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Estado & comunes, revista de políticas y problemas públicos

versión On-line ISSN 2477-9245versión impresa ISSN 1390-8081

E&c vol.1 no.8 Quito ene./jun. 2019

https://doi.org/10.37228/estado_comunes.v1.n8.2019.96 

Articles

Misoginia en el espacio público, femicidio no íntimo y prueba criminal

Misogyny in public spaces, non-intimate femicides and criminal evidence

Viviane Monteiro Santana García1 

1Docente e investigadora del Centro de Derechos y Justicia del Instituto de Altos Estudios Nacionales, Ecuador, viviane.monteiro@iaen.edu.ec


Resumen

Pese a la existencia de políticas públicas destinadas a la prevención de la violencia contra la mujer en el espacio público, como el acoso “callejero”, laboral o escolar/académico, persiste la invisibilidad de los femicidios cometidos en este mismo contexto, conocidos como femicidios no íntimos. A pesar de la previsión legal, estos no se reflejan en las investigaciones criminales, sentencias y políticas específicas de prevención. El objetivo de este artículo es identificar las relaciones de poder presentes en los femicidios no íntimos y su manifestación en la prueba criminal, mediante el análisis del contexto de la violencia contra la mujer en el espacio público. A partir del examen de documentos internacionales sobre la investigación de femicidios, se identifica la misoginia en las pruebas por medio de signos de naturalización, interiorización, dominio y sumisión de la mujer. La exclusión de los motivos personales en el femicidio no íntimo evidencia la existencia de misoginia, expresada de forma ambivalente (mezcla de deseo y desprecio) hacia las mujeres que transgreden su rol tradicional. Es imprescindible que se visibilice el femicidio no íntimo para que se pueda prevenir y sancionar adecuadamente y garantizar a las mujeres y niñas el derecho a una vida libre de violencia.

Palabras claves: violencia contra la mujer; espacio público; femicidio no íntimo; misoginia; prueba criminal; criminología; feminismo.

Abstract

Although the existence of public policies aimed at the prevention of violence against women in public spaces such as “Street”, labor, or school/academic harassment, the invisibility of femicides committed in this same context, known as non-intimate femicides, persists. Despite the legal forecast, these are not reflected in criminal investigations, sentences and specific prevention policies. The objective of this article is to identify the power relations present in non-intimate femicides and their manifestation in criminal evidence, through the analysis of the context of violence against women in public space. From the examination of international documents on the investigation of femicides, misogyny is identified in the evidence through signs of naturalization, internalization, domination and submission of the woman. The exclusion of personal reasons in non-intimate femicide is evidence of misogyny, expressed in an ambivalent way (mixture of desire and contempt) towards women who transgress their traditional role. It is imperative that non-intimate femicide be made visible so that it can be adequately prevented and sanctioned and guarantee women and girls the right to a life free of violence.

Keywords: Violence against women; public spaces; Non-intimate femicide; misogyny; criminal evidence; criminology; feminism.

Introducción

Ciudad Juárez (México), 1995: una joven de 17 años, que había terminado la secundaria, daba clases de catecismo y trabajaba en una maquiladora para ayudar a su familia, salió de su trabajo a las 16:30 para volver a casa y nunca más apareció. Casi un mes después, su cuerpo fue encontrado en el borde de una carretera, con marcas de tortura y abuso sexual. El gobernador del Estado de Chihuahua, Francisco Barrio, quien ejerció dicho cargo entre 1992 y 1998, declaró que “las muchachas se mueven en ciertos lugares, frecuentan a cierto tipo de gente y entran en una cierta confianza con malvivientes que luego se convierten en sus agresores”, culpabilizando a las niñas por su propia tortura, violación y muerte. Hasta el presente, nadie ha sido condenado por la muerte de esta joven (Monárrez, 2009).

Buenos Aires (Argentina), 2012: una mujer de 32 años, trabajadora sexual en una casa de masajes en la ciudad de Buenos Aires, fue encontrada sin vida dentro de una bolsa de nylon en un arroyo. El cuerpo tardó diez meses en ser identificado, una vez que nadie lo había reclamado y porque se encontraba en avanzado estado de descomposición. Según la autopsia, presentaba signos de abuso sexual y fue asesinada a golpes. El principal sospechoso fue un exprefecto de la ciudad de Vicente López, en la provincia de Buenos Aires, que pese a haber grabado un video en el cual comenta detalles sobre los hechos y de haber sido condenado a prisión perpetua por la muerte de otra joven, no fue imputado por este caso (La Nación, 2016; Rosende, 2016; Minuto Uno, 2013; Asociación Mujeres Meretrices de la Argentina en Acción por Nuestros Derechos [Ammar], 2015).

Ambato (Ecuador), 2013: una joven de clase media baja fue maltratada, insultada, pisoteada y golpeada múltiples veces, pese a su estado de indefensión y no reaccionar u ofrecer cualquier riesgo a su agresor. La joven estaba sentada en el piso en el pasillo de un hotel en el que se encontraba y no se defendía, hecho que no aplacó el furor del victimario. La joven, madre de un bebe de un año, falleció con un total de diez heridas distribuidas por todo el cuerpo. Entre estas, un trauma en el hígado y otro en el cráneo, siendo causa de la muerte la hemorragia grave que originó el trauma hepático. El autor del hecho fue encontrado en el lugar del delito y un testigo presencial declaró en juicio. Sin embargo, el autor del crimen fue absuelto en primera instancia.1 Los medios publicaron insistentemente un discurso marcado por la reproducción de los estereotipos de género, revictimizando a la occisa y a su familia (Toro, 2018; Zambrano, 2016; La Hora, 2017; Abad, 2014; Anangoró, 2018).

São Paulo (Brasil), 2016: Una mujer negra de 34 años sale de su casa en la periferia de la ciudad conduciendo una motocicleta para llevar a su hijo adolescente a una clase de informática. En la esquina de su casa un policía hace detener la motocicleta (era la cuarta vez en aquél mismo día). Los responsables la agreden físicamente con fuerza frente a su familia y se la llevan amenazándolos a todos. En un video grabado por su hijo en el hospital en el que se encontraba, ella revela lo mucho que la llegaron a golpear hasta vomitar sangre, al tiempo que le decían que iban a matar toda su familia, incluso a su único hijo. Luchó por su vida durante cinco días, hasta que falleció debido al traumatismo cráneo encefálico causado por los golpes. A finales de enero de 2017, la justicia militar archivó el proceso por no haber encontrado indicios de delito militar. La fiscal que estuvo a cargo explicó que no existían indicios de materialidad.2 La Policía Militar de São Paulo informó que los policías seguían trabajando en el servicio administrativo, con excepción de uno de los acusados que se había jubilado (Prado & Sanematsu, 2017).

El fenómeno descrito en los casos anteriores es el femicidio o feminicidio3 no íntimo. Estos casos tienen en común a mujeres víctimas pobres, que vivían en la periferia de sus ciudades. También coinciden que entre los agresores y las víctimas no había ninguna relación íntima. Incluso, por los reportes de los familiares y amigos encontrados en los cuatro casos enunciados, prepondera el total desconocimiento entre la víctima y el victimario. Otra concurrencia es la flagrante impunidad. En dos de los casos (Argentina y México) no se llegó a concluir los procesos de investigación; en el caso de Brasil, si bien los culpables fueron encontrados y encarcelados, estos fueron absueltos a pesar de existir testigos y pruebas en su contra;4 en Ecuador el autor fue condenado en un nuevo juicio en el año de 2018.

