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Ñawi: arte diseño comunicación

versión On-line ISSN 2588-0934versión impresa ISSN 2528-7966

Ñawi vol.3 no.2 Guayaquil jul./dic. 2019

https://doi.org/10.37785/nw.v3n2.a2 

Artículos originales

Políticas sobre la tierra y la deuda. Variaciones sobre gaia.

Policies on earth and debt. Variations on gaia.

Adrián Cangi1 

1Universidad Nacional de Avellaneda Universidad de Buenos Aires Buenos Aires, Argentina adriancangi@hotmail.com


RESUMEN

Los originarios, llamados “indígenas” por una generalidad blanca, imperial, colonial y republicana, miran la Tierra y extraen su fuerza de ella sin desvelar sus secretos. Habitar como originario supone tener como referencia primordial la relación con la Tierra en la que se nace y en la que se fabrica el nicho vital, no importa si su localización es en la selva, en la aridez de los desiertos, en las faldas andinas o en las comunidades de las periferias metropolitanas. Lo que sitúa a esos cuerpos es su condición de formar comunidad ligada a un lugar específico que será inmanente a su constitución existencial. La separación entre la comunidad y la Tierra supone la separación entre las personas de derecho y sus cuerpos, operación central ejecutada por la historia del Estado para crear poblaciones administradas. Separar a los originarios de su relación con el nicho vital, de su relación política y social que vive de la tierra, es una operación de los Estados trascendentes que se ligan hoy a las formas del capitalismo financiero, para transformar a los llamados “indios” en pobres, porque sin pobres no hay capitalismo.

Palabras clave: Filosofía política; tierra; deuda; geografía social; capitalismo.

ABSTRACT

The natives, called "indigenous" by a white, imperial, colonial and republican generality, look at the Earth and draw their strength from it without revealing their secrets. Living as an original means to have as a primary reference the relationship with the Earth in which one is born and in which the vital niche is manufactured, it does not matter if its location is in the jungle, in the aridity of the deserts, in the Andean skirts or in the communities of the metropolitan peripheries. What places these bodies is their condition of forming a community linked to a specific place that will be immanent to its existential constitution. The separation between the community and the Earth supposes the separation between the people of right and their bodies, central operation executed by the history of the State to create administered populations. Separating the originals from their relationship with the vital niche, from their political and social relationship that lives off the land, is an operation of the transcendent states that are linked today to the forms of financial capitalism, to transform the so-called "Indians" in the poor, because without the poor there is no capitalism.

Keywords: Political philosophy; land; debt; social geography; capitalism

En esta tierra

Hay hombres y mujeres que miran hacia abajo, hay otros que miran hacia arriba. No es solo una dirección de la mirada, es una elección vital. Los originarios, llamados “indígenas” por una generalidad blanca, imperial, colonial y republicana, miran la Tierra y extraen su fuerza de ella sin desvelar sus secretos. Habitar como originario supone tener como referencia primordial la relación con la Tierra en la que se nace y en la que se fabrica el nicho vital, no importa si su localización es en la selva, en la aridez de los desiertos, en las faldas andinas o en las comunidades de las periferias metropolitanas. Lo que sitúa a esos cuerpos es su condición de formar comunidad ligada a un lugar específico que será inmanente a su constitución existencial. Los originarios no se sienten ciudadanos como sujetos de derecho que forman parte de una población controlada por un Estado, sino cuerpos encarnados a la Tierra que solo existen bajo la forma del plural de la palabra “Pueblos”. Los pueblos y los cuerpos de los originarios son parte de la Tierra. Como sostiene Eduardo Viveiros de Castro la relación entre Tierra y cuerpo es crucial (Viveiros de Castro, 2016). La separación entre la comunidad y la Tierra supone la separación entre las personas de derecho y sus cuerpos, operación central ejecutada por la historia del Estado para crear poblaciones administradas. Esta es la calle de mano única que transforma al originario en “ciudadano pobre” o “pobre sin tierra”, lo que obliga a los cuerpos a vender su subsistencia para enriquecer a los nuevos dueños de la tierra. Separar a los originarios de su relación con el nicho vital, de su relación política y social que vive de la tierra, es una operación de los Estados trascendentes que se ligan hoy a las formas del capitalismo financiero, para transformar a los llamados “indios” en pobres, porque sin pobres no hay capitalismo. La Tierra es de los pueblos, así como el territorio teológico-político desvelado de sus energías productivas es de los Estados, homologados con las fuerzas del capitalismo que territorializan y desterritorializan la Tierra.

El capitalismo financiero imprimió en nuestro tiempo una velocidad imprevista de cambios que exceden a lo viviente humano y al Mundo. De Kant a Deleuze la cosmología ocupa un lugar radical del pensamiento. “Mundo” es el último bastión vacilante de la metafísica para Kant, y se ha convertido para Deleuze en el último problema de la fe en este mundo (Deleuze, 1985). El capitalismo colonial ha puesto en discusión el retiro de la Tierra del Mundo, de su trascendental cosmológico que no se reduce al suelo productivo, porque el destino del suelo ha sido ser expurgado de sus energías por tecnologías de combustibles fósiles que aceleraron procesos biofísicos, como el cambio climático, la acidificación de los océanos, la caída de las reservas de agua dulce, la pérdida acelerada de la biodiversidad, las modificaciones del ozono y de los ciclos de nitrógeno y fósforo, la polución química y otros procesos como resultados del desvelamiento de las energías del suelo. Procesos inseparables del crecimiento poblacional y del consumo energético de esta nueva especie a la que pertenecemos llamada “antropoceno”.

