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Estado & comunes, revista de políticas y problemas públicos

versión On-line ISSN 2477-9245versión impresa ISSN 1390-8081

E&c vol.2 no.9 Quito jul./dic. 2019

https://doi.org/10.37228/estado_comunes.v2.n9.2019.132 

Articles

Tiempos encontrados: frente de colonización y la sentencia del caso del pueblo indígena kichwa de Sarayaku contra Ecuador, 2012

Times encountered: colonization front and the judgment of the case of the Kichwa indigenous people of Sarayaku vs. Ecuador, 2012

Adrián Raúl López Andrade1 

1Docente, investigador y director de la carrera de Ciencia Política en la Universidad Central del Ecuador, Ecuador , arlopez@uce.edu.ec


Resumen

La incorporación del espacio amazónico ecuatoriano al territorio nacional da cuenta de un proceso por demás accidentado, incompleto y fragmentado. Las narrativas construidas desde las historias patrias respecto de sus periferias han reforzado los marcos interpretativos desarrollados por los centros urbanos capitalinos, lo que ha sido funcional a la lógica de poder impuesta desde el Estado. El desplazamiento del conflicto y la resistencia a espacios institucionalizados del sistema de justicia nacional e internacional ha sido bien recibido como posibilidad para el ejercicio y vigencia de los derechos colectivos. Esta investigación, sin embargo, cuestiona sus límites, a partir de un análisis historiográfico sobre los procesos de incorporación del espacio amazónico a las dinámicas nacionales del Estado ecuatoriano, lo que ha abonado a un imaginario que recrea formas veladas de exclusión. Para hacerlo, toma la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso del pueblo indígena kichwa de Sarayaku frente a Ecuador de 2012. Encuentra, por excepción, cómo esta dinámica ratifica y refuerza el poder estatal y la expansión de su frente de colonización.

Palabras clave: Amazonía; Sarayaku; Corte Interamericana de Derechos Humanos; sistema interamericano; colonización.

Abstract

The incorporation of the Ecuadorian Amazonian space into the national territory reveals an uneven, incomplete and fragmented process. The narratives constructed from the patriotic histories regarding their peripheries have reinforced the interpretive frameworks developed by urban centers, which has been functional to the logic of power imposed by the State. The displacement of the conflict and the resistance to institutionalized spaces of the national and international justice system has been well received as a possibility for the exercise and validity of collective rights. This research, however, questions its limits, from a historiographic analysis on the processes of incorporation of the Amazonian space to the national dynamics of the Ecuadorian State, which has contributed to an imaginary that recreates veiled forms of exclusion. To do so, it studies the 2012 judgment of the Inter-American Court of Human Rights in the case of the Kichwa Indigenous People of Sarayaku v. Ecuador. It finds out how, by exception, this dynamic ratifies and reinforces state power as well as the expansion of its colonization front.

Keywords: Amazon; Sarayaku; Inter-American Court of Human Rights; inter-American system; colonization.

Introducción

La incorporación del espacio amazónico ecuatoriano al territorio nacional da cuenta de un proceso por demás accidentado. A principios del siglo XXI, todavía es uno fracturado e inacabado. Indicativo de ello es cómo el historiador insigne del Ecuador, Federico González Suárez, en los albores del siglo XX, habiendo avanzado ya cinco tomos de su Historia General de la República del Ecuador, dedicaba el sexto -de una serie de siete- a la Amazonía. A criterio de González Suárez (1901: V-VI), “esa región tiene su historia propia, la cual debía ser contada por separado, porque los sucesos que acontecieron en aquella región no tuvieron influencia ninguna en la vida social ecuatoriana durante la colonia, ni contribuyeron en nada para la prosperidad de ella, ni para su decadencia”. La condición intangible, ilusoria y hasta invisible de la Amazonía, por supuesto, se da desde una lectura de esta hecha desde fuera, algo sintomático de las narrativas de las historias patrias respecto de sus periferias hasta al menos la década de 1960 (Thompson, 1963; Hobsbawm, 1971). Dichos marcos interpretativos, construidos a partir de los centros urbanos capitalinos, emanados del asiento del poder nacional, dotan a estas construcciones narrativas de un marcado enfoque desde el Estado (Deler, 1994).2 Así, “por lo general, la historia del Ecuador ha sido vista desde el centro político del país” (Maiguashca, 1994: 14).

La marginalidad de las zonas periféricas en los procesos de construcción nacional se replica en las aproximaciones que, desde el conjunto de las ciencias sociales, se hace a estas. Así, por ejemplo, desde la antropología, Sherry Ortner (1984: 143) advertía el modo en que la teoría política económica “en gran medida ignora la importancia de las historias locales y regionales”. Esto es particularmente relevante en el caso de la Amazonía, toda vez que, como reconoce Anne Christine Taylor (1994: 17), para poder escribir acerca de la historia de la región amazónica y de su incorporación al Estado nacional, “[se] recurrió a una etnóloga, pues conforme a la división tradicional en nuestras disciplinas, son los antropólogos los que estudian la inmovilidad de las selvas periféricas, mientras los historiadores tratan la dinámica de los ejes centrales”. De esta forma, el proceso de historización (Bechis, 2008; Dirks, 1996) de la Amazonía experimenta el doble desafío de la marginalidad espacial y la marginalidad disciplinar; o, en otras palabras, se halla una inclusión desigual de esta región (Altmann, 2017), con la contrariedad de que esto no es anómalo sino funcional al aparente normal devenir de la construcción nacional del Estado.

Recientemente, fallos de la justicia hemisférica supranacional interamericana han sido recibidos como formas plausibles de reparación histórica a la marginalidad estructural de poblaciones originarias y de sus territorios.3 Se trata de casos que, mediante su judicialización, enfrentaron a grupos humanos subalternos con la máxima expresión del poder en la modernidad: los Estados-nación. No solo son enfrentamientos, sino enfrentamientos aparentemente exitosos para comunidades que se yerguen victoriosas, pues en más de un sentido derrotaron al Estado, algo que antes o de otros modos no habrían podido conseguir.

Hace algo más de un lustro, la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió su sentencia en el caso del pueblo indígena kichwa de Sarayaku contra Ecuador (2012), el cual se remonta a hechos acaecidos en la provincia amazónica de Pastaza en la década de 1990 y a la octava ronda de licitación internacional para la exploración y explotación de hidrocarburos, en la que se incluyó al denominado Bloque 23, superpuesto al territorio de los sarayaku y otros pueblos. La Corte sentenció al Estado ecuatoriano; y, si bien no otorgó todas sus pretensiones a la parte acusadora, dictó una serie de reparaciones materiales e inmateriales con lo que se marcó un hito en el relacionamiento del poder central con la periferia amazónica en Ecuador y, de paso, engrosó la batería de precedentes judiciales en contra de los Estados a favor del respeto para la preservación de los pueblos ancestrales. El caso como tal, desde un principio, fue enfocado como un emblema de la exigibilidad de los derechos colectivos (Melo, 2004) y su buen término ha sido acogido con evidente beneplácito, más aún por los legitimados activos y sus defensores (Melo, 2017).

No obstante de ello, se hace preciso advertir con cautela no solo el desplazamiento del lugar de confrontación desde el enfrentamiento a campo abierto hacia los tribunales de justicia, sino la adopción de marcos de institucionalización y las reglas del juego que estos últimos acarrean. Así, contradictoriamente a “discursos de la reparación”, Rossana Barragán (2013: 225) se ha referido a las sentencias y fallos judiciales como epítomes de los “discursos de la represión”. En otras palabras, ¿se trata de mecanismos efectivos para la reparación de demandas contrahegemónicas de larga data?, o ¿se trata de victorias pírricas que no hacen sino confirmar, por excepción, el poder estatal, toda vez que en seguidilla, y a menudo como consecuencia de las formas de litigio institucionalizado, cerca y entrampa a estos actores en las lógicas hegemónicas del poder?

