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Índex, revista de arte contemporáneo

versión On-line ISSN 2477-9199versión impresa ISSN 1390-4825

Índex  no.12 Quito nov./may. 2021

https://doi.org/10.26807/cav.vi12.447 

Temas del arte

ENCAJERA IN SITU” DE BEATRIZ GONZÁLEZ: UN ENSAYO SOBRE EL LUGAR EN EL ARTE COLOMBIANO

LACEMAKER IN SITU” BY BEATRIZ GONZÁLEZ: AN ESSAY ON PLACE IN COLOMBIAN ART

1Adryan Fabrizio Pineda Repizo (Bogotá, Colombia, 1983). Filósofo y Magister en Filosofía de la Universidad del Rosario, Magister en Estudios Culturales de la Universidad de los Andes, Candidato a Doctor en Arte y Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia. Docente del programa de Artes Visuales de la Universidad Nacional Abierta y a Distancia. Investigador del grupo Poéticas intertextuales: arte, diseño y ciudad del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional de Colombia y del grupo Intersecciones digitales del a Universidad Nacional Abierta y a Distancia.


Resumen

Este artículo presenta una reflexión en torno a la obra “Encajera in situ” de la artista colombiana Beatriz González. Las relaciones que establece la obra entre la pintura de Vermeer, su correspondiente transformación en el estilo de González, el baúl de mimbre en el que encaja la imagen y el mundo cultural que porta el objeto tejido reflejan el interés de González en pensar y hacer arte desde el lugar. Más aun, la obra misma problematiza la noción de lugar de enunciación del arte, su carácter provincial, in situ y táctico en un mundo de influencias artísticas y culturales dominantes. Su posición invita entonces a revisar categorías y lugares de enunciación para pensar el arte de nuestra región.

Palabras clave: Beatriz González; Encajera in situ; lugar; vocación crítica; táctica; provincial

Abstract

This paper presents a reflection on the work “Lacemaker in situ” by the Colombian artist Beatriz González. The relationships that the work establishes between Vermeer's painting, its corresponding transformation in González's style, the wicker trunk into which the image fits, and the cultural world that carries the woven object reflect González's interest in thinking and making art from the place. Furthermore, the work itself problematizes the notion of place, its provincial, in situ and tactical character in a world of dominant artistic and cultural influences. Her position then invites us to review categories and places of enunciation to think about the art of our region.

Keywords: Beatriz González; Lacemaker in situ; place; critical vocation; tactics; provincial

“Encajera In Situ” (1973) de Beatriz González es una obra singular. Su humilde presencia como pequeño baúl de mimbre se ve exaltada por la lámina con la imagen de “La encajera” de Johannes Vermeer, un cuadro que fascinó a la artista y al que dedicó diversos esfuerzos. Con todo, el hecho de ser un baúl, lo hace más que una citación. Abre un universo de rastros que sobrepasan la presencia. La mutua referencia, de hecho, nos extraña: ¿Encajes guardados o por hacer? ¿Receptáculo de la labor manual y artesanal? ¿Mujer dedicada al encaje de bolillo? ¿Artesana de hilo y mimbre? ¿Cuadro encajado en un baúl? Pero incluso este extrañamiento se intensifica con el título otorgado a la obra: in situ, expresión latina en arte y ciencia del fenómeno en contexto, hace que la encajera esté en su lugar y en su instante, aquí y ahora; ella está instalada en su espacio, ha intervenido el lugar que le corresponde. El baúl-encajera es la contención de un espacio relativo y cultural en sí mismo y, empero, abierto a la mirada en tanto que obra (objeto y labor in situ). La obra de González, así situada, deviene un ensayo sobre el lugar.

