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Estado & comunes, revista de políticas y problemas públicos

versión On-line ISSN 2477-9245versión impresa ISSN 1390-8081

E&c vol.1 no.10 Quito ene./jun. 2020

https://doi.org/10.37228/estado_comunes.v1.n10.2020.148 

Articles

La corrupción en 3D: una radiografía de sus componentes

Corruption in 3D: A Radiography of its Components

Víctor Daniel Cabezas Albán1 

Valentina Lucio Paredes Aulestia2 

1Maestrante por la Universidad Externado de Colombia, Colombia, vcabezas@jaramillodavila.com

2Investigadora independiente Ecuador,valelucioparedes@gmail.com


Resumen

El siguiente artículo analiza el complejo fenómeno de la corrupción a partir de una extrapolación de los elementos de la teoría del triángulo de la violencia propuesta por el sociólogo noruego Johan Galtung, elementos que, al ser utilizados en el seno de la teoría de la resolución de conflictos para explicar el origen de la violencia y sus manifestaciones, nos permiten comprender las raíces institucionales y jurídicas de la corrupción. Mediante una revisión bibliográfica que apunta a la caracterización de la corrupción mediante la teoría de Galtung, también se busca comprender aquellos elementos que caracterizan a la corrupción tridimensional: corrupción directa, estructural y cultural. Este artículo aporta elementos para la construcción de la política pública que permitan abordar este complejo y multidimensional problema.

Palabras clave: corrupción; política pública; violencia; cultura política; derecho; gobierno.

Abstract

The following article analyzes the complex phenomenon of corruption based on an extrapolation of the elements of the triangle of violence theory, proposed by the Norwegian sociologist Johan Galtung. Using these elements developed within the conflict resolution theory to explain the origin of violence and its manifestations, allows us to understand the institutional and legal roots of corruption. Through a bibliographic review that points to the characterization of corruption through Galtung's theory, the authors also seek to understand those elements that characterize three-dimensional corruption: direct, structural and cultural corruption.

Keywords: corruption; public policy; violence; political culture; law; government

Introducción

Pocos temas ocupan con tal intensidad la agenda mediática en Latinoamérica como la corrupción. Ciertamente ha adquirido mayor notoriedad a partir de tres eventos cuyo denominador común ha sido su capacidad de escalamiento trasnacional y los límites difusos entre lo público y lo privado (Cuenca, 2017). El primero de estos eventos fue el escándalo FIFA Gate en el que autoridades suizas y estadounidenses adelantaron investigaciones entre 2015 y 2016 por soborno, fraude y lavado de dinero en contra de catorce altos dirigentes del fútbol mundial. El segundo, una serie de investigaciones iniciadas en 2014 en Brasil en contra de la constructora Odebrecht y que se profundizó dos años después, cuando esa empresa pagó al Departamento de Justicia de Estados Unidos alrededor de tres mil quinientos millones de dólares a manera de compensación por un esquema de sobornos y corrupción que implicó a los más altos funcionarios de diversos Estados de América Latina. El tercero fue el escándalo de los Panama Papers en 2016, una filtración de documentos confidenciales de la firma de abogados Mossack Fonseca que revelaba el ocultamiento de activos por parte de altos funcionarios de gobierno, personajes deportivos y de la farándula y líderes mundiales.

Resultaría miope pensar que la corrupción es un fenómeno atado a una corriente política, a un momento específico de la historia o que se limita a los episodios que se han revelado en el curso de los últimos tres años, referidos ut supra. Los antecedentes de este fenómeno vienen desde los orígenes del diseño institucional que, amplio sensu, rige el sistema jurídico y político que hoy vivimos en Latinoamérica. Para efectos de revisar los antecedentes de la corrupción, conviene remitirnos a la historia para seguirle los rastros a aquellos focos de conflicto que aquejan a la sociedad. Una buena parte de nuestra herencia institucional se la debemos a la antigua Roma, una civilización de la que replicamos un modelo de aplicación del derecho y esencialmente una forma de interactuar con el poder. Hace más de 2000 años atrás la base del sistema social y político era el clientelismo, que era la interacción entre el patrón -quien tenía los contactos, el poder- y el cliente -quien necesitaba un puesto, un favor, un servicio del Estado- (Albertazzi, 2014). De hecho, según Garnsey (1991, p. 177), este orden “proporcionaba muchos de los servicios que hoy día recibimos de instituciones impersonales, ya sean gubernamentales o privadas”.