Se discute hoy la “sensibilidad” del Sistema Tierra, pensando en modulaciones inestables de la biósfera: alteraciones de temperatura, de humedad, de velocidad de las variaciones, de sensibilidad de las reacciones, tanto de las cualidades locales como globales que se superponen y confunden en una forma paradójica. Nos encontramos en un momento de la historia “biogeofísica”, o como la llamó Dipesh Chakrabarty (2009), el momento de “El clima de la historia”, donde se produce una transformación sin precedentes de nuestra especie que pasó de “agente biológico” a “fuerza geológica”. La metafísica cosmológica retorna bajo el nombre de “Tierra” para interrogar a los territorios diezmados. La transformación del Homo Sapiens en “fuerza geológica” o en “objeto natural” se corresponde con la “intrusión” del Sistema Tierra o Gaia que amenaza al sujeto histórico. Resulta cada vez más evidente la colisión entre los Humanos y la Tierra como dos fuerzas enfrentadas, que nos obligan a pensar en nuestro tiempo en una “cosmopolítica”, que reúne tanto la cosmología como la antropología, al considerar que los “Humanos” son “antropocenos”, y que actúan como una unificada geología sin moral, lo que trae a la escucha del presente la anticipación premonitoria de Deleuze y Guattari en Mil mesetas (Deleuze & Guattari, 1980).

Del Holoceno al Antropoceno, el Homo Sapiens habita su propia catástrofe por haber acelerado la transformación termodinámica del equilibrio biológico de la Tierra (Danowsky & Viveiros de Castro, 2014). El futuro se ha vuelto indeterminado en términos de especie porque se acelera el choque del Antropoceno con la Tierra. Sabemos, como recuerda Viveiros de Castro, que la frase más plagiada y olvidada de la historia del pensamiento pertenece a Levi-Strauss: “el mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él”. Una cosa es saber que el mundo acabará en un futuro impreciso y otra muy distinta es percibir que el tiempo y el espacio están experimentando un cambio acelerado sin precedentes, en el cual somos arrastrados en un movimiento doble que tiene una cara empírica y otra trascendental, porque se une en este la cosmogénesis y antropogénesis con la decadencia y corrupción de la especie, que habita en un gasto de energías sin precedentes volviendo cada territorio contra la Tierra. Vale escuchar entonces las “bellas palabras” de los guaraníes cuando nos recuerdan hace siglos la llegada de un mal radical a la Tierra.

Tierra sin mal (ywy mara ey)

Las “bellas palabras” (ñe´é porá) resuenan y abrigan a los guaraníes de la mano de sus profetas (karai), que se llaman a sí mismos los Ava, los que conocen el secreto de la selva y de la tierra. Aquella nación pródiga a comienzos del siglo XVI, subsiste hoy en la ruina de tierras quemadas por intervenciones forestales o de sembradío intensivo. Grabado en las gargantas de generación en generación, desde el siglo XVI hasta el presente, no deja de circular una palabra en manos de los iniciados que indicaba para el pueblo guaraní el camino del silencio hacia la Tierra sin Mal o el Paraíso terrestre. Palabra que produjo migraciones forzadas en dirección al sol naciente o en camino hacia el ocaso, desde el impacto colonial hasta las formas diezmadas y miserables de vida actual. Esta visión profética insiste desde antes de la llegada de portugueses, franceses y españoles, y conjuraba una visión: la sociedad tupí-guaraní, en tanto comunidad religiosa, percibió que el poder político separado de las necesidades vitales de la comunidad fabricaba un mal radical sobre la tierra. Los guaraníes repiten estas palabras hasta hoy, pero sin la espera de una migración religiosa hacia la selva; solo esperan que los hombres transvaloren su condición bajo cuatro siglos de dolorosa historia colonial. El antropólogo Pierre Clastres, quien viviera con los guaraníes a mediados de los sesenta, supo mostrar que estos pasaron de un activismo migratorio hacia un discurso de la razón meditativa (Clastres, 1974a). Ese discurso meditativo conserva la fuerza precolombina, pero con una percepción profética de una sabiduría contemplativa. El deseo guaraní ha sido desde siempre el de superar lo humano como último principio de su riqueza de pensamiento.

