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Estado & comunes, revista de políticas y problemas públicos

versión On-line ISSN 2477-9245versión impresa ISSN 1390-8081

E&c vol.1 no.6 Quito ene./jun. 2018

https://doi.org/10.37228/estado_comunes.v1.n6.2018.74 

Articles

Política y antipolítica: entre los gobiernos progresistas y el giro conservador en América Latina

Politics and anti-politics: from the progressive governments to the conservative turn in Latin America

Ibán Díaz Parra1 

Silvina María Romano2 

1Investigador posdoctoral de Plan Propio I+D+i, Departamento de Geografía, Universidad de Sevilla , España, ibandipar@gmail.com

2Investigadora asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, Universidad de Buenos Aires, Argentina, silvinamceleste@gmail.com


Resumen

El giro conservador en algunos países en América Latina, que han acogido a gobiernos progresistas, se ha caracterizado por un discurso y unas prácticas que parecen perseguir el vaciamiento de los contenidos políticos conflictivos de las instituciones y la opinión pública. El presente artículo plantea la existencia de una tendencia en el neoliberalismo que cohíbe los contenidos políticos por medio de la represión o una gestión progresivamente técnica y empresarialista del Estado. A esto le denominamos estrategias antipolíticas duras y blandas, respectivamente. Este artículo valora el efecto politizador que han tenido los gobiernos progresistas mediante una serie de viñetas geopolíticas. Se concluye que, aunque el carácter antipolítico del actual giro conservador prueba la capacidad politizadora de los gobiernos progresistas, los contenidos apolíticos se encuentran presentes también en estos últimos, y corren el riesgo de hacerse preponderantes en un contexto de regresión de la izquierda en la región.

Palabras claves: pospolítica; ideología; filosofía política; neoliberalismo; gobiernos progresistas

Abstract

The conservative turn in some countries that previously had progressive governments, is characterized by discourses and practices oriented to empty the political conflict contents of institutions and public opinion. The following article exposes the existence of a neoliberal trend that suppresses the political contents through repression or by means of a growing technical and managerial approach about state. This is what we call hard and soft anti-political strategies. The text recognizes as a positive aspect the politicization effect that characterized progressive governments, which is presented through some geopolitical sequences. We conclude that even though the current anti-political character of conservative governments demonstrates the politicization capacity of progressive governments, this anti-political content is also present at the latest. Even more, in a context of lapse of the left along the region, there is the possibility for those anti-political aspects to gain a leading role.

Keywords: anti-politics; ideology; political philosophy; neoliberalism; progressive governments

Introducción

Desde principios del año 2016, buena parte de los medios de prensa y think tanks hegemónicos, sumados a una porción de la izquierda autonomista declararon (celebraron) apresuradamente el fin del ciclo de los gobiernos progresistas,1 a raíz del giro conservador de dos gobiernos de los Estados con más peso de este bloque regional latinoamericano: Argentina y Brasil. Desconocemos por el momento si es el fin, ya que esa tarea de interpretación merece algo más de distancia histórica. De lo que no hay duda es de que nos encontramos en un momento político clave en la región, para los gobiernos progresistas, como para el conjunto de la izquierda y para el conjunto de la población.

Estos gobiernos han suscitado un fuerte rechazo de las élites locales, de las organizaciones reguladoras del capitalismo global y de las principales potencias occidentales. ¿A qué se debe la oposición suscitada por estos gobiernos? Consideramos que la importancia de los gobiernos progresistas en América Latina obedece en buena medida a que se han constituido en uno de los pocos poderes geopolíticos que ha realizado una política antagonista y desobediente, de cara al orden internacional posterior al derrumbe del bloque soviético. Nuestro argumento es que la relevancia del desafío de los gobiernos progresistas viene dada por ser una contestación a la idea de fin de la historia del capitalismo posmoderno, que es el fin de las ideologías, el fin de las utopías y, en definitiva, el fin de la política. El auténtico valor de la experiencia, en conjunto, a pesar de las enormes diferencias entre los diferentes países que entran dentro de esta denominación, ha sido la posibilidad de repolitizar la sociedad y el Estado, tras una ofensiva que continúa y que se dirige al vaciamiento de los contenidos políticos en favor de una gestión eficiente y desapasionada de las instituciones.

Esa tendencia caracterizó a la década de 1990 y caracteriza en la actualidad la acción de los gobiernos actuales de Argentina y Brasil. Frente a esto, en un primer momento, la experiencia de los gobiernos progresistas consiguió restituir el vínculo entre los movimientos de base y las instituciones políticas del Estado, a pesar del desgaste continuo que ha sufrido esta relación en la última década. En su práctica, estos gobiernos otorgaron un rol protagónico al Estado, recuperando su rol como redistribuidor de recursos y su capacidad de imponer su soberanía frente a los agentes del capitalismo global. Para esto, y frente a la utopía liberal de la sociedad gestionada por agentes económicos autónomos, optaron por imponer una regulación y un orden político sobre la economía.

Si el nombre de la ideología dominante en el capitalismo global es el neoliberalismo, la forma política que adopta su dominio es la del exilio radical de cualquier antagonismo que se presente en dicha esfera. Desde la filosofía política crítica, que aspiraba a superar los aparentes callejones sin salida en los que había acabado la economía política, se encontraron de bruces en los años 1990 con lo que denominaron una ‘situación pospolítica’. La separación estratégica de lo político y la política sirven para señalar la caracterización de esta última en las democracias liberales como un cascarón burocrático y técnico perfectamente armado, que tiende a adoptar las formas de gestión empresarial. La imposibilidad de la transformación social ya no viene dada, tanto por un gigante burocrático y militar, sino que el techo de cristal lo forman el consenso sobre el libre mercado, la democracia liberal y el multiculturalismo.

Más allá de eso, cualquier planteamiento superador del capitalismo se convierte en impensable. Reutilizando la figura ya usada por Jameson (2015) y Zizek (2011), es posible pensar el fin del mundo en cuanto resultado de múltiples tipos de catástrofes globales, como dan evidencia los estrenos en cualquier cine local, pero un cambio mucho más sencillo en los modos de producción y distribución de los recursos se hace impensable. Nuestra propuesta es que la región no se encuentra en una situación pospolítica, pero sostenemos que existen estrategias políticas orientadas a vaciar la sociedad de sus contenidos propiamente políticos, esto es una política antipolítica.

¿Hasta qué punto suponen los gobiernos progresistas una reversión de las prácticas antipolíticas del neoliberalismo? ¿Qué elementos antipolíticos están presentes en estos gobiernos? ¿Qué implica la nueva coyuntura geopolítica respecto de esta problemática? El presente texto no se basa en un estudio de caso al uso, sino que busca plantear una discusión sobre ideología dominante y eliminación del horizonte de cambio político en relación con los procesos políticos de cambio asociados con los gobiernos progresistas en América Latina. El escrito atraviesa varias cuestiones claves de la problemática tratada apoyándose en una casuística que procede de la revisión de investigaciones y materiales desarrollados por los autores (Romano y Díaz, 2016; Díaz, Roca y Romano, 2016) y que son utilizados a modo de viñetas geopolíticas que permiten ilustrar y profundizar sobre las cuestiones planteadas. Esta metodología es tributaria del recurso habitual de las viñetas etnográficas, en la cual las narraciones de situaciones y eventos, en cuanto extractos de etnografías, sirven para ilustrar ideas y debates (Velasco y Díaz de Rada, 2006). De igual forma, aquí se sintetizan los análisis geopolíticos que sirven de ilustraciones extraídas de la diversa y compleja casuística que supone la cuestión de los gobiernos progresistas, sus antecedentes y su actualidad.

