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Estoa. Revista de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Cuenca

versión On-line ISSN 1390-9274versión impresa ISSN 1390-7263

Estoa vol.6 no.10 Cuenca ene./jun. 2017

https://doi.org/10.18537/est.v006.n010.02 

Artículo

El depósito industrial transformado en arquitectura y el paisaje: Una nueva mirada a través del land art

The industrial storage tank transformed into architecture and the landscape: A new look through Land Art

María Cabrera Vergara1 

1 Universidad Politécnica de Madrid, España, mariacabreravergara@gmail.com


Resumen:

La aparición de los colosales depósitos industriales en los paisajes urbanos y rurales acarreó cuando menos, numerosas críticas y un importante sentimiento de rechazo; y, una vez que quedaron obsoletos y fueron abandonados, su presencia siguió suscitando igual o mayor escepticismo. El presente estudio pretende valorar de qué modo la intervención en estos objetos y su transformación en arquitectura ha modificado su relación con el entorno así como la percepción que hoy se tiene de los mismos, así como demostrar el potencial que encierran desde el punto de vista paisajístico. El análisis de algunos de estos proyectos evidencia, por un lado, que debido a la naturaleza singular de estos artefactos, los arquitectos que se enfrentaron a su transformación tuvieron que reinventar su modo de trabajar, adoptando metodologías, estrategias y herramientas propias de la disciplinas artística; y por otro, que el potencial conceptual de estos artefactos no puede ser entendido por completo sin tener en cuenta esta dimensión artístico-paisajística.

Palabras clave: arte; depósito; industrial; land art; paisaje

Abstract:

The appearance of colossal industrial deposits in our rural and urban landscapes entailed, to say the least, much criticism and a strong sentiment of rejection. And once obsolete and abandoned, their presence continued to provoke equal or even greater skepticism. This study aims to value how the intervention in these objects and their transformation into architecture has modified their relationship with their surrounding environment as well as the current perception people have from them, and to demonstrate the potential they hold from the landscaping point of view. The analysis of some of these projects evidence on the one hand, that due to the unique nature of these artifacts, the architects who had to face the task of transforming them had to reinvent their way of working, adopting methodologies, strategies and tools from the artistic discipline; and on the other, that the conceptual potential of these artifacts cannot be fully understood without taking into account this artistic and landscaping dimension.

Keywords: art; industrial; land art; landscape; storage tank

1. Introducción

Ya sea de manera más o menos notable, la presencia de cualquier artefacto industrial siempre ha supuesto una alteración en la condición territorial del lugar en donde se encuentra. Con el paso del tiempo, una vez convertidos en desecho y lejos del contexto - funcional y físico- en el que se concibieron, estos objetos adoptaron nuevos significados, contribuyendo a definir nuevas formas de paisajes contemporáneos.

En el ámbito geográfico occidental, los artefactos dedicados al almacenaje -ya sea en forma de silos de grano o de materiales, o tanques de agua o combustible- fueron aquellos que siempre tuvieron mayor presencia y relevancia en nuestros paisajes; los cuales, una vez abandonados, se intentaron con frecuencia recuperarlos transformándolos en arquitectura. Es por ello que resulta particularmente interesante y necesario estudiar y evaluar de qué modo la transformación de estos objetos industriales -además de recuperarlos- ha permitido modificar la percepción que hoy se tiene de los mismos, así como potenciar su rol como elementos paisajísticos

2. El paisaje como hecho cultural, único y fragmentario

Con el fin de poder entender la relación de estos artefactos industriales con el paisaje, la primera necesidad es definir qué entendemos exactamente por paisaje. A pesar de que existen numerosas definiciones, la más compleja -y, quizás por ello, la más acertada- probablemente sea la enunciada por Rafaelle Milani, autor de “El Arte del Paisaje” (Milani, 2008), que define el paisaje como una gran experiencia de emoción, de visión y de contemplación, pero también del trabajo humano sobre territorio y el ambiente (Milani, 2008). De algún modo, esta definición dibuja el paisaje como ‘un hecho cultural’, trascendiendo lo estrictamente natural para incluir también la obra humana, algo que también Miguel Aguiló describe como “un archivo histórico de la acción del hombre” (Azcárate, 2009).

Existen innumerables clases de paisaje aunque, tradicionalmente, se ha venido aceptando una clasificación genérica que enuncia dos categorías globales: por un lado el ‘paisaje natural’ y, por otro, el ‘humanizado’. No obstante, la realidad es que, hoy en día, el paisaje natural y el humanizado ya no guardan prácticamente diferencias. Tanto es así que tal y como asegura Azcárate “puede afirmarse sin excesivas precauciones que el paisaje natural simplemente no existe, y que cualquier paisaje es, necesariamente, cultural” (Azcárate, 2009).

