente paradójico es que el sistema de estudios de aquel país siempre apostó por entender el cine como un negocio a explotar, donde la pretensión artística, la denuncia sociopolítica o las complejidades narrativas, se veían más como un entuerto que como un activo. A lo largo de las siguientes páginas estudiaremos la historia de esta confrontación entre el conservadurismo industrial y el genio creativo de unos pocos directores. Aquellos que, precisamente, traspasaron las barreras de su sistema y se hicieron famosos en todo el mundo, pasando así a la historia del Séptimo Arte.

Palabras claves: Arte; censura; creatividad; emulación; industria, cine japonés.

ABSTRACT:

The Japanese film industry was one of the most powerful in the last century. In addition, the success, achieved by some of these films in prestigious west festivals, fostered a snobbish image, almost of elite cinema, based on their visual elegance and scenic detail. What is truly paradoxical is that the studio system of that country always bet on understanding cinema as a business to be exploited, where artistic pretense, socio-political denunciation or narrative complexities were seen more as a wrong than as an asset. Throughout the following pages we will study the history of this confrontation between industrial conservatism and the creative genius of a few directors. Those who, precisely, crossed the barriers of their system and became famous throughout the world, thus passing into the history of the Seventh Art.

Keywords: Art; censorship; creativity; emulation; industry; Japanese cinema.

Obertura

Cualquier aseveración que se exponga sobre el cine japonés se habría de poner en cuarentena. No puede ser de otra forma, atendiendo a varios factores esenciales, como la distancia geográfica y cultural, o la multitud de particularismos que lo han tamizado desde la misma llegada del cinematógrafo a las islas, allá por 1896. Primeramente, es lícito preguntarse si los primeros films japoneses son en efecto cine o bien kabuki1 filmado. Mirando al arce (Tsunekichi Shibata, 1899), por ejemplo, se trata de la grabación en plano estático de una pieza de aquel conocido teatro popular, y así ocurría con el 95% de las películas durante esta primera etapa (Cid Lucas, 2006). Entonces, a diferencia de como sucedió en occidente, donde el cine fue una evolución natural de la fotografía, el Séptimo Arte se ramificó en el archipiélago más bien desde las artes escénicas. Todo esto conllevó una mayor gestualización facial que en otras industrias -un rasgo por otra parte aún observable hoy día- además de traernos escenas sui generis en las que lo presentacional, el minimalismo y el símbolo desplazan al realismo representativo común al cine europeo o americano.

Otro factor relativizador es la desaparición de aproximadamente una de cada tres películas niponas hasta mediados del s. XX, ya sea debido al terremoto de Kanto de 1923, los bombardeos de la II Guerra Mundial, o la quema masiva de celuloides por parte de la censura americana. Concluir absolutos sin haber tenido acceso a esa ingente cantidad de material es demasiada aventura, aunque nosotros pensamos que las muestras supervivientes permiten expresar un juicio acerca de la compleja cuestión que se nos presenta en las siguientes páginas. ¿Es el cine japonés más artístico que comercial? Desde luego, la pregunta puede llegar a resultar contraproducente, pues ya sea en esta o cualquier otra industria. ¿Qué persigue el cine sino acumular el mayor número de beneficios posibles? Nosotros imaginamos que el lector comprenderá de igual modo por dónde deseamos encaminar la confrontación y, yendo más allá, probablemente una rápida respuesta haya irrumpido en su mente incluso antes de leer el texto. En caso de que esta haya sido el sí, sepa que piensa como alrededor del 83% de los aficionados al cine, tal y como se refleja en diversas encuestas que hemos realizado en foros privados de temática cinematográfica con motivo de este trabajo2. En las próximas páginas vamos a demostrar que esa noción es errónea, probablemente fruto de un conocimiento parcial nacido al calor de los grandes -y escasos- films llegados a occidente.

Industria

Un japonés de finales de s. XIX pudo vivir la época feudal de los samuráis y al mismo tiempo asistir al “futurista” espectáculo del cinematógrafo. Hablamos de un pueblo encerrado tras sus fronteras durante más de dos siglos y medio, enquistado en la tradición y las costumbres milenarias, que de golpe tuvo acceso a todo tipo de ocio y avances tecnológicos. Es fácil suponer la fascinación que supuso para aquellas personas un divertimiento tan revolucionario, representando un hecho inolvidable para el resto de sus vidas. Así, debemos partir de la premisa de que, al igual que ocurrió en el resto del mundo, el cine no nació como un arte conformado y sí como un prodigio técnico, casi circense, del que disfrutar.

Una de las rarezas del primer cine japonés mudo fue la ausencia de intertítulos y la participación de una figura exclusiva de aquel país: el benshi (Kaneda, 2008). Este agente se ocupaba de ir narrando en directo las escenas al público, aunque en ocasiones doblaba a los personajes mediante técnicas de modulación de voz. Su labor consistía también en procurar la coherencia narrativa de las primeras películas extranjeras, consistentes en simples escenas sin aparente cohesión alguna. Llegado el caso, incluso podían servir para explicar cómo funcionaban algunos aspectos del mundo occidental que eran plenamente desconocidos para los ingenuos japoneses del momento. Los benshis jugaron un rol esencial en el primer cine japonés, consiguiendo ser mucho más populares que los actores que protagonizaban las películas. A pesar de ello, supusieron un lastre a la hora de concebir el recién nacido formato como algo artístico en vez de un entretenimiento de masas, ya que mediante su labor evitaban cualquier tipo de sugestión o estímulo intelectual, llegando incluso a alterar los discursos de las películas si estos llegaban a ser moralmente censurables.

