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Estado & comunes, revista de políticas y problemas públicos

versión On-line ISSN 2477-9245versión impresa ISSN 1390-8081

E&c vol.1 no.14 Quito ene./jun. 2022

https://doi.org/10.37228/estado_comunes.v1.n14.2022.243 

Articles

Crisis del principio de legalidad: discusión recurrente pero necesaria en América Latina

Crisis of the principle of legality: recurring but necessary discussion in Latin America

Jonás Eduardo Aponte Arcila1 
http://orcid.org/0000-0002-3414-9511

1Investigador independiente, Venezuela, jonasabogado@gmail.com


Resumen

Este artículo tiene por objetivo analizar, desde una perspectiva teórica, las causas de la posible crisis del principio de legalidad. Ciertos factores relacionados con la negación de la ley como protectora de la libertad y limitadora del poder político, estarían en el origen de esta crisis. Procesos constituyentes, instauraciones de un Estado social en sentido formal y delegaciones de leyes habilitantes han hecho que la ley ceda posiciones en un Estado de derecho. Este estudio realiza una breve pero minuciosa recopilación de literatura que ha abordado dicha problemática, con especial énfasis en los aportes de Laporta, Hayek y Nieto. Este último, a menudo ha negado la existencia del principio de legalidad. Se concluye que el poder siempre procurará desconocer la legalidad y, por lo tanto, las libertades individuales no tendrán la protección debida. Por último, el artículo procura que esta discusión se mantenga vigente y no pierda la relevancia para construir sólidos pilares democráticos.

Palabras claves: principio de legalidad; Estado de derecho; libertades individuales; pilares democráticos

Abstract

The purpose of this article is to analyze the causes of a possible crisis of the principle of legality, from a theoretical perspective. Certain factors related to the denial of the law as protector of freedom and limiter of political power would be in the origin of this crisis. Constituent processes, the establishment of a social State in a formal sense and the delegation of enabling laws caused the law to lose its place in a State governed by the rule of law. This study presents a brief but meticulous documentary compilation of literature that deals with this problem, special emphasis has had the contributions of Laporta, Hayek and Nieto. The latter has often denied the existence of the principle of legality. It is concluded that power will always seek to disregard legality and, therefore, individual freedoms are not duly protected. Finally, the article seeks to feed this discussion further and enhance its relevance to build solid democratic pillars.

Keywords: principle of legality; rule of law; individual freedoms; democratic pillars.

Introducción

El liberalismo como ideología para comprender las acciones sociales y económicas desplaza al poder centralizado que garantiza las libertades y bienes individuales (Herrera, 1995, p. 1049). En este sentido, el liberalismo canaliza la correcta aplicación de las instituciones o reglas democráticas, contralando el poder o autoridad en virtud de un acto de voluntad popular. La doctrina liberal en el marco de la Ilustración, de forma específica, por la influencia que tuvo de la Revolución francesa, por encima de la estadounidense (Brewer, 2011, p.114), significó la enjundia de la ley como principal instrumento para controlar la actividad del Estado. La ley se ubicaría en el ápice del ordenamiento jurídico que bien puede constituirse en el centro de gravedad en torno al cual orbitarían las relaciones jurídicas. El principio de legalidad representa el andamiaje que recubre a la ley y comporta uno de los primordiales principios del derecho público y del Estado contemporáneo.

La ley sería entonces la justificación ideológica y material del Estado de derecho, aquella que signifique la limitación del poder y, por ende, el respeto de derechos de libertad y propiedad. Es importante que en la lucha por la legalidad que sirve para limitar al poder y reivindicar libertades no se permita que esta sea invadida por mecanismos que persiguen modelar y transformar al individuo. América Latina ha sido víctima de dicho fenómeno; la necesidad de transformar las constituciones mediante la instrumentalización de una constituyente se ha traducido a posterior en una forma de otorgar al Poder Ejecutivo inconmensurables atribuciones, entre ellos, atribuciones del Poder Legislativo, como son aprobar leyes en cualquier área y materia. Esto convierte al individuo en una masa, en un colectivo sin espíritu, ambición o metas (Canova, Herrera y Stefanelli, 2014).

Este artículo ofrece un análisis crítico sobre una práctica que se ha repetido con regularidad en los últimos años en países latinoamericanos: la de creer que los detentadores de un poder político pueden eludir la ley o crear normas con fuerza de ley sin cumplir los cánones o procedimientos establecidos de forma constitucional, amparados en un supuesto interés general. En efecto, el Estado de derecho supone que todas las actuaciones de los poderes públicos que repercutan en los derechos de libertad de los ciudadanos deben estar contempladas con antelación en el ordenamiento jurídico y, por tanto, desconoce “cualquier concepción que pretenda sustraerse de la discrecionalidad del funcionario, basada en una tesis metajurídica de protección del denominado o invocado orden público, para limitar o afectar los derechos de libertad o patrimoniales de los ciudadanos” (Peña, 2009, p. 113).

Señala Díez-Picazo, justificando la antagónica y necesaria relación entre los derechos fundamentales y la ley, que el liberalismo clásico veía en esta última la máxima protección de los primeros, la cual se ha erosionado a medida que en el contexto de la democracia en masas “se ha ido perdiendo la fe en la ciencia de que las decisiones legislativas están condicionadas por las facciones y el espíritu del partido” (2005, p. 99). Vale señalar que este artículo intenta resumir las implicaciones prácticas de quienes defienden y superponen a la ley, desde su dimensión controladora del poder, como la principal institución de ordenamiento social.