Decir que “Encajera In Situ” es un ensayo sobre el lugar demanda seguir las huellas de lo presente. Habría varias pistas en la obra. Primero, ¿por qué Vermeer? ¿Por qué la imagen sobrecoge la presencia visible a un punto que nos obliga a mirar la silueta femenina? Ella misma no nos ve y este es un rasgo recurrente en otros cuadros del pintor de Delft, como “La lechera” (1657-1658). La mirada casi oculta de la encajera, concentrada en el trabajo de bolillos, agujas e hilos para hacer su tejido resulta misteriosa y a la vez develada por el particular trabajo lumínico y de detalles que el pintor holandés dedica a las cosas: la representación en los cuadros de Vermeer, particularmente en su periodo costumbrista, conjuga personajes y objetos de uso: lechera y jarra de leche, mujer y copa de vino, encajera y tejidos. La encajera está en su sitio de trabajo, y no nos ve entrometiéndonos en él. Esta fascinación de la mujer fue de hecho compartida por Dalí en su “Estudio paranoico-crítico de La encajera de Vermeer".

Pero también segundo, Vermeer mismo es un misterio un tanto atópico. La información disponible del artista en sus poco más de cuarenta años de vida es escaza, y la sucinta obra realizada no supera los 35 cuadros, muchos de los cuales son difícilmente fechables. Ubicado en el periodo barroco, su obra no demuestra el barroquismo de su contemporaneidad; antes bien, recurre al estudio de la luz sobre los detalles. Ciertamente sus temáticas reflejan la tradición y cultura de la época, los objetos en sus cuadros lo atestiguan, pero, a la vez, se prestan a especulaciones sobre su presencia y posibles significaciones alegóricas. Finalmente, a su muerte, su desconocida obra ve incrementado el misterio cuando Han van Meegeren, confiesa y demuestra su habilidad para hacer ─y vender─ falsos Vermeer que pusieron en crisis el ojo experto.

El atopismo está en su encajera; en el mundo de su taller, no hay afuera, no hay ventana, la luz es atmosférica. Es un lugar completo, un pequeño planeta para una petite princesse y su “rosa” de encaje. Este cuadro tiene su propia situacionalidad en la punta de la aguja y la mirada compartida, no por los ojos sino en su destino in situ que se extiende hasta los finos dedos y las definidas agujas.

Tercera pista, la obra de González se apropia de la imagen para encajarla en un baúl. ¿Por qué un baúl? ¿Es cualquier baúl? De hecho, es como cualquier baúl de mimbre en una sala o habitación de un hogar, dispuesto a guardar recuerdos, prendas, juguetes. Pero también es el baúl de la plaza de mercado, de la feria artesanal, de la venta de artesanías de la señora que los extiende sobre un manto en el suelo del parque principal del pueblo o al pie de la iglesia o que hay que encontrar en medio de largas y apretadas caminatas entre las columnas de objetos apilados en mercados populares. Esto indica varios aspectos de este objeto que sin duda es culturalmente representativo en nuestro país. Como objeto de uso, su diseño y confección está orientado a la flexibilidad de las acciones que cada usuario plantee en relación con él en el espacio del hogar (Norman, 1990); su funcionalidad no es ajena a las relaciones íntimas y praxológicas que lo hacen parte de la vida cotidiana (Baudrillard, 1987); y cada vez que vemos este baúl, se asocian tanto sus características operativas como culturales que convierten su aspecto burdo por su materialidad y a la vez práctico por su ergonomía en un artículo doméstico dedicado a la mano cuidadosa o al juego personal. De hecho, su ser de mimbre lo distingue del baúl de madera o de metal, útiles a la conservación o seguridad, y lo aproximan al canasto popular, asequible para cualquiera, poco ostentoso, y sin embargo ilustrativo, decorativo y no falto de la ternura que evoca la mano lacerada de anciana tejiendo las secas fibras de mimbre en largas jornadas de dedicación. Otra encajera de fibra natural hecha objeto: un baúl, incluso un cofre o costurero para guardar con cuidado detalles, artículos y recuerdos.