A partir de los años veinte se empieza a extender el sistema de estudios en Japón y se masifican las salas de proyección. Es muy conocida la conciliación del espacio urbano con estos nuevos tipos de ocio, originando lugares como el Distrito 6 del barrio de Asakusa en Tokio, más conocido como eiga-gai o ciudad del cine (Moreno, 2019). El concepto es muy cercano a lo que hoy podríamos considerar un parque de atracciones, dando un paso más allá del concepto de estudios californiano. Se observa cómo los japoneses, siempre sensibles al arte, pero pragmáticos sobre todas las cosas, rápidamente buscaron el negocio y la popularidad del nuevo pasatiempo.

Pese a que tanto el fenómeno de los benshi como la impronta teatral llegasen vivos hasta finales de los años veinte, la industria pronto comprendió la necesidad de asemejar el tono de sus propias producciones al del cada vez más popular Hollywood. La productora Shôchiku fue pionera en este sentido, encargando al director Minoru Murata (1894-1937) la valiosa Almas en el camino (1921), homenaje al cine de David Wark Griffith que puso en escena por primera vez en Japón un montaje con varias líneas argumentales en paralelo.

El terrible terremoto de Kanto en 1923 acarreó la desaparición de miles de películas y cientos de estudios de grabación, lo cual supuso el acicate definitivo para abandonar ciertos preceptos pasados de moda y abrazar definitivamente el estilo americano, anticipado por Almas en el camino dos años antes. La libertad del periodo Taisho, junto al ansia del público por disfrutar del nuevo cine japonés, disparó el número de películas grabadas y la afluencia a las salas de cine (Da Costa, 2010). Tan solo cinco años después del desastre sísmico, Japón producía en torno a mil películas al año, en contraste, por ejemplo, con las doscientas que actualmente estrenan industrias como la española. Entre ellas surgió el gendaigeki, género contextualizado en el Japón moderno, de tenor preferiblemente positivo, estructuras sencillas, y con la misión de hacer olvidar a los espectadores las recientes desgracias del país.

La cercanía política con Alemania conllevaría la importación de films expresionistas, tales como el Gabinete del Doctor Caligari (Robert Wiene, 1920) o El golem (Paul Wegener, 1920), entre otros. La nueva influencia diversificó el estilo cinematográfico nipón, que a la agilidad narrativa o a la rápida sucesión de planos incorporó estilizaciones visuales propias de cierta subjetividad oscura, quizá en anticipo del funesto periodo ultramilitarista de Showa. Un ejemplo fue la aparentemente rupturista Una página de locura (Teinosuke Kinugasa, 1926) donde el lóbrego surrealismo de Wiene y sus encuadres torcidos se entremezclan con técnicas ya vistas en EEUU, como las sobreimpresiones o la velocísima alternancia de planos. El resultado es un trabajo inolvidable, pero tan deudor de obras preexistentes que sería complejo dirimir si nos hallamos ante arte autóctono o un pastiche visualmente espectacular cuyo objetivo es triunfar entre el gran público. Como vemos, antes de la guerra mundial los usos cinematográficos en el “país del sol naciente”, que a ojos de occidente podrían considerarse artísticos o singulares, consistían realmente en remedos de los productos occidentales más de moda, en un fenómeno de explotación con afán absolutamente comercial.

La industria japonesa de cine no se puede entender sin los géneros (Richie, 1990). Fue precisamente a inicios de los años veinte cuando empezó a tomar forma uno de los más importantes: el jidai-geki o cine de época. Mientras el gendai-geki tuvo su principal foco de producción en Tokio, el jidai-geki tuvo su telón de fondo en Kioto, considerada la capital cultural del país y poseedora de multitud de edificios históricos que podían complementar al sistema de estudios. El pionero en alejarse del buqué teatral en este sentido fue Shozo Makino (1878-1929) mediante su Capucha Púrpura (1923), que bebió tanto de la novela histórica occidental, el western silente o el cine de capa y espada de Douglas Fairbanks. Aunque todavía alejada del esplendor alcanzado por el jidai-geki en la edad dorada, he aquí una fuente de inspiración ineludible para Daisuke Ito o el por entonces preadolescente Akira Kurosawa (Puigdomenech, 2010). La productora Nikkatsu pareció encontrar un filón con este género a juzgar por el masivo incremento de aglomeración en las salas de cine, pese a que repitiera sin rubor algunos patrones inamovibles como la presencia del partenaire femenino, la persecución o búsqueda de la venganza y el enfrentamiento final contra el antagonista.

Mientras tanto, la evolución seguía imparable y Minoru Murata puso en pantalla por primera vez a una actriz sustituyendo a los tradicionales onnagata, es decir, los actores que interpretaban a las féminas desde tiempos del kabuki hasta los inicios del cine. La obra en cuestión fue La esposa de Seisaku (1924), en la que la protagonista es vilipendiada por sus vecinos por haber sido la amante de un anciano. Más allá del argumento, lo verdaderamente interesante es que la productora Shochiku decidió incluir actrices con el objetivo de incrementar el target de público potencial, lo cual consiguió con creces. De este modo nació lo que se llamó turbiamente onna no eiga o cine de mujeres, en el que también empezó a despuntar un tal Kenji Mizoguchi (1898-1956), con trabajos como Las mujeres son fuertes (1924) o la tristemente desaparecida El amor de una profesora de canto (1926), que sirviera de inspiración para la muy posterior Cuentos de la luna pálida (1953).