Aunque el femicidio/feminicidio no íntimo está previsto en la legislación de los cuatro países en los que ocurrieron estos crímenes, resulta complejo obtener condenas para este tipo de delito por muchas razones de naturaleza político-criminal, capacidad investigativa, interés del Estado, entre otros. En tal sentido, en el presente artículo se analizará particularmente las relaciones de poder ejercidas por el hombre sobre la mujer en los femicidios no íntimos y su manifestación en las pruebas producidas en sede criminal.

Por la tradición jurídica predominante en nuestros países, la violencia de género comenzó a tener visibilidad mediante el reconocimiento de la violencia intrafamiliar, debido a una valiosa lucha entablada por las mujeres durante décadas. La violencia de género en el ámbito privado cuenta con un respaldo jurídico y simbólico mucho más antiguo y consistente que la violencia que ocurre en el espacio público. Este contexto se refuerza por el hecho de que el imaginario social aún relaciona la violencia de género con los celos y a la “pasionalidad” despertada en el escenario de relaciones amorosas o, a la inversa, al rechazo a constituir o reanudar dichas relaciones (Martínez, Gutiérrez, & Manuel, 2015).

En otras palabras, aunque el femicidio íntimo no es el objeto de este artículo, es necesario denunciar que la tradicional confusión entre la misoginia en las relaciones afectivas y la pasionalidad consistió, por muchos años, en una verdadera autorización supralegal para el asesinato de mujeres por sus padres, hermanos, compañeros y excompañeros en nombre del “honor” o de los “celos”. El tipo penal de femicidio íntimo es un significativo marco en el combate a esta expresión, no de afecto, sino del dominio de lo femenino por lo masculino. Es una manifestación de la percepción patriarcal de las mujeres como objeto de posesión que debe ser disciplinado, controlado, utilizado, vigilado y sometido, hasta el punto de disponer de sus vidas.

Como consecuencia, resulta difícil a los diversos actores que inciden en la investigación y en el proceso penal (policías, fiscales, peritos, abogados y jueces -en su gran mayoría varones-) concebir la existencia en la práctica de un femicidio en el que el victimario no tiene (o tuvo) ninguna relación con la víctima. El objetivo de este artículo es, consecuentemente, contribuir a la identificación de las relaciones de poder en los femicidios no íntimos y su reflejo en la prueba criminal, a partir de la violencia contra la mujer en el espacio público.

El presente artículo se estructura de la siguiente manera: en el primer apartado se recurre a la distinción del femicidio como categoría criminológica autónoma y sus implicaciones en la política criminal, para evidenciar la naturalización de la dominación y sumisión de las mujeres como elemento justificador de la violencia de género, y llegar al análisis de la violencia que sufren las mujeres en el espacio público como elemento esencial para comprender el femicidio no íntimo. En la segunda parte, se distinguen las tipologías del femicidio no íntimo, contrastando con los casos descritos anteriormente, con la propuesta de una nueva categoría para estos femicidios -femicidios por inadecuación cultural- como forma de facilitar la comprensión de estos crímenes y, consecuentemente, su identificación en el proceso penal. El artículo culmina con la aplicación de las categorías expuestas al análisis de la prueba criminal en los casos de femicidio no íntimo y con sus respectivas conclusiones.

Femicidio no íntimo y violencia contra la mujer en el espacio público

La violencia misógina contra las mujeres se constituye como un fenómeno social específico, con factores de riesgo y dinámicas completamente distintas de la violencia común. Por esta razón, es de suma importancia el estudio del femicidio y de sus víctimas como categoría autónoma entre las víctimas de homicidio (Dawson, 1998). En efecto, en términos epidemiológicos el homicidio es un fenómeno casi exclusivamente masculino5, una vez que los hombres poseen mayor probabilidad tanto de cometer este delito como de ser víctimas del mismo (Bloom, 2004; Richardson, 2007; Roberts, 2009; Swatt, 2006.

El informe Citizen Secutity en Latin America (Muggah & Aguirre, 2018) manifiesta que, de la misma forma que ocurre en el resto del mundo, los homicidios en América Latina poseen un modelo consistente en términos de género: 90% de los homicidios en América Latina y 74% en nivel global tienen como víctimas a los hombres. Por otra parte, en el último informe publicado sobre el tema en el 2013, la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés) señala, en su Estudio Mundial sobre el Homicidio, que existe además un patrón sobre la edad (jóvenes) y la relación existente entre víctima y autor (en primer lugar, el homicidio más cometido es en contra de personas conocidas; en segundo lugar en contra de extraños; y, en tercer lugar en contra de familiares); y, por último, el arma utilizada (de fuego)6 (Roberts, 2007; UNODC, 2013).

A su vez, en el caso de la muerte violenta de mujeres existe una probabilidad nueve veces mayor de que estas sean víctimas de una persona con la cual tiene algún tipo de relación, a que la muerte sea causada por una persona extraña (Campbell, 2007). El homicidio en el contexto de las relaciones íntimas es el único tipo de violencia letal en mundo en el cual las principales víctimas son mujeres (Roberts, 2009). En lo que toca a los femicidios no íntimos, la extrema visibilidad de femicidio íntimo hace que las estadísticas sean casi que, en su totalidad, dirigidas a esta tipología.

De esta forma, las cifras por femicidio no íntimo se encuentran invisibilizadas. No obstante, si se analizan detenidamente las estadísticas presentadas por el National Center for Injury Prevention and Control Centers for Disease Control and Prevention (2017), se encuentra que en Estados Unidos el femicidio íntimo es la causa número uno de muerte entre las mujeres adultas en edad reproductiva (entre 18 y 44 años), y que el 55,3% de las muertes de mujeres es cometido por hombres que tenían relación con las mismas (Mouzos, 2001; Campbell, 2007). Esto significa, ponderando sobre el caso americano, que existe una posible cifra invisibilizada frente a nuestros ojos, de que el 45% de las muertes de mujeres americanas entre 15 y 44 años es cometido por hombres que no tenían una relación íntima con las mismas, o sea, potencialmente femicidios no íntimos.

Aún sobre la especificidad criminológica del femicidio, Frye y Wilt (2005) destacan la siguiente información:

En Nueva York, entre 1990 y 1997, el número de homicidios en el contexto de las relaciones íntimas aumentó. En este período fueron registradas 1663 muertes de mujeres, aunque hubo una disminución en el número anual de homicidios. Mientras que el homicidio en general bajó 72%, el homicidio en el contexto de las relaciones íntimas creció 34% (Frye & Wilt, 2005: 220).

Precisamente, la evidencia empírica apunta a que las políticas criminales que se dirigen a la prevención secundaria de corte situacional, utilizada para el combate a la criminalidad común, no demuestran eficacia en lo que toca a la violencia contra la mujer, una vez que esta atiende a un padrón específico relacionado con el lugar de los hechos, la motivación, el perfil victimal, el perfil criminal y el modus operandi. Consecuentemente, se requiere un análisis y una atención especializada por parte del Estado, con programas de prevención complejos que prioricen otras estrategias, tales como las comunitarias y victímales, con fuerte enfoque en la prevención primaria.