Cuarta pista, la cercanía cultural al canasto lo distancia de la encajera de Vermeer. El encaje con bolillo es una artesanía común y difícil en ciertas regiones de Europa enfocada en un trabajo delicado, elegante, ornamental y de largo aliento, cuyos lujosos productos han sido adquiridos por la nobleza más pudiente. El mimbre, por el contrario, es una fibra natural a la mano de la labor campesina artesanal, flexible y versátil para la realización de una amplísima variedad de tipos de muebles y objetos; su economía, resistencia y longitud ha permitido el uso de un lenguaje creativo casi universal en la elaboración de objetos. Sin embargo, precisamente su forma más común en nuestra cultura, la de los canastos, está asociada a contenedores orientados a facilitar el almacenamiento y transporte de los productos del trabajo de la tierra, con su color y fulgor, tal como lo recuerda la niña y el paisaje campesino en “Mercado del domingo” (1989) de Carlos Santacruz. Es a ese entorno al que el objeto de mimbre remite en nuestro contexto cultural y del que participa este singular baúl de mimbre en tanto referente objetual, pues su sentido práctico se aloja en ese lugar de lo campesino, lo popular, lo artesanal; un lugar sin duda a veces olvidado o desestimado, relativo al hacer doméstico, muchas veces femenino, y del campo en nuestro país.

Ahora bien, tenemos los términos sobre la mesa: el objeto baúl de mimbre y la pintura de Vermeer. ¿Como explicar el acople que realiza González? ¿Con qué términos o desde qué perspectiva puede comprenderse su comunión?

No fue esta la primera vez que González manifestó su fascinación con la pintura de Vermeer. Existe toda una serie de pinturas que González realizó previamente a ponerla in situ en el baúl. Ella relata que tras leer el texto de Kandinski, De lo espiritual en el arte, exploró una faceta abstracta a través de una relación con “La encajera” (Ortiz, 2014). En estos casos, poco a poco la representación de mujer se fue difuminando en medio de la exploración del lenguaje visual. Sin embargo, insatisfecha con ello, González retornaría a esta pintura una vez iniciado el periodo de muebles y objetos; “la Encajera” fue trasladada a una lámina de metal y pintada en el característico estilo de González, donde los detalles son reemplazados por planos de color, la profundidad da paso a las siluetas de las formas y lo reconocible de la imagen se somete al estilo de la artista. Pero, además, esta misma lámina de fondo verdoso es la que se ubica en el respaldo de la tapa del baúl, cuya abertura es necesaria para destapar a la encajera. Ya su mirada no está, sus manos no apuntan a las agujas, los hilos se han fundido en el color, la mancha de su cabello destaca sobre lo demás y, sin embargo, perdura como encajera, es decir, perdura como lugar que, en este caso, además, debe ser descubierto en el delicado gesto de tomar el mimbre y abrir la tapa. Al proponer esta necesidad, el espacio vermeeriano se introduce en el baúl de mimbre, es consumido y conservado por y en él.

¿Qué ha pasado aquí? ¿Por qué se ha desfigurado el valor representacional de la pintura para dar prioridad al objeto? Y, sin embargo, este objeto es la obra de arte y más aún está in situ. Hay un doble extrañamiento de lugar aquí (y, más aun, de posición e interpretación, como veremos más adelante): el de la pintura de Vermeer hecha silueta y plano de color y el de cualquier baúl de mimbre hecho receptáculo de arte siendo él obra de arte.

La propuesta inscrita en la obra de González habla de un encuentro, armonioso y conflictivo a la vez, entre dos mundos. Encuentro que no se resuelve en falaces hibridaciones o colonialistas mestizajes. Por el contrario, se trata de la producción de un lugar, la enunciación de una topología singular que ha podido hacer uso de las lecciones del arte del siglo XX y, sin embargo, constituirse en una alteridad. Lo que queda por fuera requiere ahora buscar ese otro lenguaje sin afanes de universalidad discursiva, sino de singularidad propositiva. Ese lugar, que es el de lo que somos o podemos ser, es preocupación constitutiva de lo latinoamericano, por lo que en este ensayo sobre el lugar vale la pena explorar perspectivas que lo problematicen con una mirada contextual.