Siendo así, el objetivo principal del presente artículo es destacar los problemas más visibles que enfrenta el principio de legalidad desde un enfoque teórico, vale decir, identificando los supuestos que hacen que la ley deje de servir como un instrumento para proteger libertades y, por el contrario, se use como un cincel para tallar o modelar a la sociedad (Bastiat, 2009, p. 182). Como objetivos específicos se propone analizar la fuerza vinculante del principio de legalidad y la posible crisis que la embarga y, en contraste con lo anterior, estudiar las diferentes ideas que propone el catedrático Alejandro Nieto para quien el principio de legalidad no existe.

La metodología usada se corresponde con una investigación documental, por tanto, se realizó una recopilación de artículos y libros que han tratado la crisis del principio de legalidad que tienen por argumento cómo se relaciona la legalidad con el deterioro de la libertad de las personas. Esta selección documental se realizó combinando a autores clásicos y contemporáneos de manera que se pone de relieve su fundamentación teórica. Para su comprensión, se parte por definir el concepto de imperio de la ley, luego se aborda la necesidad de controlar las tareas del legislador, para así, lograr una entrada conceptual a la posible crisis del principio de legalidad. Por último, con el objeto de mostrar un importante contraste entre dos visiones del mismo problema, se acude a ciertos trabajos de Nieto quien apunta a la crisis de la ley.

Imperio de la ley

Laporta (1994, p. 134), en torno a la concepción de imperio de la ley o rule of law, ha brindado valiosas ideas a los fines de matizar sus contornos desde la concepción expuesta del Estado de derecho de Díaz en sus obras El Estado de derecho y sociedad democrática y Sociología y filosofía del derecho, cuyas disertaciones se hilvanaron en el marco de una España desarticulada por un sistema político autoritario de las garantías individuales y en el cual el poder estaba de manera parcial y fragmentaria sometido al derecho. Para Díaz, las insuficiencias del liberalismo ya estaban presentes en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución francesa de 1789, ya que fijaban a la propiedad como un derecho inviolable y sagrado. En el contexto capitalista, esto llevaba a una insuficiencia respecto de los derechos y libertades de los hombres no propietarios, es decir, de los proletarios, generando a su juicio dos tipos de ciudadanos: “activos y pasivos, en razón precisamente de su contribución tributaria, tomando como base impositiva la propiedad privada, y solo los primeros, propietarios contribuyentes, formarán parte del cuerpo electoral (sufragio censitario)” (Díaz, 2011, pp. 43-44).

Frente a las interferencias que pudiera sufrir la dignidad del hombre por parte de una sociedad política y de normas jurídicas, sugiere Laporta que ambos conceptos pueden padecer una profunda colisión, por cuanto, por una parte, la dignidad que refleja y significa autonomía, dirección del comportamiento, compromiso con sus deliberaciones y guía de valores y convicciones, se enfrenta por necesidad de sobrevivencia con el Estado, el cual es una entidad dotada de poder que por medio de la violencia o coacción exige que se cumpla con una determinada voluntad, coartando de esa manera el libre desarrollo de la personalidad (Laporta, 1994, p. 137).

Este concepto de Estado fue elaborado por Weber, quien siguiendo la orientación de Trotsky, lo definió como “aquella comunidad humana, dentro de un determinado territorio (como elemento distintivo) que reclama -con éxito- para sí el monopolio de la violencia legítima”. Para Weber el príncipe contará con privilegios, pero la aplicación y ejecución del derecho se dará por medio de la burocratización. Esto generó la eliminación de la ley del más fuerte e ipso facto produjo la concentración del ejercicio legítimo del poder físico en cabeza del Estado (2011, pp. 80-83). La máxima del Estado absoluto bajo el aforismo rínceps legibus solutus cede frente a lex facit regem, la cual forma parte de la dialéctica entre el absolutismo y liberalismo, Estado de derecho y despotismo y, gobierno de la ley frente a gobierno de los hombres (Aponte, 2019, p. 312).

Laporta se cuestiona si “al poner en pie un artefacto dotado de todo el poder que lleva consigo el monopolio virtual de la fuerza -el uso en exclusivo de la violencia- las más sombrías amenazas se proyectan otra vez sobre la esfera de la acción de los individuos, y, por tanto, sobre su autonomía personal” (1994, p. 137). Tómese en cuenta que, si el Estado crea normas de contenido general y abstracto y, además de ello, posee el monopolio legítimo de la violencia en manos equivocadas, puede suponer un escenario para eliminar y restringir libertades. La respuesta radica en la aportación propia y característica del pensamiento europeo a la teoría de las instituciones políticas, vale decir, la elaboración de un conjunto de “ideales complejos inspirados en postulados éticos, en exigencias morales, cuyo sentido último es precisamente la protección de la autonomía individual frente al poder político”. Se entiende así, al Estado de derecho, el sometido a la ley y ello puede suponer un problema. El Estado de derecho consiste así en el imperio de la ley (Laporta, 1994, p. 137).