Casi la totalidad de obras que estamos repasando hasta ahora distaban un universo de lo que en occidente se entiende hoy día como canon japonés: no encontrábamos planos largos, encuadres estáticos ni interpretaciones graves o solemnes. Bajo dictamen de las grandes majors, el cine debía discurrir por los mismos cauces que en América, Francia o Alemania, pues el fervor modernista -u occidentalista propio de Taisho relacionó el concepto de extranjero con algo cool. Los directores del archipiélago, por tanto, se vieron obligados a luchar contra su esencia japonesa, contra su proclividad teatral, creando una enorme cantidad de productos sucedáneos menores. Por si fuera poco, a partir de 1925 el gobierno aumentó la censura y el control sobre el cine, al principio solo existente en posproducción, para poco después controlar todos los procesos creativos, al estilo de la spitzenorganisation nazi. Entre los factores a vedar encontrábamos cualquier detalle que pusiera en cuestión el sistema vigente, por lo que temas tan esenciales en el arte como la denuncia o la subversión eran absolutamente inconcebibles. Se evitaba a menudo la visión de la guerra tal y como era, eludiendo la visión de fallecidos en pantalla, sufrimiento de civiles, imágenes escabrosas, etc. A partir de la era Showa la censura se cebaría también con los filmes extranjeros, como cuando en El ladrón de Bagdad (Raoul Walsh, 1924) se corta el momento en que cuelgan al príncipe mongol por temor a que se establecieran perversas analogías con la institución imperial. Uno de los pocos géneros libres de censura fue el kodomo no eiga -o cine de niños- que solía presentar dramas infantiles debidos a abusos paternales, en clara metáfora de lo que sucedía con la sociedad japonesa y los militares. De entre las películas más arquetípicas en este sentido destaca Un guijarro en el camino (Tomotaka Tasaka, 1937).

En la segunda mitad de los años treinta, el gobierno se preocupó de coartar aún más la libertad, al tiempo que fomentó un cine eminentemente propagandístico. No podemos traer a colación mejor ejemplo que La hija del samurái (Mansaku Itami, 1937), filmada pocos meses después del pacto Antikomintern entre Japón y Alemania. La producción contó con la participación del director germano Arnold Fanck, principal exponente del género de montaña, tan en boga en aquel periodo, y Mansaku Itami (1900-1946), cineasta menor que llegó a trabajar en Nikkatsu gracias al éxito relativo de su chambara3 titulado El hombre más grande el mundo (1932). La película consistía en una descarada sucesión de estampas preciosistas de Japón, entremezcladas con un mensaje casi hagiográfico que perseguía enaltecer la nobleza de los recentísimos aliados de los nazis de cara al exterior.

El auge del nacionalismo militarista acarreó un repunte de diversos aspectos del folclore japonés profundo, como pueden ser la religión shintoista o la dialéctica del bushido. Como si el Estado quisiera engalanarse con sus señas de identidad más idiosincrásicas, el cine al estilo hollywoodiense reculó en pro de un formato más típicamente nipón, apostando por lo presentacional, el ritmo pausado y la desextranjerización. El ya por entonces afamado Kenji Mizoguchi rodó en medio de esta vorágine Historia del último crisantemo (1939), una cinta donde el lirismo, la solemnidad y el delicado desplazamiento de cámara buscaban activar el auténtico rigor moral y estético del país de los kamis y los budas. Para la historia del celuloide quedará el hermosísimo plano secuencia de cinco minutos en el que ambos protagonistas se conocen, donde la plasticidad escénica y la composición visual llegan a cotas nunca vistas anteriormente. De una forma u otra, ya sea porque el espectador de a pie no estaba acostumbrado a tanta complejidad, ya sea porque pocos años después el país daba signos de agotamiento en la Guerra, el público dejó de acudir en masa a las salas de cine.

A partir de la década de los cuarenta, el cine de propaganda nacional se reorientó directamente hacia la publicidad militar, en un subgénero simple y opaco conocido como kokusaku-eiga. Mientras estuvo en boga esta corriente el cine se basó en elementos narrativos arcaicos y rectilíneos, presentando a villanos siempre occidentales, espías por doquier y madres orgullosas por ver cómo sus hijos daban la vida por la patria. Así, el esteticista Mizoguchi se vio obligado a rodar para Shôchiku una serie de películas enaltecedoras de la ética guerrera, tales como Los 47 samuráis (1941) o Miyamoto Musashi (1944), un idealizado biopic sobre el samurái más famoso de todos los tiempos. Incluso producciones tan amables y bienintencionadas como Había un padre (Yasujiro Ozu, 1942), que narraba la cercana lejanía entre un progenitor y su hijo a lo largo de varias décadas, se vio afectada por el martilleante discurso de la abnegación y el sacrificio, valores por encima de cualquier interés individual.

La cohibición creativa ni mucho menos finalizaría con la derrota militar de los japoneses en la II Guerra Mundial. Como bien es sabido, EE.UU. mantuvo en las islas al Comandante Supremo del Frente Pacífico, Douglas MacArthur, con el fin de domesticar y reorganizar un país recién sometido. El Gobierno de ocupación abordaría aspectos que iban desde la creación de un nuevo Código Civil, la abolición temporal del ejército o la censura total en ciertos ámbitos de la cultura. Respecto al cine, se proscribieron taxativamente los yûrei-eiga, o películas de fantasmas, por ser historias donde la venganza ejercía como principal motor narrativo; la aparición del Monte Fuji, algo así como la evocación nacional por excelencia en forma de hito geográfico; la visión de soldados americanos en pantalla o incluso ruinas fruto de la devastación de las bombas atómicas.

Pero si en este momento hubo un factor esencial en la industria nipona fue la proscripción del cine histórico. De hecho, se dio la paradoja de directores que fueron censurados tanto por los japoneses antes del fin de la guerra como por los americanos después de ella. Ahí está el caso de Akira Kurosawa y Los hombres que caminan sobre la cola del Tigre (1942), prohibida en primera instancia porque uno de sus personajes criticaba a Minamoto no Yoritomo4, e igualmente ilícita años más tarde por estar ambientada en el s. XII. Uno de los pocos jidai-geki rodados durante la estancia yankee fue Cinco mujeres en torno a Utamaro (Kenji Mizoguchi, 1946), aunque esta vez se tuvo en cuenta el peso específico de su director, así como el hecho de que abordase el “inocente” vínculo entre un conocido artista ukiyo-e y diversas prostitutas, dejando a un lado cualquier tipo de alusión comprometida.