El artículo comienza problematizando el propio concepto de política y los contenidos propiamente políticos de las instituciones, retomando los debates de la filosofía política, desde una lectura crítica de sus conceptos que se apoya en mayor medida en autores latinoamericanos como Echeverría (1998), Larraín (2007) y García Linera (2015), así como la crítica que realiza Slavoj Zizek (2011) respecto de la despolitización de la economía en cuanto elemento central de la ideología dominante. A continuación, se plantea la aplicación de prácticas políticas orientadas a la eliminación de contenidos políticos en América Latina, rasgo distintivo de la implantación del neoliberalismo en la región desde la década de 1970. Se evalúa en qué medida supone una reversión de estas tendencias el giro que implicaron los gobiernos progresistas, en cuanto a politización de las instituciones del Estado y de la economía. Finalmente, se plantea la relación del giro políticamente conservador con el desarrollo y extensión de discursos y prácticas antipolíticas.

El artículo concluye que uno de los principales logros de los gobiernos progresistas ha sido precisamente conseguir una cierta repolitización de la sociedad. Una prueba fundamental de esto sería la reacción violentamente antipolítica, mediante distintas estrategias que marcan el giro conservador reciente. Asimismo, se señala la existencia de patrones antipolíticos, propios de la asimilación de la ideología dominante dentro de los propios gobiernos progresistas, y la amenaza de una intensificación de esta tendencia dentro de un realismo de izquierda que se erige frente a las derrotas electorales más recientes y que se postula como alternativa para garantizar una ‘gobernabilidad’. El trabajo aporta una perspectiva de una problemática propia de la geopolítica y las ciencias políticas, introduciendo la problemática de pospolítica, poco frecuente en la producción sobre el tema en América Latina. La intención es superar la tendencia fuertemente economicista que ha teñido el debate, desde una supuesta postura de economía política que se desentiende rápidamente de lo político. Al mismo tiempo, aporta una crítica al concepto de pospolítica desde la teoría de la ideología, y propone la idea de estrategias antipolíticas, como prácticas materiales y discursivas orientadas a producir un cierre ideológico del abanico de posibilidades de transformación política en una determinada sociedad.

Pospolítica e ideología

La idea de una política antipolítica parece una contradicción en sí misma. ¿Es posible que la forma política que traen los nuevos gobiernos conservadores de la región sea precisamente una forma antipolítica? ¿Es posible que se estén utilizando las instituciones políticas para eliminar los contenidos políticos de la sociedad? La clave del problema podría hallarse en una diferenciación bastante común en la filosofía política entre ‘la política’ y ‘lo político’. Siguiendo a Bolívar Echeverría (1998) en un trabajo que dialoga con esta disciplina, podríamos entender la política como el conjunto de instituciones y mecanismos políticos aceptados por una sociedad: la política de los políticos profesionales. Entretanto, lo político sería el contenido sustancial de la política, la capacidad de decidir sobre los asuntos de la vida en sociedad, de fundar y alterar la legalidad que rige la convivencia humana y dar forma a la sociabilidad humana, a un orden socioespacial, al conjunto de relaciones socioecológicas.

La distinción cobra una especial urgencia para Echeverría en la medida en que existe una tendencia de la política institucional a fagocitar todos los contenidos políticos. Este pensador recurre a la idea de la existencia de distintas esferas políticas en constante interacción: las instituciones que conforman el Estado, las relaciones mercantiles de la sociedad civil y las políticas de la comunidad natural. Sin embargo, existiría una tendencia a identificar el Estado como el único ámbito legítimo de la política. De esta forma, llegamos al problema que podríamos denominar del fetiche del Estado, como un tipo de operación ideológica en el que lo político se convierte en monopolio exclusivo de la política. Lo político se reduce así a la gestión política pragmática. Una Política -con inicial en mayúscula- separada de lo que es considerado lo social, lo cultural o lo referente a ‘la sociedad civil’. Esta separación es una operación típica del discurso liberal, siempre preocupado por ceñir la política a unos límites estrictos que garanticen el orden social. La política liberal, en última instancia, siempre se pone por objetivo la eliminación en la práctica de esta dimensión característica de la vida humana que es la capacidad de cambiar la forma de la sociabilidad humana (Echeverría, 1998: 79-80).

Aquí postulamos que el problema principal y actual con relación a lo anterior, es el de una política que adopta objetivos antipolíticos. ¿Qué entendemos por antipolítica aquí? Se trataría de un conjunto de estrategias de clase, prácticas y discursos políticos orientados de vaciamiento de todo contenido político de las instituciones sociales. Esto implica el desarrollo de estrategias dirigidas a atenuar y ocultar el conflicto y el antagonismo entorno a las distintas posibilidades de ordenar la sociedad. El objetivo es eliminar la posibilidad del momento político por excelencia, lo que Echeverría (1998) denomina el momento extraordinario de la política, que abre en mayor o menor medida la posibilidad a la transformación de la sociedad: la guerra, la crisis, la revolución, entre otras. La antipolítica reduciría lo político a su momento pasivo, reproductivo y fundamentalmente apolítico, de gestión de los acuerdos, las reglas, el orden general adoptado en un determinado momento por la sociedad. Esta cuestión no parece necesariamente nueva y recuerda al menos a dos debates teóricos de cierto calado: en primer lugar, las discusiones sobre la pospolítica en la filosofía política crítica; y en segundo lugar, la cuestión de la ocultación trae a colación el viejo debate de la ideología en términos marxistas y negativos.

Los términos de pospolítica o posdemocracia se comienzan a utilizar desde la filosofía política de izquierda para referir la situación producto del declive y posterior derrumbe del socialismo real, en el que se produce un consenso en torno al marco incuestionado de la democracia representativa, la economía de libre mercado y el liberalismo cosmopolita. Para Mouffe y Laclau (2004), lo político es la dimensión del antagonismo constitutivo de todas las sociedades humanas, mientras que lo pospolítico sería un orden hegemónico en el cual la dimensión antagonista de lo político se encuentra reprimida. En esta situación el componente de conflicto y disputa en torno al orden social, que se identifica con ‘lo político’, es progresivamente ‘colonizado’ por la política, entendida como un mecanismo tecnocrático. En la pospolítica, los conflictos y antagonismos se verían reducidos a problemas que deben ser manejados por expertos y legitimados mediante procesos participativos prediseñados en los cuales el espectro de posibles resultados está predefinido y limitado (Wilson y Swyngedou, 2015).

