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Iuris Dictio

versión On-line ISSN 2528-7834versión impresa ISSN 1390-6402

Iuris Dictio  no.31 Quito ene./jun. 2023

https://doi.org/10.18272/iu.i31.2794 

Articles

La adecuada reinserción social del recluso como finalidad de la ejecución penitenciaria en el Estado social y democrático de Derecho en Argentina

The Proper Social Reintegration of the Prisoner as the Purpose of Penitentiary Execution in the Social and Democratic State of Law in Argentina

Gustavo Alberto Arocena* 
http://orcid.org/0000-0002-3695-1233

*Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Doctor en Derecho y Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina). Profesor Titular de Derecho Penal (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina). Correo electrónico: gustavo.alberto.arocena@gmail.com.


Resumen

En el presente artículo, el autor analiza la adecuada reinserción social del recluso como finalidad de la ejecución de la pena privativa de la libertad en el Estado social y democrático de Derecho de la República Argentina. Con ese propósito, el jurista identifica los diferentes modelos de readaptación social (“readaptación para la moralidad” y “readaptación para la legalidad”), con sus virtudes y críticas. Por último, él examina los condicionamientos que impone un arquetipo de Estado social y democrático de Derecho, a la hora de adherir a uno u otro de esos modelos, y, finalmente, expone sus razones a favor de un paradigma de readaptación social mínimo.

Palabras clave: Pena Privativa de la Libertad; Reinserción Social del Condenado; Castigo Penal; Estado Social y Democrático de Derecho.

Abstract

In this article, the author analyzes the adequate social reintegration of the prisoner as the purpose of the execution of the custodial sentence in the social and democratic state of law of the Argentine Republic. To this end, the jurist identifies the different models of social readaptation (“readaptation for morality” and “readaptation for legality”), with their virtues and criticisms. Finally, he examines the conditions imposed by an archetype of social and democratic state of law, when adhering to one or the other of these models, and finally exposes his reasons in favor of a paradigm of minimal social readaptation.

Keywords: penalty of deprivation of liberty; social reintegration of the convicted person; criminal punishment; social and democratic rule of law.

1. Introducción

Resulta llamativa la asimetría que, en el ámbito de la dogmática jurídico-penal, muestran los estudios sobre la finalidad de la pena y los que versan acerca de la finalidad de la ejecución de la pena; principalmente, de la ejecución de la pena privativa de la libertad.

Con respecto a la primera, los textos son vastísimos y -en muchos casos- particularmente rigurosos1; en cambio, en lo tocante al objetivo del cumplimiento del encierro carcelario, las fuentes bibliográficas son limitadas, no solo en cantidad, sino también en la profundidad de los análisis y reflexiones que proponen los expertos. A lo sumo, y salvo contadas excepciones2, los autores se restringen a invocar la finalidad preventivo-especial positiva que las leyes extendidamente asignan a la ejecución de la pena privativa de la libertad, y a referenciar la reinserción social del delincuente perseguido por aquélla, pero sin ahondar en el contenido de esta meta resocializadora, ni vincularla con el modelo de Estado y sistema penal en el cual ella se inserta.

¿A qué responde esta situación?

Es difícil determinarlo con certeza, pero nos animamos a conjeturar que él responde a la confusión existente entre la legitimación y las funciones de la pena, que ha sido atinadamente identificada por autores que van desde Ferrajoli (2013, t. I, p. 115 y ss.) hasta Mir Puig (1998, p. 45 y ss.), pasando por Rivera Beiras 2006, p. 183), entre otros.

Para despejar este desorden metodológico, diremos, sin pretensiones de exhaustividad -pues no es éste el objeto del artículo-, que el problema de la legitimación de la pena se vincula con los fundamentos del castigo penal, mientras que el asunto de las funciones de la pena se relaciona con la finalidad de la ejecución del castigo.

Así, en torno al tópico de la legitimación de la pena se han propuesto dos grandes grupos de teorías que han intentado dar respuesta al interrogante sobre el fundamento del castigo penal, a saber: las teorías absolutas, que conciben a la pena como un fin en sí misma, y las teorías relativas, que la consideran un medio para la prevención de futuros delitos, ya sea reparando en la sociedad en su conjunto (“teorías de la prevención general”) o bien parando mientes en el sujeto infractor (“teorías de la prevención especial”). Se dividen en positivas y negativas, según que persigan la utilidad de la pena a través de la reafirmación del valor de las normas para la comunidad (prevención general positiva), de la disuasión de potenciales delincuentes por conducto de la amenaza de la imposición de una pena (prevención general negativa), de la readaptación social del infractor (prevención especial positiva) o de su neutralización (prevención especial negativa).

Ahora bien, el asunto de las funciones de la pena se resuelve a través de la indagación en torno a los objetivos que debe cumplir la ejecución de la sanción, tanto la privativa de la libertad (de la cual nos ocuparemos específicamente en este artículo, atento su centralidad en los sistemas de consecuencias jurídicas del delito de vigencia preponderante en nuestro entorno), como los castigos pecuniarios y las penas privativas de derechos distintos de la libertad ambulatoria (pena de inhabilitación).

Quizá este hiato entre el estudio de los fines de la pena y los de su ejecución haya venido de la mano del debate acerca de los cometidos del derecho penal realizado por la doctrina comparada, “que dio respaldo teórico y legitimó la separación de la ejecución de las penas con el momento de su irrogación” (Horvitz, 2018, p. 931). Pionero, en este sentido, fue Claus Roxin y su texto de 1966 -republicado con posterioridad- intitulado “Sinn und Grenzen staatlicher Strafe”. En este, el jurista alemán aduce que “el Derecho penal se enfrenta al individuo de tres maneras, amenazando con, imponiendo y ejecutando penas, y […] esas tres esferas de actividad necesitan de justificación cada una por separado” (Roxin, 2008, p. 63).

Si de resumir se trata, puede afirmarse que los fines de la pena se vinculan con las “teorías de la pena” que indagan sobre su justificación y sobre la manifestación del castigo en los momentos de su determinación legislativa (escalas penales consagradas por el legislador) y judicial (pena concreta impuesta por el juez). Por su parte, los fines de la ejecución de la pena se relacionan -en el caso de la pena de prisión- con la función que se le atribuye a su realización concreta y con su materialización durante la individualización penitenciaria.

Sin perjuicio de la aludida falta de atención pormenorizada del tema, su importancia es capital, habida cuenta que las finalidades que la ejecución de la privación de la libertad deben cumplir y, ya en el plano empírico -analizado con perspectiva sociológica-, las que efectivamente cumple, constituyen condiciones de legitimación de la criminalización secundaria de una persona, o sea, del sometimiento de un ser humano concreto a persecución, juzgamiento y castigo por la comisión de un hecho delictuoso.

En la medida en que la configuración normativa de la función de la ejecución de la pena (su finalidad en el mundo del deber ser) se ajuste al modelo de Estado en el que ella se aplique, e incluso que su concreta manifestación en el mundo del ser se acomode a dicha estructuración normativa de la sanción, la persecución penal, el juzgamiento y, en especial, el castigo de un ciudadano por la perpetración de un delito se encontrará debidamente legitimada y, con esto, justificada.

De allí, entonces, la relevancia de escrutar las funciones y finalidades de la ejecución de la sanción penal.

Ha de añadirse, en torno a todo esto, que la función de la ejecución del castigo penal

constituye un tema inevitablemente valorativo, opinable, pues, y sustraído a la posibilidad de una respuesta independiente del punto de vista que se adopte ante la cuestión de la función a atribuir al Estado. La pena es, en efecto, uno de los instrumentos más característicos con que cuenta el Estado para imponer sus normas jurídicas, y su función depende de la que se asigne al Estado” (Mir Puig, 1982, p. 15).

Las indagaciones sobre la finalidad de la ejecución penitenciaria cuenta, de este modo, con una premisa valorativa fijada por el ordenamiento jurídico que debe orientar el estudio del tópico -y también de la propia teoría del delito-, a saber: la adopción de un modelo de Estado determinado.

Adelantando premisas, subrayaremos que, en el caso argentino, ese modelo es el de un Estado social y democrático de Derecho, respetuoso de los derechos y las garantías individuales, y celoso de la tutela de la dignidad inherente al ser humano.

Por consiguiente, la función que el ordenamiento jurídico argentino asigne a la ejecución de la pena privativa de la libertad ha de interpretarse, en su sentido y alcance, en sintonía con la premisa valorativa derivada de la adopción de un tal modelo de Estado social y democrático de Derecho.

Inspirados en el objetivo de analizar estos tópicos, comenzaremos estudiando la recepción de la finalidad resocializadora en el Derecho argentino, para luego escrutar el sentido y alcance del ideal resocializador en un Estado social y democrático de Derecho como el de nuestro país. A continuación, evaluaremos críticamente los distintos modelos de reinserción social del condenado y sus críticas, para finalmente vincularlos con el paradigma adoptado por el ordenamiento jurídico nacional. Para cerrar, propondremos unas breves reflexiones conclusivas.