El pensamiento guaraní indaga la miseria del mundo mientras intenta entender la arqueología del mal y la genealogía de la desgracia. ¿Dónde yace el epicentro de este cruce entre mal y desgracia? Los guaraníes dicen que la “mala tierra” (ywy mba´ e mengua) resulta inseparable de lo “Uno” como figura del poder y experiencia desventurada de la organización social. La condición de los efectos del poder de lo Uno afecta a la cosmología guaraní que presenta al hombre-tierra como el destino del “hermoso saber” (curandú porá), donde se proclama: “He aquí que ya mi tierra anuncia/la desdicha de la herida”. ¿De dónde proviene la herida anunciada por la palabra luminosa guaraní? Proviene de la Tierra que se territorializa y desterritorializa por códigos y por efectos de poder del ambiente vivido bajo la insistencia del poder colonial. Cada estrato, cada territorio, cada frontera son concebidos como un juicio de Dios, tal como afirman Deleuze y Guattari en Mil mesetas (1980). Un juicio de poder teológico-político propio del estado imperial colonial que prosigue hasta nuestros días en un inconsciente colonial. Por sedimentación y plegamiento la Tierra se transformó en materias formadas, luego codificadas y descodificadas por territorialidad del poder. Esto es lo que alertan las palabras sagradas del pueblo guaraní. Hemos aprendido que Tierra es tanto materia formada como no formada, consistencia de la extensión y producción de intensidad pura, materia y singularidad potencial del nicho vital. Así concibe la tierra el antropólogo Viveiros de Castro cuando aborda la Amazonía. Para Deleuze y Guattari la dimensión de la Tierra supone un trascendental irreductible a cualquier dimensión empírica: se trata de considerarla en su inmanencia como materia formada en los estratos y por intensidades diferentes en las singularidades no formadas, para componer un plan de consistencia real tan objetivo como narrativo. La noción de Tierra es inseparable de la de deuda, aunque esta última consiste en un diagrama del poder que oscila entre lo trascendental y lo empírico para poder abordar la tensión irreductible entre sus condiciones finitas e infinitas. Tierra y deuda reúnen para Deleuze y Guattari, una cosmología política destinada a la configuración de una geofilosofía, en el sentido en que pudo imaginarlo Alfred Whitehead en Proceso y realidad (1929) y Bruno Latour en Cara a cara con el planeta (2017).

Las sensibilidades amerindias y afroindias produjeron una sociedad que conjuró el poder del jefe y la constitución del Estado, en las que se establece un límite a la libertad de ganar a expensas de otro. Aunque la deuda sea inmanente al poder, difiere pensarla entre su constitución finita y su modo infinito. En las sociedades arcaicas de la “deuda finita” no hay reconocimiento de prestigio sin provisión de bienes. El líder es el que se encuentra en situación de deuda con la sociedad por ocupar su lugar de liderazgo. Esta deuda es concebida como impagable porque explica que en el corazón mismo de la relación de poder se establece la constitución de la deuda. Es la sociedad tribal la que ejerce el poder sobre el jefe y no a la inversa. La deuda de la jefatura para con la sociedad es la garantía de que el líder permanecerá exterior al poder y que su lógica de acumulación no lo convertirá en un órgano independiente. Las sociedades arcaicas amerindias y afroindias conjuran el riesgo mortal de que el poder político se separe y se vuelva contra ella. De este modo la “deuda finita” atraviesa el campo de lo político y es inmanente a lo social, pero asegura la comprensión del cambio de naturaleza social en el pasaje de la “deuda finita” a la “deuda infinita”, teleológica e interiorizada de las sociedades capitalistas de Estado.

Lo más arcaico que nos llega del pasado de las sociedades llamadas “primitivas” es la exigencia, por parte de la sociedad al jefe, del talento oratorio y de la generosidad. La incapacidad del habla y la avaricia privan del liderazgo. No son propiedades personales sino rasgos de la vida pública institucional los que obligan a tomar la palabra y excluirse de la retención de bienes. El gusto estratégico por el prestigio y el sentido táctico de los medios para adquirirlo inhiben la condición de la donación necesaria para ocupar la posición de liderazgo. El que ocupe tal posición sólo debe producir los bienes que necesita porque la misma noción de producción está subordinada a la relación de poder. De las sociedades indivisas amerindias y afroindias a las sociedades divididas de la conquista imperial, la economíapolítica ha adquirido el funcionamiento autónomo del capitalismo. La crítica radical al capitalismo proviene de la etnología que muestra en las sociedades llamadas “primitivas” máquinas de antiproducción para el stock. El gran linaje de los tupíguaraníes, bajo el nombre de diversos pueblos y lenguas, que llega a su desarrollo en la época de la conquista en el Gran Chaco, posee un espíritu de resistencia a la acumulación. De tribu en tribu, de aldea en aldea, erraban unos hombres -llamados por los indígenas karai- (Clastres, 1974; Deleuze, 2016) que no cesaban de proclamar la necesidad de abandonar un mundo al que llamaban “malo” a fin de ganar la patria de una fe en las cosas en la “tierra sin mal”. Los tupíguaraní sabían que el “paraíso terrestre” solo se alcanza sin Estado y conjurando el poder productivo de la acumulación. Vieron surgir con horror el poder político separado que amenazaba con dislocar el orden antiguo y transformar radicalmente las relaciones entre los hombres. Anticiparon nuestro presente como la tierra de la “miseria del mundo” y del “tiempo de la desgracia”. Los pensadores guaraníes concibieron la desgracia como la separación del poder respecto de lo social y de su desarrollo inevitable en los condenados de la tierra del mundo moderno del Estado igualado al desarrollo del capitalismo. La paradoja en la que nos encontramos hoy es la tensión entre capitalismo líquido y Estado regulador, anunciada por las palabras secretas del pueblo guaraní como el destino de la unificación del poder colonial.

