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Ñawi: arte diseño comunicación

versión On-line ISSN 2588-0934versión impresa ISSN 2528-7966

Ñawi vol.4 no.2 Guayaquil jul./dic. 2020

https://doi.org/10.37785/nw.v4n2.a8 

Artículos originales

El arte de contar y la intertextualidad en tres cortometrajes de Paula Ortiz.

The art of telling and intertextuality in three short films by Paula Ortiz.

1 Université Paris-Est Marne-la-Vallée, PRAG UFR Langues et Civilisation, UPEM Paris, Francia Laurene.Sanchez@u-pem.fr


RESUMEN:

El estudio aplicado a tres cortometrajes de la directora aragonesa Paula Ortiz se propone analizar la intertextualidad así como los diversos elementos de expresión y de representación literarios, artísticos y científicos que los caracterizan, pues su encuentro y ensamblaje generan la eclosión de una escritura cinematográfica marcada por una estética onírica que relata la profundidad, la fragilidad y la fuerza del alma humana. Marcada por los mitos, la filosofía y el psicoanálisis, la hibridación buscada y experimentada por la cineasta se fija como objetivo tender hacia un arte de contar ideal. En filiación con una preocupación plurisecular, el deseo motor radica en crear universos donde la imaginación, la evasión, la estética y el mensaje vinculado enriquecen lo cotidiano llegando más allá, para alcanzar el deleite total del espectador.

Palabras claves Cortometrajes; Paula Ortiz; narración; intertextualidad; hibridación; transversalidad

ABSTRACT:

This study, based on three short films by Aragonese film director Paula Ortiz, aims at exploring the intertextuality, as well as the various means of expression and modes of literary, artistic and scientific representation that characterize them. The confluence and assemblage of these films give birth to a new type of cinematographic writing marked by a dream-like aesthetic which reveals the depths, strengths and weaknesses of the human soul. Marked by myths, philosophy and psychoanalysis, the hybridization which is sought for, and experimented by the filmmaker, aims at achieving an ideal kind of storytelling. Reaching back to an age-old preoccupation, the driving force is to create universes where the imagination, a sense of evasion, the aesthetic and the message conveyed partake in enriching and transcending everyday life, for the great pleasure of the viewer.

Keywords Short films; Paula Ortiz; storytelling; intertextuality; hybridization; transversality

INTRODUCCIÓN

Nacida en 1979 en Zaragoza, Paula Ortiz es una directora y guionista que, desde muy joven, se sintió atraída tanto por la narración de cuentos para niños como por el relato cinematográfico; de hecho, en una entrevista suya de 2012 aparecida en la web de la empresa Pikolín, la aragonesa se define a sí misma como “narradora audiovisual”. Buscando conocer en profundidad las técnicas y mecanismos de la narración, cursó estudios de Filología y de Literatura en la Universidad de Zaragoza y posteriormente, gracias a una beca de Formación de Personal Universitario, realizó una estancia en Nueva York que le permitió estudiar la guionización antes de lanzarse en la redacción de una tesis doctoral sobre esta misma temática. Alumna del director español Bigas Luna, multiplicó las experiencias cinematográficas y teatrales, fundando con Daniel Antolía el grupo teatral La cebolla artificial, que se decantaba por una creación híbrida que mezclaba el cuento tradicional, los actores, las sombras chinas y el teatro de marionetas. Su estrecho vínculo con el cuento quedó confirmado en 2002, con la realización de un cortometraje que no pasó desapercibido en el Festival Jóvenes Realizadores, y en el que adaptaba un texto de Bernardo Atxaga: Saldría a pasear todas las noches, declaración de Katerina. Redactora de artículos cinematográficos, Paula Ortiz participó igualmente con la Enciclopedia infantil, Hoobs Enciclopedia.

Su interés por transponer el género literario en imágenes en movimiento se reafirmó con los cortometrajes El Rostro de Ido (2003), en el que además de dirigir era también guionista, Fotos de familia (2005) y El hueco de Tristán (2008), creaciones que fueron recompensadas y saludadas por el gremio (Montxo Amendáriz, Marivel Verdú) y que constituyen el objeto de reflexión de este trabajo. Su saber hacer al que se sumaba una incipiente fama de cineasta que no cesaba de cosechar premios, le facilitaron la realización de un primer largometraje recompensado internacionalmente, De tu ventana a la mía (2011), cuya escritura está fuertemente marcada por la focalización feminista de la narración. La actitud comprometida de la zaragozana la condujo a implicarse en la junta directiva de CIMA (Asociación de Mujeres Cineastas y de Medios Audiovisuales) y a ser una de las cofundadoras, junto al colectivo de mujeres cineastas, de la red EWA Network (European Women Audiovisual Network) de la que fue vice-presidenta. En paralelo con sus múltiples y plurales actividades, entre las que también se encontraba la docencia universitaria, Paula Ortiz adaptó Bodas de sangre de Federico García Lorca en su segundo largometraje, estrenado en salas en 2015, con el título de La novia, explosión de experiencias estéticas al servicio de un mensaje lorquiano revisitado.

El rostro de Ido

El análisis que a continuación proponemos busca poner de relieve la intertextualidad, en su sentido más amplio, presente en los tres cortometrajes citados anteriormente y que sintetiza las influencias perceptibles a nivel literario, freudiano, pictórico y también procedentes de otros ámbitos de expresión artística, recogidos y ensamblados tanto por los movimientos de cámara como por un montaje que caracterizan la escritura cinematográfica del corpus seleccionado. La opción consiste en seguir el discurrir narrativo, el del cuento hecho imágenes, para ver con mayor claridad la progresión, los ecos, las interferencias, los cortes, las elipsis, el funcionamiento circular o lineal que el trabajo sobre la luz y las contribuciones del sonido y la música completan con un incontestable aporte de significado. Las tres obras híbridas van a ser recorridas en el orden cronológico de su creación para así poder observar la evolución del trabajo y de las opciones de la cineasta.

Una innegable calidad estética y fotográfica se pone al servicio de la imaginación en El rostro de Ido (2003). Escrita y dirigida por Paula Ortiz para Amapola (productora hoy desaparecida), se trata, tal y como los agradecimientos de los créditos de la obra lo indican (Gracias a la ciudad de Daroca y a todos los que han ayudado a contar este cuento), de un auténtico cuento de 15’12’’ de duración, que integra una gran dosis de intertextualidad y de hipotextos que abarcan no sólo el mundo de los cuentos en su versión oral (origen del género) y escrita, sino también los estudios psicoanalíticos que sobre estos se han hecho, en concreto los de Freud, Jung (1913), Roheim (1978) -quien encuentra un parecido entre los cuentos de hadas y las experiencias oníricas y para quien una gran parte de la mitología deriva de los cuentos- y Bettelheim (1976), por citar algunas de las grandes figuras de esta disciplina.

Los actores, Carlos Álvarez Nóvoa (cuyo rostro y rol recuerdan a los del padre del psicoanálisis), Siméon Martín y Miguel Pardo, encarnan a personajes sin nombre en los dos planos de la narración, a estereotipos, una característica bastante común en este género literario que instala una incuestionable filiación entre las fuentes de inspiración y la creación. El protagonista sólo tiene nombre en el título del corto, una paradoja puesto que su rostro es el de una persona que ya no existe y que nunca es nombrada. Ido, es aquel que se ha marchado: ya no hay lugar para él ni tampoco se le reconoce (polisemia del término) pues ya no tiene rasgos ni identidad. Ha perdido la razón, como lo sugiere la palabra pronunciada por el doble de Freud: “locura”. Estar ido significa haber perdido la cabeza, la razón, algo que le sucede al personaje en un sentido literal (pues ha perdido su rostro) y en un sentido figurado (pues se ha vuelto loco). De acuerdo con la tradición onomástica plurisecular de diversas culturas y, en particular, de España, concretamente en Cervantes, el nombre viene dado por un rasgo del carácter; en este caso, la ausencia de referencia a una “no identidad” es coherente, tiene sentido. El personaje ha perdido la razón, se ha hundido en la alienación, tal y como sugiere su interlocutor, inquietante sosía de Freud, con el empleo del término “locura”. Podría tratarse también de una rara versión masculina del nombre Ida1 , con el que las Valkirias designaban a los héroes que tenían que morir, referencia en lógica y coherente relación con la formación inicial de Paula Ortiz en filología y literatura, donde los mitos son ampliamente estudiados.