Por medio del estudio del caso del pueblo indígena kichwa de Sarayaku, el presente trabajo coloca en tensión estas dos narrativas contrapuestas respecto de la justicia supranacional como lugar y medio para la defensa y reivindicación de poblaciones originarias y sus territorios, para lo que en una primera parte aborda, desde un análisis historiográfico, los procesos de incorporación del espacio amazónico a las dinámicas nacionales del Estado ecuatoriano. Una segunda parte ofrece elementos que cuestionan el modo en que se ha construido un imaginario que desde lo nacional (re)crea formas veladas de exclusión. Con ello, la tercera parte pone a la luz de estos cuestionamientos la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Finalmente, se extraen conclusiones y reflexiones finales.

Procesos de incorporación del espacio amazónico a las dinámicas nacionales del Estado ecuatoriano

El proceso de conquista iniciado a finales del siglo XV e inicios del XVI forjó una narrativa que acentuó el carácter hostil y salvaje de la región oriental, desde las estribaciones de los Andes hacia el piedemonte amazónico. Los cronistas españoles de la época cimentaron una tradición de larga data en la que el espacio amazónico y sus pobladores son enunciados -y nunca comprendidos- desde la alteridad. France Marie Renard, Thierry Saignes y Anne Christine Taylor (1998) recuperan una serie de pasajes de estos cronistas como evidencia de este particular fenómenos. Así, en la Crónica del Perú de Pedro Cieza de León (1553), de mitad del siglo XVI, se puede leer que “de las montañas de los Antis y de su gran espesura, y de las grandes culebras que en ella se crían, y de las malas costumbres de los indios que viven en lo interior de la montaña”. Renard, Saignes y Taylor (1998: 35) aclaran que la acepción a la época de los “Antis” hacía referencia a los piedemontes amazónicos de la cordillera oriental; así, “la montaña se diferencia por lo tanto claramente de la sierra que concierne las regiones elevadas de las cadenas y los altos valles centrales (internos a las cordilleras) del mundo andino (énfasis como en el original)”.

Un conjunto de factores abonan a esta exotización del espacio amazónico. La mezcla de un caluroso y húmedo clima, invariable a lo largo del año, una exuberante e impenetrable flora, una fauna nada distante de monstruosa, relatos de prácticas salvajes que naturalizan conductas bárbaras como el canibalismo, y un misticismo que es encasillado como brujería, todo lo cual deja a merced de fuerzas ajenas e incontrolables el destino de quienes se aventuran a adentrarse en su impredecible espesor. No pocos habían desaparecido, enfermado o muerto.

Pero esta constitución precede a los foráneos europeos. La notoria marginalidad de la Amazonía se remonta antes de la conquista, quedando registros de cómo para la expansión inca también encontró sus límites en las estribaciones orientales de los Andes. En su Historia General de la República del Ecuador, por ejemplo, Federico González Suárez se refirió a los límites del Tahuantinsuyo -monarquía inca, la llamó- en tiempos del inca Huayna Cápac (c. 1493-1525). Al norte llegaba a Pasto, al sur a la frontera con los araucanos, al oeste se extendía a las aguas del océano Pacífico, y “por el Oriente circunscribía al imperio la cordillera de los Andes, pues las armas de los incas no lograron nunca avasallar completamente a las tribus que habitaban en los bosques, regados por los tributarios del Amazonas” (González Suárez, 1890: 65). Coincidiendo con ello, Renard, Saignes y Taylor (1998: 43), apuntan cómo:

Nos preguntábamos si la transformación de una montaña fecunda y protectora de una cultura Inca presa de convulsiones internas en bosque, lugar de salvajismo anárquico, expresaría el cambio de la metrópoli regional en la capital estatal. Sin embargo, aquello no bastaría para explicar la originalidad del Antisuyu con relación a las otras tres regiones imperiales. Mientras que al norte y al sur (Chinchaysuyu y Collasuyu), el Imperio digería inmensas regiones, era detenido al oeste y al este por dos fronteras: la una oceánica, aunque a sus orillas obtendría sus más bellas victorias conquistando reinos más sofisticados que él; la otra geopolítica donde elementos naturales y gentes resistían mejor que en otros lados a la política expansionista imperial.4

Es decir que el piedemonte oriental para el Imperio inca, aún en tiempos de apogeo, significó una frontera “geopolítica” insuperable. Es notorio así, como, no obstante la serie de intercambios económicos, sociales y culturales entre pobladores de la sierra y de la montaña, las formas de relacionamiento difirieron de las relaciones intrasierra o de la sierra con el litoral Pacífico. Son, en definitiva, sociedades confrontadas, en negación mutua, con procesos muy restringidos de contacto.

En este sentido, resulta importante recuperar la noción de “zona de contacto” de Mary Louise Pratt (1991). Según Pratt (1991: 33), “utilizo este término para referirme a los espacios sociales donde las culturas se encuentran, se enfrentan y se confrontan entre sí, a menudo en contextos de relaciones de poder altamente asimétricas, como el colonialismo, la esclavitud o sus consecuencias, ya que se viven en muchas partes del mundo de hoy”.5 La zona de contacto de Pratt traza elementos comunes con el trabajo de Fernando Ortiz (1940) y el desarrollo de su concepto de transculturación. Este último, desarrollado por este sociólogo cubano para dar frente a nociones más restringidas pero populares en su tiempo como aculturación y asimilación. Para Pratt, “si bien los pueblos subordinados no suelen controlar lo que emana de la cultura dominante, sí determinan en mayor o menor medida qué absorben en la suya y para qué la utilizan”.6 En línea con ello, la transculturación sería un resultado o efecto de la zona de contacto.

Si bien es cierto que este concepto logra rescatar la relevancia del conflicto en el choque cultural dentro de un marco colonialista que muchas veces es asimilado, asumido o ignorado, no deja de ser cierto que precisa de puntualizaciones. Es decir, en términos analíticos resulta sumamente práctico, pero no deja de ser tan genérico como a lo que se opone. El caso del contacto prehispánico, colonial e inclusive republicano de las sociedades andinas con los pobladores de la región amazónica se dio de formas muy particulares, con una resistencia que no se asume verdaderamente dentro de una zona de contacto, sino que más bien establece contactos episódicos de variable conflicto sin resultados que se amalgaman en lugares comunes compartidos, aun bajo preceptos de subordinación. Se puede cuestionar, de esta manera, el alcance de supuestos analíticos que presuponen una mecánica transcultural como en otros contextos de colonialismo.

Siendo así, al hablar del contacto entre sociedades andinas y amazónicas en torno al siglo XV, Renard, Saignes y Taylor (1998: 42) refieren cómo: “las imágenes de espejo que los unos y los otros se proyectan mutuamente, van a probar que, más allá de los intercambios económicos, militares o religiosos, está planteada una cuestión de orden cultural, se confrontan tipos de sociedades que se niegan entre sí: mutua negación que, sin embargo, se abre hacia el otro insertándolo en su seno”. La extensión de esta apertura, no obstante, entra en duda por la resistencia y aislamiento que las sociedades amazónicas, en distinta medida y en distinto tiempo, han mostrado.