Incluso, al imperio de la ley le han imputado tres grandes sentidos. La primera, la más amplia, entiende por ley todo el derecho; la segunda, más estricta, aprecia a la ley como aquella emanada del parlamento y expresión de la democracia; y la tercera, es la posición especial que goza la ley dentro del ordenamiento jurídico (Gascón, 1999, p. 26). La significación del concepto de ley ha sufrido un cambio fundamental, señala Hayek, es la que imputa a la ley como cualquier orden emanado del cuerpo legislativo siendo lo prudente refutar sólo “ley” que es aquella norma aplicada a todos, es decir, a la generalidad como requisito inherente a esta, siendo el common law un ejemplo sobresaliente (Hayek, 1991, p. 4).1

La esencia del imperio de la ley asegura que la maquinaria de coerción organizada (Gobierno/Estado) solo puede ser usada en el momento en que aquella es exigida por la norma y no por la voluntad personal o de acuerdo con decisiones arbitrarias o discrecionales (Hayek, 2010, p. 112). El imperio de la ley no es una noción descriptiva que diga cómo es el derecho, sino un complejo ideal metajurídico que dice cómo debe ser el derecho. Indica que el núcleo principal debe estar compuesto de normas en sentido de reglas, de esa manera se favorece el normativismo en lugar del decisionismo caracterizado por un derecho “fruto de decisiones individuales, súbitas y concebidas ad hoc, no gobernadas por pauta alguna y emitidas por quien detenta el poder” (Laporta, 1994, p. 140).

Aun cuando en el Estado de derecho coloca a la ley en una especial posición, no cualquiera garantiza la protección de las personas o de las libertades individuales (Aponte, 2021). Para Bastiat la ley debe servir para el fin que fue creada, pero suele ser un instrumento de expoliación, esto es, en el momento en que se dedica a

[…] a aniquilar la justicia que habría debido hacer reinar, a borrar entre los derechos el límite que debería haber hecho respetar; puso la fuerza colectiva al servicio de quienes quieren explotar, sin riesgo y sin escrúpulos, la persona, la libertad y la propiedad ajenas; convirtió el despojo en derecho para protegerlo y la legítima defensa en crimen para castigarlo (Bastiat, 2009, p. 183).

Por lo pronto, lo más significativo del Estado de derecho para el individuo es poder prever la acción del Estado y utilizar este conocimiento como un dato al establecer sus propios planes. “Lo que supone que el Estado no puede controlar el uso que se hace de sus instrumentos y que el individuo sabe con exactitud hasta dónde estará protegido contra la interferencia de los demás, o si el Estado está en situación de frustrar los esfuerzos individuales” (Hayek, 2010, p. 115).

Controlar y restringir la tarea del legislador

Indica MacCormick que la libertad tiene un valor independiente y la manera de asegurarla es restringiendo la tarea de la legislación mediante lo que Hume denomina “reglas generales inflexibles”. Concluye que los modos de gobierno que se restringen a sí mismos son modos de gobiernos libres (1989, p. 315). Oakeshott, citado por MacCormick, estableció la relación entre el orden espontáneo y el imperio de la ley, así:

Oakeshott es absolutamente claro en que el elogio del imperio de la ley solo puede hacerse en términos de sus virtudes intrínsecas, no en términos de sus efectos […] “El imperio de la ley no cuece pan, es incapaz de distribuir panes y peces (no tiene ninguno), y no puede protegerse a sí mismo contra el asalto exterior, pero sigue siendo la más civilizada y menos gravosa concepción de Estado que quepa imaginar”. Esta línea de pensamiento podría ser por ello una base más prometedora sobre la que articular un argumento en favor del “orden espontáneo” hayekiano o de algo parecido a ello […] Porque desde luego la espontaneidad no es parte de la idea de Oakeshott. Tal y como él caracteriza el imperio de la ley, uno de sus elementos fundamentales es una noción decididamente gesetzespositivistish de la “autenticidad” de las reglas (MacCormick, 1989, pp. 323 y ss).

Desde una perspectiva diferente, para Rubio (1986, pp. 99-100), pese a la fórmula utilizada en el Preámbulo de la Constitución de España, la idea de Estado de derecho que informa la realidad jurídico-política española relacionada con limitación del poder legislativo, según el cual debe respetar el contenido esencial de los derechos fundamentales, lleva consigo un debilitamiento del concepto formal de la ley como fuente del derecho.

Posibles causas de la crisis del principio de legalidad

El concepto de ley ha resistido los envites de la realidad político-jurídica y de la teoría, que según plantea Hierro (1996) puede resumirse en: 1) la diversificación de la ley y la competencia entre los diversos tipos de leyes (Estados complejos o Estados federales); 2) la aparición de normas no legales de carácter paralegal en los procesos de integración regional de los Estados; 3) la expansión de la fuerza normativa de las constituciones; y 4) la expansión de la fuerza normativa de los principios.

Por su parte, para Gascón (1999) existen circunstancias que denotan cierto debilitamiento al imperio de la ley, las cuales pueden resumirse en: 1) la eficacia en el derecho representa el grado más alto de ilegalidad y se relaciona con la desaparición del derecho y del Estado y con la sustitución por organizaciones paraestatales; 2) la violación de la ley por parte del Estado (corrupción); 3) declive de la centralidad en el ordenamiento jurídico y quiebra de las características de generalidad, abstracción y racionalidad debido a la incidencia de la supraestatalidad y la infraestatalidad. Vale decir, la ley ha dejado de ser la única fuente suprema de regulación uniforme y heterónoma a la que todos están sometidos por igual en el marco del Estado para convertirse en una fuente más; 4) inflación legislativa; y 5) abandono del imperio de la ley para pasar al imperio de los jueces.

Todas y cada una de estas causas son ostensibles en América Latina, cuyo escenario dista en varios elementos. El surgimiento del paramilitarismo y otras organizaciones criminales ejercieron la coacción e influencia en las decisiones del país, al igual que la ola neoconstitucional en varios países de la región entre ellos, Venezuela, Ecuador y Bolivia. Debe sumarse a esto que ahora el juez es creador de derecho y no un aplicador de justicia que ubica a los principios como una fuente principal, empleados bajo fórmulas como la ponderación o la del peso. Todo esto ha erosionado de forma paulatina el Estado de derecho.

