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Estado & comunes, revista de políticas y problemas públicos

versión On-line ISSN 2477-9245versión impresa ISSN 1390-8081

E&c vol.1 no.8 Quito ene./jun. 2019

https://doi.org/10.37228/estado_comunes.v1.n8.2019.97 

Articles

El derecho como instrumento de dominación del patriarcado en Ecuador

The right as an instrument of domination of patriarchy in Ecuador

Alex Iván Valle Franco1 

Gianina Samantha Naranjo Rivadeneira2 

Karen Viviana Garzón Obaco3 

1Docente del Centro de Derechos y Justicia del Instituto de Altos Estudios Nacionales, Ecuador, alex.valle@iaen.edu.ec

2Estudiante de Derecho en la Pontifica Universidad Católica del Ecuador, Ecuador, gianinanaranjo.u@gmail.com

3Estudiante de Derecho en la Pontifica Universidad Católica del Ecuador, Ecuador, karengk_1296@hotmail.es


Resumen

El presente artículo muestra un recorrido histórico, teórico y comparado del patriarcado, el uso del derecho como herramienta de fortalecimiento del mismo y la lucha de las mujeres en el campo sociojurídico para reivindicar su cuerpo como territorio político de decisiones autónomas y no dominadas. La presente investigación es descriptiva y hace uso exclusivo del enfoque cualitativo y del modo normativo jurídico y sociológico jurídico. Como conclusión principal se determina que, a pesar de las luchas sociales realizadas en favor de los derechos de las mujeres, el patriarcado no permite reivindicar plenamente a la mujer como sujeto pleno de derechos; en especial se verifica una limitación en el ejercicio de los derechos reproductivos y sexuales. El alcance del presente trabajo excluye el enfoque cuantitativo, dado que existe dificultad en el acceso a datos estadísticos confiables de una entidad de salud pública en Ecuador.

Palabras claves: patriarcado; dominación; cuerpo; territorio; discursos; aborto; derecho; valores; Ecuador.

Abstract

This article its main purpose is to show a historical, theoretical and comparative journey of patriarchy, the use of law as a tool to strengthen it and the struggle of women in the socio-juridical field to reinvindicate their bodies as political territory of autonomous decisions and not dominated. The present investigation is descriptive and makes use of the qualitative approach and the legal dogmatic way. As a main conclusion, it is determined that despite the social struggles carried out in favor of women's rights, patriarchy does not allow the full reinvindication of women as a full subject of rights, especially a limitation in the exercise of reproductive rights and sexual. The scope of this work excludes the quantitative approach given that there is difficulty in accessing reliable statistical data from a public health entity in Ecuador.

Keywords: Patriarchy; domination; body; territory; discourses; abortion; law; values; Ecuador.

Introducción

A lo largo de la historia, la humanidad ha desarrollado diversas formas de organización social, en las cuales se han identificado distintos tipos de autoridad, atribuidas a ciertos atributos personales como la sabiduría, la fuerza, la destreza, liderazgo, la capacidad de cuidado, entre otros. Es así como las organizaciones tribales y comunitarias estaban dirigidas por el más viejo o sabio, por el guerrero más fuerte o hábil en la caza, por el mejor recolector o por quien tenía capacidad de resolver problemas y de liderar dicha comunidad. De este modo, se identifican dos formas de organización que corresponden al género del líder, según sea mujer u hombre: estos son el matriarcado y el patriarcado. En el primer caso, la autoridad es ejercida por una mujer, mientras que en el segundo la autoridad es ejercida por un varón como jefe de familia, clan, tribu o comunidad; dicha segunda forma de organización social ha sido la más extendida a escala mundial. Este hecho ha provocado una situación desigual de poder entre hombres y mujeres, que se ha visto reflejada en los roles sociales existentes y modernamente en el ejercicio de derechos civiles y políticos, económicos, sociales y culturales, entre otros.

Sobre este hecho existen abundantes estudios sociológicos, políticos, jurídicos, psicológicos que pretenden describir la situación de desigualdad, de jerarquización, de invisibilización y de dominación en las relaciones sociales entre hombres y mujeres. En ese sentido, es importante realizar una descripción histórico-teórica que aborde el debate sobre el rol de la ley como instrumento de dominación patriarcal, más aún si en la actualidad se pretenden hacer reformas que persiguen la regresión en materia de derechos reproductivos y sexuales. Esta afirmación tiene asidero en la criminalización del aborto en países que ya lo eliminaron de sus legislaciones, en la falta de política pública o en la existencia de una política pública construida desde el patriarcado, la cual inferioriza a la mujer y la coloca en un rol de incapacidad o de sometimiento a las directrices construidas desde legislaciones conservadoras.

Por ello, es necesario denunciar que esa regresión normativa opaca el reconocimiento de la mujer como sujeto pleno de derechos. Cabe, entonces, preguntarse si el reconocimiento constitucional de los derechos reproductivos y sexuales es material o se queda en el plano de la formalidad. Esta investigación hace relación al derecho y específicamente a la ley, como un instrumento de dominación del patriarcado, el cual surgió desde el denominado contrato social, el cual, en palabras de Pateman (1995), es denominado el “contrato sexual”. Para llegar al cometido citado, se utiliza como marco teórico la “crítica feminista”, desarrollada por autores como Cobo (2012), Pateman (1995), Porlán (2014), Posada (2012) y Gordon (1980), quienes mediante sus estudios muestran esa desigualdad de poder entre hombres y mujeres y la preeminencia de un patriarcado que no desaparece con la modernidad, que es más sutil pero igual de nocivo y excluyente.