En el clientelismo encontramos una asimetría de poder entre el patronus y el cliens, que, sin embargo, no llega a ser totalmente dominante. Siguiendo a Ardanaz (2005, p. 3), el clientelismo encuentra su asidero en que:

El poder de la élite está en función de su acceso privilegiado al control de los recursos y a la toma de decisiones. La carencia de ese poder por parte de los más pobres es lo que los empuja a establecer relaciones de dependencia respecto a los más privilegiados […] Los aristócratas habían disfrutado, desde siempre, de derechos de libertad (libertas) propios de la vida política oligárquica. Su capacidad de ejercer un justo grado de patronazgo era parte de estos derechos.

A las autoridades romanas el clientelismo les costó mucho, pues en buena medida implicó su decadencia como república. Según explica Robles Velasco (2017, p. 112) “delitos tan actuales como el cohecho, el tráfico de influencias, el robo de las arcas del Estado, la extorsión, la adjudicación de obras públicas a los amigos poderosos o la compra de votos colapsaron a muchos gobiernos de la antigua Roma”. O sea, las estructuras de corrupción enraizadas a partir del clientelismo implicaron una debacle moral y financiera que luego sería atacada desde el derecho, con la expedición de una serie de leyes (Lex de ambitu -432 a. C.; Lex Poetelia de ambitu -358 a. C.; Lex Cornelia Baebira -181 a. C.) que buscaban combatirla, pero que no lograron su cometido. Poco se podía hacer contra el clientelismo, sobre todo porque había sido el mecanismo natural de interacción con el poder y, por ende, no merecía la condena social:

Conocida es la anécdota histórica de Julio César, ante las puertas del Tesoro. Cuando aún era cónsul, Julio César fue el que propuso la última y más severa ley republicana contra los delitos de corrupción, la “Lex Iulia”, que incluía penas de multas desorbitadas y el destierro. Es curioso que fuera él, pues poco antes no había dudado en recurrir a cualquier medio para acceder al consulado. “Cuando el tribuno Metello trató de impedirle que tomase dinero de las reservas del Estado, citando algunas leyes que vetaban tocarlo, él respondió que el tiempo de las armas es distinto al de las leyes... y se encaminó hacia las puertas del Tesoro”, contó de él el historiador Plutarco. Eso no le impidió establecer más de cien capítulos en su ley, la mayoría de ellos destinados a los magistrados e, incluso, jueces que se hubieran dejado sobornar para favorecer a un acusado en un delito de corrupción (Robles, p. 116).

Este antecedente histórico no es una cuestión menor. La noción clientelar cultivada en Roma es la esencia de todas las formas de corrupción y, en efecto, debe ser un centro de atención al momento de formular política pública y, desde luego, lo será en la construcción de la propuesta teórica que formularemos en este artículo. Pues bien, la corrupción como un fenómeno altamente complejo cuyos orígenes se remontan a la antigua Roma -en la cual se acentuaron las bases de muchas de nuestras actuales instituciones-, es el foco de atención de este ensayo.

A su vez, el problema de investigación que abordaremos consiste en determinar en qué medida los elementos de la teoría de la violencia tridimensional, introducida por Johan Galtung para analizar las dinámicas de la violencia, pueden ser aplicados para explicar la corrupción y formular política pública asertiva para combatirla. Aunque esto será materia de análisis posterior, la teoría de la violencia tridimensional -nacida en el seno de la resolución de conflictos- expone que existen al menos tres manifestaciones de violencia: la directa, la estructural y la cultural. La violencia directa es la manifiestamente perceptible -un golpe, un balazo, una bomba-, la violencia estructural está determinada por las estructuras institucionales orientadas a favorecer a ciertos grupos o individuos por sobre otros, generando condiciones de desigualdad, por ejemplo, una ley que prohíba a las minorías sexuales acceder al derecho al voto o una ordenanza que prohíba a las personas afroecuatorianas utilizar los parques de la ciudad. Finalmente, la violencia cultural consiste en aquellas manifestaciones del lenguaje, los modismos, la cultura o la forma de relacionarnos socialmente que entrañan mensajes violentos ocultos: el asemejar “marica” a débil, la misoginia, etc.

Con base en estos postulados teóricamente desarrollados por Galtung en el seno los estudios de la paz, nos proponemos, en primer lugar, visibilizar la complejidad del fenómeno de la corrupción desde sus raíces institucionales y jurídicas, para luego introducir un nuevo enfoque teórico que permita comprenderla a partir de lo que hemos denominado corrupción tridimensional, una tesis que toma como punto de partida el triángulo de la violencia del sociólogo noruego Johan Galtung para explicar el complejo fenómeno de la corrupción.