Muestra de ello es el periódico “descubrimiento” de la Amazonía por parte de quienes ocupan los asientos de poder en los Andes, seguido de largos momentos de olvido (Goulard, 2010: 193). Desde las primeras expediciones -Diego de Ordáz (1531), Alonso de Alvarado (1535), Gonzalo Díaz de Pineda (1538), Francisco de Orellana (1542; 1545-46)-, en gran medida motivadas por leyendas como la de El Dorado (Villavicencio, 1858), y el establecimiento de dominios territoriales administrativos como la Gobernación de los Quijos hacia 1557 (Landázuri, 1989), pasando por las misiones episódicas de diversas órdenes religiosas de los siglos XVII, XVIII, XIX e inclusive el XX, hasta los intentos durante la república por integrar al Estado estos territorios, sobre todo por sus riquezas (de la canela al caucho, y de este al petróleo), siempre se ha mantenido una dinámica de avances y retrocesos, al menos hasta los tiempos más recientes.

Es así que, siguiendo lo manifestado respecto de un desarrollo relativamente autónomo de las sociedades del piedemonte oriental, adquiere plausibilidad lo manifestado por Taylor respecto a una rítmica histórica diferenciada entre la costa y sierra ecuatorianas con la región amazónica. En su criterio:

Por ser lentos los ritmos de la historia de las tierras bajas compaginan mal con la diacronía del resto del país. Se sabe que la división del tiempo en períodos siempre es arbitraria; no obstante, hay consideraciones historiográficas y plausibles razones objetivas que justifican perfectamente que en la Costa y la Sierra ecuatorianas se aislara el siglo XIX como una unidad de análisis. En las tierras bajas, mientras tanto, este ejercicio es absurdo pues, en este caso, se podría hablar de dos siglos XIX, incluso tres, según la manera en que se considere la sangrienta aventura del boom cauchero. Todo lo cual nos lleva a la constatación siguiente. La historia amazónica post-colombina tiene algo peculiar; alterna breves ciclos de aceleración vertiginosa con largos períodos de evolución lentísima o de casi inmovilidad. Además, y esto es fundamental, estos ritmos no dependen en absoluto del dinamismo de los sectores “centrales”, es decir, del eje Quito-Guayaquil (Taylor, 1994: 17).

Dicha autora atribuye el fenómeno señalado a tres razones. La primera, una extrema marginalidad sociológica, económica y política de la Amazonía en los países sudamericanos; la segunda, la heterogeneidad social propia de sus diversos grupos humanos con sus consiguientes limitantes comunicacionales -no solo en lo lingüístico, sino en lo económico, cultural y político- entre sí y con los Andes; y, en tercer lugar, la mezcla, un tanto aleatoria y desde fuera confusa, de elementos arcaicos y modernos. En el caso de nuestro país, se acentúan estos procesos: “de todos los países sudamericanos que dan a la selva, el Ecuador es a lo mejor el que más problemas ha tenido en incorporar, incluso ideológicamente, su espacio amazónico (Taylor, 1994: 18)”.

Sin embargo, estas explicaciones no dejan de ser producto de miradas externas desde los asientos centrales del poder estatal. Los pueblos amazónicos ecuatorianos son marginales solo en la medida en que acepten dicha marginalidad frente a Quito, lo cual a menudo es un hecho dado desde la capital, pero no viceversa. Taylor también reconoce que la heterogeneidad social de la Amazonía es más compleja y complicada que lo que a simple vista se colige; así, no se puede olvidar las relaciones seculares que mantienen entre sí o que existen pueblos que resultaron de la experiencia colonial y no son reliquias atemporales de un pasado prehispánico. En cuanto a lo tercero, rozaría en posturas cuestionadas que perciben la diferencia social y política de otros entes organizativos humanos como desviaciones institucionales antes que como infraestructura sociopolítica propia (Mair, 2001).

Construcción de un imaginario desde lo nacional y la (re)creación de formas veladas de exclusión

El siglo XX, ya bien entrado el mismo de hecho, es el momento en que el Estado nacional refuerza sus intentos de penetración amazónica, recurriendo a discursos y memorias narrativas que evocan una posesión ancestral de los territorios en cuestión. En otras palabras, el Estado se empeña finalmente por una posesión efectiva amazónica que rebase el imaginario colonial de las vastas extensiones orientales de la Real Audiencia de Quito, aupadas por precedentes tan remotos como la cédula real de 1563 del Rey Felipe II, en la que hacia oriente se establecían sus límites de la siguiente forma:

[…] por la tierra adentro, hasta Piura, Caxamarca, Chachapoyas, Moyobamba y Motilones, exclusivé, incluyendo ázia la parte susodicha los Pueblos de Jaen, Valladolid, Loja, Zamora, Cuenca, la Zarça y Guayaquil, con todos los demás Pueblos, que estuvieren en sus comarcas, y se poblaren: y ázia la parte de los Pueblos de la Canela y Quixos, tenga los dichos Pueblos, con los demás, que se descubrieren […].

Para dimensionar la situación, Taylor da un panorama de cómo, a inicios del siglo XX, la región amazónica ecuatoriana estaba desconectada del devenir histórico nacional -y continental, sostiene la autora-. Habla, así, de la manera en la que el Puyo, actual capital de la provincia de Pastaza para 1900, tenía una población registrada de cuatro (4) habitantes, y que aumentó a algo menos de doscientas personas (200) para 1940, todas recién inmigradas. Actualmente, la población del Puyo es de 36 659, habitantes según el Censo de Población y Vivienda de 2010, lo que la convierte en la tercera ciudad más poblada de la Amazonía ecuatoriana (INEC, 2010). Para 1940, Macas, actual capital de la provincia de Morona Santiago, “es todavía un misérrimo conjunto de chozas habitadas por mestizos que llevan taparrabos, que hablan un dialecto jíbaro y viven a base del trueque con los Shuar que les circundan (Taylor, 1994: 20)”. Esto se contrasta con el crecimiento de las ciudades andinas más próximas, y que sirven de conexión -muy distante- con esta parte central y austral de la Amazonía, pues Loja, Cuenca y Riobamba exhiben características de centros urbanos más consolidados e integrados con Quito y Guayaquil.

En esta medida, en la periodización que propone esta autora para la historia de la Amazonía, plantea en sexto y último lugar, con una cobertura temporal de 1950 hasta 1990. Es en este momento que se da la inserción de formas asalariadas de trabajo -aunque de manera desigual y parcial, se debería añadir- y la ruptura definitiva del frente misionero. A decir de Taylor, solo en este momento la región amazónica ecuatoriana ingresa al siglo XX.

En línea con lo argumentado, Natalia Esvertit Cobes (2001: 541) recuerda que “desde los inicios de la etapa republicana se elaboraron en el Ecuador sucesivos proyectos políticos, muchas veces enfrentados, que se proponían hacer efectiva la articulación del país como uno de los requisitos indispensables para lograr la consolidación nacional”. Con la creciente necesidad de cimentar fronteras luego de un período extenso de los países hispanoamericanos de América del Sur por constituirse como Estados independientes autosuficientes en el siglo XIX (Halperin, 2005), los territorios amazónicos fueron objeto de incorporación en el espacio nacional y de efectiva ampliación del ejercicio soberano desde las capitales. En el caso ecuatoriano, el histórico conflicto con el Perú por el dominio de vastos territorios amazónicos llegó a un clímax en el conflicto bélico con el Perú y la sucesiva la suscripción del Protocolo de Río de Janeiro en 1942, lo que acentuó la necesidad de nacionalizar este territorio, aunque sea en sus dimensiones ya bastante reducidas según el imaginario predominante, reforzado nacionalmente como emblema de lo propio e irrenunciable (Paz y Miño, 1991).

