A más de la botánica, otras prácticas y disciplinas han permitido reconocer [recientemente] hasta qué punto los árboles, y más generalmente los vegetales, definen una manera particular de hacer mundo y de hacer comunidad […] Tienen una función verdaderamente cosmogónica: engendran nuestro mundo minuto a minuto, secretan la materia que circula discretamente de cuerpo en cuerpo, de individuo en individuo, de especie en especie (figura 1).
Emanuele Coccia (2019, p. 27)
Desde mi tierna infancia he vivido en el barrio La Gasca (Quito-Ecuador). Lo mágico de la calle de mi casa era que, en su extremo sur, estaba interrumpida transversalmente por una quebrada en cuyos lados se levantaban árboles grandes, altos, robustos. Recuerdo la calle empedrada, llena de escondrijos y recovecos vegetales, el susurro de las hojas moviéndose, el azul-turquesa de la montaña, las nubes de formas fugases y tonos violáceos. La calle era nuestro lugar de juegos. La quebrada fue rellenada cuando yo todavía era niña, la magia se esfumó. Todo fue cubierto por cemento. Durante años he tenido un sueño recurrente: camino por un sendero vegetal lleno de color, junto a un pequeñísimo meandro de agua, entre árboles, arbustos y ráfagas amables, me dirijo hacia la montaña en cuyas faldas está el barrio en el que vivo.
Han pasado muchas décadas desde que esos árboles desaparecieron. Solo han quedado memorias fragmentadas en mi mente y pocos árboles muy maltratados en mi calle. En 1994 la ciudad plantó algunos álamos, fresnos, tilos, en los barrios de Quito. Pocos sobrevivieron y éstos han sido continuamente violentados por los mismos vecinos.
¿Hay algo que se nos está escapando?
La vida fluye sin cesar circulando por todos los rincones e intersticios, en un planeta que, por los intercambios constantes entre entidades y especies que lo habitan, se va transformando permanentemente. Nuestra respiración se sumerge, se impregna, se entrelaza con el aire, el viento, la lluvia …, con el metabolismo de todas las criaturas. De manera constante nos influenciamos entre especies. Parece que todos los seres vivos, por el solo hecho de vivir, transforman lo que les rodea y, como consecuencia, al planeta entero (Coccia, 2021).
Para este texto me apropio del título Nosotros los árboles pues, lo que me interesa aquí es que nos interpela de manera radical y nos descoloca aún más que la relación Yo-Tú, de la que habla el filósofo Martin Buber (1960) cuando se refiere al vínculo con el otro desde nuestro centro (de sujeto a sujeto). Ello, en la propuesta de Buber, se refiere a un objeto con el que no tenemos ninguna correspondencia. Hemos reducido a los árboles y a lo vegetal a cosas, los tratamos como meros objetos, de los que solo nos interesan, en el mejor de los casos, sus mecanismos, sus descripciones y sus nombres científicos.
El título Nosotros los árboles (original en francés: Nous les arbres) nos cuestiona directamente, nos pone cara a cara de algo que, parecería, no hemos logrado todavía ver, menos aún entender: lo que les ocurre a los árboles nos ocurre a nosotros mismos; la destrucción de estos seres antiguos es nuestra propia destrucción.
¿Cuáles son los vínculos que nos enlazan con los árboles? ¿Qué aprendemos de ellos cuando los miramos realmente y comprendemos su rol determinante en la vida del planeta? Pablo d´Ors afirma que el mirar algo con atención nos desvela la mirada del todo, “esa rama representa la totalidad de la primavera” escribe John Berger (2009, p. 16).
Ahora sabemos más sobre la forma de vida colaborativa tanto de los árboles como de las plantas, sabemos mejor acerca de su interdependencia. Sabemos además que, para mantener la vida, el mundo nos exige recolocarnos y repensarnos en una interrelación que no deja fuera nada. El biólogo y botánico Francis Hallé, en la entrevista que le realiza el periódico El País el 3 de noviembre de 2020 sobre su libro La vida de los árboles, manifiesta “ha llegado el momento de reconocernos como otra más de las especies que habitan el planeta”.
