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Revista Chakiñan de Ciencias Sociales y Humanidades

On-line version ISSN 2550-6722

Revista Chakiñan  n.10 Riobamba Jan./Apr. 2020

https://doi.org/10.37135/chk.002.10.08 

Artículo de Reflexión

REFLEXIONES SOBRE CONOCIMIENTO, CRÍTICA Y SABER ACADÉMICO ANTROPOLÓGICO EN AMÉRICA

REFLECTIONS ABOUT KNOWLEDGE, CRITICISM AND ACADEMIC ANTHROPOLOGICAL KNOWLEDGE IN LATIN AMERICA

1 Universidad de Jaén, Departamento de Antropología e Historia, Jaén, España, e-mail: colan82@gmail.com

2 Universidade da Coruña, Facultad de Sociología, Departamento de Sociología y Comunicación, A Coruña, España, e-mail: elederpa1983@gmail.com


RESUMEN

En este texto de carácter teórico-reflexivo, se plantea el eje del saber y el poder en el mundo de la Antropología que recae sobre América Latina. El interés del mismo radica en conocer las relaciones locales-globales de las academias denominadas periféricas, con las tradiciones centrales de la disciplina, sus puntos de fuga, convergencias y críticas. Se hace especial referencia a nuestras propias experiencias académicas e investigativas en España, Chile, México y Ecuador, donde el choque entre lo que consideramos conocimiento y lo que planteamos como ejes académicos es evidente; dichas experiencias son puestas en relación con textos clásicos de diferentes antropologías nacionales, los cuales son interpretados bajo una visión hermenéutica. En este sentido planteamos qué punto es posible una antropología de corte postcolonial en América Latina, cuando la realidad es la emergencia de un fuerte sentimiento nacionalista.

PALABRAS CLAVE: Academia; antropología crítica; Latinoamérica; pensamiento poscolonial

ABSTRACT

In this theoretical-reflexive text, the axis of knowledge and power in the world of Anthropology that falls on Latin America is raised. Its interest relies on knowing the local-global relations of the so-called peripheral academies, with the core traditions of the discipline, its vanishing points, convergences and criticisms. Special reference is made to our own academic and research experiences in Spain, Chile, Mexico and Ecuador, where the clash between what we consider knowledge and what we propose as academic axes is evident; such experiences are related to classical texts of different national anthropologies, which are interpreted under a hermeneutical vision. Through this context, we propose to what extent a postcolonial anthropology is possible in Latin America, when the reality is the urgency of a strong nationalist feeling.

KEY WORDS: Academy; critical anthropology; Latin America; postcolonial thinking.

INTRODUCCIÓN

A pesar de haberse instaurado a principios del siglo XXI (Escobar 2003) el debate de la antropología postcolonialista y decolonial, tienden a obviarse y olvidarse las múltiples situaciones en que este puede darse. De hecho, recientemente se ha planteado que no solo se debe criticar la antropología que se produce en ciertos espacios académicos de Occidente, sino que esta tiene que abarcar también la que se hace desde las propias instancias de la colonización, tal como expone (Rivera 2010: 65).

La virtud del discurso post-colonialista permite entender tanto al colonizador como al colonizado desde un punto más crítico (Ben-Ari 1999: 382-409), lo cual era ya uno de los principales objetivos de transformación epistémica y ontológica en uno de los generadores de esta teoría, Franz Fanon (Fanon 1999), para quien romper las barreras entre colonizador y colonizado es precisamente luchar contra todo el sistema opresor y colonialista, surgido desde la modernidad europea.

En otras palabras, la lucha contra el colonialismo ya no se trataría solamente de asumir una cuestión política, sino en función de la crítica que produce. De esta manera, las miradas más postcoloniales en América Latina tienden a posiciones intermedias, un tanto porque se plantean lo que está ocurriendo en el seno de la antropología crítica, tanto más porque está en un momento de retornar a esclarecer lo ocurrido en su pasado reciente.

En este trabajo hemos planteado cuáles son esas posiciones intermedias con respecto a lo que algunos llaman la vocación crítica (Jimeno 2005: 43-65) y que en cualquier caso tiene que ver con dos miradas profundamente enraizadas: primero, la relacionada con las antropologías periféricas y las centrales; y, segundo, con la voluntad de la antropología más nacional de llegar a puntos de encuentro y compromiso con sus propias sociedades y objetos de estudio.

