Desde los albores de la civilización humana, el tejido es una de las expresiones -artística y utilitaria- que ha estado presente en todas las culturas. Queda a las claras la predilección de nuestros antepasados de la América profunda por estas expresiones, al alcanzar un grado de experimentación y acumulación de un amplio repertorio de técnicas, procedimientos y materiales que pueden condensarse dentro de lo textil -gasa vuelta, tejido reticular, encaje, telar; interloking, entrelazado, anillado y anudado; lana, fibras vegetales, pelo de animales, plumas, entre otros.
En los Andes y sus regiones aledañas, se han registrado datos del uso de las plumas asociado a la vestimenta y los tocados desde el año 3000 antes de Cristo. (...) Las técnicas del arte plumario se perfeccionaron entre los siglos VII y XII, cuando se afianzó el comercio de estos valiosos materiales, que tenían su origen en la selva y se transportaban a través de grandes distancias hasta la costa, donde se trabajaban como parte de un arte textil exquisito. (González Elicabe, 2010, p. 49)
A pesar de este claro y amplio desarrollo, el arte textil no encontrará una inserción plena en el campo de las artes plásticas hasta el siglo XX, al deslindarse del estigma de su cualidad de artesanal. Esta problemática encuentra su origen en el seno del sistema de las bellas artes, cuando se configura la categoría de “obra maestra” (Ciafardo, 2016, p. 26). De esta manera el arte textil es concebido como un arte menor por el simple hecho de no encajar en el canon. Ciertamente estamos haciendo referencia a creaciones que surgen en los grandes centros productores, ya que las propuestas que emergen del ámbito latinoamericano quedan en la frontera o periferia, no siendo legitimadas. La disciplina tuvo que cargar con una pesada mochila: la división arte/artesanía, nefasta consecuencia del proceso colonizador. Este paradigma impuesto por el “centro/conquistador” impide que Latinoamérica, colonizado-periferia, detente su derecho a la contemporaneidad (Ciafardo, 2016, p. 27). La autora advierte sobre esta situación diciendo:
Un cambio radical de la actitud teórica frente al arte -al nuestro- permitiría formular algunas preguntas impostergables. Por ejemplo: ¿Existe un arte visual contemporáneo latinoamericano? ¿Es posible visualizar en las obras contemporáneas latinoamericanas rasgos formales (en sentido amplio: composición, paleta, materiales, ritmos, etcétera) cuyo origen se remonte a las producciones de la América profunda?, ¿o, por el contrario, es más evidente la influencia del arte de vanguardia europeo? ¿El problema es el de las formas de las obras o se trata de un conflicto de orden teórico? ¿Cómo irrumpen -si es que lo hacen- las formas del pasado, más allá (y pese a) las formas preestablecidas por la Europa moderna? ¿A qué se debe esa imposibilidad de ver, esa negación de la mirada? (pp. 24 y 25)
El punto de inflexión de la disciplina estará marcado por la fundación de la Bienal Internacional de Tapicería de Lausana (1962). En ella participaron artistas -Giauque, Abakanowicz, Buic, Hicks, Tawney, por citar solo algunos- que tomaron un nuevo camino en cuanto al uso de la fibra textil como materialidad de la obra visual. No buscaban imitar a la pintura, sino que perseguían una creación autónoma que tomaba como punto de partida la trama y la urdimbre, pero extendiendo sus campos de investigación hacia lo escultórico, lo cromático, lo textural, lo matérico, lo táctil y lo lúdico. En respuesta a su creciente conciencia crítica, la actividad textil abandona su condición artesanal. La aceptación y aplicación de estas técnicas en el contexto del arte contemporáneo ha permitido que una multitud de creadores lo utilicen como medio de expresión artística, anteponiendo su potencialidad en cuanto experiencia estética frente a la funcionalidad. Sin embargo, se evidencia una fuerte ausencia de reconocimiento de las huellas supervivientes del textil latinoamericano como fuente de las producciones artísticas contemporáneas.