A partir de lo anterior, el objetivo del presente artículo es mostrar un recorrido histórico, teórico y comparado del patriarcado, el uso del derecho como herramienta de fortalecimiento del mismo y la lucha de las mujeres en el campo sociojurídico para reivindicar su cuerpo como territorio político de decisiones autónomas y no dominadas. La metodología usada incluye un enfoque netamente cualitativo, un modo normativo jurídico y sociológico jurídico y técnicas de identificación documental normativa y de datos primarios y secundarios realizados por autores expertos en la materia. Es por ello que este artículo es de carácter netamente descriptivo. A pesar de ello, es crítico con el derecho y su uso como instrumento de dominación.

Finalmente, sobre la estructura del artículo, este contiene en la primera parte antecedentes remotos de la problemática patriarcal y sus nexos con el derecho. En una segunda parte, se analiza el conflicto sociojurídico en el momento en que el patriarcado se apropia del discurso político y axiológico sobre la decisión del cuerpo de las mujeres, en específico, sobre el tema del aborto en Ecuador y los efectos de esa dominación. Por último, se realizan algunas recomendaciones en materia de política pública para alentar la lucha en contra de la discriminación de la mujer mediante la dominación patriarcal.

El contrato social como antecedente del patriarcado

El establecimiento, desarrollo y estructuración del sistema patriarcal a lo largo de la historia de la humanidad encuentra su legitimación formal en los siglos XVII y XVIII, cuando se discutió la redacción de la teoría del contrato social por parte de los autores clásicos Jean Rousseau, Thomas Hobbes y John Locke. De acuerdo con la mencionada teoría, el contrato social era considerado un acuerdo entre seres humanos, libres e independientes, de generar una forma de asociación que permita el paso del estado de naturaleza -en el que regía el derecho del más fuerte- hacia uno en el cual, mediante la cesión de mínimas porciones de libertad a un ente superior, se podía gozar el resto con tranquilidad (Rousseau, 1998).

En virtud de esta idea, “convencionalmente se presenta a la teoría del contrato social como una historia sobre la libertad” (Pateman, 1995: 10), pero se omite la consideración de que su verdadero efecto fue legitimar la existencia de una multiplicidad de Estados constituidos, cuya principal forma de organización era el patriarcado como modelo político de gobierno (Cobo, 2012) y legitimar el derecho, proveniente de las élites hegemónicas, como herramienta de homogenización, clasificación y control social.

Para entender el patriarcado y sus implicaciones se debe, en primera instancia, conocer su significado. Etimológicamente el término patriarcado proviene del latín patriarcha y este del griego πατριάρχης. Dichos términos provienen de dos palabras: pater o ‘padre’ (πατήρ) y arché o ‘gobierno’ y ‘dominio’ (αρχή). Por tanto, el patriarcado es un sistema socio-familiar o de gobierno del padre como máxima autoridad familiar y política (González, 2013). Es decir, es “la manifestación e institucionalización del dominio masculino sobre las mujeres y niños/as de la familia y la ampliación de ese dominio sobre las mujeres en la sociedad” (Lerner, 1986: 17). Es así, como “la sujeción de las mujeres al padre, al marido y a los varones en general ha impedido su constitución como sujetos políticos” (Fontenla, 2008: 3).

Bajo dicho esquema, tanto los miembros del núcleo familiar como los de una comunidad determinada dependen del pater familias para garantizar su vida económica, política y social (Fontenla, 2008). Este acto de dominación ha sido reforzado principalmente mediante la ley y la economía (ibid.), como lo fue en su momento el contrato social. Por tanto, la génesis del patriarcado se encuentra en la teoría del contrato social de Rousseau, dado que allí se procuró establecer la radical diferenciación de la esfera pública-política respecto de la privada-doméstica. En la primera, solo podía participar el hombre como único ciudadano, lo cual reducía a la mujer a la esfera privada-doméstica, debido a que pertenecía al “otro sexo”, generando de este modo, la denominada división sexual del trabajo (Pateman, 1995).

Esta idea surge debido a la consideración histórica de que las mujeres tienen una naturaleza diferente a la de los varones, que se justificaba en la “conceptualización de la ontología femenina como inferior a la masculina, enmascarándola con la ideología de la diferencia y de la complementariedad de los sexos” (Cobo, 2012: 9). Razón por la cual, se encasilló a la mujer a un rol más cercano al estado de naturaleza y con el único propósito de engendrar vida.

Desde la producción de la mencionada clasificación, el hombre es el único habilitado para participar en el ámbito público-político. Este hecho se evidencia históricamente en las primeras constituciones, como la Constitución francesa de 1791, en las cuales la mujer no fue considerada ciudadana plena, o bien, el ejercicio de sus derechos estuvo subordinado a la autorización de su marido dada su condición de “incapaz relativa”. Fue así como se legitimó el poder del hombre sobre la mujer, encaminado a la satisfacción de sus intereses y necesidades. Es por esto que autoras como Pateman (1995) consideran que la historia del contrato social omite la historia del contrato sexual, en virtud del cual se impone a las mujeres un régimen de actuación reducido exclusivamente al ámbito doméstico, a fin de viabilizar cumplimiento de los objetivos del hombre.

