Introducción
El presente análisis exige un esfuerzo interdisciplinario desde la economía política, la historia, la ciencia política y las relaciones internacionales. Se utilizan dos perspectivas teóricas fundidas: una en el campo de las relaciones internacionales, que se apropia del realismo, y otra en el campo de la economía política, que asume el estructuralismo latinoamericano. Sería posible presentar una línea de pensamiento que surge con el ateniense Tucídides, 1 pasa por Nicolau Maquiavelo2 y Thomas Hobbes,3 y desagua en economistas como William Petty, Alexander Hamilton, Friedrich List y Raúl Prebisch. Todos esos autores debatirán sobre las disputas por el poder y la riqueza entre las naciones.
Nogueira y Messari (2005, pp. 23-32), en su análisis del realismo, enumeran cinco premisas que condensan los principales elementos de esa vertiente: a) los Estados nacionales mantienen la estabilidad doméstica (el “Leviatán” tiene el monopolio del uso de la fuerza en el escenario interno) y buscan garantizar la seguridad con relación a los agentes externos; b) impera la anarquía internacional, debido a la ausencia de un Leviatán mundial, de lo que se deriva el llamado “Dilema de la Seguridad”;4 c) la sobrevivencia del Estado es el interés nacional supremo y fundamental, estando por encima de todo, obviamente incluso de las libertades individuales; d) el poder del Estado con relación a los demás es siempre relativo y su función es influenciar más que ser influenciado (para eso, un Estado puede juntarse al poder de otro o pronunciarse contra él); e) la autoayuda es el principio de que un Estado puede contar de manera integral y completa solamente con sus propias fuerzas para defender su sobrevivencia.
Por tanto, en este trabajo se utiliza la idea de un sistema internacional jerárquico, expansivo y en permanente transformación, desde su origen, en el siglo XV (Kennedy, 2006). A la expansión mercantil y financiera europea siguió la conquista del mundo, impulsada por la compulsión por acumular poder y dinero (Arrighi, 1994; Fiori, 2007). Poco a poco, el sistema fue diseñado y controlado por los europeos, hasta el inicio del siglo XX. Se observan las relaciones entre los Estados nacionales desde una perspectiva realista, pero sin dejar de utilizar otras vertientes, como la teoría del sistema mundo (Arrighi, 1994) y la idea de existencia de un sistema interestatal capitalista (Fiori, 2007). El énfasis de las atenciones es en lo que ocurre dentro del sistema internacional y no dentro de los Estados nacionales. Según esa óptica, las unidades de poder son como “cajas-negras”, siguiendo la idea de billiard-ball.5
No obstante, aunque el sistema sea jerárquico y centrípeto, existen oportunidades de movimiento de cada unidad de poder. Por ese motivo, se depositará especial atención sobre las posibilidades de movilidad, como resultantes de la propia viabilidad nacional y, además, de los grados de permisividad internacional en cada período histórico determinado (Jaguaribe, 2008). La condición de centro, de semiperiferia o de periferia estaría directamente asociada con la lucha por el desarrollo de las fuerzas productivas nacionales y a la ocurrencia de crisis que afectan a las economías centrales y abren brechas o “ventanas de oportunidad” para movimientos en la jerarquía mundial.
El presente análisis es justificado por el actual escenario de inestabilidad de un mundo que trata de consolidar la multipolaridad y, además, ante la necesidad de pensar la integración regional en América del Sur. Este es, más que nada, el objeto del presente estudio. Relativizando la idea de “juego de suma cero” dentro del sistema, que cada unidad solo puede ganar si otra pierde algo, se asume la posibilidad de construcción de un “juego de suma positiva” (Padula, 2010). Es posible abordar a la integración regional periférica como forma de potencializar, de una sola vez, dos movimientos indisociables, uno interno y otro externo: el proceso de desarrollo de las fuerzas productivas y una mejor inserción internacional, más soberana, en el sistema. Ese sería el binomio desarrollo-autonomía. Hace décadas, diversos autores latinoamericanos vienen moldando esa idea. En un proceso de integración, cada Estado de la región podría identificar un instrumento para la realización de sus propios intereses nacionales (Granato, 2014).
Se observa a la integración regional como posible salida común para la condición periférica, sin dejar de tomar en cuenta que dichos procesos pueden ser efectivamente integradores, autonomizantes para cada unidad, o pueden, al revés, profundizar todavía más la situación subalterna de algunas economías. Lo que se quiere decir es que la integración podrá asumir caminos bastante distintos, corriendo el riesgo, incluso, de reproducir dentro de la región la lógica jerárquica y asimétrica del sistema. Sería necesario, por tanto, interpretar la dimensión de las dificultades y la complejidad de edificar un proceso de integración que deconstruye y no profundice las asimetrías. Y eso dependerá, especialmente, de la postura ejercida por el país líder del proceso.
De esa manera, el artículo se propone presentar la lógica del sistema internacional e interpretar su relación con los procesos de integración regional. Posteriormente, se plantean reflexiones sobre las distintas formas de integración y sobre cómo los resultados están fuertemente asociados al papel ejercido por el líder del proceso. Para eso se utilizan trabajos de reconocidos autores que abordan el tema, especialmente en Brasil. La estructura del artículo cuenta con seis divisiones, incluyendo las partes 1, de introducción, y 6, con las consideraciones finales. En la sección 2 se aborda la formación, la estructura jerárquica, la dinámica centrípeta y el movimiento del sistema internacional; en la 3 se analizan las estrategias de catch-up como afirmación de proyectos periféricos contestadores al centro, como forma de moverse.
