Introducción
Como punto de partida, es necesario explicitar que los análisis presentados en este trabajo orbitan en torno a la producción (psico)social del espacio público urbano. En esta línea, el trabajo se ancla en la ciudad de Córdoba, Argentina, particularmente, en la acción colectiva juvenil denominada “Marcha de la Gorra”. El estudio de esta movilización se desarrolló durante nueve años, en el marco de una tesis doctoral en psicología. Caracterizamos a esta acción como “antirrepresiva”, ya que sus demandas se orientan a interpelar y denunciar la selectividad con que opera el control policial sobre los cuerpos en la trama urbana, particularmente sobre aquellos en los que interseccionan lo popular y lo juvenil.
Para comenzar, retomamos aportes de las ciencias sociales respecto de la producción social del espacio. Luego, se sitúa la Marcha de la Gorra como acción que pone en evidencia el carácter axial de la dimensión espacial, en un doble sentido: por un lado, la denuncia de la sociosegregación en la ciudad de Córdoba y, en segundo lugar, los sentidos políticos y subjetivantes que alberga la irrupción masiva de cuerpos en el mismo espacio del cual cotidianamente son expulsados: el centro de la ciudad.
La presentación y discusión de los resultados de esta investigación cualitativa permitirán abordar las preguntas centrales: ¿Cómo se materializan los procesos de desigualdad y segregación en el espacio público y en las relaciones cotidianas que allí se despliegan? ¿Qué sentidos subjetivos y espaciales inaugura la movilización antirrepresiva en la calle? A partir de este doble interrogante, avanzaremos en la comprensión de lo que llamamos producción psicosocial del espacio público, en relación con las transformaciones subjetivas y espaciales que propicia la acción colectiva.
Acerca de la producción social del espacio y las sensibilidades urbanas
Son copiosos los aportes teórico-conceptuales de las ciencias sociales para inteligir la producción social del espacio público, así como también su dimensión conflictual. Veamos algunos de ellos. Haciendo pie en la antropología, Augé afirma que el mundo puede ser pensado como una inmensa ciudad. Un mundo-ciudad dentro del cual circulan y se intercambian productos, mensajes, artes, modas, etc. Al mismo tiempo, cada gran ciudad es un mundo, por la diversidad étnica, cultural, social y económica que aloja. Las metrópolis reflejan en su arquitectura y en su estética las grandes desigualdades y diversidades del mundo a través de muros, separaciones y barreras (materiales y simbólicas) que se expresan en las prácticas cotidianas (Augé, 2015).
Desde la geografía y el urbanismo críticos, Harvey (2013) afirma que el desarrollo de las ciudades está vinculado a los modos de producción capitalista, por lo que los procesos de urbanización reflejan la división de clases. Tal configuración tiende a destituir a la ciudad como bien común social, político y vital. En esta clave, es improductivo pensar la cuestión espacial por fuera de una mirada que contemple el conflicto. Peña (2014) plantea que el espacio público constituye un escenario para las disputas por la producción y la reproducción de las prácticas sociales, ya sea en orden al sostenimiento de las relaciones de espacialidad existentes o a la transformación de estas. En este sentido, el estado aparente de fijación o de estructura con que suele representarse el espacio, es más bien una ilusión que enmascara una dinámica de antagonismos y tensiones entre proyectos, posibilidades y sectores sociales. Desde la psicología social, Vidal et al. (2014) han afirmado que, a través de la acción sobre el entorno, los sujetos y las colectividades transforman el espacio, interviniendo en él simbólica y afectivamente. Las acciones dotan al espacio de sentido singular y social, y estas, a su vez, se entrelazan con la experiencia emocional que la espacialidad suscita. En esta clave, la propia subjetividad se compone de tesituras espaciales. Lacarrieu (2017) también ha insistido en que la urbanidad refleja las relaciones Estado-mercado. Ejemplo de ello son los procesos de gentrificación y la transformación edilicia, inmobiliaria y socioeconómica que se imponen en determinados sectores urbanos. No obstante, destaca que a pesar de la fuerte tendencia de privatización que impone la lógica capitalista y neoliberal, el espacio público continúa subsistiendo, exponiendo a los sujetos a la posibilidad de ser vistos, tocados o enfrentados, corporeizando ese conflicto.