Es así que la fase de exploración petrolera en la Amazonía, inaugurada a fines de la década de 1930 e inicios de la de 1940, abrió paso a una versión reeditada de El Dorado, esta vez sostenida sobre los anhelos de riqueza nacional producto del oro negro. Sin embargo, las infructuosas iniciales exploraciones llevadas a cabo por la Leonard Exploration y la Royal Dutch Shell, esta última por intermedio de su subsidiaria Anglosaxon Petroleum, no hicieron sino confirmar, una vez más, cuán impenetrable y ajeno resultaba el oriente para Ecuador, a pesar de su proximidad geográfica (Gordillo, 2004). La exploración se debió hacer mediante uso de aeroplano, dadas las agrestes condiciones de acceso, en las que el Estado ecuatoriano, no obstante de debates legislativos que se remontaban al menos hasta fines del siglo XIX tras el triunfo de la Revolución Liberal, en los que se ofreció la construcción de diversas opciones de vías de acceso al oriente, tales como el ferrocarril Ambato-Curaray. Blanca Muratorio (1994: 377-378) recoge el testimonio de Alonso Andi, un alfarero kichwa contratado para acompañar la exploración de los territorios de los aucas:

Pude ver todos los ríos desde el cielo. Se veían como grandes anacondas. [...] En el bosque comíamos nuestra comida, pero la compañía nos daba abundante arroz y carne enlatada. A veces amarrábamos algunos cerdos en un fardo y los arrojaban desde el avión como paracaidistas. Los cerdos chillaban muy fuerte mientras iban cayendo. En la tierra tenían un fuerte color rosado, como los gringos después de caminar unos cuantos días bajo el sol. Mayormente los cerdos se los comían ellos. […] Una vez un cocinero gordo se burló de los Auca alardeando que los iba a matar para quedarse con sus mujeres. Cuando fue a matar a un tutacushillu (mono nocturno), los Auca le tiraron aya allpa (“polvo mágico”). Seguramente se adormiló y lo mataron. […] Después de que murió aquel cocinero, muchos ahuallactas -los muy tontos- lloraban toda la noche y se peleaban entre ellos intentando subirse al aeroplano para el viaje de regreso a casa. Muchos de ellos se fueron a las apuradas dejando atrás todas sus pertenencias. Les dijimos que era su culpa. Los Auca se enfadaron porque ellos estaban invadiendo sus tierras. Nosotros los Runa también nos habríamos enfurecido si se hubiese tratado de nuestra tierra. […] Ahora hay caminos pero antes uno sólo podía salir en canoa o en avión.

Una exploración bajo estas condiciones resultó extremadamente costosa, sobre todo al compararla con un mucho más accesible petróleo en Oriente Medio, sin mencionar el velo de misticismo que atemorizó tan agudamente a los extranjeros. Además, el entrecruzamiento de relaciones sociales entre grupos humanos diferenciados y diversos, con resistencias propias y mutuas, no hacía sino complejizar el panorama de la región. Para los runa, es decir, los kichwas de tierras altas que acompañaron a los gringos -los blancos extranjeros- y a los ahuallactas -los descendientes de mezcla con sangre europea-, tanto estos últimos como los aucas -término genérico para abarcar a los originarios de la Amazonía- eran ajenos y distintos: “En callari tempu (‘los antiguos tiempos’) todos éramos auca, pero nosotros los runa nos hicimos cristianos y dejamos de andar desnudos. Empezamos a comer sal y, a diferencia de los auca, tenemos sólo una esposa” (Muratorio, 1994: 378). Vale mencionar que runa significa en kichwa “ser humano” y auca “salvaje”. Siendo así, se está ante un intricado juego de identidades construidas por intermedio de contingencias que, más temprano que tarde, remiten al hecho colonial y, en consecuencia, al continuo -siempre cuestionable- de barbarie-civilización.7

Tras este período inicial de exploración petrolera, enormes frustraciones siguieron. “El oriente es un mito. Allí no hay petróleo. Tampoco esas tierras son buenas para la agricultura. Debemos acercarnos a la costa”, sentenciaba en 1950 el entonces presidente Galo Plaza Lasso (Ugalde, 2011). Abonó así a la formación de la dualidad entre inclusión del espacio amazónico como reclamación nacional, pero sujeto a su capacidad de cumplir con las expectativas contributivas que se tenía de este.

Sería la Junta Militar integrada por el contralmirante Ramón Castro Jijón, el general Marcos Gándara Enríquez, el general Luis Cabrera Sevilla y el coronel Guillermo Freile Posso, la que se encargaría de probar un nuevo intento con la concesión que en 1964 otorgaron a la Texaco y la Gulf, esta vez en territorios nororientales del país. Tres años más tarde, durante la presidencia de Otto Arosemena Gómez, el consorcio comenzó la explotación petrolera en el oriente, con una producción superior a los 2600 barriles diarios en el primer pozo petrolero bautizado “Lago Agrio 1” (Gordillo, 2004: 68).

Vino, a continuación, la construcción de un primer oleoducto para transportar el crudo hacia el mercado externo. Se trató de la terminal en Balao, provincia de Esmeraldas, cortando transversalmente el territorio ecuatoriano, lo que simbólicamente servía, de pasada, para evocar la unidad nacional, acostumbrada a divisiones regionales entre litoral, sierra y oriente. Cuando el general Guillermo Rodríguez Lara, el 26 de junio de 1972, abrió la válvula para llenar el primer barril de petróleo, el jolgorio explotó. Así aparece en la crónica que el día siguiente publicó El Comercio:

Discursos emotivos, brazos manchados de petróleo, manos abiertas al cielo en expresión de júbilo, ciudadanos anhelantes y seguros en un mejor porvenir (...), grandes máquinas comenzando a moverse, votos de felicidad y agradecimiento, caudales de sentimientos que desbordaron hasta culminar en danzas improvisadas... Esto sucedió ayer en Balao, Esmeraldas, al ponerse en marcha una nueva etapa de la historia económica del Ecuador: la del petróleo.8

El promisorio futuro para la nación se sostenía en la explotación petrolera oriental. Las celebraciones continuaron en la capital, con desfiles militares el 28 de junio, con recordadas imágenes de aquel barril sobre un tanque paseando por las calles del centro capitalino, recorriendo la avenida 10 de Agosto -que lleva aquel nombre en honor a la independencia del país- hasta llegar al Templete de los Héroes, mientras numerosos ecuatorianos vitoreaban su paso.

De forma coincidente, la Junta Militar (1963-1966), en el mismo año que otorgó la concesión a la Texaco y a la Gulf, es decir, en 1964, aprobó también una Ley de Reforma Agraria y Colonización y una Ley de Tierras Baldías y Colonización. Como brazo ejecutor, se creó el Instituto de Reforma Agraria y Colonización (Ierac). Si bien es cierto que en 1936 ya se había expedido una Ley de Tierras Baldías y Colonización y que desde 1957 existía un Instituto Nacional de Colonización, es en la década de 1960 que el Estado ecuatoriano emprende con mayor decisión aspectos relativos a la ampliación de su ocupación oriental, al menos de forma nominal. Los debates del período refuerzan esto. Así, en el Proyecto de la Comisión Nacional de Reforma Agraria, creada en 1960 durante la presidencia de José María Velasco Ibarra, y que fuera presentado al presidente Carlos Julio Arosemena Monroy en 1962, se podía leer:

Si considerásemos la verdadera situación de la tierra en el Litoral, en la Sierra y en Oriente, deberíamos llegar a la conclusión de que siendo el Estado el mayor propietario en el Ecuador pues tiene más de 17.000.000 de hectáreas de tierras laborables y actualmente sin explotación entre Litoral y Oriente, y teniendo la Sierra solamente 1.230.000 hectáreas, en su gran mayoría en plena producción, la única Reforma Agraria procedente en el Ecuador sería la de una colonización dirigida, ampliamente planificada y llevada a la práctica por etapas razonables, mediante empréstito, hoy absolutamente posibles; un bien meditado plan de colonización semidirigida y la protección y encauzamiento racional de la colonización espontánea, con lo que habríamos enfrentado el problema en su realidad; puesto que conforme a ella, hay agotamiento de tierras en la Sierra y excedentes de población, mientras sobran exuberantes tierras en Oriente y el Litoral, y faltan brazos y planificada organización para trabajarlas (Barsky, 1984: 146).