Ya en el texto de 1991 Hacia un pensamiento visual independiente, el crítico y teórico peruano Juan Acha denominó a esta mirada contextual de base “ecoestética”. Para este autor, ni la politización del arte, ni la subsunción al gusto popular, ni la invocación antropológica al primitivismo pueden proveer una base categorial idónea para entender los fenómenos artísticos de Latinoamérica (pp.41, 52). La posibilidad de forjar un lenguaje, un pensamiento visual artístico correspondiente a la propia producción latinoamericana yace en la comprensión de la ecología estética del presente y en cómo en este tiempo confluyen tanto el pasado que lo ha hecho ser como el futuro, la posibilidad de pensar un mundo diferente.

Este “giro”, no discursivo sino vital, pone en cuestión entonces el punto de vista requerido para entender el lugar desde el que ha de ser vista una obra de arte como el baúl de mimbre del pasaje artesanal que ha incluido en sus fibras la mujer que teje y el lugar que esta misma obra propone. En algunos análisis del arte colombiano hay indicaciones y limitaciones que apuntan en esta dirección, aunque en ocasiones no dejan de adoptar un lenguaje acomodado. Desde puntos de vista distintos, Malagón-Kurka o Ivonne Pini han abordado el trabajo artístico de González sin apelar a categorías genéricas y aculturales. Por el contrario, destaca el contraste al reconocer la manera en que la cultura colombiana ─su estructura vital y su ecoestética─ puede ser el motivo que explica la obra de González. En Arte como presencia indéxica, Malagón-Kurka aborda la obra de González desde el concepto de signos indéxicos. Para ella, el acople de muebles e imágenes implicaba la recontextualización de ambas entidades y, con ello, su resignificación. Obras como “Naturaleza casi muerta” (1970), “Baby Johnson in situ” (1973), “La última mesa” (1970) hacen patente las relaciones entre lo funcional, lo decorativo y los estereotipos culturales, cuyo ensamble constituye una reinterpretación cultural.

Con todo, queda la duda de si dicho vocabulario indéxico identificado por la autora es suficiente para entender esta obra y si, en efecto, lo indéxico no es algo que se puede encontrar en otros productos estéticos, no solo artísticos. Pues, como se ha visto, tanto el Vermeer con relación a su propio mundo, como el baúl de mimbre con relación a la cultura colombiana son también, entre otras cosas, indéxicos en la medida en que sus elementos señalan causas de estructuras o comportamientos que los han llevado a ser. El problema con los índices es que pululan en la experiencia cotidiana de seres lingüísticamente formados y que, además, su función es usualmente retroactiva: tiende a mostrar causas, no ha proponer novedades.

El elemento propositivo parece aludirse en el texto de Ivonne Pini Transculturación en el arte colombiano. El concepto de transculturación, tomado del antropólogo cubano Fernando Ortiz en su libro de 1941 Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, se opone a la idea del mestizaje, término con halito colonialista que se refiere a la mezcla de razas en una amalgama indiferenciada de sus elementos; por el contrario, “la transculturación reconoce la existencia y subsistencia de los elementos heterogéneos que conforman la mezcla”, a la manera de un contrapunto musical en el que “en la fricción generada por el contrapunto se genera un espacio de enunciación nuevo y diferente a los dos elementos que se pusieron en contacto inicialmente” (Pini, 2012, p.2). En esta perspectiva, no solo el arte sino las sociedades latinoamericanas no deben ser vistas como resultado de una mezcla de lo primitivo indígena/africano y lo europeo colonizador, sino como una compleja realidad diversa, cambiante y conflictiva, pero característica y autónoma. La transculturación implica reconocer la producción más que la reproducción, en el orden de la cultura, la subjetividad y las artes.

Para Pini, González lleva su indagación hasta el espacio de lo local: “la Encajera se relaciona con la ilustración de almanaque, objeto anónimo que muchas veces termina decorando los hogares de sectores populares colombianos” (Pini, 2012, p.11). Al incluir la referencia a lo popular, González estaría cambiando el objeto de interés de lo plástico a la significación de la cultura “universal” en el contexto local. La relación con las imágenes elegidas, del arte o no, era similar a la relación con los objetos que ella veía y adquiría en sus recorridos más cotidianos. De modo que las relaciones entre lo artístico y lo popular, lo europeo y lo local son en la obra de González una búsqueda de un lenguaje artístico propio y latinoamericano, un lugar de enunciación alterno y con su propia ontología.