Al efecto, iniciaremos examinando las aproximaciones teóricas más relevantes para definir y comprender la corrupción, lo que nos permitirá delimitar los elementos fundantes de la corrupción tridimensional. La metodología aplicada consistirá primordialmente en revisar la bibliografía especializada, junto con la extrapolación de los principales postulados de la teoría del triángulo de la violencia de Galtung, hacia la formulación conceptual de la corrupción tridimensional. Finalmente, el objeto de este ensayo consiste en conceptualizar lo que denominamos la corrupción tridimensional, como un nuevo enfoque para comprender íntegramente el fenómeno de la corrupción, con miras a establecer pautas para que a futuro se puedan incorporar políticas públicas más asertivas para abordar esta problemática.

Caracterizando la corrupción

No es el objeto de este artículo abundar en los extensos estudios que se han desarrollado para definir, explicar y dar tratamiento a la corrupción. A continuación, simplemente realizaremos un barrido de los que, estimamos, son los más relevantes. Empecemos por revisar qué entendemos por corrupción. No existe un acuerdo universal al respecto (UNODC, 2017). De hecho, la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción no contempla una definición unívoca, sino que incorpora una serie de conductas ejemplificativas,1 delegando a los Estados, en general, su tipificación. Transparencia Internacional, en su documento The anti-corruption plain language guide (2009, p. 14), por su parte, señala que corrupción es “el abuso de un poder encomendado para un beneficio personal”.

Nótese que esta definición, que estimamos que es la más amplia, incorpora como verbo rector al “abuso”, siendo su objeto el poder. Lo anterior implica sintéticamente un uso del poder no autorizado, indebido, que va más allá de lo ético, que raya la normalidad. Pero, además, dicha definición no distingue entre el funcionario de Estado o el agente privado. Esto resulta trascendental pues significa que la corrupción es un fenómeno común a la conducta humana y no necesariamente patrimonio del sector público o del privado (Cuenca & Perdomo, 2018). Por su parte, Abbink, Irlenbusch y Renner (2002) precisan los siguientes atributos definitorios de la corrupción:

  • Es una relación, lo que significa que se da en el contexto de una interacción de necesidades recíprocas y como parte de un entorno (social, económico, político, etc.);

  • Es una relación de confianza, puesto que, al estar inmiscuidos en actos ilegales o moralmente reprochables, el hecho de que ambos salgan indemnes pende de su coordinación y lealtad;

  • Conlleva consecuencias negativas para terceros, sea porque el dinero de un soborno pudo haberse utilizado en otras obras o porque el escogido para ejercer una función pública llegó por favoritismo y dejó de lado a otros candidatos sin contactos, pero con mejores competencias. La corrupción conlleva perjuicios para terceros como regla general. Aquí vale hacer una precisión, pues, en nuestro criterio, la corrupción siempre conlleva un alto costo de oportunidad,2 sea para el Estado o para el privado. Si, por ejemplo, una compañía elige a un gerente o a un proveedor bajo la lógica clientelar, o sea, por sus contactos y afectos y no por sus méritos, esa compañía pierde la oportunidad de haber podido vincular a un profesional que, quizás, hubiere dado mejores resultados. Del mismo modo, si el Gobierno nombra a un ministro por sus relaciones con el presidente y no por sus capacidades, el Estado perdió la oportunidad de contar con un funcionario adecuado (Gopinath, 2008).

  • Es una actividad de riesgo: Como se indicó ut supra, la corrupción trae consigo riesgos civiles y penales (Abbink et al., 2002). En efecto, inherentemente trae consigo la posibilidad de pagar altas sumas de dinero o de cumplir una pena privativa de libertad, o ambas.

Ahora bien, otros teóricos, como Graycar y Prenzler (2013), más allá de enfocarse en una definición estática, indican que la corrupción debe ser examinada en función de cuatro componentes: tipos, actividades, sectores y lugares. Los tipos se encuentran relacionados con las conductas que el derecho positivo sanciona, por ejemplo, el cohecho, el tráfico de influencias, la concusión. Es decir, el primer lente para observar cómo un Estado se encuentra tratando la corrupción necesariamente pasa por analizar cuáles son las conductas que el derecho positivo se encuentra sancionando. Con relación a las actividades, los autores sugieren que el espacio en el cual la corrupción se desarrolla debe ser evaluado para comprender cómo se está presentando e interactuando en la sociedad. Esto implica, por ejemplo, revisar si mayoritariamente ocurre en la fase de licitación de obras públicas, en la ejecución, en los pagos, en las auditorías, en el nombramiento de autoridades, en la justicia al momento de perseguir los crímenes o sentenciarlos, etc.