Por su parte, el contexto de ocupación fue caldo de cultivo para la proliferación de directores y productores de tendencia comunista o anti-imperialista. Esto no supuso ningún problema en origen porque era justamente lo que pretendían los americanos, pero apenas dos años después, el crecimiento de Rusia, junto al inicio de la Guerra Fría, dieron un giro de ciento ochenta grados al escenario, llegándose a censurar también este tipo de cine partidista.

Ante tales circunstancias, la industria volvió a mirar hacia occidente, concretamente a Italia, para apostar por un neorrealismo cinematográfico deudor de Vittorio de Sica y El ladrón de bicicletas (1948). Fue Tadashi Imai (1912-1991) quien mejor representó esta corriente mediante films limítrofes con el amateurismo, pero capaces de mostrar las condiciones humanas más auténticas después de conocer el horror de la guerra. Ejemplos claros en este sentido son Hasta que nos veamos de nuevo (1950) o Una lengua de fango (1953). El problema radicaba en la nula costumbre del público japonés de consumir ficciones hiperrealistas, máxime en una cultura donde la impronta escénica aún seguía latente en la memoria colectiva.

Cuando los estadounidenses abandonaron el país en 1952 la industria japonesa reemprendió la producción de películas de época y de corte sobrenatural con ímpetu triplicado. Las productoras Shochiku, Toho y Daiei intentaron apostar, además, por la adaptación de obras conocidas, ya fueren provenientes del teatro, la historia o la literatura, con el objetivo de que la popularidad arrastrase cada vez más gente a las vilipendiadas salas de cine. Fue esta la hora de la trilogía Samurai de Hiroshi Inagaki (1905-1980), cuya primera entrega ganaría el Oscar a mejor película extranjera en 1955; también la explosión de Akira Kurosawa en el jidai-geki con Los siete samurais (1954) y Trono de sangre (1957), reescritura del Macbeth de William Shakespeare; o Los fantasmas del pantano Kasane (1957) del “maestro del horror” Nobuo Nakagawa (1905-1984), que incorporaba a las narrativas sobre guerreros medievales un elemento esencial del relatario nipón: el espectro.

A estas dinámicas hemos de sumar el asentamiento de las yakuza-eiga, género de gánsteres tan deudor en su primera época del noir americano como el chambara lo era del western. Si bien el Ángel borracho (Akira Kurosawa, 1948) adelantó muchos de los rasgos esenciales del cine de mafiosos, serían sin embargo Kihachi Okamoto (1924-2005) con Cuentos de los bajos fondos (1959) y, sobre todo, Seijun Suzuki (1923-2017) por medio de La juventud de la bestia (1963), dos de los autores esenciales en esta tipología durante la edad dorada de los cincuenta y comienzos de sesenta (Rains, 2010).

La bonanza para las productoras no duraría demasiado, pues se avecinaba una desgracia tan nociva para la pantalla grande como en su momento fueron el terremoto de Kanto o la Guerra Mundial: la televisión. Este producto de la tecnología moderna se comercializó a inicios de los años cincuenta, aunque sus ventas no llegaron a cotas tangibles hasta mediados de la década siguiente. Mas, ¿qué ofrecía el cine que no pudiera degustarse al amparo de la intimidad doméstica? La industria tuvo que reinventarse a marchas forzadas introduciendo películas de monstruos conocidas como Kaiju, la mayoría tan hijas de Godzilla como del miedo a la energía nuclear. También fue común la introducción en las salas de programas dobles, en una estrategia que intentaba amortizar los rollos de celuloide acumulados durante tantas décadas a un precio muy competitivo para el público. Otra respuesta al receso de la industria consistió en rodar menos cantidad de films, pero invertir más capital en aquellos que se produjeran. Así surgió el concepto de super producción, tan normalizada en la meca del Cine, pero tan residual hasta este momento dentro del sistema de estudios japonés. Siguiendo la senda del drama bíblico Ben-Hur (William Wyler, 1959), Daiei encargó al especialista en chambara Kenji Misumi (1921-1975) la ambiciosa Buda (1961), mientras que dos años antes Toho fusionó la temática religiosa con la aventura en Los tres tesoros (Hiroshi Inagaki, 1959), una colorista glosa del Kojiki donde estrellas de la categoría de Toshiro Mifune o Setsuko Hara hacían acto de aparición. A pesar de todo, el negocio siguió estando bajo mínimos y solo las yakuzaeiga como Una historia cruel de pistolas (Takumi Furukawa, 1964) o El colt es mi pasaporte (Takashi Nomura, 1967), le mantendrían el pulso a la TV, asumiendo el rol del decadente cine de samuráis, gracias a su dinamismo, violencia y sencillez narrativa.

Pero como el lector podrá imaginar un solo género no podría soportar los presupuestos ingentes de las productoras. La nueva fórmula que muchas de ellas adoptarían sería la elaboración en masa de porno softcore, también conocido como pinku-eiga5, el cual fue mezclándose con otras ficciones dando como resultado los primeros casos de cine bizarre japonés que tanto inspirarían a Quentin Tarantino o Takashi Miike (Heller, 2007). De entre esta serie de miles de películas menores rescataremos como paradigmas Girl Boss Revenge: Sukeban (Norifumi Suzuki, 1973), en la que un par de mujeres desnudas inician una venganza contra los gánsteres que las prostituyeron, y 100 years of torture (Kôji Wakamatsu, 1975) una antología de cortometrajes sobre violaciones a mujeres en distintas épocas históricas. No obstante, a finales de los setenta la ausencia de espectadores era ya tan notable que las compañías tuvieron que diversificar sus actividades, hasta el punto de que Shochiku invirtió en una cadena de karaokes y Daiei en servicios de bailarinas y equipos de béisbol.