Este hecho muestra, por una parte, el reconocimiento y garantía de los derechos de los ciudadanos/hombres; y, por otra, la exclusión de la mujer mediante la imposición de un sistema que les negó su existencia. Los privilegios fueron aplicados solo a aquellos que, en ejercicio de su libertad, tuvieron la potestad de celebrar el contrato, sometiéndose de forma voluntaria al poder de un Estado que ellos mismos crearon, con el fin de continuar tan libres como antes. Este sometimiento, que se realiza por medio de la cesión de una parte de la libertad, implica que el Estado tiene la potestad de imponer legítimamente límites al ejercicio de los derechos mediante las instituciones, normas y principios, dictadas y aplicadas por autoridades competentes.

Respecto de la exclusión, esta se produce también desde el Estado y por la imposición de este régimen, a quienes nunca participaron del acuerdo. Pero, aun así, veían restringida su libertad natural sin obtener a cambio los beneficios que tal restricción implicaba para los contratantes. Por ende, la teoría del contrato:

En tanto sustento teórico de los regímenes políticos modernos presenta un signo paradojal: a la vez sostiene la idea de un acuerdo entre individuos libres e iguales como fundamento del orden político y genera un régimen de exclusión de las mujeres de la vida pública, asentando la premisa de que es la naturaleza quien ha dictado este destino (Di Tullio, 2012: 124).

En definitiva, el contrato social, que explica la existencia del poder y su ejercicio, constituye, a la vez, la libertad y la dominación, considerando que:

La libertad de los varones y la sujeción de las mujeres se crea a través del contrato original, y el carácter de la libertad civil no se puede entender sin la mitad despreciada de la historia, la cual revela como el derecho patriarcal de los hombres sobre las mujeres se establece a partir del contrato. La libertad civil no es universal. La libertad civil es un atributo masculino y depende del derecho patriarcal (Pateman, 1995: 11).

A partir de estas consideraciones, se configura al hombre como centro del sistema, se invisibiliza a la mujer y sus necesidades y se la categoriza como lo “otro”, “lo inesencial frente a lo esencial” (Beauvoir, 1949: 4), cohabitando en la sociedad pero sin ser considerada como miembro de la misma. Esta invisibilización se produce especialmente en la esfera de lo público, mientras que en lo político se le niega la participación formal o materialmente por medio de la restricción del voto y la imposibilidad de ocupar cargos públicos; en la educación, impidiendo el acceso al sistema educativo; en lo laboral y económico, coartando la libertad de trabajo y su derecho a una justa remuneración y limitando su esfera de actuación al cumplimiento de dos roles fundamentales como “la reproducción y los cuidados en el marco domestico- familiar” (Cobo, 2012: 8).

En este contexto histórico surge la invisibilización de la mujer en la esfera de lo público y su objetivización en lo privado, considerada solo como la herramienta biológicamente necesaria para la subsistencia de la especie. La “sociedad” relega a la mujer a la condición de madre y de ello deduce que solo sirve para tener hijos (Beauvoir, 1949: 8). En consecuencia, se entiende que la mujer no necesita de reconocimiento igualitario de otros derechos, ya que si tiene un único rol establecido, ¿para qué necesita trabajar, votar, estudiar y participar en la vida política?

Reacciones al patriarcado como sistema de dominación

Es necesario mostrar las reacciones y los efectos de la práctica del patriarcado, dado que la imposición de un régimen limitado al ámbito privado-doméstico y a la deliberada exclusión de la mujer no pudo ni puede mantenerse naturalizado e inmutable. Respecto de las reacciones, estas implica la gestación de movimientos sociales encaminados a la búsqueda de la igualdad entre hombre y mujer, a la ruptura del sistema patriarcal y a la implantación de la idea de que la inferioridad de la mujer no era una cuestión natural sino una idea socialmente concebida y, por ende, susceptible de modificación. Así, surge el feminismo como una teoría crítica de la sociedad patriarcal, mediante la cual se “propugna un cambio en las relaciones sociales que conduzca a la liberación de la mujer -y también del varón- a través de eliminar las jerarquías y desigualdades entre los sexos” (Gamba, 2008: 2).

Esta reclamación “se remonta al siglo XVIII, cuando François Poullain de la Barre, en el año 1673, publicó su libro De l´égalité des sexes” (Cobo, 2012: 118). Sin embargo, la real lucha inicia a partir de la Revolución francesa en 1791, “ligada a la ideología igualitaria, racionalista del Iluminismo y a las nuevas condiciones de trabajo surgidas a partir de la Revolución Industrial” (Gamba, 2008: 2).