2. La consagración del “ideal resocializador” en el ordenamiento jurídico de la República Argentina

Por imperio del art. 75, inc. 22, de la Constitución Nacional argentina3, distintos instrumentos internacionales de derechos humanos -entre los que se encuentran el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos4 (ONU, Nueva York, 1966) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos5 (OEA, San José de Costa Rica, 1969)- han adquirido jerarquía constitucional6.

Como consecuencia de ello, estos instrumentos internacionales, aunque no se han incorporado materialmente al “cuerpo” de la Constitución formal, han pasado a integrar junto con esta el llamado “bloque de constitucionalidad federal”, que se ubica en la cúspide del orden jurídico interno del Estado y se erige, así, en principio fundante y de referencia para la validez de las restantes normas del sistema.

Ahora bien, en lo que a la ejecución de las penas privativas de la libertad se refiere, este bloque de constitucionalidad federal contiene pautas de política penitenciaria y reglas sobre la situación jurídica de las personas privadas de la libertad que conforman un verdadero programa constitucional de la ejecución de las medidas de encierro carcelario al que debe adaptarse la normativa inferior sobre la materia (Salt, 1999, p. 155).

Con respecto al Derecho penal de las personas mayores de dieciocho años, las convenciones internacionales de derechos humanos constitucionalizadas traen normas que, entre otros, consagran el derecho a que el régimen penitenciario consista en un tratamiento cuya finalidad esencial sea la reforma y la readaptación social del condenado (art. 10, apartado 3, PIDCP; art. 5, apartado 6, CADH.). Es lo que, en el ámbito de la doctrina jurídica, ha dado en llamarse “ideal resocializador.

Por otro lado, ya en un peldaño normativo de jerarquía inferior, la ley argentina 24.660, de Ejecución de la Pena Privativa de la libertad, que disciplina la materialización de esta especie de sanción, en todas sus modalidades, también incluye disposiciones que receptan el mencionado ideal resocializador.

En efecto, en su art. 1, este conjunto normativo, tras la reforma de la ley 27.375, prescribe:

La ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de respetar y comprender la ley, así como también la gravedad de sus actos y de la sanción impuesta, procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad, que será parte de la rehabilitación mediante el control directo e indirecto.

Para nosotros, y esta es la tesis que defenderemos en el presente artículo, el universo normativo que acabamos de presentar, e incluso el modelo de Estado social y democrático de Derecho que adopta la Argentina, impone un paradigma de readaptación social determinado, a saber: la resocialización para la legalidad, conforme la cual -según veremos- la ejecución de la pena privativa de la libertad debe orientarse solo a lograr que el delincuente adecue su comportamiento externo a la ley, y no a imponerle los criterios valorativos dominantes en la sociedad, por resultar esto último violatorio del derecho a la dignidad y autodeterminación del recluso.

3. El ideal resocializador en el Estado social y democrático de Derecho argentino frente a los principales modelos de readaptación social

3.1. El Estado social y democrático de Derecho en la República Argentina y el modelo de reinserción social del condenado

La reforma de la Constitución argentina de 1994 ha introducido en el plexo axiológico de la Ley Suprema un cúmulo de cláusulas y expresiones lexicales7 que traducen un espíritu, un conjunto de principios, propio de lo que se ha dado en llamar liberalismo en solidaridad social o Estado social y democrático de derecho8.

Pero este conjunto de principios paradigmáticos de un Estado social y democrático de Derecho se inserta, en el núcleo básico de nuestra Constitución, dentro de un conjunto normativo que no carece de enunciados que -como el art. 199- abrevan en un ideario de corte liberal-individualista.

Esta circunstancia resulta particularmente útil al momento de sustentar una concepción que, como la nuestra, estima que la consagración constitucional de un modelo de Estado de sesgo social y democrático, en modo alguno, empiece el reconocimiento del máximo goce posible de los derechos de cada ciudadano como objeto al cual debe también tender la organización estatal.

De otro costado, de lo anterior se sigue que la injerencia estatal en la esfera del ciudadano que cumple una pena privativa de la libertad orientada a su adecuada reinserción social no puede ser de cualquier clase, responder a cualquier modelo o habilitar una intensidad ilimitada. Para decirlo con otras palabras, un modelo de Estado social y democrático de Derecho no tolera cualquier paradigma de reinserción social, sino que admite únicamente una resocialización para la legalidad.

3.2. La ley argentina 24.660 y la reinserción social del condenado

Hemos anotado que el art. 1 de la ley 24.660, luego de la reforma de la ley 27.375, establece que la ejecución de la pena privativa de libertad tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de respetar y comprender la ley, procurando su adecuada reinserción social.

A nuestro ver, la norma, además de acoger el fin de la ejecución de las penas privativas de la libertad que -mediante la alocución “readaptación social”- adoptan los tratados internacionales constitucionalizados (art. 10, apartado 3, PIDCP10; art. 5, apartado 6, CADH.11), explicita el modelo de programa de readaptación social al que adhiere (Cesano, 1997, p. 145).

En cuanto al aserto precedente, cabe anotar que hay juristas -como, por ejemplo, Cesano- que destacan que los instrumentos constitucionalizados, en cierta medida, “matizan el fin preventivo especial a través de la readaptación, utilizando la expresión lingüística ‘esencial’”. Esto significa

algo muy interesante: que en ciertos casos la imposición de una pena privativa de libertad puede no dirigirse a la readaptación. En ese caso la legitimación de la pena deberá buscar otros horizontes. En efecto, no será necesario cuando el sujeto condenado no requiera de readaptación. Pero tampoco lo será en aquellos casos en que aun cuando esté necesitado de tratamiento, el interno no admita voluntariamente, en forma libre, someterse al mismo (Cesano, 2007, p. 95).

No puede negarse que, a partir de la ajustada interpretación gramatical de las disposiciones pertinentes de los tratados internacionales con jerarquía constitucional, esta conclusión se presenta inobjetable.

Es que, el art. 10, apartado 3, del PIDCP, refiere:

El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados”, mientras que el art. 5, apartado 6°, de la CADH. aduce: “Las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados.

De esta forma, tanto aquél como esta, establecen que el ideal resocializador resumirá el fin principal o más importante que debe perseguir la ejecución de la pena de encierro carcelario; pero, a la vez, tales reglas permiten advertir qué “fin sustancial” del tratamiento penitenciario no equivale a “fin exclusivo” o “fin único” de tal injerencia estatal; habrá casos en los cuales otras finalidades podrán o, incluso, deberán ser las razones que legitiman la materialización del enclaustramiento punitivo.

Sin perjuicio de esto, no puede pasarse por alto que la ley 24.66012 consagra la finalidad de reinserción social con un alcance, con una extensión distinta.

Lo aseverado es así, puesto que, según se acaba de puntualizar en el texto principal, el párrafo 1 del art. 1 de la ley dispone, lacónicamente, que la ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad “lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley, […] procurando su adecuada reinserción social”. La norma, pues, prevé, para la sanción privativa de la libertad, una única meta legitimante, a saber: la reinserción social del condenado. Ella, en suma, no consagra sino solo la resocialización del recluso, como exclusivo objetivo cuya persecución legitima el cumplimiento del castigo carcelario.

Frente a este estado de cosas normativo cabe preguntarse: ¿cómo deben compatibilizarse una regla constitucional que exige que la privación punitiva de la libertad se dirija principalmente -aunque no en forma excluyente- a la readaptación social del condenado y una disposición infraconstitucional que prescribe que el encierro penitenciario debe perseguir exclusivamente la reinserción social del recluso?

Pensamos que, para responder adecuadamente a este interrogante, debe repararse en la naturaleza jurídica que haya de asignársele al ideal resocializador consagrado en las disposiciones de los tratados internacionales constitucionalizados a las que hemos aludido precedentemente.

Es evidente que el mismo título de la presente tesis adelanta nuestra concepción sobre el punto: se trata de verdaderos principios o directrices, con el alcance que oportunamente se ha dado a esta expresión; se trata, pues, de normas de carácter muy general que, a la manera de ideales regulativos, señalan la deseabilidad de alcanzar ciertos objetivos o fines de carácter económico, social o político.

Por lo demás, la ley 24.660 adopta este entendimiento, desde que la propia rúbrica de su Capítulo I reza: “Principios básicos de la ejecución”. En cambio, no proceden de igual manera los tratados constitucionalizados, los que, como se ha visto, consagran la reforma y la readaptación social de los condenados como finalidad esencial de la ejecución del castigo, pero no estipulan cuál es la naturaleza de tal meta resocializadora. De allí que, según he manifestado, resulte imprescindible indagar, pues una será la situación se afirmamos que es un derecho subjetivo o una garantía favorable al recluso, y otra muy distinta si sostenemos que es un principio o directriz.

