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Ñawi: arte diseño comunicación

versión On-line ISSN 2588-0934versión impresa ISSN 2528-7966

Ñawi vol.3 no.2 Guayaquil jul./dic. 2019

https://doi.org/10.37785/nw.v3n2.a7 

Artículos originales

Escuela y colonialidad. Variantes e invariantes (estéticas) de la clasificación social.

School and coloniality. Variants and (aesthetic) invariants of social classification

Facundo Giuliano1 

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas Buenos Aires, Argentina giulianofacundo@gmail.com [/normaff]


RESUMEN

Uno de los primeros espacio-tiempos, si no el primero, donde las corporalidades son juzgadas, examinadas, evaluadas y, por tanto, clasificadas, probablemente sea la escuela. Al menos desde el siglo XIX, en latitudes noeuropeas, se consolida institucionalmente al interior de los diferentes sistemas educativos como un aparato de examen ininterrumpido que clasifica los cuerpos y produce subjetividades en función de los requerimientos gubernamentales de turno. Por supuesto que las experiencias escolares, hegemónicas y contra-hegemónicas, son y han sido innumerables, pero ello no quita el hecho de pensar la persistencia de esta institución tan criticada y tan nuevamente defendida en el marco de los procesos de re-occidentalización y re-fortalecimiento de la matriz colonial de poder. En este sentido, interesa a nuestro planteo indagar el lugar de la razón evaluadora y la estética clasificatoria en los nuevos discursos de defensa o reivindicación de la escuela al mismo tiempo que intentamos realizar algunos trazos orientativos para una descolonización de la scholè.

Palabras claves: descolonialidad; scholé; razón evaluadora; educación; geopolítica

ABSTRACT

One of the first space-times, if not the first, where corporalities are judged, examined, evaluated and, therefore, classified, is probably the school. At least since the 19th century, in non-European latitudes, it is institutionally consolidated within the different educational systems as an apparatus of uninterrupted examination that classifies bodies and produces subjectivities according to the governmental requirements of the time. Of course, the school experiences, hegemonic and counter-hegemonic, are and have been innumerable but this does not detract from the fact of thinking about the persistence of this institution so criticized and so newly defended within the framework of the processes of re-westernization and re-strengthening of the colonial power matrix. In this sense, our concern is to investigate the place of the evaluative reason and the classificatory aesthetics in the new discourses of defense or vindication of the school at the same time that we try to make some guidelines for a decolonization of the scholé.

Keywords: decoloniality; scholé; evaluative reason; education; geopolitics.

Entrada: ¿forma estética de la escuela o forma escuela de la estética?

El siglo XIX ha sido decisivo tanto para la consolidación de la escuela como institución moderna clave de los sistemas educativos en territorios no europeos, pero también para el surgimiento de la estética como disciplina filosófica que establece un canon universal de belleza. En este sentido, la idea de este artículo se plantea explorar un punto de conexión entre la escuela y la estética sobre la base colonial de la clasificación social, a modo de observar variantes e invariantes (estéticas) de la clasificación social en los discursos que hoy defienden y reivindican la escuela en el marco más amplio de reoccidentalización y fortalecimiento de la matriz colonial de poder.

Dichas defensas y reivindicaciones de la escuela eluden el problema de la colonialidad en nombre del ideal (supuestamente griego) de scholè, traducido como “tiempo libre” y a partir del cual se enarbola una lengua específica. Para Masschelein y Simons (2018), la lengua de la escuela sería aquélla que es exitosa a la hora de nombrar el mundo sin ningún tipo de imposiciones ni demandas jerárquicas, aunque reconocen que surge de imposiciones o juegos de poder. Esto resulta particularmente problemático en términos geopolíticos, ya que traza una genealogía que busca conducirnos nuevamente al legado griego europeo. El efecto de esta pretensión con tono universalista, no se desengancha del legado clasificatorio de la escuela moderna/colonial, que se reifica hoy en la razón evaluadora (Giuliano, 2018a) y recicla las lógicas de examen que perduran en su interior; más al contrario: también son reivindicadas. Por tal motivo, nos interesa aquí detenernos en analizar tal reivindicación con sus respectivas consecuencias para las corporalidades que son enmudecidas por esa forma pedagógica que clasifica, normaliza y reduce toda potencia de alteridad a cifras, cálculos o mediciones. En esto se juega toda una geopolítica del conocimiento que comienza en Europa y allí nos reconduce, tanto como nos reduce, en la reconfiguración actual de la matriz colonial de poder que “engenera” y “racializa” como modo de organizar y reorganizar el mundo moderno/colonial (Aguer, 2018).