En esto, se observa cómo el proyecto político se manifestaba, con relación a lo territorial, de forma marcadamente diferenciada. En palabras de Pierre Gondard y Hubert Mazurek (2001: 23), “mientras la reforma agraria tuvo impacto en la Sierra y la Costa, la colonización consistió en un avance de la frontera interna exc1usivamente en las tierras bajas selváticas. La c1asificación de las provincias según la superficie acumulada/año lo refleja claramente. De mayor a menor legalización se ordenan: Pastaza, Napo-Sucumbíos, Morona-Santiago, Pichincha, Esmeraldas, Manabí, Zamora-Chinchipe, etc.”. Es interesante, además, constatar cómo la colonización hacia el frente oriental se da en realidad a partir de 1973 con la administración del general Guillermo Rodríguez Lara. Una explicación para ello es el desenvolvimiento de políticas de poblamiento fronterizo largamente discutidas desde los estamentos militares ecuatorianos como mecanismo de defensa para la seguridad nacional y la integridad territorial, en particular tras la firma del Protocolo de Río de Janeiro (Revelo, 2003).

Los vastos territorios “disponibles” en la Amazonía además explican la diferencia entre los 9000 km2 de superficie intervenida por la reforma agraria frente los 63 600 km2 por colonización (Gondard y Mazurek, 2001: 24). Además, para las décadas de 1980 y 1990, las asignaciones por reforma agraria ceden ante una creciente y masiva asignación de territorios por colonización. En 1982, Gondard y Mazurek (2001: 23) encuentran una primera adjudicación colectiva en la provincia de Chimborazo por una superficie de 1546 hectáreas, y el año siguiente se otorga 22 189 hectáreas en Pastaza a 280 beneficiarios: “Se legaliza el derecho legal de los ‘pueblos indígenas’ sobre su tierra, reconociéndola como territorio propio”. Esta tendencia va en aumento y, por ejemplo, en el año 1990, 630 869 hectáreas fueron legalizadas como territorio huaorani.

Aun cuando el peso relativo de la población amazónica sigue siendo muy modesto, la población de esta región creció entre 1962 y 1990 a un ritmo que duplicó el promedio nacional (5,89 frente a 2,71) (INEC, 2018). Sobresale, asimismo, que, junto con el reconocimiento de territorios comunales a poblaciones indígenas, están documentados procesos de colonización dirigida y orientada, es decir, aquella en la que el Estado facilita la colonización de territorios por proximidad a proyectos estratégicos, que en el caso del oriente ecuatoriano tenían que ver con emprendimientos de extracción petrolera por parte de compañías privadas; tanto es así que la realidad del desarrollo vial de acceso a la Amazonía se dio de la mano de inversiones e intereses, en el caso de la vía al Puyo por la Shell, y en el caso de Lago Agrio por la Texaco (Barsky, 1984: 299-301). Ecuador lograba incorporar de esta forma, tras un muy extenso período, y por medio de mediaciones provistas por compañías petroleras extranjeras, a sus territorios amazónicos. Pero se sigue tratando de un proceso inacabado y parcial, que enfrenta todavía significativas resistencias.

La sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Sarayaku: el sentido y límites de la reparación

En un litigio que inició en la jurisdicción nacional y pasó a la justicia interamericana, el pueblo indígena kichwa de Sarayaku demandó al Estado. En la documentación provista por el mismo Estado ecuatoriano para su defensa, este replicó lo relatado, que en 1969 se descubrieron las primeras reservas de crudo liviano en la zona nororiental y tres años más tarde comenzó su exportación, con lo que dicha región “cobró gran importancia geopolítica y económica transformándose de un ‘mito’ a un espacio estratégico nacional” (Corte IDH, 2012: 19). Con ello, además de reconocer la exclusión histórica del oriente hasta entrado el siglo XX, el Estado ratifica la historia oficial prevaleciente (Hobsbawm, 1998; Walker, 2007).

En junio de 2012, la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió su sentencia en contra del Estado ecuatoriano en el caso del pueblo indígena kichwa de Sarayaku. El fallo fue bien recibido por distintos ámbitos de la sociedad civil ecuatoriana. Así, por ejemplo, el mismo presidente de los sarayaku, José Gualinga (2012), en el comunicado a la opinión pública emitido el 25 de julio de 2012 señalaba:

Sarayaku manifiesta su satisfacción por esta victoria alcanzada gracias al esfuerzo de su pueblo y al apoyo de personas y organizaciones solidarias y comprometidas con los derechos de los pueblos indígenas y manifiesta que estaremos atentos a que la sentencia sea cumplida y que los territorios de los Pueblos Indígenas sean respetados frente a actividades extractivas dañinas como la explotación petrolera.

Viviana Krsticevic, directora ejecutiva del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (Cejil, 2012), se manifestaba en los siguientes términos:

La sentencia de la Corte Interamericana en el caso Sarayaku representa un verdadero hito en la defensa de los derechos de los pueblos indígenas en el continente, porque establece pautas más claras sobre el derecho de consulta previa ante proyectos de desarrollo con consecuencias para la subsistencia de los pueblos.

Por su parte, el abogado defensor de Sarayaku, Mario Melo (Territorio Indígena y Gobernanza, 2012), reaccionaba ante fallo, indicando que “la sentencia del caso Sarayaku constituye entonces un aporte efectivo a una mayor y más profunda protección de los derechos de los pueblos indígenas y un ejemplo de dignidad que con seguridad inspirará a muchos pueblos y personas alrededor del mundo”. Este caso, junto con otros de la región, significó el trasladado de la resistencia de los pueblos indígenas de la Amazonía ecuatoriana hacia el campo judicial. Para el abogado Melo,

La sabiduría de Sarayaku estuvo en comprender que lo que le estaba sucediendo en 2002, 2003 y 2004 respondía a un entramado de poderosos intereses transnacionales que no podían ser enfrentados únicamente desde la resistencia local, sino que requerían nuevas estrategias que, fundándose en los Instrumentos Internacionales de Derechos Humanos, le permitan evidenciar el abuso y hacer de él un tema de discusión nacional e internacional.

Así, parece prevalecer un consenso de que se lo puede catalogar como un avance positivo. En definitiva, resultaría ser, grosso modo, una manera de combatir al mundo occidental desde dentro, con sus propias armas. Esto no es nuevo en lo absoluto. Fabio López-Lázaro (2002: 476), por citar el ejemplo de este investigador sobre el sistema de justicia de la monarquía española en torno a los siglos XVII y XVIII, menciona el modo cómo,

Los tribunales penales existían para atender una necesidad pública de manera pública, y muchos casos subrayaban el castigo sorprendentemente no jerárquico de los delitos. Ocasionalmente, los ricos y poderosos obtuvieron su merecido en la Sala. En última instancia, fueron los intereses privados y familiares de los individuos, no los motivos ideológicos de los grupos sociales dominantes, los que produjeron procesamientos.9

Esta línea de comprensión del funcionamiento del aparataje judicial institucionalizado -y que en ciertos casos, de manera tautológica, lo amplifican al sentido de la operación de la justicia como valor-, ha calado de manera significativa en corrientes contemporáneas del pensamiento judicial. Suele ser un punto en común, si bien más desde lo discursivo, que la justicia puede -y debería- operar como nivelador social y permite, como muy pocas otras tecnologías sociales o dispositivos del poder, ganar a los más pobres y débiles (Vercelli, 2010; Ferrajoli, 2005; Ávila Santamaría, 2010; 2012).