De hecho, el complejo fenómeno de la violencia de género tiene una naturaleza multidimensional que impulsa una espiral ascendente de agresiones contra las mujeres, tanto en el ámbito público cuanto en el privado. Esto, porque el sistema socio cultural en el que vivimos se ha desarrollado sobre la base de las diferencias entre hombres y mujeres “mediante dispositivos culturales que definen los comportamientos, actitudes, expectativas, relaciones, sueños, imaginarios y con ello determinan roles diferenciados y estereotipados que configuran lo masculino y lo femenino a partir del sexo biológico” (Garcés, 200725). Esto implica que las diferencias entre estos roles son vividos e impuestos casi sin cuestionamiento en la sociedad, llevando a la naturalización de este sistema social llamado patriarcado, en el cual estas diferencias se ven radicalmente jerarquizadas.

En este escenario, observamos la oportuna reflexión de Bourdieu (2000) sobre la violencia de género como una expresión de la estructura social jerarquizada que discrimina a las mujeres con base en el androcentrismo. Al respecto, el autor argumenta que:

El dominio masculino está suficientemente bien asegurado como para no requerir justificación, puede limitarse a ser y a manifestarse en costumbres y discursos que enuncian el ser conforme a la evidencia, contribuyendo así a ajustar los dichos con los hechos. La visión dominante de la división sexual se expresa en discursos como los refranes, proverbios, enigmas, cantos, poemas o en representaciones gráficas como las decoraciones murales, los adornos de la cerámica o los tejidos. Pero se expresa también en objetos técnicos o prácticos: por ejemplo, en la estructuración del espacio, en particular en las divisiones interiores de la casa o en la oposición entre la casa y el campo, o bien en la organización del tiempo (Bourdieu, 2000: 61).

Así también, según Sagot (1995), el género, además de lo que observa Bourdieu, interviene de la misma forma que la clase social o la etnia, “en las relaciones sociales de los seres humanos, sus posibilidades en la vida, sus oportunidades y acceso a los recursos en la sociedad” (Sagot, 1995: 17). A su turno, Millet (2010) explica que la sociedad patriarcal, al igual que otras formas de dominación, ejerce control mediante la utilización de la fuerza como instrumento de intimidación constante y una eficaz medida de emergencia (Millet, 2010).

Por consiguiente, “el complejo entretejido social de permisividad y dominación conduce a prácticas cotidianas de violencia sistemática contra las mujeres” (Sagot, 1995: 20) en la medida en que la diferenciación de los roles de género es marcada por un complejo sistema de relaciones de poder que recurre al uso de la fuerza y la violencia, siempre que alguien salga del guion establecido. Así, de acuerdo con los estereotipos de género, “estimulados por las designaciones sociales, los hombres legitiman su poder y virilidad recurriendo a la violencia como forma de relacionamiento”, mientras que a las mujeres “se les exige conductas de sumisión y resignación como pautas asignadas socialmente que afianzan su rol femenino” (Garcés, 2007: 27).

Como resultado, los varones se sienten autorizados socialmente, en algunos escenarios, a usar “la violencia contra las mujeres como forma de disciplinarlas por las transgresiones de los roles femeninos tradicionales o cuando perciben desafíos a su masculinidad”, como constata la Organización Panamericana de Salud, miembro de la Organización Mundial de Salud (OMS/OPS, 2003: 5). Esto significa que la violencia de género se constituye como un dispositivo eficaz y disciplinador de las mujeres en su rol subordinado y es un componente fundamental en el sistema de dominación, no un mero acto de abuso individual. En tal sentido, la violencia contra las mujeres deja de ser un suceso particular, coyuntural o un problema personal entre agresor y víctima, para ser tratado como una violencia estructural ejercida sobre el colectivo femenino (Estrada, 2012).

Amorós (1990) en el texto Violencia Contra la Mujer y Pactos Patriarcales, reflexiona sobre el hecho de que, en muchos casos, la mujer es considerada como un lugar simbólico de uso sexual por parte de cualquier individuo que pertenezca al conjunto de los varones. De esta manera, se legitiman las relaciones de dominación, a tal grado que la sociedad naturaliza e invisibiliza los actos violentos del grupo dominante (Estrada, 2012). En el caso que analiza Amorós (1990), la autora ilustra cómo el juez, en su rol de operador de justicia, sanciona y vuelve explícito el pacto entre los varones, tal como se entiende e interpreta en la lógica de los pactos patriarcales.

Aunque se trata de una publicación de 1990, la reflexión que plantea es todavía extremadamente pertinente para el 2018, cuando en el caso de “la manada”, en España,7 llama la atención el alto grado de discriminación institucional que experimenta la mujer, pues no solo se la reconoce como objeto susceptible de violencia o de uso sexual disponible al colectivo masculino, sino que también se le inculpa o responsabiliza de la violencia ejercida en su contra. De otra parte, aunque en la misma problemática de la susceptibilidad de violencia contra la mujer en el espacio público, se puede ponderar el hecho de que sean necesarios, en la actualidad y en varios países, la existencia de vagones en el metro (o buses) destinados exclusivamente a las mujeres,8 como medida de prevención al acoso sexual en el espacio público. Este hecho demuestra que vivimos en una sociedad, en la cual, el cuerpo de las mujeres es entendido como res publica; y, como tal, disponible para el usufructo colectivo.

Por tanto, se puede observar que las relaciones entre hombres y mujeres en el espacio público, como el metro o la calle, reflejan la desigualdad fundamental entre los sexos, de tal forma que el espacio que originalmente debería ser igual para todos se convierte en un espacio de disputa y de miedo, produciendo la violación de los derechos humanos de las mujeres (Zúñiga, 2014). En México, la llamada violencia comunitaria contra la mujer es aquella en la que se “transgreden derechos fundamentales de las mujeres y propician su denigración, discriminación, marginación o exclusión en el ámbito público”, según define la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, del 2007, en su artículo 17 (Cámara de Diputados del Honorable Congreso de la Unión, 2007).

Según Zúñiga (2014), el espacio público significa para las mujeres un paradójico sentimiento de visibilidad e invisibilidad, en la medida en que son percibidas como cuerpos, siendo estos objetos de deseo o ultraje y, al mismo tiempo, invisibles como sujetos de derechos (Zúñiga, 2014). La esfera pública, por tanto, lejos de ser un espacio de igualdad, se convierte en un espacio de incómoda visibilidad que aparece como sinónimo de amenaza, angustia y preocupación por su seguridad. No es por otro motivo que, como pondera la autora, aun se sigue educando a las niñas y jóvenes a lidiar con el espacio público sobre la base del “temor del mundo que habita fuera de la casa” (Zúñiga, 2014: 80).

A pesar de los avances que reconocidamente se produjeron a partir de las luchas feministas, la mujer aún encuentra en la calle un espacio público por excelencia por el cual transita pero que no le pertenece. Todavía las mujeres se encuentran en un espacio ajeno, perteneciente a los varones que “al estar en la calle como lugar propio, pueden contemplar, escudriñar, atracar, abordar o expropiar” (Zúñiga, 2014: 84). De hecho, según Delgado (2007), citado por Zúñiga (2014), el imaginario colectivo del espacio público destina significados muy distintos para los sexos, de forma que la “mujer de la calle no es la versión en femenino del hombre de la calle, sino más bien su inversión, su negatividad” (Delgado, 2007: 225).

En este contexto, la violencia contra la mujer no se puede identificar como una situación natural, particular o siquiera coyuntural, sino como un asunto histórico, político, social, estructural y de derechos, el cual se sostiene en el tiempo en virtud de relaciones asimétricas entre los sexos. Efectivamente, se trata de una violencia que denuncia la misoginia que se vive en la cotidianidad, una violencia a la cual están sujetas todas las mujeres por el simple hecho de serlo. El miedo al acoso y a la violación estrictamente por existir en este mundo con un cuerpo femenino, sencillamente no es parte de la vida y de los temores que afectan a los varones. Así, es innegable la violación sistemática a los derechos humanos de las mujeres en el ámbito público, conformada por el conjunto de conductas misóginas, incluso por parte del propio Estado (violencia institucional), que conlleva muchas veces a la muerte de las mujeres y a la impunidad del agresor (Estrada, 2012).