En un diálogo que mantuvieron Atienza y Laporta, el primero le preguntaba sobre su recelo o desconfianza al nuevo paradigma constitucional o el neoconstitucionalismo, a lo que el segundo contestó: mutatis mutandis, es decir, no se puede pregonar esas ideas y profesar el imperio de la ley al mismo tiempo. Indicó, además, que “para proteger a la persona es preciso someter el poder a normas jurídicas que se presenten predominantemente con la forma de reglas” (Atienza y Laporta, 2009, pp. 206-208). Otro de los aspectos que evidencia una crisis del principio de legalidad atiende a la importancia que toda la red de tratados que se suscriben en múltiples materias, de esa manera,

[…] cada vez es mayor la dificultad para reducir el Derecho a Derecho estatal. Particularmente en lo que a Europa se refiere, la internacionalización de la vida económica, política y social obliga a los Estados a importar de manera creciente normas y a que cada vez más se apliquen a sus ciudadanos reglas producidas más allá de sus fronteras (Sarrabayrouse, 2012, p. 34).

En efecto, ya la ley ha perdido el lugar de preponderancia que se le atribuye en el liberalismo y de manera sistemática ha ido cediendo los espacios que le correspondían. Ello no quiere decir que la ley deje de mostrar eficacia y sea considerada el instrumento que por excelencia regule y garantice la protección de ciertos derechos esenciales para la vida en sociedad. La realidad ha ido demostrando que su uso es instrumental en este nuevo modelo constitucional, vale decir, no responde a la protección de libertades y a la limitación del poder.

La ley no garantiza la libertad

Con la instauración del Estado de derecho se logró recluir al derecho a un conjunto sistemático y cerrado de normas positivas, excluyendo de él toda referencia al valor material de la justicia. Empero, la sociedad ha comenzado a ver en la ley algo en sí mismo neutro “que no solo no incluye en su seno necesariamente la justicia y la libertad”, sino que puede convertirse en la más fuerte y formidable “amenaza a la libertad” justicia (García, 1983, pp. 598-599). Incluso, en una forma de organización de lo antijurídico y en un instrumento para la perversión del orden jurídico.

Hay autores que le atribuyen al capitalismo el derrumbamiento de la ley al indicar que las funciones de este modelo pueden resumirse en tres grandes aparatos: la primera, una función represora para asegurar el orden social económico frente a posibles amenazas; la segunda, el aseguramiento de la hegemonía de la ideología dominante, y; tercero, la producción de ciertas condiciones que los privados no pueden asegurar, por ejemplo, transporte y comunicaciones. Esto es producto del gran incremento del papel del Estado capitalista en la economía, situación que se viene reproduciendo desde el siglo XIX y XX (Estévez, 1990, p. 107).

Para el autor en referencia la crisis de la legalidad tiene su génesis en ciertos factores que merecen la pena ser analizados con detenimiento. El intervencionismo estatal lleva consigo que las reglas de actuación no sean ya solo normas generales y abstractas, sino, directrices que marcan objetivos concretos, que pueden tener la forma de normas jurídicas. En uno (las normas generales) se determinan las competencias, el otro (las directrices) suponen una autorización implícita de utilizar los medios que se consideren más eficaces para su consecución (Estévez, 1990, p. 107). Un doble fenómeno contemporáneo ha hecho posible compatibilizar diferentes criterios de racionalidad, vale decir, ese incremento de las materias reguladas en lo jurídico viene acompañado de la pérdida de precisión de las normas jurídicas, en virtud de la informalización del derecho. En efecto, en el ámbito concreto de la Administración,

[…] esta “informalización” se concretaría en la aparición, junto a las clásicas normas que delimitan competencias y establecen procedimientos a seguir, de otras normas que se limitan a fijar los objetivos que deben alcanzar determinadas instancias administrativas. Se mantiene, pues, la cobertura jurídica de la actuación estatal en general y administrativa en particular. Pero las normas que configuran esa cobertura pierden capacidad de predeterminar las decisiones concretas […] Se trata del paso de un derecho predominantemente formal a un derecho predominantemente material. Es decir, el paso de un derecho que se limitaba a configurar marcos formales de actuación, a un derecho que decide sustantivamente muchas cuestiones, cuya resolución se dejaba anteriormente a los mecanismos sociales […] Son en realidad las normas generales -especialmente las leyes- las que se “informalizan” […] La pérdida de determinación de las normas generales implica un aumento del margen de maniobra de esas instancias (Estévez, 1990, p. 112).

El principio de legalidad constituyó uno de los más importantes principios del Estado contemporáneo. Sin embargo, quienes expurgan a la ley lo hacen acusándola de no alimentarse de valores como la justicia, o al existir cierta disociación entre ambos, se ha hecho un instrumento neutro, que en lugar de garantizar derechos de libertad puede, en ocasiones, propiciar derechos de no libertad.