Como en el caso de otras composiciones de la cineasta, la representación se abre sobre una pantalla negra “envuelta” en una atmósfera sonora de gritos de niños en voz en off que anticipan su regreso al final del film, revelando así su dimensión proléptica; la circularidad prevalece de este modo sobre una aparente linealidad discursiva. La pantalla negra adelanta la tragedia, el mundo infernal, pero “refleja” al mismo tiempo la preparación para una introspección a la que seguirá una inmersión en las profundidades del inconsciente que, de manera continua, pondrá en escena esta obra constelada de onirismo. Como si bajo los efectos de la hipnosis se encontrase, el espectador se aísla para entrar progresivamente, primero a través del universo exclusivamente sonoro, en la narración fabulosa y alegórica. El rectángulo negro recuerda la filiación con los films mudos anunciando el relato abierto a una potencialidad infinita de posibles que inscribir en esta superficie que, poco a poco, va a ser habitada por personajes, objetos y espacios. La composición se construye así a través de una selección de herramientas y de códigos compartidos que el pacto de lectura declara como aceptados (Genette, 2004; Eco, 1985).

Sobre un fondo musical de cancioncilla infantil interpretado por una mujer, la película comienza con un cut zoom de un plano panorámico horizontal de derecha a izquierda. A partir de aquí, se van a encadenar tres niveles de planos fijos con un paisaje desértico de arena blanca como tela de fondo que recuerda los lienzos de Dalí, cuyas creaciones surrealistas estuvieron fuertemente marcadas por el mundo de los sueños, el psicoanálisis y los estudios de óptica, que incidieron de manera decisiva en su tratamiento de la imagen. Por el sonido de resaca fuera de campo, el lugar en medio de la nada y bajo un cielo azul es una playa sin fin, en la que jamás veremos el mar, una playa inexistente en Daroca, ciudad de interior. La escena tiene pues lugar en la dimensión del inconsciente. Curiosamente, se mantiene la evocación onírica daliniana: al fondo, en la parte izquierda, un perchero en el que no hay nada colgado pero que, en breve, sustentará los elementos de los que se despojará el desafortunado hombre sin rostro; una pequeña mesa cubierta con un mantel de color duelo y dos sillas negras configuran el decorado en el que se ubicarán, para la narración del cuento, las dos siluetas sombrías y alejadas que recuerdan a las hormigas de Dalí y que avanzan con dificultad, desde el fondo a la derecha, en el sentido inverso a la lectura, metáfora de un viaje hacia el pasado. Un plano general, al que le sigue un primer plano, le permite al espectador entrar progresivamente en el relato con un movimiento centrado en el personaje que abre la marcha, un hombre mayor gemelo de Freud, y en el que lo sigue como dependiendo de él, un hombre joven de espaldas, con una media melena ondulada de reflejos caobas como la que evocan ciertas pinturas medievales, renacentistas o del siglo XIX.

El toque pictórico o fotográfico (imagen fija) está omnipresente en el conjunto de las creaciones de Paula Ortiz. Sentados en una silla, el uno frente al otro, los dos interlocutores inician un falso diálogo ya que la conversación, que recuerda al principio a las primeras preguntas de una entrevista, remite más bien a la reconstitución de una consulta más psicológica que psicoanalítica2, en la medida en que el diván está ausente y no se remonta hasta la infancia. Progresivamente, va tomando forma una especie de confesión de los errores cometidos, de la locura de las vanidades y de los pactos firmados para conservar, a toda costa, una belleza efímera que el culto fanático de la apariencia terminará por destruir; y esta devastación será un auténtico seísmo interior. Por una alternancia secuencial de los dos mundos, ya paralelos e imbricados el uno en el otro gracias a la actualización del pasado a través de la narración y a las incursiones recíprocas, las intervenciones del “terapeuta” lanzan una y otra vez la autobiografía parcial del que cuenta por medio de una suerte de ajustes regulares. Iniciados por el hombre mayor, los primeros intercambios verbales de esta secuencia de palabra que llevará a la catarsis aportan el contexto y las claves de la lectura de los dos planos de la narración (el primero es el “presente” del film; el segundo, el de la historia narrada):

- “Ahora que tenemos la ocasión de hablar con calma me gustaría que me contase su historia. ¿Qué le ha pasado, por qué no tiene cara?

- No sé por dónde empezar. La verdad es que es extraño, pero ya me ve. Aquí estoy sin rostro. Tal vez debería empezar por el principio. Vivía en la ciudad de Daroca, era bastante feliz. Yo tenía el rostro más hermoso que jamás habían visto”.

Los cuestionamientos sobre el acto de creación y sobre su forma se plantean desde el inicio: ¿Cómo narrar? ¿Por dónde empezar? Evidentemente, los interrogantes no conciernen sólo al narrador del cuento sino a todo el que crea, en concreto a todo el que hace cine y, en particular, a Paula Ortiz que de esta manera propone una reflexión metacinematográfica como apertura de su propia obra. El término “ahora” define un antes y un después, este último bajo el signo de la calma, del apaciguamiento de las pasiones, del distanciamiento que permite analizar mejor la vivencia dramática, que llevó a un hombre a perder su rostro, su identidad y su realidad. Si la temporalidad no está definida (como en cualquier cuento universal), la mezcla de lo maravilloso-fantástico y de lo real se inscribe claramente en el espacio de referencia de la ciudad de Daroca, representada con una tonalidad medieval que recuerda su Historia a través de los trajes y las decoraciones de las calles escogidas. Las opciones narrativas (remontamos hacia un pasado de apariencia atemporal para obtener un cómputo concreto del tiempo sólo al final de la obra) obligan a recurrir a un efecto de abismación3, en una alternancia secuencial regular de flash-backs que pone en escena al que cuenta, al cuento y al auditor-espectador. El protagonista real es el segundo plano de la narración, cuyas luces cálidas, doradas y pardas del comienzo acompañan el tema plurisecular de la belleza efímera, del narcisismo revisitado y donde el espejo, otro elemento omnipresente en las creaciones de la directora, sustituye a la superficie acuática del mito.