A esta desaparición de la frontera entre paisaje natural y humanizado, hay que añadir la reordenación del territorio. Tras los cambios sociales y económicos de la segunda mitad del siglo XX -en parte debido a la explotación de las tierras rurales y en parte al desarrollo de las infraestructuras de comunicación- se produjo una rápida expansión de la zona urbanizada que provocó la desaparición del orden territorial hasta entonces conocido. El nuevo orden se materializó de forma segregada y sus fragmentos delinearon un paisaje que hoy conocemos como urban sprawl o ciudad difusa: un tipo de desarrollo caótico y homogéneo, cuya única conexión con el paisaje se producía a través de las infraestructuras.

Dado el contexto tan complejo, la arquitectura ha tenido que asumir la misión de tratar de integrar funcional, cultural y estéticamente todos estos fragmentos, con el fin de devolver la coherencia al conjunto del territorio. En esta dirección es en la que, de un modo u otro, los arquitectos han trabajado siempre, si bien con los artefactos industriales nunca lo tuvieron fácil: ni antes, ni después de su abandono.

3. Una presencia incómoda

El punto de partida fue todo menos favorable; independientemente del tipo de contexto en el que se erigieran, los depósitos industriales siempre supusieron una presencia incómoda (Azcárate, 2009). En un primer momento, un paisaje tecnológico era algo a lo que el hombre no estaba acostumbrado y como acertadamente explica Antoine Picon, la aceptación de este nuevo tipo de paisaje “suponía dar la espalda a varios siglos de tradición que generalmente habían asociado la contemplación del paisaje con la idea de serenidad”. Es lógico que por este motivo provocase “desconcierto e incluso ansiedad, si bien es paradójico, cuando en realidad lo deberían producir mucho más paisajes ultraurbanos” y en cambio, nadie se ha quejado nunca de eso (Picon, 2000).

Algo que es innegable es que la mayoría de los recintos industriales dieron lugar a espacios desestructurados e inhóspitos, ajenos a los conceptos tradicionales de belleza; y, la experiencia directa que se ha tenido de ellos, ha sido más bien escasa. No son parajes accesibles y cuando se encuentran dentro de la ciudad, su presencia impone tal respeto que, en general, todos los evitan en su camino (Marrodán, 2007).

Pero además de aquello que atañe a la propia naturaleza de los espacios industriales en general, otros factores también contribuyeron a que los depósitos industriales pareciesen elementos ‘fuera de lugar’. Por un lado, estaba el hecho de que los depósitos fueron concebidos independientemente del enclave donde fueran a ser implantados; por otro lado, se trataba de artefactos conceptualmente ‘volcados sobre sí mismos’ (Azcárate, 2009) a diferencia de una fábrica -capaz de crear una micro-ciudad a su alrededor- los depósitos fueron concebidos para proteger su contenido del exterior y, por tanto, funcionaban de manera endogámica.

A pesar de que su existencia dependiera del entorno, nunca fueron pensados para poder crear una relación con él. Y, en tercer lugar, la monumentalidad de estos objetos impedía que pudiesen ser observados de un golpe de vista -salvo en la distancia-, lo cual acabó convirtiéndolos en un concepto tan abstracto como el de aquello que contenían en su interior (Charney, 2008).

En otras palabras, estos artefactos de escala casi heroica contrastaban fuertemente con el paisaje; y, si bien su presencia era ineludible y cada vez más frecuente, no fue bien acogida, dando pie a innumerables debates que fueron recogidos en diversas publicaciones. El texto de 1957 titulado; “The gasholder problem in the landscape” de W.R. Garret (1957) fue uno de los primeros en poner de manifiesto la incomodidad que suponía su presencia en el horizonte natural (Garret, 1957).

Esto, por suerte, no siempre fue así. La publicación de otro texto de la misma época (Crowe; Browne, 1957) abrió el camino hacia un cambio de actitud, planteando cómo se podrían tratar paisajísticamente estos artefactos para sacar el máximo provecho a su arquitectura y a su relación con el entorno. Sus autores exponían que el problema de los paisajes industriales no eran tanto los edificios como la falta de tratamiento de sus inmediaciones que solían convertirse en parajes abandonados o vertederos mientras abogaban por introducir elementos de escala intermedia tales como colinas artificiales, masas de árboles y grandes planos de agua o césped -como los que utilizaba el famoso paisajista Le Nôtre- como solución efectiva e inmediata (Crowe, Browne, 1957).

Otra publicación de 1960 titulada: “Water towers can enhance landscape” dio un paso más en esta misma línea y destacó cómo los nuevos proyectos de torres de agua contaban con diseños cada vez más estilizados, complejos y elaborados que podían tener un interesante papel paisajístico. Estos textos -si bien escasos- marcaron el comienzo de un nuevo modo de pensar: se comprendió que no tenía sentido seguir tratando de esconderlos, sino que había que aceptarlos como nuevos elementos paisajísticos así como encontrar las herramientas para sacarles el máximo provecho.