En efecto, a pesar de que el progresivo reconocimiento de los derechos de las mujeres en el Derecho Internacional comenzó en la década de 1970, fue a partir de la década de 1990 cuando se pudo visibilizar la violencia contra las mujeres en el espacio público, a la par de la violencia que se ejercía en el ámbito privado, develando su igual carácter sistémico y estructural (Estrada, 2012). Así lo manifiesta la Relatoría Especial sobre la Violencia contra la Mujer de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en el año 1999:

La preponderancia de la ideología familística dentro y fuera de las paredes del hogar arraiga a las mujeres en roles de cónyuges y madres e impide su acceso a roles no tradicionales. Esta ideología expone a las mujeres a la violencia tanto dentro como fuera del hogar, reafirmando su status de dependiente en particular entre mujeres pobres y trabajadoras, y exponiendo a aquellas que no encajan o adscriben a los roles tradicionales a crímenes de odio basados en el género. Esta estigmatización nutre y legitima la violencia contra las mujeres (ONU, 1999: 8).

En tal sentido, el feminicidio no íntimo no es un hecho aislado, ya que se desarrolla por medio de un continuum de violencia, naturalizada en el convivio social y en el ambiente laboral, familiar, escolar, en los medios de comunicación y en los medios públicos de transportes e instituciones públicas. Estando presente en todos los espacios, la violencia contra las mujeres se normaliza y naturaliza forjándose como parte del cotidiano, algo aceptable e inevitable (ONU, 2006).

Históricamente, el concepto de femicidio nace cuando Diana Russell y Nicole Van de Ven (1976) realizan el informe titulado Crimes Against Women, presentado al Tribunal Internacional de los Crímenes contra la Mujer en 1976, documento en el que se identifica un sin número de formas de violencia contra la mujer en el mundo9 (Russell & Vam de Ven, 1976). En ese sentido, de la misma manera en que se mata a una persona por su raza, nacionalidad, religión u orientación sexual, se asesina a una persona en razón del sexo, destacándose en las 204 páginas del documento una prevalencia de violencia ejercida sobre las mujeres que no pasa por el contexto de las relaciones íntimas.

Los femicidios no íntimos son el resultado de la violencia cometida en contra de las mujeres mediante actos motivados por misoginia, discriminación y odio, en los cuales, hombres poco conocidos o totalmente desconocidos de las víctimas realizan actos de extrema brutalidad sobre sus cuerpos, en un contexto de permisividad del Estado que, por acción u omisión, no cumple con su responsabilidad de garantizar la integridad, la vida y la seguridad de las mujeres. Concretamente, la arbitrariedad e inequidad social se potencian con la impunidad del agresor por parte de la sociedad y del Estado, en torno a los delitos contra las mujeres, lo cual significa que la violencia está presente de formas diversas a lo largo de la vida de las mujeres antes del femicidio y que, aún después de perpetrado el mismo, continúa la violencia institucional y la impunidad. En otras palabras, la violencia institucional e impunidad justifican los femicidios por medio de los estereotipos de género profundamente arraigados en nuestra cultura.

Por este motivo, los femicidios no deben ser comprendidos como una explosión de violencia, sino como el extremo de un continuum de violencia hacia las mujeres que incluye diversas formas de humillación, desprecio, maltrato físico y emocional, hostigamiento, abuso sexual, incesto, abandono y aceptación de que las mujeres y niñas mueran como resultado de actitudes discriminatorias o de prácticas sociales violatorias a su integridad (Estrada, 2012). Asimismo, en el año 2009, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) definió los femicidios reconociendo la violencia estructural en la cual se inserta, de la siguiente forma:

Los homicidios de mujeres por razones de género se dan como resultado de una situación estructural y de un fenómeno social y cultural enraizado en las costumbres y mentalidades y que estas situaciones de violencia están fundadas en una cultura de violencia y discriminación basada en el género (Sentencia Caso González y Otras [Campo Algodonero] frente a Mexico, 2009: 40).

Por último, es fundamental evaluar como el rol de las mujeres, tradicionalmente destinadas a la esfera privada y llamado por Zúñiga la “bipolaridad de lo público y lo privado” (Zúñiga, 2014: 82), produce la exclusión de, por lo menos, tres formas de protección del Estado que se identifican a continuación:

  1. La violencia ejercida sobre las mujeres es entendida como un problema particular y no público. La dicotomía entre las esferas pública y privada se ha utilizado de manera amplia para justificar la subordinación de las mujeres predominantemente a los hombres de la familia o pareja; y, de esta forma, excluir del escrutinio público los abusos en materia de derechos humanos cometidos en el ámbito privado (Gomez, 2003);

  2. Cuando algunas mujeres rompen el estereotipo “del hogar” y migran al ámbito público, se exponen al escrutinio, al acoso y a la violencia, con su consecuente objetificación y riesgo cotidiano a ser víctimas de violencia (Zúñiga, 2014); y,

  3. La situación de “estar” en el espacio público para las mujeres aún es sinónimo de transgresión, la violencia sufrida fuera del hogar es comprendida como su responsabilidad personal y no como un problema del agresor, de naturaleza social o atribuida a la falta de seguridad por parte de los poderes públicos. Consecuentemente, el hecho de que sea víctima de acoso e, incluso, de violación, desaparición, tortura y muerte, es culpa de la mujer, de la ropa que viste, del horario o del sitio en que se encontraba.

Sobre este particular, la Recomendación General n.º 19, de la Convención para la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (Cedaw, por su sigla en inglés), sobre la violencia contra las mujeres, reconoce que esta ocurre tanto en el ámbito público como en el privado, en tiempos de normalidad o durante períodos de conflicto armado, que puede perpetrarse tanto por autoridades públicas como por actores no estatales, y resaltando que, en todos los casos, el Estado tiene obligación de garantizar la seguridad de la mujer (ONU, 1992). De esta forma, el Estado es responsable por los actos que cometan privados si falla en ejercer la debida diligencia de prevenir, investigar, sancionar y compensar los actos de esta violencia.

Femicidio no íntimo y prueba criminal

En este escenario, como ya se pudo percibir, tradicionalmente se divide los femicidios en dos grandes categorías: los llamados femicidios íntimos y los femicidios no íntimos. Esta distinción se da de acuerdo con la existencia o no de relaciones íntimas y de confianza actual o pasada entre la víctima y el victimario. El femicidio íntimo, según Monárrez (2005), puede ser clasificado como infantil o familiar, de acuerdo si la víctima sea una niña o una mujer adulta. Estos femicidios son cometidos por un hombre de la familia en contra de una o varias mujeres que son parte de esta, lo que incluye parejas o exparejas, hijas, suegras o mujeres con otros grados de parentesco. En estos casos, incluso pueden existir víctimas del sexo masculino, en los llamados femicidios por conexión, cuando los hijos, novio, exnovio, compañero de trabajo o cualquier otro varón se encuentra en la escena del crimen (Monárrez, 2005, 2000).