Lo llamativo es que esta visión contrapone el ser y el deber ser, con ambos conviviendo perfectamente. En otras palabras, si bien se admite que la justicia tiene puntos de fuga en los que sirve a los más débiles, esto no hace sino reforzar una comprensión mayor de que la aplicación de la ley mantiene primordialmente un statu quo que favorece a los poderosos. Es decir que la comprensión de la justicia contiene a su crítica. Lo hace bajo un manto de aceptación fundamentada en el entendimiento descriptivo que no renuncia a expectativas prescriptivas de transformación. En línea con ello, por ejemplo, Ramiro Ávila Santamaría (2012: 7, 22; 2010: 2-3) ha dicho que “no se trata tampoco de quitar o poner más poderes, sino de hacerlos funcionar de forma adecuada para que cumplan los fines para los que fueron otorgados: garantizar los derechos de los más débiles y vulnerables”, y que “[…] los derechos son siempre una herramienta contra el poder que tenemos, en terminología de Ferrajoli, los más débiles”; pero, a la vez, que es “un hecho demostrado” que “el sistema penal es excluyente y que opera contra las personas más vulnerables y débiles de la sociedad”. Esta imbricación resulta pertinente al análisis de la sentencia del caso Sarayaku, pues abre la puerta a la operación de los referidos mecanismos de exclusión velada aun cuando operan bajo discursos y narrativas de inclusión mediante reparación. En otras palabras, a pesar de que una sentencia repara a un grupo “desaventajado”, opera desde la discursiva de la represión, validando la dinámica del orden dominante (Barragán, 2008).10

Las discusiones en torno a la justicia son antiguas y variadas. Un punto de convergencia suele ser la reflexión que Platón (1975) ofreció en La República en el siglo IV a. C. El libro I pone sobre el tapete una discusión, a la forma de diálogo socrático, entre distintas visiones sobre la justicia. Se examinan, así, las visiones sobre la justicia que ofrecen Céfalo, Polemarco y Trasímaco; es decir, aquellas que sostienen que la justicia es dar aquello que es debido, que es el arte de dar lo bueno a los amigos y lo malo a los enemigos -o en su versión reformada, dar lo bueno a los buenos y lo malo a los malos-, y que no es otra cosa que el interés del más fuerte, respectivamente (Escobar, 2001). A estas visiones se contrapone, y resulta triunfante, la de Sócrates, es decir, de la justicia como valor superior de búsqueda de la verdad y el equilibrio del cuerpo social.

Como se ha dicho previamente, lo notorio de nuestros tiempos es cómo se han logrado entretejer estas visiones, amalgamándolas en una, lo que es posible mediante la coexistencia de valoraciones normativas y descriptivas, por una parte, de la justicia, y de la fusión en uno de la justicia como aparato y como valor, por otra parte.

La sentencia del caso Sarayaku hace un extenso recorrido de los antecedentes del caso. En lo más pertinente, recuerda el hecho de que en 1992 el Estado, por intermedio del Instituto Ecuatoriano de Reforma Agraria y Colonización (Ierac), adjudicó de forma indivisa una superficie de 222 094 hectáreas11, de las que 135 000 hectáreas aproximadamente corresponden al territorio comunal de Sarayaku. Por cierto que el Estado estableció limitaciones, claramente tutelares, como la prohibición de venta o enajenación total o parcial de estas tierras, además de reservarse la propiedad de los recursos del subsuelo, los que podrá explotar “sin interferencias dentro de las normas de protección ecológica”, y el libre acceso a las zonas adjudicadas sin limitaciones para realizar intervenciones necesarias para el desarrollo económico y seguridad del país.12 A decir del Estado, la adjudicación servía el triple propósito de proteger los ecosistemas de la Amazonía ecuatoriana, mejorar las condiciones de vida de las comunidades indígenas y precautelar la integridad de su cultura.13

A su vez, la sentencia recoge el proceso de licitación del Bloque 23 en la octava ronda petrolera a mediados de la década de 1990. De ello, resultó la adjudicación en 1996 del contrato de participación entre la empresa estatal ecuatoriana (Petroecuador) y el consorcio de la Compañía General de Combustibles (CGC). Un 65% de los territorios del Bloque 23 coincidían con los territorios de Sarayaku. Por la resistencia de las poblaciones locales, las actividades de prospección se interrumpieron entre abril de 1999 y septiembre de 2002. Durante este tiempo, la compañía intentó por diversos medios, muchos cuestionables, convencer a la comunidad de Sarayaku que permita el avance del proyecto, como habían logrado con otras comunidades vecinas (Pakayaku, Shaimi, Jatún Molino y Canelos).

El pueblo de Sarayaku recurrió a finales de 2002, primero, a la Defensoría del Pueblo y luego a las cortes mediante un recurso de amparo ante el Juez Primero de lo Civil en Pastaza. Simultáneamente, CGC había iniciado la fase de exploración con explosivos, cargando unos 467 pozos con 1433 kilogramos de un explosivo conocido como pentolita (Corte IDH, 2012: 28). Más adelante, el año siguiente CGC interrumpe sus actividades, pero el explosivo no es retirado. Siguen, además, varios procesos judiciales contra miembros de Sarayaku por su participación en hechos de resistencia reñidos con el orden imperante en la normativa nacional.

Con estos antecedentes, el caso llegó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2003-2010) y luego a la Corte Interamericana (2010-2012). Este caso fue significativo, además, porque fue la primera vez que la Corte Interamericana realizó una diligencia en el lugar de los hechos de un caso contencioso sometido a su jurisdicción (Corte IDH, 2012: 9). Así, en abril de 2012, una delegación encabezada por el presidente de la Corte, Diego García Sayán, visitó Sarayaku y escuchó también a representantes de otras comunidades del río Bobonaza.

Fue también ocasión para que el secretario jurídico de Presidencia de la República, Alexis Mera, reconociera la responsabilidad del Estado. Lo hizo en los siguientes términos:

[…] les voy a decir una cosa, no sólo a título personal, sino [a] nombre del Presidente Correa, quién me pidió que viniera […] yo no me siento que estamos enfrentados. ¿Por qué? Porque todas las cosas que se han denunciado en esta jornada, todos los testimonios, todos los actos invasivos de la extracción petrolera que se produjeron en el año 2003, el gobierno no los quiere confrontar. El gobierno considera que hay responsabilidad del Estado en los sucesos del año 2003 y quiero que se lo diga y se me entienda con claridad. El gobierno reconoce la responsabilidad (Corte IDH, 2012: 10).

Pero, además, lo más indicativo sobre la comprensión del conflicto fue el modo de concebir el relacionamiento del Estado nacional con las comunidades a través de una mediación provista por la explotación petrolera.

La explotación petrolera debe beneficiar a las comunidades. Lo que pasa es que ancestralmente el Estado ha estado a las espaldas de los pueblos indígenas. Esa es la realidad histórica de este país: como ha estado a espaldas a los pueblos indígenas, la explotación petrolera se ha hecho en perjuicio de las comunidades, pero ese régimen no lo queremos, no lo quiere el gobierno, y por lo tanto no vamos a hacer ninguna explotación petrolera a espalda de las comunidades sino con el diálogo que habrá en algún momento, si es que decidimos iniciar la explotación petrolera o pensar en una explotación petrolera aquí (Corte IDH, 2012: 10).