Tierra como cuestión

¿Qué quiere decir enfrentarse directamente con la Tierra? Pregunta que afecta a filósofos, científicos y artistas respecto de si es posible una visión de lo ilimitado en un momento histórico de catástrofes planetarias donde solo existen visiones locales. Se dice hoy que un gigante colectivo e impersonal, equivalente a una fuerza geológica o tectónica llamado “antropoceno”, no cesa de modelar la Tierra. Se afirma que “antropoceno” parece ser una dimensión “poshumana” y “posnatural” que se exhibe en términos de fuerza. Una idea de lo que solo puede medirse a escala de consumos de energía. Conocemos lo que sostiene Oliver Morton en Comerse el sol (2009) y Bruno Latour en Esperando a Gaia (2011), cuando afirman que el antropoceno gasta trece terawatts frente a los cuarenta que produce el centro de la Tierra y los ciento cuarenta que emite el sol.

En la superficie de los territorios en los que vivimos esto quiere decir que el desierto crece y los hielos llamados eternos decrecen. Esto no sucede solo en el orden simbólico que nos llevó a pensar lo sublime sino en el orden real del acontecimiento. El antropoceno como gigante colectivo es responsable, aunque ninguno de sus componentes individuales aislados lo sea y aunque algunos pueblos consuman mayor energía de manera excesiva y desigual respecto a otros. El problema es sin dudas político porque minorías enriquecidas se unen con multitudes negadoras cuando se trata de pensar el dispendio energético y cuando las fuerzas energéticas en juego parecen exceder cualquier percepción moral.

¿Existe algo de la Tierra en tanto Tierra que no conozcamos por medio de los modelizadores de información? Sabemos que la información científica funciona como un tapiz de datos que conectan nodos lejanos entre sí en un modelado de percepciones sin escala. Las informaciones que tenemos sobre la Tierra son calibradas una y otra vez por los modelos a escala que se conectan mediante redes para recolectar información de referencia. Las visiones locales de esa información de referencia sirven al sujeto empírico también local pero no alcanzan para pensar la Tierra, ni siquiera la información global que los científicos manejan parece alcanzar para ello. No hay observación integral y global de la Tierra por parte de científicos, políticos y ciudadanos porque parece no existir ya un “todo” llamado “Naturaleza” en el curso de nuestra “historia natural”, sino ensambles de información dispar y contradictoria que requiere de una percepción de conjunto. Las mediciones entre satélites, sensores, modelos, fórmulas, Estados y ONGs, suponen un complejo injerto que no permite distinguir y componer una precisa relación entre Tierra y territorio.

El teatro planetario o la maquinación de los territorios productivos exigen algo más que una comprensión de los rangos de peligro a los que estamos sometidos por intrusiones locales; exige saber la escala del ensamble o entramado y quiénes vivirán o morirán en este. Este problema político fue planteado por Deleuze antes que por Latour y Stengers bajo el nombre de “composición”. La pregunta que une El Anti-Edipo (1972) con ¿Qué es la filosofía? (1991), obras de Deleuze y Guattari, podría ser la siguiente: ¿cómo componer un “territorio sensible” y un “cuerpo político” capaz de sentir y pensar las diferencias entre Tierra y territorio? La pregunta estuvo acompañada por la lucidez de no reducir en el concepto un término al otro, porque podría resultar no solo un problema de interpretación sino un gesto devastador que recién comenzamos a ver en los últimos veinte años. El vector que nos hizo percibirlo es el momento en el que el antropoceno, figura que excede a cualquier dimensión antropológica en términos de fuerza y consumo de energía, ha desbordado la dimensión de lo humano para cambiar la forma de la Tierra a través del uso de las técnicas y de la explotación del suelo.

Tierra como posibilidad

Martin Heidegger en Construir Habitar Pensar (1954) y Gilles Deleuze y Félix Guatari en El Anti-Edipo (1972) le otorgaron precisión a las nociones de Tierra y territorio. Ambas nociones se distinguen en la intersección de su contacto. Tierra es la unidad primitiva que expresa la extensión indivisible, mientras que territorio es el objeto múltiple del logos y del nomo, del discurso y de la ley en el espacio-tiempo político, dividido por el trabajo humano. Tierra y suelo se distinguen y superponen. Se dirá sin embargo que Tierra es el elemento superior a la producción política del valor, mientras que suelo es producción y apropiación como territorio de la potencia social transformada en trabajo colectivo que engendra valor, definiendo el límite y la interioridad de un espacio. Pero es también Heidegger, críticamente leído por Adorno, quien en Por qué permanecemos en la provincia (1934), retorna a la Tierra pensada como lugar sacrificial donde se vierte la sangre, como el lugar de lo originario y la autoctonía utilizada para justificar la superioridad de etnias o lenguas en la jerga de una autenticiddad que pretende autofundarse. Este es el núcleo político que distingue la posición de Heidegger de la de Deleuze y Guattari. El trascendental “tierra” no puede ser determinado por la historicidad teológicopolítica del territorio y sus fronteras, porque la representación de la tierra eliminaría el “númen” no determinable de la noción y anticiparía las formas de vaciamiento que las delimitaciones de la representación plantean para imponer matanzas administrativas.