Veamos. Para aducir válidamente que el ideal resocializador representa un derecho subjetivo del condenado, debería poder entendérselo como un derecho reconocido por el Estado y verificable en términos de lo que disponen determinadas normas positivas que imponen a los órganos estatales ciertas prestaciones a favor del recluso13. El derecho subjetivo aparece, así, como correlato de una obligación activa del Estado que tiene como destinatario a una cierta persona, a saber: el recluso. De otro modo, y con palabras de Ferrajoli, el derecho subjetivo se muestra como “cualquier expectativa positiva (de prestaciones) […] adscrita a un sujeto por una norma jurídica” (Ferrajoli, 1999, p. 37).

A nuestro modo de ver, no es esta la situación del ideal resocializador que recepta la norma constitucional de origen supranacional.

No lo es, según nuestra opinión, porque la meta resocializadora no resulta empíricamente verificable sobre la base de normas jurídicas positivas. Tanto las disposiciones de los tratados internacionales de jerarquía constitucional relativas a la ejecución penitenciaria, como las prescripciones infraconstitucionales que las reglamentan -en particular, la ley 24.660- consagran, como veremos a lo largo de esta investigación, un importante conjunto de reglas de derechos y garantías de las que es titular el recluso14, pero no plasma la reinserción social del condenado como un derecho subjetivo en sí mismo.

De tal suerte, la reforma y la readaptación social del condenado, aun cuando se la pretendiera reconocer como un genuino derecho del recluso, no podrá ser admitida como un derecho jurídico subjetivo, sino como un derecho moral del interno, entendiendo por tal un derecho que, según ciertos principios asumidos como válidos -que dependen de consideraciones meta-éticas-. Es incorrecto negar a cualquier de los individuos que componen una cierta clase, el acceso a una situación que sea beneficiosa para cada uno de tales individuos (Nino, 2000, pp. 217 y 218). No es un derecho jurídico subjetivo del condenado desde que no existen normas del sistema jurídico que consagren de modo inconcuso la obligación, el deber jurídico del Estado de efectuar una prestación cuyo concreto y específico contenido sea el logro -no ya la búsqueda- de la reinserción social de la persona condenada a una pena privativa de la libertad.

Esto no impide que el derecho del recluso a su reinserción social, por ser un derecho moral de aquéllos comúnmente llamados “derechos individuales”, sea concebido como un derecho dirigido a los órganos estatales e impliquen su deber moral de reconocerlos, dictando el legislador normas que creen el derecho jurídico correspondiente y resolviendo los jueces los casos sometidos a su consideración, teniendo en cuenta dicho derecho moral del interno.

La consideración del derecho moral a la reinserción social del recluso, como un derecho individual del condenado, no reviste trascendencia menor, si se tiene en cuenta que la presencia de un derecho moral

no supone necesariamente que haya un deber moral correlativo, sino cuando se resuelven una serie de cuestiones que hacen a la posibilidad de provisión del bien [del que se trate] por parte de otros individuos y a la distribución entre ellos de las cargas atinentes a esa provisión (Nino, 1999, p. 218).

En el caso del derecho del interno a la reinclusión social pareciera que el conjunto de reglas de derechos y garantías constitucionales, y legales del recluso al que he aludido en el texto principal (derecho al trabajo, derecho de aprender, derecho a la salud, derecho a la libertad de conciencia y de religión, derecho a las relaciones familiares y sociales, entre otros) sientan las condiciones o prerrequisitos que hacen posible o, incluso, favorecen la mayor factibilidad, la mayor capacidad de realización del ideal resocializador.

Tampoco parece el ideal resocializador una garantía favorable al recluso.

Este aserto, de alguna manera, se vincula con lo desarrollado en el apartado anterior.

Es que, al fin y al cabo, stricto senso, una garantía no otra cosa que la forma de asegurar el cumplimiento de un derecho. En este sentido, Ferrajoli aduce

las garantías no son otra cosa que las técnicas previstas por el ordenamiento para reducir la distancia estructural entre normatividad y efectividad, por tanto, para posibilitar la máxima eficacia de los derechos fundamentales en coherencia con su estipulación constitucional (Ferrajoli, 1999, p. 25).

A este respecto, conviene puntualizar que el giro lingüístico “readaptación social” es singularmente polisémico y que la formulación misma de la finalidad de la ejecución de la pena de encierro que él designa ha sufrido múltiples configuraciones (reeducación, rehabilitación, repersonalización, reinserción, resocialización), lo cual es sintomático de la diversidad de interpretaciones que ella ha suscitado.

Cabe añadir, incluso, que parte de la doctrina jurídica más actual denuncia la crisis de las denominadas “ideologías re”, y la vulnerabilidad de su “uso nebuloso” por parte de los segmentos penitenciarios del sistema penal.

Así, por ejemplo, Zaffaroni asevera que los “discursos re” tienen inconvenientes para estos operadores penitenciarios, tales como los siguientes: a) hace vulnerables a tales operadores, frente a las críticas que se dirigen a las ideologías en que se basan aquellos discursos; b) aparecen como discursos anticuados; c) la distancia que separa el discurso de la realidad los hace vulnerables a las críticas periodísticas, políticas y de intereses comprometidos con la “privatización” de la justicia; y d) la convicción de que esta distancia es infranqueable provoca un progresivo efecto de anomia profesional con severos efectos sobre la autoestima (Zaffaroni, 1997, pp. 185 y 186).

En la misma orientación se expide Lewis (h)

la Constitución -a través del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 10, p. 3) y la Convención Americana de Derechos Humanos (art. 5, p. 6)- establece que la «reforma de los penados» o «readaptación social de los penados» son fines esenciales de la ejecución de las penas de prisión. Pese a ello, es claro que el marco de las ideologías “re” hoy se encuentra quebrado, y por esto mismo dichos términos deben ser reinterpretados dentro de una progresividad adecuada a las transformaciones del conocimiento. En esa línea, las referidas expresiones se pueden entender como imponiendo un trato humano, lo menos deteriorante posible y que ofrezca la posibilidad de reducir los índices de vulnerabilidad (Lewis, 2002, p. 155).

Para nosotros, estas críticas dirigidas a las llamadas “ideologías re” se encuentran plenamente fundadas sobre la base de importante evidencia empírica.

Con todo, la vigencia en el ordenamiento jurídico argentino del ideal resocializador, impone al jurista práctico que, más allá de reconocer que aquélla está consagrada por disposiciones -como la del art. 1 de ley 24.660- sancionadas con arreglo a las normas constitucionales que regulan el dictado de la ley, se escudriñe la posibilidad de pergeñar una interpretación del principio de reinserción social que avente todo peligro de tensión entre reglas infraconstitucionales y prescripciones de raigambre constitucional.

Incluso la jerarquía constitucional de los arts. 10, apartado 3, del PIDCP, y 5, apartado 6, de la CADH. (art. 75, inc. 22, Const. argentina) conduce a que dicho control de adecuación constitucional involucre un “análisis” de compatibilidad o coherencia entre distintos enunciados normativos de jerarquía constitucional como la que ostentan, justamente, el “principio de reinserción social” y, por ejemplo, derechos como el relativo a la dignidad humana de los reclusos (art. 10, apartado 1, PIDCP; art. 5, apartado 2, 2.ª disposición, CADH.).

Para expresarlo, en otros términos, corresponde afirmar que la aplicabilidad de una norma vigente del universo jurídico argentino no se resuelve solo con un juicio sobre la “legalidad” de la disposición, sino que es necesaria, además, una ponderación de la admisibilidad constitucional del precepto, o sea, sobre su “legitimidad constitucional”.

Y, en el caso, los certeros reproches que han merecido las “ideologías re” no impiden que se proponga una interpretación del ideal resocializador que no resulte lesivo de principios tales como los relativos a la dignidad humana, la autonomía personal y la libertad de pensamiento, entre otros.

Lo mismo pensamos en orden al instituto de la “calificación de concepto” instituido en el art. 101 de la ley 24.660 que, tras señalar que el interno será calificado de acuerdo con el concepto que merezca, estipula: “Se entenderá por concepto la ponderación de su evolución personal de la que se deducible su mayor o menor posibilidad de adecuada reinserción social”.

Es que, aun cuando haya propuestas a favor de una reforma penitenciaria para que se abandone la práctica de evaluar la evolución personal del interno como actividad central resocializadora integrante de una pena privativa de la libertad, por ser ella propia de un Derecho penal de autor y resultar lesiva de los principios constitucionales de acto, legalidad, jurisdiccionalidad y defensa, existe la posibilidad de concebir una interpretación de la “nota conceptual” que la torne aceptable en términos constitucionales.

En el desarrollo del presente texto procuraremos exponer dichas interpretaciones.

Más allá de las críticas presentadas a las nociones de “reinserción social” y de “calificación de concepto”, hay juristas que, igualmente sobre la base de constataciones empíricas, sumadas a una inquebrantable convicción, defienden la finalidad preventivo-especial positiva de la ejecución penitenciaria como algo “posible”, como algo que no es un “mero postulado teórico”.