En la sección 4 se discute la asociación entre países de una misma región como posible salida común para su condición periférica, problematizando que dicha integración puede ser “integradora”, autonomizante o “desintegradora”, que amplíe las asimetrías. Por fin, en la sección 5 se examinará la importancia de que haya un líder del proceso de integración. Además de tener capacidades materiales y simbólicas, y voluntad estratégica para sostener política y económicamente el empuje, el país más grande debería crecer para poder impulsar a los demás. La locomotora debería tener condiciones de importar mucho de los vecinos, de hacer inversiones, de liberar financiamientos y de aplicar recursos a fondo perdido.
Formación, estructura, dinámica y movimiento del sistema internacional
Como resultado de la expansión del capital bancario y comercial europeo, desde principios del siglo XVI se viene consolidando un sistema internacional caracterizado esencialmente por la jerarquía, la concentración, la anarquía, la asimetría y la competencia (Fiori, 2007). Desde entonces, la historia mundial puede ser analizada como la sucesión de situaciones bajo hegemonía de una potencia e intercalados por fases de transición y surgimiento de nuevos liderazgos (Arrighi, 1994).
Durante 300 años, desde el final del siglo XV hasta el final del siglo XVIII, la expansión mercantil europea dio origen al sistema mundial que se sobrepuso a los sistemas regionales, como los imperios mongol, otomano, azteca, maya, inca o la dinastía Ming. Aunque existieran esos poderosos imperios, relativamente evolucionados, el sistema ganó fuerza y forma exactamente en la porción más pobre, más débil, más despoblada y menos fértil de Europa. Empezó a constituirse a partir del Renacimiento cultural, científico y comercial, desde cerca de 1450, en el área actualmente constituida por el “arco” Italia-Francia-Bélgica-Holanda-Inglaterra (Kennedy, 2006, p. 46). El llamado milagro europeo habría ocurrido justamente por la gran tensión competitiva entre las unidades de poder, que jamás estuvieron bajo un único líder político, militar o religioso.
Al inicio, las monarquías dinásticas protagonizaron la estructuración de un sistema liderado por las ciudades italianas y después por Portugal, España, Holanda y Francia. A lo largo de los siglos, una suerte de globalización padronizadora ganaba el mundo por medio de la expansión del comercio, ampliación de mercados y el creciente control de los mares. Se observa, sin embargo, que el proceso de alternancia de liderazgos hegemónicos no ha generado el colapso del sistema, sino, por el contrario, lo fue volviendo más dilatado, integrado y complejo.
Según Fiori (2007, p. 24), no obstante, la globalización no sería obra del capital en general, sino de los Estados-nacionales. Por ese motivo, el autor estudia la “explosión del sistema”, el mundo en expansión, el alargamiento de su espacio de acumulación desde Europa a partir del siglo XIII. Sostiene su afirmación en la disputa de las unidades nacionales por la acumulación compulsiva de poder y riqueza. Una perspectiva similar fue presentada por Bukharin (1963, p. 153), quien considera que los capitales se internacionalizan mientras los intereses se nacionalizan.
Después de 1840, como consecuencia de la industrialización, pasó a prevalecer dentro del sistema una clara división internacional del trabajo, en la cual una periferia cumpliría la función de suministrar insumos básicos, productos primarios y recursos fundamentales para el progreso técnico del centro. Algunos autores argumentan, sin embargo, que además de existir un centro (el motor dinámico del sistema) y una periferia (gravitando condicionada por el ritmo del centro), existiría una semiperiferia, constituida por Estados nacionales medianos o grandes con algún grado de condición de objetar el centro. Por ejemplo, en la visión de Costa (2009), la semiperiferia se diferencia de la periferia esencialmente por sus posibilidades de contestar el centro, sea por medio de fuerzas materiales (territorio, población, fuerza militar y riquezas naturales) o por fuerzas simbólicas o no materiales (identidad, cohesión social, ideología y cultura, que se manifiesten en una postura política).