En este marco, se plantea la necesidad de descolonizar la escuela y la idea de scholè, desenganchándolas de las variantes e invariantes (estéticas) clasificatorias que se nuclean en la razón evaluadora y las lógicas examinadoras que esta última recicla. Por lo tanto, el siglo XIX referencia no solo el surgimiento de la estética como disciplina clasificatoria sino también la consolidación de la escuela como institución pilar de los sistemas educativos cuya morfología se encuentra atravesada por diferentes lógicas clasificatorias que constituyen desde entonces variantes (e invariantes) de esa misma estética fiel a su canon universal, a un espíritu que se pretende absoluto, a la univocidad del régimen que impone una lengua específica en detrimento de otras. Así, queda en evidencia que no basta - para pensar en términos de liberación o emancipación- con postular una retórica inclusiva del ideal (pretendidamente griego) de escuela (scholè) sin una operación descolonial. Pues no se puede descuidar la cara oculta de la colonialidad, que se encuentra en la insistencia y persistencia de sus lógicas clasificatorias condensadas ahora en una racionalidad evaluadora de la que, al menos en latitudes no-europeas, necesitamos liberarnos; todo lo cual se traduce en la necesidad de combatir las variantes e invariantes de la clasificación social. Este movimiento supone la transformación misma de la forma escolar moderna/colonial, esto es, un aprender a desaprender la estética (y la razón evaluadora clasificatoria que la constituye) para poder reemerger y re-existir.

Mal de escuela

A la literatura exitista sobre la escuela le produce cierto morbo revanchista o de reivindicación “estocólmica” mostrar cómo los “últimos de la clase”, las “niñas problema”, las mentes indisciplinadas, quienes han sido atravesados por diagnósticos y pronósticos con tonos deterministas de cada futuro singular o quienes, en general, han tenido muchos problemas con y en la escuela, al cabo de un tiempo, se transformaron en genialidades mundialmente reconocidas. Así crecen mitos y figuras, entre los nombres de la historia del fracaso escolar y el triunfo individual. Así se naturalizan padecimientos y se justifican funcionamientos: pues, después de todo, “no les ha ido tan mal”. A este respecto, pesa la sentencia de Odifreddi: “En todo caso podría decirse que la educación siempre es necesaria excepto en los casos en que es perjudicial” (2018, p. 80). Veredictos inapelables, condenas en función de rendimientos y resultados, pronósticos fatalistas, la lógica de la casificación siempre aporta celebridades: la niña Judith Butler sería una criminal, el niño Einstein no llegaría a ningún lado… La lista podría continuar, pero no nos ocuparemos aquí de las trayectorias, del mal llamado éxito o fracaso escolar; más nos interesa detenernos en su marco morfológico: la escuela.

En este marco, la apuesta de Daniel Pennac (2014) cobra gran sentido: como todo el mundo se ocupa de la escuela y se ha hecho de esta una eterna querella entre antiguos y modernos (una disputa constante sobre sus programas, su papel social, sus fines, la escuela de ayer o la de mañana), propone un libro sobre quienes quedan excluidos en su interior mismo, un libro sobre “el dolor de no comprender y sus daños colaterales” (2014, p. 21). El autor ensaya un libro sobre las nulidades, pero no se pregunta cómo se construyen, ni cómo las nuevas generaciones que ingresan a la escuela se sienten jodidas de antemano o sienten muchas veces que la escuela no es para ellas, tampoco cómo se producen los miedos y las vergüenzas que terminan jorobando las espaldas de tantos y tantas estudiantes y docentes. De este modo, el ogro escolar devora corazones queda incuestionado y solo podría ser domesticado haciendo cualquier cosa (individualmente) para que no se devore nuestro corazón, que es otra forma de decir: “sálvese quien pueda”. La soledad y la vergüenza de no comprender quedan como terrenos de actuación personal, los fracasos y la culpa generada por los mismos terminan por ser patrimonio individual de quien los “merece”. Desde esta perspectiva, parecería no haber mucho lugar para pensar la escuela como un lugar donde lo colectivo o lo comunitario adviene. ¿Cómo es que naturalizamos esta estética de la escuela?

De alguna manera, hay que terminar con la lógica tarifaria capitalista y judicializante (propia de la razón evaluadora) en educación: estudiantes preocupados por si la docente pondrá nota por tal o cual cuestión, docentes cansados de escuchar preguntar si pondrán nota por alguna cosa, respondiendo afirmativamente sin dudar , puesto que “todo trabajo merece salario” (Pennac, 2014, p. 146), notas como tarifas que hacen de cada ejercicio escolar una posible buena cotización y de cada falta un acercamiento más indiscutible al vacío del cero, profesores que se auto castigan con una mala nota y luego se desquitan en la corrección de exámenes, la devolución de exámenes como la entrega de un veredicto anunciado, la criminalización de estudiantes, las condenas del error, de la ignorancia y la inutilidad, que impactan directamente en las corporalidades de quienes son atravesados/as por el peso y las marcas de sus significantes; son tan solo algunas escenas o procedimientos a los que nos tiene acostumbrado dicha lógica, condensada en la racionalidad evaluadora, que involucra la mencionada estética en cuestión. ¿Acaso aquí no radica un verdadero mal de escuela? El argumento de Pennac pareciera morderse la cola cuando propone lo siguiente: “Si la nota debe medir algo, ese algo es la distancia recorrida por el interesado en el camino de esta comprensión” (2014, p. 122). Pero, ¿realmente puede medirse la comprensión? ¿Qué nota podría medir a quienes recorren una distancia en la que el camino verifica una no comprensión? ¿Será que el camino de la comprensión no está exento del IVA de la nota, la medición y, por ello mismo, de la clasificación?