De manera general, la obsesión por conservar una belleza eterna y única aparece más bien en los personajes femeninos, fruto de una cultura antigua (Gilbert, 2007; Eco, 2004; Vigarello, 2004; Pernet, 2003) 4. La madrastra de Blancanieves es el personaje arquetípico, y las referencias a este cuento, a veces reinterpretadas, salpican la película. La época “bastante” feliz del bello y joven ayudante de panadero de rasgos finos y ojos celestes, otrora despreocupado y halagado que trabaja en el horno (metáfora del mal, del fuego infernal, en particular el que aparece en el espejo de la madrastra de Blancanieves del dibujo animado de Walt Disney), se transforma en calvario cuando los múltiples comentarios sobre la belleza transitoria se ven reforzados por pesadillas, manifestaciones subconscientes de la represión y los miedos del protagonista. El abanico musical extradiegético participa en el ambiente de las situaciones y sensaciones, de la misma manera que lo hacen las declinaciones y variaciones del sonido, elemento particularmente cuidado por parte de la directora en la medida en que éste aporta una semántica en armonía o desfase con la imagen, los diálogos o los silencios de los personajes. Los flashbacks narrativos son interrumpidos por incursiones regulares en el presente del film (primer plano de la narración) cuando el oyente del cigarro (Freud fumaba puros) lanza de nuevo la dinámica del relato de lo vivido a través de una pregunta o de un comentario, como si de un terapeuta se tratara. La imagen vuelve entonces para evocar el momento en el que la palabra, el silencio o la música completan el universo descrito. A veces la temporalidad del segundo plano de la narración incursiona en el primero (o viceversa) a través del raccord, prolongaciones musicales o vocales en la primera secuencia del otro espacio diegético (ése es el caso de la voz del hombre viejo que, de manera puntual, se inmiscuye en el espacio del segundo plano) conectando los dos espacios y temporalidades y reforzando la unidad narrativa global. Esta intención y esta relación se ven reforzadas con ayuda del montaje de la secuencia.

La interpenetración de planos, así como la atenuación de fronteras temporales y espaciales aportan una poesía y un enriquecimiento semántico a este relato marcado por lo maravilloso y lo fantástico: los universos no están cerrados, existen pasajes, intersticios e interferencias, sobre todo en lo respecta a la evocación de una existencia que se define a través de las decisiones tomadas en cada encrucijada, de las elecciones frustrantes hechas, de las acciones y las reacciones. Como ocurre con cada uno de nosotros, las opciones del pasado narrado por el afligido protagonista tienen repercusiones en su presente. La ruptura en la vida de este Narciso se anuncia rápidamente cuando, en pleno día, mientras pasea por una calle, una paisana anciana vestida de negro, sentada detrás de unos cestos con frutas y verduras para vender, le tiende una manzana roja (otro motivo recurrente en las creaciones de Paula Ortiz), recordando a la madrastra del cuento anteriormente citado. No obstante, esta intertextualidad es relativa ya que se produce una modificación y una inversión del código y del sentido de la referencia: el objetivo es aquí darle un bocado a la vida. De acuerdo con su decisión destructiva, devorado por sus obsesiones, el hombre al que la vieja interpela, víctima de sordera y ceguera psicológicas, no se detiene y muerde simbólicamente en su propia manzana envenenada para dormir y poner en suspenso su existencia, en favor de una realidad de pesadilla. Sus opciones traen consigo una inversión del decorado y la noche, el universo de todas las mutaciones y acuerdos posibles se convierte en su espacio de acción, caracterizado por el peligro de todas las desgracias, tentaciones y degradaciones.

El personaje inminentemente “maldito” acude a una misteriosa tienda, un lugar poco iluminado repleto de cajas de zapatos (remedo de los cajones del psicoanálisis5) y de objetos varios dispuestos sobre estanterías interminables y que sólo se alcanzan con ayuda de una larga escalera. El misterioso propietario, barbudo y con binóculos, de cierta edad, movido por el afán de lucro, surge de lo más hondo de una oscuridad imprecisa iluminado simplemente por una lámpara de aceite y se acerca al mostrador. Este claroscuro caravaggesco es el teatro en el que concluye el pacto fatal. En su deseo por resguardar su rostro de cualquier devastación, Ido quiere una caja en la que “todo lo que se guarda en ella permanezca intacto y resista al paso del tiempo”. Una luz sobrenatural emana de la caja de cristal traslúcido con una tapa Art Déco. Su precio es de 7000 cuartos, una cantidad de la que no dispone el comprador. Tras la negociación, la transacción se realiza mediante un crédito que viene a completar el taleguillo (objeto tradicional del cuento) que contiene los ahorros del comprador. Una vez en su casa, el gemelo de Narciso y primo de Dorian Gray, se lava la cara con agua (elemento de purificación y superficie que refleja la imagen), contempla su rostro una última vez en el espejo y se despoja de sus rasgos, en una puesta en escena de marcados acentos faustianos. Con el fin de permanecer en una estética que cultiva la belleza y la delicadeza plásticas, no se muestra el rostro excoriado del personaje, todo es “visible” a través del discurso del personaje: la sugestión se sirve de la imaginación y de la participación del espectador que completa la escena buceando en las profundidades de su ser, de su inconsciente y su background cultural. En este aspecto, las opciones de Paula Ortiz se alejan de los efectos trash tan de moda en numerosos largometrajes o series de televisión y que se recrean mostrando cuerpos torturados, ensangrentados o en descomposición.

Ido se siente primero aliviado. De camino al trabajo, ostenta un rostro liso como el de un maniquí articulado para dibujo, elemento que se vislumbrará más adelante en el escaparate de la extraña tienda donde la vida del hombre sin rostro, que finalmente se ha cubierto con una máscara (“persona”, para los griegos), se inscribe y se representa. Este velo ocultará un inefable y creciente sufrimiento interior que ya traduce su ausencia del mundo. La anciana sigue vendiendo sus frutas y verduras en la acera, pero ahora tiene también en sus manos rábanos6, símbolo de apego excesivo, de amor exclusivo. Si, en la interpretación mágica, la planta es benéfica y aporta suerte y denuedo, puede también traer desdicha, algo que no va a tardar en llegar. En un primer momento, el personaje se cree liberado de los efectos del fuego, del sol, pero rápidamente la pérdida de sus rasgos le resulta fatal pues ya no tiene identidad ni imagen que ofrecer a la alteridad y su soledad no cesa de aumentar. En su descenso a los infiernos ya no tiene gusto por nada, lo despiden puesto que profesionalmente ha dejado de ser eficaz (y por convención del género literario fantástico, no a causa de su nuevo aspecto) por lo que se ve sin recursos. Deshumanizado, aislado, no es más que un títere acosado por las cartas que le reclaman el reembolso de su deuda. Por eso se ve obligado a devolver la caja mágica, lo que reanima su confusión en el primer plano de la narración. El confidente retoma entonces el campo semántico del principio del metraje con una frase que opone la quietud a la locura:

- “Cálmese. ¿Por qué no acabó con esa locura?

- Ni hablar”.

Haber tenido el rostro más bello lo sigue embriagando, justifica de cierta manera su alienación pues sabe que tuvo razón en haber querido a toda costa preservarlo de los estragos del tiempo. El rechazo a poner fin a su sufrimiento, a recuperar su rostro y vivir de manera normal es total. La vida le ofrece aún la posibilidad de retractarse, pero, en su ceguera sin mesura, utiliza su libre albedrío y su segunda oportunidad para devolver la caja esperando poder juntar el dinero necesario para recuperarla. El tendero sabe, sin embargo, que la devolución es definitiva pues decide colocar el preciado objeto en lo más alto de la estantería a la que accede con una larga escalera filmada en panorámica vertical, en contrapicado, en una obscuridad casi absoluta donde, desde la cima de un universo sin fin, la caja maléfica continúa reflejando una luz sobrenatural. El hombre sin rostro, adicto al culto de su propia faz, pasa todos los días delante de la tienda y termina reconociendo: “Nunca conseguí el dinero”.