Los sectores, por su parte, son un elemento de análisis que indaga qué grupos de la sociedad se encuentran incentivando o activando ab initio los procesos de corrupción: ¿los privados?, ¿el sector público? ¿En igual medida? Estas son preguntas complejas y, hasta cierto punto, inoficiosas, pues una característica de la corrupción es precisamente su permanente retroalimentación e interdependencia Estado-privado (Argandoña, 2003). El sector, sin embargo, resulta útil para examinar en qué área de la industria o la empresa de un país se está generando la corrupción: en la construcción, educación, petróleos y minería, inmigración, servicios, salud. Finalmente, con relación a los lugares, la corrupción puede obedecer a fenómenos regionales, nacionales, internacionales. De acuerdo con los autores citados, estos cuatro componentes nos permiten realizar un examen de la corrupción en un momento y lugar concreto para, a partir de los resultados, formular la política pública y las soluciones que correspondan.

Otro instrumento interesante para aproximarnos a la manifestación de la corrupción es describir el estado de las cosas mediante las cuatro preguntas del método 4W4 (UNODC, 2017), lo que implica preguntarnos: 1) ¿quién se encuentra inmiscuido en los procesos de corrupción? Allí, deberemos identificar actores políticos, líderes, corporaciones, ejecutivos, Gobiernos -a todo nivel-, jueces, legisladores, ONG, etc.; 2) el ¿qué? describe el tamaño, la frecuencia y el tipo de corrupción en función de las conductas punidas en el Estado; 3) el ¿dónde?, que describe tanto el lugar -nacional, regional o internacional- y el sector -educación, justicia, obra pública, nombramientos oficiales, etc.- y, finalmente; el ¿por qué? Que es una pregunta muy compleja, pues implica indagar las motivaciones e incentivos sociales y personales. Normalmente la obtención de un rédito económico es una motivación natural, sin embargo, no es la única, toda vez que pueden existir razones de aceptación social, competencia, falsa eficiencia o, incluso, el motivo puede ser que el individuo necesariamente debe encajar en un sistema corrupto para poder alcanzar todas sus metas.

Existen otras vertientes teóricas que vale la pena revisar, así sea brevemente. La aproximación moralista asume que la corrupción se encuentra ligada a la naturaleza humana, o sea, que el ser humano es naturalmente proclive a la corrupción y, por ende, la sociedad debe establecer estándares y sanciones morales para desnaturalizarla. Algunos estudios han encontrado una simbiosis aparente -no concluyente- entre la cultura del país con la cultura de la corrupción y, tal como acota Ballinas (2003), la cultura y la moral son elementos condicionantes del actuar público. Para los seguidores de estos postulados, el fortalecimiento de la cultura política en una sociedad se encuentra relacionada directamente con el debilitamiento de la corrupción (Morris, 2000).

Por otra parte, tenemos la vertiente nuevo institucionalismo, desarrollada, entre otros autores, por James March y Johan Olsen (2006), que defiende el entendimiento de las dinámicas de las instituciones formales e informales y su fortalecimiento como el mecanismo más idóneo para la lucha contra la corrupción. Esta tendencia reivindica que la revisión de la forma en que la acción colectiva se encuentra funcionando (Peters, 2003) contiene la información clave para, luego, comprender la corrupción y proponer soluciones. La optimización de las instituciones es imperativa puesto que “los actores políticos no son individuos fragmentados que reflejan su socialización y su constitución psicológica, y actúan para maximizar el beneficio personal, sino individuos que reflejan fuertemente los valores de las instituciones a las que están vinculados” (Peters, 2003, p. 46).

Finalmente, este acápite resultaría insuficiente si no precisamos al menos algunos mecanismos que visibilizan actos corruptos, aunque ya se ha advertido que su identificación y sanción corresponde a la política legislativa y penal de cada Estado. Andvig, Fjeldstad, Amundsen, Sissener & Søreide (2001) proponen la relación de las siguientes conductas ejemplificativas de corrupción: 1) el favoritismo, esto es, la adjudicación de beneficios o recursos públicos de manera abusiva y sin seguir los conductos legales ni la práctica ordinaria, con el objetivo de favorecer a un grupo específico o a una persona; 2) el fraude, un acto ilegal que implica la alteración de la verdad o del estado de las cosas, con el objeto de obtener un beneficio o una consecuencia jurídica que, de otro modo, no habría podido darse; 3) el soborno, quizás el mecanismo más visible de la corrupción, que consiste en el pago -en dinero, favor, etc.- a cambio de un beneficio que legal y regularmente no habría podido obtenerse.