Entre estos autores, podemos citar a Segovia, quien se reconoce

convencido de la importancia de mantener el postulado de la reinserción social como horizonte último del sistema penal y, singularmente, como orientación del sistema punitivo y penitenciario. La reinserción social de los infractores no es un mero vano deseo alumbrado por los primeros ilustrados, retomado por humanismo cristiano y los correccionalistas y asumido cordialmente por toda la tradición humanizadora del derecho penal. El horizonte de la reinserción -en muchos casos, sería mejor hablar de inserción, pues no ha llegado a haber nunca plenamente aquélla- se asienta en el principio de perfectibilidad humana. Éste no es otro que la innata capacidad humana no sólo para modificar el entorno que habita, sino para cambiarse y perfeccionarse a sí mismo. Sin él, no habría aprendizaje posible, la enseñanza, la transmisión de la experiencia, serían tareas inútiles. En último término, esta nota de la condición humana supone el principio de responsabilidad (en otro caso barreríamos de un plumazo el sistema penal) y encuentra su fundamento último en la mismísima dignidad de la persona. Por eso, el ser humano es capaz de reconducir su vida, de retomar el rumbo frenético en el que le han introducido las circunstancias de la vida, de romper con toda suerte de espirales deterministas, adicciones sin salida aparente, patologías sin cura y hacerse conductor responsable de su propia existencia. Tan importante como que alguien pueda cambiar, es la concurrencia de un facilitador casi imprescindible: alguien que crea en la recuperabilidad de la persona y tenga la audacia de apostar comprometidamente por ello (Segovia, 2005, p. 32).

Por lo demás, y en lo tocante a la calificación de concepto, cabe afirmar que el origen del instituto en los paradigmas de la criminología clínica de principios del siglo XX no impide que al mismo se conciba contextualizadamente, reparando en las exigencias de un paradigma constitucional de la ejecución de la pena de encierro carcelario que, como el que rige en Argentina, recepta coetáneamente los principios de “reinserción social”, “dignidad humana del recluso” y, como derivación de este último, “autodeterminación del condenado”.

Una tal interpretación surgirá, como veremos infra, de la concepción del ideal resocializador “en términos mínimos”, y del entendimiento de que todo esfuerzo que libre y voluntariamente realice el condenado que reconozca la conveniencia de no cometer delitos15 y, aún, procure reducir la eventual vulnerabilidad que lo llevó a la cárcel no puede resultar irrelevante o carente de significación en relación con la injerencia punitiva del Estado dirigida a su futura adecuada reinserción social y hacia los operadores de las instancias de aplicación del sistema penal. Un emprendimiento del recluso en aquella dirección puede reconocerse, sin que exista vulneración alguna a su derecho a la autodeterminación y la libertad de pensamiento, como una trascendente contribución para su futuro desenvolvimiento eficaz en la sociedad libre y, secundariamente, para la finalidad elemental del Derecho penal de asegurar la convivencia pacífica. En términos concretos: si, por ejemplo, puede sostenerse razonablemente que una persona resultó encarcelada, no por su temeridad o la eficiencia del aparato de persecución penal del Estado, sino por la torpe comisión de un delito derivada de su limitada instrucción, su nula capacitación laboral y su consiguiente falta de empleo, no parece ilegítimo, arbitrario o descabellado que se valore positivamente durante la ejecución de la privación de su libertad todo esfuerzo dirigido a adquirir los elementos que le aporten una mayor instrucción, una plausible capacitación laboral y una consecuente probabilidad mayor de lograr -sin incurrir en conductas que lo lleven a la prisión- el sustento propio necesario y el de los suyos. Desde luego que la falta de cualquier iniciativa del condenado en aras de la superación de las circunstancias por las que cometió el delito y las que lo hacen vulnerable a la selectividad inherente al poder punitivo del Estado en modo alguno puede ser valorada en su contra; si así se lo hiciera, habría, aquí sí, una inadmisible violación de su derecho a configurar su plan de vida con arreglo a los propios valores, intereses y preferencias. Pero, insistimos, en caso de ausencia de toda imposición al condenado, su realización de actividades que le permitan comprender las consecuencias de la desmañada comisión de delitos, a la vez que apartarse de su situación de vulnerabilidad, materializa un comportamiento intramuros que implica una expresión de sentido relevante para la finalidad de lograr que, en el futuro, el recluso opte por una conducta apegada a la legalidad.

3.3. Los distintos modelos de reinserción social del condenado, sus críticas y el paradigma adoptado por el Derecho argentino

Sentado todo lo anterior, puede anotarse que dos son los principales modelos de readaptación social que se presentan, según la intensidad de la resocialización, a saber: la resocialización para la moralidad y la resocialización para la legalidad (Muñoz Conde, 1979, p. 630). Se los denomina, también, programas de resocialización máximos y programas de resocialización mínimos (García-Pablos de Molina, 1979, p. 664), respectivamente.

En los paradigmas de resocialización para la moralidad o paradigmas resocializadores máximos, el objetivo del encierro carcelario es que el individuo interiorice y haga suyos los criterios valorativos dominantes en la sociedad en que ha de integrarse, pues la “regeneración moral” es la única vía de retorno a la sociedad sin riesgo de comisión de futuros delitos (De la Cuesta Arzamendi, 1993, p. 12).

Estas concepciones han merecido fundadas críticas, basadas en el convencimiento de que la imposición de creencias y convicciones, orientada a la aceptación acrítica del sistema vigente, es intolerable en regímenes políticos democráticos, pluralistas y respetuosos de la libertad de pensamiento del ser humano.

Por el contrario, en los paradigmas de resocialización para la legalidad o paradigmas resocializadores mínimos, la ejecución de la pena privativa de la libertad, en un Estado de Derecho, debe orientarse solo a lograr que el delincuente adecue su comportamiento externo al marco de la ley.

También estas posiciones han sido objeto de embates, por reputarse que la mera adecuación del comportamiento externo a la legalidad formal no implica verdadera resocialización. Asimismo, se sostiene que son enfoques que soslayan que el Derecho penal tiene una cierta función pedagógica respecto de los valores protegidos, cuyo respeto es parte de la normalidad social.

Sin perjuicio de las críticas mencionadas, parece innegable que en un Estado social y democrático de Derecho y basado en el principio de la autonomía individual, como el nuestro, la única alternativa posible es la resocialización para la legalidad.

En la misma dirección, se ha sentenciado:

la imposición del tratamiento en un Estado de derecho resulta inadmisible, ya que no se pueden imponer determinadas costumbres o modificaciones de la personalidad a un individuo. Lo anterior encuentra sentido en que tal imposición constituiría una violación a los principios de autonomía y dignidad; aunado a que el respeto a la dignidad humana durante la ejecución de la pena privativa de libertad está asegurado por disposiciones constitucionales (Sáenz Rojas, 2007, p. 131).

Es que, como retóricamente pregunta Roxin:

¿Qué legitima a la mayoría de una población a obligar a la minoría a acomodarse a las formas de vida gratas a aquélla? ¿De dónde obtenemos el derecho de poder educar y someter a tratamiento contra su voluntad a personas adultas? ¿Por qué no han de poder vivir los que lo hacen al margen de la sociedad -bien se piense en mendigos o prostitutas, bien en homosexuales- del modo que deseen? La circunstancia de que son incómodos o molestos para muchos de sus conciudadanos, ¿es causa suficiente para proceder contra ellos con penas discriminantes? (Roxin, 2008, p. 58).

La respuesta no puede ser otra que ésta: ningún argumento jurídico legitima a una porción mayoritaria de la sociedad a imponer a otra, minoritaria, sus valores, intereses o preferencias; no hay razones que genuinamente impidan que cualquier persona configure su propio plan de vida al margen de la axiología dominante en una determinada comunidad, siempre que ello no lesiones bienes jurídicos de terceros; no es suficiente, en suma, que ciertas personas, por sus elecciones de vida contrarias a las de la mayoría, sean reprochadas mediante una sanción penal.

Si se admitiera un modelo de readaptación -como el de la resocialización para la moralidad- en el que el Estado, a través de la ejecución de la pena privativa de la libertad, pretende imponer las creencias, convicciones, valores, ideologías e ideales que definen al sistema vigente, se habilitaría una intolerable violación del derecho a la dignidad humana, que -como hemos visto- ha sido específicamente consagrado por el art. 10, apartado 1, PIDCP, y por el art. 5, apartado 2, 2ª disposición, CADH., respecto de toda persona privada de libertad.

Este derecho a la dignidad personal reconoce, como perteneciente a cada ser humano, una capacidad personal que le permite adoptar -libremente, sin ninguna injerencia estatal- sus propias decisiones sobre sí mismo, sobre su conciencia y sobre la configuración del mundo que lo rodea (Cesano, 1997, p. 115).