La antropología crítica tendría estas dos dimensiones que se complican en las respectivas miradas académicas y político-nacionales. En cualquier caso, no lo hemos planteado sino para entender todo esto dentro de unas miradas personales y etnográficas, tomándonos en cierta medida el discurso crítico (el ajeno y el propio) como parte del trabajo antropológico que realizamos al interior de ciertas comunidades. Somos deudores, en este sentido, de autores como (Esteban 2004), quien habla acerca de una etonografía encarnada o autoetnografía; o (Martin 1994), quien lleva a cabo un aprendizaje visceral; o (Wacquant 2006), quien expone acerca de una antropología carnal.

Hemos realizado trabajo de campo en lugares que, aparentemente, no tienen nada que ver: en Chile, en España, en Ecuador y en México. En cada sitio nuestra posición, la de los antropólogos foráneos y la del desarrollo de la propia antropología es bien diferente. Mientras que en Chile y en Ecuador la antropología es, relativamente, muy reciente, en México o España tiene una larga tradición, y, sin embargo, en todos los sitios es evidente que de una manera u otra han sufrido (pero, también, agradecido) la llegada de antropólogos foráneos.

En consecuencia, las miradas postcoloniales (Sánchez-Tarragó, Brufem, Santos 2015) son normales, pero, a su vez, también un fuerte sentimiento de tener una antropología nacional. No es nuestra intención aquí hacer una comparación de estas u otras antropologías. Nuestro interés, acaso, es observar, primero, el aparataje crítico con el que cuentan las antropologías sociales en América Latina cuando se encuentran con una antropología extranjera, academizante y antiaplicada; y, por otro, plantear de qué naturaleza es y con qué elementos se construye la antropología crítica.

Obviamente partimos de una base epistemológica: que la crítica es en sí misma una crítica a las formas del gobierno, a las formas en cómo el individuo se plantea la manera según la cual está siendo gobernado (parafraseando a Foucault), lo que viene a significar algo así como la enorme falta de simetría en las relaciones humanas y el devenir de estas maneras hacia elementos que son siempre o parte de una crisis o parte de un descontento; o, simplemente, un querer vivir (Foucault 2003).

La antropología crítica se mueve en un continuum que tiene en uno de sus polos la crítica a lo social y, en el otro, la crítica a la academia. Quizá ambos conceptos puedan conjugarse en lo expuesto por Edgardo Lander (Lander 2008) al analizar los cambios recientes en el mundo universitario y los impactos del capitalismo académico, término acuñado por (Krimsky 2003): los cambios globales recientes han llevado a acercar estrechamente a la Universidad (y a la Ciencia producida en la Academia) al mercado, produciéndose unos desplazamientos culturales que:

han ido sustituyendo las antiguas normas y valores de la ciencia universitaria por una creciente subordinación a la lógica mercantil en la cual, crecientemente, los investigadores, departamentos y universidades tienen un interés económico directo en los resultados de la investigación que llevan a cabo con patrocinio empresarial

. (Lander 2008: 255)

Dentro de este desarrollo simplemente nos movemos en la firme creencia de que ni tenemos el mejor de los mundos sociales que podamos soñar, ni la academia es el centro único del pensamiento, algo resaltado entre otros por Boaventura de Sousa Santos (Santos 2010), al exponer acerca de la necesidad de una ecología de saberes y la necesaria lucha contra la hegemonía, asimetría y jerarquización de conocimientos y saberes proveniente de un Occidente que ha privilegiado epistémicamente (Grosfoguel 2013), a sus teorías, pretendiendo imponer una homogeneización universal en cuanto a qué, cómo y dónde producir pensamiento.

En cualquier caso, el pensamiento antropológico crítico tiende, en cualquiera de sus posiciones, a pensarse, a ser parte del ejercicio intelectual, racionalista y constructivista. En América Latina el pensamiento crítico se ha ejercido de manera normal, ya sea por conglomerados, más o menos naif, de marxistas y, cómo no, por los antropólogos descontentos con los procesos académicos (Krotz 1997: 237-251).