Habría una “danza de las sillas” en el sistema. Arrighi (1994, p. 27) abordó los llamados ciclos largos de acumulación de capital, hegemonía y dominación desde un análisis en el cual interaccionan la economía y la política. El autor juntó los movimientos de acumulación de poder con los de acumulación de capital para crear una teoría de largo plazo. De esa manera, abordó la dinámica de la movilidad de las unidades nacionales dentro del sistema internacional. Según sostiene, en los últimos cuatro siglos hubo cambios de liderazgo en el sistema, que pueden ser claramente observados por medio de los llamados “ciclos hegemónicos de acumulación”.6
Otro tema relevante en la agenda de investigaciones sobre el sistema internacional es la llamada “carrera imperialista”, ocurrida en la últimas décadas del siglo XIX, en el contexto de las grandes transformaciones impulsadas por la II Revolución Industrial. El poder hegemónico de Inglaterra se veía claramente bajo contestación por parte de nuevos aspirantes a potencia, como Estados Unidos, Rusia, Japón y Alemania. La economía mundial estaba cambiando rápida y profundamente, asumiendo su condición capitalista industrial, de producción en grande escala y con una creciente preponderancia de los bancos asociados a las industrias (Barraclough, 1976). Los trabajos relacionados con las llamadas teorías del imperialismo, especialmente con las contribuciones de los economistas Rudolf Hilferding (1877-1941) y Nicolai Bukharin (1888-1938), igualmente aportan un instrumental teórico valioso para un campo de estudios que entendiese el sistema internacional como una economía-mundo constituida por economías-nacionales autónomas, competitivas y conflictivas.7
Los años 1970 son igualmente considerados muy fértiles para los análisis de la Economía Política Internacional (EPI). Aquel momento fomentó discusiones y análisis sobre la supuesta “crisis de hegemonía” de Estados Unidos, asumiendo como punto de partida la observación de aquella compleja y muy desfavorable coyuntura. Sobre todo durante el Gobierno de Richard Nixon (1969-1974), el país enfrentó muchas dificultades: en el campo comercial, crecientes déficits con Alemania y Japón; en el campo financiero, el fin del acuerdo de Bretton Woods y del patrón dólar-oro; en el campo militar, la derrota en Vietnam, con la fuga desesperada de oficiales estadounidenses de Saigón colgados en helicópteros; en el campo político, los fuertes cuestionamientos del músico John Lennon, del peso-pesado Muhammad Ali, de los pastores Martin Luther King y Malcolm X y del Partido Pantera Negra; y en el campo energético, la restricción de oferta de petróleo por parte de los miembros de la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo (OPEP). No fueron pocos los que previeron la caída del “Imperio americano”.
No obstante, después de los años 1970, la crisis del dólar y el fin de Bretton Woods no llevaron a la falencia de Estados Unidos ni del sistema. Lo que parece haber ocurrido fue un hábil ajuste al nuevo padrón (Tavares, 1985). La nueva forma de funcionamiento del sistema monetario internacional explicitó un antiguo argumento: lo que está por detrás de la moneda es el poder. La “verdad de la moneda”, independientemente del oro, la plata, la acuñación. La moneda internacional impuesta es la moneda nacional de la potencia hegemónica: el dólar-flexible. Es fundamental identificar las vinculaciones entre la posibilidad de imprimir el dinero del mundo y la victoria de Estados Unidos en la Guerra Fría.8
La caída del muro de Berlín, en 1989, y el fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), en 1991, representan una gran transformación en el escenario internacional. Ganaron fuerza las ideas de “fin de la historia” (Fukuyama, 1992) y de “fin del Estado-nación” (Ohmae, 1996). Ante la expansión del poder unilateral de Estados Unidos, en un ambiente de “pensamiento único”, hablar en una estructura multipolar sonaría totalmente sin cabida.9 En el inicio de los años 2000, Jaguaribe (2008, p. 301) apuntó que
El proceso de globalización, exacerbado por el unilateralismo imperial del Gobierno Bush, está suprimiendo, drástica y aceleradamente, el espacio de permisividad internacional de la mayoría de los países. Se mantienen los aspectos meramente formales de la soberanía de esos países: bandera, himno, ejércitos y, cuando democráticos, incluso elecciones “libres”. Un conjunto de poderosísimas restricciones, de naturaleza financiera, económica-tecnológica, cultural, política y, cuando necesario, militar, obliga a los dirigentes de esos países, quieran o no, a seguir la orientación del mercado financiero internacional, de las grandes multinacionales y, en última instancia, de Washington.
Con todo, pasados solamente diez años, en el inicio del siglo XXI, la multipolaridad parecía un hecho inexorable del sistema internacional. Esa tendencia ganó fuerza, entre otros motivos, porque, como argumentan Lima y Coutinho (2007, p. 24), después de la destrucción de las Torres Gemelas, en septiembre de 2001, la postura de Estados Unidos bajo la administración de George Walker Bush fue perdiendo cada vez más el reconocimiento y la legitimidad con los que contaba. Fiori (2001, p. 25) consideró que “el mundo está viviendo uno de esos momentos históricos de renegociación de sus jerarquías geopolíticas y geoeconómicas y, por lo tanto, también de los grados de soberanía de cada una de sus jurisdicciones políticas”.
En América del Sur, el colapso económico y social resultante de la aplicación de las políticas de apertura neoliberal durante la década de 1990, bajo la niebla del llamado “Consenso de Washington”, resultó en movilizaciones populares, en el desalojo del poder de diversos presidentes y en la elección de Gobiernos genéricamente denominados como “progresistas”, posicionados más a la izquierda, en la primera mitad de los años 2000. Muchos especialistas coinciden al reconocer la “ventana de oportunidades” abierta por la instabilidad del sistema internacional en el inicio del siglo XXI. Refiriéndose al caso de la iniciativa de los Brics (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), por ejemplo, Messias da Costa (2009b, p. 3) considera que “cualquier decisión sobre cuestiones de relevancia mundial hoy necesita del posicionamiento de esos países para obtener un grado razonable de éxito”. Además, se observa una fuerte tendencia para la integración en escala subcontinental. La posibilidad de integración regional surgiría, en ese escenario, como una salida común para los países periféricos. De esa manera, acumularían conjuntamente poder y riqueza, con más recursos materiales y simbólicos, para buscar el desarrollo y una mejor inserción internacional.