Estas declaraciones se daban poco antes de la expedición de la sentencia, y fueron vistas como un reconocimiento tardío que se daba ante una sentencia condenatoria contra el Estado que ya se veía venir. Al final del proceso, la Corte Interamericana concluyó que:

El Estado, al no consultar al Pueblo Sarayaku sobre la ejecución del proyecto que impactaría directamente en su territorio, incumplió sus obligaciones, conforme a los principios del derecho internacional y su propio derecho interno, de adoptar todas las medidas necesarias para garantizar que Sarayaku participara a través de sus propias instituciones y mecanismos y de acuerdo con sus valores, usos, costumbres y formas de organización, en la toma de decisiones sobre asuntos y políticas que incidían o podían incidir en su territorio, vida e identidad cultural y social, afectando sus derechos a la propiedad comunal y a la identidad cultural. En consecuencia, la Corte considera que el Estado es responsable por la violación del derecho a la propiedad comunal del Pueblo Sarayaku […] (Corte IDH, 2012: 72).

En virtud de ello, el máximo organismo de justicia regional en el continente americano ordenó una serie de medidas en favor del pueblo de Sarayaku, divididas entre: 1) medidas de restitución, satisfacción y garantías de no repetición; 2) indemnización compensatoria por daños materiales e inmateriales; 3) costas y gastos; y, 4) reintegro de los gastos al Fondo de Asistencia Legal de Víctimas. En la siguiente tabla se detallan las medidas ordenadas por la Corte y su cumplimiento a la fecha:

Tabla 1 Medidas ordenadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en caso Sarayaku contra Ecuador 

Fuente: Sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Sarayaku contra Ecuador, 2012.Elaboración: propia.*Se dieron ingresos de las Fuerzas Armadas para el retiro de la pentolita superficial, pero no se completó y tampoco se avanzó en el retiro de la pentolita enterrada a mayor profundidad. ** Existe conocimiento de que el Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos, así como algunos legisladores, han trabajado en proyectos de diversa índole para normar la consulta previa, libre e informada, pero estos no han sido aprobados a la fecha.

La Corte Interamericana ordenó al Estado, a su vez, el envío de informes periódicos, toda vez que el caso no se ha de cerrar si no en el momento en que el Estado dé cabal cumplimiento a todo lo dispuesto en la sentencia. Sin embargo, tras más de seis años, el cumplimiento de la misma se ha estancado. En el comunicado que emitió la Defensora del Pueblo, manifestó: “después de 6 años de la sentencia y de más de 20 años de denuncias por parte del pueblo de Sarayaku, preocupa a la Defensoría del Pueblo que se continúe ejerciendo presión sobre su territorio, que se irrespeten los derechos a la consulta previa y que no se hayan resuelto los acuerdos necesarios para enfrentar los daños materiales, como es la presencia de explosivos dentro de ese territorio” (Benavides, 2018). Más adelante, el mismo comunicado expresa preocupación porque “resulta de extrema gravedad reconocer que, además del incumplimiento a la sentencia de la Corte IDH, con la concesión de nuevos bloques petroleros y las agresiones contra este pueblo, se vuelven a repetir […] Pero además se sigue aplicando simulacros de consulta […]”.

Es decir que, en la práctica, se ha cumplido con las medidas de satisfacción y con la indemnización ordenada, parcial con la restitución y rehabilitación, pero las garantías de no repetición son particularmente llamativas por su incumplimiento. La doctrina dentro del derecho internacional de los derechos humanos reconoce estas cinco dimensiones para la reparación integral de las víctimas (Arenas, 2017). Esto ayuda a reconocer la integralidad del daño, más allá de lo material y también más allá de las dimensiones estrictamente individuales. Así, en la definición de Alán Brewer-Carías y Jaime Orlando Santofimio (2013: 239),

En este sentido es mucho y materialmente más que un simple concepto indemnizatorio, al involucrar ideas de reconstrucción y reivindicación del ser humano en la sociedad. Luego el concepto de reparación conlleva cargas de individualismo pero también de responsabilidad colectiva. Desde una perspectiva estrictamente jurídica, es un derecho de toda víctima, sustentado en las ideas de verdad y justicia.

La intencionalidad de la Corte se encamina por esta senda, reconociendo inclusive que la misma sentencia es, en sí misma, una forma de reparación (Corte IDH, 2012: 100). Pero, más de fondo, lo que preocupa es el reforzamiento, por intermedio de la justicia regional en este caso, de asimetrías establecidas y normalizadas, una inclusión en condiciones de desigualdad. A saber, como se mencionó anteriormente, a la concesión de los territorios comunales a Sarayaku a principios de la década de 1990, el Estado adoptó una posición tutelar, imponiendo su razonamiento sobre la tenencia de la tierra. Indicó, de esta forma, que la concesión la hacía con tres propósitos: 1) proteger los ecosistemas de la Amazonía ecuatoriana, 2) mejorar las condiciones de vida de las comunidades indígenas, y 3) precautelar la integridad de su cultura. Esos tres propósitos se mantienen y parece que de manera fructífera han logrado encasillar el conflicto alrededor suyo. La sentencia del caso desde la justicia regional parecería reforzarlos, no cuestionarlos en sus bases. Sigue siendo una estratagema del poder estatal constituido para, por excepción, asegurarse de su dominio. Es decir, no se trata de quiebres con la razón de ser del Estado, sino de ajustes necesarios que lo refuerzan. Sin quererlo, o inclusive queriendo lo contrario, se empuja hacia una agenda más inmediatista, particularista, fragmentaria, monetizada y cosificante. El Estado opera como contradictor legitimado y la institucionalización por intermedio del aparataje de justicia ayuda a trasladar no solo el escenario sino la misma sustancia del conflicto para reforzar la condición periférica e instrumental de la Amazonía.

Conclusiones y reflexiones finales

La historia de la Amazonía ha estado signada por una lectura hecha desde fuera. Así, las narrativas patrias han reforzado la condición periférica de los territorios amazónicos, lo que en cierta medida es una continuidad con el período colonial. Esto ha consolidado marcos interpretativos construidos desde los centros urbanos capitalinos. El oriente ecuatoriano enfrenta una marginalidad espacial, pero también una marginalidad disciplinar. Esto repercute sobre una inclusión desigual de esta región, o lo que es decir, en otras palabras, una inclusión condicionada al mantenimiento de asimetrías de poder. Esto no es anómalo, sino funcional al devenir de la construcción nacional del Estado.

Recientemente, se ha trasladado el escenario del conflicto por la resistencia de los pueblos amazónicos a la arena del sistema de justicia, regentado desde los Estados nacionales, al ámbito interno, y a la jurisdicción interamericana para el caso de nuestro continente, a escala internacional. Una serie de fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en favor de demandas de pueblos originarios han logrado situar en el ambiente un halo esperanzador, sobre la base de la nueva capacidad de “derrotar” a los Estados nacionales. El enfoque ha sido desde la exigibilidad de los derechos colectivos y los fallos han sido acogidos con un beneplácito, que al parecer ha resultado apresurado.

Se hace preciso ver con más cautela tanto el desplazamiento de la arena de confrontación como la adopción de marcos de institucionalización que encasillan el conflicto y sus aspiraciones de resolución. Las reparaciones ordenadas desde fallos de la Corte bien podrían, por excepción, estar operando como legitimadores del poder estatal y su represión. Hay límites, así, para entender el alcance de estos mecanismos de reparación para responder a las demandas contrahegemónicas de larga data, sobre todo si no se quiere correr el riesgo de celebrar victorias pírricas.