Slavoj Zizek (2011) se introduce en el debate planteando que lo que los filósofos denominan pospolítica sería el cierre del horizonte de la lucha de clases, como antagonismo político consustancial al capitalismo, de tal manera que el orden social existente se convierte en el único posible. A nivel simbólico, los mecanismos institucionales de la economía global sustituirían las viejas estructuras políticas, como el Estado-nación, lo que podría entenderse como una reducción de lo político a lo económico. De modo que el problema aquí no es tanto el problema del fetiche del Estado como el de la “protopolítica de la sociedad burguesa”, la subordinación de la política a la economía, imponiendo a la vida estatal una reducción del horizonte según la cual “la preocupación por la vida de la comunidad coincide con la preocupación por la acumulación de los capitales” (Echeverría, 1998: 92). Esta subordinación de la política a la economía requiere cortar o invisibilizar los lazos que unen a ambas, de tal manera que la economía de mercado se naturalice como una realidad inevitable. Así, para Zizek (2011) la despolitización de la economía es la fantasía fundamental de la pospolítica posmoderna, por lo que un acto propiamente político en la actualidad debería implicar una repolitización de la economía (216).

Finalmente, lo que la filosofía política está refiriendo como pospolítica no es otra cosa que una situación de victoria y predominio del neoliberalismo. Y la operación fundamental del neoliberalismo no es acabar con cualquier disputa, solo con la que considera fundamental, que es el orden indiscutido de la propiedad privada y la economía de mercado. ¿A caso no es la operación fundamental del neoliberalismo la despolitización de la economía allá donde se ha implantado? ¿Pero qué es el neoliberalismo sino uno de los nombres que actualmente se da a la ideología dominante?

Los filósofos que lideran el discurso de la pospolítica son por lo general posalthusserianos que han tendido a abandonar la economía política en favor de la filosofía política. La negación de la filosofía política por los marxistas habría sido su gran error que está relacionado con las típicas acusaciones de reduccionismo economicista (Laclau y Mouffe, 2004). En realidad la filosofía política crítica francesa, huyendo del economicismo marxista, asume un legado y una posición política liberal (Larraín, 2010). Implica asumir el vasto continente de la filosofía política como lo caracterizaba Jameson, como un mercado ideológico en el cual- como en un enorme sistema combinatorio- están disponibles todas las variantes y combinaciones posibles de valores, opciones y soluciones políticas, con la condición de que pensemos que tenemos la libertad de elegir entre ellas. Como si la ética, los valores o la opinión política pudieran modificarse libremente y de forma independiente a los comportamientos y al funcionamiento del sistema. Por el contrario, la teoría de la ideología típicamente marxista excluye este carácter opcional de las teorías políticas (Jameson, 2015: 18-19).

¿En qué consiste la ideología dominante? Coincidimos con Larraín (2007) en que, a pesar de la generalización de la crítica ideológica que supone el posestructuralismo, la crítica de la ideología dominante típicamente marxista puede ser útil para desenmascarar los procesos de legitimación y naturalización de un orden social a partir de la ocultación de contradicciones y conflictos. Es más, creemos que hoy día tiene más sentido que nunca. La ideología en su sentido crítico y negativo sería una expresión de las relaciones sociales dominantes, que son aquellas del sistema capitalista. La expansión del capitalismo secreta ideología. Los intereses y las lógicas del capital deben ser representadas como las únicas racionales y universalmente válidas y deben ser reproducidas por todos los grupos sociales para que el sistema funcione de forma efectiva. Su operación básica sería una inversión mediante la cual las contradicciones básicas del sistema capitalista aparecen como su opuesto. Esta esfera de las apariencias por excelencia se constituiría en la relación de mercado y la competencia en la sociedad capitalista (ibid).

El mercado capitalista es la apariencia inmediatamente evidente que oculta las relaciones sociales de producción. En él se opera una inversión fundamental: lo que es falta de libertad e injusticia aparece como libertad de consumir e igualdad entre consumidores. Como decía Marx, la órbita de circulación y cambio de mercancías sería “el verdadero paraíso de los derechos del hombre. Dentro de estos linderos solo reinan la libertad, la igualdad, la propiedad y Bentham [...] la única fuerza que los une y los pone en relación es la fuerza de su egoísmo, de su provecho personal, de su interés privado” (Marx, 1965: 111). No obstante, bajo la apariencia ideológica de la libertad del mercado se esconde la sustancia de la explotación capitalista y del cuerpo social dividido en clases. El resultado del procedimiento ideológico es que deja de ser necesaria la abolición práctica de esta contradicción, implica renunciar a la idea de la propia contradicción, a la existencia de clases sociales antagónicas, lo que lleva a la ‘canonización del mundo’, a la reproducción del statu quo al servicio de los intereses de la clase dominante (Larraín, 2007: 72).

La implantación de la ideología dominante es un proceso dinámico. La expansión del capitalismo produce un reemplazo progresivo de la socialización comunitaria por la socialización mercantil: un individuo constituido como propietario privado, incluso si lo es solo de su fuerza de trabajo, que acude al mercado en igualdad de condiciones legales con otros propietarios. El mercado mundial implicaría la interpenetración mediante unos términos de equivalencia de los mercados más lejanos y desconocidos, la equiparación e intercambio de valores de usos distintos, la presencia del otro. El mercado mundial universaliza a los individuos en calidad de miembros del género de los propietarios privados a todos los habitantes del planeta (Echeverría, 2013: 154). De ahí la interesante idea del proceso ideológico como un encerramiento (enclousure) de los sujetos colectivos, con todas sus potencialidades políticas, en la forma individual del propietario y el consumidor (Dean, 2016).

La percepción dominante de las relaciones sociales en el capitalismo ha cambiado radicalmente en el mundo actual, aunque es cuestionable que la ideología haya perdido efectividad como mecanismo de ocultación. Más bien, lo contrario ha sucedido. Larraín (2010) apunta cómo el posmodernismo y el posestructuralismo cuestionaron el uso de la ideología, principalmente porque los teóricos contemporáneos han tendido a pensar el mundo como profunda e inescapablemente de carácter ideológico. No obstante, si para algunos la ideología habría perdido eficacia en su función naturalizadora y ocultadora, la realidad parecería postular lo contrario. Nunca ha sido más evidente la fuerza de la ideología como en un mundo sin ideologías, donde cualquier alternativa al sistema de libre mercado se vuelve prácticamente impensable. Mientras el posestructuralismo se dedicaba a batir ideologías, la ideología dominante se hacía más fuerte e invulnerable a cualquier crítica, en la medida en que se ancla en toda práctica, al tiempo que elude el ámbito del discurso, ocupado por una opinión cínica y escéptica sobre cualquier posibilidad de verdad (Jameson, 2015). En otras palabras, la tan repetida ‘desaparición de los metarrelatos’ no es más que la sustitución del ‘gran relato de la emancipación’ por un metarrelato de la resignación (García Linera, 2015: 31).

Así, en el capitalismo contemporáneo, las fuerzas unificadoras del capitalismo avanzado se han vuelto tan omnipresentes que se vuelven invisibles. En fases anteriores, cuando el capital era menos completo e intermitente, podía ser también más identificable. Hoy día la ideología del mercado es prácticamente omnipresente y su éxito y su omnipresencia garantiza su invisibilidad, su naturalización.