En “Geofilosofía”, capítulo central de ¿Qué es la filosofía? (1991) de Deleuze y Guattari, se afirma que: “Pensar se hace más bien en la relación entre el territorio y la tierra” (p.86). De este modo los autores atribuyen un desplazamiento del pensamiento del par sujeto/objeto hacia el par tierra/territorio, estableciendo que la filosofía moderna y contemporánea construiría una “geografía de la razón” (Kant) que se abre a los problemas de una “intuición originaria” (Husserl) y de una relación entre “ser y ente” (Heidegger). Deleuze y Guattari afirman que no puede decirse cuál de estos términos va primero, si Tierra o territorio. Por ello se preguntan en qué sentido es posible pensar tanto la potencia en la tierra de la filosofía como el spatium de la ciudadEstado en el territorio del filósofo, aunque ambos términos formen entre sí un medio inseparable. De esta forma, pensar consiste en trazar un plano que absorba la Tierra en el territorio. La filosofía sería así una “geofilosofía” de modo equivalente a cómo la historia se presentaría como una “geohistoria”. Es lo que sostienen tanto Fernand Braudel en Civilización material, economía y capitalismo (1979) como Marcel Detienne en “¿Qué es un sitio?” (1990), para indagar en las relaciones entre autóctono, fundación y territorialización/ desterritorialización.

En la delimitación entre Tierra y territorio aparece siempre el límite y el espacio del habitar. El habitar se representa para los saberes arqueológicos, arquitectónicos y filosóficos como un acontecimiento cósmico y existencial en un tiempo histórico, en un ciclo repetitivo que conserva el orden del mundo. Sin embargo, será Hannah Arendt quien planteará, en Los orígenes del totalitarismo (1951), que las matanzas administrativas interrumpen el espacio del habitar y consisten en determinar espacios vacíos como hicieron los ingleses al cartografiar África, para luego vaciarlos en lo real. Lo trágico consiste en que todo lo que es representable puede ser abolido en un segundo momento. Este es un problema que Deleuze y Guattari nunca perdieron de vista en sus críticas precisas a la representación, aunque saben que en el campo político la representación opera como una función de la memoria histórica. Esto proviene de una generación cuya geografía del pensamiento percibió genocidios que se olvidan porque no fueron nunca representados en ningún presente. Fue el jurista nacionalsocialista Carl Schmitt (2008), rehabilitando las categorías políticas centrales de “amigo/ enemigo” en Tierra y Mar. Una reflexión sobre la historia universal (1942), quien planteó que la historia universal es la historia de la lucha de las potencias marítimas contra las terrestres y de las terrestres contra las marítimas. Comprensión cabal de una cartografía del poder, donde las fronteras no son nunca naturales sino como producto de una lucha de fuerzas que le antecede, y esas fuerzas operan llenando y vaciando territorios en todas las escalas de los elementos terrestres.

El espacio creado, según Heidegger, solidario del pensamiento de Carl Schmitt, no es sólo un spatium intermedio sino una extensio numérica, una extensión algebraico-matemática que permite desvelar la conversión de la Tierra en territorio por la ciencia natural moderna y por las técnicas de producción. Esto distingue el espacio creado por lugares de la memoria religiosa-política de las sociedades arcaicas, antiguas y feudales, de aquellos otros espacios como puras extensiones para la producción en el territorio del capitalismo. Vale recordar que lugar y espacio matemático se distinguen para Heidegger como para Deleuze y Guattari de la noción de Tierra, por ser esta última extensa, opaca y trascendental, mientras el lugar y la extensión, son espacios creados por su límite, donde conviven y se superponen lo sagrado y lo profano. Sin embargo, la posición común trascendental entre ambos filósofos como Heidegger y Deleuze se dirime en el diferencial de la práctica política en el territorio, frente a las nociones de “deuda” y de “tierra” que afectan a las subjetividades vivientes en sus fundamentos y en sus prácticas.

Gaia como concepto

Aquello que James Lovelock, Bruno Latour e Isabelle Stengers evocan de distintos modos es Gaia, que es un concepto o una construcción híbrida y no un sinónimo de Naturaleza, porque es un entramado de funciones locales de información con pretensiones de entender un englobante hecho de datos empíricos y de una concepción realista de lo ilimitado, aún desconocida por la razón de la ciencia natural. Deleuze y Latour coinciden en que la realidad es parcialmente objetiva y parcialmente perspectivista, o parcialmente real y parcialmente narrativa. Por ello es el resultado de operaciones políticas que fabrican híbridos, redes y monstruos. Para Latour, Gaia no es Naturaleza sino un “cuasi-objeto” híbrido. En su concepción todo agente es causa sui y todo objeto “cuasi-objeto”; en este caso el híbrido Gaia es un cuasi-objeto que se sutrae parcialmente de la red de información en la que opera. Es una entidad “infrafísica”, mitad objeto y mitad fuerza de la Naturaleza, mitad red técnica y mitad dimensión real de un campo de fuerzas desconocido. Como sostienen Deleuze y Guattari, la naturaleza de la Tierra es un universo infinito irreductible a la información y a la representación, mientras que el territorio es siempre un cosmos restringido de informaciones y representaciones históricas, teológicas y políticas.