Al llegar los ochenta el viejo grupo de productoras comenzó a convivir con el cine independiente, justo cuando la economía nipona entró en colapso por la burbuja inmobiliaria. Aun así, algunos de los grandes directores siguieron trabajando, si bien con capital hollywoodiense. El caso más notable es el de Akira Kurosawa y sus Kagemusha (1980) y Ran (1985), que como La Balada de Narayama de Sohei Imamura (1926- 2006) en el año ochenta y tres, obtuvieron mayor reconocimiento en el extranjero que dentro del archipiélago, en gran medida debido al retorno a un cine más parsimonioso y detallista. Los ochenta se recordarán, sin embargo, por la poderosa irrupción del estudio Ghibli y de directores tan brillantes como Hayao Miyazaki (1941) e Isao Takahata (1935-2018), en lo que supuso el inicio de una escalada imparable del anime hacia el pico de la producción de entretenimiento japonés.

A partir de 1990, el país se recuperó y con ello volvió la afluencia a las salas de cine. Como si de una cosecha de vino a la espera de ser recogida se tratara, una enorme cantidad de directores que habían ejercido de ayudantes durante la infértil década anterior comenzaron su andadura en solitario. Entre ellos destaca por su influencia posterior el showman Takeshi Kitano (1943), propietario de una productora llamada Office Kitano y heredero natural de Kinji Fukasaku en el género de yakuzas que tanto reactivaría a lo largo de su carrera en las facetas de director e intérprete. Uno de sus trabajos, El verano de Kikujiro (1999), contribuyó a la Gran Ola de cine japonés que recorrió las salas de todo el mundo durante aquella edad dorada, en un mérito compartido con Ringu (Hideo Nakata, 1998), precursora del neo-kaidan japonés, y Battle Royale (Kinji Fukasaku, 2000), violentísima ucronía tildada por Tarantino como una de las mejores películas de la historia6.

Si bien a partir del s. XXI podemos encontrar algunos directores con un sentido clásico e intimista, al estilo del veteranísimo Yôji Yamada (1931) en El ocaso del samurái (2002), o Hirokazu Koreeda (1962) en Nadie sabe (2004), la dinámica general del cine japonés se sitúa entre el eclecticismo de directores irregulares como Takeshi Miike (1960) y la imparable influencia narrativa y visual del manga. En gran medida por haber perdido la identidad -si es que algún día la tuvo- o bien por haber creado una nueva, el sector audiovisual genera hoy día unas considerables cantidades de dinero. Lo que cabría preguntarse ahora es si consigue mantener el primer lugar en el ranking asiático, sobre todo cuando Corea acaba de estampar su nombre con letra de filigrana gracias a la oscarizada Parásitos (Bong Joon-ho, 2019).

Arte

En función de lo visto hasta ahora el lector concluiría que los estudios y productoras japoneses casi siempre han mirado a occidente a la hora de planificar sus inversiones. Cuando nosotros pensamos en algo artístico, descartamos de entrada los productos simple y llanamente eficientes que consiguen cosechar éxito. El arte cinematográfico lo imaginamos más bien como una obra genuina, con carácter propio, hija de su contexto nacional y, sobre todo, con la difícil capacidad de innovar y subvertir. Porque el arte es la sublimación de una actividad, no la actividad misma. En consecuencia, la visión occidental de Japón como un vivero artístico para el cine es en parte un espejismo, pues son pocas las películas, y aún menos los directores, que han conseguido trascender hasta ser hitos del Séptimo Arte. Precisamente, estos films elegidos son los que en su mayoría llegaron a occidente, en gran medida por ser distintos al cine que aquí se consumía. De modo que hasta cierto punto es esperable la elevada opinión que tenemos de los cineastas nipones. A continuación, haremos un levísimo repaso por algunos de estos directores que, como excepción a la regla, sí han brillado con luz propia.

El primero que nombraremos será Yasujiro Ozu (1903-1963), quien convirtió el shomingeki en un tipo de cine capaz de ir más allá de las banalidades mundanas. A través de sus historias, Ozu puso tras el foco de la cámara la disolución de la familia tradicional confucionista, un hecho silencioso e imparable que generó miles de conflictos sociales. Para captarlos, nuestro director utilizó varios estilemas únicos hasta el momento, entre los que podemos nombrar el plano-contraplano, los encuadres a ras de suelo, o el gusto por la ortogonalidad visual, apreciable en obras discretas y sublimes, al estilo de primavera tardía (1949), cuya protagonista se debate entre la vida matrimonial y el cuidado de su padre, llevado a escena por el actor fetiche de Ozu, Chishū Ryū. El mismo intérprete dará vida al anciano de Cuentos de Tokio (1953), donde se nos narra una cruel historia impensable en el Japón de unas décadas antes: un matrimonio de ancianos acude a la capital con motivo de visitar a su familia, pero las exigencias de un Tokio que lucha por salir de la depresión económica, unidas a la falta de cariño y sensibilidad, hacen que sean enviados a un incómodo balneario en vez de hospedarse en casa de alguno de sus hijos. Cinematográficamente todo funciona a la perfección: un ritmo narrativo pausado, amparado en la sutileza de los pequeños gestos y unos silencios muchísimo más poderosos que las palabras, muestran cómo dos octogenarios no encuentran su lugar en un mundo donde la familia no se entiende como tiempo atrás. Escenas como el excepcional travelling que acaba mostrando a los ancianos esperando en la intemperie a que su nuera llegue del trabajo, o el encuadre estático de un ya viudo Shukishi, martilleado por la soledad de un tic tac que suena fuera de campo, nos invitan a pensar en una situación de vulnerabilidad estructural en el seno de la familia.