Principio de legalidad y su fractura con el advenimiento del Estado social

Otra amenaza que atenta contra el principio de legalidad es la aparición de la cláusula del Estado social. Las limitaciones formales que imponían las leyes que tenían por objeto inhibir cualquier actuación de la Administración pública que incidiera en los derechos de libertad han supuesto un marco referencial aplicable en ciertos espacios de la vida diaria. La crisis del concepto decimonónico de la ley y su incidencia en el resurgimiento de nuevos tipos normativos se debió, en criterio de Peña (2005), a los siguientes acontecimientos, todos relacionados con los conflictos bélicos que atravesó la humanidad:

  • La sustitución del principio de primacía de la ley por el principio de supremacía constitucional. Luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial la mayoría de los países europeos comenzaron a promulgar constituciones normativas, lo que ubico ipso facto a estos textos normativos en el lugar que en otrora ocupaba la ley;

  • El monopolio que antes de la Guerra Mundial tenía el parlamento cede debido a lo lento y casi inútiles que se tornaban los procedimientos de promulgación ante situaciones de emergencia. Motivo por el cual la diputación comenzó a dictar leyes denominadas de “plenos poderes” mediante las cuales autorizaba al Poder Ejecutivo para que legislase por medio de decretos, es decir, para que asumiese de forma temporal la potestad legislativa del órgano parlamentario;

  • Finalizada la guerra, la distribución de la cuota legislativa no desapareció, empero, “tal pronóstico resultó fallido, en virtud [de] que fue esa la época en que los Estados europeos presionados por los ciudadanos comenzaron a transitar la senda del Estado social de derecho; y, por consiguiente, a convertirse en prestadores de servicios públicos esenciales” (Peña, 2005, p. 36.).

A propósito del Estado social, merece la pena reproducir las ideas propuestas por Combellas (1980, pp. 38-50) en torno a dicha fórmula y los significativos cambios que trajo consigo en contraste con el modelo anterior. Para este autor, el Estado social:

  • Establece una nueva dimensión de los derechos fundamentales, orientados a una concepción distinta a la tradicional. No se conciben como limitaciones al Estado, sino que se ligan a la aparición de los derechos sociales, lo cual supone que las libertades públicas no se sitúan de forma negativa, sino positiva, como garantías de participación.

  • En segundo lugar, se fractura el dogma de la división de poderes, no lo desconoce. Sin embargo, señala que los decretos leyes son instrumentos empleados por el Ejecutivo en circunstancias de naturaleza imprevisible, necesaria y urgente. El parlamento, a su juicio, “ha dejado de ser, en buena medida, la tribuna pública en la que se discuten y resuelven, como antaño, los grandes problemas, conflictos sociales y políticos de la nación. De centro integrador de la resolución de conflictos, el parlamento se ha convertido en ratificador formal de las decisiones tomadas de antemano por los partidos y grupos de seno” (Combellas, 1980, p. 43).

  • De manera progresiva se ha ido produciendo una autonomía del poder administrativo con respecto a los otros poderes, especialmente el Legislativo.

  • Existe el rol de la justicia en el Estado social, tanto desde el plano del control judicial de los actos de la Administración pública y de la constitucionalidad de las leyes, convirtiéndose en este punto en el “Guardián de la Constitución”. Se produce de ese modo, un proceso de “judicialización de la política” en el que existe una adquisición por parte de los jueces de “la posición de árbitros definitivos de procesos políticos y guardianes de los postulados valorativos consagrados por la Constitución” (Combellas, 1980, p. 50).

En ese sentido, en cuanto a todas las modificaciones y “transformaciones” sufridas por el Estado liberal y su paso al Estado social, han sido producto de una desformalización de sus estructuras y la incorporación e impregnación a sus genes principios y valores, así como de las tensiones sufridas por las tesis de liberación (Estado social) y de libertad negativa (restricciones al poder público).

Problemas de las leyes habilitantes

La doctrina ha proferido críticas en cuanto a la producción de leyes habilitantes, situación que ha sido detonante de la degradación de la legalidad. Rubio (1986, p. 417), refiriéndose a la teoría de la ley, estableció las diferentes facetas que tiene esta, lo que permite determinar cuál es el campo que la Constitución le reserva. La aplicación de la ley puede resolver problemas concretos que suscita la habilitación que el legislador concede a la Administración para regular por vía reglamento materias determinadas. Aun cuando Rubio circunscribe su análisis con mayor detalle en las materias que puede desarrollarse mediante el reglamento, no es menos cierto que tiene total vinculación con las leyes habilitantes en las que se quebranta la reserva legal, invadiendo derechos fundamentales como la libertad y la propiedad.

A modo de ejemplo, desde la experiencia venezolana es posible encontrar especies de delegaciones en blanco desde el punto de vista cualitativo v.g. en el momento en que se autorizó al presidente dictar decretos con fuerza de ley regulatorios de la libertad económica, libertad de empresa por medio de la ley Autorizatoria de 1974; sin embargo, advierte que:

[…] estas alcanzan un número claramente exagerado, como en el caso de la ley habilitante de 2001, mediante la cual la Asamblea Nacional delegó al Presidente de la República la potestad para dictar cuarenta y nueve decretos leyes, cuando el Parlamento en el año 2002 no logró sancionar más de veinte leyes. En casos como el citado se produce, en nuestro criterio, una inconstitucionalidad estructural, porque el Parlamento en la práctica hace una dejación de su función esencial y existencial, […] se procede a una concentración de poderes en manos del Ejecutivo que hace ilusorios los mecanismos propios del Estado democrático y de derecho (Peña, 2009, pp. 161-162).