El llamado invita a reflexionar sobre la idea lineal de tiempo en la historia, de manera que convoquemos a aquel presente que concilia, y que inquietantemente, enriquece al traer de regreso aquellas huellas supervivientes del pasado ancestral que, se estima, emergen en el arte contemporáneo latinoamericano. Sugiere Giorgio Agamben (2011): “La contemporaneidad es, entonces, una singular relación con el propio tiempo, que adhiere a él y, a la vez, toma distancia; más precisamente, es aquella relación con el tiempo que adhiere a él a través de un desfasaje y un anacronismo” (p. 2). Agrega: “Contemporáneo es aquel que tiene fija la mirada en su tiempo, para percibir no las luces, sino la oscuridad. Todos los tiempos son, para quien lleva a cabo la contemporaneidad, oscuros” (p. 3). Para este autor, percibir la oscuridad implica una habilidad y una acción para neutralizar las luces encandilantes que vienen del propio tiempo, de modo que se logre vislumbrar su oscuridad y tiniebla especial, íntima, intrínseca.
Será nuestra tarea acercar esta penumbra y ponerla en relación con otras temporalidades, situando las producciones visuales latinoamericanas como resultado de procesos históricos dialécticos, cambiantes, inestables, ya que esta es la esencia de toda cultura, un devenir no homogéneo, discontinuo, desfasado. Inclusive, “es como si aquella invisible luz que es la oscuridad del presente, proyectase su sombra sobre el pasado y éste, tocado por ese haz de sombra, adquiriese la capacidad de responder a las tinieblas del ahora” (Agamben, 2008, p. 7). Siguiendo esa dimensión, “en el ámbito artístico, lo contemporáneo designa la intención de contraponerse a las cuestiones y problemáticas que plantea cada presente, a partir de formas, imágenes y discursos” (Escobar, [1986] 2014, p.32). Coincidiendo con el autor, en el presente escrito nos proponemos reflexionar acerca del grado de influencia que las prácticas visuales tienen sobre el arte textil contemporáneo, a través de la aproximación a las obras de la artista colombiana María Fernanda Cardoso. El objetivo reside en reconocer en ellas las formas supervivientes que emergen del pasado ancestral y analizar cómo se resignifican en el presente.
Cardoso nació en Bogotá (Colombia, 1963).1 En su obra se aprecia un rasgo constante: observar las diferentes formas en que la geometría se manifiesta en los seres vivos, trazando un importante cuerpo de trabajo basado en las formas intrínsecas de animales y plantas. En sus inicios como artista, cuando aún vivía en Colombia, Cardoso tomaba materiales locales y animales nativos muertos para construir esculturas y objetos enigmáticos alusivos a mitos precolombinos y tradiciones indígenas. En los años 90, Cardoso se muda a San Francisco (Estados Unidos), donde comienza su investigación sobre las pulgas, un parásito doméstico omnipresente. Simultáneamente, investiga el comportamiento de los insectos, con especial interés en el fenómeno del camuflaje, característico de algunas especies que puede ser visto como un reflejo de la voluntad de pertenencia del inmigrante y de hacerse uno con su contexto. Luego la artista se mudó a Sydney, Australia, lugar que la motiva a llevar adelante una investigación sobre diferentes tradiciones y materiales, como la lana de oveja y las plumas de Emú, un ave autóctona del lugar.