En este sentido es evidente que la antropología social tiende a ser inversamente crítica a la cantidad de tradición que soporta tras de sí. En México o Brasil tienden a ser más críticos que en Chile o Ecuador, en la medida que tienen, los primeros, más antropología que los segundos (Lins 2004: 9-34) y (Ramos 1990: 452-472).

Pero tener más antropología solo quiere decir dos cosas: por una parte, que hay más academia (y, no lo olvidemos, más burocracia, dentro de lo que (Graeber 2015) denomina un aumento de la burocratización global en el mundo que incluso en el espacio universitario genera trabajos poco funcionales, onerosos al sistema y perfectamente desechables (Graeber 2018); y por otra, que el proceso histórico es de un recorrido más largo; claro, esto tiene que ver mucho con factores históricos, económicos y políticos que hacen de América Latina un lugar con enormes diferencias al respecto.

Si uno observa uno de los rankings privilegiados de revistas académicas, como la base de datos (Scimago 2020), observa que, para el área de Antropología, apenas aparecen 16 revistas indexadas en Latinoamérica. Seis son brasileñas, cuatro chilenas, dos mexicanas, dos colombianas y dos argentinas.

Observemos que a pesar de ser la zona andina (Perú, Ecuador, Bolivia) una de las de mayor concentración de indígenas, los cuales ven reconocidos sus derechos en textos constitucionales, programas de gobierno y políticas públicas -siendo asimismo el indigenismo un leitmotiv clásico de la antropología- no aparecen revistas de estos países en los principales rankings.

En Chile, por ejemplo, la larga dictadura de Pinochet erosionó la universidad seriamente y, con ella, a la antropología social. Pero contrariamente a lo que pueda parecer dicha dictadura dio a su vez el impulso para que se hiciera antropología y, de alguna manera y con muchos trompicones, consiguió mantenerse fundamentalmente asociada a la arqueología acrítica y tomando un sesgo nacionalista furibundo.

El componente mapuche en esto es clave y así, ya en el Congreso de Patzcuátaro que dio origen al Instituto Indigenista Interamericano, en 1940 ya había representantes de estos grupos culturales que demandaban una mayor atención (Vergara & Gundermann 2016). Pero los antecedentes de este y otros posibles logros son más remotos y van unidos a la construcción del Estado-nación, el cual

ha insistido en gestionar una política indigenista de carácter colonial, sosteniendo relaciones de poder asimétricas, negando la posibilidad de autonomía y de reconocimiento constitucional, además de incluir a los indígenas de manera forzada al ideario nacional por medio de diversos campos de aculturación y asimilación forzada

. (Maldonado & Del Valle 2016: 320)

El caso contrario sería México, con casi un siglo de tradición antropológica. En ese país la antropología se hacía cosmopolita, muy crítica, y en constante renovación. Y, a pesar de sus crisis internas, la antropología social vivía perfectamente asentada en el aparataje académico, sin necesitar, acaso, lo contrario de otras disciplinas afines (tales como arqueología, lingüística o historia).

Si en un periodo inicial teníamos una clara vinculación con corrientes asimilacionistas en la época del indigenismo oficial (encabezado entre otros por la figura de Aguirre Beltrán y su conceptualización, entre otras, de las zonas de refugio (Aguirre 1967)), más adelante se avanzó hacia una época entendida por algunos autores como de paternalismo, etnodesarrollo o indigenismo de participación (1976-1989), uno de cuyos máximos exponentes es Bonfil Batalla.

Épocas más recientes, con la avanzada del neoliberalismo y de las protestas y reivindicaciones indígenas, hacen de México y de la Antropología mexicana un lugar fecundo de estudio no solamente de lo político sino de cómo las relaciones entre Estado, Mercado y Sociedad Civil configuran un laboratorio de lo biopolítico en cuanto a las relaciones local-global y del Estado con sus minorías.

METODOLOGÍA

Llevamos a cabo la elaboración de un texto reflexivo basándonos en la obtención de informaciones principalmente de tres fuentes: textos clásicos de la antropología eurocéntrica y de diferentes academias latinoamericanas, en concreto de México, Ecuador y Chile; actas de congresos, artículos científicos y libros recientes, que vienen impactando en la elaboración académica nacional y regional, desde la disciplina antropológica; y aportes de nuestra propia experiencia y saberes desarrollados tras varios años de trabajo de campo, en diferentes regiones de dichos países.