En América Latina, podemos encontrar numerosos estudios en torno a la producción social del espacio público. Lindón (2015) afirma que las ciudades constituyen zonas de disputa en las que la experiencia de circular/habitar aparece fuertemente permeada por los condicionamientos étnicos y de clase. Así, reivindica el abordaje del espacio en términos experienciales y propone indagar las formas en que lo urbano es actuado, modelado, disputado, e inscripto en los cuerpos. En esta clave, las acciones colectivas se muestran como un terreno fértil para la exploración de conflictos ligados a la espacialidad pública. Así, encontramos diversos ejemplos que muestran cómo la desigualdad y los disensos permean la configuración del espacio urbano en las ciudades latinoamericanas, constituyendo una problemática regional. Podemos mencionar los estudios en torno a los más recientes estallidos sociales en Chile (Campos-Medina y Bernasconi-Ramírez, 2021) y en Colombia (Lisset-Pérez y Montoya, 2022), así como las acciones de reapropiación del Parque Castilla, en Lima, Perú (Del Castillo, 2021), movimientos urbanos en los que la ocupación del espacio público jugó un papel clave en la politización de los conflictos. En este conjunto podría incluirse a la Marcha de la Gorra (Córdoba, Argentina), la cual constituye la referencia empírica de este trabajo.
Ahondando en el contexto cordobés, encontramos un profuso campo de trabajo que ha abordado la cuestión del espacio público y la desigualdad. En primer lugar, se destaca el trabajo de Cervio (2015), inscripto en la perspectiva de la sociología de los cuerpos y las emociones. Allí, la autora abordó la segregación socioespacial en la ciudad de Córdoba a partir de los años 80, en el seno de los procesos de estructuración capitalista. La autora señala la progresiva ocupación diferencial de la zona periférica, en función de las posiciones de clase, reflejo de una política de valorización urbana orientada al capital privado. Más recientemente, San Pedro y Herranz (2017) y Boito y Salguero-Myers (2021), han señalado que las zonas céntricas de la ciudad se perfilan como espacios vedados para aquellos sujetos que no se ajustan a los criterios de deseabilidad social, quienes son relegados a moverse en las periferias. A su vez, sostienen que el emplazamiento de los barrios populares, notablemente distantes del centro urbano, obstruye aún más las posibilidades de tránsito de sus habitantes.
Paralelamente, numerosas investigaciones locales plantean que las políticas públicas de seguridad y el despliegue de las fuerzas policiales constituyen una pieza clave de control y regulación del espacio público (Bologna et al., 2017; Guemureman et al., 2017; Pita, 2021). Plaza Schaefer (2020) señala que esto se materializa en la fuerte presencia policial en las calles y en un número creciente de detenciones dirigidas a un grupo específico: jóvenes varones procedentes de barrios periféricos de la ciudad.
Desde un enfoque psicosocial, Bonvillani (2020; 2023) analiza los escenarios de hostigamiento policial dirigidos a estas juventudes en el marco de la política de seguridad cordobesa. Allí, aborda la arbitrariedad con que proceden las detenciones policiales en las zonas céntricas de la ciudad, inscribiéndolas como prácticas de persecución. La política de seguridad como dispositivo de poder operacionaliza una lógica de segregación apoyada en estigmatizaciones ligadas a rasgos corporales: color de la piel y cierta estética vinculada con los barrios populares.
Sin embargo, el espacio público no solo opera como territorio de vigilancia. Por el contrario, se trata de un espacio pasible de ser transformado y redibujado en función de la acción social. Al constituir el recinto por excelencia del encuentro fortuito y espontáneo entre muy diversos sectores sociales, el espacio público conforma una via regia para el trastocamiento de lo instituido. En esta clave, Peña (2014) ha insistido en la importancia de abordar a la acción colectiva desde una perspectiva que recoja su dimensión espacial. Precisamente, parte de este nudo conflictivo se pone de manifiesto en la denominada Marcha de la Gorra.