Pennac señala como uno de los “malentendidos” de su escolaridad al hecho de que sus profesores evaluaban como erróneas sus respuestas absurdas, lo cual verifica/ba la lógica de que cualquier respuesta se torna evaluable y garantiza una nota. Ahora bien, le parece fundamental negarse categóricamente a evaluar respuestas absurdas, que se distinguen de las erróneas en que no proceden de “ningún intento de razonamiento” (Pennac, 2014, p. 149), y que comportarían cierto automatismo o “acto reflejo” y serían una forma de (no)1 respuesta a partir de un indicio cualquiera. Para él, evaluar dicho tipo de respuesta es acceder a evaluar cualquier cosa y cometer por consiguiente un “acto pedagógicamente absurdo” (Pennac, 2014, p. 150) sin ver que, en realidad, dicho absurdo forma parte de la razón evaluadora que sustenta tal acto y poco tiene que ver con un simple “malentendido”. De esta manera, se perpetúa la dictadura de los números y las notas de cualquier tipo, la condena del error, la cadena que ata el índice extendido hacia alguien que “voluntariamente” se asume culpable y se encadena. Para explicar esto último, Pennac comenta que el “sentimiento de exclusión” no solo afecta a las “poblaciones rechazadas más allá del enésimo círculo periférico” sino que también amenaza a ellos, mayorías de poder, en cuanto dejan de comprender una parcela de lo que les rodea y se sumergen en una angustia que les “incita a designar a los culpables” (2014, p. 168). Mayorías de poder, defensoras y guardianes de la norma -sea cual fuere-, miedosas de verse amenazadas por lo que se sale del molde, manifiestan la ferocidad del poderoso que juega a ser víctima y convidan las mezquinas migajas evaluadoras disfrazadas de consideración en las anotaciones correctivas de los exámenes que parecen dirigirse a cada quien, según su nombre, pero que en el fondo tributan, con formas más o menos dulces, su fidelidad incuestionada a la norma.

De modo que la producción de “lo normal” estriba en que el mejor alumno sea aquel que mejor se relacione con la norma o la encarne y contribuya a producir su cuota de normalidad, es decir, el que menos oponga resistencia a la enseñanza impartida, el que nunca dudaría del saber y la competencia docente, el “dotado de una comprensión inmediata” y “naturalmente habitado por la necesidad de aprender”, el que deja de ser un “chiquillo turbulento” o un “adolescente problemático” durante la hora de clase, “un alumno convencido desde la cuna de que es preciso contener los propios apetitos y las propias emociones con el ejercicio de la razón si no se quiere vivir en una jungla de depredadores (…) un alumno que habría comprendido que el saber es la única solución…” (Pennac, 2014, p. 228). ¿No vemos en esta definición misma de “lo normal” en educación una operación idéntica (de identidad) a la que propulsaba la estética en el siglo XIX estableciendo las delimitaciones de lo bello y sus respectivas clasificaciones? ¿Qué sucede con quienes resisten a la norma y su producción de normalidad? ¿A dónde van quienes dudan del saber cómo única solución, y de la docencia como competencia? ¿Atender radicalmente una enseñanza supone siempre la docilidad de no manifestar resistencias?

Tal apego a la norma, y su consecuente producción de normalidad, permite recordar aquella conocida novela de Coetzee (2012) donde se narra que, siguiendo las normas, se mataban a pueblos enteros de enemigos, sin excepción, siendo así que “la mayoría de los que morían sentían que se estaba cometiendo un error terrible, que fuera cual fuese la norma no podía estar dirigida a ellos. «¡Yo…!» Era su última palabra mientras les cortaban las gargantas. Una palabra de protesta: yo, la excepción” (p. 93). Pero no suele haber tiempo para excepciones, no hay tiempo para tantos casos especiales, para escuchar con tanta atención, para un mínimo gesto que rehaga el mundo, entonces quedamos desnudos frente a la norma y su guía lastima, causando la herida más grande de todas. ¿Cuántas problemáticas, cuántos turbulentos, fueron degolladas por la norma? Los sistemas educativos se han construido sobre la base del sometimiento de unas corporalidades sin convencimiento de cuna, pero también de resistencias por la re-existencia sobre la base de unos apetitos y unas emociones que ya no querían someterse más al dominio de esa razón de algunos que conquistó, examinó, masacró y mató la de tantos otros y tantas otras. Pues la historia de los últimos cinco siglos ha sido testigo de que la Razón siempre fue el suelo desde el que se construyó la “jungla de depredadores” en la que nos obligaron a vivir desde que vinimos a un mundo clasificado como tercero en discordia...

Por eso no nos convencen esos profesores que hacen de la clase una mera cita demandante de trabajo y condenatoria de cualquier tipo de pereza, los mismos cuyo “desenganche” no llega más allá de una nueva manera de conectarse, docentes que quisieran trocar la “pseudo-ubicuidad” de las máquinas por la universalidad abstracta de ciertos conocimientos e impelen a la asimilación del “toma y daca”: “saber” a cambio de trabajo, “conocimientos a cambio de esfuerzo, el acceso a la universalidad a cambio del ejercicio solitario de la reflexión, una vaga promesa de porvenir a cambio de una plena presencia escolar” (Pennac, 2014, pp. 242-243). Esto parece ser lo que la normalidad de la escuela exige: impostar un saber como modo de probar una competencia para cierto trabajo, realizar un esfuerzo para cobrar el conocimiento que será redituable en las actuales “sociedades del conocimiento”, reflexionar en solitario como modo de “acceso a la universalidad”, la plena presencia escolar que nos acercaría a un mejor futuro (aunque siempre incierto).