El estudio del caso del pueblo indígena kichwa de Sarayaku abona en este sentido. Lo hace complementando un análisis historiográfico de los procesos de incorporación del espacio amazónico a las dinámicas nacionales del Estado ecuatoriano con elementos que cuestionan el modo en que se ha construido un imaginario desde lo nacional, mediante formas veladas de exclusión. Con ello, la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sirve como elemento empírico para aterrizar el discurso, demostrando cómo el conflicto se encuadró en luchas más acotadas, pero que a la larga refuerzan los objetivos estatales tutelares sobre los territorios amazónicos y sus pobladores. La muestra más palpable es quizá el modo en que gran parte de la pugna se trasladó a la fijación de los valores indemnizatorios. Resulta decidor el modo en el cual la Procuraduría General del Estado parece haber encontrado elementos para congratularse con la sentencia, aun cuando perdieron el caso:

La presentación de evidencia probatoria del Estado ecuatoriano permitió que la Corte Interamericana de Derechos Humanos señale una reparación proporcional a toda la comunidad, de 1.404.344,62 dólares americanos, y no se acepte la propuesta de la Comunidad de Sarayaku que rebasa ampliamente los estándares de reparación material e inmaterial por cuanto su pretensión bordeaba la suma de 10 millones de dólares americanos (Procuraduría General del Estado, 2014).

La monetización de la reparación como pivote del litigio ha desplazado en buena medida la importancia de las otras medidas, lo que mantiene una situación incierta en los pueblos de la Amazonía ante nuevas y renovadas arremetidas de expansión petrolera, como se ha dado en los últimos años. Mientras tanto, el fallo de la Corte parece haber hecho muy poco por cambiar las dinámicas y lógicas del poder; y, al contrario, parece reforzarlas, pero bajo una discursiva de mayor cautela, pues no se trata de aprender para evitar, sino de aprender para poder extraer los recursos cumpliendo escasamente los requisitos necesarios para no caer en un litigio, que, de todas formas, resulta mejor en una lectura de costo-beneficio. Consideremos, por ejemplo, el episodio suscitado en 2014, apenas 2 años después de la sentencia, cuando el presidente de la República, refiriéndose a una polémica con Sarayaku, les recordaba que “aquí existe solo una nación” y calificó de “gravísimo” lo que interpretó como “un intento separatista en nombre de costumbres ancestrales”, recordando finalmente la capacidad de declarar un estado de emergencia e ingresar con la fuerza pública.15

Esto no implica abandonar la sede contenciosa que ofrece el sistema interamericano u otros espacios de litigio nacional e internacional en defensa de los derechos colectivos. Lo que implica es un cuestionamiento más profundo sobre lo que está provocando esta dinámica, y no perder de vista proyectos mayores, más amplios y profundos, que abarquen el proyecto de la plurinacionalidad, la interculturalidad y la responsabilidad de actores privados, sobre todo transnacionales, allende la figura del Estado como actor intermediario.

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1Es, a su vez, docente invitado en la Universidad Andina Simón Bolívar-Sede Ecuador y en la Universidad de Especialidades Espíritu Santo, las cuales también facilitaron el proceso de investigación del presente artículo.

2Cabe anotar que los trabajos de los autores en cuestión precisamente buscan este enfoque en contraste con otros estudios que compila la obra editada por Maiguashca (1994) sobre el poder regional en Ecuador. Al referirse a estos dos trabajos, Maiguascha indica que “se trata más bien de escribir la historia desde el punto de vista del centro, es decir, del Estado, y de identificar claramente dos procesos que se dieron en el Ecuador decimonónico: la lenta organización de un espacio nacional y la paulatina conformación de una comunidad política ecuatoriana” (1994: 15).

3Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Vs. Nicaragua, 2001; Comunidad Moiwana Vs. Surinam, 2005; Comunidad Indígena Yakye Axa Vs. Paraguay, 2005; Comunidad Indígena Sawhoyamaxa Vs. Paraguay, 2006; Pueblo Saramaka Vs. Surinam, 2007; Caso Comunidad Indígena Xákmok Kásek Vs. Paraguay, 2010.

4El pasaje hace referencia a los cuatro “suyus”, a saber las cuatro grandes divisiones del Tahuantinsuyu o Imperio inca del siglo XV e inicios del siglo XVI. Se trata del Collasuyo al suereste, el Chinchaysuyo al noroeste, el Antisuyo al noreste y el Contisuyo al oeste.

5La traducción es mía. En el original citado se lee: “I use this term to refer to social spaces where cultures meet, clash, and grapple with each other, often in contexts of highly asymmetrical relations of power, such as colonialism, slavery, or their aftermaths as they are lived out in many parts of the world today” (Pratt, 1991: 33).

6La traducción es mía. En el original citado se lee: “While subordinate peoples do not usually control what emanates from the dominant culture, they do determine to varying extents what gets absorbed into their own and what it gets used for” (Pratt, 1991: 35).

7Así, por ejemplo, Muratorio (1994: 372) muestra cómo “Como pueblo, los Quichua del Napo fueron constituidos a partir de su propio encuentro histórico con la primera expansión europea en la región amazónica a mediados del siglo XVI. La documentación etnohistórica ofrece una amplia evidencia sobre la existencia de una multitud de diferentes grupos étnicos y lingüísticos en esta área del alto Napo antes de la conquista española (Lemus y de Andrade, 1965; Ortegón, 1973). Sin embargo, las encomiendas, los misioneros, las enfermedades y la migración pronto simplificaron dicha diversidad haciendo del Quichua una lengua dominante de la identidad grupal”.

8 El Comercio (1972). 27 junio 1972: 1.

9La traducción es mía. El original en inglés es: “Criminal courts existed to serve a public need in a public way, and many cases underscored the surprisingly unhierarchical punishing of crime. Occasionally, the rich and powerful got their comeuppance in the Sala. Ultimately, it was the private and family concerns of individuals, not the dominant social groups' ideological motives, that produced prosecutions”.

10En la investigación de Rossana Barragán (2008: 165-166) situada en los años 1781 a 1809, esta autora manifiesta que si bien es cierto que es bueno hacer una lectura desde “la prosa de la contrainsurgencia” siguiendo a Ranajit Guha (1997), no es menos importante estudiar las sentencias en sí como dispositivos del orden represor: “Nos interesa más bien analizar los discursos acusadores y condenatorios, las sentencias y sus penas porque no podemos olvidar que las medidas, intensidad, rigor y consecuencias de las represalias, juicios, sentencias y condenas a revuelvas, movimientos y acciones sociales son determinantes en cualquier sociedad en las décadas siguientes”.

11Según la Certificación notarial de 26 de mayo de 1992 de la inscripción de la adjudicación de 12 de mayo de 1992; pero también se habla de 264 625 hectáreas, por la escritura pública de hipoteca abierta de 11 de mayo de 2005.

12Registro de la Propiedad de Puyo, Pastaza. Adjudicación de tierras a favor de las comunidades del río Bobonaza, Puyo 26 de mayo de 1992.

13Ibid.

14Para un resumen de cumplimiento de medidas, ver: El Telégrafo, “Ecuador cumplió con la mayoría de ítems de la sentencia de Corte-IDH”, de 12/5/2014.

15“Correa ordena ingreso a Sarayaku”, El Tiempo, 9/5/2014.

Recibido: 17 de Enero de 2019; Aprobado: 11 de Febrero de 2019

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