Desde este nuevo enfoque y desde los nuevos principios igualitarios se hace evidente la exclusión de la mujer de la conquista social de libertad, igualdad y fraternidad. En consecuencia, se hace justo obtener un reconocimiento igualitario de derechos civiles, políticos, laborales y educativos que garanticen la vida digna y permitan el desarrollo. En 1791, Olimpia de Geouges redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, en esta misma línea, en 1792 Mary Wollstonecraft escribe la Vindicación de los derechos de la mujer (Cobo, 2012). Estos textos constituyeron la base de una ideología feminista que, lejos de estancarse, ha ido desarrollándose en el transcurso de los años, generando diversas corrientes pero que, en esencia, propugnan el reconocimiento igualitario de derechos civiles, políticos, económicos, laborales y sexuales.

Entre las primeras luchas sociales, para alcanzar este objetivo, se encuentran las encaminadas a obtener el reconocimiento del derecho al voto. La ola de las sufragistas determinó que la importancia de este derecho se encontraba en la necesidad de elegir de manera libre a sus representantes, permitiendo su participación activa en la vida política y, en consecuencia, en la toma de decisiones que respaldaran el reconocimiento igualitario y el ejercicio pleno de sus derechos (Valcárcel, 2001). El reclamo por el derecho al voto a las mujeres y su reconocimiento igualitario ante la ley se da por estricta justicia, porque la mujer "tiene igual responsabilidad jurídica que el hombre; porque paga las mismas contribuciones; en una palabra, porque se ha resignado a todos los deberes y le faltan todos los derechos (Cuvi, 1925: 333).

En Reino Unido este reconocimiento atravesó varias etapas. En primer lugar, la creación en 1903 de Woman's Social and Political Union, que buscó el derecho al voto por medio de manifestaciones violentas, consiguiendo la persecución y el encarcelamiento de las mujeres. Posteriormente, se genera una escasez de mano de obra durante la Primera Guerra Mundial y las varias necesidades generadas, entre estas de carácter bélico, que obligaron a las mujeres a ocupar plazas de trabajo -como por ejemplo, en fábricas de municiones- que con anterioridad le habían sido negadas por su condición de madres y amas de casa. Su inclusión en estos trabajos amplió la valoración de la mujer por parte de la sociedad (Porlán, 2014). En 1917, una vez finalizada la guerra, en Inglaterra se reconoció el derecho al voto para las mujeres mayores de treinta años. No fue hasta 1928 que se igualó el requisito de edad respecto a los hombres (Gahete, 2016 , p. 222).

Si bien, las luchas sociales devinieron en el reconocimiento formal del derecho al voto, cabe preguntarse si este logro significa una verdadera libertad e igualdad. La respuesta no es tarea sencilla, ya que si bien existía un reconocimiento formal de ciertos derechos, como el del sufragio y posteriormente la libertad de empleo, estos trabajos no podían ser ejercidos de manera autónoma e igualitaria en virtud de ciertas limitantes, como la falta de educación, la carga exclusiva de la crianza de los hijos a las madres, lo que reducía su tiempo de trabajo en comparación con aquellos trabajos en los cuales no se ejercía el rol del cuidado y la dependencia económica.

Tal como lo manifiesta Beauvoir (1949: 398), “cada ciudadana se ha convertido en electora. Estas libertades cívicas siguen siendo abstractas cuando no van acompañadas de una autonomía económica; la mujer mantenida -esposa o cortesana- no se libera del varón por el hecho de que tenga en las manos una papeleta electoral”. Ello evidencia que las limitantes no se encontraban en la ley, pero sí en la práctica por parte de la familia original o en la familia que se constituía posteriormente a partir del matrimonio, la religión, los empleadores, entre otros.

Circunstancia parecida se produjo con relación al derecho al trabajo, ya que el reconocimiento formal de las mujeres de dicho derecho no impidió la existencia de desigualdades, tales como la brecha salarial, la imposición de jornadas de trabajo forzoso, la limitación en ciertas áreas de la industria y la discriminación de la mujer embarazada (Trujillo, 2013 ). Esto devino en una serie de luchas sociales, como por ejemplo, la del 25 de marzo de 1911 en Nueva York, que tuvo lugar en el interior de la fábrica Triangle Shirtwaste, en la que murieron en un incendio 145 trabajadoras que reclamaban por las escasas regulaciones y leyes a favor de la seguridad de las trabajadores. Esto devino posteriormente en el reconocimiento del 8 de mayo como el día internacional de la mujer.

En este mismo escenario se encuentra la libertad sexual y reproductiva, como derecho humano de la mujer, reconocido por primera vez en la Conferencia Mundial de Derechos Humanos en Viena en 1993. Adicionalmente, en 1995, en la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing se propugna la protección de la salud sexual, la mejora de los servicios en salud sexual, reproductiva y enfermedades de transmisión sexual. La base de esta nueva normativa, sin duda, la constituyen las convenciones internacionales que protegen los derechos de las mujeres, los cuales son la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación en contra de la Mujer -Convención de la Mujer- (Cedaw)- de 1982 y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer -Convención de Belem do Pará- de 1995. Este último instrumento se centra en la violencia contra la mujer en sus distintas formas.