Otro de los cineastas destacados fue Kenji Mizoguchi quien, después de décadas refinando su estilo cinematográfico, llegó a su cenit a inicios de los años cincuenta. En aquel momento su obra era una muestra exquisita de contemplación estética, en la mayoría de las ocasiones supeditada a un mensaje mucho más profundo: la denuncia del desequilibrio social entre hombres y mujeres (Padilla, 2009). En esa línea se integran films como Las Hermanas Gion, (1936), La calle de la vergüenza, (1956), y, por encima de las demás, Vida de Oharu, mujer galante (1952), todo un caudal artístico de sesgo antinacionalista, de cariz triste y casi tendente a un descorazonador fatalismo connatural.

En base a la técnica del cineasta, podríamos decir que Mizoguchi es el más japonés de todos los directores japoneses, algo apreciable en quizá su mejor cinta: Ugetsu o Cuentos de la luna pálida (1953). En ella, el ceramista Genjuro acude a la ciudad buscando vender su género en medio de un conflicto entre samuráis, dejando solos a su mujer e hijo. Al llegar a la capital, una refinada dama llamada Wakasa le encarga un enorme lote, pero cuando lo transporta hasta su mansión decide quedarse allí, embriagado por las lisonjas y encantos de la atractiva mujer. El problema sobreviene cuando el protagonista se percata de la naturaleza fantasmal de Wakasa, motivando su vuelta al hogar donde halla muerta a su esposa. El director tokiota fue de los primeros cineastas en sublimar el uso de la toma larga después del mutismo cinematográfico, en una industria donde precisamente se valoraba todo lo contrario. De hecho, en Ugetsu suele aplicarse la máxima de una escena, un corte, a veces incluso subrayándolas mediante fundidos en negro que servirían como puntos y aparte dentro de la narrativización visual. Igualmente, podemos disfrutar de varios desarrollos del llamado por Santos Zunzunegui plano-pergamino (Zunzunegui, 1999) hacia el último tercio del metraje. Uno de los más destacados acaece cuando Genjuro retorna por fin a su casa, siendo acompañado de un travelling de seguimiento lateral que se eleva hasta dejar ver la profundidad de campo con la casa al fondo. También es inolvidable aquel que clausura el film, con el pequeño hijo de la pareja protagonista corriendo hacia la tumba de Miyagi, y que dibuja esa elegante “L” imaginaria izándose más allá de la colina para revelar la labor de unos granjeros.

A ese deslizamiento exquisito de la cámara, Akira Kurosawa (1910-1998) incorporará varios destellos técnicos del mejor cine americano. En contraste con el canon japonés, podemos citar la abundante aparición de imágenes panorámicas y un mayor número de cortes en las escenas, fruto de usar varias cámaras desde distintos ángulos a la vez. Pero si las películas del director de Rashomon (1950) se distinguen por algo, es por la movilidad constante de los diversos elementos escénicos que aparecen en pantalla, ya sean personajes secundarios, factores climáticos e incluso el encuadre mismo, que podría bascular de un primer plano hasta un plano general pasando por un escorzo de por medio. El talento sin límites del Maestro de Shinagawa fluyó a través de una enorme diversidad de géneros, consiguiendo llegar a cotas casi insuperables en algunos de ellos, como el drama con Ikiru (1952), el noir con El infierno del odio (1963) o las películas de época con Los siete samuráis (1954) o Trono de Sangre (1957), entre otras. Lo paradójico de Kurosawa es que, a pesar de su inmejorable consideración en occidente, nunca fue un cineasta de éxito en su país salvo en momentos puntuales. De hecho, tras el desastre que supuso para Toho la producción de Dodeskaden (1970), Kurosawa fue relegado al ostracismo por la industria nipona, hecho que casi lo llevaría el suicidio. Cinco años después los soviéticos rescatarían del olvido a nuestro director para rodar la hermosa y oscarizada Dersu Uzala (1975), mientras que un esfuerzo conjunto de Spielberg, Lucas, Scorsese, Coppola y Scott posibilitarían los rodajes de la épica impresionista de Kagemusha (1980) y la explosión de mil colores que supuso Ran (1985). De modo que, si por los japoneses hubiera sido, nos hubiéramos perdido algunas de las mejores películas japonesas de la historia.

Si tuviésemos que citar un elemento realmente intrínseco al arte japonés, fuera de las geishas y los samurais, ese sería el mundo de lo invisible, de la semi-religión o de lo fantasmal. El cine no iba a ser una excepción, y muestra de ello son las obras del mismo Kurosawa, Trono de Sangre y Sueños (1990), entre otras tantas que ha habido. De ese caudal de cineastas especializados en el horror sobresalió por su talento Nobuo Nakagawa, responsable de llevar a la gran pantalla en 1959 una de las piezas kabuki más famosas del repertorio nipón, Tokaido Yotsuya Kaidan. El relato se centra en el drama de Oiwa, quien fuera asesinada por su marido, el samurái Tamiya Iemon, deseoso de contraer otra vez matrimonio con la hija de una familia rica. Durante la narración, el espectro de su antigua esposa atormentará a Iemon en un ciclo de escenas espeluznantes, potenciadas mediante una atmósfera potente y malsana, que se adelanta varias décadas en visceralidad a las dinámicas del terror universal.

Después de los monumentos al antibelicismo y anti-bushido que Masaki Kobayashi (1916-1996) construyó con La condición humana (1959) y Harakiri (1962), el cineasta rodaría Kwaidan (1964), probablemente el film de temática sobrenatural más esteticista de la historia del cine. En él se llevan a la gran pantalla un conjunto de relatos de Lafcadio Hearn en los que la vocación escénica, estilizada mediante atrezzos impresionistas, evocan la solemnidad primigenia del fantasmal noh.