¿Qué relación tiene la ideología dominante con la antipolítica? Podríamos afirmar que todo. La antipolítica es una acción que intenta reinstaurar los efectos de la ideología dominante en un contexto histórico en el que la conciencia se ha abierto a la posibilidad de distintos proyectos de sociedad. Persigue el vaciamiento del contenido político de las instituciones y la esfera pública de la política, donde se instala una concepción puramente técnica y de la buena gestión del Estado mediante el que se pretende eludir el conflicto de clase consustancial a la sociedad capitalista. Las estrategias antipolíticas marcan con su éxito el regreso triunfal de la ideología que no dice que es ideología, de la ideología que se viste con los ropajes del sentido común. La generalización de la actividad antipolítica sería parte fundamental de la implantación del neoliberalismo, como consenso respecto de cuáles son los aspectos que se pueden tratar políticamente en la sociedad y cuáles quedan excluidos (la economía de libre mercado).

Existe la idea (ideológica) que la ideología tendría que ver más con el socialismo que con otra cosa. Que la ideología es cuestión de utopías. Sin embargo, la utopía es lo contrario de la ideología. La ideología es un sentido común que nos impide ver y plantear la realidad más allá de lo que ya existe. La utopía entendida como un horizonte comunitario viable alternativo que recupere la dimensión heroica de la política (García Linera, 2015: 25, 31) y que resulta imprescindible para romper esa red simbólica coercitiva que nos ata al fin de la historia. Por eso, en términos ideológicos, la pospolítica encuentra su enunciación más popular y difundida en la afirmación del Fin de la Historia, de Fukuyama. El fin de la utopía es en sí mismo utópico y el fin de la ideología es en sí mismo ideológico (Jameson y Zizek utilizan esta figura). Serían un cierre ideológico, un bloqueo que nos previene de imaginar cualquier cambio social fundamental.

Estrategias antipolíticas y neoliberalismo en América Latina

Las estrategias antipolíticas son políticas dirigidas a reprimir lo político, y lo político no es el arte de lo posible, en el sentido de la mejor administración técnica del orden existente, sino, el arte de lo imposible, el arte de la utopía, traer a la realidad el lugar que no existe todavía pero que puede existir. La represión ideológica puede ser la forma más difundida de la antipolítica hoy día, sin embargo, no deberíamos descartar la represión violenta de la utopía. De hecho, podríamos afirmar que el nacimiento del neoliberalismo y el nacimiento de la política-antipolítica en su condición histórica contemporánea, se producen de forma violenta y nace en el Cono Sur.

Lo político requiere de la posibilidad de un proyecto alternativo de sociedad para existir. Desde el siglo XIX el capitalismo se está desarrollando, expandiendo, en conflicto con los modos de producción anteriores. El horizonte de posibilidades políticas ha estado abierto, pero a medida que el capitalismo se ha ido expandiendo y asentando, este horizonte ha ido desapareciendo. Hoy, la sociedad capitalista cubre todo el globo terráqueo. La primera naturaleza y la sociedad rural se alejan inevitablemente bajo el peso de la urbanización capitalista, al tiempo que el mercado se introduce en áreas que le habían sido ajenas hasta ahora (Jameson, 2015). La cuestión es ¿por qué permanece abierto el horizonte de posibilidades políticas? La razón por la que hay una disputa política a lo largo del siglo XX tiene su origen en el movimiento comunista internacional y, en su sintonía, las luchas antimperialistas y anticolonialistas. Esto abre un horizonte de diferentes órdenes sociales posibles y un conflicto político entre los mismos.

En América Latina, ese período se iniciaría con procesos como la Revolución guatemalteca, el Bogotazo y la Revolución boliviana, que desatan unas fuerzas utópicas que alcanzan su momento culmine con la Revolución cubana, que marcaría a partir de entonces el camino de las luchas prosocialistas y antiimperialistas en el hemisferio. El cierre ideológico liberal se quiebra y se abre la posibilidad de transformar el orden establecido durante un período que termina entre las décadas de 1970 y 1980, con las dictaduras militares en el Cono Sur, la contrainsurgencia generalizada en todo el continente, la crisis de la deuda y los consiguientes programas de ajuste estructural. Podríamos hablar aquí de una antipolítica dura, de la represión física y el terrorismo de Estado, que destruyen directamente los potenciales utópicos de la sociedad, y una antipolítica blanda, que opera apoyando la gestión progresivamente técnica de la democracia liberal. ¿Qué diferencias sustanciales y que similitudes existen entre ambas?

La antipolítica que se impone en un principio procede a la eliminación física del enemigo. Se intenta despolitizar el conflicto llevándolo a un extremo por medio de la militarización directa de la política, eliminando al enemigo como un otro sin ninguna base común para el diálogo. El otro en tanto puro exceso de la sociedad que debe ser eliminado (Zizek, 2011: 206). Las dictaduras y la represión en Chile, Uruguay, Argentina y Brasil, al igual la contrainsurgencia y guerra civil desplegada en prácticamente todo el subcontinente, acaban en gran parte con la derrota del partido de la utopía, de tal manera que desaparece la expectativa en una sociedad poscapitalista. Este era el principal objetivo y el principal logro de las dictaduras. Paradójicamente, los Estados policiales más autoritarios y centralizados, controlados por el aparato militar, se dedicarían a desmantelar el propio Estado en favor del capital globalizado. El Estado militar desmantela al Estado como agente con capacidad de intervenir en lo económico y lo social en favor de una clase capitalista global. Además, la virulencia de las dictaduras del Cono Sur cimentó el camino para el establecimiento de una democracia liberal a la medida de las élites, no problematizada e incontestable en su modelo y en su relación con la economía de mercado. Una democracia que llegaba en un contexto de desarticulación y achicamiento del Estado en relación con sus capacidades sociales y económicas como hechos consumados e incuestionables (Borón, 2000).

Con el triunfo del neoliberalismo en la década de 1990, entramos en un período en el que empieza a operar principalmente una antipolítica blanda. Esta persigue los mismos objetivos cuando no se ve presionada por una politización radical de la sociedad, lo que le permite centrarse en el vaciamiento las instituciones políticas. El vaciamiento político no implica en realidad un adelgazamiento del Estado. De igual forma que en el Estado militar, en el rol del Estado neoliberal contemporáneo priman los aspectos policiales y judiciales. Estas instituciones son indispensables para asegurar los derechos de propiedad de los agentes libres en el mercado y generalmente sufren de gigantismo bajo las doctrinas neoliberales. Por eso, es importante señalar que la antipolítica no se dirige contra el Estado en sí, el Estado en el neoliberalismo puede ser un monstruo tan enorme como en las etapas del desarrollo nacional más intervencionista (Borón, 2008).

La esencia del Estado neoliberal es precisamente la despolitización de la economía, producir una esfera independiente y autorregulada de la economía, que implica tanto dejar hacer y cómo hacer que funcione el mercado, protegerlo donde funciona, incentivarlo donde es débil y crearlo donde no existe. El efecto ideológico fundamental de esta operación es la naturalización definitiva de la economía de libre mercado. La política antipolítica actual se concreta en una serie de estrategias identificables a partir de viñetas geopolíticas de la casuística latinoamericana. Entre las estrategias de la antipolítica blanda destacan la oenegización, la espectacularización y la judicialización de la política (estrategias que pueden operar de modo conjunto o disociado, dependiendo del contexto).