En este particular, cabe destacar la legislación ecuatoriana por dos particularidades: 1) la existencia de relaciones entre víctima y victimario no son elemento constitutivo del tipo penal de femicidio (art.141); y 2) el Código Orgánico Integral Penal (COIP) expande en el artículo 142 la definición de la calidad de relación que debe existir para que se constituya el femicidio íntimo, a partir de una formulación ejemplificativa que concluye con una expresión genérica, en la cual, la circunstancia agravante especial del tipo es entendida en el momento en que “exista o haya existido entre el sujeto activo y la víctima relaciones familiares, conyugales, convivencia, intimidad, noviazgo, amistad, compañerismo, laborales, escolares o cualquier otra que implique confianza, subordinación o superioridad” (Asamblea del Ecuador, 2014).

De otra parte, en oposición a la categoría anterior, los femicidios no íntimos son aquellos en que víctima y victimario no poseen un vínculo afectivo o de parentesco, y al igual que lo que ocurre en los femicidios íntimos, estos no son un fenómeno aislado. Igualmente, se distinguen algunas subdivisiones, tales como el femicidio sexual sistémico y femicidio por ocupaciones estigmatizadas. En estos casos, el hecho de que no exista una relación previa entre víctima y victimario no solo que no exime la posibilidad de que exista una relación de poder entre ellos, sino que, de la misma forma que ocurre con la violencia contra la mujer en el espacio público, la misoginia se evidencia.

En México, por ejemplo, el caso antes relatado al principio de este artículo es el de María Sagrario González, uno entre los 382 femicidios que ocurrieron en contra de mujeres y niñas en las mismas condiciones en Ciudad Juárez entre los años 1993 y 2004 y que Julia Monárrez nombró feminicidio sexual sistémico (Monárrez J. , 2009). Según Cameron y Fraser (1987), estos son delitos en los cuales la motivación deriva de impulsos sexuales sádicos que considera a la víctima un objeto sexual, de tortura y mutilaciones, para luego dejar sus cuerpos depositados, a veces en serie o aisladamente, en lugares baldíos (Cameron & Fraser, 1987).

Se trata de una criminalidad específica, organizada y sistemática que se expandió en el tiempo, toda vez que, entre sus más grandes incentivos, está el alto nivel de impunidad ofrecido por el Estado mexicano. En este caso llama la atención el discurso misógino del propio Estado, exhibiendo una dura práctica de violencia institucional a la cual fueron sometidas las familias de las víctimas y la memoria de las jóvenes, al mismo tiempo en que refuerza la violencia estructural y genera el ambiente en el cual los victimarios se sienten seguros para actuar (Monárrez, 2009).

En Argentina, tal como ocurre en toda Iberoamérica, no se documentan los femicidios por prostitución, uno de los tipos más comunes de femicidio por ocupaciones estigmatizadas. Sin embargo, la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (Ammar), realiza la compilación de los datos y el seguimiento de los casos, a partir de noticias en periódicos, reportes policiacos y denuncias de las afiliadas o de sus familiares.

El femicidio por ocupaciones estigmatizadas es una tipología específica de femicidio no íntimo extremamente invisibilizada, una vez que bailarinas, meseras y prostitutas desempeñan profesiones no convencionales, que son comprendidas como una violación explícita a los códigos de conducta de los roles tradicionales, por lo que atraviesan la frontera de los espacios “para varones” y se convierten al mismo tiempo en objeto de deseo y desprecio. La ambivalencia de los sentimientos que suscitan estas mujeres fue explicada por Cameron y Fraser como un mixto de placer, peligro, deseo y disgusto (Cameron & Fraser, 1987).

Monárrez (2000) define el femicidio por ocupaciones estigmatizadas como aquel en el cual la violencia contra la mujer expresa odio y objetificación, expresiones de la misoginia en su estado más puro. Por consiguiente, el matar a una mujer por el hecho de serlo tiene su versión más radical en el femicidio no íntimo, en el momento en que no existe contaminación con excusas culturales como supuestos sentimientos de carácter afectivo y aun así, el delito se manifiesta por medio de una fuerte carga emocional en contra de una persona que el victimario, en muchos casos, ni siquiera había visto antes. Así, cuando un hombre se encuentra con una mujer que no conoce, la lastima y la mata, los motivos obviamente no son personales, son de género (Monárrez, 2000).

No obstante, bajo la categoría de femicidios no íntimos se presentan otros casos como los narrados en la introducción de este artículo en Brasil y en Ecuador. En estos casos, Luana Barbosa (Prado & Sanematsu, 2017) y Vanesa Landínez (Zambrano, 2016), respectivamente, no se encajan en el estereotipo de las víctimas de las otras tipologías reconocidas (femicidio por ocupaciones estigmatizadas y femicidio sexual sistémico). En otras palabras, no existe abuso sexual o sistematicidad en el delito, ni la motivación del crimen se encuentra en la ocupación laboral de la víctima, lo que acarrea la falta de identificación de una categoría específica y obstaculiza el reconocimiento de la misoginia y, consecuentemente, del femicidio.

La motivación de estos femicidios reside en el reproche o desprecio por la postura, forma o estilo de vida de algunas mujeres que, además, tienen alguna otra vulnerabilidad, sea por pertenencia a una clase social baja, ser habitante de la periferia, o no contar con apoyo familiar. Estas mujeres son asesinadas por tener una vida libre o no convencional de alguna forma. En este artículo proponemos nombrar a estos crímenes de femicidios por inadecuación cultural. Estos femicidios se acercan mucho al contexto de los delitos de odio,10 una vez que la violencia ejercida sobre la víctima lleva un mensaje “disciplinario”, no únicamente a su persona, sino que se dirige al colectivo femenino como forma de intimidación y amenaza por su estilo de vida en su tránsito por el espacio público.

Los cuerpos de las víctimas son marcados por una violencia que puede acercarse a la tortura, tal como pasa en los femicidios sexuales sistémicos, o aparentarse con una especie de ejecución “limpia”. No obstante, en todos los casos la violencia utilizada es visiblemente desproporcionada a la “amenaza” representada por la víctima, a la necesidad de contención de esta o a la supuesta defensa del victimario o de terceros. Esta violencia desproporcional, en ocasiones, aparentemente gratuita es la externalización de la relación de poder que se manifiesta en el exceso de violencia que presenta el cuerpo (overkill) y se visibiliza a partir de la inexistencia o insignificancia de motivos de la agresión.

Esta relación desigual y jerarquizada que, naturalizada, promueve que el agresor crea no existir ningún inconveniente en someter, dominar y disciplinar a la mujer que transgrede su rol tradicional. En este contexto, el femicidio es motivado no por una presunta relación de “pasionalidad”, sino, por desprecio. En efecto, el Código Penal brasileño (art. 121, § 2º, II),11 prevé el femicidio por “menosprecio o discriminación”, que en ambos casos constituye expresión de sumisión y objetificación de la mujer.

Específicamente, este sería un caso clásico de violencia expresiva,12 es decir, violencia que aparece como forma de externalización de sentimientos como rabia o frustración (entre otros), y que es característica común de los femicidios practicados en el contexto de las relaciones de confianza, y a los practicados, a veces, en contra de mujeres absolutamente desconocidas. Consecuentemente, tal como lo identifica ONU Mujeres, la violencia por razones de género es motivada “por considerar que su conducta o su planteamiento vital se aparta de los roles establecidos como adecuados o normales por la cultura” (Mujeres/OACNUDH, 2013: 71).