El fundamento teórico principal para la elaboración de este texto es el interpretativismo y la hermenéutica, y son autores referentes en este sentido Clifford Geertz y Michael Foucault. A esto le agregamos el enfoque decolonial que en los últimos años ha puesto en entredicho las visiones eurocéntricas/occidentales a la hora de producir y difundir ciencia.

Para el análisis se revisaron varios textos de diferentes academias antropológicas nacionales, con el objeto de responder a nuestras variables, objetivos e hipótesis de estudio, principalmente centrados en contestar si el eje nacional-global en la formación de la disciplina antropológica, permite poder hablar de una ciencia poscolonial/decolonial en Latinoamérica; o si, por el contrario, sigue siendo preminente una visión nacionalista y autónoma de las diferentes academias.

RESULTADOS Y DISCUSIÓN

HACIA UNA ANTROPOLOGÍA CRÍTICA REGIONAL

Si las condiciones académicas son importantes (Jimeno 2000: 157-190), no lo son menos las condiciones sociales, y, así, la homogeneidad social, incluso las situaciones de ausencia de crítica política son poco proclives a la antropología crítica. Aunque es seguro que el principal factor de la crítica proviene de la capacidad de observar las diferencias sociales y generalmente las situaciones sociales altamente homogéneas, oponen serias dudas en ver qué se trata con respecto al otro.

Porque, quizás, la antropología crítica tiende a pensar al otro bajo ciertos conceptos que incluyen, por lo general, la marginalidad y la literalidad social (Cardoso de Oliveira 2004: 35-52). Pero, seguramente, esto es altamente complejo, pues, a su vez, la propia antropología tiende a pensarse a sí misma desde lo colateral y la marginalidad (Lins Ribeiro y Escobar 2006: 15-49), por cuanto ya desde sus inicios fue una disciplina surgida periféricamente (estudiaba a los otros no occidentales) y tenía unos orígenes múltiples (Boas citado en Stocking 2002: 13).

De la misma manera la crítica en antropología parte de una desventaja pues se nutre de un constante círculo vicioso con respecto a conceptos que las sociedades tienden a tener asumidos, cuando no son parte del hecho vivencial. La pérdida del criterio social es clave y solo con otros interlocutores válidos fuera de la disciplina la crítica toma significado y pierde su claro sentido tautológico. Generalmente esto se ha resuelto en la búsqueda de elementos ideológicos comunes, y es el barrido marxista de los años 60 y 70 un buen ejemplo (Aguirre 1988: 11-101; Cardoso de Oliveira 1964; González 1965, 1976; Palerm 1980; Warman 1970).

En este sentido, desde la antropología crítica latinoamericana se criticó al stablishment antropológico (particularismo histórico, funcionalismo, estructuralismo) debido a la ausencia de compromiso y el desapego para/con las poblaciones, si bien esto “no era más que una coartada que en la práctica favorecía los intereses de los sectores dominantes y reforzaba el status quo” (Restrepo 2009: 65).

Pero también se trataba de fomentar cierto acuerdo académico, a veces tan sutil como inapropiado, de recurrir a grados académicos y la búsqueda de una cierta legitimación fuera de los criterios académicos propios. Este hecho fue materializado, por ejemplo, mediante la realización de doctorados en Europa y EE.UU., lo cual sucedió en décadas pasadas en las antropologías chilena o mexicana y sucedió en la última década en Ecuador. Lo cual en no pocas ocasiones termina por convertir en acuerdos académicos que se preñan de ideologías comunes a otras disciplinas afines (Cardoso de Oliveira 2000: 10-30). Y el pionero trabajo de (Kant de Lima 1992: 191-222).

Pero nadie en su sano juicio puede pedir una sociedad desestabilizada para así ser más proclive a la crítica. Es por ello que no son pocos los que abogan por que la crítica tenga un carácter más académico y que se discutan elementos conceptuales por encima de críticas sociales un tanto estériles (Krotz 2002).

En este sentido la antropología social en América Latina ha tenido, desde nuestro punto de vista, dos grandes dificultades: por un lado, una muy específica y referida a la lectura y aplicación de conceptos marxistas que hacían una crítica demasiado despegada de la realidad, cuando no del trabajo de campo; y, por otro lado, una desventaja que está implícita en toda antropología social, que en cuanto ciencia tiende a ser básica, teórica y multiexplicativa, pero en cuanto disciplina tiende a funcionalizar y a aplicarse.