Sobre esto, puede afirmarse que, aunque existan disensos respecto de su sentido y alcance, las oscuridades teóricas del concepto de “dignidad” no impiden que la concibamos en términos kantianos, entendiéndola como aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, o sea, algo que no tiene un valor meramente relativo, sino un valor interno16. Con arreglo al pensamiento de Kant, el ser humano es un fin en sí mismo porque es un ser dotado de razón y voluntad li bre, que, a su vez, puede proponerse fines. El hombre es un ser capaz de hacerse preguntas morales, de discernir entre lo justo y lo injusto, de distinguir entre acciones morales e inmorales, y de obrar según principios morales, es decir, de obrar de forma responsable. Es, justamente, esta aptitud para comportarse responsablemente la que hace que a las personas puedan imputárseles sus acciones y que aquéllas se erijan en fines en sí mismas: son autónomas y merecen, por ello, un respeto incondicionado. El valor de la persona “…no remite al mercado ni a apreciaciones meramente subjetivas (de conveniencia, de utilidad, etcétera), sino que proviene de la dignidad que le es inherente a los seres racionales libres y autónomos” (Michelini, 2010, p. 42). Se advierte, pues, que la autonomía moral es el concepto central con el que Kant caracteriza al ser humano, y constituye la razón de ser de la dignidad humana: “La autonomía es […] el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional” (Kant, 1996, p. 49).

Por su parte, Schünemann ha enfatizado que

el libre albedrío no es un mero dato biofísico, sino una parte de la llamada reconstrucción social de la realidad e incluso, según creo, pertenece a una capa especialmente elemental de la cultura occidental, cuyo abandono sólo sería concebible en caso de liquidación de esta cultura en su globalidad. Dado que las singularidades lingüísticas de una sociedad y, en especial, la gramática de su lengua, de conformidad con la convincente tesis central de la teoría del lenguaje de Humboldt y Whorf, ponen de manifiesto una determinada visión del mundo, difícilmente podrá discutirse, al menos en el caso de las lenguas indogermánicas, lo arraigado del libre albedrío en las más elementales formas gramaticales. En efecto, la construcción de las frases con un sujeto agente y un objeto que padece la acción, así como las formas gramaticales de la voz activa y la pasiva muestra una visión del mundo conformada por el sujeto activo, y, en última instancia, por su libertad de acción, que constituye un punto de partida del que no se puede prescindir en tanto en cuanto tales estructuras lingüísticas dominen nuestra sociedad” (Schünemann, 1991, pp. 154 y 155).

Pensamos, en definitiva, que el principio de respeto a la dignidad inherente del ser humano exige que nunca se trate a este de una manera que niegue la importancia distintiva de su propia vida; y la dignidad de las personas, en general, no es un atributo accidental, sino una expresión equivalente a la afirmación de su humanidad, de su capacidad para actuar autónomamente, sin injerencias estatales o de terceros que le sean impuestas coactivamente.

Sentado todo lo anterior, puede afirmarse que el derecho a la dignidad humana lleva implícito el principio de autonomía personal que -sobre la base de la ya citada “regla de reserva” del art. 19 Const. Argentina- permite a cada ser humano delinear y realizar libremente, sin injerencias de terceros, su propio plan de vida.

El principio de autonomía personal se muestra, así, como un precepto que marca la esfera de autonomía individual “que por su naturaleza escapa a toda reglamentación, colocando al hombre frente a su creador en un refugio que es fortaleza impenetrable y por la cual desfilan la libertad de conciencia, la libertad de pensamiento y, en definitiva, toda su intimidad” (Midón, 2009, t. 1, p. 205).

Es evidente que, conforme antes aseveráramos, en un Estado de Derecho, pluralista y democrático como el argentino, no existe una facultad para reprimir con una sanción penal lo distinto, lo que discrepa de la axiología y la subjetividad social dominante en una sociedad, en un tiempo y un lugar determinado.

Por lo demás, desde que en toda sociedad coexisten diferentes sistemas sociales parciales (familia, clase, subcultura, etcétera), con distintos sistemas de valores y diversas concepciones del mundo. La recuperación del condenado para la sociedad, que presupone el ideal resocializador, no puede aspirar a otra cosa que a hacer aceptar al penado las normas básicas y generalmente vinculantes que rigen en esa sociedad.

No se equivocaba Würtenberger cuando, ya en 1967, sostenía que

la legalidad puede ser concebida como una forma específica de la actitud humana frente al poder del legislador, a la vez que añadía que a la esencia de la legalidad corresponde el que a los sometidos a la ley no pueda exigírseles una motivación de su actuar que afecte los principios éticos del orden jurídico, por más que aquella pueda, a menudo, existir; y es que la peculiaridad de la legalidad con respecto a la moralidad consiste más bien, en primer lugar, en un reconocimiento de la existencia del orden legal en tanto tal. Por consiguiente, quien en la realización de las acciones de legalidad respeta las normas de la ley afirma la idea jurídica del orden personificada en la ley. No es necesario que la intención del que actúa legalmente abarque otros elementos. El que actúa conscientemente de acuerdo con las normas orienta su conducta según la ley como dato que no necesita ser examinado en el fundamento de su validez, y que encuentra ya dado en el ámbito vital del mundo social. Quien así procede, pues, reconoce en el actuar de acuerdo con la ley, el orden realizado en ella, en la medida en que, en tanto súbdito del Derecho, utiliza al poder protector del orden jurídico también para sí. Ya esto demuestra en qué medida la actitud de la legalidad está caracterizada por una cierta sobriedad y una frialdad objetiva. Cuando la comunidad jurídica y el Estado exigen del hombre la conducta legal del respeto voluntario a la norma, no plantean estos poderes exigencias exageradas al actuar del individuo, no lo convocan a la entrega completa a objetivo éticos supremos o a deberes (Würtenberger, 1967, pp. 84, 93, 94 y 95).

De allí que un paradigma de resocialización para la legalidad deba admitir que tanto la “actitud de legalidad” como la conciencia jurídica orientada por la ley jurídica puedan contradecir los criterios “superiores” de la ética.

Y es por esto mismo que la doctrina jurídica sentencia que “se debe abandonar el criterio por el que se busca incidir en la personalidad de quien delinque y centrarse en un enfoque de intervención frente a los hechos y las causas estructurales del delito” (González Placencia, 2011, p. 374); o, según los términos que hemos propuesto, los hechos y las causas estructurales de la prisionización de una persona por la comisión de un delito.

La ejecución de la pena privativa de la libertad se muestra, así, como el instrumento enderezado a lograr restablecer en el condenado el respeto por las normas penales fundamentales que él ha inobservado, para lograr que, absteniéndose de cometer nuevos delitos, acomode su comportamiento futuro a las expectativas de conducta contenidas en tales disposiciones.

Con arreglo a esta lógica discursiva, se advierte que el medio para la consecución de dicho objetivo no puede ser otro que ofrecerle al condenado los elementos para un desarrollo personal que le permita fortalecer su competencia, para configurar su propio plan de vida y su capacidad de reflexión sobre las consecuencias de su propia acción; así, y, de ese modo, al recuperar su libertad, pueda desenvolverse eficazmente en la vida en sociedad mediante el cumplimiento de las expectativas inherentes a un rol visto como “positivo” por la comunidad en que habrá de reinsertarse.

No podrá consistir en una imposición de “reforma” de su personalidad -habida cuenta que ello constituiría una injerencia intolerable en su derecho a la autodeterminación personal-, sino solo en un ofrecimiento de los medios que le permitan un desarrollo idóneo para remover las causas que lo llevaron al delito y a la prisión.

Si se admite, a partir de la evidencia empírica que acredita que en la mayoría de los casos -en la República Argentina- la prisionización tiene por causa, no ya la comisión de delitos17, sino la vulnerabilidad del sujeto y la torpeza en la perpetración de aquéllos (Zaffaroni, 1997, p. 190) -manifestada en la importante cantidad de hechos sorprendidos en flagrancia-, puede sostenerse que las herramientas de un tal desarrollo personal del preso son aquellos que le hagan reducir su nivel de vulnerabilidad frente al sistema penal del Estado18. Solo así podrá lograrse la remoción de las causas de la prisionización del condenado.

En este sentido, el Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP) de la República Argentina, en su “Informe Ejecutivo 2021”, señala que, al cierre de ese año, el 95,9% de las personas detenidas en el país eran varones; el 56% tenía entre 18 y 34 años; solo el 10% habían completado la escolaridad secundaria, mientras que el 34% tenía solo la instrucción primaria completa; el 38% estaban desocupados al momento de su prisionización, y el 45% no tenía ni oficio ni profesión, y el 23%, incompleta; y, finalmente, que los delitos con mayores menciones como motivo del encierro eran los robos y las tentativas de robos, que llegan casi al 29% de los casos, y que están acompañadas de un 2,6% de hurtos o conatos de hurtos19.