Aunque la anarquía internacional desestimule la cooperación dentro del sistema, Jervis (2008, p. 167), desde una perspectiva realista, sostuvo que esa posibilidad existe. Por tanto, basado en la fábula de la “caza al venado” de Jean Jacques Rousseau, el autor utiliza la teoría de los juegos como forma de atenuar el “dilema de la seguridad”. La idea es que serían necesarios algunos hombres para capturar un venado, que al final resultaría en una gran recompensa (en cantidad de carne) para cada uno de ellos. Los intereses individuales podrían converger con la finalidad de alcanzar un objetivo común: cazar el animal. El problema es que durante la cacería podría aparecer una liebre, distrayendo a alguno de los cazadores. Aunque la recompensa (en cantidad de carne) fuese más pequeña, la liebre podría ser considerada individualmente como más garantida en comparación con el esfuerzo colectivo de buscar el venado. Bajando a la tierra la metáfora, es posible asociar la fábula con las dos alternativas de un Estado-nación: apostar en la integración regional frente a firmar individualmente un Tratado de Libre Comercio.
La búsqueda por proyectos periféricos contestadores al centro
Dando secuencia al razonamiento planteado, se asume que una semiperiferia puede llegar a ser centro siempre y cuando reúna condiciones materiales y simbólicas para intentarlo; en el momento en que las crisis del sistema amplíen las oportunidades de movilidad; y cuando asuma un proyecto contestador y una voluntad estratégica.10 Se concluye que las posibilidades de movimiento dentro de la jerarquía del sistema dependen de la adopción de estrategias de desarrollo nacional y de autonomía internacional. Padula (2010) sugiere una línea de pensamiento que encadena las propuestas fundamentales de los economistas nacionalistas alemanes del siglo XIX con las ideas de los “padres fundadores” de Estados Unidos del siglo XVIII y XIX y, finalmente, con las proposiciones de Simón Bolívar y los demás Libertadores de América en el siglo XIX. Presenta, de esa forma, la lenta construcción de los postulados en defensa del desarrollo de las fuerzas productivas internas como camino para buscar la emancipación económica de los países periféricos.
La preocupación con respecto a la industrialización periférica, o con el desarrollo de las fuerzas productivas internas, está presente desde 1613 en los trabajos del napolitano Antonio Serra, pasando por los mercantilistas defensores de las manufacturas, como el francés Jean-Baptiste Colbert (1619-1683) y el inglés William Petty (1623-1687), los estadounidenses Alexander Hamilton (1757-1804), Henry Clay (1777-1852) y Henry Carey (1793-1879). Llega al alemán Friedrich List (1789-1846) y al rumano Mihail Manoilesco (1881-1950). En América Latina, estuvo presente desde el siglo XVIII, pero ganó su forma más acabada con la Comisión Económica para América Latina (Cepal) y el Instituto Superior de Estudios Brasileños (ISEB), en Brasil, a mediados del siglo XX.
Es clara la influencia de los pensadores citados anteriormente, además de algunos otros, sobre Raúl Prebisch (1901-1986) y Celso Furtado (1920-2004).11 Como parte de la Organización de Naciones Unidas (ONU), la Cepal no debería hablar en imperialismo, pero presentó el esquema centro-periferia. No podría denunciar el drenaje permanente de recursos de los países periféricos hacia el centro, pero reveló el deterioro de los términos de intercambio. La Cepal dejó expuesto que prevalecía dentro del sistema una fuerza centrípeta, que absorbía en los países centrales los frutos del progreso técnico de la periferia. Demostró, también, que esa concentración de los beneficios en el centro estaba directamente relacionada con una estructura productiva débil y heterogénea en los países periféricos. Además de eso, apuntó que ese cuadro perpetuaba en la periferia la especialización productiva y la exportación de bienes primarios, y mantenía la baja remuneración de los trabajadores. Durante los años 1950, los trabajos de la Comisión propusieron la industrialización periférica como forma de superar la pobreza y revertir la creciente distancia con relación al centro. Dichas reflexiones estimularon todavía más un pensamiento propio en la región, el fortalecimiento de una identidad latinoamericana y la integración económica.
Es importante mencionar otros dos autores latinoamericanos que escribieron mucho tiempo antes. En 1796, el economista argentino Manuel Belgrano (1770-1820), soldado del Ejército Libertador, manifestó sus preocupaciones con el desarrollo de las fuerzas productivas internas.12 Medio siglo después, llegan los aportes del economista brasileño Manuel Alves Branco (1797-1855), uno de los personajes políticos más influyentes durante el Imperio. Fue ministro de Hacienda en diversas ocasiones entre 1837 y 1848, quedando conocido por la adopción de la “Tarifa Alves Branco”, que protegió la producción nacional y potencializó un espasmo de industrialización en Brasil. Las tasas de aduana sobre productos importados fueron elevadas de un promedio de 15 % a 30 % en el caso de bienes sin similares nacionales y al 60 % en el caso de los bienes con similares nacionales.13
Recientemente, Chang (2004, p. 38) buscó presentar una visión panorámica de esos procesos afirmativos, que llama de “estrategias de catch up”. En el mismo sentido, están las contribuciones de Reinert (2008) y Gullo (2018).14 A su vez, Fiori (2011, p. 30) considera que
Cuando se estudia la historia del sistema mundial, lo que se descubre es que nunca existieron vocaciones naturales ni destinos manifiestos. Y se descubre, también, que todos los países que se expandieron hacia fuera de sí mismos y se transformaron en grandes potencias eran periféricos e insignificantes, en el sistema mundial, antes de tomar la decisión política de trascender la propia geografía y cambiar el rumbo de su historia. En un proceso secular, que combinó alianzas y rupturas, asociaciones estratégicas y guerras, en el cual cada uno partió de una situación geopolítica desfavorable y comenzó a expandirse con ideas y medios propios.15
El argumento plantea que el movimiento de las unidades nacionales en el juego jerárquico del sistema internacional está íntimamente relacionado con acciones políticas interventoras ejecutadas por los Estados, dirigidos por coaliciones internas de poder con una clara intencionalidad de consolidar la construcción de una nación con mayor autonomía y, finalmente, de cimentar las condiciones para que pueda contestar, alcanzar y sobrepasar a la potencia hegemónica.