4. Un vínculo paisajístico

Con el tiempo y con un análisis más detenido se fue constatando que éste era un apriorismo algo sesgado y que, en realidad, eran muchos los aspectos que los vinculaban al lugar.

Por un lado, al igual que el paisaje es un archivo histórico de la acción del hombre, los artefactos que lo habitan también lo son: los depósitos son productos, testigos directos y símbolos por excelencia de la acción del hombre sobre la tierra. Tal y cómo describe César Aitor Azacárate, el diálogo de los silos con su entorno “nos habla del cambio producido en el campo, de los cambios sociales debidos al avance de la industria y de los cambios originados por la técnica y estética en los campos de la ingeniería y arquitectura, y que han evolucionado lentamente a lo largo de muchos siglos de historia” (Azcárate, 2009); una percepción que reposa de forma latente en nuestro subconsciente y aflora cada vez que los contemplamos, haciéndonos reconocerlos como parte indisoluble del paisaje.

Por otro lado, cierta parte de esta vinculación se debe a sus imponentes dimensiones. En el entorno rural permiten poner el hábitat en perspectiva, pues actúan como puntos de referencia en medio de la inmensidad (Gustafson, 2005) mientras que en el contexto urbano, si bien inicialmente fueron considerados como una intrusión (Ortiz Sanz, 1996) su escala acabó resultando ser su mayor atractivo.

Un tercer factor determinante es el modo de observarlos siempre de forma dinámica y lejana -desde los medios de transporte- (Marrodán, 2007). Según Robert Riley, estos objetos dominan visualmente el paisaje, en parte gracias a su simplicidad de formas y a su verticalidad que contrasta con la plenitud del paisaje; sin embargo, su importancia también proviene de su distribución homogénea en el mismo: siempre visibles, estos colosales objetos han marcado la presencia de asentamientos o las distancias que recorre el viajero (Riley, 1977).

Y un último aspecto que explica este vínculo con la naturaleza es la sensación de quietud que el depósito emana. A diferencia de las fábricas que anuncian movimiento, rugidos o combustiones y las asocian con la industria sucia y ruidosa, estos artefactos evocan la calma y el sosiego del mundo agrícola y anuncian aquello que se encuentra en su interior: la quietud del vacío contenido, el silencio.

Todos estos factores lógicamente contribuyeron a facilitar su transformación en arquitectura.

5. La ruina en el paisaje: la desindustrialización conforma las nuevas topografías artificiales

Como ocurre frecuentemente, el desarrollo de la tecnología avanza más rápido que la vida útil de sus productos que, en este caso, pronto quedaron obsoletos. En los años setenta, se desencadena así un brutal proceso de desindustrialización (Cano Sanchíz, 2007) que va acabando con todos ellos: “Los restos industriales encuentran su propia identidad y configuran otros paisajes, que ya no son románticos, ni bucólicos, ni pastoriles. Son los nuevos paisajes contemporáneos” (Marrodán, 2007). Y si la aparición de los artefactos industriales en el paisaje crea conmoción, su abandono y paulatina desaparición da pie a una nueva oleada de sentimientos.

Como describe Picon, a pesar del desinterés -e incluso rechazo- inicial que pudieron suscitar y de que estos paisajes se encontraban en condiciones deplorables, oxidados y desprendían un halo de polución, al mismo tiempo encerraban una extraña belleza. Dentro de su rudeza y brutalidad, creaban un paisaje que, si bien, de algún modo era estremecedor y espantoso, en su crudeza resultaba más auténtico que los distantes paisajes urbanos emergentes (Picon, 2000).

En ese momento, las expectativas se tornan hacia los arquitectos, de quienes se espera que hallen una solución para estos residuos sin futuro. Dada la desaparición del paisaje rural que había dado razón a su existencia, así como a la reordenación a la que se había visto sometida el territorio, el problema ya no radica únicamente en crear arquitectura con unos artefactos industriales obsoletos, sino en cómo lograr ‘vincular’ una nueva realidad arquitectónica con un entorno diferente a aquel en el que surgieron y que le es ajeno. ¿Cómo hacer que dos realidades -pasado y presente paisajístico del objeto- pudiesen entrelazarse arquitectónicamente?

6. Nuevas soluciones: las herramientas del environmental art

Fueron fundamentalmente dos las estrategias que vislumbraron los arquitectos para hacer frente a esta situación paisajística: la primera consistía en optar por la conservación de la ruina o la musealización -y/o la conversión del conjunto en parque público-. Si bien loables y muchas veces necesarias, en algunos casos originaron soluciones que podían resultar algo ‘artificiales’, dado que convertían el desecho industrial en un elemento ajeno a la escena arquitectónica cotidiana.

La segunda abogó en cambio por tratar de reintegrar el objeto en su nueva realidad, apostando por su transformación en el seno de un ‘contexto preexistente’. Se trata entonces de lograr su recuperación no sólo como artefacto, sino como ‘elemento re-ordenador’ del territorio; algo que -desde la aparición del paisaje fragmentario- se había convertido en un objetivo prioritario.