El triángulo de la violencia de Johan Galtung: una aproximación inicial

De poca utilidad sería este artículo si no realizamos una aproximación propositiva para comprender el complejo fenómeno de la corrupción. El sociólogo noruego Johan Galtung, ha desarrollado la teoría del triángulo de la violencia, que explica a la violencia como un fenómeno que puede manifestarse al menos de tres formas: directa, estructural y culturalmente. Como esta teoría se desarrolló en el seno del estudio de la violencia, conviene definirla. Según anota el propio Galtung (2016, p. 150):

La violencia puede ser vista como una privación de los derechos humanos fundamentales, en términos más genéricos hacia la vida, eudaimonia, la búsqueda de la felicidad y prosperidad, pero también lo es una disminución del nivel real de satisfacción de las necesidades básicas, por debajo de lo que es potencialmente posible.

Sobre las manifestaciones de la violencia, Galtung anota que la directa consiste en la expresión material y visible: un golpe, una protesta, una bomba, un insulto. Sin embargo, esta foto de la violencia se asemeja a la de un iceberg en el cual solamente vemos una parte del complejo organismo sobre el cual se manifiesta. Del otro lado, tenemos la violencia estructural que se centra en la configuración de un sistema normativo -formal o informal-, institucional cuyo objeto consiste en negar y objetar la satisfacción de las necesidades3 de los grupos sociales. La violencia estructural tiene lugar si, por ejemplo, el Estado está diseñado de tal forma que privilegia a cierto grupo social frente a otro, si las leyes están destinadas a excluir de cargos públicos a las mujeres, si las instituciones, en la práctica, discriminan a minorías sexuales. En efecto, aunque dentro de la violencia estructural no exista una manifestación física de agresión, igualmente irradia transversalmente las relaciones sociales y gesta estructuras que son el origen de lo que luego será la violencia directa. Finalmente, Galtung expone la violencia cultural, que consiste en “aquellos aspectos de la cultura, la esfera simbólica de nuestra existencia que puede ser utilizada para justificar o legitimar la violencia directa o la violencia estructural”. La violencia cultural explica la forma en que se legitiman la violencia directa y la estructural y como consecuencia, se vuelven aceptables para la sociedad (Galtung, 1990).

Pensemos por un momento en el lenguaje. La violencia cultural es el conjunto de aquellas creencias, modismos, convicciones, lenguajes y expresiones, que consciente o inconscientemente forjan nuestra identidad y pueden llevar implícitas manifestaciones de violencia. Cuán seguido -y sin necesariamente desearlo- se utilizan palabras que aluden a grupos sexuales minoritarios como insultos, los piropos en la calle, la asignación social de roles arbitrarios e injustificados a las mujeres, entre otros. Efectivamente, la violencia cultural actúa cambiando el utilitarismo moral, transita del incorrecto al correcto o al aceptable (Galtung, 1990)

Finalmente, conviene precisar que el triángulo de la violencia está en constante retroalimentación y sus vértices interactúan de tal forma que normalmente la forma en la que un tipo de violencia puede ser reducido o controlado se da a expensas del aumento o mantenimiento de otro (Galtubg, 1990). Sobre el tema, el sociólogo noruego explica: “tres formas de violencia utilizan el tiempo de manera diferente, algo así como la diferencia que existe en una ‘teoría del terremoto’ entre el fenómeno en sí de una determinada magnitud, el movimiento de las placas tectónicas como proceso y la línea de falla como condición más permanente y profunda” (Galtung, 2017, p 154.)

En definitiva, el triángulo de la violencia se compone de violencia directa, estructural y cultural. “La violencia directa es un suceso; la violencia estructural es un proceso con sus altibajos; la violencia cultural es inalterable, persistente, dada la lentitud con que se producen las transformaciones culturales” (Galtung, 2016, p. 154). A la hora de analizar un fenómeno tan complejo y revisar los mecanismos idóneos para combatirla, la teoría del triángulo de violencia desarrollada por Galtung resulta útil y ha sido permanentemente usada para formular política pública, explicar conflictos y diseñar esquemas de resolución de conflictos.