Pero ¿qué sería lo camuflado en esta propuesta artística que aquí interesa abordar? De manera provisional, podría definirse como un cuerpo de obras conformadas por una serie de atavíos, como así también, mosaicos o paneles, confeccionados a partir de plumas de Emú. Para su análisis, se abordará el concepto propuesto por Aby Warburg con relación a la pervivencia de las formas de la antigüedad (Nachleben der Antike). Por tanto, se ha decidido realizar un recorte en el estudio del vasto trabajo de producción de la artista, seleccionando su serie titulada Emú, teniendo en cuenta diferentes temporalidades y montajes expositivos: Emú: Instalación en la galería Arc One, Melbourne, Australia (2008); Ropa de Emu: Instalación en Berenice Steinbaum Gallery, Miami, USA (2008); e Ir en círculos, sección Fiesta y Hambruna [Going in Circles, section Feast & Famine] en Paul Robeson Galleries, Newark, Estados Unidos (2020). Se perseguirá esta empresa, entendiendo la imagen como una cuestión complejamente viva: el centro de la práctica histórica. Apostamos a dar cuenta del valor de uso de los conceptos que Aby Warburg le ha otorgado a la cultura -“supervivencia- síntoma”-, al ponerlos en acto en los debates actuales sobre las imágenes y el tiempo. Para ello, se expondrá el análisis que ha realizado uno de sus principales seguidores y estudiosos, Didi Huberman, quien llevó a cabo un gran trabajo de relectura y de apropiación de los principales términos warburgianos, especialmente en La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg (2010).
Aby Warburg fue un historiador del arte nacido en Hamburgo (Alemania, 1866). Dedicó su vida al estudio de las imágenes en la cultura, buscando relaciones entre ellas. Concretamente, a la migración de las fórmulas visuales en largos periodos históricos y su posterior recuperación por parte de los artistas. Su método interpela el pasado y el presente del sujeto histórico, a partir de las imágenes que perviven en la memoria colectiva, estableciendo vínculos en los montajes de detalles/síntomas singulares de tiempos heterogéneos y discontinuos que conforman anacronismos y revelan polarizaciones, disrupciones, deslizamientos, evidenciados en los diferentes estratos que conforman la historia de la cultura. La aproximación a este concepto ilustra su visión de la Historia del arte como disciplina dialéctica. La imagen es portadora de tiempos heterogéneos y discontinuos, que se “construyen y derrumban”, que aparecen por momentos, luego mutan, desaparecen -descienden al olvido-, pero que, en su carácter intrínsecamente discontinuo, vuelven a aparecer como supervivencia del pasado -con su impronta de repetición y diferencia-, en forma de testimonio y memoria visual.
Durante los últimos años de su vida (1924 en adelante), Warburg se embarca en la construcción de su gran proyecto, el Atlas Mnemosyne [Atlas de la Memoria] (1924-1929), una compilación de más de 2000 imágenes que condensa y yuxtapone temas y tiempos heterogéneos. Podemos considerar que dicho proyecto informa el espíritu de su modo de trabajar el análisis de las formas de arte, como así también el concepto de Nachleben -traducido al castellano como “vivir después” o más conocido como supervivencia. Dicho concepto no puede ser escindido de otros dos conceptos centrales de la Iconología del Intervalo: Denkraum [Espacio de pensamiento o espacio para pensar] y Zwischeraum [Espacio entre imágenes]. Warburg expone al Denkraum como un espacio fundacional de la distancia consciente que los seres humanos establecen con el mundo exterior, la cual genera una nueva forma de vinculación con los objetos y, por consiguiente, una ponderación acerca del espacio que conduce a la abstracción (Ruvituso, 2014, p. 75). En efecto, Warburg sostenía que es en las imágenes donde se evidencia ese primer espacio para pensar. En esta línea, el Denkraum permite pensar en otro de sus conceptos centrales: “el Nachleben [Supervivencia] de formas y de ideas del pasado activas (por impregnadas) en las imágenes de tiempos posteriores” (Ruvituso, 2014, p. 76).
La materialización del espacio de pensamiento se hace presente en otro de sus conceptos clave: Zwischeraum, entendido como la distancia física existente entre las distintas imágenes que se presentan en los paneles del Atlas Mnemosyne. El fondo negro sobre el cual se encontraban pinchadas las imágenes promueve una pausa para pensar con imágenes y establecer distintos vínculos entre ellas. Siguiendo esta línea, puede inferirse que en el espacio existente entre las imágenes es donde opera el conocimiento. Warburg piensa la historia del arte como una acumulación de imágenes que aparecen, cuando uno menos se lo espera, como una suerte de espectros o fantasmas [Fantasmata]. Es por ello que se aleja de la concepción de un relato histórico lineal y cronológico, por un modelo en que las supervivencias resurgen en forma de síntomas que emergen anacrónicamente estableciendo vínculos atemporales, desordenados, discontinuos y rizomáticos. Las imágenes portan una temporalidad específica que interpela a partir de su relampagueo o torbellino que implica la supervivencia. Didi Huberman alude al pensamiento de Aby Warburg como “un saber en movimiento de las imágenes, un saber en extensiones, en relaciones asociativas, en montajes siempre renovados, y ya no un saber en líneas rectas, en corpus cerrados, en tipologías establecidas” (en Michaud, 2017, p. 20).