La oenegización de la intervención social y económica es el correlato del achicamiento del Estado en cuanto a lo económico y lo social. El vacío dejado por el Estado interventor es cubierto desde arriba, por las instituciones internacionales y organismo de cooperación de los países centrales, y, por abajo, y conectados por vínculos económicos abiertos y evidentes, por las organizaciones no gubernamentales (ONG). Implica en conjunto externalizar las responsabilidades sociales y políticas del Estado, un planteamiento neocolonialista en el que se asume, tanto desde los países centrales como desde las propias sociedades latinoamericanas, que estas últimas son incapaces de gobernarse a sí mismas, por lo que requieren de la intervención constante de técnicos de las instituciones supranacionales y de las ONG (habitualmente latinoamericanas, pero que reproducen las dinámicas y lógicas establecidas por organismos de países centrales, reproduciendo la colonialidad). La profesionalización de la acción social en el técnico de la ONG se produce de forma paralela a la profesionalización del buen gestor de la política neoliberal. Los discursos de democratización y empoderamiento, inclusión y desarrollo participativo en los países del Sur son parte de la institución de una cultura técnica y despolitizada de la gestión de lo social y lo económico, indispensable para la profundización de las lógicas de mercado (Kamat, 2015).

Si bien los ejemplos son numerosos, Guatemala puede ser un caso paradigmático. Tras el terrorismo de Estado (usualmente nominado como ‘conflicto armado de la década de 1980’) y los acuerdos de paz de mediados de 1990, la cobertura de las necesidades de la población a través el ‘tercer sector’ garantiza una sana despolitización de la sociedad ‘posconflicto’. En Guatemala operan cientos de ONG que proveen todo tipo de servicios y abarcan todo tipo de rubros: desde educación infantil y atención de salud, hasta desarrollo de emprendimientos artesanales, de agricultura sustentable, entre otras (Romano, 2015). La oenegización de Guatemala encuentra su razón de ser en ese Estado ausente y fallido en lo económico social, y siempre presente en su dimensión represora. Un Estado que se modernizó para el capital y el sector privado, que se aggiornó en medidas de seguridad en la ‘guerra contra el narcotráfico’ (en el marco de la Iniciativa Regional para la Seguridad de Centroamérica y Alianza para la Prosperidad), pero que se muestra como ‘incapaz’ de proveer estándares mínimos de vida digna para su población (ibid.).

Lo que muestra la experiencia desde los acuerdos de paz hasta aquí es que las ONG no solo no resuelven los problemas de fondo en términos económico-sociales, sino que son parte del problema, al apuntalar (de modo directo o indirecto) la ideología neoliberal, centrada en la noción de que el Estado es un ente técnico-burocrático, que por ineficiente e incapaz debe ser reducido al mínimo (Romano y Díaz, 2016). Las ONG reemplazarían el vacío sin necesidad de plantear reformas estructurales a la economía y con la ventaja de no requerir la politización de los sectores ‘favorecidos’ por la asistencia (Petras, 1999). Esto, paradójicamente, es apoyado por cierta izquierda que tiende a sentirse mucho más cómoda con las ONG y los flujos de ayuda internacional que con la lucha política en torno al poder depositado en las instituciones del Estado (García Linera, 2011), asumiendo de esta manera los contenidos antipolíticos de la ideología dominante (Escobar, 1999; Esteva, 1998).

En lo relativo a la espectacularización, el perfil de producto cultural puede sustituir o complementar el perfil tecnocrático del profesional de la política. La transformación de la política en un espectáculo televisivo y mercantil ha sido un tema recurrente desde hace varias décadas (Debord, 2005; Baudrillard, 2009; Featherstone, 1994). Algo de esto ocurre en todos los países de América Latina y parece combinarse bastante bien con un manejo técnico de la economía. Mientras, las energías políticas reprimidas y la ansiedad por algún tipo de implicación en los asuntos colectivos retornan en un circo mediático que sustituye los aspectos más convencionales de política por una sucesión de imágenes que refieren vagamente a la política. De esta forma, el problema del tipo de sociedad que queremos construir puede ser sustituido por las aventuras románticas del político de turno.

La política espectáculo tiene una larga trayectoria en el continente. En Argentina, el expresidente Carlos Menem mostró cada vez menor interés por mostrarse como político y una mayor tendencia a vincularse con el mundo de la farándula, los deportes y las celebridades. Su propia trayectoria muestra el pasaje de una vida eminentemente política (militante y preso en la década de 1970) a una postura e imagen que busca enterrar ese pasado para dar paso a una estética más empresarial, liviana y pasatista. Su permanente presencia en eventos deportivos, en la televisión, sus vínculos con personas de la farándula (trascendente fue su relación con la actriz brasileña Xuxa) tuvieron como corolario su casamiento con una modelo chilena. De ahí, el camino abierto a las prácticas del actual presidente y empresario Mauricio Macri, como las de pasearse con su esposa por las cortes de las monarquías europeas y frecuentar las portadas de las revistas del corazón. La forma de la antipolítica blanda predominante en Argentina sería, entonces, una combinación de gestión empresarialista de las instituciones del Estado, con una espectacularización y mediatización de los contenidos políticos.

El tercer ámbito desde el que se lucha por exorcizar el peligro de la politización, es el de la judicialización de la política. De nuevo, la judicialización supone un recurso técnico que es bien asumido dentro de la ideología dominante. Es más, la judicialización implica por lo general el restablecimiento de un orden preexistente. El problema no es que haya que cambiar cosas, sino que la ley no se cumple, que son todos corruptos. Así, la política penal sustituye a los mecanismos democráticos. Esto se concreta de varias formas. Por un lado, las protestas y el descontento con el sistema se canalizan como una denuncia de la corrupción, sin la cual suponemos que todo iría bien. Por otro, en la esfera del Estado, los casos de corrupción y los juicios funcionan como una pantalla que oculta los contenidos realmente políticos (Vollenweider y Romano, 2017). Este se asocia de modo directo e indirecto a las reformas jurídicas que se implantan a partir del ajuste estructural, para enfrentar la corrupción (aparentemente) inherente al Estado y a lo ‘público’, reformas asesoradas por organismos como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) (Pásara, 2012).

La debacle del Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil -en el marco de la megacausa judicial del Lava Jato- así como el último cambio de gobierno en Guatemala -finalizado con la renuncia y prisión para el presidente y vicepresidenta en el marco del caso de corrupción La Línea- estuvieron cimentados en un período de fuertes protestas antipolíticas, desprovistas del típico simbolismo político de izquierdas. La manifestación y la protesta callejera se despolitizan sustituyendo las reivindicaciones políticas por denuncias contra la corrupción, que claman por un regreso a la legalidad vigente. El horizonte político se sitúa entonces en el cumplimiento de la legalidad vigente, que es transgredida por la política, estigmatizada a su vez, que debe ser reprimida y controlada por los jueces. En Guatemala, este movimiento precedió a la llegada al poder de un outsider de la política, el antiguo comediante Jimmy Morales, con una agenda claramente neoliberal y un claro vínculo con la política anticomunista. En Brasil, la ira contra la clase política en conjunto, dirigida por el Poder Judicial y los grandes conglomerados de medios de comunicación, amenaza con hacer caer la mayor economía de la región, al mismo tiempo que ha tenido como resultado inmediato la demolición controlada del Estado tímidamente social e interventor en el plano económico que fue forjando el PT.