Pennac se queja de todas las clases de exámenes sobre conocimientos adquiridos que les hacen pasar a docentes por sobre lo que describe como “primera cualidad”, que debería ser la “aptitud para concebir el estado de quien ignora lo que elles saben” y por eso sueña con una prueba “donde se pidiera al candidato que recordase un fracaso escolar (…) e intentara comprender lo que le había ocurrido aquel año” (p. 246). Más allá de la dudosa aptitud para concebir el estado de otros (ya prefijados en posición de ignorantes), resulta sintomático de la propia historia de la escuela y la educación en occidente que cada vez que acontece un problema se intente resolverlo con la lógica evaluadora: cuando occidente “descubrió” a su Otro como problema, requirió juzgarlo; cuando el estado nación se planteó educar a este Otro, requirió examinarlo; cuando el capitalismo contemporáneo necesita resolver cualquier tipo de problema pedagógico (o no), evalúa. En el marco de este tipo de racionalidad y lógica, todo pareciera resolverse con algún tipo de prueba y de estos manejos es que resulta necesario desprenderse. De aquí la importancia de descolonizar la scholè y, con ella, la educación misma.

Defensas de la escuela (¿griega?) y descolonización de la scholè.

En el marco de los procesos de re-occidentalización actual, defensas del eurocentrismo y re-actualización de la matriz colonial de poder, uno los frentes históricos a atender es el que refiere a la educación y, en particular, a la escuela como lugar donde ella se da. Los pedagogos belgas Simons & Masschelein proponen una defensa de la escuela (2014) ante los ataques que, tanto conservadores como progresistas, le han propiciado; una defensa que parte de la noción de scholè (entendida como tiempo libre) y a partir de la cual proponen re-inventar la escuela. De aquí nuestro interés en detenernos en esta maniobra geopolítica que está calando hondo en los debates filosóficos de la educación del ámbito latinoamericano, y que busca reconducir la reflexión educativa nuevamente a cierto modelo griego. Pues reconocen que la escuela sería una invención específica de la polis griega que emergió como “una usurpación de los privilegios de las élites aristocráticas y militares de la Grecia arcaica” (Simons & Masschelein, 2014, p. 28). En el contexto de dicha enunciación, señalan a Isócrates como quien se dice jugó un papel importante en la invención de la escuela al ofrecer “el don del tiempo” al arte de la retórica. Y ante tales enunciados, y el contexto en el que estamos sumergidos en la actualidad, conviene detenernos un instante.

Martín Bernal, en su polémica obra Atenea Negra (1987), documenta dos modelos de historia de Grecia: uno que la considera esencialmente europea o aria (modelo ario), y otro que la ve como una civilización medio oriental (modelo antiguo) que toma prestados numerosos elementos culturales del Oriente Próximo, a raíz de los procesos de colonización egipcia y fenicia hacia 1500 a. e. c. En este marco, muestra cómo el modelo ario (en cuya veracidad indiscutida se nos formó y se nos ha hecho creer a la mayoría) no se desarrolló hasta la primera mitad del siglo XIX, que fue cuando los románticos y los racistas negaron la autenticidad de los asentamientos egipcios y pusieron en tela de juicio los de los fenicios. Pues les resultaba sencillamente intolerable que Grecia, concebida como cuna y compendio de Europa entera, fuera producto de una mezcla cultural en la que gran parte de sus nociones fueron préstamos tomados de Egipto y Oriente Medio, ya que la “mezcla de razas” era considerada una práctica indeseable o desastrosa que rompía los ideales civilizatorios de pureza racial. Frente a esto, Bernal investiga y documenta, por ejemplo, cómo Isócrates admiraba el sistema de castas egipcio, su gobierno de los filósofos y el rigor de su educación (paideia) -encomendada a los sacerdotes/filósofos-, cuya división del trabajo posibilita el ocio que da lugar a la scholè (escuela)2 Esta admiración manifiesta de Isócrates hacia Egipto estaba acompañada, sin embargo, de una fuerte xenofobia de la que también hace gala en un famoso discurso donde exhortaba a espartanos y atenienses a olvidar sus diferencias para formar una unión panhelénica contra Persia y los bárbaros:

Y hasta tal punto nuestra ciudad [Atenas] se ha distanciado del resto de la humanidad en lo tocante al pensamiento y la palabra, que sus discípulos han pasado a ser maestros para el resto del mundo. Ha conseguido que la palabra «griegos» no traiga a la memoria el nombre de una raza, sino el de una inteligencia, que ese mismo título se aplique a todos aquellos que poseen nuestra cultura, y no sólo a quienes tienen una sangre común (Citado en Bernal, 1987, p. 114).