Resulta pertinente preguntarse ¿cómo vincular este marco teórico con los Emu Wear de María Fernanda Cardoso? Se pretende abordar sus obras desde la búsqueda de supervivencias -en términos formales de materialidad, formato, color y textura- de América Antigua. Por tanto, se analizará si en el arte contemporáneo visual latinoamericano aparecen huellas o rastros del pasado plumario ancestral.
Lo plumario en la América antigua
El arte plumario, también conocido como plumaria, es una manifestación artística que prosperó en distintas comunidades de la antigüedad. Sin embargo, fue en la América precolombina donde adquirió una mayor relevancia, a la luz de las piezas que han sido halladas, las cuales dan cuenta del manejo de una gran variedad de técnicas de plumaria (González Eliçabe, 2010, p. 47).
Por arte plumario se entiende a la elaboración de objetos o imágenes por medio de plumas, abarcando la creación de telas y diferentes tipos de ornamentaciones. Estas manifestaciones distinguían a los pueblos precolombinos de los europeos. Mientras que en Europa las plumas de las aves solo se usaban para adornar los sombreros, para varias culturas del antiguo Perú y de Mesoamérica, el arte plumario era considerado por su función ritual. Los amantecas, artesanos plumarios de la casa real de los emperadores de Tenochtitlán eran encargados de elaborar mantas y penachos para los caciques.
Debido a la fragilidad que reportan las plumas por tratarse de un material orgánico, pocas han atravesado el tiempo. Se han hallado algunas piezas en tumbas o santuarios. Paradójicamente, Francia conserva algunas, gracias a la afición del coleccionista Guillaume Pujos, apasionado de las civilizaciones de América. Las crónicas españolas de la época de la colonización dicen: “entre las demás cosas de que los españoles, cuando entraron hallaron en esta tierra, llenos los depósitos del Inca, una de las más principales era gran cantidad de pluma preciosa para estos tejidos: casi toda era tornasol con admirables visos, que parecían de oro muy fino” (Cobo, 1890, s.p.).
Para los pueblos precolombinos americanos, las plumas constituyen un elemento central a través del cual manifestar su cosmovisión. El mundo superior de los dioses era simbolizado con aves, representándolos con sus plumas, como por ejemplo en el caso del dios Quetzalcóatl, conocido como la serpiente emplumada. Asimismo, eran usadas como obsequios diplomáticos, impuestos imperiales, además de adornar las ropas más finas de los reyes. Son referenciados en múltiples mitos de creación del mundo, materializados en estatuas, cerámicas y esculturas.
Como consecuencia de la invasión y conquista del continente americano por los europeos, el arte plumario sufre cambios importantes, principalmente con relación a la temática de sus imágenes. Esta técnica se destina a la representación de motivos católicos que servirán al proceso de evangelización católico impuesto por los españoles en los pueblos de América. Con relación a la problemática, Jorge Alberto Manrique (1990) caracteriza este nuevo espacio como un lugar de aculturación, es decir, de recepción de una cultura ajena con pérdida de la propia. Afirma que, por ejemplo, los Náhuas -pueblo nativo de Mesoamérica- vieron sus formas de significación extirpadas de las imágenes “La plumaria apareció en las mitras de los obispos, en la vajilla de plata del altar y en imágenes copiadas de pinturas al óleo, mientras que la tusa de mazorca fue usada para hacer vívidas figuras de Cristo y de los santos” (pp. 237-238).