Esta contradicción, que bien podía resumirse en cómo poder mostrar la diversidad (objeto de estudio clásico de la disciplina, junto a la cultura o las relaciones entre seres humanos viviendo en comunidad, entre otros) pero no tener demasiada capacidad para explicarla (Díaz 2007), fuera de todo criterio puramente relativista, implica que toda crítica es un constante vaivén ente lo propio y lo ajeno, entre qué se estudia y cómo se hace.

En América Latina este elemento ha puesto generalmente a los antropólogos en una difícil situación, pues si bien todo esto tiende a revolverse de manera práctica, apelando a criterios académicos; a la vez estos están debilitados, lo que hace que se pierda un cierto sentido de conocimiento y análisis (Jimeno 1984: 200-203).

Aun así, el problema es tanto de la antropología social, que en general cuando se encuentra con una falta de criterios académicos claros y delimitados se intenta resolver apelando -diríamos que de manera cíclica y constante- a los conceptos marxistas referidos a la política y a la economía de base.

Cosa que, por otro lado, parece resumirse, de manera muy naif, en un antiamericanismo y, subsidiariamente, también antieuropeísmo que tiene poco de real aplicado a la antropología social (Bonfil 1981 y Bonilla 1968). Más a más cuanto gran parte del material conceptual de esa crítica proviene de posiciones centrales, sistémicas e institucionalizadas (Mignolo 2001; Quijano 1993: 201-246; Rivera 2010).

Más preocupante tendría que ser la falta de estructuras académicas fuertes y referenciales y, aunque la estabilidad política ha traído a la zona unas ciertas garantías y ha visto crecer y consolidarse ciertas instituciones, estilo CIESAS (en México), la realidad es que la contradicción entre lo que ocurre al interior de cualquier universidad (salarios bajos, pocos apoyos, falta de equipos continuados, ausencia de revistas y líneas editoriales), y las pretensiones de liberarse y ser autónomos crea no pocos disloques y más de una situación de cierto patetismo bajo las lógicas del capitalismo académico (Krimsky 2003).

Todo ello porque el referente académico está francamente muy deteriorado. Y, contrariamente a lo que puede parecer, esto no es muy positivo para la crítica en antropología social. Es evidente que el florecimiento de la crítica está relacionado con la cantidad de acuerdo y foro que una academia puede ofrecer.

De hecho, el mayor grado a antropología social crítica se dio en los primeros años 70 en México, y de ahí al resto de América Latina, como claro signo ante una academia muy establecida (Anta & Palacios 2005). También jugó un importante papel el contexto, pero para lo que aquí tratamos este era secundario, siendo lo interesante el qué, a quién, por qué y por quién se realizaba.

Y es evidente que la academia fue clave en este sentido, pues solo desde el sistema, fuera cual fuera, tiene sentido y significación la crítica. Sistema que se puede criticar solo desde algún lugar dentro del sistema. Y es desde este presupuesto que se entiende que haya sido el indigenismo el gran caballo de batalla de la crítica (Marzal 1993; Peirano 1991; Serbin 1986), reconociendo que “fue, desde sus inicios, una corriente intelectual y política heterogénea” (Vergara & Gundermann 2016: 128).

LOS ENEMIGOS DE LA ANTROPOLOGÍA CRÍTICA

La aparición de esta mirada a finales de los años 60 del siglo XX (con precedentes en la región en los años 40 con la formación del Instituto Indigenista Interamericano (1940)) está asociada directamente al clima de excitación en que vivía no solo América Latina, sino también muchas partes de África, Europa y EE. UU.

Este contexto es importante para entender ciertos planteamientos relacionados con la capacidad de pensar ciertos temas, disciplinas y conceptos desde una, cuando menos, aparente novedad. En este sentido los que más críticas recibieron fueron los aparatos académicos, por un lado, por su falta de sensibilidad hacia los objetos de estudio y, por otro, a la manera de hacer sobre todo fueron los estudios de comunidad los que se llevaron la peor parte.