Al contrario de lo que sucedió en Francia, la nūberu bāgu -o Nouvelle Vague nipona- no agrupa a los cineastas en torno a una teoría del cine, sino que los define a través de una visión crítica hacia los convencionalismos estilísticos anteriores. Así, los autores de la nueva ola japonesa huyen de los personajes arquetípicos propios del cine de samuráis, militares o mafiosos, para priorizar la crítica a los problemas sociales del país construyendo nuevas mitologías cinematográficas. Dos de entre los más destacados de sus miembros fueron Hiroshi Teshigahara (1921-2001) y Nagisa Oshima (1932-2013). El primero de ellos trabajó en sus inicios el documental y, quizá por conocer con tanta profundidad la realidad social, se permitió juzgarla a través de narrativas surrealistas. Todo ello se puede aplicar a su Mujer de la arena (1964), en la que un entomólogo en busca de insectos debe convivir a la fuerza con una extraña mujer después de caer en un agujero. Aquí la realización visual, absolutamente carnal, capaz de hacernos sentir la humedad del sudor, se combina con la atmósfera de un sueño en el que la parábola desvela el ansia de los hombres por caer presos.

El director del Imperio de los sentidos (1976), Nagisa Oshima, rodaría a principios de los ochenta Merry Christmas Mr. Lawrence (1982) un drama desarrollado en un campo de concentración japonés con la Java de la II Guerra Mundial como telón de fondo. El comandante del campo, Yonoi, interpretado por el músico Ryuchi Sakamoto, aplica entre sus hombres valores como el orden, el honor y la disciplina, pero su diligencia esconde una homosexualidad reprimida que, de desvelarse, le reportaría la ignominia absoluta. Los acontecimientos se desbordan cuando Yonoi se enamora de Celliers - oficial británico cautivo en la piel de David Bowie-, hecho que provoca tensiones entre guardianes y prisioneros. Más allá de la evidente crítica a la nueva moral sexual nipona, para la historia del cine quedará el momento en que Celliers interrumpe los inminentes fusilamientos para besar a la fuerza a Yonoi, con la extraordinaria textura musical para piano eléctrico compuesta por el mismo Sakamoto.

La ansiedad del hombre moderno por conquistar un entorno tecnificado sería hiperbolizada por Shinya Tsukamoto (1960) en Tetsuo, el hombre de hierro (1988). El director, sin duda uno de los tótems del cine japonés actual, persigue mostrar mediante una narración surrealista la paulatina suplantación de lo natural por lo artificial; en otras palabras, el film busca presentar la realidad paralela del hombre contemporáneo, aquella fundada en torno a cualquier necesidad presuntamente solucionada por el avance tecnológico. Para ello utiliza la kafkiana historia de un salaryman, Tomoro Taguchi, quien tras atropellar a un extraño individuo ve cómo su cuerpo se va transformando en un amasijo de metal y carne. La metáfora, semejante en cierto modo a la mostrada por Cronenberg dos años antes en La mosca (1986), advierte sobre los riesgos que implica la tecnología innecesaria o mal aplicada. En un principio, Taguchi se siente desorientado ante su nueva situación, pero acaba no solo asimilándola, sino embriagado por la posibilidad de ser consumido por ella.

El mismo año Shohei Imamura (1926-2006), autor de obras tan destacadas como La balada de Narayama (1983), también sobresaldría con La lluvia negra (1989), adaptación de la novela homónima de Masuji Ibuse. La película, especialmente sobrecogedora por la crudeza de sus escenas, se centra en la historia de Yasuko, una joven que se ve sorprendida por una lluvia radiactiva después del bombardeo a Hiroshima. La verdadera crueldad de su situación se sintomatiza con el rechazo que la presunta enferma despierta entre las personas de su entorno, familia y pretendientes incluidos. A pesar de caer en el prurito de la crudeza visual, Imamura roza la sublimación fílmica con algunas escenas, sobre todo aquella en la que la protagonista se acaricia el cabello y observa cómo se desprende a mechones, quedándosele entre las manos.

Tal vez uno de los últimos resquicios de autenticidad en el cine nipón sea Hirokazu Koreeda (1962). Su ópera prima Maborosi (1995) narra la triste historia de Yumiko, una mujer que desde joven convivió con la muerte. Transcurrido un tiempo después del suicidio de su marido, contrae nuevamente matrimonio y se muda a un pueblo rústico del Mar de Japón. Allí, entre el susurro de las olas del mar y el olor a salmuera, sufre en silencio por la posibilidad de perder a su nueva familia, pues piensa que ella es la culpable de la muerte de las personas que ama. En lo que sería un anticipo de su exitosa carrera posterior, Koreeda sitúa su foco sobre la desintegración familiar y sus paradojas, recreando una obra de intensidad visual primordial, donde los silencios y la oscuridad de los corazones se convierten en poesía.

Otro de los innegables padres de la Japan Wave de fines de milenio fue Takeshi Kitano. Desde los ochenta el cineasta y actor renovó los postulados de las yakuza-eiga, a través de cintas como Violent Cop (1989), Sonatine (1993) o Kids Return (1996), pero sería en 1997 cuando convertiría un género principalmente de acción en un tratado de trova fílmica a través de Hana-bi: flores de fuego. Aquí se narra la historia de un policía corrupto que pierde a su hija de cuatro años, sufre la leucemia de su esposa y ve cómo su mejor amigo queda paralítico después de recibir un disparo. Recuperando el típico regodeo nipón proclive al fatalismo existencial que tan bien describiera Junichiro Tanizaki en su Elogio de la sombra7, Kitano crea una narrativa desfragmentada en la que todo cobra sentido durante el aciago desenlace. En él, la cámara se desplaza partiendo de los dos protagonistas para ascender hasta el horizonte marítimo, momento en que se escucha el sonido de dos disparos fuera de campo. Mención aparte merece la composición musical del Maestro Joe Hisaishi, quien potencia la emoción y la pureza irradiadas por unas imágenes ya de por sí colmadas de lirismo y sinceridad.