El cosmos antiguo como spatiummundo-territorio vive hoy en los bordes de convertirse en lo que la ciencia ficción llamó “cloacas de corrupción y decadencia”. Se trata éste del espacio viviente como territorio de más de tres cuartas partes de la humanidad. Sin embargo, “Naturaleza”, como la pensaron de distintos modos tanto Heidegger como Deleuze, es un universo infinito, un entramado de fuerzas indiferentes a la vida humana, que escapan como la noción de “vida” a su representación, por ello solo podemos percibir sus efectos. De este modo se comprende mejor porqué Gaia para Lovelock o Latour no es ni “Madre Naturaleza” ni “Pachamama inca” resucitadas como objeto de la política contemporánea. Gaia no pertenece a lo sagrado para Lovelock o Latour, sin embargo, la noción de “Tierra” conserva esta dimensión sagrada, aunque es indiferente a la humanidad en cualquiera de sus concepciones imaginarias o simbólicas, y sin embargo es sensible a nuestra acción sobre el territorio y a la extracción por desvelamiento de su energía. Pero no hay forma de decir que su devenir apunte al bienestar del antiguo hombre y del actual antropoceno. Se dirá que Gaia es frágil y quisquillosa para cumplir el papel de la antigua Naturaleza, su vibración de fuerzas y energías parece despreocupada por nuestro destino para pensarla como Madre, y parece demasiado quisquillosa para ser pacificada por creencias sacrificiales. El antropoceno capaz de ser una fuerza geológica está en peligro frente a Gaia, porque esta nos rodea aunque al mismo tiempo reacciona. Ha dejado de ser el nicho de equilibrio para el animal humano al cual protegía. De este modo los filósofos y científicos contemporáneos piensan que Gaia oscila, como pensarían Deleuze y Guattari, como una figura conceptual empírica y trascendental de manera simultánea, donde aún pesa sobre nosotros la necesidad de “desvelar” a la Tierra en su totalidad y al hacerlo solo se responde a una peligrosa imagen del pensamiento fascista.

Bruno Latour cree que el concepto de “Gaia” tiene que estar compuesto por contenidos científicos porque no es otra cosa lo que nuestro tiempo demanda ante un fuerte retiro de una espiritualidad plena de equívocos en los diagnósticos históricos. Entonces, Gaia aparece como un sistema de información conformado por funciones de la ciencia natural que no responde a ninguna idea de lo sagrado, pero que sí está vectorizada por un modelo de complejidad. Sin embargo, Latour lo percibe como un término "cosmopolítico” y aunque es un “modelo de la ciencia natural”, y parece ser un modo sensible de reacción que se presenta como un “súper organismo dotado de cierta agencia unificada”, Gaia no posee unidad y esto es lo que vuelve de especial interés político su figura disyuntiva y no conjuntiva. La composición con Gaia supone tratar con un súper organismo que desconocemos como nos desconocemos a nosotros mismos en tanto conformantes del antropoceno. Esta es la composición que Latour encuentra como productiva más allá de cualquier sentido apocalíptico respecto a los destinos de la Tierra. Sin dudas la Tierra ha sido una dimensión simbólica que hoy demanda un acontecimiento por “intrusión” como dice Stengers y que obliga a una composición desigual y sin “esperanza” como afirma Latour.

Bruno Latour expresa una “desconexión” con la Tierra siempre tratada como una superficie de separación y extracción de energías disponibles, entendidas como recursos de vida. Isabelle Stengers piensa la “intrusión” de la Tierra como una energía impersonal que excede a la pertenencia de la lucha y al pensamiento humano (Stengers, 2009). La “desconexión” es producida por este gigante colectivo equivalente a una fuerza geológica posnatural, mientras la intrusión del ser que no nos pide nada llamado “planeta viviente” es una forma inédita de incógnitas que han venido a quedarse y que escapan a una prospectiva humana. Nombrar a la Tierra es comprender una disposición de procesos materiales que escapan a cualquier “protección” o “remordimiento” humanos. Parece que la ley moral en nosotros está definitivamente separada de las fuerzas fuera de nosotros. Tanto el pensamiento de Latour en Cara a cara con el planeta, como el de Stengers en En tiempo de catástrofes, han sido en parte anticipados por el pensamiento de Deleuze y Guattari en su concepción de la tensión entre Tierra y territorio.