En cambio, otros autores como Serge Gruzinsky y Michel de Certeau, expresan que la colonización no se da como un proceso de aculturación, sino que se refiere a un mundo dinámico que se mueve entre fronteras difusas. No se trataría entonces, de la eliminación de los imaginarios indígenas sino de un procedimiento de camuflaje de sus expresiones. Un habitar normatividades de otros desde lo propio. Resulta paradójico que estos autores de raigambre europea (francesa) caractericen prácticas que le son tan ajenas, justificando así el proceso de apropiación de manifestaciones artísticas de los pueblos originarios de América. En este sentido se seguirá la línea de Santiago Muñoz (2006), quien expresa que “los significados de la pluma se perdieron, para volverse simplemente contendores de los mensajes iconográficos europeos” (p. 122).
Didi Huberman (2018), retomando lo expuesto por Marc Bloch en su Apologie pour l'histoire (1941-1942) [1970]expresa: “No solamente es imposible comprender el presente ignorando el pasado, sino, incluso, es necesario conocer el presente -apoyarse en él- para comprender el pasado y, entonces, saber plantearle las preguntas convenientes” (p. 53). Se recuperarán estas cuestiones en el análisis de la serie Emu Wear de María Fernanda Cardoso, persiguiendo desde nuestro presente, los rastros formales que perviven del pasado ancestral -en términos de color, textura, materialidad y formato- en forma de síntomas o anacronismos, entendiendo la lógica de las supervivencias como un posible aporte a las teorías decoloniales.
Camuflaje emergente
Someramente, se describió lo camuflado como un cuerpo de obras conformado por una serie de atavíos confeccionados a partir de plumas de emú, material que Cardoso recolecta del entorno natural desde la década de los 90. Siguiendo la raíz etimológica del término camuflar podemos decir que se trata de la acción de disimular dando a algo el aspecto de otra cosa. El castellano importa las voces francesas camoufler y camouflage, las cuales entran a la lengua francesa por el italiano camuffare -disfrazar, engañar− (Real Academia Española).
Tal como esbozamos, las obras de Maria Fernanda Cardoso están constituidas por plumas de emú. Su trabajo con la materialidad adquiere esta denominación al aludir al nombre homónimo del animal autóctono de Australia. La artista utiliza el emblema nacional para identificarse con la cultura local en la que reside, y así comprender el paisaje australiano y los medios para sobrevivir en él. El emú es un ave no voladora, similar al avestruz (africano) o al ñandú (americano). El color de sus plumas va del marrón al azul grisáceo, alterando esta característica en función de su ubicación en el paisaje, lo que le permite camuflarse o disimularse con el mismo. Las plumas poseen una textura táctil diversa: pueden ser suaves al tacto, haciendo que su roce sea casi imperceptible, pero en otros casos son muy ásperas. Esto depende de la zona de plumaje de la cual es retirada: parte delantera o posterior del animal. Actualmente, el emú australiano es la única especie de su familia (Dromaius) sobre la tierra.
Cardoso se apropia de esta materialidad, demostrando su fascinación por los aspectos del mundo natural y la compleja relación de los seres humanos con ella. Las obras que constituyen la serie Emú están imbuidas de un fuerte simbolismo, al abordar las nociones de identidad cultural y camuflaje. La artista introduce el concepto de repetición con materiales tanto orgánicos como inorgánicos como estrategia retórica.
Camuflaje flúor
Los Emuwear (figura 1, 2 y 3) de María Fernanda Cardoso constituyen una propuesta sincrética donde se condensan rasgos formales y procedimientos compositivos que devienen de la indumentaria y la escultura. Los Emuwear se presentan erguidos ante nuestra contemplación y nos invitan a las siguientes preguntas: ¿esta serie conforma una propuesta de arte textil?, ¿la materialidad que la compone puede ser concebida como una creación de este tipo? La esencia de estas producciones reside en el acto de tramar y entrelazar, creando texturas. En la obra se advierte la intensa presencia de la textura háptica, es decir, de una textura en la que se establece una correspondencia entre la percepción visual y la táctil, visualizándose en sentido temporal. En alusión a ello expresa Clelia Cuomo (2015): “Cuando se establece una equivalencia entre la percepción visual y la táctil, se la denomina textura háptica y se percibe en sentido temporal, como puede ser al recorrer una superficie con la mano, por ejemplo, en una producción textil” (p. 4).