Podría añadirse, aunque las estadísticas no lo mencionan expresamente, que es razonable inferir que los rasgos del estereotipo abarcan también el emplazamiento del recluso en el grupo de la población pobre20 o indigente21: si se trata de personas con limitada instrucción, sin trabajo y que carecen de capacitación laboral, es sensato colegir que se trata de sujetos con severas dificultades para ganar el sustento propio necesario y el de los suyos.

Finalmente, el Observatorio Argentino de Drogas (OAD) viene llevando a cabo desde 2004 investigaciones cuantitativas y cualitativas en población privada de libertad, cuyos resultados más salientes comprueban que un porcentaje significativo de los delitos por el cual los encuestados se encuentran detenidos fueron cometidos bajo efectos de alguna droga ilegal o con el objetivo de comprar drogas. Una buena parte de los encuestados reconoció que la compra de drogas fue la razón para cometer el primer delito y, de ese porcentaje, alrededor de la mitad reconoce haber estado bajo efectos de drogas al cometerlo (Innamoratto et. al., 2015, p. 93).

La torpeza en la comisión de los delitos de comprueba in re ipsa -si se nos permite la expresión-, por sí sola, a través de la flagrancia en la que es atrapado el delincuente. En cambio, la idea de “vulnerabilidad” del sujeto quizá requiere de alguna precisión adicional, complementaria de la evidencia empírica invocada que da cuenta de un arquetipo de recluso, personificado en un hombre joven, con escasa formación, sin competencia laboral alguna e incluso sin empleo al momento de su detención, que perpetra delitos contra la propiedad de escasa “sofisticación”, tales como hurtos, robos o tentativas de estos entuertos.

Estudios de campo adicionales a los que ya hemos citado señalan -en específica relación con adolescentes, pero a través de constataciones extensibles a personas mayores- que la relación de la trayectoria delictiva con la vulnerabilidad y la exclusión social queda explicitada de forma que, a mayor vulnerabilidad y exclusión social, mayor probabilidad de transitar a la delincuencia juvenil y de profundizar en la trayectoria delictiva (Uceda-Maza - Domínguez Alonso, 2017, p. 36). En este estudio, las variables que los investigadores tuvieron en cuenta para arribar a la citada conclusión se escogieron variables que transitan por tres dimensiones, a saber: variables sociológicas, variables educativas y variables comunitarias. En la dimensión sociológica se recogieron las variables de sexo, fecha de nacimiento, barrio, distrito, minoría cultural, lugar de procedencia, proceso migratorio, situación administrativa y profesión de los padres; se relaciona con la situación de cada adolescente con aspectos básicos de estructura social. En la educativa se delimitaron el nivel de instrucción, el proceso educativo, la situación la educativa actual, el momento del abandono y la experiencia formativo-laboral. Por último, la comunitaria abarcaba las variables de grupo de iguales, ocio y tiempo libre, consumo de sustancias y tipo de sustancias (Uceda-Maza - Domínguez Alonso, 2017, p. 31). Estas fueron, pues, las variables en función de las cuales de construyó la categoría de “sujeto vulnerable”, que remite a la estructura social, es decir, a la situación económica, a la pobreza y a la exclusión social como telón de fondo. También a situaciones de frustración relacionadas con la sociedad de consumo (medios-fines), y de fragilidad provocada por el fracaso escolar, la falta de inserción laboral, la ausencia de tejido social, la guetificación de barrios y las dificultades en la integración social de los inmigrantes (Uceda-Maza - Domínguez Alonso, 2017, p. 30).

En esta sintonía, y para proponer una definición -ni la única ni la última- de la vulnerabilidad social del delincuente, podemos afirmar que se trata del desamparo institucional en que se encuentra el sujeto que se decide por el delito y culmina sometido a persecución penal, juzgamiento y condena penal, desde el Estado no ha contribuido a fortalecerlo y cuidarlo sistemáticamente, colocándolo en una situación de dependencia que no permite o pone en riesgo su autodeterminación y su libre elección en sus ideales de vida y en su desarrollo (mutatis mutandis, Busso, 2001, p. 8; León Correa, 2011, p. 20). Esta cualidad del condenado deriva de circunstancias personales, sociales o de cualquier tipo que, justamente, lo exponen a su vulnerabilidad frente al poder de coerción penal del Estado, por la torpe comisión de hechos delictuosos. ¿Cuáles son estas circunstancias? Las hemos expuesto a través de nuestra cita de las últimos datos disponibles del Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP) de la República Argentina, que informan que el arquetipo de recluso alojado en las prisiones argentinas era el de un sujeto en condiciones de vulnerabilidad que le impedían el pleno ejercicio de sus derechos, nacidas de circunstancias sociológicas y educativas tales como su edad, formación escolar, competencia laboral y ocupación, entre otras, a las que se suma la condición de pobre o indigente que deriva de tales condicionamientos y el consumo problemático de sustancias psicoactivas asociado a la actividad delictiva.

La “vulnerabilidad social” del condenado, pues, no alude solo a carencias materiales, sino a un proceso o situación de desventaja social que se produce cuando existe una brecha entre los bienes sociales disponibles y las posibilidades de acceso a los mismos por parte de las personas.

La reinserción social del recluso, en consecuencia, habrá de procurarse mediante el ofrecimiento -al condenado- de un proceso de formación integral de su personalidad que lo dote de instrumentos eficientes para su propia emancipación y preparación para la vida en libertad22.

Se trata, en otros términos, de que el condenado pueda conocer opciones de vida diferentes al delito para que, a través de estas, opte por configurar el mundo haciendo uso de su libertad sin dañar a los demás.

Esto, desde luego, no implica que deba entenderse que el Estado no ha cumplido cabalmente su deber en esta materia, al ofrecerle al interno un catálogo de alternativas de vida alejadas de lo delictivo, que aquél, por cuestiones meramente utilitaristas, decide no seguir. Si una persona prefiere asumir los riesgos de resultar perseguido penalmente, juzgado y prisionizado por la comisión de delitos que le permiten lograr el sustento propio necesario y el de los suyos sin la necesidad del esfuerzo que suele implicar el hacerlo a través del mejor cumplimiento posible de las reglas que ordenan la vida en comunidad, tal decisión es algo que escapa al ámbito de incumbencias de un Estado que se pretenda apartado de toda actitud “eticizante” -sit venia verbo- y respetuoso del ámbito de reserva del ser humano.

Desde otra perspectiva, es dable afirmar que el ineludible efecto aflictivo, deteriorante y criminógeno que la privación de la libertad tiene respecto de toda persona institucionalizada no puede ser pasado por alto a la hora de delinear los contornos del concepto de “reinserción social”.

Precisamente, la repercusión que las consecuencias negativas de la prisionización de un ser humano revelan en orden a la “meta resocializadora” impone que la construcción de la idea de readaptación social no se lleve a cabo en clave excluyentemente dogmático-jurídica, sino que, para ello, se repare igualmente en los datos empíricos materializados en tales secuelas nocivas del encierro carcelario.

En esta sintonía, Cervelló Donderis sostiene que la reinserción social no se puede entender en términos estrictamente jurídicos, sino que

hay que completar su interpretación con los conocimientos criminológicos relacionados con las variables del delito y las posibilidades reales de prevención y de tratamiento (Cervelló Donderis, 2005, p. 232, tras lo cual alude a la “viabilidad” de “efectos” tales como, por ejemplo, la disminución de la nocividad de la cárcel a través de la consagración del carácter excepcional del aislamiento y de las sanciones, o el desarrollo del recluso mediante un tratamiento educativo dirigido a cubrir sus necesidades sociales de falta instrucción, carencia de formación laboral o escaso desarrollo de habilidades sociales).

La “reinserción social”, así, no queda definida solo por el “dato” dogmático-jurídico materializado en la sujeción del comportamiento externo del condenado a la ley, derivada de una injerencia penitenciaria que pone a su disposición los elementos para un desarrollo de su personalidad que le permita comprender la conveniencia de configurar su vida al margen de la torpe comisión de delitos, sino también por un “dato” empírico, a saber: que la adecuación de la conducta externa a la ley tiene como “presupuesto” un trabajo intracarcelario orientado a reducir los efectos desocializantes de la prisionización.

Ya en 1989, Beristain puntualizaba:

La investigación y la docencia de los avances criminológicos conseguidos en los últimos decenios han de servir como instrumento científico (respetuoso de los derechos humanos) para la repersonalización de los privados de libertad” (Beristain, 1989, p. 161). En el mismo lugar, el criminólogo agregaba: “Al mismo fin han de tender los estudios sobre las cuestiones introducidas recientemente en el campo de la Criminología. Nos referimos, en concreto, a la superación del triple objeto de la Criminología tradicional: delito, delincuente y pena. Como todos sabemos, a estos tres temas se han añadido hoy: la víctima y los encargados del control social [...] (Beristain, 1989, p. 161).

Junto a todo cuanto se ha expresado, y como consecuencia de ello, cabe asegurar que, en materia de ejecución penitenciaria, el orden jurídico argentino ha adoptado un modelo de readaptación social mínimo.