El problema era ¿cómo llevarlo a cabo no sólo desde el punto de vista funcional, sino paisajístico? El paisajista Udo Weilacher muy acertadamente advertía que “los buenos proyectos de transformación no tratan de tapar las discontinuidades paisajísticas, sino de dar una nueva interpretación a los restos” (Weilacher, 1999), objetivo que los arquitectos probablemente pretendían. Ahora bien, ¿cómo es posible transformar un objeto en escenario de vida?, ¿cómo mantener su origen visible y al mismo otorgarle un nuevo significado?; y, sobre todo, ¿cómo es posible lograr esto, cuando se trata de trabajar con artefactos que son ‘extraños’ al lugar donde se implantan?

El tiempo demostró que no había que buscar muy lejos. La solución estaba allí, si bien quizás donde menos lo esperaban: en el mundo del arte. Casi una década antes, en plenos años sesenta, los artistas -siempre visionarios- ya habían comenzado a percatarse de esta nueva realidad paisajística y preocupados por la situación habían comenzado a enfrentarse a ella, haciendo uso de una serie de herramientas, metodologías y estrategias que precisamente buscaban y necesitaban los arquitectos. El clima histórico y cultural para que este proceso de investigación artístico se diera fue especialmente propicio. Lo cierto es que mientras crecía el conflicto entre paisaje industrial y natural, en ese momento irrumpe en el pensamiento posmoderno una conciencia ambiental, apareciendo nuevas nociones como la ecología y el medioambiente que acrecientan la preocupación e interés por la recuperación del paisaje.

La primera aproximación a estos artefactos se produce por medio de la fotografía. No obstante, tras evidenciarse a través de ella la existencia de un entorno postindustrial en profunda agonía pero a la vez de enorme potencial, el resto de artistas testigos de tal hecho sienten inmediatamente el deseo, la necesidad y, sobre todo, la responsabilidad de abandonar las salas de exposiciones y actuar. Aparte de su curiosidad artística innata, el carácter enigmático y melancólico de estos territorios en ruinas y el potencial que encierran para intervenir con total libertad, son determinantes a la hora de despertar en ellos este deseo de trabajar (Weilacher, 1999). Surge así un conjunto de obras hoy catalogadas como environmental art. Si bien no pueden considerarse estrictamente como movimiento artístico, todas ellas comparten un mismo fundamento y propósito: recuperar el paisaje por medio del arte (Raquejo, 1998).

El análisis desarrollado a continuación, permite especular con la posibilidad de que para transformar estos artefactos y lograr reconectarlos con el paisaje, los arquitectos o bien fuera influidos, o bien buscaron deliberadamente en el environmental art herramientas y estrategias que les permitiesen -o al menos les inspirasen acerca de cómo- abordar su transformación. De lo que no cabe duda alguna es que, por un lado, ya se produjese de forma consciente o inconsciente, a menudo reproducen los mecanismos de actuación de estas corrientes ‘artístico-paisajísticas’, particularmente las del land art; y, por otro, que tal y como se podrá constatar a continuación, estos artefactos transformados se comportan -respecto al paisaje- de un modo muy similar al que lo hacen estas obras land art.

7. La transformación de los depósitos industriales y el land art

El land art es algo complejo de definir, como explica en su libro Tonia Raquejo: “No es un movimiento ni desde luego un estilo: es una actividad artística circunstancial que no tiene programas ni manifiestos estéticos” (1998). Surge en la década de 1960, consolidándose hasta casi 1980 como una manifestación artística en contra de la artificialidad, la estética plástica y la implacable comercialización del arte de finales de los cincuenta en Estados Unidos. Los exponentes de land art rechazaron el museo y comenzaron a desarrollar proyectos paisajísticos monumentales que “reclamaban todo el espacio abierto de la naturaleza” (Marrodán, 2009). A menudo se ha hablado de los artistas land art como paisajistas, pues en el fondo pretendían construir una determinada visión del paisaje (Tiberghien, 1995). De hecho, sus intervenciones se conforman con materiales naturales autóctonos y, a menudo, parecen sucesos fruto del azar geológico. Ya no se trata de esculturas colocadas en el paisaje, sino que el paisaje se convierte en su medio de su creación: el territorio ya no es el site - emplazamiento- de la obra, sino aquello que la conforma.