Bien pudiera pensarse que con la entrada en vigencia de la normativa arriba mencionada la violencia contra la mujer ha cesado y que el ejercicio de los derechos reproductivos y sexuales es una realidad. Sin embargo, según Amnistía Internacional (2018), las mujeres refugiadas y migrantes del mundo son víctimas de violencia sexual y de género en un alto número. De acuerdo con las cifras recogidas por este organismo internacional, alrededor de 40 000 mujeres embarazadas mueren cada año por complicaciones derivadas de abortos en condiciones de riesgo y, todos los años, más de 16 millones de adolescentes dan a luz producto de relaciones sexuales forzosas y embarazos no deseados.

Por su parte, el acoso laboral y social no ha disminuido en países de Oriente Medio y África. En Sierra Leona, por ejemplo, se prohibió en 2015 que las niñas embarazadas puedan ir a la escuela pública y presentarse a las pruebas académicas (Amnistía Internacional, 2018). En Burkina Faso, Estado de África Occidental, el matrimonio forzado de mujeres a temprana edad se ha naturalizado. Las violaciones, continuas desapariciones y asesinatos en Ciudad Juárez, que en los primeros meses del 2018 ocupa el primer lugar en la lista de feminicidios en México (Gamboa, 2018), y en otras ciudades, en los que incluso se penalizó el feminicidio, demuestran que lejos de erradicarse esta violencia, ha aumentado. Adicionalmente, el acceso a métodos anticonceptivos, atención médica de urgencia y la penalización del aborto en muchos países evidencian que el patriarcalismo social sigue tomando las decisiones sobre el cuerpo de la mujer. Así, se materializa una vez más la circunstancia de subordinación de la mujer respecto del hombre y de la sociedad patriarcal, para el cumplimiento de los fines de reproducción y cuidado.

La lucha por el real reconocimiento y ejercicio de la libertad sexual y reproductiva de las mujeres

En el caso ecuatoriano, la libertad sexual y reproductiva de las personas se encuentra reconocida y garantizada en el artículo 66, numerales 9 y 10, de la Constitución de la República del Ecuador (CRE, 2008), al establecer “el derecho a tomar decisiones libres, informadas, voluntarias y responsables sobre su sexualidad, su vida y orientación sexual. El Estado promoverá el acceso a los medios necesarios para que estas decisiones se den en condiciones seguras” y, además, “[…] a decidir cuándo y cuantos hijas e hijos tener”. Estas disposiciones están en concordancia con lo previsto en la Cedaw de 1982, la Proclamación de la Conferencia Internacional de Derechos Humanos de Teherán de 1968 y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer de 1995.

Los derechos sexuales, reconocen y protegen la facultad de las personas de tomar decisiones libres sobre su sexualidad y permiten la búsqueda del placer sexual, mientras que, los derechos reproductivos, precautelan la potestad de decidir de forma libre y voluntaria sobre la posibilidad de procrear o no, generando una obligación para el Estado y los particulares de proveer mecanismos adecuados y seguros (Ardilla, 2011). Por ende, la vida reproductiva y sexual envuelve la potestad de decidir en primer lugar si procrear o no; en segundo lugar, cuándo hacerlo; y en tercer, lugar con quién y con qué frecuencia. Esto se vincula con el derecho a tener la información y debida planificación, así como la existencia de métodos de regulación de la fecundidad.

Estos derechos no deben ser protegidos de manera aislada ya que, como bien lo establece Gordon (1980), para que exista una verdadera libertad sexual se requiere libertad reproductiva, lo cual no implica una relación de causalidad entre el ejercicio positivo de la libertad sexual y la reproducción. Bajo este enfoque, para el ejercicio de los derechos, tanto sexuales como reproductivos, en primer lugar, se requiere el reconocimiento formal de los mismos, lo que genera el denominado “poder hacer o no hacer”; y, por otra parte, su garantía por parte del Estado mediante la eliminación de restricciones para su ejercicio e implementación de políticas públicas acompañadas de acciones concretas que requieren la inversión de recursos.

En definitiva, es necesario tomar en cuenta que el reconocimiento formal y garantía material de los derechos sexuales y reproductivos antes enunciados implica, a su vez, como lo plantea Facio (2008), la protección de los derechos de la mujer a la vida, salud, libertad seguridad e integridad personal, el derecho a decidir el número e intervalo de hijos, el derecho a la intimidad, el derecho a la igualdad y la no discriminación, al matrimonio y a fundar una familia, a la educación, a la información adecuada y oportuna y el derecho a disfrutar del proceso científico.

Esto, en virtud de los principios de universalidad, indivisibilidad, interdependencia e igual jerarquía de los derechos que surgen con la Segunda Conferencia Mundial de Derechos Humanos y que fueron plasmados en la Declaración y Principios de Acción de Viena de 1993 (Sandra, 2013). Estos, a su vez, fueron incorporados en el artículo 11, numeral 6, de la CRE en el año 2008. Dichos postulados no se cumplen a cabalidad y solo quedan en disposiciones normativas formales y no materiales, en especial, los temas de reproducción, o los más complejos como el aborto.

De acuerdo con Facio (2008), el derecho a la vida envuelve la inviolabilidad de la misma y la obligación que tiene el Estado de generar y aplicar mecanismos para garantizar que los seres humanos no mueran por causas evitables, tales como la inseguridad, la falta de recursos para una adecuada alimentación y, entre otras, las muertes de mujeres producto de abortos clandestinos.