De lo anterior, se puede afirmar que este tipo de violencia es concretamente la manifestación del dolo específico que distingue el delito de femicidio del delito de homicidio, es decir, misoginia. En el COIP, la misoginia se encuentra en la disposición “como resultado de relaciones de poder manifestadas en cualquier tipo de violencia”, por lo que se la puede definir de la siguiente forma:

La misoginia está presente cuando se piensa y se actúa como si fuese natural que se dañe, se margine, se maltrate y se promuevan acciones hostiles, agresivas y machistas hacia las mujeres. La misoginia es política porque solo por ser mujer la persona es discriminada, interiorizada, denigrada, abusada, marginada, sometida, confiscada, excluida y está expuesta al daño. En síntesis, la misoginia es un recurso consensual de poder que oprime a las mujeres antes de actuar o manifestarse, aún antes de existir, solo por su condición de género (Lagarde, 2012: 23).

En lo que toca a la prueba de la misoginia en el femicidio no íntimo, lo que se busca en la investigación criminal es comprobar si, en el caso, se encuentran presentes signos de sumisión y dominio en la relación entre sujeto activo y víctima, caracteres misóginos que revelan el dolo específico de matar a una mujer por su condición de género. De otra parte, el peritaje de estudio de contexto de género, por su naturaleza socio jurídica, consiste en realizar un análisis jurídico penal de los hechos, buscando identificar la presencia de los elementos constitutivos del tipo penal de femicidio no íntimo (COIP, art. 141), por medio del estudio transdisciplinario de los elementos probatorios presentes en el expediente de la causa.

En primer lugar, para el análisis de la conducta típica y del bien jurídico tutelado, que debe ser realizado sobre la base de los estándares internacionales para la violencia contra la mujer, se puede considerar que el bien jurídico protegido es el descrito en la sección primera del capítulo 2 del libro 1 del COIP: la inviolabilidad de la vida. Sin embargo, es posible ampliar esta comprensión si se interpreta sistemáticamente el dispositivo legal, como apunta la Fiscalía General del Estado (FGE):

En una comprensión mucho más amplia de la denominación que hace la norma penal a la sección donde se encuentra tipificado el femicidio, en concordancia con el Artículo 66, numeral 3, literal b de la Constitución de la República y el Artículo 3 de la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia Contra la Mujer, Convención de Belén do Pará podemos decir que este tipo penal extiende su ámbito de protección al derecho de las mujeres a la integridad personal y a una vida libre de violencia en el ámbito público y privado (FGE, 2016: 25).

Una vez que el verbo rector del tipo indica que la conducta típica consiste en “dar muerte”, lo primero que se debe evidenciar es la materialidad del delito, es decir, mediante que documentos obrantes en el proceso se puede probar la existencia del mismo. Posteriormente, se debe examinar la causa de la muerte y las lesiones existentes, para verificar la presencia o no de los signos e indicios de femicidio, de acuerdo con el Protocolo Latinoamericano de Investigación de las Muertes Violentas de Mujeres por Razones de Género (el Protocolo) (Mujeres/OACNUDH, 2013) adoptado por la FGE del Ecuador en el año 2016. Desde la mirada médico-forense se busca, mediante la autopsia médico legal, la autopsia psicológica y la escena del delito, comprobar las razones de género que motivaron el crimen:

[…] encontrar los elementos asociados a la motivación criminal que hace que los agresores ataquen a las mujeres por considerar que su conducta o su planteamiento vital se aparta de los roles establecidos como “adecuados o normales” por la cultura; identificar como esta percepción se traduce en una serie de elementos criminales en el componente cognitivo, como las decisiones que se adoptan a la hora de planificar y ejecutar el femicidio, y en el componente emocional, como el odio, la ira, etc., de la conducta de los agresores (Mujeres/OACNUDH, 2013: 71).

En otras palabras, los signos de la violencia de género están asociados a las ideas y emociones vividas por el autor del delito (rabia, ira, odio, venganza, desprecio, castigo, humillación, entre otros), influenciando la actuación individual a partir de un contexto cultural y social que legitima la violencia. Estos están íntimamente ligados al uso excesivo y desproporcionado de la fuerza, y pueden manifestarse, de acuerdo con el mencionado Protocolo (2013), de las siguientes formas: a) utilización de violencia excesiva (overkill); b) ausencia de heridas de defensa en la victima; c) combinación de varios instrumentos o de más de un instrumento para matar; d) presencia de la mayoría de las heridas alrededor de las zonas vitales; e) presencia de distintos tipos de lesiones de diferentes épocas; y, f) uso de instrumento doméstico de fácil acceso y utilización de las manos.

A continuación, se debe analizar los sujetos del delito, comprobando la autoría y realizando el estudio del sujeto activo, la víctima y las relaciones de poder entre ellos. Como ya se evidenció en este artículo, la existencia de una relación asimétrica entre víctima y victimario, característica de la misoginia, se manifiesta por medio del uso de la fuerza física y de la violencia psicológica como instrumentos de sometimiento, con el fin de intimidar psicológicamente o anular física, intelectual y moralmente la víctima (Duque, 1993). Estas relaciones de poder son el elemento esencial de la misoginia, factor distintivo del femicidio en relación con los demás delitos contra la vida.

En este contexto, se puede afirmar que la relación de poder posee como características la naturalización, la interiorización de la violencia, el sometimiento y la dominación de la víctima. En lo que toca al autor, para comprobar la presencia de dichos factores se debe utilizar, además de los parámetros expuestos en el Protocolo: el peritaje psicológico o psiquiátrico, que valora las características como rasgos de personalidad y circunstancias de la vida que potencializan el riesgo; el peritaje social, complementado por el estudio de contexto social, una vez que las circunstancias y contextos personales y sociales son los factores impulsadores de la violencia de género. De igual forma, es primordial investigar los “antecedentes de sociabilidad” del autor constatar la naturalización de la violencia de género, una vez que pueden existir casos de agresión anteriores no notificados a las autoridades, ya que las encuestas victímales indican una cifra negra considerable en casos de violencia de género13(Consejo Nacional para la Igualdad de Género, 2014).

En el estudio de la víctima, la autopsia psicológica y el peritaje social pueden comprobar la presencia de naturalización e interiorización de la violencia y de factores de riesgo (condiciones victimológicas o de vulnerabilidad) como haber sido víctima o presenciada violencia de género en la niñez, por ejemplo; además de indicios de Síndrome de indefensión aprendida.14

En lo que toca a la sumisión y dominación de la víctima, estas están directamente relacionadas con los tipos de violencia que aparecen antes, durante y después de la ejecución del delito, manifestándose de muchas formas en el cuerpo de la víctima y en la escena del crimen. Estas pueden combinarse de diferentes maneras, a depender de las particularidades de cada caso; y, en general, son: violencia física, sexual, psicológica, económica, patrimonial y simbólica. Considerando que este artículo no constituye el espacio analizar detenidamente todos los tipos de violencia, solo se hará referencia a dos de ellos, íntimamente asociados a la violencia expresiva típica de los delitos de femicidio y, normalmente, marginados en las investigaciones de femicidio: la violencia psicológica y la violencia simbólica.