Lo ha hecho de modo explícito la literalidad del art. 1 de la ley 24.660, en cuanto alude a la reinserción social del condenado mediante su adquisición de “la capacidad de comprender y respetar la ley”, conformándose con una alineación de la actuación externa del delincuente a la legalidad formal que le permita restablecer su respeto por las normas básicas que rigen en la sociedad.

Pero lo ha realizado también en forma implícita el sistema normativo del bloque de constitucionalidad federal23, en cuanto eleva a la categoría de principio de jerarquía constitucional el derecho a la dignidad humana de la persona privada de la libertad (art. 10, apartado 1, PIDCP; art. 5, apartado 2, 2.ª disposición, CADH; art. 75, inc. 22, Const. argentina), que impide cualquier injerencia estatal -incluso la intervención penitenciaria- con aptitud para interferir, entre muchos aspectos, en las actitudes internas, en las opciones ideológicas y en la escala de valores del condenado.

Por lo demás, también las reglas del soft law se inclinan por los paradigmas resocializadores mínimos.

Así parecieran hacerlo, por ejemplo, las “Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos” (Reglas Mandela) establecen:

Los objetivos de las penas y medidas privativas de libertad son principalmente proteger a la sociedad contra el delito y reducir la reincidencia. Esos objetivos solo pueden alcanzarse si se aprovecha el período de privación de libertad para lograr, en lo posible, la reinserción de los exreclusos en la sociedad tras su puesta en libertad, de modo que puedan vivir conforme a la ley y mantenerse con el producto de su trabajo (regla 4.1).

En nuestra opinión, la expresión “puedan [los reclusos] vivir conforme a la ley”, por su textura abierta, puede razonablemente ser interpretada como sinónimo de “quiera [el recluso] sujetar su comportamiento externo a lo que exige la ley” y, primordialmente, tenga los recursos personales que le permitan hacerlo. Es que, según puede apreciarse a partir de la transcripción de esta directriz, ella en modo alguno exige que el condenado desee respetar la ley en función de su “plausibilidad” axiológica o moral, sino que se conforma con el mero apego del comportamiento externo del sujeto a las exigencias de la legalidad, cualquiera sea las motivaciones que impulsan esa elección.

Por lo demás, no debe verse esto como una suerte de “hipocresía moral”, sino como la consecuencia de una legislación penal, como la nuestra, cuyo objetivo es garantizar la convivencia social y no la vigencia de determinados principios trascendentales u objetivos metafísicos.

Aparentemente en la misma línea, la organización Reforma Penal Internacional aduce en su “Manual de buena práctica penitenciaria” que la protección de la sociedad mediante la persecución de la adecuada reinserción del condenado debe intentarse

mediante la limitación de los efectos dañinos del encarcelamiento tanto como sea posible, tratando de persuadir al recluso para que enfrente su comportamiento delictual y ayudándolo a utilizar las oportunidades disponibles, para que se prepare para una vida socialmente responsable y aceptable después de recuperar la libertad (Reforma Penal Internacional, 2002, p. 29).

4. Reflexiones conclusivas

Es la hora de proponer una síntesis de las conclusiones a las que arribamos como corolario del desarrollo precedente.

El tópico del fin de la pena es un asunto que concierne a la justificación abstracta del castigo y que se expresa en los momentos de su determinación legislativa y judicial, mientras que el fin de la ejecución de la pena es una materia relativa a la finalidad que persigue la realización concreta de la sanción y que se manifiesta -en el caso de la pena de prisión- en el momento de su individualización penitenciaria. Son tópicos distintos, aunque relacionados, pues resultaría irrazonable que los cometidos de la pena y de su realización material sean contradictorios o incompatibles.

El problema de las finalidades que se atribuyen a la ejecución de la pena tiene una importancia radical, pues los objetivos que la ejecución penitenciaria debe cumplir y, ya en el plano empírico -analizado con perspectiva sociológica-, los que efectivamente cumple, constituyen condiciones de legitimación del sometimiento de un ser humano concreto a persecución, juzgamiento y castigo por la comisión de un hecho delictuoso.

Por lo demás, la función de la ejecución de la pena constituye un tema inevitablemente valorativo, opinable y sustraído a la posibilidad de una respuesta independiente del punto de vista que se adopte ante la cuestión de la función a atribuir al Estado. La pena es, en efecto, uno de los instrumentos más característicos con que cuenta el Estado para imponer sus normas jurídicas, y su función depende de la que se asigne al Estado.

El programa constitucional de la ejecución de las medidas de encierro carcelario de Argentina, y también su normativa infraconstitucional, consagran el llamado “ideal socializador”, con arreglo al cual la finalidad esencial del encierro carcelario ha se consistir la reforma y la readaptación social del condenado (art. 10, apartado 3, PIDCP; art. 5, apartado 6, CADH); o sea, en su adecuada reinserción social (art. 1 ley 24.660, de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad).

En un Estado social y democrático de Derecho como el argentino, que brinda tutela constitucional al derecho a la dignidad humana de toda persona (art. 10, apartado 1, PIDCP; art. 5, apartado 2, 2.ª disposición, CADH), el único modelo de resocialización que es admisible es la resocialización para la legalidad o paradigma resocializador mínimo, conforme el cual la ejecución de la pena privativa de la libertad debe orientarse solo a lograr que el delincuente adecue su comportamiento externo al marco de la ley.

La exclusiva admisibilidad constitucional de un paradigma reeducador mínimo viene igualmente impuesta por las propias disposiciones de la ley penitenciaria que receptan el ideal resocializador; principalmente, el art. 1 de la ley 24.600, de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad.

La ejecución de la pena privativa de la libertad se muestra, así, como el instrumento enderezado a lograr restablecer en el condenado el respeto por las normas penales fundamentales que él ha inobservado, para lograr que, absteniéndose de cometer nuevos delitos, acomode su comportamiento futuro a las expectativas de conducta contenidas en tales disposiciones.

El medio para la consecución de dicho objetivo no puede ser otro que ofrecerle al condenado los elementos para un desarrollo personal que le permita fortalecer su competencia para configurar su propio plan de vida y su capacidad de reflexión sobre las consecuencias de su propia acción, para que de ese modo, al recuperar su libertad, pueda desenvolverse eficazmente en la vida en sociedad mediante el cumplimiento de las expectativas inherentes a un rol visto como “positivo” por la comunidad en que habrá de reinsertarse.

Si se admite que en la mayoría de los casos la prisionización tiene por causa, no ya la comisión de delitos, sino la vulnerabilidad del sujeto y la torpeza en la perpetración de aquéllos -evidenciada en la importante cantidad de hechos sorprendidos en flagrancia-, puede sostenerse que las herramientas de un tal desarrollo personal del preso son aquellos que le hagan reducir su nivel de vulnerabilidad frente al sistema penal del Estado.

La reinserción social del recluso, en definitiva, habrá de procurarse mediante el ofrecimiento -al condenado- de un proceso de formación integral de su personalidad que lo dote de instrumentos eficientes para su propia emancipación y preparación para la vida en libertad.

Nunca está de más recordar las palabras de Ruiz Vadillo:

Es esencial pensar que la reeducación y reinserción pasan necesariamente por el respeto profundo e incondicionado a la dignidad del preso y a su personalidad. El Derecho penal no puede/no debe intentar cambiar a las personas que han delinquido, ni modificar la estructura de su jerarquía de valores ni la conformación que cada uno tenga de la sociedad para el futuro. Ha de limitarse a hacerle comprender que el Código penal es una ley de mínimos en cuanto a un cierto comportamiento de cuantos formamos la sociedad, absolutamente indispensable para la supervivencia, con el ejemplo bien significativo de que ninguna sociedad ha sabido ni ha podido vivir sin el Derecho, pese a los intentos, todos ellos utópicos, por alcanzar esa especie de nirvana comunitaria (Ruiz Vadillo, 1999, p. 211).