Acerca de la Marcha de la Gorra en Córdoba
La conflictiva planteada anteriormente en torno a los cruces entre espacio público-desigualdades-vigilancia policial, es particularmente visibilizada en la Marcha de la Gorra. Esta acción colectiva surge en 2007, de la mano de un colectivo de jóvenes, referentes territoriales y organizaciones sociales, con el propósito de denunciar situaciones de abuso policial, especialmente, las detenciones arbitrarias. Desde sus inicios, la movilización se ha replicado anualmente, alcanzando las dieciocho ediciones ininterrumpidas. En su pliego de demandas encontramos un enfático reclamo respecto de las políticas públicas de seguridad, particularmente en relación con el accionar policial. En las primeras ediciones, predominaba el repudio a la sistematicidad y arbitrariedad de las detenciones policiales en las zonas céntricas de la ciudad, especialmente dirigidas a jóvenes de los barrios populares. Esta vigilancia selectiva se traduce en interceptaciones y requisas en la vía pública. Por tanto, el núcleo de demandas de la Marcha comporta una dimensión espacial significativa. Posteriormente, a la par de las transformaciones coyunturales y cierto recrudecimiento del escenario securitario, la Marcha fue incorporando otras consignas relacionadas con la violencia institucional, destacándose el pedido de justicia por los denominados casos de gatillo fácil, referidos a episodios de letalidad policial (Pita, 2019).
Las dificultades de las juventudes populares para habitar, circular y permanecer en la trama urbana cordobesa constituye una problemática psicosocial que lesiona su condición ciudadana. Precisamente, la movilización lleva este nombre porque la gorra constituye un elemento de vestuario comúnmente elegido por las juventudes de los barrios cordobeses. En este sentido, es posible identificar allí una primera intervención performática en el espacio público: la portación masiva de gorras para la escenificación de la protesta. Buena parte de la singularidad de esta movilización, radica en los repertorios artísticos y en los recursos expresivos (Scribano, 2009) que se ponen en juego: pancartas, bengalas de colores, grafitis callejeros, cánticos, dispositivos teatrales, murgas, sonoridades propias (tambores, ritmos de cuarteto, improvisaciones de rap), e incluso la intervención sobre los propios cuerpos que marchan: pinturas, inscripciones y disfraces.
A partir de 2014, comenzamos a desarrollar una etnografía colectiva en torno a este evento, con el propósito de explorar los procesos de subjetivación política de estas juventudes respecto de las inhibiciones y prohibiciones que el dispositivo securitario introduce en relación con el espacio público. A continuación, se caracteriza en detalle la estrategia metodológica desplegada.
Materiales y método
El estudio procedió con un enfoque cualitativo, con el propósito de comprender los sentidos que construyen las juventudes movilizadas acerca de las regulaciones en el espacio público ejercidas por la policía, así como también analizar los nuevos sentidos corporales y espaciales que se producen a partir de la acción colectiva.
Nuestra trayectoria de investigación en torno a esta problemática se extiende entre 2014 y 2022, cuya principal referencia empírica ha sido la acción colectiva “Marcha de la Gorra”, en la ciudad de Córdoba. Así, realizamos una etnografía colectiva de este evento que implicó la triangulación de diversas técnicas de construcción de datos, entre las que se incluye: observación participante y registro etnográfico, registro fotográfico y fílmico, y las denominadas “conversaciones en marcha” (Bonvillani, 2018), que constituyen diálogos acotados con marchantes, en el contexto mismo de la movilización. Las sesiones de registro etnográfico se concentraron en las fechas de realización de la Marcha, así como también en algunas reuniones organizativas previas de las que participamos en carácter de colectivo investigador.
Asimismo, estos instrumentos utilizados in situ, fueron complementados con entrevistas en profundidad con jóvenes marchantes. El corpus final de datos estuvo compuesto por 28 sesiones de registro etnográfico, 35 entrevistas con jóvenes (5 de las cuales fueron grupales) y 26 conversaciones en marcha. El mosaiquismo metodológico (Bonvillani, 2018) que dio sustento al estudio permitió articular diferentes formas de ingreso al campo, en orden a abordar la complejidad del fenómeno estudiado.