Tesis de Alejandro Nieto: su desconfianza hacia la ley y la legalidad

Respecto al tema de la ley, resultan imprescindibles los argumentos de Nieto, más aún, si se quiere tener una visión integral sobre la ley y el Estado. La lucha que ha sostenido este autor para dotar de realismo a tales conceptos, lejos de los planteamientos teóricos tradicionales, ha conducido en muchos de sus trabajos a negar la existencia de la legalidad y su desconfianza hacia la ley. Nieto es conocido por sus valiosos aportes en los temas de la burocracia: no solo sistematizó dicha materia, ya que también, al establecer la formulación del fenómeno burocrático en la Revolución francesa, dio cuenta de la labor que la ley tuvo en sus albores y con mayor exactitud en el imperio napoleónico (Nieto, 1976).

Sobre el particular, indicaría citando a Peuchet en 1789, que este no creía que existiera un Estado en el que la influencia del sistema burocrático sea tan intensa, absurda y extendida como en Francia. Peuchet insinuaba que “aquí el ciudadano no es nada y quien gobierna es el empleado”. La advertencia que desde preludios de la Revolución francesa predica Peuchet es, si se quiere, una de las razones de fuerza para que el principio de legalidad adquiriera la resonancia que aún hoy mantiene (Nieto, 1976, p. 74).

Desde el plano constitucional, el problema tuvo una dimensión muy clara: ha surgido un poder administrativo o ministerial que entra en conflicto con los demás poderes, por cuya razón “las Cortes Constituyentes, desde octubre de 1789, se esfuerzan en limitar su desmesurada extensión”; sin embargo, de modo paradójico, “los ministros, sin perjuicio de su gran fuerza hacia el exterior, se encuentran, a su vez, interiormente dominados por sus empleados, como Gulliver en el país de las enanos” (Nieto, 1976, p. 75). En virtud de ello, surge en la Revolución francesa la necesidad de:

[…] hacer frente a esta doble serie de cuestiones y, en consecuencia, por un lado, ha de intentar someter a los ministros al imperio de la ley, evitando su arbitrariedad, y, por otro lado, ha de romper la resistencia que los ministros, a la hora de ejecutar la ley, pueden encontrar en los inferiores o en otras corporaciones. Los jacobinos descubrirían, a tal efecto, una fórmula perfecta para solucionar ambos problemas en la centralización (que además ofrecía, a través de la burocracia profesionalizada, garantías de una mayor competencia técnica) (Nieto, 1976, p. 76).

En ese breve pasaje se aprecia con claridad que desde los inicios de la Revolución francesa a la ley se le asignó una tarea clara: limitar la actuación de los ministros, que posteriormente dio paso a la centralización. En ese sentido, el Gobierno napoleónico consiguió imponer sus principios sobre una nación desarticulada para ese momento, convirtiéndose en deux ex machina, resolviendo los problemas políticos y prestando unos niveles de eficacia para ese momento inigualados.

Siguiendo el rastro de la obra de Nieto, se observa que en el diálogo epistolar que mantuvo con el otro gran maestro español, Tomás Ramón Fernández, en la cuarta carta de esa dialéctica que mantuvieron, este le escribiría: “Sobre la ley y su sicofantes (A. N.)” (Nieto y Fernández, 2008, pp. 62-76). En la misiva este señala que el derecho no se agota en la ley, cuestión que a su criterio es bien sabida, al menos desde Geny. Por tal motivo, no cree en la ley o precisamente en el papel que de ordinario se le atribuye. Haciendo analogías con uno de los pasajes del periplo que vivió Moisés por cuarenta años en el desierto, indicó que la ley es como “un becerro de oro que brilla demasiado y es más cómodo danzar en su torno, repitiendo las músicas de siempre, que aventurarse por las zarzas del desierto buscando al Dios verdadero, al Derecho que está por encima de la ley” (Nieto y Fernández, 2008, p. 64).

Afirma que la ley es expresión de la voluntad del poder de las clases eminentes y sirvió para racionalizar la imposición de sus intereses. En este sentido, aduce que cuando llegó la hora histórica, “los propietarios no vacilaron en declarar legalmente que la propiedad era ‘sagrada’ y la defendieron consecuentemente”. A su criterio, en el momento en que la ley no es superflua es ideológica, de modo inevitable, y ahora que el capitalismo se ha europeizado, las clases eminentes ya no quieren instrumentalizar su poder mediante legislaciones nacionales y lo único que quieren es que le dejen las manos libres (Nieto y Fernández, 2008, p. 65).

A renglón seguido, indicaría que los Estados no pueden ser desmantelados por completo, por lo que para mantener la paz social se conserva un esqueleto del Estado de bienestar, desplegando “una intervención suficiente para llenar el estómago de una burocracia insaciable y de una casta política rapaz que sin este precio no estaría dispuesta a soltar sus instrumentos de dominación (las leyes) y de rapiña (la intervención)”. Por ende, la formula estatal ofrece la ventaja en las leyes parlamentarias, y es que “obra un ingrediente democrático que interfiere o tamiza el ejercicio descarnado del poder; pero tiene el inconveniente de su costo económico, su ineficacia operativa y la rapacidad de sus operadores” (Ibid., p. 67).

Insiste Nieto en la necesidad de bajar a la ley de los altares del lugar en el que fue ensalzada por los iuspublicistas españoles, que “[…] redescubrieron el principio de la legalidad cuando empezaba a declinar el franquismo y llevaron a cabo una operación de mixtificación perfecta, de la que todavía no nos hemos repuesto del todo” (Ibid., p. 68). De igual modo, sugiere que en la actualidad no se hacen las leyes para proteger a los ciudadanos sino para oprimirlos, “puesto que se conciben, casi sin excepciones, como instrumentos de intervención pública en beneficio de un impreciso interés general que se concreta en limitaciones harto precisas del interés individual, la recortarse inexorablemente el ejercicio de las esferas personales” (Ibid., p. 70).