El land art tiene, en definitiva, una naturaleza compleja. De alguna manera, deriva del arte conceptual, pues “no se espera que el espectador viaje para ver la obra, sino que resulte un encuentro casual” (Raquejo, 1998); también comparte con el arte de instalación un interés por “el carácter procesual de la obra, y la necesidad de una participación activa del espectador, y especulativa” (Raquejo, 1998). Otros autores como Gilles Tiberghien destacan su vínculo con el arte escultórico (Tiberghien, 1995). También hay quien, como Michael Heizer, considera que “se trata de arquitecturas, aunque el resultado sean esculturas” (Tiberghien, 1995). No obstante, en la actualidad, son muchos los que admiten que probablemente estas obras sean todo a la vez. Basándose en las proposiciones y definiciones de Rosalind Krauss, Tiberghien asegura que en realidad “el land art no es ni escultura ni arquitectura, pero a la vez desciende de ambas. Su peso, su escala y su monumentalidad las acerca a la arquitectura, mientras que la pureza de sus formas, carentes de cualquier referencia antropomórfica, y sin relaciones internas los asemeja a las esculturas minimalistas” (Tiberghien, 1995).

Sea como sea, e independientemente de que se haya llevado a cabo de forma intencionada o no -aparte del hecho de considerar el objeto y el lugar como un todo y de la naturaleza dual de sus obras- el principal punto en común entre la arquitectura de transformación de depósitos y el land art es el modo en que sus obras son concebidas y se comportan respecto al paisaje.

Para ser más concretos, podríamos decir que este ‘paralelismo’ se produce particularmente en relación a la utilización de dos mecanismos o estrategias con el propósito de lograr una conexión con su entorno: uno, su transformación en puntos de dominio visual y, otro, en la creación de ejes visuales.

7.1 El dominio visual

Por un lado, explotando las cualidades del objeto, en muchos proyectos se optó por destinar su planta más alta para crear un punto de observación elevado -o mirador- destinado no sólo a permitir al usuario ‘dominar’, sino también ‘ordenar’ visualmente el paisaje; y, lo interesante es que esta misma estrategia ha sido aquella que ha fundamentado numerosas obras de land art.

Sun Tunnels (Mckee, 2011), de la artista americana Nancy Holt es una de las obras que precisamente se concibieron como ‘mirador’, con el propósito de permitir al espectador dominar a través de ella, el vasto espacio que le rodeaba (fig. 1).

La idea de la obra surgió una noche, mientras Holt contemplaba una puesta de sol en el desierto. La artista se dio cuenta que era la presencia de esta esfera candente la que le daba sentido de escala a la inmensidad que la rodeaba, la que le proporcionaba esa sensación de pertenecer a esta tierra (Lailach, 2007) y sintió el deseo de encontrar un modo de “traer el vasto espacio del desierto, de vuelta a una escala humana” (Malpas, 2008).

Holt explicaba que, con esta obra, de alguna forma pretendía condensar la inmensidad del desierto, darle un sentido de escala a algo que, de no ser por su obra, resultaría ser visual y mentalmente inabarcable. Es más, con su intervención, Holt quería “conjurar un sentido del tiempo” y trascender “la obsolescencia material que nos rodea” (Raquejo, 1998). Por este motivo, eligió materiales duraderos. No era fruto de la vanidad o de un deseo de que la obra perdurase para siempre, sino de crear un sentido del tiempo, de transmitir la idea de que esta obra sería capaz de trascender un intervalo vital (Malpas, 2008).

Figura 1: Sun Tunnels, Utah, Estados Unidos. Nancy Holt, 1976. 

Figura 2: Negev Monument, Israel. Dani Karavan, 1963-1968. 

La artista orientó los extremos de los túneles hacia los solsticios solares y abrió unas pequeñas oquedades en la parte superior del tubo correspondiendo con las constelaciones estelares, con el propósito de conectar los distintos movimientos celestiales con el observador a la tierra (Malpas, 2008).

Algo que sorprende es que a pesar del origen industrial, los tubos no parecen ajenos al territorio. En su trabajo la artista siempre había elegido materiales que, de una forma u otra, tuvieran un vínculo con el entorno; lo cierto es que el hormigón guardaba cierta correspondencia material y cromática con este trozo de desierto. Su geometría sí contrasta por completo, pero esta rotundidad formal era premeditada: Holt sabía que, en un lugar tan vacío, un artefacto de geometría rotunda cobraba fuerza al no competir con nada alrededor (Raquejo, 1998) y, esto le permitía que la obra no fuese valorada como un artefacto al que contemplar, sino -al igual que pretendía toda obra land art- convertirse automáticamente en un medio para ‘mirar’ y ‘poder ver’.

Otro ejemplo paradigmático -aunque considerado por algunos, aún ‘precursor’ del land art- es el Monumento Negev del artista Dani Karavan (fig. 2). Esta obra que domina la llanura de Beersheva -en pleno desierto israelí- fue descrita por su autor como un “puebloescultura de hormigón” (Weilacher, 1999). Su torre, a modo de campanario o minarete, se convierte en el símbolo visible del conjunto y su volumetría recuerda mucho a la de un depósito.

La intervención combinaba los elementos naturales -la luz, el agua, el viento- que más tarde pasaron a formar parte del lenguaje artístico de Karavan. La piel perforada de la torre simulaba el aspecto que tendría una torre de vigilancia bombardeada. Sobre las paredes de esta obra están también grabados los nombres de las víctimas que conmemora.