La corrupción tridimensional: directa, estructural y cultural

La teoría del triángulo de la violencia contiene postulados que pueden ser aplicados por analogía para explicar la corrupción. En primer lugar, pues estimamos que la corrupción en sí misma es una expresión de violencia ya que -retomando su definición- implica privación de derechos, el bloqueo de la prosperidad y una disminución real de la satisfacción de necesidades (Galtung, 1990). Entonces, podemos asimilar a la corrupción como una categoría de la violencia que, si bien no se ejerce en contra de un grupo determinado, el desarrollo de la sociedad en su conjunto es su blanco y la materia que violenta. Pero, además, según Galtung (1969), la violencia está presente en el momento en que las personas se ven influenciadas de tal manera que no pueden llegar a su mayor potencial de realización personal. En nuestro criterio, esto también sucede con la corrupción, pues no permite que las sociedades alcancen su potencial máximo de desarrollo. Otro rasgo que Galtung (1969) ha señalado como esencial en la violencia consiste en que, siendo evitable, ocurre y esto en sí mismo la retroalimenta. Creemos que ese rasgo también está presente en la corrupción, porque si bien no puede ser eliminada por completo, el Estado y la sociedad sí pueden limitar su campo de acción. Por ello, estimamos que las tres dimensiones de la violencia desarrolladas por Galtung -directa, estructural y cultural- son, también, dimensiones de la corrupción.

En primer lugar, la corrupción directa es toda manifestación visible o perceptible de los actos corruptos tipificados por el derecho positivo. El soborno, el fraude, el aprovechamiento ilegítimo del patrimonio público, el tráfico de influencias, la generación de privilegios, etc. Esta dimensión integra todas las expresiones visibles de corrupción: el político que acepta una coima para tramitar un contrato, el policía que solicita un soborno para no imponer una multa, el ciudadano que paga por tener un tratamiento diferente en una oficina pública, etc. Como sucede con la violencia, la corrupción directa no es sino una foto de un fenómeno de un alto grado de complejidad que se verá reflejado en su dimensión estructural y cultural y cuya característica fundamental consiste en que, al ser el ámbito más perceptible de corrupción, se abonan esfuerzos por combatirla aisladamente, sin advertir que es solo la punta de un iceberg mucho más complejo que a continuación revisaremos.

Pasamos, entonces, a la corrupción estructural, que implica el sometimiento de la institucionalidad a los intereses privados y, a la larga, a las conductas corruptas. Tal concepto fue inspirado en el enfoque de Gandhi sobre este tema (Galtung, 1985). Dicha dimensión puede ser visualizada en cómo las leyes y las instituciones públicas regulan las interacciones de poder. Siguiendo a Galtung (1969), este tipo de corrupción es silenciosa, no se muestra, es esencialmente estática y por eso recibe menos atención que la corrupción directa. Por ejemplo, en el momento en que tenemos normas que disuaden a los periodistas de investigar a los funcionarios públicos y restringen la libertad de expresión, en el momento en que se abusa de la sustitución de penas, si el sistema de compras públicas se encuentra pensado y diseñado para favorecer la generación de coimas en la adjudicación de contratos, etc. La corrupción estructural también se visibiliza cuando nuestras instituciones -fiscalía, contraloría, procuraduría, legislatura- no cumplen su deber de investigar y sancionar los abusos en el ejercicio del poder, cuando no existen garantías para la operación independiente e imparcial de la justicia, cuando precisamente las instituciones que deben velar por la optimización y uso adecuado de los bienes públicos se vuelven instancias que legitiman las ilegalidades. En una sociedad estática la corrupción directa será registrada, mientras que la estructural podría ser vista tan natural como el aire que nos rodea (Galtung, 1969).

Además, la vigencia del Estado de derecho es un tema que ronda la corrupción estructural, pues despoja a los actos de corrupción del reproche jurídico e institucional. El concepto del Estado de derecho es un modelo de orden social que reivindica un postulado esencial: el sometimiento del poder a la ley y a la Constitución. La corrupción estructural, en último término, anula el Estado de derecho, pues permite que los funcionarios privados o públicos que ejercen poder puedan abusar de él para beneficio propio.