Finalmente, se encuentra el retorno a la antipolítica dura. El enemigo político se convierte en puro exceso, otredad que debe ser eliminada, con la que no hay posibilidad de pactar unas reglas mínimas de juego político. El objetivo de esta antipolítica es el extermino del otro. Este tipo de antipolítica nunca ha dejado de ser practicado mediante el exterminio con sicarios y paramilitares de los enemigos políticos en Colombia y México, con efectos inhibidores de la actividad política en el conjunto de la sociedad (Fazio, 2016). La inestable coyuntura reciente de Venezuela es otra expresión de esta misma estrategia. La acción de una parte de la oposición política implica un odio político y de clase bajo el cual no cabe ningún tipo de acuerdo y que plantea como única solución la eliminación física del otro (Borón, 2017). Esta determinación pasa por actos de violencia extrema, la promoción de una guerra civil y la búsqueda de la intervención extranjera contra el propio Gobierno. Esta posición extrema del antagonismo lleva a la sociedad a una posición en que el campo para la política desaparece por completo y el conflicto se convierte en una mera cuestión de supervivencia física. Por supuesto, el resultado previsible de un derrumbe del Gobierno parece conducir a una restauración del marco político y de dominio de clase anterior a la llegada de Chávez al poder.

No hay duda de que estos procesos llevan implícito un sello antipolítico. La cuestión es cómo se ha combatido esta antipolítica. ¿Hasta qué punto los gobiernos progresistas han cuestionado esta situación antipolítica para merecer una reacción tan violenta en algunos casos? ¿Hasta qué punto se ha producido en estos casos una repolitización de la economía? ¿En qué medida los gobiernos progresistas han participado y participan de la antipolítica y de la ideología dominante?

Gobiernos progresistas y politización del Estado

Este no es el espacio para realizar una evaluación de los logros y fracasos de los gobiernos progresistas en América Latina. Podríamos aceptar la perspectiva de autores muy críticos con estos proyectos como Stefanoni (2012). Dependientes o no de un contexto de precios altos de las materias primas, el desarrollo de programas sociales y la inclusión en el Estado de sectores relegados por sociedades clasistas y racistas parece ya un logro notorio del núcleo duro de este grupo de gobiernos: Venezuela, Bolivia y Ecuador. Más allá de esto, la pregunta que nos hacemos aquí se dirige en mayor medida a evaluar hasta qué punto se ha producido una politización frente a tendencias anteriores. Hay tres elementos que habría que destacar en este sentido.

En primer lugar, los gobiernos progresistas realizan una reconexión (si bien desigual) entre la política profesional y la política de base y comunitaria, al menos en un primer momento. En segundo lugar, implica una recuperación de la legitimidad de las instituciones políticas como agentes de cambio social, tras un período largo de desafección y de deriva tecnocrática. En tercer y último lugar, implican un mayor o menor cuestionamiento de la economía ortodoxa a partir de una política intervencionista en la economía, lo cual, en un contexto de fuerte hegemonía de las ideas neoliberales en el escenario internacional, implica un desafío y una politización efectiva de la esfera de la economía. Vamos a utilizar dos viñetas geopolíticas para profundizar en estas cuestiones, sobre Bolivia y sobre Argentina, como ejemplos de los dos grupos que se ha dado la tendencia de diferenciar dentro de los gobiernos progresistas, el núcleo duro, que implica cambios más radicales, y aquellos países donde los cambios operan a un nivel más simbólico (Borón, 2017).

Bolivia es uno de los países donde los postulados neoliberales parecían no tener límite ni contrapeso alguno. La neoliberalización en el marco de las presidencias de Paz Estenssoro y Paz Zamora llegó con el discurso de la ‘eficiencia’, la ‘productividad’ y la ‘lucha contra la corrupción’, en las cuales las privatizaciones se planteaban como única manera de evitar la proliferación de la corrupción (Morales, 1992: 134-137). Tras la erosión de las fuerzas políticas de izquierda y el shock económico de la década de 1980 el desafío al neoliberalismo no llega desde una iniciativa electoral sino desde los movimientos de base. La Guerra del Gas en 2003 supuso un hito mayor de las capacidades políticas de los sectores populares, mientras que las continuas movilizaciones entre 2000 y 2005 pusieron sobre el tablero político sectores sociohistóricamente excluidos de la política boliviana: campesinos e indígenas, frente al monopolio de la toma de decisión política y económica de la minoría blanca (Moldiz Mercado, 2008), llegando a derrocar al gobierno de Sánchez Lozada y, posteriormente, forzaron la renuncia de su sucesor Carlos Mesa.

Son esos eventos los que abren el camino para la llegada del Movimiento al Socialismo al gobierno, con el primer presidente indígena, que implicó un cambio histórico en la clase gobernante, que comenzó a incorporar en la burocracia estatal sectores que habían estado históricamente excluidos de la toma de decisión, como representantes del sector minero y el campesinado (Orellana Aillón, 2006). Esto, entre otras cuestiones, se reflejó en la inclusión de los pueblos originarios en el Estado a partir de la nueva Constitución emanada de la Asamblea Constituyente (2005). El cambio de gobierno da acceso a las instituciones políticas y al Estado a las clases populares, a la mayoría indígena y en especial a los sectores organizados y movilizados de los mismos, relegados fuera de la esfera de la política formal y del poder del Estado desde la constitución del mismo. En este sentido, el proceso político que salta de las calles al gobierno supone un acto político ‘verdadero’, y su proyecto de transformación tiene un componente utópico cierto: un horizonte de época viable alternativo. El nuevo texto constitucional persigue un gobierno más participativo y comunitario, desarrolla derechos políticos y económicos, incluyendo derechos colectivos, derechos de los pueblos indígenas y derechos al acceso colectivo a recursos.

Desde el inicio del gobierno se planteó la repolitización de la economía en un marco de indispensable ampliación del Estado a favor de la redistribución de los recursos e ingresos. Entre las primeras medidas se buscó la nacionalización de los recursos energéticos mediante leyes que permitieran modificar la relación y contratos con compañías transnacionales en el área. Esto se acompañó con programas de alfabetización y avances en la asistencia sanitaria con el apoyo del gobierno cubano (Chávez, 2008). Además de los resultados en bienestar social, la economía boliviana ha mostrado crecimiento y ‘eficiencia’ (contradiciendo la ortodoxia que advierte sobre la inherente ineficiencia de todas las políticas no centradas en las necesidades del mercado). La redistribución de la riqueza, además de satisfacer principios de justicia social, fue indispensable como método para ampliar la demanda interna como uno de los motores de la economía al tiempo que se eliminaba la dependencia del endeudamiento externo (Serrano Mancilla, 2016). Los fuertes vínculos con Cuba y Venezuela, el compromiso con la integración regional junto a otros gobiernos progresistas, la expulsión del embajador y la agencia de ayuda al desarrollo de EE. UU. o la creación de una Escuela Miliar Antiimperialista muestra la importante politización de las relaciones internacionales y del conjunto del Estado.