El paso del tiempo lo materializa, desde la primera visita a la tienda, el inquietante tic-tac nocturno de un reloj y la vitalidad de las campanadas diurnas de la iglesia. Dos maneras de vivir el tiempo, dos interpretaciones, dos opciones vitales, dos morales se oponen y se enfrentan: una lunar, la otra solar, acordes con la función universal del cuento pero a la vez van marcadas por una tradición y referencias cristianas implícitas: las de las fuerzas infernales, de los ángeles caídos y del Divino; la del artificio, de la belleza superficial, de las vanidades, del deseo de inmortalidad y de la belleza interior, de la aceptación de los efectos devastadores del tiempo y de la finitud, en definitiva, de la condición humana. El insomnio ha sustituido a las pesadillas y el estado de vigilia es una pesadilla más cuyo omnipresente fuego interior lo va consumiendo. En ese sin vivir, el joven esteta tiene la razón alterada: angustiado, obsesionado, pasa una y otra vez delante de la tienda que alberga su tesoro. El paso de las estaciones se hace visible en los cambios de color de la fachada, de vestimenta del protagonista o de la luz exterior reflejada en el escaparate, donde un maniquí para dibujo, su doble, su nuevo reflejo, lo representa. Esta rutina se ve de repente sacudida por un nuevo episodio que contribuye al crescendo dramático y nos acerca el desenlace: “Hace algún tiempo pasé por la tienda. La habían cerrado”.

La indicación temporal es vaga, pero un golpe de varita mágica hace desaparecer el lugar habitual cuyo súbito estado de ruina no es sino la metáfora del estado del propio protagonista. Los escaparates están obstruidos por paneles de madera y el rótulo yace en el suelo: ya no hay acceso, ni nombre, ni siquiera se puede leer “tienda”. El encanto ha desaparecido, la pérdida es definitiva y entraña una sacudida psicológica absoluta: “Enloquecí”.

La locura en la que el protagonista se ha sumido representa una nueva etapa, aunque no la última, de un proceso de degradación acentuado por la desesperación de la pérdida definitiva, por la imposible vuelta atrás. En la plaza de la ciudad, bajo una luz resplandeciente, juegan unos niños vestidos con colores vivos y el ruido de sus gritos remite a los del inicio de la obra, prolepsis del desenlace. El relato ha sido en realidad la crónica de una muerte anunciada. Detrás del hombre, y en contrapunto a la extraña tienda, se encuentra la fachada de la panadería donde trabajaba antaño, un negocio todavía en actividad, cuya función es a la vez simbólica (el pan) y concreta, pues se trata de un lugar de vida, de intercambios comerciales y sociales, donde procurarse el elemento alimenticio y cultural de base.

Contra la pared, se encuentran un caballo balancín y otros juguetes que no pertenecen necesariamente a los niños que juegan a lo lejos, pero que simbolizan una infancia ideal que el aprendizaje y la experiencia de la vida tambalean. El cuento tiene una función formadora, pedagógica: presenta el mal a los niños y los prepara para la dura realidad, para las dificultades de la vida y la iniquidad humana. Del mismo modo que la fábula, éste se concluye con cierta moraleja (“la moraleja de esta historia es…”): a los pies del Narciso solo y sin rostro, en el suelo, se encuentra la caja abierta, vacía. La ocupación del espacio por el lugar de trabajo y por la caja sintetiza el camino vital recorrido, su vida antes y después de su decisión. Sin embargo, el sufrimiento sigue aumentando. Desconcertado y postrado hasta la media tarde ante del vacío de su existencia, representada por el receptáculo del que su substancia y su esencia están ya trágicamente ausentes, bajo una luz más apagada, se acerca a los niños. El acmé se alcanza en el momento en que descubre que el objeto que éstos están lanzándose para jugar no es otro que su precioso rostro, desacralizado, torturado, destruido por la crueldad infantil. Tal y como sucede en los dibujos animados -hipotextos- (en particular de Disney, Pinocho, Blancanieves, etc., pero también en la reciente La casa mágica, de Jérémy Degruson y Ben Stassen) o en ciertos films, la puesta en escena clásica que presenta el enfrentamiento del bien y del mal instaura un oscurecimiento del cielo que vela toda luz y marca con truenos ostentosos el momento desgarrador. En la tragedia clásica, esta furia meteorológica, del mismo modo que la tormenta, son los mensajeros o la manifestación de la cólera de los dioses, de Zeus. Para Ido, los elementos simbolizan una maldición que termina por cumplirse, su castigo. La lluvia de una tormenta violenta lava simbólicamente a este ser sin imagen para purificarlo pues ha soportado su castigo y el sufrimiento extremo, consecuencias de sus decisiones y de su locura. Esta puesta en escena conlleva también reminiscencias de la muerte de Cristo, pero reinterpretadas: no son ni el Bien ni el sacrificio altruista sino las decisiones erradas y el egocentrismo del nuevo Narciso los que, guiados por un libre albedrío dominado por la locura, han preparado su propia destrucción.

La vuelta al primer plano de la narración otorga la palabra al superviviente, quien dice y repite lacónicamente: “Ocho años”. Es el número de años vividos en el infierno del culto de la apariencia que lo ha privado, paradójicamente, de su rostro7 . La indicación temporal introduce en el relato un realismo relativo que altera la impresión de total atemporalidad en el desarrollo de los acontecimientos. Se trata en realidad de un procedimiento clásico del género narrativo tradicional en el que la evocación del número de años transcurridos es recurrente (siete, cien años). La voluntad de inscribirse en la realidad refuerza la credibilidad de la relación global entre los dos personajes, el efecto de abismación evocado, así como la coherencia de la arquitectura narrativa.

Para cerrar este relato, la cámara invierte los planos del inicio de la obra fílmica a través de un cut zoom hacia atrás, alejamiento progresivo y sincopado de tres momentos de la escena y una vuelta al espacio y al tiempo del espectador. Los personajes se levantan lentamente y empiezan a caminar en sentido contrario, en un orden igualmente invertido: aliviado por el poder de catarsis de la palabra, de su “confesión” y de su carga ahora compartida, el joven encabeza ahora la marcha. El feedback ha cumplido su papel; el movimiento se hace hacia la derecha (sentido de la lectura, del avance y del paso del tiempo) y deja suponer que la evocación de este pasado equivale a un exorcismo generador de un futuro mejor. El “terapeuta” lo acompaña, ahora ya en un segundo plano pues ha cumplido su misión. El fondo musical del inicio de la ficción se vuelve a oír, la cámara retoma los movimientos de apertura del opus, pero a la inversa. El relato ha terminado y el alejamiento del universo narrativo lo marca el alejamiento del encuadre del que el espectador se extrae progresivamente para volver a integrar su propio espacio.

El número de años evocado, ocho, así como el discurso final de la cámara, dejan presagiar un futuro: en la tradición cristiana, que coincide con la cultura de los Dogones8 en lo que respecta a la regeneración periódica, el número ocho representa la completitud. Según San Agustín (Luneau, 1964, pp. 338-339), el octavo día marca la vida de los justos y la condenación de los impíos, pero es también el día de la Resurrección, de Cristo y de los hombres. Lorca, en Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores (1935), utiliza ese mismo número para evocar el final del ciclo de mentiras del prometido que, en realidad, lleva ocho años casado con una rica argentina, y el número de años desde que murió el tío y padre adoptivo de la mujer engañada. Para Ido, para quien los días del cuento se han transformado en años en virtud de la coherencia del relato, hay un renacimiento, un nuevo comienzo. Ahora, una vez liberado de los años de infortunio, vuelve a la vida y tiene que reconstruirse, renacer de sus cenizas, como el fénix, una de las múltiples representaciones medievales de Cristo. Imagen invertida del Hijo del Hombre, Ido tendrá derecho a comenzar de nuevo tras haber caído en el vacío. El cielo intensamente azul, la luz deslumbrante, la arena de la playa (un arenal gigantesco, metáfora de la travesía del desierto y de las tentaciones que preceden el renacimiento) del fin del relato son un buen augurio y ofrecen una infinidad de posibilidades, como el ocho horizontal matemático que simboliza el infinito.