Integración regional como posible salida común
Durante los primeros años del siglo XXI, como forma reactiva a la globalización neoliberal, ganó espacio el argumento de que, además de la competencia, del conflicto y de la indiferencia, los Estados nacionales pueden asumir otra postura: la cooperación. Reforzando esa idea, Granato (2014, pp. 24-27) afirma que “también existe la cooperación, a la medida que se comparten objetivos comunes y que cada Estado visualice, en esa interacción cooperativa, un instrumento de realización de su interés nacional”. Para ese autor, “entre las estrategias cooperativas que vinculan desarrollo y política externa se encuentra la integración regional o el regionalismo”, en el intento de “mover el tablero y reconfigurar las relaciones de poder mundial”. Padula (2010) igualmente sostiene que el esfuerzo de integración política y económica entre espacios se justifica por la búsqueda de formar unidades cohesionadas que enfrenten a los enemigos externos comunes y contesten a los Estados dominantes, con el objetivo de expandir su poder y su riqueza. Para Lima e Coutinho (2005, p. 3),
La hipótesis de regionalización como efecto de la globalización defendida por la mayoría de la literatura especializada más reciente está anclada en la idea de defensa de los países frente a un proceso histórico poderoso del cual no pueden huir, sino apenas buscar una mejor adaptación estando reunidos en grupos y, de esa forma, suavizando sus vulnerabilidades externas. El regionalismo es, en ese sentido, una postura reactiva, entregada a la necesidad de convertirse más competitivo justamente en un momento en el cual disminuye la capacidad de los Estados de individualmente formular políticas y regular mercados.16
Desde la década de 1970, diversos autores latinoamericanos trabajan la idea de que los procesos de integración regional pueden potencializar de una sola vez a dos movimientos simultáneos: uno de desarrollo económico y otro de mejor inserción internacional en el sistema. Granato (2010, 2014) recuerda que el argentino Juan Carlos Puig (1986) y el brasileño Hélio Jaguaribe (1975), llamados “realistas de periferia”, trabajaron la importancia de ese “binomio desarrollo-autonomía” en el proceso de integración de América del Sur: política interna de promoción del desarrollo nacional y política externa altiva y soberana. Por eso, para Sarti (2011, p. 218), la integración se postula como un intento de salir de ese “lugar periférico” del capitalismo.17
A su vez, Padula (2013, p. 32) presenta los dos ámbitos, pero utiliza otra nomenclatura. Considera los llamados “objetivos políticos internos”, asociados con el aumento del poder del Estado “hacia dentro”, y los “objetivos políticos externos”, vinculados con la mejora de la posición en el sistema internacional, la llamada “dimensión geopolítica”. El autor prefiere trabajar con el binomio seguridad-desarrollo y, siguiendo una perspectiva realista, sugiere que los Estados ingresan en iniciativas integradoras con la finalidad de ampliar “sus ganancias económicas, su poder relativo en relación con otros Estados de fuera de la región y su proyección política en el sistema internacional”.
Otros autores complementan ese planteamiento. Messias da Costa (2009, p. 3) habla de la posibilidad de una “concertación política interestatal con miras a una estrategia de mutua protección ante potenciales amenazas externas” y “una política de bloque que permita a esos países actuar en mejores condiciones en un ambiente de creciente competencia internacional”. Carmo (2012, p. 304) indica que “la integración regional debe ser un instrumento del desarrollo y fortalecimiento de la soberanía y la independencia de los países”. También Gonçalves (2011, p. 139) afirma que “la integración regional se eleva como instrumento indispensable para el desarrollo nacional en la época del capitalismo globalizado”. La autonomía decisoria sería, de esa manera, según Cervo (2003, p. 13), el presupuesto para la superación de la asimetría capitalista vía promoción del desarrollo.
No obstante, diversos autores convergen al concluir que pueden ocurrir dos tipos de integración: una “integradora” y otra “desintegradora” (Prebisch, 1982; Cano, 2000; Paradiso, 2009; Medeiros, 2010; Padula, 2010). Uno de los caminos sería una “integración de mercados”, ejecutada por las oficinas comerciales de las empresas en busca de mejores negocios. La segunda opción, mucho más compleja, sería una “integración estratégica” o “progresiva”. Esa fundamentación conceptual tiene como punto de partida los trabajos seminales de Prebisch (1982, p. 343), sobre la “necesidad imperiosa de formas progresivas de integración económica”. El proceso debería tomar en consideración a las grandes asimetrías dentro de la región y tomar en cuenta los diferentes grados de desarrollo de los países involucrados.