Por ello el trabajo de González es definido por ella misma como provincial. Y su provincia se expresa en “Encajera in situ”. De ahí la alusión a esta obra como un ensayo sobre el lugar, esto es, como la producción de un lugar de enunciación que no es el del maestro holandés, ya devenido figuralidad mediante la apropiación y transformación de González, ni, en sentido estricto, el de lo popular del baúl de mimbre. Es un espacio cultural diferente, alegremente subdesarrollado, insignificantemente posthistórico, y propositivamente consciente de sí y su propia realidad. “Subversivo” o “provincial” son términos que señalan fronteras y que niegan su pertenencia a un centro dominante o una mezcla indiferente.

¿Es este lugar, este baúl que contiene al maestro europeo, lo guarda y conserva alterado, al punto que el tejido de mimbre deviene él mismo una nueva y resignificada encajera, es dicho lugar tan solo un exotismo o un esfuerzo aislado de González? Si la idea de que el recurso al baúl está en las estructuras vitales de nuestra ecoestética es cierta, la respuesta no puede ser esa.

“Encajera in situ” carece de exotismo, es abiertamente provincial tanto en el reconocimiento de su propia latitud, como en el juego subversivo del lenguaje artístico dominante. El “exotismo” es un mote con el que se ha simplificado esta dinámica “provincial” del arte latinoamericano. Y esta inexactitud y simplificación es, más aun, una tendencia identificada por Mari Carmen Ramírez (2004) en el boom multicultural del arte contemporáneo en Estados Unidos y Europa, particularmente desde las décadas de 1980 y 1990. La mirada multicultural con la que se hicieron aproximaciones e inclusiones al arte latinoamericano afirma Ramírez, fue una reproducción del primitivismo de inicio del siglo XX que favoreció la construcción de una mirada esencialista del arte latinoamericano en el mainstream del arte internacional. A través de lo “exótico” o lo “primitivo”, el aporte artístico se reduce a un espectáculo carnavalesco de lo irracional. Por el contrario, Ramírez resalta la manera en que el arte latinoamericano se establece como alteridad en función, no de reproducir el imaginario colonial de Latinoamérica como utopía europea, sino de establecerse a sí mismo como una utopía emergente de las realidades socioculturales latinoamericanas, conflictivas, heridas y desiguales. Mari Carmen Ramírez tiene la mirada puesta principalmente en países donde el recurso a esta construcción utópica de lugar fue una relectura del pasado precolombino y las dictaduras militares como repertorio para leer el presente y proponer un espacio vital alterno para el propio contexto social y cultural, como el uruguayo Joaquín Torres-García o el argentino Xul Solar. Pero la forma del argumento es sugestiva al usar el término “utopía invertida” como el lugar construido por el arte latinoamericano a partir de tres características: el diálogo entre historia y presente, un vocabulario y medios innovadores para comunicar a través del arte y el uso de la mirada artística para insertarse e influir en la matriz social de sus respectivos países (Ramírez, 2004, p.4).

Si este diagnóstico de Mari Carmen Ramírez es plausible, ello significa que el lugar del arte latinoamericano, que hemos procurado problematizar desde nuestro contexto a la luz de Encajera in situ de González, tiene como principal base de constitución una ineludible vocación social y es precisamente aquello que mostraría la manera en que lo provincial puede ser el aura que motiva la obra. Por ello, para finalizar, estimo necesario verla de otra manera, en al menos tres características: la vocación crítica, la táctica de sentido y la producción en la contradicción.