El cortometraje incluye una profunda reflexión sobre el cuento y el arte de contar. Integra una auténtica filiación con relatos y narraciones orales y escritas -hipotextos revisitados, con influencias pictóricas, cinematográficas, con múltiples lecturas científicas como el psicoanálisis o la etnología, para las que el inconsciente individual y colectivo se inscriben en los mitos fundadores, las leyendas, los símbolos de relevancia universal. La obra, de marcada factura estética y fuerte intertextualidad, integra todos estos aspectos y pone especial cuidado en los diálogos, cuyo sentido enriquecen y completan el lenguaje y las herramientas cinematográficos: el juego de la cámara, los elementos sonoros (voces intra y extradiegéticas, los sonidos en off o fuera de campo), el tratamiento y el lugar reservado a la música, particularmente cuidados, son recursos que permiten dar vida a un universo lleno de creatividad y de hermosura característico de la realizadora, en particular en su primer largometraje, por el que se verá recompensada.

Fotos de familia

Fotos de Familia fue producida en 2005 por Kike Mora, Raúl García, Amapola Film, con el apoyo del Gobierno de Aragón (Departamento de Educación) y la CAI (Caja de Ahorros de la Inmaculada de Aragón). Los actores son Carlos Álvarez-Nóvoa, Luisa Gavana (futuros intérpretes de De tu ventana a la mía), Laura Heredero y Sandra Santolaria. La narración lineal de quince minutos, accesible en Vimeo9 para lograr una difusión satisfactoria en cuanto a la audiencia y a la duración de la programación, cuenta la historia de un hombre mayor que vive solo en su piso donde rezuman la tristeza, la soledad y el aburrimiento. Una cámara objetiva, a veces relevada por una opción subjetiva, filma los tres lugares privilegiados del espacio diegético que se suceden en el montaje cronológico: su solitaria morada, el espacio urbano zaragozano falsamente poblado por donde él deambula y el restaurante, lugar único de intercambios regulares con la joven camarera. Este universo realista sufre a veces la incursión del imaginario del protagonista. Cada mañana éste sale a fotografiar a desconocidos por las calles de la ciudad, lo que a primera vista sugiere un hobby de jubilado. Dominan los tonos marrón y sepia, si exceptuamos el azul intenso (color del sueño) de su habitación, y los planos fijos alternan con los primeros planos de rostros para traducir la interioridad de los pensamientos y sentimientos.

Los travellings acompañan al personaje en sus deambulaciones urbanas y transforman al espectador en el acompañante invisible de este fotógrafo aficionado que capta, en ocasiones con pretextos y mentiras: la imagen de una niña; de una jovencita que trabaja media jornada en una tienda, probablemente en un colmado del que sólo vemos la fachada; de una quincuagenaria de clase media (que resulta ser una farmacéutica) que sale de su casa y a la que espiará, en otra escena, delante del escaparate de su farmacia; de un hombre que juega al ajedrez en la calle; de un gato que pertenece a un chiquillo agresivo e irrespetuoso, sin que el espectador pueda adivinar al principio la razón real de este pasatiempo. El anciano almuerza en un restaurante en el que la camarera María, único personaje que tiene nombre (con marcadas referencias a la ciudad), es la única con la que él se relaciona regularmente y cuya ausencia de un día (probablemente su jornada de reposo) le trastorna. Durante las escenas en este tradicional lugar de convivencia, en parte vaciado de su sentido para el anciano solitario, el espectador descubre la verdadera razón de esta pasión fotográfica. En una secuencia en la que alternan los primeros planos con los primerísimos planos, María se sienta a la mesa del protagonista al final del almuerzo. Éste le cuenta anécdotas de la vida de los personajes de los que le habla (“mi nieta; mi mujer, que me ha regalado este libro; mi hermano, que me tiene preocupado; tengo un gato) y le muestra los retratos para dar más consistencia y veracidad a su discurso. A lo largo del corto, la narración se ve entrecortada por la intrusión del imaginario del anciano que se materializa a través de secuencias en blanco y negro. En estas evasiones oníricas en estado de vela, ve a sus modelos (la mayoría de ellos fotografiados sin su consentimiento) en intrigas en las que los lazos de parentesco rigen las escenas. La cámara subjetiva transcribe un mundo y sentimientos que emanan de la creatividad del protagonista, capaz de inventar bellas historias. El anciano combate así la realidad del aislamiento y del encierro a través de una poderosa imaginación y el arte de contar (al final del film el anciano utilizará el verbo “mentir”), reuniendo a estos desconocidos en una narración familiar imaginaria que pretende, sin lograrlo, suplir una realidad demasiado dura. Cuando la camarera le dice “vivo sola”, el protagonista le responde: “Yo no podría vivir solo”, frase ambigua pues es a la vez mentira y verdad. La última secuencia lo muestra sentado en un sillón, fumando en pipa, rodeado de paredes recubiertas de fotografías en blanco y negro (símbolo de la “no realidad”) de una familia que se ha inventado a partir de elementos procedentes de la realidad, personajes en papel glacé cuyo rol es aportar de manera artificial un poco de calidez al frío vacío afectivo. Bajo la luz crepuscular y simbólica que baña su rostro en primer plano, el hombre no se hace ilusiones: está derrotado, resignado. Sus relatos, su ficción, son un pretexto para hablar con “su” interlocutora, para tener algo que decirle a la única persona con la que se cruza con regularidad en un almuerzo que no comparten, y cuya ausencia de un día hace caduco su trabajo de escenógrafo, de contador sin público y le priva inevitablemente de su razón de ser.

La alternancia de silencios y palabras, los diversos fragmentos musicales intra y extradiegéticos aportan su propia carga semántica a la atmósfera descrita, tanto en el mundo “real” como en el universo paralelo construido. Para sobrevivir, este Don Quijote retorna a los recursos de la imaginación y del arte de contar que habitan no sólo el mundo de la infancia, poco representada en el film y más bien de forma agresiva y cruel, sino también el del adulto. Ahora bien, si los cuentos maravillosos tradicionales presentan episodios con pruebas y retos que tienen un final feliz, la ficción del anciano no es más que ficción, un sueño despierto (“Y los sueños, sueños son”, escribió Calderón), para ayudarle a avanzar a despecho de una realidad penosa y a permanecer en el tiempo que consume ineluctablemente su obra.

El hueco de Tristán Boj

Obra de gran esteticismo y con altas dosis de poesía amplificada por las selecciones musicales10,

El hueco de Tristán Boj es el último cortometraje de ficción escrito por Paula Ortiz y José Villalobos, dirigido por la aragonesa en 2008 y producido por Secuencias Producción con la participación del Gobierno de Aragón (Departamento de Educación, Cultura y Deporte). El universo maravilloso de este film de 19 minutos, poblado de humanos y de marionetas (eco del guiñol andaluz y de Lorca), imita El rostro de Ido en su propósito de no retomar en la narración ni el nombre ni el apellido anunciados en el título, nueva prolepsis cuyo sentido tomará cuerpo en la segunda parte de la diégesis y el desenlace de la historia. Sin embargo, el espectador interactúa y deduce, gracias al contexto y a los indicios sembrados como en el cuento de Pulgarcito, que el nombre es el de la marioneta masculina con camisa blanca y chaleco, cuyos ojos empañados de lágrimas muestran una tristeza permanente. La tradición onomástica vuelve a jugar su rol. La composición deja aquí un mayor espacio a la presencia de un niño que tomará la lección de la experiencia de la marioneta masculina. La trasposición en imágenes de este doble plano del relato (el de los humanos y el de las marionetas) se ve enriquecida por la alternancia acelerada de las apariciones en la pantalla de los actores Alex Angulo y Jorge Rodríguez y de las marionetas de Elena Millán y Goretti Mora y por las técnicas del film de animación y las sombras chinas revisitadas. Dos experiencias “vitales” paralelas se cruzan, se enredan, interactúan en el espacio de la tienda del marionetista, una especie de Geppetto filósofo omnisciente. La filiación con el dibujo animado de Pinocho de Walt Disney es flagrante, tanto a nivel del parecido físico del personaje como del decorado de la tienda, donde los relojes suenan y el tic-tac viste el espacio. La narración cuenta un momento de la historia de un niño de unos diez años, en España, entre los años 30 y 50, lo que supone un efecto de abismación, un desfase espacio-temporal con el segundo nivel de la ficción. El joven personaje abandona su avión en miniatura para desear (término fundamental en la obra de la aragonesa en conexión con el psicoanálisis) otro que él considera como el único capaz de alcanzar las cimas inaccesibles del Himalaya, “la morada de las nieves”.