Respecto a la violencia verbal y psicológica, esta tiene como objetivo humillar a la mujer, burlarse de su aspecto físico, ofenderla, hacer que dude de sí misma, que crea que está provocando al agresor, invadir su espacio personal con variados pretextos, amenazarla, prohibirle ver a ciertas amistades o a su familia. Esta manifestación de violencia que, normalmente precede el femicidio, no debe ser entendida como un hecho aislado, sino que debe ser analizado parte integrante del iter criminis aun cuando se presente con anterioridad al hecho, por cuanto busca facilitar su consecución al desvalorizar, intimidar, controlar y someter el comportamiento de la víctima, mermando su capacidad de reacción. En efecto, en algunos de los casos de femicidio en los cuales tuve la oportunidad de actuar como perito extraordinario, las lesiones indicaban que las víctimas fueron atacadas de frente (sin el elemento sorpresa) y, a pesar de la violencia abrumadora que les ocasionó la muerte, no existieron lesiones de defensa, lo que demuestra que la mujer estuvo sometida psicológicamente al punto de suprimir el instinto natural de autopreservación y no protegerse de las agresiones.

Esta violencia también se constituye como violencia simbólica a la víctima, forma de expresión de la misoginia, una vez que establece la supremacía de lo masculino sobre lo femenino, mediante una evolución de las agresiones característica de un continuum de violencia ejercido en el espacio público que puede culminar con la muerte. La violencia simbólica previa al delito también puede incluir mensajes, imposiciones culturales, políticas, geográficas, culturales o religiosas. Asimismo, esta violencia puede ser ejercida durante y hasta después del crimen, mediante signos de agresión en el lugar en el cual se practica el femicidio, de símbolos o insultos dejados en el lugar del crimen o en el cuerpo de la víctima, de la erotización del cuerpo sin vida, su depósito en lugares baldíos o en la basura, heridas producidas en los órganos sexuales o en el rostro, posición de sumisión en la cual se encuentra el cuerpo o en la cual se sabe por las pruebas que fue realizado el crimen.

Es necesario señalar que, en muchos contextos, el uso de la violencia sexual tiene como fin ejercer violencia simbólica en contra de la víctima, de su familia y de la comunidad, como puede ocurrir en casos de conflictos armados,15 pero también en tiempos de “paz”, tal es el caso de la violencia sexual en contra de las refugiadas, retornadas y desplazadas internas (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados [Acnur], 2003) o como forma de violencia para provocar la “deshonra” de la familia.16 En lo que toca a los femicidios, la presencia de violencia sexual real, simulada o simbólica, tiene especial valor probatorio, una vez que el Protocolo afirma que “toda muerte de una mujer en el que se evidencie un componente sexual directo o simbólico debe considerarse un femicidio” (Mujeres/OACNUDH, 2013: 80).

En consecuencia, es posible afirmar que el análisis conjunto de los elementos probatorios descritos es suficiente para identificar la presencia o no de misoginia. Más allá de la existencia de otras pruebas, como la testimonial (obviamente bienvenida), otras pruebas no son indispensables para la construcción y prueba de la teoría del caso de femicidio no íntimo.

Conclusiones

La violencia contra la mujer en el espacio público es un problema estructural y lamentablemente cotidiano que condiciona el comportamiento de las mujeres, niñas y jóvenes por medio del miedo. No se trata de un problema personal o coyuntural, sino que constituye una relación de poder ejercida por el colectivo masculino sobre el colectivo femenino, la cual permite que las mujeres sean vistas como inferiores, siendo identificadas, entre otros, como objeto de control, deseo y uso sexual. Asimismo, la naturalización de las relaciones asimétricas entre los sexos restringe el acceso de las mujeres a la educación, trabajo, recursos y, sobre todo, a una vida libre de violencia, vulnerando sus derechos humanos.

Esta violencia misógina en el espacio público tiene implicación directa en los femicidios no íntimos y se puede evidenciar mediante la prueba criminal. Tanto en los femicidios sexuales sistémicos, como en los femicidios por ocupaciones estigmatizadas y en los femicidios por inadecuación cultural, no existe relación íntima entre víctima y victimario, y, a pesar de ello, el delito se caracteriza por una desproporcional violencia en contra de la víctima, precisamente por su condición de mujer. La exclusión de motivos personales en el femicidio no íntimo pone en evidencia que el principal motivo para su comisión es la misoginia, expresada en la relación ambivalente de deseo y desprecio que despiertan sobre todo las mujeres que transgreden su rol tradicional. Así, estas mujeres son objeto de discriminación y menosprecio, una clara manifestación de desigualdad, jerarquización y objetificación, es decir, víctimas de una relación de poder.

En estos casos, la misoginia se revela en las pruebas mediante signos de naturalización, interiorización, dominio y sumisión de la víctima. Estos se expresan en el conjunto probatorio a partir de los peritajes realizados sobre la víctima, el victimario, la relación de poder, la escena del crimen, los tipos de violencia utilizados (simbólica, psicológica, patrimonial, sexual, física), el significado de dicha violencia para el sujeto (instrumental o expresiva) y el contexto socio cultural en el cual estos se insertan.

Por consiguiente, se puede afirmar que el femicidio no íntimo es la versión más radical de la violencia contra la mujer. En efecto, el espacio público debería ser, por definición, un lugar de igualdad y protección de derechos, sin embargo, la flagrante vulneración de los derechos de las mujeres, en este espacio, pone en jaque la responsabilidad del Estado. Esa responsabilidad por la seguridad pública, reconocida internacionalmente, no puede desplazarse cobardemente hacia las víctimas, en una manifestación más de misoginia, que violenta una y otra vez a las víctimas y a sus familias. La visibilización del femicidio no íntimo es un paso imprescindible para el reconocimiento de un grave problema social a resolver. El Estado y la sociedad tienen una gran deuda con tantas vidas que ya se perdieron, y deben asumir un compromiso concreto con las niñas y jóvenes hacia una vida libre de miedo y violencia.

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1Después de recurso por parte del Ministerio Público, se pudo reabrir la investigación y, finalmente, en el 2018 el autor fue condenado.

2La materialidad del delito refiere a la prueba de la existencia del hecho sobre la cual recae la imputación.

3Destacadas pensadoras distinguen los términos femicidio y feminicidio. El feminicidio fue un término creado por Marcela Lagarde, investigadora mexicana, a partir del término inglés femicide utilizado por Diana Russell en la década de 1970. Julia Monárrez, Debora Cameron y Elizabeth Frazer (entre otras) también utilizan esta terminología de fuerte contenido político, una vez que entiende el feminicidio como un delito de Estado (ONU Mujeres, 2013). Según Monárrez, “el feminicidio comprende toda una progresión de actos violentos que van desde el maltrato emocional, psicológico, los golpes, los insultos, la tortura, la violación, la prostitución, el acoso sexual, el abuso infantil, el infanticidio de niñas, las mutilaciones genitales, la violencia doméstica, y toda política que derive en la muerte de las mujeres, tolerada por el Estado” (Monárrez, 2005, p. 43). Sin embargo, en este artículo, el único objetivo es referirse al tipo penal descrito en diferentes ordenamientos jurídicos como la muerte de mujeres por razones de género, de forma que los utilizaremos únicamente de acuerdo con el nombre adoptado en el tipo penal del país de referencia. Entre los países de los cuales se extraen los casos expuestos, Brasil, México y Argentina adoptaron el término feminicidio, en cuanto Ecuador nombra al tipo penal como femicidio.

4El tipo penal utilizado no pudo ser de femicidio por el delito haber sido cometido antes de la vigencia del Código Orgánico Integral Penal en el 2014.

5Aunque las mujeres son un poco más de la mitad de la población mundial, el perfil de los hombres y mujeres tanto como victimas cuando como victimarios es abismalmente diverso. Según la UNODC (2013), 95% de los homicidas y 79% de las víctimas de homicidio a escala global son hombres. No obstante, en lo que toca al femicidio, más de la mitad de las mujeres fueron asesinadas por un compañero, ex compañero o familiar, en cuanto el porcentaje en relación con los varones fue del 6% en el mismo período.