Por otro lado, en su libro titulado La organización del desgobierno hizo contundentes críticas a la ley. Arguyó que la sumisión de la Administración a la misma es una de las consecuencias más admirables del Estado de derecho en cuanto garantiza la supremacía del parlamento elegido por el pueblo. Esto considera que dicha concepción de la legalidad genera una disfunción al ser entendida “no ya solo como el sometimiento de la Administración a la ley, sino como la exigencia de que todas las tomas de decisión han de ir precedidas de una norma general” (Nieto, 1984, pp. 51-55). Esta forma de pensar genera algunos inconvenientes, tales como: 1) se complica el proceso de toma de decisiones al desviarse la energía pública hacia la producción normativa, en lugar de preocuparse en lo que realmente se debe hacer; 2) la acción administrativa se paraliza por falta de una norma previa que habilite su actuación, incluso, en supuestos de urgencia y necesidad si un ministro “no encuentra un asidero normativo que les sirva de cobertura para la acción, se inhiben ante el riesgo de incurrir en ilegalidad”; 3) la norma previa sirve como coartada para esquivar la responsabilidad, en el sentido que se refugian en el cómodo arbitrio de la normatividad general; y 4) el funcionario se degrada a un simple ejecutor sin inteligencia ni iniciativa “(desviación burocrática esencial, clave del sistema)” que genera un retraso en el proceso de toma de decisiones (Nieto, 1984, pp. 53-55).

Nieto, además de ser reconocido por su tenacidad argumentativa, lo es también por añadir, en ocasiones, humor y sátira en sus planteamientos, ingredientes que pueden considerarse rebeldes. Durante las lecciones que brindó en la Universidad Complutense de Madrid, a las que denominó “El arte de hacer sentencias o teoría de la resolución judicial”, se refirió en la primera de sus lecciones al imperialismo de la ley y el positivismo legal y preconizó duras críticas a estos dos institutos (Nieto, 1998). De igual modo, se delata de entrada como retórica y solemne la expresión imperio de la ley; se cuestiona que este debe garantizarse, cuestión que le merece la siguiente interrogante:

¿pero qué garantiza si nadie sabe lo que es el imperio de la ley? Esta mañana terminaba de leer un artículo de Bartolomé Clavero, el catedrático de historia de Sevilla, en la que llega también a esta dolorosa conclusión: “que nadie sabe [...] (y él que es historiador y ha dedicado mucho tiempo a estudiarlo menos que nadie) lo que es el imperio de la Ley” (Nieto, 1998, p. 15).

De seguida, realiza un cuestionamiento relativo al respeto y obediencia que merecen los funcionarios, tanto por el lado de la ley y el derecho como del sometimiento de las órdenes de sus superiores. A su criterio, existe una palpable diferencia entre la labor de los jueces que dependen solo de la ley y no de instrucciones; “mientras que los funcionarios están sometidos ciertamente a la ley y al derecho, también están sometidos a la orden superior” (Nieto, 1998, p. 17). Esta revisión es significativa, por cuanto el funcionario llega a tener dos amos, situación que genera complicaciones debido a que pueden entrar en contradicción la ley y las órdenes del superior. Incluso, dicho conflicto contiene dos principios constitucionales: el de la legalidad en sentido estricto y el principio de la jerarquía, principios que a su criterio están en un mismo nivel de jerarquía (Nieto, 1998, pp. 17-18).

El planteamiento de Nieto puede resumirse de la siguiente forma: el funcionario que recibe una orden ilegal “si la cumple le persigue el juez, ¡y si no la cumple le persigue el superior! en ambos casos son delitos, ¡el delito de desobediencia y el delito material que haya sido, lo cual es una incongruencia total! o lo uno o lo otro”. Esto lleva a concluir y es que “el funcionario no está siempre sometido ni mucho menos al imperio de la ley puesto que en la mayor parte de los casos a quienes está sometido es a la obediencia debida” (Nieto, 1998, p. 18).

En la segunda parte de la clase, Nieto embiste contra el principio de legalidad, al cual alude como es un principio retórico, “¿por qué? ¡Porque no dice nada!” y es “dogmático autoritariamente aplicado”, y en su paroxismo agregó lo siguiente:

[…] porque ¡ay de aquel que ponga en duda el Principio de legalidad!, ¡ay de aquel porque será condenado por heterodoxo y hereje y será estigmatizado hasta el final de sus días! por eso, ¿quiénes podemos poner en duda y hasta atacar frontalmente el Principio de Legalidad? Pues, los que no tenemos nada que perder. Pero suponiendo que Ustedes no creyeran en el Principio de legalidad, ¿serían capaces de decirlo en público? (Nieto, 1998, p. 26).

Otra gran crítica que le atribuye al principio de legalidad es su ceguera ante los hechos, (Nieto, 1998, p. 28). También arguye que el principio de la legalidad en su formulación tradicional no desconoce solo los hechos, sino también el fenómeno de la “personalización del poder”, y en este punto habría que prestarle total detenimiento. Advierte que la formulación tradicional del principio de la legalidad comporta como presupuesto, tal y como sostiene García de Enterría, la marginación de los poderes personales. Esto es, se deja de un lado a las personas físicas, el soberano absolutista, para colocar en su lugar un árbitro o un poder abstracto, vale decir, la ley.