En paralelo y enredado con este relato, se desarrolla otro que narra un momento clave de la existencia de una marioneta, moldeada con los rasgos de un joven bohemio de ojos tristes que vive en París una intensa historia de amor. Es invierno, ha previsto tomar el tren (connotación sexual que anuncia el tren de De tu ventana a la mía) con una bailarina clásica para alcanzar las cimas eternas y empezar una nueva vida. La verdad universal e intemporal del cuento aparece de nuevo con el viaje iniciático. Tanto el jovencito español de carne y hueso como la marioneta de madera verán cómo fracasa su proyecto, total o parcialmente (según la interpretación de cada uno), pero eso no les impedirá seguir avanzando, ésa es la lección de vida transmitida por la filosofía y la moral de toda la creación de Paula Ortiz.

Sobre el fondo sonoro de una caja de música para niños, la pantalla negra, más prolongada que en la obra precedente, integra la voz en off de la actriz Luisa Gavasa (que también prestará su voz a la marioneta de la profesora de danza clásica) que afirma: «Los huecos duelen cuando no hay nada que los cubra completamente». El efecto de abismación de la narración, procedimiento muy apreciado por la directora, y los vaivenes incesantes serán la ilustración de esta tesis. Los segmentos clave del discurso aparecen en la negrura de la pantalla antes de que el acordeón o los ruidos extradiegéticos del metro, del bus y del tranvía sitúen la escena en un cliché artístico y bohemio del París de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, pero cuyas representaciones urbanas, con edificios dibujados que recuerdan torres y rascacielos más modernos, ofrecen un aspecto atemporal. Los elementos de los alrededores de la estación son un eco del barrio de Saint Lazare, barrio de instrumentos, partituras musicales y clases de danza.

Sobre el fragmento de una cajita de música, en un espacio sombrío que evoca un escenario, se mueve la marioneta de una bailarina clásica, con el pelo curiosamente suelto, pálida, triste, continuamente sofocada (tal vez tísica), agotada, vestida con el largo tutú inmaculado de las bailarinas de Degas. El contraste cromático que ofrece el primer plano de los hilos blancos que la avivan evoca las Parcas, el Hado (el fatum de la tragedia griega). Esta prolepsis, este indicio, prefigura el desenlace de la anécdota narrativa. Un primerísimo primer plano de su mano la conecta con su hipotético poder de decisión, con su capacidad para controlar su propio destino. Los primeros planos de los pies y de las pantorrillas recuerdan evidentemente su actividad, pero también nos inspiran sensualidad, fetichismo. Estos elementos anatómicos, así como su dimensión metafórica, serán recurrentes en varios personajes y serán retomados en De tu ventana a la mía.

En la siguiente secuencia, que imaginamos en el metro por los movimientos del cuerpo y el ruido, aparece un conjunto de marionetas viajeras que configura un universo en sí mismo que le da mayor corporeidad y “realismo” a la verosimilitud de este mundo paralelo. Los recursos cinematográficos utilizados solicitan la interactividad con el espectador. Estas criaturas pasan, sin transición, de una dimensión a otra y, en la tienda, la marioneta romántica de ojos y semblante tristes, Tristán, aparece entre las imágenes que individualizan a las “muñecas”. Su apellido Boj lo conecta con el robusto arbusto. Si el personaje está profundamente desalentado, su apellido, su “linaje”, lo protege de las agresiones de la existencia y le asegura la supervivencia. Además, Boj puede también ser el anagrama de Job, modelo de paciencia. En el cortometraje, a pesar de la angustia creciente, la marioneta se pasa el tiempo esperando a su bien amada. Rápidamente, un ruido de lijado precede la imagen de una mano humana, la del artesano marionetista que trabaja una pequeña pieza de madera que resulta ser la mano de su doble, que el final de la obra traerá de nuevo a la pantalla. Desde el principio del corto, el montaje alterno arraiga la idea de la existencia de dos mundos paralelos con fronteras invisibles, cuyos mecanismos respectivos funcionan de manera idéntica en situaciones similares, como en resonancia. Los contactos, la comunicación, la porosidad existen gracias a un lenguaje metafórico, a enlaces simbólicos cuyos canales de transmisión, mágicos y misteriosos, no se divulgan en ningún momento.

Mientras la campana de la iglesia marca las horas, un niño que momentáneamente se ha alejado de sus amigos cuyas voces oímos, emitidas fuera de campo, llega corriendo hasta el escaparate (otro elemento recurrente en las creaciones de la directora) con la mirada encandilada por un pequeño avión azul y gris suspendido como un móvil. Con los brazos abiertos pegados a la pantalla de cristal que lo separa del objeto de sus deseos -afectos y angustias- que rigen el mundo, abandona su propio avión de juguete que ya no le interesa. Sus amigos lo llaman, se extrae de su contemplación y se reúne con ellos mientras que “el primo de Geppetto”, centrado en su trabajo, ha levantado la mirada hacia él, como si lo estuviera esperando y supiera lo que va a pasar a continuación. Esta escena se repetirá al final de la obra.

El film de animación -mezcla de marionetas, de dibujos y de collage- se inserta en ese momento preciso para retomar la imagen del pequeño avión, esta vez en forma de dibujo, en verde (color de la esperanza), elemento que sugiere que las transposiciones y las adaptaciones no son una simple imitatio o transcripción, sino que implican una libertad de transposición, de lenguaje, de representación y de códigos propios al nuevo universo visitado. La obra retorna así a la concepción original del cine de principios del siglo XX, donde la imaginación y la asociación de técnicas eran frecuentes para producir efectos de magia, de fantasía y de maravilla11. El avión atraviesa el cielo parisino cuya identidad es evocada por la música de un acordeón invisible y el ruido que recuerda el tranvía o el metro de la época. La hibridación técnica crea un universo poético marcado donde, para matar al tiempo (otro personaje clave en la obra de Paula Ortiz), el títere masculino espera mirando por la ventana tras la que se adivina el metro aéreo gracias a la información auditiva en fuera de campo. El reloj de su habitación, idéntica a la del dibujo animado Pinocho, indica la importancia del tiempo que pasa inexorablemente, que lo presiona, lo angustia y disminuye la posibilidad de concretizar su deseo, su plenitud en una vivencia de amor que da sentido a su existencia. Las cajas, que no veremos en la estación pues ya no tendrán sentido, sugieren una mudanza. Un travelling hacia atrás, con un giro del avión hacia la izquierda, se detiene sobre una de las cúpulas bajo la que la joven sin aliento toma una clase particular con una profesora autoritaria de rostro duro e ingrato -una especie de bruja y de Bernarda Alba, que impide a la joven marcharse de ese lugar. La maestra de danza entona en francés “plié, un, deux, trois, plié, relevé, un, deux, trois”, cubriendo con su voz la música clásica de un piano negro con músico invisible pero cuyas partituras están perfectamente visibles. La presencia inesperada pero simbólica de un espejo psiqué (elemento de decoración que aparecerá al final del film), en lugar del habitual muro de espejos de una sala de danza, refleja el combate interior de la alumna.