Ambos elementos críticos tenían una mirada muy particular en América Latina, especialmente en México y Brasil, pero su origen era otro: tenían que ver con las críticas de Lewis a Redfield (Beals, Redfield, Tax, 1943; Rodríguez García, 1961; Deverre, 2009;) o las nuevas miradas impuestas por el estructuralismo de Vogt, Morgan y Sol Tax (Vogt, 1993) Este punto de inflexión era una primera novedad, pues era sumarse a las grandes corrientes críticas que se producían en la antropología a nivel global.

Por otro lado, se pasó por un tamiz genuinamente de América Latina como es el del marxismo, ocupando posiciones en otro espectro teórico/aplicado el del indigenismo; y, por último, se ha de observar el cómo asumir cierto grado de beligerancia con el estado, lo que a la postre significó un creciente nacionalismo de la mirada antropológica (Bengoa 1996; Boccara 2000: 11-59; Dietz 1999; Escobar 1999; Gros 2000).

Quedaba lejos, dentro de este triple eje (marxismo-indigenismo-nacionalismo) la crítica desde una mirada postcolonial e, incluso, discursiva y textualista, que ha sido clave en la antropología más reciente, la de los 90, pero esta crítica es de otro cariz y bebe de otras fuentes. Lo interesante es que la antropología social crítica en América Latina se centró en los años 70 según los rubros antes citados, y que dio a lo que Cardoso de Oliveira (Cardoso 1998) llama una antropología marginal y periférica.

En última instancia, en América Latina gran parte de la crítica tenía como centro el que se quería intentar cuando se aplica la antropología social para entendernos a nosotros mismos a través del otro, lo que, en última instancia, significaba entender a estos otros que hay dentro.

La premisa básica era, por lo tanto, entender a estos otros que había dentro de las fronteras nacionales, nada que no viniese haciendo desde antaño la Antropología norteamericana o europea. Esta pretensión, que es un principio básico de la antropología social y, consecuentemente, legítima, se tornó en cierta medida en un elemento que traía asociado a ciertos elementos puramente nacionalistas, no pocos prejuicios hacia los otros y todo un discurso de control político y económico por parte de los estados.

Seguramente la antropología social más crítica de los años 60 y 70 tenía en mente todo esto (para una mirada más extensa e histórica véase Vázquez (Vázquez 1998: 95-118)). Pero, en última instancia, es evidente que el sistema crítico era tan tautológico que alimentaba su propio monstruo. Lo que era su principal pretensión, el conocimiento del otro, era, a su vez, la cabeza que se quería cortar.

De hecho, la antropología social siempre ha tenido este mismo problema: la creencia en la diversidad, por encima de la diferencia, mucho más sociológica, es su principal virtud, pero también su principal defecto. Por eso mismo el giro de la crítica en los 60 fue hacia otros derroteros: al hilo de Riveiro (Riveiro 1972, Riveiro 1975) y Galeano (Galeano 1971) se planteó el doble juego del colonialismo, interior y exterior, y las consecuciones de las matrices culturales profundas la deriva hacia este punto tuvo un primer punto de unión para toda América Latina, el profundo sentimiento antinorteamericano y la recuperación de la memoria histórica, social y política (González 1978).

Consecuentemente, desde los 70, la antropología social más crítica tenía estas premisas como parte de su definición, una fuerte idea nacionalista, casi regionalista, una constante en el antinorteamericanismo y, sobre todo, en los valores encarnados en la new-deal y una mirada de clase y, consecuentemente marxista, hacia los otros internos y, concretamente, hacia los grupos indígenas.

Pero la idea de colonialismo, interno y externo, propició que la crítica, si bien perdiera en profundidad epistemológica, ganara una mirada hacia el proceso aplicado y aplicacionista. La antropología social ya no era solo una ciencia de gabinete, se pedía que fuera la abanderada del cambio social y que su fortaleza, basada en el estrecho trabajo con los otros, fuera también parte de un ejercicio de bondad moral y aplicación hacia un hipotético desarrollo. Sin duda que este camino fue nefasto y, en cierta media, lo sigue siendo.

En la medida que se le pedía a la antropología social soluciones críticas también se le pedía que tomara partido por unas explicaciones unicausales y monocortes, todo lo contrario de su propia filosofía basada en reconocer la diversidad, la complejidad y el holismo; y contrario también a su propia metodología, la cual demanda estancias prolongadas sobre el terreno y una escritura y publicación acorde a lo observado, la cual casi por definición nunca puede realizarse en el cortoplacismo.