Ahora bien, una vez que hemos revisado las dos primeras manifestaciones de la corrupción, estudiaremos su dimensión cultural que es, quizás, la fuente primigenia y la más compleja de combatir, pues se relaciona con el cómo entendemos las interacciones sociales, cómo manejamos -íntimamente, si se quiere- las relaciones de poder y cómo la sociedad las valora. En el momento en que el triángulo de corrupción inspirado en la aproximación teórica de Galtung (2017) se coloca con la base en el lado que une la violencia estructural con la directa, la violencia cultural queda como legitimadora de ambas.

Pensemos en cuán seguido un amigo nos dice que le ha pagado a un policía para evitar una multa; la corrupción cultural aparece en el momento en que socialmente esa persona no recibe un reproche sino más bien una adulación o -en el peor de los casos- su actuación se encuentra normalizada y se percibe indiferente. Cuántas veces nos saltamos la fila, ofrecemos una sencilla dádiva por un favor a un oficial del Estado o solicitamos que se haga una excepción a la regla amparándonos en tener un contacto -público o privado- poderoso. Esa es la corrupción cultural. Aquella que se encuentra integrada a nuestro modo de ver la vida, de cómo nos relacionamos en sociedad, aquella que regula nuestros códigos sociales y permite que las conductas más reprochables sean aceptadas y aplaudidas por nuestros interlocutores.

La corrupción cultural es, en nuestro criterio, la manifestación más compleja de la corrupción, cuyo tratamiento resulta un reto enorme para la sociedad y para el Estado. Se han adelantado algunos estudios desde la psicología social en materia de corrupción con resultados que vale la pena notar. Francesca Gino, científica del comportamiento asociada a la Universidad de Harvard, ha encontrado que las personas honestas que viven en ambientes de personas deshonestas tienden a terminar mutando su comportamiento y adecuándose a la normalidad ética del grupo (Gino & Bazerman, 2009; Gino & Galinsky, 2012). Según anotan Julián y Bonavia (2017, p. 234):

Esta explicación ayudaría a entender la institucionalización de la corrupción: si un individuo percibe que sus conductas (catalogadas como corruptas) son normales en su grupo, entonces ellas no constituirán una violación de las normas del grupo; por consiguiente, habrá un reforzamiento intragrupal de las conductas corruptas y un aumento en la dificultad para reducirlas en el futuro.

Siguiendo las expresiones de lo que hemos denominado corrupción cultural, Harris, Hartmann, Kontoleon & Newton (2015) encuentran que algunas prácticas, como el favoritismo o la gestión de puestos o beneficios en función de la cercanía con el poder, suelen ser vistas como normas sociales más que como conductas corruptas. Entonces, por ejemplo, acceder a un puesto de mando por el solo hecho de ser allegado al dueño de la empresa no es normalmente observado como una práctica de corrupción, sino como una norma de comportamiento social. Sin una consciencia del daño que producen a la postre ese tipo de conductas y, por lo mismo, sin un reproche individual y social de esos comportamientos, estos se normalizan y las consecuencias negativas que deberían generar se anulan.

Para cerrar el tema de la corrupción cultural y sus manifestaciones, destacamos el estudio Mapping Colombian citizens’ views regarding ordinary corruption: Threat, bribery, and the illicit sharing of confidential information, realizado por López-López, et al. (2016) en el que se revisaron las percepciones de una muestra de ciudadanos colombianos sobre la corrupción. Se verificó que esta percepción encuentra una explicación en un conflicto entre dos categorías de ética, desarrolladas independientemente y que diseñaron su propia lógica para ser entendidas y explicadas. La primera categoría ética se evidencia en el seno de la familia y se relaciona con el aseguramiento de la supervivencia del colectivo. La segunda categoría ética se refiere a un “nuevo código de conductas, en el que la ética tribal no tiene cabida y según el cual los administradores públicos deben velar por el interés general de la población con independencia de sus lazos tribales o familiares” (Julián & Bonavia, 2017 p. 235). Según este enfoque, la corrupción -y específicamente la corrupción cultural- se explica en cierta medida por un divorcio de estándares éticos que no podemos armonizar. De un lado, la noción profunda y arraigada de defender a nuestra familia -cualquiera sea su tipo- y, de otro, la existencia de una clase de personas que cumplen un objetivo público a quienes se les priva del atributo de defender y velar por los intereses de los suyos y reemplazarlos por la sociedad en su conjunto.