Por su parte, el derecho a la salud, contemplado en el artículo 32 de la CRE, constituye un derecho macro del cual depende el ejercicio de otros derechos. Por tanto, no implica solo el derecho a estar sano, entendido como la ausencia de dolencias o enfermedades, sino también a la provisión por parte del Estado de los mecanismos apropiados para que este pueda ser ejercido de manera integral. Especialmente en lo relativo al acceso a la salud, con el fin de proporcionar una vida digna a la población y garantizar un Estado de bienestar integral (Corte Constitucional del Ecuador , 2016). En el ámbito sexual y reproductivo, sobre la base de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer que tuvo lugar en 1995, la salud implica la capacidad de gozar de una vida sexual satisfactoria y sin riesgos (Organización de Naciones Unidas [ONU], 1995).

En relación con la libertad, seguridad e integridad personal, Facio (2008) manifiesta que consiste en el derecho que tienen las mujeres a no ser sometidas a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes, como lo es el penalizar el ejercicio de un derecho: el derecho al aborto y, a su vez, el derecho a vivir una vida libre de violencia basada en el sexo y el género y el derecho a vivir libre de explotación sexual y embarazos forzados. El derecho a decidir el número e intervalo de hijos implica, como se mencionó con anterioridad, la autonomía reproductiva y el derecho a la planificación familiar informada y libre. Derechos que se encuentran vinculados al de intimidad, el cual consiste en la “facultad de decidir libremente y sin interferencias arbitrarias, sobre las funciones reproductivas” (Facio, 2008: 47).

Con relación al derecho a la intimidad y la vida privada, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha entendido que:

La vida privada incluye la forma en que el individuo se ve a sí mismo y cómo decide proyectarse hacia los demás, y es una condición indispensable para el libre desarrollo de la personalidad. Además, la Corte ha señalado que la maternidad forma parte esencial del libre desarrollo de la personalidad de las mujeres. Teniendo en cuenta todo lo anterior, la Corte considera que la decisión de ser o no madre o padre es parte del derecho a la vida privada (Atavia Murillo y otros [Fertilización in vitro] frente a Costa Rica, 2012: 143).

Por su parte, el derecho a la igualdad se encuentra reconocido en Ecuador como un derecho fundamental y un principio que constituye un eje transversal para el ejercicio de todos los derechos y garantías. Esta igualdad implica la no discriminación en razón de cualquier condición, característica, orientación o pertenencia a determinado género o sexo. La Cedaw definió el término “discriminación contra la mujer” como:

Toda distinción, exclusión a restricción basada en el sexo que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, independientemente de su estado civil, sobre la base de la igualdad del hombre y la mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera (Cedaw, 1982).

En referencia a los derechos al matrimonio y a fundar una familia, estos se entienden como la capacidad de decidir en cuestiones relativas a la función reproductora en igualdad de condiciones y sin discriminación, lo cual incluye la libertad positiva y negativa de ejercerlos. Lo mencionado se encuentra vinculado estrechamente con la libertad sexual y reproductiva, de la que somos titulares todos los seres humanos sin distinción alguna.

Por su lado, el derecho a la educación, específicamente en el ámbito sexual y reproductivo, se entiende como la garantía material para el ejercicio del derecho a la libertad con seguridad. El cumplimiento adecuado de esta garantía implica el conocimiento sobre los riesgos y responsabilidades de la vida sexual, la maternidad y paternidad, los beneficios, riesgos y efectividades de los métodos de regulación y control de la fecundidad y las consecuencias de embarazo para cada caso particular. Este derecho se encuentra vinculado y no podría ejercerse sin el derecho a la información adecuada y oportuna (OEA, 2011). La garantía de la educación e información se consideran componentes esenciales para el ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos (Ahumanda & Kowlaski Morton, 2006). Con relación al derecho a disfrutar del progreso científico y a dar su consentimiento para ser objeto de experimentación, estos se basan en dos ejes principales: el beneficiarse del progreso científico en materia de reproducción o la interrupción de la misma.

Sin embargo, y pese al reconocimiento formal de la existencia de derechos sexuales y reproductivos, el sistema patriarcal, sobre el cual se estructura y actúan tanto el Estado, mediante sus instituciones, como los particulares en la vida diaria, impone otro tipo de limitantes tanto sociales como normativas. Así, se muestra el desarrollo normativo con carácter progresivo pero en la práctica las barreras de carácter religioso, político y social han satanizado dichos avances (Morán, 2013)

En el ámbito social, estos limitantes se traducen en estereotipos y roles, entre ellos, el rol de la mujer como medio de reproducción y titular del cuidado de los hijos. En función al primero de ellos, se objetiviza a la mujer y se la convierte en un medio para la subsistencia de la especie humana. Por su parte, la función de crianza es una construcción de género en virtud de la cual las mujeres son habilitadas para hacerse cargo de la vida de otras personas teniendo como funciones vitales proporcionar la vida, protegerla, cuidarla, reproducirla y mantener a sus descendientes en las mejores condiciones en términos de alimentación, crianza, entre otras. Por ende, socialmente se produce una escala de valoración humana en la que las mujeres deben ocupar un segundo plano y asumir que las personas que se encuentran bajo su cuidado son más importantes (Lagarde, 2015 ). Se trata de la centralidad de los otros en la vida de las mujeres y el desplazamiento del yo.