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1Enumerar a los juristas que han estudiado de modo pormenorizado el tópico de la fundamentación de la pena, también tratado bajo la denominación de “teorías de la pena”, sería una tarea ímproba. De cualquier manera, podemos mencionar, entre muchísimos otros, a Edmundo Mezger (Tratado de Derecho penal. Madrid: Editorial Revista de Derecho Privado, 1949, t. II, p. 412 y ss.); Adolf Merkel (Derecho penal. Parte General. Buenos Aires: B de f, 2004, p. 189 y ss.); Claus Roxin (Fin y justificación de la pena y de las medidas de seguridad. En AA.VV., Determinación judicial de la pena. Julio B. J. Maier –compilador-. Buenos Aires: Editores del Puerto, 1993, p. 15 y ss.); Hans-Heinrich Jescheck – Thomas Weigend (Tratado de Derecho penal. Parte General. Granada: Comares, 2002, p. 71 y ss.); Günther Jakobs (Derecho penal. Parte General. Madrid: Marcial Pons, 1997, p. 8 y ss.); Helmut Frister (Derecho penal. Parte General. Buenos Aires: Hammurabi, 2011, p. 59 y ss.); Paul Bockelmann – Klaus Volk (Derecho penal. Parte General. Lima: Valetta 2020, p. 34 y ss.); Eric Hilgendorf – Brian Valerius (Derecho penal. Parte General. Buenos Aires: Ad-Hoc, 2017, p. 3 y ss.); Wolfgang Naucke – Winfried Hassemer – Klaus Lüderssen (Principales problemas de la prevención general. Buenos Aires: B de f, 2004); Santiago Mir Puig (Derecho penal. Parte General. Barcelona: Reppertor, 1998, p. 46 y ss.); Jesús María Silva Sánchez (Aproximaciones al Derecho penal contemporáneo. Barcelona: Bosch: 1992, p. 179 y ss.); Giovanni Fiandaca – Enzo Musco (Derecho penal. Parte general. Bogotá: Temis, 2006, p. 685 y ss.); Heiko H. Lesch (La función de la pena. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 1999); David M. Kennedy (Disuasión y prevención del delito. Reconsiderando la expectativa de pena. Buenos Aires: Marcial Pons, 2016); y Maximiliano Rusconi (Derecho penal. Parte General. Buenos Aires: Ad-Hoc, 2009, p. 53 y ss.).

2Entre los pocos juristas que han abordado con profundidad y en forma específica el problema de la finalidad de la ejecución de la pena privativa de la libertad, merecen citarse, principalmente, Francisco Muñoz Conde (La resocialización del delincuente. Análisis y crítica de un mito. En Doctrina Penal, año 2, nros 5 a 8, 1979, p. 625 y ss.); Alessandro Baratta (Resocialización o control social. Por un concepto crítico de “reintegración social” del condenado. Ponencia presentada en el seminario “Criminología crítica y sistema penal”, organizado por Comisión Andina Juristas y la Comisión Episcopal de Acción Social, en Lima, del 17 al 21 de Septiembre de 1990); José Daniel Cesano (Los objetivos constitucionales de la ejecución penitenciaria. Córdoba: Alveroni, 1997, p. 112 y ss.); Eugenio Raúl Zaffaroni (Los objetivos del sistema penitenciario y las normas constitucionales. En AA.VV., Jornadas sobre sistema penitenciario y derechos humanos. Buenos Aires: Editores del Puerto, 1997, p. 181 y ss.); y Gustavo A. Arocena (Principios básicos de la ejecución de la pena privativa de la libertad. Buenos Aires: Hammurabi, 2014, p. 61 y ss.).

3Disposición que, en lo que interesa a los fines de este texto, establece que los tratados internacionales sobre derechos humanos allí enumerados, “en las condiciones de su vigencia, tienen jerarquía constitucional, no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos”.

4En adelante: PIDCP

5En adelante: CADH

6Mediante la regla del artículo 75, inciso 22, CN se superó la vieja discusión relativa a la posición jerárquica de los tratados internacionales y las leyes nacionales. Es que la reforma constitucional de 1994, además de equiparar a ciertos tratados internacionales de derechos humanos con la propia Constitución de la Nación, consagró la superioridad jerárquica de los tratados respecto de las leyes; lo hizo en los siguientes categóricos términos: “Los tratados y concordatos tienen jerarquía superior a las leyes”.

7Tales como “sistema democrático”, “orden institucional” (art. 36), “valores democráticos” (art. 75, inc. 19), “orden democrático” (art. 75, inc. 24), “igualdad real de oportunidades” (art. 37; art. 75, inc. 23), “igualdad de oportunidades” (art. 75, inc. 19) o “acción positiva” (arts. 37 y 75 inc. 23).

8Sobre esto, v. Bidart Campos, 1997, t. VI, p. 243.

9Esta disposición prescribe: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están solo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”.

10Textualmente, esta disposición manifiesta: “El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados. Los menores delincuentes estarán separados de los adultos y serán sometidos a un tratamiento adecuado a su edad y condición jurídica”.

11Expresamente, esta regla señala: “Las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados”.

12Que es un conjunto normativo de jerarquía infraconstitucional, pero que, por versar específicamente sobre la ejecución de la pena privativa de la libertad, puede reputarse reglamentario de los principios constitucionales relativos a dicha materia.

13Para esta aproximación al concepto de “derecho subjetivo” a partir del pensamiento positivista metodológico, v. Nino, 1999, p. 196.

14Por ejemplo: el derecho al trabajo, art. 106; el derecho de aprender, art. 133; el derecho a la salud, art. 143; el derecho a la libertad de conciencia y de religión, art. 153; el derecho a comunicarse periódicamente con la familia, allegados, curadores y abogados, art. 158, etc.

15En la misma orientación, de la Fuente y Salduna: “…mediante la idea de reinserción social se debe procurar… que la persona penada comprenda la obligación de respetar la ley. Es decir, aun cuando no esté de acuerdo con el sistema de valores que rige nuestro ordenamiento jurídico, a través de la ejecución de la pena se debe procurar que conozca y entienda que el cumplimiento de las normas resulta obligatorio y es una necesidad para una adecuada convivencia social” (de la Fuente – Salduna, 2019, pp. 35 y 36).

16No se equivoca Häberle cuando afirma la dependencia cultural (y, sobre todo, religiosa) de las concepciones de la dignidad humana: “De las diversas cláusulas sobre la dignidad humana de las constituciones [puntualiza el constitucionalista alemán] se llega a percibir, «entre líneas», que aquéllas [las fórmulas de lo que es la dignidad humana] están referidas a una concepción culturalmente específica de la dignidad humana” (Häberle, 2007, p. 289, con negrita agregada). Sin embargo, y como lo reconoce el propio constitucionalista europeo, pensamos que existe un núcleo del concepto de “dignidad humana” que es independiente del ámbito cultural, toda vez que hay “…ciertos componentes fundamentales de la personalidad humana [que] deben ser tomados en cuenta en todas las culturas, con lo cual se convierten en contenido de un concepto de dignidad humana que no sea [rectius: es] reductible a una cultura específica” (Häberle, 2007, p. 291). Por eso, en el texto principal, procuraremos delinear un concepto, quizás solo una noción, de “dignidad humana”, con validez “universal”, esto es, para cualquier país, con independencia de sus concepciones culturales y religiosas.

17O, incluso, otras razones como, por ejemplo, la temeridad del delincuente que asume los riesgos de resultar perseguido penalmente, juzgado y prisionizado por la comisión de delitos que le permiten “ganarse fácilmente la vida” o la eficiencia de las instancias de aplicación del poder penal del Estado.

18Ciertamente que esto no significa que postulemos el absurdo de que la ejecución de la pena privativa de la libertad tenga por finalidad lograr que el condenado “perfeccione” su actividad delictiva. Todo lo contrario. Lo que pretendemos significar en el texto principal es que la constatación de que, en la gran mayoría de los casos de personas prisionizadas en Argentina, se trata de hombres sin instrucción, carentes de trabajo y que cometen delitos contra la propiedad, conduce al entendimiento de que se trata de sujetos con “reducida competencia” para desenvolverse eficazmente en la vida lícita en sociedad que, por ello, optan por el delito como medio para costear una vida sin padecimientos, muy difícil de lograr mediante el empleo de sus acotadas “competencias sociales” en el desenvolvimiento cotidiano dentro del marco de la legalidad. Si esto es así, parece razonable postular que la ejecución del encierro penitenciario ha de tender a lograr que el interno —que así lo desee— pueda “superar” las circunstancias que limitan su capacidad de desarrollarse exitosamente en la vida social, a la vez que conocer, y poder escoger, con atendibles posibilidades de realización, formas de vida despegadas de lo delictivo.

19Para acceder a este informe, v. SNEEP 2021, Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, Política Criminal, Estadísticas e Informes, disponible en World Wide Web: https://www.argentina.gob.ar/justicia/politicacriminal/estadisticas-e-informes/sneep-2021 (accedido el 15 de abril de 2023).

20“Hogares pobres” son aquellos cuyos ingresos se ubican por debajo de la línea de pobreza, esto es, por debajo del monto de ingresos necesarios para satisfacer —por medio de la compra de bienes y servicios— un conjunto de necesidades alimentarias y no alimentarias consideradas básicas.

21“Hogares indigentes” son aquellos cuyos ingresos se ubican por debajo de la línea de indigencia, es decir, por debajo del monto de ingresos necesarios para cubrir el costo de una canasta de alimentos capaz de satisfacer un umbral mínimo de necesidades energéticas y proteicas.

22En igual sentido, aunque en relación con el Derecho español, v. Rodríguez Núñez, 2004, p. 736.

23O sea, el ordenamiento constitucional integrado por la Constitución argentina y los tratados internacionales de derechos humanos que adquirieron raigambre constitucional por virtud del art. 75, inc. 22, de la Ley Suprema

Recibido: 25 de Agosto de 2022; Aprobado: 23 de Mayo de 2023

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