La antropología social más crítica se hacía al hilo de su posible aplicación para el cambio social, menos autocrítica, y solo era crítica con el enemigo antinacional montado como discurso ad hoc. Además, se dejó seducir por su posible necesidad convertida en elementos imprescindibles gracias al servicio que se le hacía al estado y, consecuentemente, dejaba de tener sentido como elemento crítico fuera de los estrechos marcos del estado, sus instituciones e ideologías ¿Cuánta y cómo será la crítica de una disciplina que vive bajo la única ala del estado que la provee? ¿Qué sentido puede tener esa crítica si no es capaz también de crear una idea de autocrítica académica?

En efecto, el marco de la crítica se fue perdiendo en las propias soluciones y cada nueva generación de antropología social en América Latina tiene sus propios fantasmas, basados en los elementos que la anterior no ha podido superar, y unos marcos de colonialismo y relaciones políticas y económicas acorde a su propio contexto.

En última instancia, la antropología social más crítica se hace en la medida que es necesario hacerse un hueco sobre la cabeza de alguien (Escobar 2003: 51-86). Esto significa reconocer diferentes arenas políticas, marcos de actuación y metodologías de práctica: hay un terreno en corto, muy miserable, donde las luchas a nivel interacadémico son enormes y que van desde la gestión de los puestos de trabajo hasta la supervisión de los fondos y el trabajo ajeno.

En otro nivel el enemigo es el antropólogo extranjero, que si bien es colonialista en su manera de trabajar es también una excusa para ciertas formas de hacer absolutamente negativas. En este sentido no son pocos los que tratarán la confrontación en el terreno epistemológico. Lo que sí es correcto a priori no deja en América Latina de ser una superación negativa de un marxismo enquistado, militante y cegador.

Por último, hay una tercera arena, la del Estado, donde la antropología social es tan reaccionaria como conformista, al asumir realidades ajenas como propias (Arizpe & Serrano 1993). No en vano cuando entendemos que el tema central de la antropología social más crítica es el indigenismo, es en la medida que es entendido como la sumisión del control de una parte de la población, la indígena, a los intereses y formas del Estado.

La antropología social se torna, así, en voceadora de los elementos que el control del estado impone (Fahim 1982). La atención, en este sentido no puede decaer, ya que el tema indigenista es hoy el discurso de las economías de la pobreza, el de las minorías, los movimientos sociales o las situaciones de género (Álvarez, Dagnino & Escobar 1998; Castro-Gómez 2002; Cadena y Starn 2009: 191-223).

CONCLUSIONES

Algunos de los simposios y mesas de trabajo del último congreso de la Asociación Latinoamericana de Antropología celebrado en la Universidad Javeriana, Bogotá, los días 6 a 9 de junio de 2017, el cual continuaba en cierto sentido ciertas líneas del IV celebrado en la UNAM (7-10 octubre 2015, México D. F.) nos hacen comprobar la importancia dada a lo que hemos venido afirmando en estas líneas:

1) la significación ofrecida al análisis del Estado y de la burocracia;

2) la continuidad del estudio de lo indígena y la etnografía de la administración en diferentes países con propuestas acerca de lo colaborativo en el campo;

3) la apuesta a nuevas corrientes del pensamiento que se están desarrollando en las últimas décadas en la región, en especial vinculadas a lo de/poscolonial, si bien numéricamente inferiores a las dos primeras.

De la confluencia de estas tres líneas observamos que continúa siendo una preocupación fundamental para la disciplina antropológica la relación Estado-minorías y la construcción nacional desde el indigenismo.

A esto se suma que, por primera vez en la historia, desde hace apenas unos pocos lustros, la teoría que se produce desde Latinoamérica de manera original, autónoma y crítica, llega al resto del mundo y es capaz de compartir (en plano de igualdad y no ya asimétricamente) la enunciación del conocimiento junto a otras teorías, escuelas, perspectivas y autores canónicos provenientes del Norte Global, lo que es clave para afianzar las propuestas poscoloniales en la región y, sobre todo, al interior de la disciplina.