Una actitud similar constata en afirmaciones de Aristóteles, que unas veces manifiesta la creencia en la existencia de inventos independientes por parte de cada civilización y otras que “los egipcios fueron quienes crearon el sistema de castas”, por lo que Egipto sería “cuna de las matemáticas” al disponer la casta sacerdotal de scholè (tiempo libre) (Bernal, 1987, p. 119). Entonces, al situar la scholè como un invento “griego” sobre el cual se erigen defensas y posibilidades de re-invención, ¿hasta qué punto no se sigue alimentando una oclusión favorable a un modelo racista que fortalece los procesos de re-occidentalización? ¿Qué tanto margen de re-invención, de profanación, de re-emergencia convida un movimiento que vuelve a poner a una Grecia aria e impoluta como maestra o forma modelo para el resto del mundo? Pensamos que en este primer (y provisorio) movimiento de problematización se encuentra el primer motivo para una descolonización de la scholè: lo que se aloja en la tan mentada forma de la escuela “griega” es, en su origen, una oclusión. Inmediatamente es esperable que la primera reacción o contra respuesta sea: “pero no nos importa el origen verdadero, sino su forma, sus efectos igualitarios o democratizadores” o, como ya se ha dicho, no se trata de “una afirmación histórica (que la escuela se originó en Grecia y que ese es su único origen) sino que el término “escuela” puede ser clarificado en un sentido que sea especialmente relevante para lo que está sucediendo hoy si lo relacionamos con el “momento” griego” (en Kohan, 2018, p. 161). En cualquier caso, y justamente a propósito del diagnóstico de época del que partimos, ¿cómo puede la colonialidad reducirse a un mero tópico histórico o sociológico cuando sus efectos más propiamente epistémicos se hacen sentir en esta forma tan sutil de racismo que nos reconduce a la “inteligencia griega”?

Simons & Masschelein (2014) intentan despegarse de la escuela en tanto institución moderna, o de lo que la modernidad/ colonialidad hace con la scholè, porque encuentran en ello un ejemplo del intento de eliminar su potencial radical y renovador, y su “capacidad de comenzar” al servir a un ideal predeterminado que indica cómo hacer las cosas. Esta forma es vista como un “intento de domesticación” que siempre vincula una “materia de estudio” con un determinado conocimiento, significado o valor en un orden social nuevo o ya existente que cristaliza el “uso apropiado” en quien lo enseña, oficiando de punto de partida y final del proceso. Ahora bien, esta postura les permite en cierta forma despegarse de (e intentar contrarrestar) las acusaciones, demandas, alegaciones y críticas que ubican a la escuela como una invención del poder cuyos procedimientos, como por ejemplo el sistema de exámenes, serían medios o herramientas para para perpetuar dicho poder. En esta línea, la perversidad acusada de la escuela se encontraría en la obstinada creencia en su autonomía y capacidad de formular juicios pedagógicos neutrales “que supuestamente contribuyen a garantizar la igualdad de oportunidades o a justificar un tratamiento educativo desigual” (Simons & Masschelein, 2014, p. 17). Los autores belgas no niegan dicho problema, pero señalan que su causa está en las tentativas de domesticación del potencial radical específico que es propio de lo escolar en su “hacer público” que es difícil de tolerar para quienes pretenden proteger la propiedad. Afirman estos autores: “Desde su origen en las ciudades-estado griegas, el tiempo escolar ha sido aquel en el que el «capital» (conocimiento, destrezas, cultura) es expropiado, liberado como un «bien común» para su uso público” (Simons & Masschelein, 2014, p. 17), ¿cómo están tan seguros de que el objetivo primigenio de dicho “capital” no fue precisamente el desarrollarse como una expropiación cuya comunitarización o diseminación posibilitaría nuevas formas de sujeción al capitalismo en sí? ¿Acaso ese no fue el leitmotiv en la conquista cuando los europeos necesitaron educar al Otro y “auto-expropiaron” sus conocimientos, destrezas y cultura, para imponerlas a otras poblaciones en el marco de relaciones más o menos turbulentas? ¿No es exactamente lo que sucede actualmente con las redes sociales que, desde ciertos centros de poder, “tornan público” cierto capital (o conocimiento, destrezas, cultura) al tiempo que ese público se torna un productor consumidor esclavo de las mismas?

Escuela, razón evaluadora y colonialidad.

Una respuesta podría encontrarse cuando definen “lo escolar” como una cuestión de tecnología3 sin la cual, para ellos, sería inconcebible “dar forma a la escuela, es decir, estimular el interés creando y presentando el mundo cuidadosamente” (Simons & Masschelein, 2014, p. 53), y sobre la cual ni estudiantes ni docentes asumen control total y automático; al contrario, serían esos instrumentos y espacios los que imponen cierto control sobre ellos. De aquí se vinculan una serie de técnicas4 cuyo significado no descansaría en un fin último sino en “ser capaz de empezar”, cosa que se repite de nuevo, una y otra vez, al modo de “interminables” (Simons & Masschelein, 2014, p. 59) que mucho recuerdan a las sociedades de control de las que hablaba Deleuze, donde todo comienza y nada acaba, donde la educación es permanente y la evaluación continua. En este sentido, no es menor su imposibilidad de concebir la escuela sin el examen cuya razón no la encuentran en la función calificadora (y clasificadora) que el gobierno moderno atribuye a la escuela como órgano de acreditación y cualificación que organiza (y ordena) el flujo de estudiantes hacia la educación superior y el mercado5 . Tampoco en la función normalizadora que el mismo supone, lo cual les haría desembarazarse rápidamente de estas problemáticas…