En el ámbito normativo, la limitación de los derechos reproductivos se evidencia en la penalización del aborto como instrumento de control para el cumplimiento de roles asignados a la mujer, garantizando así la procreación, aun cuando no exista la debida planificación y la decisión consiente y libre de traer hijos al mundo y asumir el cuidado que ello implica. De acuerdo con el Ministerio de Salud Pública del Ecuador, y en concordancia con lo establecido por la Organización Mundial de la Salud (OMS), el aborto se define como la “interrupción espontánea o provocada del embarazo” (Ministerio de Salud Pública del Ecuador, 2013), hecha antes de que el feto pueda sobrevivir por fuera del utero. Por tanto, el aborto puede ser de carácter natural o inducido. Cabe aclarar que la interrupción libre y voluntaria del embarazo implica el ejercicio de la libertad reproductiva a no tener hijos.

En el ámbito normativo ecuatoriano, específicamente en el Código Orgánico Integral Penal (2014), el aborto se encuentra sancionado por medio de varios tipos penales. Entre ellos, se encuentran el aborto consentido, el aborto con resultado de muerte y el aborto no consentido, que varía dependiendo del tipo penal del que se trate el bien jurídico protegido. Por ejemplo, en el caso del aborto consentido, el bien jurídico que busca proteger la norma es el derecho a existir del no nacido. Por otro lado, en el tipo penal de aborto con resultado de muerte lo que se protege es la vida de la mujer.

La penalización del aborto, aun cuando este último ha sido consentido por la madre, mediante la amenaza de imposición de penas -incluso privativas de libertad- implica la restricción del ejercicio del derecho a decidir cuántos y cuándo tener hijos. Esto atenta en contra de la propia dignidad humana en su triple vertiente, es decir, como instrumento fundante del orden jurídico, principio constitucional y derecho fundamental autónomo, que genera la obligatoriedad para el Estado de proteger el derecho fundamental de la mujer a tomar:

Decisiones relacionadas con su plan de vida, entre las que se incluye la autonomía reproductiva, al igual que la garantía de intangibilidad moral, que tendrían manifestaciones concretas en la prohibición de asignarle roles de género estigmatizantes, o infligirle sufrimientos morales deliberados. Lo anterior en función de considerar como inconstitucional la obligación de la mujer de llevar a término un embarazo bajo condiciones peligrosas o denigrantes” (Suárez, 2015: 47).

Debido al no reconocimiento pleno de la libertad sexual y reproductiva como un derecho humano, se generan leyes y políticas restrictivas, como la penalización del aborto. Sin embargo, la existencia de esta prohibición conlleva a que en la realidad se realice el aborto en condiciones de riesgo (Centro de Derechos Reproductivos, 2015). Con ello, no solo se vulnera el derecho a la libertad sino el de integridad, salud, el de acceso a tratamientos científicos seguros y -en muchos casos- el derecho a la vida de la mujer.

Dado que el aborto es penado, se busca interrumpir el embarazo mediante otros medios -en su mayoría no idóneos ni adecuados- en el que corre peligro la integridad y vida de la mujer, debido a que la clandestinidad y falta de regulación en la que se genera la interrupción del embarazo conlleva a lesiones y, en otras ocasiones, a la muerte de la mujer. Al respecto, la OMS ha manifestado que la mortalidad materna es un indicador de disparidad y desigualdad entre hombre y mujeres; en el caso de los hombres no existe una causa única de muerte cuya magnitud se aproxime a los casos de mortalidad materna (OEA, 2010).

Ya que el aborto no es un procedimiento que brinda el Estado como parte del servicio de salud, la práctica clandestina resulta extremadamente costosa, por lo que las mujeres con recursos económicos suficientes logran costear un servicio relativamente seguro. Es por esto que el delito de aborto, por una parte, causa la muerte de varias mujeres en su mayoría de escasos recursos y, por ende, produce la criminalización de la pobreza (Bejarano, 2014: 277). Esto, tomando en consideración que al no poder acceder a los métodos de aborto seguro, las mujeres acuden a centros no especializados y, en el caso de producirse problemas médicos, son trasladadas a casas de salud, en las cuales, vulnerando el secreto profesional, los profesionales de la salud denuncian la posible existencia de un aborto inducido y las autoridades toman conocimiento del hecho e inician procesos judiciales, incluso por la vía de flagrancia.

Desde el discurso patriarcal dominante se justifica la “legitimidad” de la penalización del aborto, respaldado por el Estado y la CRE, al manifestar que garantizará la vida, incluido el cuidado y protección desde la concepción, fundamentado en la Declaración Universal de Derechos Humanos y otros instrumentos internacionales. Sin embargo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en la sentencia de Atavia Murillo y otros frente a Costa Rica, ha manifestado que si bien la Declaración Universal de Derechos Humanos, en su artículo 1, establece la protección del ser humano, el término “nacen” se utilizó precisamente para excluir al no nacido de los derechos que consagra. El artículo 1 de dicha declaración manifiesta que: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (Declaración Universal de Derechos Humanos, 1948).