Stefano Mancuso (2021, p. 51), biólogo, profesor de horticultura y fisiología de las plantas, nos advierte que nuestro conocimiento de las plantas sigue siendo muy vago y asociado a ideas erróneas. Se pregunta y nos pregunta
¿Nos hemos dado cuenta de las capacidades reales de las plantas? [Los árboles y el mundo vegetal en general] tienen la facultad de percibir enseguida el más mínimo cambio en su entorno […] además poseen la capacidad de registrar un número elevado de parámetros, inclusive los campos magnéticos u eléctricos que se escapan, con excepciones muy raras, a la percepción de los animales […] Por cuanto no pueden moverse y huir frente a las amenazas, han elaborado facultades muy desarrolladas para defenderse.
La científica Robin Wall Kimmerer (2022), explora también nuevos conceptos en torno al mundo natural y cree que estamos al borde de una revolución en la comprensión real de la sensibilidad de estos seres:
(…) lo que estamos revelando [con los estudios científicos recientes] es el hecho de que [árboles y plantas] tienen capacidades extraordinarias, que son diferentes a las nuestras, […] en realidad, están percibiendo su entorno y respondiendo a su entorno de maneras increíblemente sofisticadas.
Los árboles son tan diferentes a nosotros, su diferencia es tan grande que nos parecen tan lejanos, tan otros:
los árboles no tienen organización centralizada; sus funciones están repartidas en la totalidad de sus cuerpos, no necesitan de órganos específicos. Podríamos calificar su construcción de modular y reconocer en ella, en un cierto sentido, una suerte de colonia […] lo que corresponde mejor a su modo de construcción y de funcionamiento. (Mancuso, 2021, p. 54)
Mancuso nos lleva a reflexionar sobre la importancia invaluable de los árboles para el mundo, nos invita a detenernos para observar sus cualidades tan únicas y tan propias,
los árboles son seres extraordinarios bajo todos los puntos de vista y no en vano se han convertido en la principal fuente de vida de nuestro planeta … en cierto sentido, su construcción es la quintaesencia de la modernidad: su arquitectura cooperativa, distributiva, desprovista de todo centro de comando, es capaz de ofrecer una resistencia eficaz a la depredación catastrófica repetida sin perder su funcionalidad. (2021, p. 56)
Mi relación temprana con los árboles de la quebrada de mi infancia grabó en mí un dolor de pérdida y una añoranza. Camino a diario por el campus de una universidad en la esquina de mi casa; muy lejos todavía, sin embargo, es lo más cercano a mi sueño recurrente. Así, cotidianamente recorro un sendero soleado, entre árboles y arbustos, luces y sombras, la vista de los nevados, la cordillera y el ascenso a la montaña, lo que me da un sentido de gratitud, de reconocimiento y de urgencia de reciprocidad. Me digo, entonces: respiro al unísono junto a todas las criaturas y entidades. Respiro ese aire que es más limpio gracias al continuo metabolismo de los árboles. Esta respiración compartida me permite darme cuenta del lazo tan estrecho que me une a todas las especies.
Hay estudios que examinan la viva del mundo vegetal, en comunidad y en cooperación. Coccia (2021) manifiesta que “las plantas demuestran que cada ser viviente vive una vida que anima indiferentemente su propio cuerpo y el de una infinidad de otros individuos”. El descubrir sus dinámicas y la eficacia de sus interrelaciones nos dará, quizás, acceso a la comprensión de muy diversos patrones de vida en colaboración, que podrían impregnarnos poco a poco de la urgencia de encontrar nuevos caminos y repensar nuestras formas de convivencia en el planeta.
Mientras escribía estas líneas escuché una sierra y varios golpes secos, corrí a la ventana y lamentablemente encontré que estaban macheteando al Álamo, siguiendo las directrices de una vecina molesta de que las hojas secas caigan en su patio. Ayer escuchaba la música de cientos de hojas movidas por el viento de este Álamo de nuestra ciudad de Quito.
Mi alma se hace Árbol y me inclino ante su grandeza, pues imperturbable y con generosidad cuida amorosamente de la vida en la Tierra.