De forma similar, en Argentina, cuando la torre de naipes de la convertibilidad comenzó a desmoronarse, en el marco de diversas crisis financieras en la región, tras un largo período de hegemonía neoliberal y de aparente despolitización de la sociedad, lo político volvió a hacerse presente. En el 2001 la gente tomó las calles, haciendo caer hasta cinco presidentes del gobierno. La innovación del inventario de acción social de los movimientos en este contexto ha sido un objeto habitual de estudio: las caceroladas, las asambleas populares, los piqueteros (que habían venido desarrollándose durante la década de 1990 pero que adquirieron relevancia aquí), los mercados de trueque y las fábricas recuperadas. Entonces, ¿cómo unos movimientos tan radicales y libertarios no dieron lugar a una reestructuración de la sociedad en este sentido? ¿Cómo unos movimientos tan ricos ante un fracaso tan evidente del neoliberalismo solo pudieron dar lugar a un gobierno tímidamente reformista como el del kirchnerismo? Este es el problema de algunos autores que se quedan el esponteaneísmo, como si la masa de gente en la calle fuera lo político en sí mismo (como Zibechi, 2007) y probablemente de muchos de los agentes implicados en los acontecimientos que se desarrollaron en este contexto. La masa en la calle es una oportunidad para la política, pero no es lo político en sí mismo. Existe un radicalismo de izquierdas que identifica este momento con el todo. Si el neoliberalismo busca la erradicación de este tipo de política excepcional en favor de la política de la gestión cotidiana, este radicalismo actuaría a la inversa, ignorando que el momento bonito de la gente en la calle pasa más tarde o más temprano y toca gestionar los nuevos acuerdos en la política cotidiana.

Después de un largo período de inestabilidad política, Néstor Kirchner ganó las elecciones de 2003. Desde la perspectiva de Borón (2004) esto implicó el restablecimiento entre los lazos rotos entre el Gobierno y la gente. El Estado volvió a mostrarse como la entidad capaz de garantizar el acceso a derechos: educación, salud, alimentación y el famoso lema ‘¡que se vayan todos!’ resultó ser un signo de pura impotencia política. Cuando la gente abandonó la calle, como era inevitable que sucediese. Evidentemente alguien iba a ocupar el lugar del poder. El éxito de los Kirchner en particular se debe a una variedad de razones. Desde una perspectiva laclauniana, el gobierno de Kirchner tuvo éxito en desplazar el significado vacío pueblo, previamente instalado en una oposición hacia el Estado y los políticos profesionales, hacia el antagonismo tradicional de la política peronista: lo nacional-popular contra la oligarquía y los intereses extranjeros, bajo la guisa del neoliberalismo. En esta línea, el gobierno de los Kirchner consiguió expandir la idea de recuperar la política y el Estado para la gente (Muñoz y Retamozo, 2008). Aunque este gobierno no supuso cambios radicales en el plano económico, sí que se produjo un giro notable desde las posiciones neoliberales de los gobiernos previos (Wylde, 2012). El gobierno redujo la dependencia del endeudamiento exterior, promoviendo la economía productiva contra las finanzas, apoyándose en mayor medida en el mercado interno y desarrollando algunas políticas redistributivas menores, entre las que destacan la recuperación de las pensiones públicas y la asignación universal por hijo. Aprovechando la coyuntura propicia a la exportación de materias primas, el crecimiento de la economía respondió a políticas de apoyo a la demanda agregada y las manufacturas nacionales.

La repolitización en Argentina se produce en mayor medida en un plano simbólico (juicio a los responsables de la dictadura, desafío a los poderes globales como el Fondo Monetario Internacional y Estados Unidos) que en el económico. El kirchnerismo nunca plantea una ruptura con el capitalismo, eso es evidente. Sin embargo, sí intenta hacer un tipo de economía diferente, desde planteamientos fundamentalmente keynesianos. Pero esto, en el contexto en el que se realiza, supone una crítica feroz a la imposición del consenso neoliberal, implica un desafío a la imposición de un determinado consenso global, y es indisociable de un giro político en el conjunto de la región que implica el único desafío y desvío progresista frente al orden global capitalista. Unas reformas políticas tímidas hacia el interior pueden ser un desafío intolerable frente al capitalismo global, así como formar parte de un desafío mayor a escala regional, una posibilidad de apertura del cierre ideológico de la década de 1990.

Reacción conservadora y realismo de izquierdas

Tan significativo para la cuestión aquí tratada como las medidas prácticas y simbólicas adoptadas por estos gobiernos, es el carácter radicalmente antipolítico que adquiere la reacción conservadora que consigue avanzar en la región desde diciembre de 2015. Los principales países protagonistas de este giro, Argentina y Brasil, demográficamente y económicamente los países con más peso del bloque progresista, son un buen ejemplo de esto.

Los proyectos progresistas tuvieron siempre en contra al capital financiero internacional, así como a una buena parte del capital nacional. En Argentina, el tira y afloja del gobierno con el sector agroexportador encontró su momento de mayor conflicto con la Ley 125, poniendo en evidencia no solo el poder de dicho sector, sino el hecho de que gran parte de la población de Buenos Aires y el interior del país se identificaba con esos intereses. Asimismo, dentro de una parte importante de las llamadas clases medias existía un rechazo a la supuesta polarización política generada por el kirchnerismo, la denominada ‘brecha’, así como a la identificación de este gobierno simbólicamente con las clases populares, con una supuesta compra de votos a partir de políticas asistencialistas, condensadas simbólicamente en la ‘coca y choripán’ (pago supuestamente común a los pobres a cambio de apoyar las marchas del gobierno). Frente a esto, la victoria de la Propuesta Republicana (PRO) en 2015 supone una reedición de formas y contenido de los gobiernos de los años noventa.

La elección como presidente de un empresario exitoso y millonario entraña el paradigma del desprestigio de las instituciones políticas, ejemplificado en la pretensión de que el empresario gobierne el país de la misma forma eficiente en que gestiona sus empresas. En este sentido, el PRO supone un partido pospolítico por excelencia. Ofrece una gestión eficiente del Estado, en el cual la economía de mercado se naturaliza como la única opción posible y el intervencionismo estatal como el responsable de todos los problemas del país. El partido se recubre de una estética colorista con una imagen y un discurso que eluden la confrontación y que prometen eliminar la ‘brecha’. La propia forma de gobernar, en la que medidas que acaban por resultar conflictivas son retiradas a los pocos días, podría tomarse como una forma de flexibilidad aplicada a la gestión política (Díaz, Roca y Romano, 2016).

Las estrategias antipolíticas del gobierno han pasado por vaciar de contenido simbólico-político las instituciones, ofrecer un espectáculo de revistas del corazón con giras por las monarquías europeas y situar como principal elemento de la política los juicios por corrupción a miembros de los gobiernos anteriores. Mientras el Estado se endeudaba hasta niveles desconocidos durante quince años, se recortaban subsidios y se disparaba la inflación. Los principales periódicos del país, que han aupado a Macri a la presidencia, han tenido durante dos años (y lo que queda) los juicios contra miembros del gobierno de Kirchner en sus páginas todos y cada uno de los días del año como los asuntos políticamente relevantes para Argentina.