Sus veinte metros de altura podían ser escalados para alcanzar la cima, mientras se experimentaba cómo las perforaciones convierten al viento en una música, símbolo de la fuerza de la naturaleza. Una vez arriba, nos regala una visión inigualable del inabarcable y dorado paisaje; mientras que vista desde fuera -como un coloso en medio de la llanura- el espectador que la contempla siente, por un lado, cómo el control de la torre extiende su dominio visual y físico sobre la aparentemente infinita extensión que le rodea; mientras, por el otro, agradece su presencia como punto de referencia en la inmensidad. La misma estrategia utilizada por Holt y Karavan puede verse recogida en varios proyectos de transformación de depósitos.

Uno de los ejemplos más evidentes es la restauración de la torre de agua en el Valle de Ruhr (fig. 3). Con el fin de protegerla del abandono, hacer honor a sus orígenes y devolverle un papel igual o incluso más relevante que el que tenía, se ideó convertirla en un Museo del Agua (McGuire, 1994).

Ahora bien, la presencia del anillo acristalado en la parte superior del proyecto plasma la clara intención de convertir esta antigua torre en un punto de observación privilegiado y transformar este antiguo residuo industrial en parte intrínseco al territorio. Y lo cierto es que éste se ha convertido en uno de los mayores atractivos del proyecto. Una vez recorridas las salas museísticas encadenadas en el interior del fuste de ladrillo y alcanzado el punto más alto, el visitante es obsequiado con una visión y entendimiento del territorio inigualable.

Figura 3: Museo del Agua Aquarius, Ruhr, Alemania. Hans-Hermann Hofstadt, 1992. 

También el proyecto del silo de grano abandonado en los campos de Alabama (fig. 4), de autoría desconocida pero retratado por el equipo de Rural Studio, resulta ser un ejemplo representativo. La propuesta consistía en la construcción de una casa que coronase la antigua estructura cilíndrica del depósito que posibilitaba el disfrute de una posición dominante y unas vistas privilegiadas sobre el entorno. Nunca fue completado y la casa permanece desocupada, pero sigue habiendo un goteo de visitantes aventureros que se adentran en ella y la escalan para disfrutar de sus vistas durante unas horas; un hecho que permite que el conjunto inacabado, siga sirviendo aun así para su vocación original: crear un punto de observación privilegiado del mágico entorno.

Sin embargo, aunque en ciertas obras esto es sólo una dimensión del proyecto, en otras se llega a convertir en la razón de ser de la propuesta.

Uno de los casos más sensibles es sin duda el Observatorio de Senillosa, dentro del Parque Natural de Aiguamolls de L´Empordá (Costal, Torrent, 2006) (fig. 5). Originalmente, el proyecto trataba de recuperar cuatro antiguos silos de almacenamiento y secado de arroz; los arquitectos aprovecharon la estructura existente para explotar las virtudes que ofrecía el entorno. Se coronó uno de los silos con un cuerpo de madera, el cual pasó a ofrecer un privilegiado punto de vista y de entendimiento del lugar. El conjunto logró integrarse en el paisaje natural de forma delicada; pero, al mismo tiempo, propició que a través de su dominación visual, este paisaje aún poco conocido pudiera ser apropiado por el imaginario colectivo.

Y algo similar ocurrió en La Torre de Meditación en Delft, convertida por Rocha Tombal Architecten (fig. 6). El proyecto fue concebido con el fin de generar una experiencia sensorial que permitiese alcanzar un estado Zen, a través del recorrido de un espacio (Van Voorthuijsen, 2008). El proyecto es, de alguna forma, un deambular pausado a través de un vacío escultórico que sus creadores describen como una invitación a entrar en otro mundo. La escalera conforma el elemento nuclear de la propuesta, cuyo recorrido se convierte en un proceso de meditación que nos eleva hasta el lugar cumbre: el tanque metálico, que ahora contiene el espacio de relajación y de observación que domina visualmente el entorno. La decisión de no abrir huecos suplementarios en el tramo de ascenso fue quizás la estrategia proyectual más radical, pero sin duda ayudó a preservar la sensación de aislamiento espacial y de potenciar la percepción del dominio visual, una vez alcanzado el punto más alto.

Figura 4: Vivienda en Alabama, Estados Unidos, 2008 

Figura 5: Observatorio de Senillosa, Gerona, España. Joan Escribá y M. Dolors Nadal, 1996. 

Figura 6: Torre de Meditación, Delft, Holanda. Rocha Tombal Architecten, 2008. 