Deuda como fundamento

Deleuze y Guattari abordan la noción de “deuda” entre Nietzsche y Marx para trazar la genealogía de un problema crucial en el capitalismo contemporáneo que fabrica la tensión catastrófica entre Tierra y territorio. El Anti-Edipo (Deleuze & Guattari, 1972) conjuga la teoría nietzscheana del crédito en las sociedades llamadas arcaicas y la teoría marxista de la moneda en el desarrollo del capitalismo. En el fundamento de la noción de deuda no se halla una teoría del intercambio sino una relación de poder asimétrico entre acreedor y deudor. De este modo, queda anudado el control de la existencia con la expresión del mando, indisociables de los modos de producción y distribución espacio-temporales en la tensión entre Tierra y territorio. Las funciones económicas y políticas son indistinguibles de la producción y control de la subjetividad. Esto no quiere decir que la política no pueda ser independiente de la economía, sino que el control y el mando unificados se expresan a través del poder del capital que es inseparable para Deleuze y Guattari de los vectores de territorialización y desterritorialización de las fuerzas intensivas y de las cantidades extensivas, como capacidad de prescripción, creación y destrucción de moneda, en tanto dispositivo estratégico del capitalismo.

Aquello que subraya Deleuze en sus cursos de Vincennes entre 1971 y 1973, volviendo sobre su trabajo con Guattari en El Anti-Edipo, es que la moneda como capital se arroga un derecho preferencial sobre el futuro de las vidas, porque confunde salario e ingreso destinados a consumir bienes impuestos por la producción capitalista y porque funciona como una estructura de financiamiento que afecta a las relaciones entre poder y obligación. La “moneda-ingreso” solo es una parte del problema que reproduce relaciones de poder; la otra es la “moneda como capital” que tiene la capacidad de reconfigurarlas. Buena parte de las teorías de tradición obrera como las de Negri, Virno, Guattari, Lazzarato, entre tantas otras, lograron ver cómo la “monedadeuda” fue un arma estratégica de destrucción del fordismo como modelo de producción obrera de fábrica para crear un capitalismo cada vez más líquido y financiero que disuelve el territorio en la Tierra como vector de un movimiento infinito.

Aquello que le interesa señalar a Deleuze en sus cursos son los “diferenciales de poder” que se expresan en la monedadeuda porque éstos atraviesan a distintas formaciones sociales: arcaicas, antiguas, feudales y capitalistas en las relaciones entre poder, Tierra y deuda. En la deuda nunca se trata de cantidades iguales o desiguales que entran en una relación de intercambio sino de “potenciales diferentes”, porque el intercambio simbólico y económico nunca es primero, sino que son los diferenciales de poder los que sobrecodifican los flujos monetarios y las creencias. Nunca se trata de la equivalencia sino del desequilibrio constante entre dar y recibir. Deleuze toma partido por el antropólogo social inglés Edmund Leach, frente al antropólogo francés Claude Levi-Strauss: el desequilibrio que señala Leach constituye el funcionamiento del sistema mientras que para Levi-Strauss es sólo una consecuencia.

Leach sabe que el desequilibrio entre quién distribuye los objetos de consumo y quién los recibe va a compensarse en otro flujo como el del prestigio (Leach, 1970). En las sociedades llamadas “primitivas” o “arcaicas” la unidad económica está constituida por combinaciones finitas en la que el desequilibrio entre los flujos esboza un régimen de alianzas que dibuja precisamente el circuito de la deuda finita. Ese mismo curso de investigación es el que lleva adelante el antropólogo Pierre Clastres en nuestro medio americano y que afectó la comprensión entre deuda finita y deuda infinita (Clastres, 1974a, 1974b & 1980). Para Deleuze el régimen de la deuda finita posee un desequilibrio sin producción de intercambio. Se trata del desequilibrio entre dar y recibir objetos de consumo. Volvemos a acentuar que en las sociedades llamadas “primitivas” los hombres considerados ricos solo lo son por el propio trabajo físico en el territorio, que parte siempre de un respeto ritual y de un canto sagrado a la Tierra, y los hombres poderosos solo exhiben la frágil satisfacción de su honor personal y se someten a una creencia común en la Tierra. No se privilegia la capacidad de mando sino el placer de la gloria inseparable del cuerpo-Tierra unificado como medio. La conversión de las sociedades llamadas “primitivas” a las llamadas “capitalistas” transforma la deuda finita en deuda infinita y la Tierra en territorio, donde el único garante para poder cancelarla es el propio cuerpo endeudado y la única garantía es el gasto total de las energías terrestres.

El problema sobre el que se interrogan Deleuze y Guattari es cómo el dinero se autonomiza de la producción y se transforma en el medio para que la deuda sea infinita o se transforme en deuda de existencia poniendo en juego la tensión entre Tierra y territorio. El problema es cómo el capital posee un poder de creacióndestrucción del que carece cualquier poder adquisitivo del salario obrero, de modo tal que la reterritorialización de las obligaciones obreras depende del poder adquisitivo (trabajo, consumo, familia y tipo de empleo) mientras que los flujos financieros constituyen un poder desterritorializado que afecta la elección, decisión y mando como modalidades sociales de sujeción y explotación de los cuerpos. Para que la deuda opere como disciplinamiento de los cuerpos debe obrar sobre la promesa, el crédito y la confianza, pero sobre todo debe destruir la conciencia de la Tierra como dimensión englobante infinita e impersonal para imponer el territorio como producto local territorializado y finito, luego expandido a la Tierra entera como capital financiero.