De modo que, aunque reconocen que los resultados de las pruebas se utilizan para indicar niveles y promedios de conocimientos estandarizados a partir de los cuales se clasifica estudiantes según su rendimiento (bajo, medio, alto), solo ven “eventualmente declaraciones «normalizadoras»” y reivindican el examen como una “herramienta pedagógica para ejercer presión” cuyo “otro significado” estaría centrado en la “preparación” que implica (Simons & Masschelein, 2014, p. 60). Así, lo que cuenta no sería tanto el resultado como el esfuerzo (aunque este último, curiosamente, nunca sea o pueda ser valorado) que supone cierta “concentración” y “aplicación” en la materia de “estudio” 6 . El examen así concebido crearía un lapso de tiempo liberado de otras tareas para “estudiar” y “practicar”; pero, ¿por qué tal insistencia en reducir la enseñanza y la transmisión a una instancia de presión? ¿Dónde quedó la scholè tan reivindicada como “tiempo libre” que sus temporalidades se redujeron al tiempo del chronos examinador, a un estudio mercantil o una práctica utilitaria -que, por tanto, tendrán que ser pragmáticas o, cuando menos, “estratégicas”- focalizadas en aprobar, rendir bien o satisfacer (no sin cierta impostura) lo requerido en un examen? Los autores no conciben el estudio y la práctica sin la presión “necesaria” que ofrece el examen, y reconocen en la evaluación un significado simbólico aunque no definitivo (como si no produjera efectos excluyentes, marcas de violencia o experiencias desubjetivantes que muchas veces se cargan durante toda la vida) puesto que siempre está presente la posibilidad de otro examen “y, con ella, la creencia en la posibilidad de empezar de nuevo y de intentarlo otra vez” (Simons & Masschelein, 2014, p. 61). Como si de una rueda de hámster se tratara, o de una prueba maquínica infinita que solo termina cuando se logra el rendimiento esperado. Aunque intentan aclarar que el propósito del examen no es llevar a los estudiantes a la desesperación, celebrar su ignorancia o enfrentarlos con un afán clasificatorio, poco dicen de cómo combaten estos problemas inherentes a la “razón evaluadora” que sustenta su posición y defensa de una escuela examinadora evaluadora, tan a tono con el neoliberalismo actual y las lógicas propias de la colonialidad.

Con esa dimensión inequívocamente tecnológica y técnica, como Simons & Masschelein (2014) afirman, tal escuela permite a sus estudiantes “asumirse a sí mismos, y eso con la intención de modelarse, de mejorar y de alzarse por encima de sí mismos” (p. 112). La misma lógica parece aplicarse al profesor, y a la escuela misa: “También ellos deben «moldearse» y, en consecuencia, deben probar nuevas cosas para encontrar su propia forma” (Simons & Masschelein, 2014, p. 113). Tal manejo técnico que permite el despliegue o promoción de dichas intenciones vinculadas siempre a algún tipo de cambio, ¿qué grado y tipo de relación guarda con la colonialidad? Una respuesta posible podrían ofrecerla los propios autores en un libro posterior cuando dicen que el “imperativo del cambio” y el discurso sobre el cambio en general al que filósofos y teóricos se sienten atraídos una y otra vez, “la más de las veces lleva a una comprensión de la educación ética, política y socialmente «colonizada». Colonizada desde el momento en que siempre involucra un «debes cambiar tu vida» o un «queremos cambiar nuestras, tu o incluso sus vidas» que siempre incluye algún tipo de juicio como punto de partida. El cambio está siempre motivado por un juicio o evaluación que supone que, de algún modo, algo está mal o es insuficiente o necesita ser iluminado o clarificado y que el cambio es, por lo tanto, deseable, necesario, esperable, algo a lo cual aspirar” (Simons & Masschelein, 2018, p. 50). Resulta difícil entonces de despegar las técnicas en cuestión que permiten abrir dicho abanico de intenciones de cambio (modelaje, mejora, elevación) de la colonialidad misma que suponen en relación a la razón evaluadora y la llamada, las regulaciones o responsabilidades que inducen a algún tipo de cambio motivado por un objetivo o una falta subyacente a la inducción al cambio o “mejora”.

Volviendo a su argumentación, como la tecnología incluye “métodos de trabajo” tales como los exámenes, dirigidos como una “disciplina para centrar la atención”, utilizan el término “tecnologización” para referirse una forma de “domesticación de la escuela”7 que consiste en centrar la eficiencia y la eficacia en la educación; lo cual implica -para el caso de la eficacia- que el objetivo de una técnica está fijado de antemano y solo se trata de encontrar los recursos adecuados para cumplirlo, al tiempo que -para el caso de la eficiencia- se trata de identificar la manera apropiada de repartir los recursos en función del objetivo. Sin embargo, en “métodos de trabajo” como los exámenes resulta difícil no caer en tal “tecnologización”, puesto que siempre opera en ellos un principio de clasificación, un parámetro norma, un “esperable” (u objetivo encubierto de otro nombre, quizá destreza, prueba de estudio, de habilidad o capacidad, etc.) que opera perfomativamente intentando traducir procedimientos en competencias o inteligencias en resultados de aprendizaje, esto es, “demanda de optimización” convertida en “demanda de rendimiento” (Simons & Masschelein, 2014, p. 114). Y, por otro lado, el impulso competitivo (que busca formar competentes y descalificar incompetentes) convertido en un fin en sí mismo que crea una cultura de la carrera y la prueba, propia de la razón evaluadora que, entre otras cosas, busca medir continuamente el rendimiento para producir un feedback permanente y monitorearlo todo a fin de ajustar o afinar cualquier falla o error. Así, la escuela “crea su propia economía de crecimiento, con valor añadido, ganancias de aprendizaje, créditos de enseñanza y, en el centro, un creciente aparato de monitorización y feedback” (Simons & Masschelein, 2014, p. 115).