En definitiva, tanto en determinados proyectos de transformación de depósitos analizados como en estas obras de land art, existe una misma voluntad de convertir estos artefactos en medio de ordenación física y visual del paisaje, así como un intento de darle un sentido de escala que permita abarcarlo y, por tanto, comprenderlo. De algún modo, todos estas propuestas artísticas y arquitectónicas han sido exitosas y han logrado acabar funcionando como una especie de ‘panópticos modernos’ (King, 2001), capaces de reordenar visualmente el territorio y, sobre todo, de conectarse de un modo indisoluble al mismo.

7.2 Ejes visuales

La segunda estrategia propia del land art -también utilizada en muchos proyectos de transformación de depósitos- es la creación de ejes visuales que pautan -o incluso determinan- la manera en que estos se perciben y que sirven como medio de vinculación entre interior y exterior de los mismos.

La obra land art Thirty Below (fig. 7) de Nancy Holt es un buen ejemplo de cómo se materializa esto (Beardsley, 1998). La pieza se conforma a través de un cuerpo cilíndrico de ladrillo, en el que unos huecos alargados crean unos ejes visuales que marcan el movimiento de la mirada y determinan la percepción del espectador. A pesar de sus múltiples aperturas -incluida la cenital-, su materialidad es capaz de delimitar de forma clara un umbral entre interior y exterior. Desde fuera, los huecos llaman a escudriñar el interior de la torre mientras que una vez dentro, uno tiene la sensación de encontrase dentro de un fuerte desde el cual se puede observar sin ser visto (Beardsley, 1998) y guía nuestra mirada hacia el exterior o hacia el cielo. No obstante, en esta obra no prima tanto la intención de dominar lo que rodea, como de provocar una relación determinada entre los dos ámbitos -exterior e interior- a través de unos ejes visuales que lo conectan con el paisaje (Beardsley, 1998).

Otra pieza reveladora a medio camino entre el land art y la instalación es Three Gems (fig. 8) del artista californiano James Turrell. Desde la década de los sesenta, Turrell ha tratado de reflexionar acerca de la percepción así como del papel de la materialidad de la luz, de sus efectos ópticos y emocionales (Paulo Roselló, 2012). Su obra trata de ofrecer un estado de visión reflexiva que él denomina "verse a sí mismo viendo" y que permita al espectador tomar conciencia de la función de sus sentidos y de la luz como algo tangible, pero sobre todo de su pertenencia al mundo natural. De allí también su interés por trabajar con los

‘acontecimientos celestes’.

En la década de los setenta, inicia su serie de obras Skyscapes que únicamente se abren al exterior hacia el cielo a través del techo. Estos espacios constreñidos pueden acoger una veintena de personas que sentadas a lo largo de un banco continuo esculpido, puede experimentar la obra. A través de esta serie, entre la que se encuentra Three Gems (2005), se dedica a explorar la percepción humana, la luz, el color, el espacio y el papel fundamental de la especificidad del lugar en su práctica.

Figura 7: Thirty Below, Nueva York, Estados Unidos. Nancy Holt,1980 

Three Gems se diferencia por su geometría cilíndrica y por encontrarse parcialmente enterrada; sin embargo, la intención de todas las obras que componen la serie es la misma: a través de la privación de conexión con el entorno exterior salvo por una apertura concreta, Turrell pretende interpelar al espectador sobre su conexión con el cosmos e intensificar su relación con todos los elementos que le rodean que, de otra manera, le habrían pasado desapercibidos.

Figura 8: Three Gems, San Francisco, Estados Unidos. James Turrell, 2005. 

Así mismo, en algunas de las obras de Gordon MattaClark -que si bien comparten profundas raíces con el land art, también conjugan teorías del pop art, minimalismo y conceptualismo- también se puede apreciar la utilización de esta herramienta, como por ejemplo en Conical Intersect (Jenkins, 2011) (fig. 9). Aunque no hace uso de elementos naturales, Matta Clark siempre trabaja transformando ‘lo dado’ o ‘lo encontrado’ -en la mayoría de los casos, un paisaje postindustrial abandonado- que, si bien difiere de los contextos naturales sobre los que habitualmente actúa el land art permite al espectador establecer reflexiones muy similares. El artista tenía un profundo interés por los lugares ocultos y olvidados de la ciudad y realizaba cortes y sustracciones en edificios abandonados, con objeto de llamar la atención sobre la desaparición indiscriminada de nuestro patrimonio colectivo y de nuestra historia.

Figura 9: Conical Intersect, Paris, Francia. Gordon Matta Clark., 1975. 

En Conical Intersect, Matta Clark perfora, con forma de cono truncado, dos casas del siglo XVII que iban a ser demolidas para construir el entonces controvertido Centre Georges Pompidou. Esta incisión buscaba transformar por completo nuestra manera de percibir el espacio: su estructura, hasta entonces oculta, se hacía visible ante el espectador. A pesar de que no esperaba que éste entrase, recorriese el espacio y lo contemplase desde su interior, sí que su intervención determinaba claramente el vínculo que se establecía con quién ahora lo contemplaba desde fuera: cualquiera que quisiera observar su interior desde la calle, tenía que colocarse alineado con el eje de la sección que el artista recortó. De este modo, la sección realizada en su piel masiva no sólo desvelaba un interior oculto y determinaba la manera de contemplarlo, sino que conectaba las entrañas del edificio con el entorno.