“Encajera in situ” es una obra con una vocación crítica abierta. Desde el momento en que el clásico europeo es planificado e incorporado, consumido y guardado en el espacio interno del baúl, el objeto de mimbre deviene la encajera propiamente dicha y situada. Pues es esta nueva encajera contextualizada la que teje y se apropia, sin subordinación, del referente cuyo nombre re-utiliza. Gabriel Peluffo Linari destaca cómo la vocación crítica en el arte latinoamericano no se puede basar en sectarismos políticos, sino en la posibilidad de “manipular la duda” ─de generar extrañamientos─ para despertar el ánimo inquisitivo y cuestionador en sociedades cuyos recientes pasados militares o violentos y cuyas democracias débiles han sembrado “no solo escepticismo político, sino un generalizado escepticismo antropológico y epistemológico al cual hemos arribado históricamente por una vía bien distinta a la del posmodernismo de la opulencia” (Linari, 2005, p.27), caracterizado por la pérdida de sentido y la banalización de la vida social. La vocación crítica del arte latinoamericano, afirma Linari, (2005) se manifiesta como la posibilidad de “desarrollar formas contrautópicas respecto a este metadiscurso conformista […] valiéndose de su formidable riqueza iconográfica y de su sólida asimilación política del arte conceptual” (p.28). En otras palabras, es lo figural y lo relacional de una encajera de mimbre que consume al maestro europeo y enlaza una nueva forma artística in situ.

Respecto a la táctica de sentido, en lugar de incorporarse en una reflexión sobre el propio lenguaje plástico y su no objetualidad, Ramírez (2005) encuentra que el compromiso activo con lo real y con la vocación crítica del propio contexto se contrapone, en el conceptualismo latinoamericano, a la idea de la desmaterialización del objeto artístico. Ella identifica una tendencia a la “recuperación del objeto” como un medio idóneo para entrar en contacto con el espectador: “esto conlleva tanto un cuestionamiento como una activación de las facultades semióticas del objeto con el fin de producir significados relativos a la posición del objeto dentro de un contexto o circuito social más abarcador. Por medio de esta interrelación dialéctica nutrida de elementos de “lo real”, los artistas buscaron una “proximidad participativa” con el espectador” (p.45). No que el objeto de uso fuera el único medio posible, sino que la táctica orientada a la problematización de lo real lo afincó como idóneo al respecto. De ahí la prelación del baúl-de-mimbre como objeto-encajera: conecta con amplitud al espectador participante según sus expectativas y sentido práctico culturalmente consolidado, pero ya no solo en el extrañamiento crítico de inclusión del sujeto en la obra, sino de una apertura de sentido sobre la realidad del sujeto extrañado y sobre las relaciones culturales en tensión en la obra objetual.

Es por ello que “Encajera in situ” no hace etnografía, aunque la artista haya hecho un recorrido de observación. No es multi o transcultural en el sentido etnográfico que observa y representa a la cultura en el marco de lo global. Remite, por el contrario, siguiendo a Ramírez, a una implementación de “tácticas para vivir de adversidad”. El arte latinoamericano contemporáneo se abre camino como un “modelo táctico […] una lucha desatada en todos los frentes posibles con el propósito de generar significados en un mundo regido por la más abismal insignificancia” (Ramírez, 2005, p.52). ¿Qué más insignificante que un objeto de mimbre? Sustituible, desechable, imposible de ostentar, es el medio que utiliza González para que él, en tanto objeto popular, sea la táctica de significación en la obra que paradójicamente exalta el mundo provincial que instaura.

Finalmente, en “Encajera in situ”, dos aspectos confluyen en abierta y productiva contradicción. El aura del objeto de consumo Vermeer y la estética del producto artesanal baúl-de-mimbre. Pertenecientes a dos planos de distribución de mercancías diferentes, se encajan en la obra de González instaurando otro lugar. O, en otras palabras, al hacer uso de los potenciales significantes de estos dos planos, construye uno distinto donde ya no caben motes de exotismos o de centro-periferia, por ejemplo, sino que deconstruye sus respectivos orígenes para situarse en el espacio de la contradicción constitutiva que implica encajarlos y, con ello, para lograr el brillo aurático consistente en alimentar una alteridad no fetichizada a través de la extrañeza. En palabras de Ticio Escobar (2005),

se trata de restaurar las posibilidades que tiene la empatía aurática asumiendo o refutando sus vínculos con un origen esencial que ha sido fetichizado. Posibilidades de instaurar un espacio para el silencio y el enigma, el pliegue, la densidad y el recodo íntimo que escapen al exhibicionismo obsceno de las vitrinas globales. Posibilidades, en fin, de precipitar juegos oscuros entre lo mismo y lo otro. (p.20)