Para su construcción utiliza como material principal las plumas de emú, las cuales son dispuestas de manera repetida, junto con otro elemento que podría ligarse al universo textil, la red de nylon. Para unirlos, utiliza pegamento. De forma similar, pero en este caso tratándose de pegamentos naturales, los antiguos artistas plumarios fijaban las plumas con engrudos fabricados a partir de la savia de una orquídea. Otra forma de realizar las telas era entretejiendo las plumas en la trama del textil, ajustándose con las siguientes pasadas de hilo a medida que se conforma la tela.
Figura 2 y figura 3 . Fluor Orange A (2008), de María Fernanda Cardoso (Colombia). Colección Arc One Gallery, Casula Powerhouse Museum (Australia). Ropa confeccionada con plumas de Emú.
Las plumas, por su carácter orgánico, constituyen una materialidad efímera que se aleja de la vetusta categoría surgida en el Renacimiento y defendida por el materialismo mecanicista: materiales nobles -aquellos que perduran en el tiempo y no se degradan−. Esta concepción considera a la materia como algo inerte, quieto, estanco y por tal, un elemento secundario al que el artista le da forma a través de una técnica (Ciafardo, 2020). Nos alejamos de esta postura, al entender que la materialidad es una realidad dinámica, que tiene en su seno la capacidad de su propio movimiento (Ciafardo, 2020, p. 94-95). De ahí que podemos afirmar que en esta propuesta la materialidad siempre es el factor principal de su poética. Asimismo, la utilización de materiales efímeros se constituye como uno de los rasgos formales identitarios del arte latinoamericano revelados en forma de síntomas supervivientes del pasado ancestral.
Con las plumas configura piezas con volumen geométrico y escultórico (figura 2), las cuales se alejan de la forma orgánica del cuerpo que las recepta. En cierto punto, el cuerpo está camuflado, convirtiéndose en un soporte para el trabajo. Es posible decir que la figura humana pierde su carácter de existencia necesario para la exhibición del Emuwear, pero si mejora la comprensión de estas formas tridimensionales, al igual que lo haría un objeto de montaje característico de la escultura. Una pieza donde se exhibe la estructura de la obra, y el vacío que ella contiene. La forma se configura a partir de la técnica escultórica tradicional de adición de elementos (plumas y red de nylon) para generar otro objeto, pero se aleja de ella al darle más relevancia al vacío interno que posee, en contraposición a la concepción tradicional de la escultura que privilegia la construcción del espacio tridimensional a través de los espacios llenos. Aquí el cuerpo es lo ausente.
En este juego metafórico-dialéctico, la antítesis puede verse en estas banderas-capas [Emu Flag and Cloak, de la serie Flour Orange- Emu wear], tal como las define la artista, las cuales parecen evocar la ropa de plumas amerindias tradicionales, al emular las vestiduras y tocados que estas comunidades -mesoamericanas y andinas- utilizaban durante el periodo precolonial. Las plumas servían para confeccionar los trajes de festivales religiosos, el vestuario de los emperadores, guerreros y nobles. Asimismo, la artista conecta esta materialidad con la historia propia del lugar en el que reside, como forma de memoria de eventos pasados. Con su obra metaforiza La Guerra del Emú [inglés: Emu War], una operación militar de control de vida salvaje que se llevó a cabo en Australia Occidental a finales de 1932. Recordando lo manifestado por Didi Huberman (2018): “Ante una imagen -tan reciente, tan contemporánea como sea-, el pasado no cesa nunca de reconfigurarse, dado que esta imagen sólo deviene pensable en una construcción de la memoria (...)” (p. 32). Y agrega: “el anacronismo atraviesa todas las contemporaneidades” (p. 38). Gracias al uso de esta materialidad, se articulan diversas temporalidades, dando lugar a la imagen dialéctica que se describe al iniciar este artículo. Podría hablarse de una triple temporalidad: ancestral-colonial, bélica-australiana y contemporánea.