Siguiendo con lo propuesto por el economista estructuralista argentino, Medeiros (2010, p. 84) sugiere la existencia de “dos caminos posibles para alcanzar la integración regional”. La primera alternativa sería el llamado “modelo neoliberal de integración”, que busca avanzar vía liberalismo económico y orientaciones del “mercado”. Se sostiene en la “nivelación del campo de juego” y trata a los países desiguales como si fuesen iguales, profundizando los desequilibrios a favor de los más grandes. Esa opción se asocia con la llamada “ley de las ventajas comparativas” y a los supuestos beneficios generalizados de la especialización productiva como forma de garantizar mayor eficiencia en la asignación de recursos, mayor renta nacional y bienestar.
La segunda opción sería el denominado “modelo progresivo de integración”, cuya esencia es compuesta por la adopción de “políticas comerciales estratégicas y compensatorias articuladas a la política industrial y de innovación tecnológica” (Medeiros, 2010, p. 84). En ese caso, se supone la necesidad de crear diferentes reglas para los diferentes socios como forma de deconstruir las asimetrías. En América del Sur, ese camino fue recomendado en los años 1950 por el pensamiento económico de la Cepal, posteriormente rescatado por las propuestas integracionistas de los años 1980 y, últimamente, en el período denominado “posneoliberal” (Veiga & Ríos, 2007).
Según la línea presentada por Prebisch (1982, p. 476), la división regional de la producción debería estar basada en flujos comerciales en el ámbito de cadenas productivas y de partes y componentes industriales. Los países con capacidades industriales más desarrolladas se especializarían en la elaboración de bienes de capital y favorecerían las exportaciones de bienes manufacturados finales de los países menos desarrollados, evitando que las ventajas se concentraran en el primer grupo. Además, habría acciones compensatorias por parte de las economías mayores, por medio de transferencias de recursos y tecnologías, por ejemplo.
La primera vertiente estaría impregnada por las teorías liberales, orientándose, de acuerdo con Padula (2010), a una creciente “transferencia de soberanía del Estado para instituciones supranacionales regionales, que se inserta en la dinámica del mercado global y participa de forma colaborativa con la agenda política presente en las instituciones internacionales”. Esa alternativa podría ser llamada de visión dominante, hegemónica, o promotora de un proyecto asociado-dependiente de integración. Ese camino se alimenta conceptualmente del “Proyecto de Paz Universal entre las Naciones” del Abade de Saint-Pierre (1658-1743), pasando por los postulados del liberalismo económico de los británicos Adam Smith (1723-1790), David Ricardo (1772-1823) y John Stuart Mill (1806-1873) y del francés Jean Baptiste Say (1767-1832).
La “visión dominante”, además, asume las ideas del francés Charles de Montesquieu (1689-1755), para quien la paz es el efecto natural del comercio, y del prusiano Immanuel Kant (1724-1804), crédulo en una posible “paz perpetua”. Manifestando la ideología iluminista -de hombres que estaban cuestionando soberanos y luchando en contra del poder divino de los reyes, contra el absolutismo y el mercantilismo- los exponentes de esa vertiente sugieren una relación directa entre democracia, libertad de comercio y paz. Al mismo tiempo, el intervencionismo y el proteccionismo estarían asociados con la guerra. En el siglo XX, la visión funcionalista de David Mitrany y la neofuncionalista de Ernest Hass refuerzan la tradición liberal de las relaciones internacionales.
Después del fin de la URSS y de la victoria del campo capitalista en la Guerra Fría, esa vertiente ganó dimensiones todavía más amplias, con las pretensiones de un mundo sin fronteras o de una sociedad global,18 bajo el reinado de la democracia, la paz y la libertad. Ese nuevo mundo sería coordinado y regulado por instituciones supranacionales. Los documentos “Regionalismo abierto” de la Cepal (1994) -que reniega el pensamiento estructuralista e industrialista- y “Nuevo regionalismo” del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) (2003) son muy claros elementos de esa vertiente. Para Padula (2010), dichos escritos refuerzan la defensa de acuerdos de libre-comercio; del papel limitado y decreciente del Estado; de la promoción de instituciones supranacionales; de la fuerte influencia de las inversiones privadas y extranjeras; de una visión descentralizada de planificación; de Bancos Centrales autónomos o independientes; y de creación de una moneda única. Además, la visión dominante incorpora interpretaciones idealizadas sobre el proceso europeo de integración, sugerido como un modelo. En ese sentido, son aceptadas las proposiciones de Béla Balassa (1961) como referencia para medir el grado de avance o de éxito de la integración económica. Al inicio de la década de 1960, el economista húngaro sugirió una tipología con etapas sucesivas para la integración.
El segundo camino posible para la integración regional admite que en el sistema internacional existen relaciones conflictivas y jerarquías en la disputa por el poder y la riqueza. No obstante, interpreta que con la integración los países buscan, en última instancia, alcanzar mayor proyección e influencia, más autonomía político-estratégica y la superación de las vulnerabilidades interna y externa (Padula, 2013, p. 32). Esa alternativa puede ser denominada como un proyecto periférico contestador al centro. La integración contestadora puede ser una herramienta poderosa, políticamente concebida, para una mejor inserción internacional.
En el caso de esa vertiente, se funden dos perspectivas: una, en el campo de las relaciones internacionales, que se apropia del realismo, y otra, en el campo de la economía política, que asume al estructuralismo. Los objetivos de la integración serían el desarrollo de las fuerzas productivas; la reducción de la vulnerabilidad externa y de la dependencia (económica-comercial, financiera y tecnológica; política, militar y cultural); y la obtención de mayor autonomía y proyección dentro del sistema. Así, la integración respondería a una decisión y a una acción política de los Estados nacionales, que deberían estar cada vez más basadas en el rescate y en la afirmación de una identidad propia y en un creciente proceso interno de democratización y participación política.