La confianza involucra nuestras inclinaciones activas para desear y producir. El problema no es solo la “creencia-hábito” sino la “creenciaconfianza”, porque en la primera el mundo está determinado y en la segunda está haciéndose. La confianza de este modo se anuda al crédito en el capitalismo, como técnica deliberada de la extracción de las energías del territorio. El crédito es un dispositivo de poder que se ejerce sobre un conjunto de posibilidades indeterminadas y cuya actualización/realización está sometida a una incertidumbre radical y no probabilística. La creencia-confianza es movilizada y desviada por el crédito porque el capitalismo elabora los deseos modelando la subjetivación en su propio beneficio. El capitalismo anticipa una acción venidera cuyo resultado no puede garantizarse de antemano. La confianza es la condición de todo acto de creación pero está plegada en el diseño de un hombre previsible, territorial y local con una deuda de existencia infinita, pero sobre todo sin conciencia global de la Tierra, como dominio impersonal infinito de las fuerzas, por una interiorización de técnicas crueles que hacen del capitalismo una religión, porque éste al fin transforma a cada existencia en garante de sí misma y capaz de cancelar la deuda con su cuerpo y con el agotamiento de la Tierra.

La deuda para Deleuze y Guattari no es un dispositivo económico sino una técnica de gobierno tendiente a reducir la incertidumbre de las conductas de los gobernados. Solo promete un hombre previsible, y para tal estado de cosas se requieren: tortura, trabajo y acción, homologados por la deuda en el cuerpo moral que opera por culpa y responsabilidad subjetiva. La deuda permite prever, calcular, medir y establecer equivalencias entre conductas actuales y por venir. También permite olvidar a la Tierra porque será la única fuente territorial de guerra para saldar la deuda. Por ello los autores consideran que la deuda infinita es el gobierno del tiempo que fabrica subjetivación partiendo de los “asuntos lúgubres”, como los llamó Nietzsche, a aquellos conceptos que permiten el pasaje de lo “finito” a lo “infinito”: culpa, falta, mala conciencia, deber, represión, carácter sagrado del deber, hasta disciplinar a un animal lingüístico para que se transforme en una fuerza tectónica como el antropoceno, que es capaz de “honrar la deuda con su propia vida” y con la destrucción de la Tierra.

Resistencia

La noción de resistencia es compleja, y como todos los conceptos posee varios componentes: el preferir no hacer algo, el preferir realizar algo, el liberar una vida ofendida y el fabricar un casillero vacío para hacer posible todas las variaciones por venir del sentido. Resistir no es posible sin una oscilación entre preferir no hacer y preferir hacer algo que vacía el sentido común dado y una liberación que fabrica un modo posible por venir. Lo que se vacía es la imagen dogmática del pensamiento en el límite de lo posible. Lo que se libera es la imagen problemática del pensamiento en el tránsito de una vida humillada a través de la precariedad olvidada de un confín. Las nociones de “deuda” y “tierra” se encuentran anudadas a la de “resistencia”, como el núcleo de lo que Deleuze y Guattari intuyen en el campo de las prácticas políticas; como la liberación de una vida ofendida por un acto de invención. Resistencia, deuda y tierra constituyen el tridente político que permite pensar en Deleuze y Guattari una política “en sí” y “para sí”, aunque siempre vinculada al acto de invención de mundos posibles (Agamben, 2016; Deleuze, 2007).

Conocemos bien la alianza entre acto de producción poética y resistencia. Quien produce poéticas -es decir, quien diciendo que en el “hay-se-da” se abre el acontecimiento trascendental- no solo se dispone en contra del poder y de la separación en cualquiera de sus formas vitales y subjetivas empíricas, sino que intenta liberar algo aprisionado u ofendido, algo negado o velado en las prácticas vitales. Liberar una potencia de vida ofendida por el dolor supone traer a la presencia un pueblo que faltaba en la historia y no sólo una rebelión de la imagen del pensamiento sin anclaje ético y político. En este acto de producción poética provocado por el “hay-se-da” de la ética y la política se conectan acontecimiento, síntoma y resistencia para atravesar la imagen contemporánea del pensamiento. La potencia en juego en este acto poético contiene “en sí” una íntima e irreductible resistencia, porque actúa como crítica instantánea ante el impulso ciego de hacer y porque abre otros posibles ritmos de “afectos” y “perceptos” en el mundo. Solo el acontecimiento que irrumpe en la historia y el síntoma como dinámica de los latidos estructurales permiten zanjar “el poder hacer” del “poder no-hacer”, la realización del abstenerse, cuando se aspira a una “democracia extrema” que parece el único modo para liberar una vida ofendida. Comprendemos mejor porque la tierra no es sin la deuda en su oscilación entre finita e infinita y sin el componente de la resistencia que supone liberar una vida ofendida.

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Recibido: 07 de Mayo de 2019; Aprobado: 22 de Mayo de 2019

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