Como Simons & Masschelein no ven la colonialidad en el hecho de que se utiliza contra la escuela una técnica desarrollada por ella misma, como es el examen, se contentan con ver en tal táctica de domesticación una mera ironía. De aquí que insistan en el examen como “una herramienta pedagógica orientada a animar a los jóvenes a estudiar, a practicar y a experimentar por sí mismos” (2014, p. 115), sin aclarar cómo combaten su funcionalidad como instrumento para medir y guiar el “progreso” o como instrumento para auditar los rendimientos (de estudiantes, docentes y escuelas). Incluso hace relativamente poco, en un evento en Río de Janeiro, celebrado en torno a su obra, y que llevó por título “Elogio de la escuela”, reafirmaron la idea de que “en vez de cuestionar radicalmente los exámenes” les parece más fructífero verlos como instrumentos de “presión pedagógica” ya que, para ellos, “no existe aprendizaje como formación (…) sin una cierta presión. Por lo tanto, en vez de abolir los exámenes porque acabaron siendo portadores de las marcas de las normas sociales y de las demandas de cualificación, sería más relevante profanar la institución del examen y volverlo, nuevamente, una técnica pedagógica” (citado en Larrosa et. al., 2018, p. 191). Pero ¿acaso la modernidad/ colonialidad y, con ella, el capitalismo en su actual fase neoliberal no ha profanado con creces el examen como técnica pedagógica reificada, ahora, en esa “evaluación” cuya racionalidad coloniza cada vez más lo público? ¿Cómo trazan la distancia entre el examen como instrumento de “presión pedagógica” y como prueba de resultados de “aprendizaje” o medida de rendimiento?

Lo que pareciera verificarse en los diferentes alegatos en defensa de una escuela pretendidamente universal, es una cara oculta que naturaliza sus formas en las racionalidades coloniales y clasificatorias como la de la evaluación (tan afín a la estética), lo que termina por fortalecer un discurso favorable a los procesos de reoccidentalización y a la re-actualización de la matriz colonial de poder. De modo que al no cuestionar de raíz la principal tecnología clasificatoria mentada por la escuela, el marco en el que todo y todos son intercambiables bajo una misma unidad de medida queda intacto bajo el primado de la razón evaluadora que sustenta dicho planteo, donde incluso la resistencia docente a la estandarización sigue pensándose como un reto de buscar nuevas formas de evaluación: “Que la estandarización sea una táctica potencialmente dañina (para el alma) no quiere decir que el profesor esté por encima de toda forma de control, de prestación de cuentas o de evaluación. En este sentido, tal vez el reto, ahora más que nunca, consista en buscar nuevas formas y procesos de evaluación que permitan un lugar para el amor y para el cuidado que el profesor se debe a sí mismo” (Simons & Masschelein, 2014, pp. 136-137). Resulta curioso llegar a postular un lugar para el amor y el cuidado en una evaluación, o peor: pensar que ya el amor y el cuidado pueden ser pasibles de evaluación. Así como también el hecho de pensar que tal táctica podría ser “potencialmente dañina” solo para el alma, descuidando los muchos impactos que la estandarización tiene de hecho sobre el cuerpo. Tal vez, la colonialidad que habita en el planteo domestica hasta sus buenas intenciones, pero su “ética de la investigación crítica de la educación actual” que les mantiene “a distancia de un análisis simple, demasiado simple de hecho, en términos de «instrumento» o «función»” y les permite, a la vez, “reconsiderar la cuestión del poder y del contexto” (en Kohan, 2018, p. 155), si bien es cierto que les permite desarrollar una “ontología creativa” de su presente educativo o “propiciar prácticas alternativas”, lejos están de nuestro contexto latinoamericano, por mucho colaboracionismo o eco que puedan encontrar en tierras donde la colonialidad es una herida que no cierra. Y lejos se hallan también de posicionar un pensamiento crítico cuyo desarrollo no juzgue, examine o alimente la “razón evaluadora” de la que necesitamos desprendernos y desengancharnos para liberar la educación y la scholè del lastre moderno/colonial con que aún cargan.