Este nuevo paradigma latinoamericano, diverso, heterogéneo y no ajeno a críticas internas y externas, presenta varias fuentes principales, como son la teoría de la dependencia, el sistema-mundo, la pedagogía del oprimido, la filosofía de la liberación, o la teoría decolonial, entre otros. El cruce de saberes y pensamientos críticos, pues, permite una serie de reflexiones endógenas que son capaces de interactuar con obras procedentes de Europa, USA, Asia o África.

En ese camino Latinoamérica puede y debe ser capaz de profundizar esas discusiones académicas, acogiéndonos a lo enunciado por (Geertz 1987: 39) en cuanto a que la antropología “es una ciencia cuyo progreso se caracteriza menos por un perfeccionamiento del consenso que por el refinamiento del debate”.

Dicho debate se viene llevando a cabo en las dos últimas décadas (entiéndase, desde la academia) desde saberes populares, indígenas, campesinos, afros, etc., respetando sus singularidades, sus heterogeneidades y su irrenunciable diversidad, la cual, entendida desde lo local marcado por el Estado-nación, lleva asociados conceptos como los de integración, inclusión, visibilización, construcción de la ciudadanía, nacionalidades, democracia o derechos, entre otros; todos ellos reivindicaciones históricas del movimiento indígena en diversas latitudes y que ha cobrado fuerza en los últimos años, sobre todo desde la presencia zapatista a nivel global; pero también desde las propuestas de un neoliberalismo pretendidamente homogeneizador que tiene entre sus tácticas subyugar las diversidades.

Y después de este somero y rápido panorama, qué se puede decir, qué sentido tiene la antropología social de corte crítico, objeto fundamental de este texto. Como respuesta podemos confirmar que es seguro que solo rompiendo con ciertas maneras, ideologías y formas de interactuar se puede dar un paso adelante (Marcus & Fischer 1999).

Para ello es necesario, primero, asumir el papel absolutamente secundario que cumple la antropología como ciencia social. Esto tiene que significar dejar de ser los creyentes mesiánicos de las ideas que cargamos sobre los otros. Segundo, tendríamos que intentar tomar nuestra fuerza en la capacidad de mostrar, tanto en la praxis del trabajo de campo, como en la teoría conceptual, la diversidad y las formas culturales. Tercero, sería importante que nos diéramos cuenta de que somos una disciplina, que no tanto una ciencia, que no tiene aplicación directa.

En otras palabras, lo social nos antecede, y somos, a lo más, intérpretes que pueden ayudar y, en caso muy extremos, a asesorar, pero que no tenemos ni las herramientas, ni los conceptos, ni las formas para interceder por otros. La aplicación, muy desarrollada en otras disciplinas, es incluso motivo de debate en departamentos de todo el mundo, entre los defensores que la ven como un campo específico frente a otros que arguyen que se debe diluir en los históricos subcampos de la disciplina (biológica, cultural, lingüística, arqueológica).

Es evidente que la antropología social tiene un fuerte exponente judeo-cristiano, y en su defecto en la creencia marxista, que viene a ser una suerte de redentorista, de ayuda constante y proselitismo, que en nada le beneficia. Pero, además, no es solo una cuestión de creencia, sino que todo parece preñarse en una fuerte vocación nacionalista, cuando no localista. La ventaja de la antropología social como generadora de miradas y conceptos queda, así, diluida en discursos muy naifs.

Claro que también no son pocas las veces que el defecto es virtud, ya que el contrario es, a veces, de una exageración enorme. Basta con ver el entusiasmo puesto en ciertos filósofos franceses (desde Foucault a Derrida) o lingüistas norteamericanos, que se citan hasta la saciedad (Cusset, 2005; Sandoval, 2010).

Con ello, postulamos que la antropología social de corte crítico en América Latina se plantea en la metáfora de la playa que, según la marea, las olas u otras influencias externas no consigue distinguirse fuera de ser una frontera entre diferentes mundos y medios. Es evidente que todo está lo suficientemente revuelto, mistificado y banalizado como para tomarnos como algo imprescindible y único.

Nada más lejos de la realidad, hacer antropología social y, ya no digamos, dedicarnos a la crítica es, seguramente, un espejismo academicista y como un bello dibujo hecho en el borde de la playa, solo tenemos que esperar, para ver cómo la próxima ola lo hace desaparecer, sin más remedio, ni mayor gloria

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Recibido: 02 de Julio de 2019; Aprobado: 05 de Marzo de 2020

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