El papel del líder en el proceso de integración regional
La integración regional requiere de un “agente integrador”. Por eso, sería oportuno que, en última instancia, por lo menos uno de los países asumiera los costos materiales o simbólicos del proceso. Medeiros (2010, p. 95) apunta que “una región que es económicamente heterogénea requiere que la economía de mayor tamaño juegue el papel de locomotora en el proceso de integración regional”. Para sostener su afirmación, toma como base los casos históricos de integración en Europa, Asia y América del Norte. Independientemente de la orientación de aquellas asociaciones, si “progresivas” o “neoliberales”, su argumento refuerza las consecuencias positivas de contar con un país regional que asuma los costos del proceso integrador.
Al tratar de las características “del líder y del guía de un sistema de alianzas y acuerdos de variado alcance”, Moniz Bandeira (2008, p. 10) considera que ese país debe poseer destacada presencia en variables como extensión territorial, población, poder económico y poder militar. Ciminari (2009, p. 131-138) considera que “cuando se producen instancias de cooperación entre países de una misma región, suele haber un Estado o un grupo de ellos que impulsan todo el proceso y toman a su cargo las resistencias y contratiempos que pudieran surgir de él”. La misma autora recuerda que existen “países capaces de establecer una cierta estabilidad al interior de las regiones en las cuales se encuentran. Sus características económicas, políticas y diplomáticas permiten que sean considerados como países claves (key nations)”. Malamud (2013, p. 238) también habla en un paymastering. Se trata de la “capacidad y voluntad de uno o más actores -generalmente los Estados-miembros- de pagar una parte desproporcional del costo exigido por el emprendimiento regional”.
En otro trabajo, Medeiros (2008, p. 223) considera que la función de los países mayores en un proceso de integración es comprar cada vez más de los menores. Para ejercer ese papel de motor, líder, referencia o locomotora, la economía más grande necesita obligatoriamente crecer. Otro punto fundamental está relacionado con las inversiones y los financiamientos que el país más fuerte debe proporcionar a los vecinos, por medio del comercio, de préstamos o la aplicación directa de recursos en las economías de menor porte. También valen las observaciones de Padula (2010, pp.78-79):
Cuando la integración reúne países periféricos con significativas asimetrías (políticas, económicas, comerciales, tecnológicas, etc.), las ventajas políticas y económicas conjuntas dependen de la postura particular del(os) país(es) de mayor peso político y económico... Características geográficas, históricas, políticas, económicas, e incluso culturales y antropológicas, revelan en algunos países la potencialidad -una suerte de “vocación” - para el poder y para ser potencia regional. Defendemos que las mismas características, traducidas en mayor peso político y económico relativos en la región, revelan una vocación para el liderazgo regional. En una región puede existir más de un país cuyo peso económico y político son importantes para el proceso de integración. Y, sin duda, existe por lo menos un país cuyo peso y postura política y económica son cruciales e imprescindibles para dirigir el proceso. El crecimiento económico de ese país y sus efectos sobre la región explican en gran parte la forma de liderazgo político regional ejercido... Debemos advertir que para un liderazgo ser ejercido en una dirección deseada, además de la potencialidad o “vocación” para ser líder, es necesaria la voluntad de ejercerla, revelada en una amplia estrategia para la región.
El párrafo anterior expone el papel que debería ser desempeñado por el país que vislumbre asumir la responsabilidad de liderar el proceso de integración. Trata de la necesidad de que haya ventajas y ganancias conjuntas, tanto políticas como económicas, que necesariamente deconstruyan las asimetrías. No obstante, el autor fue claro al considerar que no basta tener potencialidad para liderar; es necesaria una voluntad que sea explicitada por una estrategia.19 Más recientemente, el autor fue más enfático:
Se parte del presupuesto de que para haber un proceso integracionista cohesionado, y para detener la proyección de poder de las potencias externas, es necesario que haya la presencia de una potencia líder regional con capacidad y voluntad política de promocionar una agenda de integración, seguridad y desarrollo regional para los países de la región -asumiendo un proyecto regional, en el cual se concreticen compromisos, obligaciones y beneficios materiales, asociados a un conjunto de ideas coherente que cemente una agenda regional, que sea capaz de atraer a sus vecinos (Padula, 2013, p. 31).
En el fragmento a continuación, Fiori (2011, p. 26) presenta su interpretación sobre las variadas formas de desempeñar el liderazgo regional. Además, sugiere una expresión bastante representativa del necesario esfuerzo del líder. Propone que no alcanzaría con poseer un territorio extenso, una población numerosa, una economía pujante y fortaleza militar sin tener una ininterrumpida “voluntad estratégica”. Afirma que
Un país puede proyectar su poder y su liderazgo, fuera de sus fronteras nacionales, por medio de la coerción, la cooperación, la difusión de sus ideas y valores, y también, con su capacidad de transferir dinamismo económico para su “zona de influencia”. Pero en cualquier de los casos, una política de proyección de poder exige objetivos claros y una coordinación estrecha, entre las agencias responsables por la política externa del país, incluyendo la diplomacia, la defensa, y las políticas económica y cultural. Sobre todo exige una “voluntad estratégica” consistente y permanente, o sea, una capacidad social y estatal de construir consensos en torno a objetivos internacionales de largo plazo, junto con la capacidad de planificar e implementar acciones de corto y mediano plazos por medio de las agencias estatales, y en conjunto con los actores sociales, políticos y económicos relevantes.