5. Desenlace: nota por una descolonización de la scholè.

La entrada a la travesía propuesta en este escrito se planteaba la pregunta por la forma escuela de la estética o la forma estética de la escuela en tanto ambas tienen diferentes anclajes en el siglo XIX (una por su surgimiento como disciplina -en el caso de la estética y la otra por su consolidación institucional) y ambas suponen un funcionamiento inherente a la clasificación social. Lo cual nos permitió observar de diferentes modos las relaciones entre escuela y colonialidad, al tiempo que se desnudaron variantes e invariantes (estéticas) de la clasificación social encontradas tanto en la escuela como institución, así como en las defensas de su morfología o de su ideal pretendidamente “griego” (scholè). Esto nos llevó a repensar la idea de mal de escuela asociándolo directamente a la razón evaluadora y sus consecuencias que impactan directamente en las corporalidades a las que se inculpa o responsabiliza por no adaptarse a lo que la norma espera, a lo que el proceso de normalización dicta o lo que el parámetro de “lo normal” determina (tal como la estética procede en función de “lo bello”) de modo que individualiza un problema ético político que requiere de una respuesta colectiva y un abordaje comunitario tanto para la resistencia como para la re-existencia. Así también para con la oclusión hallada en la noción de scholè que ya pasa a ser parte constitutiva de la misma, no podemos menos que pensar su necesaria reconstitución epistémica radicada en su descolonización y la profanación de la sacralidad que parecerían buscar otorgarle las defensas re-occidentalizantes con sus impolutos mantos griegos.

Como hemos visto, las buenas intenciones para con la escuela no están exentas de esa colonialidad pedagógica (Giuliano, 2018c) que busca colaboradores y servidores disciplinados o disciplinantes, por lo que combatirla va de la mano con la desobediencia del lenguaje y la indisciplina del pensar, que contribuye con las praxis que ponen en juego la vida en el desenganche de los universales abstractos y de la tiranía disciplinaria que los caracteriza (Mignolo, 2018). Lo cual implica también entender que la gramática no es neutra o inocente sino una “dimensión económica de la ontología” porque “organiza modos de producción, reproducción, y distribución de qué o quiénes son sujeto, qué o quién es predicado y bueno, por supuesto, quienes quedan relegadas a objetos” (Aguer, 2018, p. 163), por lo que la descolonización de la scholè no puede ser ajena al des(a) prendimiento del lugar de enunciación que el sistema de clasificación (sexo genérico y racial) moderno/colonial nos ha asignado. Del mismo modo, la descolonización de la escuela implicará rebeliones éticas que socaven las clasificaciones y afirmen lo comunal, así como superar la condición de colonialidad que hace a unos incapaces de leer (o escuchar) y a otros incapaces de pensar (Dabashi, 2018). Descolonizar la scholè, descolonizar la escuela, se trata también de un movimiento de lucha contra el racismo epistémico y la razón evaluadora que busca instalarse en cada quien bajo la forma de las “mejores intenciones” y que llega incluso atravesar las propuestas pedagógicas más progresistas y populares (Giuliano, 2018b).

Descolonizar la escuela, liberar la scholè de la colonialidad, es un ejercicio de reconstitución epistémica pedagógica, de recuperación de memorias populares en el íntimo vínculo de su saber y sus sabores, de puesta en juego de texturas de infancia inquieta o ruidosa, de lenguas plurales que tejen enseñanzas ético-políticas, de sensibilidades des(a)prendidas que abren los sentidos a un aprender in-evaluable, siempre en despliegue, a un tiempo inmedible y un espacio enigmático, a un cuerpo enmudecido que ahora puede ser escuchado. Descolonizar la scholè es restituir su misterio, resguardar el enigma a salvo de la lógica cruel que pretende descubrirlo todo, encubrirlo todo, comprenderlo todo, conocerlo todo. Este podría ser, quizá, el último gesto mínimo que cuide lo poco de tiempo libre que nos queda y la mucha escuela (descolonial) que resta por hacer.

Referencias:

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1Aunque, interpretándola más como una forma de supervivencia, quizá se trate de una manera negativa de responder a la mira dirigida y al objetivo definido al que apunta el cañón de la pregunta, una forma de desmarcarse de un dispositivo que acorrala.

2Sin caer en algún tipo de relativismo cultural, tampoco puede descuidarse la gran cantidad de escuelas diferentes que, desde el 1500 a. C. pueden encontrarse en la India, y que Tola & Dragonetti (2008) documentan con minucia.

3Están pensando, principalmente, en las siguientes: pizarra, tiza, lápiz, papel, libro, pupitre, silla, arquitectura y disposición espacial

4Implican, fundamentalmente, trabajos de presentación, redacción, apuntes, problemas y memorización. Aquí resulta difícil observar cómo su propuesta se alejaría de la modernidad y de su ideal predeterminado de cómo hacer las cosas que, como ellos mismos han dicho, supone un “intento de domesticación”.

5Desde dicho planteo, los certificados emitidos por la escuela funcionarían como “prueba de relevancia” del tiempo “colectivo” pasado en la misma, lo que reafirmaría la importancia de dicho tiempo.

6Realmente cabe sospechar si se trata de la materia de “estudio” o, en realidad, de la materia de “examinación”, puesto que la disposición es diferente cuando se estudia para investigar o escribir un ensayo que cuando alguien se ejercita utilitariamente para rendir.

7Implica, en general, restringir el carácter público, democrático y renovador de la escuela, así como “la re-apropiación y re-privatización del tiempo público, del espacio público y del «bien común» que la escuela ha hecho posibles” (Simons & Masschelein, 2014, p. 97).

Recibido: 08 de Mayo de 2019; Aprobado: 22 de Mayo de 2019

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