En las diferentes instancias de entrevista participaron alrededor de 60 jóvenes, de entre 16 y 31 años. Se trabajó con un muestreo de tipo teórico, y se consideraron como criterios muestrales la composición equilibrada entre varones y mujeres, como así también la inclusión de identidades no binarias; el criterio general de inclusión fue haber participado al menos una vez en esta movilización. Paralelamente, se atendió a la incorporación de jóvenes de distintos barrios de la ciudad; y la inclusión diversa de aquello que llamamos “tipologías” de marchantes, referidas a: jóvenes autoconvocados/as; integrantes de organizaciones sociales y territoriales; integrantes de organizaciones estudiantiles; artistas y militantes de partidos políticos. En todos los casos, se obtuvo el consentimiento de las/os participantes, luego de que fueran debidamente informadas/os acerca de los propósitos del estudio. Las entrevistas tuvieron una duración aproximada de una hora y media, y fueron transcriptas para su posterior análisis. Estuvieron orientadas por un guion de temas referido a: motivaciones para participar de la Marcha; experiencia cotidiana en el espacio público de la ciudad, especialmente en zonas céntricas; y experiencias con la policía en dicho espacio. Todos los pasajes de campo que se incluyen en el presente artículo han sido etiquetados con nombres de ficción, en orden a resguardar la identidad de las/os participantes. Asimismo, en cada fragmento, cuando aparecen categorías locales, estas son aclaradas entre corchetes para facilitar la comprensión de los relatos.
Finalmente, el análisis de datos estuvo orientado por la Teoría Fundamentada en los Datos, siguiendo sus dos estrategias generales: método comparativo constante y muestreo teórico (Glaser y Strauss, 2006). El análisis de datos siguió una codificación secuencial, iniciando con una codificación abierta del corpus empírico, seguida de una codificación axial con base en las primeras categorías identificadas, para, finalmente centrarse en una codificación selectiva en función de tres grandes tópicos: “dificultades para habitar el espacio público”, “experiencias con la policía” y “politización del espacio público”, los cuales permitieron jerarquizar la información obtenida. Este proceso se llevó a cabo a través del software de análisis cualitativo Atlas.ti (versión 8.4.24).
Resultados
Segregación socioespacial y racializante en la ciudad de Córdoba
En líneas generales, en las entrevistas con jóvenes que participan en la Marcha de la Gorra, aparecen tres líneas narrativas en las que se materializa la discrecionalidad del control policial: la cuestión de clase, la inscripción territorial de los sujetos (pertenencias barriales) y el componente étnico-racial. A su vez, la selectividad sobre estas tres dimensiones, opera en un doble anclaje espacial: por un lado, las interceptaciones policiales (Lerchundi, 2023) en las zonas céntricas de la ciudad y, por otro, el control focalizado en los barrios populares. Revisaremos estos aspectos a partir de los relatos juveniles recopilados.