Para mí, como digo, el poder sigue absolutamente personalizado. Lo compartirán o no lo compartirán, pero yo sin esas personas con nombre y apellido, no veo el poder, ni veo las leyes. Las leyes son de carne y hueso, son inspiradas por personas de carne y de hueso, de modo que no se me haga la alabanza de la ley por esta despersonalización ni por esta abstracción, las leyes podrán estar mal redactadas o bien, podrán tener unas intenciones u otras, pero sus finalidades están de ordinario muy claras (Nieto, 1998, p. 30, el destaque es nuestro).2

Ahora bien, en otra de sus grandes obras Nieto delató ciertas inconsistencias del sistema jurídico y no sin fomentar cierta polémica, como es de costumbre, y más precisamente de cómo el contencioso administrativo ha sido cuna de la tutela, casi de manera exclusiva, de los derechos individuales, excluyendo los intereses y derechos colectivos (Nieto, 1975). En esta ocasión Nieto no desaprovechó la oportunidad para denunciar la imperfección del ordenamiento jurídico, lo cual puede comportar por motivo de su rigurosidad la paralización del funcionamiento de la Administración pública y de ciertos servicios públicos esenciales; pero dejemos que sea el propio Nieto quien exponga el planteamiento:

En ocasiones el respeto riguroso a la legalidad presupuestaria -o a la legalidad a secas- perjudica, e incluso imposibilita, el funcionamiento normal de los servicios públicos, hasta tal punto que el funcionario consciente ha de infringir cada día tanto el ordenamiento administrativo como el penal. Los plazos del procedimiento se alargan o acortan según las necesidades, la cuantía de los contratos se fracciona, los horarios de trabajo se alteran, las retribuciones se ocultan, las incompatibilidades se relajan y -para no seguir con esta relación indefinida, que todo el mundo conoce-, las llamadas malversaciones indirectas son perfectamente habituales, sin que por ello exista (en los casos a que me estoy refiriendo) asomo de culpabilidad por parte del autor, antes al contrario un auténtico celo y sentido de la responsabilidad (Nieto, 1975, p. 16).

Las reservas de Nieto hacia el imperio de la ley y el principio de legalidad son difíciles de objetar, al menos desde la realidad. Deben ser estudiadas con mucha mesura, por cuanto ideas tan revolucionarias en manos de personas no indicadas pueden convertirse de una supuesta legalidad en el reino de la arbitrariedad. No se trata de que Nieto no crea en el principio de legalidad, es creer que este autor está sugiriendo que la Administración haga lo que quiera sin amparo en ningún instrumento normativo. Que violente libertades porque la ley no existe. No es ese el mensaje. Es un hecho que la ley, muy a pesar de todas las dudas y celos que formula Nieto, genera cierta seguridad en la ciudadanía, necesaria para proteger a los individuos del poder.

Reflexiones finales

Tal y como indica Laporta (1994), el principio del imperio de la ley procura que el ser humano tenga la posibilidad de prever las circunstancias de sus acciones, lo que supondría por sí mismo que pudiera hacer planes con confianza. La certeza es clave de este planteamiento, es decir, que no exista la posibilidad de que detentadores del poder puedan cambiar a su criterio las normas sobre las cuales se planificó el individuo por sí mismo. De forma lamentable, el espíritu de una ley que tenga por fin garantizar libertades y, por ende, limitar el poder, es una rareza en la región. El derecho se ha hecho más dúctil, más flexible, arbitrario y la ley una herramienta de instrumentalización de ese modelo neoconstitucional.

El imperio de la ley se caracteriza porque: 1) la autoridad que emite las leyes debe estar autorizada para ello; 2) las normas deben ser generales y abstractas; 3) no pueden ser retroactivas, salvo casos particulares; y 4) deben ser públicas y claras, evitando que sean redactadas con ambigüedades que a posterior serían el caldo de cultivo de decisiones arbitrarias e imprevisibles. El Estado social tiene una fuerte desconfianza en la ley, la cree contraria a un presunto interés general. Sobre esa base, esa supuesta dicotomía debería resolverse entendiendo que la ley no debe servir para modelar a la sociedad, sino para permitir que esta camine de manera libre, para que cada individuo cumpla a su voluntad su plan de vida. En América Latina los procesos constituyentes han debilitado a la ley como instrumento garante de la libertad y controlador del poder, a lo que debe añadirse que el juez es creador de derecho y no un mero aplicador, debilitando por vía de consecuencia el Estado de derecho.

Por otra parte, autores como Nieto tampoco creen en la ley. Parte de sus planteamientos van dirigidos a evitar que el control que ofrece la ley signifique por vía de consecuencia en una fórmula para hacer inoperante al Estado. El problema deviene en el momento en que la cultura de un pueblo no reconoce los rasgos más característicos de la libertad y piensan que la misma genera opresión en el “pueblo” y hay que limitarla y, por lo tanto, ya la ley deja de servir a un fin legítimo para reducirse a un predicado del poder, muchas veces en un artefacto decorativo de lo que alguna vez se entendió por democracia. Se procura que esta discusión siga viva y, por ende, los problemas que se presentan por la crisis de la legalidad se eviten lo más posible. Para ello es necesario que el Estado de derecho y el principio de legalidad sea garantizado velis nolis.

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1Las reglas del common law suponen aislar de la decisión concreta solamente aquello que no tiene significación general y descartar las características individuales del caso.

2En similares términos, véase: ([xref ref-type="bibr" rid="r22"]Nieto, 2007[/xref]).

Recibido: 22 de Mayo de 2021; Aprobado: 15 de Enero de 2022

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