Rozando el fin del milenio, el semidesconocido director Hideo Nakata (1961) reescribió para la gran pantalla uno de los bestseller de terror más vendidos de la historia de Japón: Ringu (1990). A partir de ese entonces, la joven Sadako irrumpió, espasmódica, desde las televisiones de todo el mundo liderando un ejército de remedos y desencadenando una ola de terror japonés sin precedentes. Uno de los logros visuales más reseñables de Nakata fue extraer al típico yūrei8 de los contextos clásicos e injertarlo literalmente en medio de la modernidad urbana, combinando así dos conceptos como son los fantasmas y la tecnofobia (Míguez, 2019). Y es que, si la tecnología recorre como venas invisibles las entrañas de las ciudades actuales, no sería extraño tropezar, dentro del neo-kaidan, con espectros en ascensores que reemplazan a las antiguas encrucijadas, también en informatizados cuartos de baño en lugar de en pantanos y, por supuesto, en aparatos electrónicos actuando como trasuntos de los antiguos cementerios. Pero la interacción del fantasma con el medio técnico o informático no es simplemente de una cuestión coyuntural, propia de la nueva época, sino que más bien responde a una necesidad crítica de advertir sobre los peligros potenciales de extralimitarse en el uso de las nuevas tecnologías. El recurso narrativo funciona a la perfección, pues posee la virtud de convertir objetos cotidianos con los que estamos familiarizados en iconos del horror, algo parecido a lo que consiguió Spielberg con la playa, espacio de ocio desvirtuado en Tiburón (Jaws, 1975) o tiempo antes Hitchcock con uno de los pocos distritos de relax que aún quedan para el hombre moderno: la bañera. De esta forma, el sentido tecnofóbico visto en Ringu y el neo-kaidan respondería a las mismas motivaciones que originaron a Godzilla o todo el caudal de ficción cyberpunk en el manga y el cine.

Ya desde comienzos del siglo XXI el cine de animación japonés era reconocido en todo el mundo gracias al éxito de El viaje de Chihiro (2001). Su director, el Maestro Miyazaki, abordó el periplo fantástico de Chihiro Ogino, una niña de diez años que se ve obligada a mudarse junto a sus padres a otra ciudad. Durante el tedioso trayecto, la familia se extravía en el interior de un misterioso bosque, para acabar traspasando un túnel que los conducirá al mundo de los espíritus. Una vez allí, los padres de la protagonista se convertirán en cerdos tras consumir los exvotos de las deidades que habitaban aquel plano, por lo que su hija deberá hallar una solución a tamaño problema. Tras el éxito internacional obtenido por la cinta de Ghibli surgieron multitud de posibles interpretaciones de su historia, en parte debido a la presencia de gran cantidad de códigos del folclore oriental incompresibles a ojos de Occidente (Montero, 2012). De hecho, han existido voces autorizadas que se han apresurado a establecer correlaciones entre esta historia y la Alicia de Lewis Carrol, relato con el que, a pesar de las apariencias formales, guarda muchas más diferencias que puntos en común, y es que la literatura del británico discurría embebida en un tono muy distinto, más cercano al sarcasmo o la ironía, cuando no se apoyaba deliberadamente en la narrativa de lo absurdo. Au contraire, Miyazaki no hace más que transportarnos a un mundo fantástico que hunde sus raíces en el sustrato fundamental del folk japonés, al tiempo que usa el enorme ejército invisible de su mitología con el fin de proyectar una advertencia locuaz y sincera: los japoneses, embriagados por la globalización, perseveran en vicios perjudiciales tanto para sí mismos (moral dispersa) como para el entorno que los rodea.

4.Coda

Como sucede en casi todos los países, la industria cinematográfica japonesa ha sido un campo de batalla en el que los verdaderos artistas lidiaron con problemas culturales, políticos o de mercado. Dicho de otro modo, el cineasta de aquel país, si trascendió de algún modo el simple éxito productivo, hubo de prevalecer sobre la tendencia a emular el cine extranjero; también ir contra la dinámica de un pueblo que buscaba entretenerse por encima de los grandes esfuerzos intelectuales; y, por supuesto, se vio obligado a sortear la propaganda militarista y la censura, ya fuese japonesa o de Estados Unidos, así como a superar la irrupción de la TV o las numerosas recesiones económicas.

El conjunto de factores anteriores supuso una agrietada barrera por la que se filtró un cine más auténtico y respetuoso con el arte tradicional japonés, más poético y crítico, en definitiva, surgido al calor de algunos pocos directores inmortales. Aparte de su reconocida capacidad, la mayoría de estos genios tuvieron en común la consecución de grandes premios internacionales, lo cual dio pábulo a que pudieran conservar cierta autonomía creativa al menos durante dos o tres producciones más. Se observa aquí cómo la consideración internacional hacia una película japonesa ha influido en la recepción de esa misma película en su país de origen, al estilo de una sugestión que invitaba a ver con otros ojos toda cinta bendecida por Oscars, Leones de oro, etc. Es paradigmático de esta situación Akira Kurosawa, por consenso el mejor director japonés de la historia, pero al albur de los resultados obtenidos en taquilla ya cuando sus triunfos internacionales se estancaron en el blanco y negro.

Actualmente, la industria nipona ha cambiado muchísimo al abrazar la estética y narrativa manga. Aunque no necesariamente como consecuencia de lo anterior, se han ido diluyendo los escasos residuos poéticos, de corte austero y minimalista, que todavía hundían sus raíces en la tradición cultural de Japón. Y cuando se explota cierto tipo de componente artístico se hace intentando subrayar las emociones mediante música orquestal y excesos dramáticos, recursos útiles en una época donde la inmediatez de las redes sociales y los filtros de Instagram o tik tok moldean la sensibilidad de los nuevos consumidores. He aquí donde radica la diferencia fundamental entre “hacer negocio” y “crear Arte”: en el primero de los casos, la obra resultante se adapta al público, mientras que, en el segundo, precisamente ocurre todo lo contrario.

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Recibido: 11 de Abril de 2020; Aprobado: 16 de Abril de 2020

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