Fue así como se rechazó expresamente la idea de eliminar ese término, de modo que la declaración expresa que los derechos plasmados en ella son “inherentes desde el momento de nacer”. Por tanto, la expresión “ser humano” utilizada en dicha declaración no ha sido entendida en el sentido de incluir al no nacido (Atavia Murillo y otros [Fertilización in vitro] frente a Costa Rica, 2012).

Aunque, si de manera hipotética se llegase a aceptar que existe un derecho a la vida o un derecho a existir del nasciturus, esta idea no puede contraponerse frente a los derechos de libertad reproductiva, salud, integridad y vida de las mujeres, ya que por disposición del artículo 11, numeral 6, de la CRE, todos los derechos son inalienables, irrenunciables, indivisibles, interdependientes y de igual jerarquía. Es así como la penalización del aborto ocasiona varias consecuencias que vulneran los derechos inherentes a la mujer, reconocidos a nivel constitucional e internacional y que no se agotan solo con el derecho a la libertad de elegir cuándo y con qué frecuencia procrear. Lo mencionado conlleva a una responsabilidad del Estado en relación con el cumplimiento de una de las razones de su existencia, es decir, el respeto, la promoción, garantía y la protección de los derechos humanos (Pezzano, 2014).

Ahora bien, en relación con la despenalización del aborto, es necesario partir de una consideración esencial, y es que “la lucha por la criminalización o la descriminalización del aborto no es una lucha para que sea posible la práctica del aborto, pues la ley no ha demostrado capacidad para controlar eso, sino que es la lucha por el acceso y la inscripción en la narrativa jurídica de dos sujetos colectivos en pugna por obtener reconocimiento en el contexto de la nación” (Segato, 2016: 129).

Es por ello que el aborto se despenalizará en aquellos países que consideran que una mujer es más que un medio para reproducirse y que sus capacidades van más allá que criar y cuidar y que el “deber natural” de ser madre no debe ser impuesto y puede estar sujeto a la voluntad de la mujer. Esto será posible en el momento en que la mujer sea vista como sujeto pleno de derechos con garantías formales y materiales para su ejercicio. Los derechos sexuales y reproductivos deben ser ejercidos de manera plena, sin que ello implique el castigo por parte del Estado y el reproche social.

A modo de conclusiones

La lucha de los grupos feministas para reivindicar sus garantías y el reconocimiento de su autonomía en el campo de los derechos sexuales y reproductivos es posible de lograrla, siempre y cuando se incida en el tejido social patriarcal y se conciba a la mujer no solo desde la sombra de derechos del hombre o con relación a este -tratando de asimilarla- sino, reconociéndola como un sujeto pleno de derechos en el que se reconozca su diferencia pero sin inferiorizarla o descaracterizarla. Para que el tema entre en debate hay que reformularlo y vincularlo a la agenda política de forma explícita. “La ausencia de democratización no incorpora la pluralidad del país en el proceso de construcción de agenda y en los contenidos de las políticas de Estado” (Lamas, 2001: 139).

Consideramos que la dignidad de la mujer excluye que pueda considerársele como receptáculo o un ente que no puede tomar decisiones sobre sí misma; por tanto, “el consentimiento para asumir cualquier compromiso u obligación cobra especial relieve en este caso ante un hecho de tanta trascendencia como el de dar vida a un nuevo ser, vida que afectará profundamente a la de la mujer en todos los sentidos” (Corte Constitucional de Colombia, 2006: 10). Ello se resume en el siguiente párrafo, esgrimido por la Corte Constitucional de Colombia, que da cuenta de la tutela estatal: “La prioridad al bien jurídico constitucional de la vida, por sobre el valor de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres”.1

La imposición de roles de género basados en estereotipos constituye una violación del derecho a la igualdad material. La mujer ha sido discriminada por su sexo y ha sido configurada por el imaginario social como un ser determinado exclusivamente a la reproducción. Solo la lucha persistente de los movimientos feministas podrán ir deconstruyendo esos imaginarios sociales en el campo del “cuerpo”; tal y como lo logró en los ámbitos laboral y político. Lastimosamente los procesos no son sencillos, ni los resultados mediáticos.

La tipificación de aborto en el Código Integral Penal ecuatoriano refleja ciertos estereotipos y roles analizados en el presente artículo; es por ello que no toma en cuenta hechos como el aborto espontáneo como causal absolutoria o un acto inimputable y otras circunstancias reales que, en la práctica, han sido criminalizados por parte de operadores de justicia y agentes de policía. Tampoco existe ni el equipo técnico jurídico, ni médico legal o psicológico que esté formado para la atención de estos casos, más bien se observan taras profesionales o axiológicas que perjudican o revictimizan ciertos casos.

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1Se esgrimió, además, por parte del Tribunal el art. 20 del Código de la Niñez y Adolescencia (2003) que establece lo siguiente: “Art. 20. -Derecho a la vida.- Los niños, niñas y adolescentes tienen derecho a la vida desde su concepción. Es obligación del Estado, la sociedad y la familia asegurar por todos los medios a su alcance, su supervivencia y desarrollo” [El énfasis en cursiva es nuestro].

Recibido: 22 de Julio de 2018; Aprobado: 09 de Septiembre de 2018

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