Fluor Orange (figura 04 y 05) combina los colores neutros propios de las plumas con un tono flúor anaranjado muy saturado, de ahí que hace uso del color para poetizar la relación disímil que podemos encontrar entre humanos y animales en cuanto a la conexión con la naturaleza, el entorno y la vida en comunidad. Como en toda su serie Emu, el concepto de camuflaje orienta la producción. El material principal de Cardoso, las plumas de emú, no se basa en el rechazo del color, sino en la atención cercana a su entorno inmediato. El animal altera el color de sus plumas en función de su ubicación en el paisaje australiano para pasar desapercibido y lograr sobrevivir, mientras que los humanos forman características visuales basadas en su contexto social. Modificamos nuestra ropa lo suficiente para mezclarnos con nuestro entorno, pero aun así deseamos destacar. La indumentaria nos sirve como diferenciador.
En el uso del color, Cardoso se aleja de los modos utilizados en el arte plumario ancestral, ya que este último utilizaba las plumas como método de pintura para crear diseños intrincados en los tejidos de élite (policromía). Era común encontrar un tejido hecho de plumas de varios colores con motivo aviar. Estos animales, al poder volar, representaban una conexión entre el mundo terrenal y el de los dioses. Por sus habilidades especiales las aves también representaban un símbolo de poder, de ahí que los pueblos de Mesoamérica usaran las plumas durante sus ceremonias religiosas para demostrar ese poder. Los colores usados en los tejidos de las culturas precolombinas -Nahua y Mexica- tenían un significado, su concepción del color se ligaba a la atención del mundo espiritual y su fuerte carga simbólica, es decir, en la perspectiva de las sensaciones y los significados sagrados que fueron reflejados en la aplicación de los colores en los objetos. En esta línea, sí podemos encontrar un punto de conexión entre la obra de Cardoso y las producciones ancestrales, ya que, en ambas, el color es un rasgo fundamental -no arbitrario- de la producción artística, en relación con la construcción de sentido.
Conclusiones
Resulta pertinente afirmar que la obra de María Fernanda Cardoso constituye una producción contemporánea, ya que implica la pulsión de presente, de la temporalidad inmediata pero atravesada por los rastros o vestigios de otras temporalidades, los cuales se presentan a modo de anacronismos, surgidos de síntomas o rupturas. La artista nos presenta una serie de obras en las que explora las cuestiones de la forma, y la complicada relación de la humanidad con el mundo natural. A tal fin, se sirve de materiales no convencionales, como son las plumas. Con ellas genera obras con gran carga simbólica, que permiten remitirnos a las manifestaciones de arte plumario de las comunidades de América ancestral. Esta materialidad no solo nos remota a diversas temporalidades, sino que también nos recuerda que, en la actualidad, las llamadas artes textiles no son consideradas ni decorativas ni menores, sino una manifestación artística de gran potencia estética que involucra soportes y materiales con una importante presencia dentro del campo del arte contemporáneo, y se configura como un nexo que habilita reconocer las visualidades latinoamericanas.
Tal vez esto explique la importancia que ha adquirido en las últimas décadas el arte textil, cuya influencia ha dado lugar a la producción de obras que promueven ricas e interesantes reflexiones poéticas, habilitando espacios para que los artistas latinoamericanos resignifiquen su pasado y técnicas ancestrales. Será nuestra tarea seguir investigando sobre la percepción de las imágenes que nos identifican en el quehacer artístico, creando categorías a partir de la propia práctica que permitan afirmar nuestra identidad latinoamericana. Es momento de no repetir viejos errores y luchar por nuestro derecho a la contemporaneidad.