Los planos secuenciales y las escenas se suceden cada vez más rápidamente para significar que el momento decisivo de la opción vital se acerca. Con un cambio de música y el “tic-tac” del reloj de pared, volvemos a la habitación del enamorado donde lo descubrimos, cansado de esperar, a punto de sentarse cuando una carta se desliza bajo la puerta. Por la ventana -elemento fundamental que, en homenaje a Carmen Martín Gaite, dará título al primer largometraje de la aragonesa-, a lo lejos, se dibuja la torre del edificio en el que su enamorada ensaya. Esta puesta en escena del espacio sugiere la unión de los dos personajes pese a la ausencia física de la joven amada. El espectador espera la lectura de la carta; en vano, ya que el plano se interrumpe para volver al universo humano en el que el chiquillo regresa corriendo para entrar en la tienda, acompañado por un aire de caja de música, como en el dibujo animado de Pinocho. Fascinado por todas las marionetas que cuelgan del techo, las roza, ganándose la reprimenda del artesano: “No se toca nada, es la regla de la tienda, aunque seas un niño”. Este último se fija en un títere: “Éste se parece a Usted. El vendedor tiene, efectivamente, una doble marioneta que le permite penetrar a su guisa en el universo paralelo de sus criaturas. La escena está construida con primeros planos, sobre todo del niño impulsivo y espontáneo, para insistir en los efectos del discurso del anciano al que se muestra con planos medios con el fin de mostrar su actividad ininterrumpida pese al diálogo. La campana de la iglesia repica de nuevo para marcar las horas que pasan, omnipresente en los diferentes niveles de la doble narración.

La obsesión por el tiempo nos recuerda la angustia del deseo insatisfecho, a la espera de una decisión, el tempus fugit. El tiempo, el espacio y la relatividad de ambos en nuestras vidas son los temas esenciales del discurso, como lo son también los lugares de paso, de contacto, de encuentro de los mundos paralelos. El niño, que como Pepito Grillo descubre las maravillas de la tienda, acaba encontrando la marioneta Tristán y exclama sorprendido: «¡Qué triste está ése!». Su interlocutor le explica: «porque sabe que su vida pende de un hilo», frase que evoca la fragilidad de la existencia sometida a los caprichos de la Fortuna (fatum), de las Parcas. El mensaje que el anciano quiere transmitir al pequeño es que todos nosotros somos marionetas del destino. Como el chiquillo espera algo más, el adulto añade: «Lo que le pasa es que tiene un vacío. Tiene que marcharse muy lejos pero ella, se queda». El pequeño, demasiado joven para haber experimentado el amor pero que ya conoce lo que es el deseo de la posesión (el avión en miniatura), sigue preguntando: «¿Y ella quién es?». Creador omnisciente de este universo de muñecos de madera y de trapo, el anciano que ha definido el destino de todos ellos, explicita el título de la ficción y anuncia el desenlace del relato ficticio.

No obstante, el mundo del amante que ignora que su destino está sellado sigue alimentándose de espera y esperanza, como si los grandes copos de nieve fuesen un preludio de las altas cumbres añoradas, metáfora de una felicidad inaccesible. Con el plano de detalle de la cámara que se fija sobre la carta recibida, el espectador conoce su contenido al mismo tiempo que el protagonista: «Espérame a las 8 (cifra simbólica de renovación) en la estación. Me iré contigo en el tren para el Himalaya. Firma: la Bailarina». El protagonista de madera tiene por fin su esperada respuesta. El universo del cuento, de la fábula, es visible en la elección de la firma de la amada, cuya actividad define su identidad (en filiación con la historia de los patronímicos); su anonimato hace de ella un arquetipo. El reloj anuncia las 19:00, el de la clase de danza, las 19:10, una manera de indicar que los minutos pasan lentamente mientras aumenta la angustia de la espera y fragiliza el potencial de realización de los deseos. Fuera, sigue nevando.

La cortina de copos de nieve se intensifica en la Estación, término genérico que hace referencia a la función del edificio donde los anuncios de salidas se dan en francés para insuflar mayor realismo y veracidad al decorado de la narración. Los personajes títeres son mudos, excepto la profesora de danza, muy limitada en cuanto a léxico. Su tono marcial, cuyos decibelios no cesan de aumentar a medida que crece su entusiasmo amenazante, es anunciador de un sombrío y triste final. Una aceleración de las escenas sugiere no sólo la relación entre los dos mundos sino también las interferencias (sobre todo del segundo plano de la narración en el primero) y la transversalidad que los rigen. El desenlace, el inexorable derrame del “gran reloj de arena” se acerca: son las 19:25. Tristán está sentado en un banco del andén (de acuerdo con el paso del tiempo va cambiando de espacio y ha abandonado el hall de la estación), sin saber que la marioneta que pasa delante de él es la de su creador, al corriente de su suerte. Ignorando que ya se han lanzado los dados, gracias a una inserción de flash-backs (los únicos que aparecen en el film) de escenas o de simples imágenes fijas, se rememora los momentos tiernos, evocación de tiempos felices reforzada por el canto primaveral de pájaros invisibles que, de pronto, inundan el universo ficcional con su sonoridad.

El regreso a la tienda de juguetes viene marcado por la transición del sonido de un cucú de madera, enlace desplazado, transversalidad adaptada, eco y adaptación de los gorriones de la dimensión narrativa paralela, que recuerdan no sólo las pasarelas que unen los dos planos del relato cinematográfico sino también el dibujo animado Pinocho, cuya filiación se evoca constantemente. El niño pide el avión del escaparate, el único capaz de alcanzar las cimas del Himalaya, pero el hombre se lo niega, a pesar del dinero tirado con ira sobre el mostrador. No se puede comprar todo, hay que admitir la frustración. La autorreferencia a El rostro de Ido es evidente: un vendedor detrás del mostrador de una tienda antigua, un joven (o un niño) que desea aquello que no puedo obtener por diferentes motivos; la “lección” es la misma. El chiquillo ve de repente el avión que abandonó delante del escaparate, pero el adulto le explica que el objeto abandonado y que él ha reparado ya no le pertenece, como el rostro del Narciso del cuento precedente. El creador de marionetas añade: “Mira, vas a perder cosas mucho más importantes que esa avioneta. Pero no pasa nada. Va a aprender a vivir sin ella y bueno… y sin muchas otras cosas… Igual que él”, añade mostrando a Tristán, que va a perder a su amada. Después, el vendedor se gira para proponerle otra cosa al joven cliente que aprovecha la ocasión para apoderarse del avión y salir corriendo, con mejor suerte que el Narciso que había perdido su rostro. El escultor de muñecos de madera se gira y sonríe, pues había previsto esta reacción y ha permitido su realización. Esta vez no dirá nada pues el niño ha comprendido el mensaje, la “moraleja”. Paralelamente a la acción, la omnipresencia de los diferentes relojes de la tienda y del campanario de la iglesia marca el tiempo en el que se inscriben las experiencias y el aprendizaje de la vida.