Precisamente con el mismo propósito, esta misma estrategia fue explorada por varios arquitectos en proyectos de transformación de artefactos industriales.

La torre de agua de 1931, convertida en Casa en Soest (fig. 10) (Cleary, 2012) por los Zecc Architecten, es un claro ejemplo. Con objeto de preservar el carácter industrial y la dinámica espacial del magnífico vacío interior, se compartimenta el espacio lo menos posible; y, la única intervención notable es la apertura de un hueco vertical que recorre la altura de la torre (fig. 11) y que constituye la única fuente de luz así como la única conexión con el exterior. A pesar de que a priori pueda parecer que esta decisión proyectual aísla el artefacto, en realidad, limitar la relación con el exterior a través de un único punto, paradójicamente la intensifica. A través de esta incisión, la torre no sólo se experimenta de una determinada manera sino que se vincula de forma clara con el entorno y adquiere un elemento de fachada que realza su presencia.

Figura 10: Casa en Soest, Alemania. Zecc Architectec, 2002. 

Figura 11: Plantas de la torre, Alemania. Casa en Soest. Zecc Architectec, 2002. 

Figura 12: Oficinas de los Het Architects, Holanda. Het Architects, 2008. 

En las oficinas de los HET Architects (fig. 12) -antiguo gasómetro- ocurre algo similar (Knudsen, 2008). Con objeto de controlar los movimientos del cuerpo y de la mirada, se crea una única apertura a un lado y dos pequeñas en el lado opuesto. Estas incisiones marcan un eje de relación visual con exterior. Si bien se trata de una intervención mínima, es capaz de generar una fachada de cara a la ciudad y define claramente la relación del objeto con el entorno: hace que, lo que hasta entonces era un simple artefacto, adquiera una nueva dimensión arquitectónica, pero sobre todo paisajística.

8. Conclusiones

Ya sea en un contexto rural o urbano, la relación entre el depósito y su entorno ha sido tradicionalmente abrupta, a menudo poniendo de manifiesto su carácter de objeto fuera de lugar. Al igual que lo hicieron los trabajos de los artistas land art, las intervenciones arquitectónicas han tratado, mientras mantenían la independencia entre ambos, reconciliar formal y funcionalmente estos elementos con el entorno.

Las decisiones proyectuales que permiten alcanzar esta comunión entre objeto y paisaje, pasan por la revalorización de algunas de sus cualidades morfológicas -su transformación en punto de observación- o el control de la experiencia espacial y sensorial -mediante la creación de ejes visuales y físicos-; todo ello, con un único objetivo: la provocación de un cambio de mirada. Tras su conversión en arquitecturas y la utilización de estas estrategias propias del land art, queda comprobado que se establece un vínculo entre artefacto y paisaje que otorga al objeto una mayor capacidad de transformación y regeneración de todo aquello que le rodea.

A la hora de valorar las similitudes y diferencias, es posible concluir que: por un lado, tanto el artista land art como el arquitecto se enfrentan con lo ‘dado’ o lo ‘encontrado’; mientras, por otro lado, resulta clave el papel de la carga simbólica en las obras o proyectos: ni los artistas ni los arquitectos desean borrar el pasado o abordarlo desde la nostalgia, sino más bien convertir las obras en un medio para reflexionar sobre el espacio y el tiempo. Siguiendo la vía abierta por Duchamp y su teoría del readymade, tanto los artistas como los arquitectos actúan sobre los paisajes post-industriales tratándolos como una realidad descontextualizada que, despojada de parte de su significado original, se reinterpreta - conceptual y físicamente- para adoptar una nueva función y comunicar de nuevo.

Y por último, ambos comparten el hecho de enfrentarse a unos elementos de base formal abstracta que, en cierto modo, suponen una vuelta a los principios del arte primitivo (Raquejo, 1998); y, por ende, permiten una conexión con aspectos profundos del ser humano.

En definitiva, si hay algo clave que el análisis comparativo revela, es que la arquitectura de transformación de depósitos industriales ha instaurado nuevos parámetros arquitectónicos en la relación entre edificio-entornoindividuo, pues pasan de ser artefactos mecánicos a convertirse en marcos espaciales que reconfiguran por completo la relación con el entorno. Así, al igual que las expresiones artísticas de las que beben, desde el punto de vista paisajístico, probablemente la mayor virtud de estas nuevas arquitecturas es que no parecen ser concebidas como proyectos para ser vividos, admirados o contemplados sino al igual que las obras land art, para convertirse en un medio que permita al espectador mirar, ver y comprender.

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Recibido: 31 de Agosto de 2016; Aprobado: 03 de Diciembre de 2016

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