El principal atributo del líder del proceso de integración sería la capacidad de representar, lo máximo posible, a los intereses del conjunto de países reunidos. Cada uno de los Estados nacionales que participan del proceso cooperativo debería sentirse beneficiado no solamente con la integración, sino también con el papel desempeñado por el país que ejerce la función de locomotora. Con relación al escenario suramericano, es posible enumerar algunas preocupaciones principales con relación al papel de Brasil como líder del proceso de integración regional (Severo, 2019, p. 333).20
La primera es que la economía brasileña ha crecido muy poco, mucho menos que casi todas las otras once economías de América del Sur, en los últimos 25 años. La única peor fue la pequeña Guyana. La segunda preocupación es que Brasil acumula grandes saldos comerciales, aunque decrecientes, con todos los vecinos, excepto con Bolivia. Uno de los avances verificados entre los años 2003 y 2014 fue la visible disminución de las asimetrías comerciales entre Brasil y los demás países, fenómeno que volvió a deteriorarse desde 2015. El tercer motivo para alarmarse es que, pese a las posibilidades de complementación comercial y productiva, no existe una división regional de la producción. El peso relativo de la región en el comercio total de Brasil se mantiene bajo, cerca del 15 %. Sin duda, esa participación podría ser todavía menor de no haber existido políticas públicas de acercamiento con las demás economías. No restan dudas de que la presencia de China, verificada desde hace poco más de una década, dificulta y complica la integración regional. Otro limitante es que los intercambios comerciales más bien reflejan la lógica de las Cadenas Globales de Valor (CGV).
La cuarta constatación es el bajísimo peso de las Inversiones Extranjeras Directas (IED) de Brasil en América del Sur, que siquiera alcanzan un 6 % del total dirigido al mundo. Del montante global de IED, Brasil representa cerca del 1 % (Severo, 2015, p. 261). Es decir, no cabe dudas sobre la inexistencia de una política estatal para promocionar el IED brasileño adentro o afuera de la región. Hace años que la función de mayores inversionistas suramericanos viene siendo ocupada por Chile y, poco a poco, por Colombia (Cepal, 2014, p. 10). La última preocupación se trata del limitadísimo papel desempeñado por el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), una de las mayores instituciones financieras del planeta, como promotor de préstamos para la integración. Aunque apoye a algunos importantes proyectos de infraestructura en países vecinos, iniciativas estimuladas sobre todo entre 2004 y 2008, claramente esa jamás fue una acción prioritaria del banco.
Consideraciones finales
Este artículo parte de la idea de que existe un sistema internacional jerárquico, expansivo y en permanente cambio desde el siglo XV. La jerarquía se expresa en una estructura constituida por un centro, una semiperiferia y una periferia. La expansión del sistema es intrínseca a su existencia, que surge, crece y se alimenta de la compulsión de las unidades nacionales por acumular poder y riqueza. Sin embargo, pese a esas características, para algunas unidades nacionales existe la posibilidad de movilidad.
Dicho movimiento depende de variables internas, como las capacidades materiales y simbólicas de las unidades nacionales, y de variables externas, como las oportunidades o brechas abiertas por la coyuntura internacional. Además de la convergencia de esas condiciones, el esfuerzo por moverse jerárquicamente requiere de una voluntad estratégica, empujada por coaliciones de poder decididas a ejecutar estrategias de catch-up. Dicho camino sería viable por medio de la marcada intervención estatal y por la adopción de políticas que guarden distancia del liberalismo económico.
Es posible considerar que en los primeros años del siglo XXI se fortaleció la consolidación de la multipolaridad en el sistema internacional, aunque Estados Unidos mantenga su rol de potencia hegemónica. Se estarían abriendo ventanas de oportunidad para que los países semiperiféricos, o una coalición de ellos, sea los Brics o América del Sur, se organicen en la búsqueda por mayores posibilidades de desarrollo de sus fuerzas productivas, en el ámbito interno, y por proyecciones más autónomas y soberanas en escenario mundial, en el ámbito externo. La asociación entre países puede considerarse como una posible salida común para su condición periférica.
No obstante, se hace necesario plantear que la integración puede tener efectos integradores o desintegradores. Eso dependerá, en última instancia, del papel ejercido por el líder del proceso. No basta tener capacidades materiales y simbólicas suficientes en un escenario favorable para la contestación a la jerarquía del sistema. Es fundamental una voluntad estratégica expresada en políticas y acciones claras, perdurables en el tiempo, que sostengan el empuje. La mayor economía necesitaría crecer para impulsar a las menores y para poder promocionar la deconstrucción de las asimetrías. La supuesta locomotora debería comprar bastante de los vecinos, realizar abultadas inversiones en sectores clave, conceder financiamientos en muy buenas condiciones e, incluso, aplicar recursos a fondo perdido. Con relación al escenario de América del Sur, se observa que incluso con las potencialidades de Brasil, y a pesar de algunos avances entre 2003 y 2014, el país no viene ejerciendo rol de líder. El cuadro es complejo debido a muchos factores: la larga parálisis económica, el bajo comercio intrarregional, la ausencia de una división regional de la producción, el control de las CGV por parte de grandes empresas, el limitado peso del IED brasileño, el pequeño rol del BNDES y la creciente presencia china.