El ritmo en el cambio de escenario se acelera y el montaje alterno muestra escenas simultáneas en espacios diferentes que, dispuestos en paralelo y con una duración cada vez más corta, instauran un crescendo de tensión y de suspense: así, a la misma hora (19:50), una alternancia rápida muestra la estación donde Tristán espera a su amada y la sala de clase donde la profesora se muestra cada vez más agresiva con la jovencita, que no puede acudir a la cita. La gravedad se manifiesta cuando la maestra pasa al insulto al ritmo del bastón que golpea el suelo, transformando el tempo musical en una marcha militar caricaturesca, todo ello en correlación con la prestación cada vez más deficiente de la bailarina, cuya fatiga creciente es visible en la atonía progresiva de los miembros y la dificultad para respirar. Las órdenes con semántica plural, “plié, relevé”, repetidas en bucle, se transforman en tortura y siguen repitiéndose aun cuando los personajes son ya sólo siluetas, casi sombras chinas (experiencia teatral de la directora y homenaje a las obras de Lotte Reiniger12), metáfora de la desaparición progresiva del soplo de vida en los dos personajes: por extenuación en el caso de la amante (que no es más que la sombra de ella misma, tanto en un sentido propio como figurado), por ausencia de humanidad en el caso de la tiránica profesora, cliché del mundo de la danza13, que grita cuando la joven ha alcanzado sus últimos límites: “¡No, para!”. La nueva Parca utiliza entonces el bastón para apuntar a los hilos de la marioneta bailarina y hacerla caer. Levantadas por el viento, las hojas muertas de la acera evocan la muerte metafórica del libre albedrío de la joven.

El tiempo dedicado a cada uno de los espacios de narración continúa su carrera contra reloj. Sin embargo, las imágenes habitan la pantalla decrescendo. En el mundo de los humanos, el chiquillo vestido con un jersey rojo se detiene delante del codiciado avión azul del escaparate del almacén, pero se va rápidamente mientras que, en el universo paralelo del espacio del amante, a las 20:00, el tren se lo lleva con sus pertenencias al tiempo que mira con tristeza la estación que se va alejando. El número ocho (las ocho de la tarde) aparece nuevamente para marcar un nuevo comienzo, un nuevo ciclo. La vuelta a la sala de clase muestra a la prometida en el suelo delante de la tradicional pared de espejos que sustituye al espejo psiqué, ahora inútil. Ya no es tiempo ni de introspección ni de deseos. La superficie reflectante, motivo recurrente en Paula Ortiz, nos envía de nuevo al mundo paralelo de nuestro inconsciente, a las apariencias que es necesario trascender. Como Alicia, los protagonistas deben pasar al otro lado del espejo para descubrir la realidad de las cosas, su mundo interior habitado por maravillas y atormentado por pesadillas.

Agotada, la bailarina no puede moverse. Respira profundamente, con dificultad, antes de exhalar su último suspiro. Su corazón se ha detenido y deja un hueco, un agujero, un vacío simbólico. Los hilos son ahora negros, (vela vital apagada, espejo definitivamente traspasado) como los de su amante que levanta por fin la cabeza y vuelve a tener esperanza. Al final del último vagón, de espaldas y de pie delante de la puerta trasera, él mira infatigablemente la estación que se va alejando. De repente, un agujero crece en su pecho. El vacío del corazón arrancado se ensancha y devora su caja torácica, conclusión metafórica de una trágica historia de amor. Este final expresa al pie de la letra el programa anunciado en el título: El hueco de Tristán Boj. La cineasta que, una vez más, ha optado por la circularidad, ha respetado su compromiso de contadora. El agujero abierto en el cuerpo deja ver la nieve que sigue cayendo mientras Tristán sigue su camino. A pesar de las vicisitudes y la desesperación pasajera en nuestras vidas, la nota de esperanza es recurrente en las obras de la directora. A la mayoría de sus personajes los mueven la resiliencia que les da la fuerza para levantarse y seguir con su vida.

El retorno al espacio humano de la narración muestra en un plano de detalle los objetos clave del escaparate: un viejo tren (eco, doble del que se lleva a Tristán), una marioneta rota, calva14 y asexuada (los “restos” de la bailarina) y la del enamorado decepcionado. Para expresar la concordancia, los enlaces, la transversalidad y las interacciones ficcionales y técnicas entre los dos universos, en voz en off, una niña exclama: “¡Mira, el avioncito ya no está!”. El niño contesta: “¡Quizás se ha ido al Himalaya!”. Luego, una cabecita esculpida, eco de las representaciones del Creador o de los profetas, y una mano de madera, ocupan la pantalla.

Los dos niños, “pareja” paralela al romance de las marionetas, aparecen delante del escaparate, filmados desde el interior de la tienda. Cuando la niña le pregunta al niño si va a ir a buscar la avioneta a las cumbres del Himalaya, éste responde que no lo sabe, pues si se marcha, puede que se le haga un gran agujero y se vacíe. Su amiga le dice entonces: “¡Venga, vamos, ya encontrarás otra avioneta!”. Ella reitera, a su manera, el discurso de esperanza del viejo artesano. Una red de ecos en múltiples niveles orquesta el conjunto y permite transmitir el mensaje, la filosofía, sin ser nunca una simple y llana imitación, pues cada versión se enriquece con una mirada o un enfoque nuevos, propios del lenguaje y de las reglas de funcionamiento de cada universo, de cada técnica. La niña sujeta al niño y este último integra la experiencia de su casi alter ego como se lo dijo el artesano filósofo: más tarde, puede que le pase algo más grave que el no poseer la tan codiciada avioneta: la pérdida amorosa que deja un gran vacío en el corazón. El viejo artesano, que lija una mano de madera y oye a los niños, levanta la vista como al principio del film, ahora con un primerísimo primer plano de su mirada de hombre sabio. Asiente, satisfecho, antes de volver a su trabajo de creación.

Cortometraje rico en intertextualidad, esta última obra, muy poética por la hibridación y combinación exitosas de géneros y de técnicas (actores humanos, marionetas a veces insertas en un mundo de animación que mezcla dibujos en dos dimensiones, objetos en tres dimensiones y sombras chinas), por la complejidad de la estructura narrativa, de las relaciones entre los niveles de narración, por la atmósfera sonora, por la iluminación, por la calidad de sus diálogos limpios pero con una fuerte carga semántica, confirma el talento de cuentacuentos de Paula Ortiz. Del mismo modo que la luz y la iluminación, el sonido (música, ruidos) resulta de una verdadera reflexión y, lejos de ser un simple accesorio, se afirma como verdadero lenguaje creador de universos que aporta sutilidad y profundidad a la creación por su poder evocador y por su simbolismo. El sonido contribuye así a enriquecer y a incrementar las posibilidades expresivas de la narración cinematográfica.

CONCLUSIONES

Múltiples, incesantes y ricas en cuanto a significado, las interferencias, las influencias, la intertextualidad, la transversalidad evocan las lecturas, los visionados y las experiencias de la directora que creció con el arte de contar antes de abrazarlo con pasión una vez llegada a la edad adulta, utilizando como principales fuentes de inspiración materiales diversos y complementarios: cuentos, films, dibujos, films de animación, sombras chinas, análisis textuales, teorías narrativas, psicoanálisis, etnología, óptica, pinturas, fotografías. Su trabajo no es una servil y árida imitatio sino un profundo trabajo de investigación, de continua experimentación al servicio de una incontestable recreación-(re)creación. Imágenes, encuadres, iluminaciones, opciones sonoras, todo es objeto de una minuciosa elaboración que deja ver el placer de crear antes de provocar el deleite del espectador, al que solicita para aportar una interpretación enriquecida por la proyección impregnada de su propio background. Las obras sintéticas de Paula Ortiz concentran y cristalizan a la vez el tiempo de la infancia y el de la edad adulta, que un día permitieron la experiencia concreta de las metáforas y parábolas contenidas en los relatos construidos sobre arquitecturas atemporales y “a-espaciales” portadoras de miedos, sueños, deseos insatisfechos y sus respectivas frustraciones. Si los futuros largometrajes de la cineasta se tiñen de una tonalidad discursiva feminista, los cortometrajes analizados no manifiestan esta focalización: su filiación y su correlación con la historia de los mitos, las leyendas y los afectos los inscriben en un discurso universal y atemporal propio de todo ser humano.

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Recibido: 25 de Mayo de 2020; Aprobado: 01 de Junio de 2020

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