Es por ello que “Encajera in situ” es un ensayo sobre el lugar: construye un espacio de lo otro en lo mismo. Pero este es un lugar que, por ello mismo, demanda la reflexión in situ de un lenguaje correlativo, que no se puede meramente asimilar a la adscripción a los “giros” omniabarcantes del discurso artístico vigente. Para Escobar (2005), ese lenguaje debe, como primera medida, descentrarse de modelos de identidades como el basado en la distinción centro-periferia o el de la hibridez,

[…] porque ese registro tiende a reproducir la asimetría del vínculo y a legitimar la exclusión que resulta de él: lo periférico significa lo intruso, lo que ha sido expulsado o crecido extramuros y lucha porque su habla, remedada de la lengua “occidental”, sea reconocida por las instituciones del centro […] La mercantilización cultural del capitalismo contemporáneo exige que este renueve sus productos alimentándose de alteridades: lo auténtico y lo original, lo étnico, lo popular, son explotados comercialmente detrás de los pasos de una cultura que avanza celebrando la impureza, la hibridez y el pastiche. (p. 13)

Por el contrario, el lenguaje debe tener su propio espacio, su propia provincia, capaz de ser un lugar de disenso y de poesía. Habría, empero, que evitar esencializar ese espacio para, con ello, no recaer en neutralizaciones consumistas. Lo colombiano o lo latinoamericano bien podría declinar en otro estereotipo. Pero una vocación crítica y una táctica de sentido asentada en las complejas dinámicas del contexto al que se plantean como una alternativa de sentido debe ser un permanente juego de contradicciones, de “fuerzas variables cuyo interjuego moviliza negociaciones y supone reposicionamientos, avances y retrocesos, conflictos no siempre resueltos, soluciones provisionales, inesperadas” (Escobar, 2005, p.16).

Está la cuestión de mantener activo el juego de fuerzas del lugar de enunciación del arte contemporáneo de Latinoamérica se expresa en el juego propuesto por “Encajera in situ”. De las versiones figurales de pintura de la “Encajera” de Vermeer a este baúl de mimbre hay una permanente transformación del quehacer artístico, para poder llegar a la apertura de ese lugar que invita a cambiar nuestros propios prejuicios y hábitos perceptuales y sensitivos. La posibilidad de abrir ese espacio de cambio es a lo que nos hemos referido como alternativa de sentido: es lo posible en lo material cotidiano, en las imágenes consumidas y los discursos establecidos, lo que se hiere a través de ese baúl-encajera. Pero ello significa que este arte no debe ser meramente asimilado a un lenguaje preestablecido, sino que vale la pena proponer uno acorde al devenir que él mismo es. Acha veía en ello una alteridad plural contrapuesta a los anhelos de identidad en Latinoamérica. Y lo plural, podríamos añadir, es un espacio lógico divergente de la unidad identitaria, pero es también identificatorio. Es una subjetividad en proceso, que se reelabora constantemente desde el lugar en que puede ser enunciada o que se ocluye al refugiarse en una esencia. Ese lugar, in situ, es el que propone una obra como la que nos ha permitido delinear estas reflexiones. No es el del origen, colonial, primitivo o popular, sino un tercero, y más aún, un tercero excluido: el baúl-encajera. El lugar imposible de la lógica que el arte puede explorar y proponer en virtud del carácter sintético de lo simbólico que Adolfo Colombres (2004) encuentra tan característico de la vida cotidiana y el pensamiento latinoamericano (p.21). Lo provincial acusado en la obra de González es ese lugar del tercero excluido que se constituye en alternativa de sentido dentro de los conflictivos esfuerzos de unidad identitaria de la propia cultura.

Referencia

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