6La proporción de homicidios relacionados con armas de fuego es sorprendentemente alta en América Latina. A escala mundial, aproximadamente el 32% de todos los homicidios se cometen con un arma de fuego (2000-2016). La proporción es el doble en América Central (78%) y considerablemente mayor en América del Sur (53%) y el Caribe (51%). En algunos países y ciudades, la distribución puede elevarse por encima del 80%, como en Brasil, Colombia, El Salvador, Honduras, México y Venezuela. También existe una relación entre países con altas proporciones de homicidios relacionados con armas y altas tasas de homicidios (Muggah & Aguirre, 2018).

7En la sentencia n.º 38/2018 en el Procedimiento 0001670/2016-00, dictada por la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Navarra, España, se condenó el 20 de marzo de 2018, por 2 votos a 1, a cinco hombres por abuso sexual (y no violación) de una joven de 18 años, bajo el argumento de que “Las acusaciones no han probado el empleo de un medio físico para doblegar la voluntad de la denunciante”. Los victimarios planificaron el hecho por un grupo WhatsApp llamado “la manada”, lo filmaron y lo reconocieron por medio del mismo grupo, en el cual hacían gala de sus actos. Entre los miembros había un miembro de la guardia civil y un militar del ejército. Uno de los jueces votó por la absolución de los 5. La fiscalía pedía 18 años de prisión por violación. El caso fue de gran conmoción y protestas en todo el mundo. La coordinadora de asuntos de acoso sexual de ONU Mujeres, Purna Sen, consideró que la condena fue demasiado leve y que “subestima la gravedad de la violación y mina las obligaciones de proteger los derechos de las mujeres” (Larrañeta, 2018) (Sentencia n.º 000038/2018 [Caso “LaManada”], 2018) (ONU España, 2018).

8A la fecha, existen vagones de metro “rosados” o destinados al uso exclusivo de mujeres y niños en funcionamiento por lo menos en Ciudad de México (México), Río de Janeiro (Brasil), Bangkok (Tailandia), Tokio (Japón), Kuala Lumpur y Klang (Malasia), Nueva Delhi, Bombay y Calcuta (India) y El Cairo (Egipto), Taiwán, Indonesia, Israel y Emiratos Árabes (Sanghani, 2015; Graham-Harrison, 2015).

9El informe de 1976 describe los siguientes tipos de violencia: maternidad forzada; la abstención a la maternidad compulsoria mediante la esterilización forzada o de la negación de derechos a las madres solteras; la persecución a mujeres no vírgenes o no casadas; delitos cometidos por los profesionales médicos, sea de forma general o en el parto; persecución a las lesbianas; delitos cometidos por las familias patriarcales; delitos económicos; la dupla opresión económica y de la familia; los delitos contra las mujeres migrantes, de diferentes etnias, o que pertenecen a religiones minoritarias; violencia sexual y violación; el maltrato; el encarcelamiento forzado en hospitales psiquiátricos; el matrimonio forzado; la castración; la tortura para fines políticos; el femicidio; la represión a las niñas divergentes; el maltrato a las mujeres en las prisiones; y, la objetificación sexual de las mujeres por medio de la prostitución y de la pornografía.

10Según Albán (2013), la violencia en el delito de odio no tiene como fin afectar solamente a la víctima directa, sino “(…) busca transmitir un mensaje de intolerancia a un segmento de la población o a toda ella, mensaje que se materializa en actos de violencia moral, psicológica y física contra aquel que pertenezca —o el delincuente suponga que pertenezca— a un determinado grupo de la sociedad. Se trata de una advertencia de mayor violencia futura para el resto de miembros de dicho grupo” (Albán, 2013).

11Art. 121. § 2º Se o homicídio é cometido: (...) VI – contra a mulher por razões da condição de sexo feminino: Pena - reclusão, de doze a trinta anos. § 2º-A Considera-se que há “razões de condição de sexo feminino” quando o crime envolve: I - violência doméstica e familiar; II - menosprezo ou discriminação à condição de mulher.

12Según Anderson (2001), en lo que toca a los tipos de violencia, se puede entender que en estos casos la agresión es un instrumento para que el autor logre alguna ventaja, en cuanto que en la violencia de género el fin de la conducta es la violencia en sí misma. Así, según la tipología de las especies de agresión, existen dos variedades básicas: la agresión expresiva y la agresión instrumental. Existen tres puntos diferenciales centrales entre estas: el objeto del comportamiento, la presencia de rabia y la planificación que involucra. La agresión expresiva es un tipo de reacción o respuesta a situaciones que producen rabia o frustración y es también conocida como afectiva, impulsiva o agresión reactiva. En este contexto, la agresión tiene como objetivo provocar el sufrimiento de la víctima y difícilmente el victimario presenta antecedentes criminales (Anderson, 2001; Salfati, 2000). A su turno, la agresión instrumental, además de premeditada, no es un fin sino un medio para que el agresor alcance su objetivo: la pose de un bien, por ejemplo. La agresión es utilizada entonces para hacer viable el fin (Anderson, 2001; Salfati, 2000). El sujeto activo presenta generalmente antecedentes criminales y se presenta una agresión mucho más proactiva que reactiva.

13Según el Análisis de los resultados de la Encuesta Nacional sobre Relaciones Familiares y Violencia de Género contra las Mujeres, realizada por el Consejo Nacional para la Igualdad de Género (2014), el 58,8% de las niñas y adolescentes que sufrieron abuso sexual avisó sobre lo ocurrido, mientras que de todos los casos de abuso sexual sufridos por mujeres y niñas, solo el 15% fue denunciado (Consejo Nacional para la Igualdad de Género, 2014, pp. 92-96).

14Síntomas, según Seligman (1983) y Villarejo (2005): depresión ante autopercepción de impotencia en la situación; percepción de falta de control sobre las situaciones externas; respuestas de inseguridad, pasividad y desesperanza; indefensión aprendida relacionada con disminución de la autoestima; sentimientos de desamparo e impotencia; estrés intenso; e, incapacidad de la víctima para controlar el comportamiento del agresor (Villarejo, 2005; Seligman, 1983).

15Según la Organización de las Naciones Unidas, “Las violaciones cometidas durante la guerra suele tener la intención de aterrorizar a la población, causar rupturas en las familias, destruir a las comunidades y, en algunos casos, cambiar la composición étnica de la siguiente generación. A veces se utiliza también para infectar deliberadamente a las mujeres por VIH o causar la infecundidad entre las mujeres de la comunidad que se pretende destruir. En Rwanda, entre 100 000 y 250 000 mujeres fueron violadas durante los tres meses de genocidio en 1994” (ONU, 2012, p. 1).

16Goikoetxea reflexiona que “cuando la integridad de la familia y la comunidad están ligadas a la ‘virtud’ de las mujeres, la violación sexual puede ser una táctica deliberada de desestabilización de familias y las comunidades. Dado que en muchos contextos se considera que una mujer que ha sido violada es causa de deshonra para su familia o su comunidad, las victimas pueden ser abandonadas o incluso asesinadas para preservar la reputación de la familia, lo que se conoce como ‘asesinatos por motivos de honor’” (Goikoetxea, 2010: 117).

Recibido: 22 de Julio de 2018; Aprobado: 03 de Septiembre de 2018

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