Conclusiones

Iniciamos este artículo refiriendo los casos de corrupción de Odebrecht, FIFA Gate, Panama Papers y hemos concluido la postulación teórica de lo que denominamos la corrupción tridimensional. Ahora, ¿cómo se manifiestan las tres dimensiones en esos emblemáticos casos? Primero, la corrupción directa se evidencia en los sobornos pagados tanto a funcionarios públicos como a agentes privados. La corrupción estructural se muestra en la incapacidad institucional de los Estados para detectar estos actos, investigarlos y sancionarlos, pues, por ejemplo, Odebrecht instrumentó su departamento de sobornos desde al menos el año 2010 (Jiménez, 2017), los Panama Papers registran actos de corrupción de las más altas autoridades políticas, lo que implica que el propio poder se encontraba socavándolos. Además, todos estos casos se caracterizan por tener como actores a personajes con poder económico, político o capacidad de influencia, lo que en cierta medida se corresponde con el modelo de clientelismo romano explicado en un inicio. En la antigua Roma y hoy, la clase poderosa consigue muchos más beneficios de la interacción en la estructura corrupta que el resto (Galtung, 1990) y es en ese sentido que se torna más complejo combatirla, porque son las personas con poder quienes medran de sus manifestaciones estructurales o culturales.

De otra parte, la corrupción cultural se expresa en la aceptabilidad que la corrupción tenía en la cultura corporativa de las empresas involucradas, pues a pesar de que sus mandos cambiaban, los comportamientos se mantenían. De hecho, el departamento de compliance de Odebrecht actuaba a escasos metros de las oficinas en las cuales se estructuraban los pagos de sobornos, un pequeño detalle que muestra la tolerancia cultural frente a este fenómeno.

Uno de los puntos más relevantes que podemos extrapolar de la teoría del triángulo de la violencia de Galtung hacia los estudios de la corrupción es que esta puede comenzar en cualquier vértice del triángulo formado por su dimensión estructural, cultural y directa, y se transmite fácilmente a las otras esquinas del mismo. Estando institucionalizada la estructura corrupta e interiorizada la cultura corrupta, la corrupción directa también tiende a formalizarse, convertirse en repetitiva y ritual.

Hemos hablado de lo silenciosa que puede llegar a ser la violencia estructural y cultural, por lo cual, una de las primeras estrategias para combatirlas es hacerlas visibles. Haciendo un símil, así como la pedagogía para la paz tiene que mostrar los horrores de la guerra, la formulación de política pública para combatir la corrupción debe pasar necesariamente por mostrar explícitamente sus nefastos efectos (Galtung, 2014). En definitiva, la corrupción es un fenómeno histórico, multidimensional y altamente complejo. La ciencia política, la historia, la sociología, la psicología social, la economía, la resolución de conflictos, entre otras disciplinas, han desarrollado aproximaciones que pretenden explicar y entender las entrañas de la corrupción, para que luego se genere política pública y modelos normativos destinados a combatirla. En este ensayo hemos expuesto otra aproximación que bien podría resumirse así: la corrupción directa es un suceso; la estructural es un proceso y la cultural es inalterable, persistente, dada la lentitud con que se producen las transformaciones culturales (Galtung, 2017).

Resulta que, así como cuando observamos a un grupo de manifestantes cerrar la vía solo estamos viendo la expresión visible de un conflicto que tiene unas plataformas profundas e invisibles en las cuales normalmente residen las pistas para su resolución, asimismo ocurre cuando los medios de comunicación publican que un funcionario público ha recibido un soborno. Como hemos visto, ese es solo la punta de un iceberg, la corrupción directa que, si indagamos un poco más, verificaremos que responde a una estructura institucional o normativa que falló o permitió el acto corrupto. Y si vamos más abajo, encontraremos que ese soborno es el síntoma de una normalización de conductas corruptas inscritas en el seno de lo más profundo y complejo de combatir: nuestra propia cultura y, quizás, nuestra propia identidad social.

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1El artículo 2 de la Convención se limita a hacer las siguientes definiciones: funcionario público, funcionario extranjero, funcionario de una organización internacional pública, bienes, producto del delito, embargo preventivo, delito determinante, entrega vigilada.

2En economía, se entiende por costo de oportunidad al precio de la alternativa a la que se renuncia al tomar una decisión, tomando en cuenta los potenciales beneficios que se hubiesen podido obtener.

3Las cuatro clases de necesidades básicas sistematizadas por Galtung pero que reflejan múltiples debates: las necesidades de supervivencia (negación: la muerte, la mortalidad); necesidades de bienestar (negación: sufrimiento, falta de salud); de reconocimiento, necesidades identitarias (negación: alienación); y necesidad de libertad (negación: la represión).

Recibido: 03 de Junio de 2019; Aprobado: 01 de Agosto de 2019

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