No obstante, la estrategia de la judicialización ha alcanzado su máxima expresión en el caso de Brasil. En este país, el golpe de Estado, las manifestaciones masivas y el destino de los principales políticos ha girado en torno a las denuncias de corrupción y procesos judiciales. El golpe ‘institucional’ en Brasil ha sido sin duda el más relevante a la hora de contrarrestar la politización que han implicado los gobiernos progresistas2 en la región. Es también un caso en el cual se hace evidente cómo las instituciones y los mecanismos judiciales están claramente sustituyendo las instituciones y mecanismos políticos. Aquí, la cuestión de la ‘corrupción’, por supuesto que no es nueva, pero sí se ha transformado en el problema ‘más grave’ (tal como lo han posicionado los medios de comunicación) de aquellos gobiernos que asignaron un rol protagónico al Estado en materia socioeconómica, de desarrollo en infraestructura, científico-tecnológico, etc. El objetivo de la judicialización de la política es el de desviar el conflicto político hacia el campo jurídico.

Lo anterior requiere de un Poder Judicial capaz de desplegar, casi sin limitaciones, estrategias de desestabilización, deslegitimación y persecución política. Se hace por intermedio de ‘expertos’ que manejan un lenguaje técnico objetivo (el lenguaje jurídico), que se jacta de no estar ‘contaminado’ por lo político. Esta característica exacerbada del Poder Judicial en cuanto antipolítico, encuentra en parte su origen y legitimación en las reformas judiciales impulsadas en el marco del ajuste estructural, como parte de la batalla contra la ‘ineficiencia del Estado’.3 Estas reformas incluyen cursos de formación de técnicos4 (apolíticos) capaces de acabar con los políticos corruptos. No es casual que varios de los cursos sean impartidos por agencias del gobierno estadounidense y que uno de los alumnos destacados sea Sergio Moro, el juez que lidera la causa del Lava Jato (megacausa judicial que involucra especialmente a políticos del PT). Desde esta perspectiva, comienza a percibirse que Lava-Jato generó el escenario antipolítico y de presión para el vaciamiento del Estado, por medio de la privatización y/o debilitamiento y desarticulación de las empresas estratégicas para la economía brasileña. Pasados dos meses del golpe a Rousseff, se aprobó una ley para quitar a Petrobras el monopolio sobre el sector de los hidrocarburos y otorgar mayor poder de decisión y acción a petroleras transnacionales.

El caso de Brasil también ejemplifica cómo las tentaciones apolíticas también estaban muy presentes en los gobiernos progresistas. La llegada de Dilma Rousseff al gobierno conservó los avances en materia socioeconómica impulsados por el Estado, a la vez que apuntaló aún más el vínculo con las élites transnacionales, en un contexto de permanente alejamiento de las bases del PT. Por otro lado, lo anterior se dio en un marco de retroceso en varias reformas y el claro giro hacia un discurso más edulcorado, como reverso de un progresiva despolitización de la economía. Un ejemplo fue el nombramiento del ortodoxo Joaquim Levy para encabezar el Ministerio de Economía, los controles para acabar con el supuesto desorden fiscal o la denominada Agenda Brasil, que contenían una serie de propuestas que incluían privatizaciones y recortes.

En ese esquema, se generó incertidumbre sobre la venta de activos públicos que se inicia en el país. Estas son algunas de las acciones que permiten notar una trayectoria de los gobiernos del PT que incluye discursos y políticas posneoliberales, mezcladas y luego superadas por un realismo de izquierda que terminó dando paso a un protagonismo liso y llano a medidas neoliberales (que nunca dejaron de estar presentes). El trayecto mencionado fue presentado como único camino para garantizar la gobernabilidad. Lo cierto es que, a pesar (o como consecuencia) de tal estrategia, Dilma Rousseff fue derrocada por medio de un golpe institucional, expulsada por la derecha y sin ningún tipo de apoyo por parte de las bases, que hacía tiempo ya estaban desconectadas de la cúpula del PT. Las permanentes concesiones a la élite transnacionalizada no solo no garantizaron la posibilidad de gobernar, sino que minó la posibilidad de profundizar el reformismo en un país donde las clases altas aborrecen de cualquier inclinación hacia algo que se denomine socialismo. En síntesis, para las élites en el poder, las mínimas reformas pueden ser percibidas como cambios revolucionarios inadmisibles. Transar con estos sectores en pos de la gobernabilidad es amputar cualquier posibilidad de cambio, por mínima que sea.

A modo de conclusión

La reacción conservadora a partir de 2016 ha sido tan claramente antipolítica, que caben pocas dudas sobre el carácter politizado y politizador de los gobiernos progresistas, independientemente de la mayor o menor radicalidad de sus reformas. La creación de un Estado multicultural que incluya derechos colectivos de mayorías excluidas del Estado político durante siglos es un acto fundamentalmente político y utópico. Pero incluso los experimentos más netamente reformistas, o keynesianos, como el argentino, que no suponen una ruptura radical, implican un desafío al consenso en torno al capitalismo global y la economía de mercado en occidente. El valor en este sentido no es su inexistente contenido utópico sino la capacidad de abrir el horizonte de posibilidades, de generar brechas reales en el cierre ideológico de las posibilidades de cambio político, a una escala relevante. Resulta paradójico el desdén de ciertos académicos de izquierda por estos gobiernos, mientras depositan todas sus esperanzas utópicas en las pequeñas brechas que se abren en la vida cotidiana respecto de los comportamientos reglados por el capitalismo (Holloway, 2011). La cuestión es que en el capitalismo global actual incluso un tímido reformismo estatal, puede ser mucho más desafiante e inaceptable que muchos tipos de radicalismo político grupal y comunitario, que son perfectamente ignorados mientras las cosas importantes pasan en otro sitio o que incluso pueden ser reabsorbidos e integrados como un estilo de vida más dentro de la infinita variedad del mercado.

Por otro lado, el gran problema ante el giro conservador de algunos de los gobiernos progresistas con mayor peso económico es la respuesta que se va a dar desde la propia izquierda. Existe una tentación fuerte por parte de gran parte de la izquierda que ha participado en estos gobiernos de realizar un giro hacia posiciones pragmáticas e incluso antipolíticas. La antipolítica de izquierda no es una novedad, es el principal contenido del realismo de izquierdas que se ha venido ensayando no solo en América Latina desde la década de 1980 y ha sido una parte importante, qué duda cabe, del contenido de los gobiernos progresistas de América Latina, especialmente de aquellos fuera del núcleo más radical, como son los casos de Argentina y Brasil. En esta línea, la izquierda hace lo que tiene que hacer para mantenerse en el poder bajo las normas y las reglas del juego pospolíticas. El peaje es abandonar cualquier proyecto político alternativo, cualquier perspectiva utópica que pudiera haber existido, y asumir el proyecto hegemónico de la derecha. De esta forma, la izquierda se enfrenta a dos falsas salidas antipolíticas a su propia crisis, rechazar la vía estatal renunciando a una transformación de la sociedad a una cierta estatal, o centrarse en una vía institucional progresivamente vaciada de verdaderos contenidos políticos.

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1Vamos a utilizar esta denominación porque resulta descriptiva sin asumir que implica una superación del neoliberalismo ni una simple continuidad con la economía extractivista.

2El término progresista podría hacer justicia a estos gobiernos, sin llegar a afirmar que suponen una superación del neoliberalismo ni tampoco una simple reedición de economías extractivistas anteriores.

3Ver http://www.oas.org/JURIDICO/spanish/RepoBM.htm

4Ver https://www.wilsoncenter.org/publication/international-support-for-justice-reform-latin-america-worthwhile-or-worthless

Recibido: 05 de Junio de 2017; Aprobado: 11 de Agosto de 2017

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