La aparente continuidad del mapa de la ciudad, rápidamente muestra, en el registro simbólico y experiencial de estos/as jóvenes, las fronteras y brechas sensibles que surcan una Córdoba fragmentada (Boito y Salguero-Myers, 2021). Las condiciones de pobreza son identificadas como un rasgo central que predispone a ser objeto del hostigamiento policial. A su vez, la cuestión de clase se entrelaza con la dimensión territorial y con la experiencia cotidiana de crecer en un barrio popular, con los condicionamientos que imponen las relaciones de desigualdad respecto de otras clases sociales o territorios:
Estamos acá porque estamos en contra de la violencia de la policía contra los chicos pobres. Porque es una policía de clase esta que tenemos. A los chicos de los barrios más humildes siempre los detienen. (conversación en marcha con una joven de una organización barrial. 20-11-2014)
Sea el gobierno de turno que sea, los pobres siempre están en la mira. Hay una insistencia en apuntarle a los pobres, a los negros, a las negras, a los marginales, a los que siempre dejan marginados ¿no? (Sara, 21 años, murguera y activista de organización social. 26-11-2019)
A la par de la díada clase-territorio, la cuestión étnico-racial se torna fundamental para comprender la direccionalidad que adopta el accionar policial. Quizás la metáfora mejor lograda al respecto sea la “portación de rostro”, utilizada coloquialmente por las propias juventudes, a modo de expresión irónica que grafica el peso de las características fenotípicas en la activación de prejuicios raciales:
Lo de la portación de rostro, como un aspecto de un negro villero como te dicen, que es ponerte ropa deportiva, o tener medias flúor, o ropa flúor, o la vestimenta característica a la que toda la gente le llama “negro villero” [de la villa]. (Karen, 16 años, murguera, 16-5-2015)
De este modo, la negritud, la piel morena o marrón, se erigen como un atributos temidos y condenados, en línea con imaginarios racializados (Bonvillani, 2019). Esta fenomenología social espontánea se ancla en una codificación socio-histórica que se expresa con frecuencia en los intercambios cotidianos (Caggiano, 2023).
Ahora bien, los condicionantes y prejuicios que forjan este olfato policial (Rodríguez Alzueta, 2014) delinean una dimensión espacial en las regulaciones que se establecen sobre los cuerpos y las prácticas. Por el emplazamiento urbano que presenta Córdoba, buena parte de los barrios populares se ubica en los márgenes de la ciudad, alejados del centro de la capital provincial (Boito y Salguero-Myers, 2021). Esto afecta de manera directa los sentidos subjetivos (González-Rey, 2013) de las posibilidades de acceso a la ciudad, teniendo en cuenta que, a las barreras físicas y geográficas que impone la distancia, se agregan las barreras simbólicas -y psicológicas- que introduce el control policial. Estas dificultades generan sentimientos de temor, evitación o apatía que acaban por desalentar su desplazamiento en la ciudad:
Imagínate, desde los 13 años que ando en la calle y que me paran. Como, qué se yo, más de cincuenta veces. Ahora, no sé, hace un par de días de largos que no me para la policía, pero siempre, porque no salgo, pero siempre que salía, vivían frenándome. (conversación en marcha con Rodrigo, 29 años. 28-11-19)
Numerosos estudios han planteado que las políticas de seguridad presentan una marcada vocación territorial con un despliegue de acciones específicas ancladas en los barrios populares (Daroqui y López, 2012; Kessler y Dimarco, 2013; Caravaca et al., 2023). Se trata de estrategias de geoprevención del delito dirigidas a territorios específicos (Hernando-Sanz, 2008). Este anclaje territorial propio de las estrategias de vigilancia es denunciado en diversas consignas de la Marcha, ejemplo de ello es la 13° edición (2019), cuya consigna oficial fue “Tu Estado no da miedo, en mi barrio no me encierro”, en una tónica desafiante.
La cuestión del hostigamiento policial y su sistematicidad forma parte del contenido de las producciones artísticas que las/os jóvenes crean y replican en la acción colectiva:
Voy caminando por el pavimento, me para la cana [policía], me pide documento. No lo tengo, seguro me van a guardar. Con frío y con hambre me acuerdo de vos. Solo una llamada me dejan hacer. Me quiero volver a casa, a mi rancho. De camino pinta un móvil policial preguntándome: ‘che, negro, decime hacia dónde vas’. (registro del sonido móvil de la 9° Marcha de la Gorra, joven rapeando en el micrófono. 18-11-2022)
Las limitaciones que supone la intervención policial para el libre desplazamiento en la ciudad son vivenciadas con gran malestar. Estas dificultades se ponen de relieve especialmente cuando procuran arribar o permanecer en el centro de la ciudad, así como también en el retorno a sus barrios:
Me han llevado en Alto Alberdi, me han llevado en Observatorio, en Bella Vista, en Villa Páez, en Alberdi [barrios de la ciudad de Córdoba]. En Alberdi fue donde viví un montón de cosas con la policía, fueron ahí, en esas calles, en esos lugares. Ahí conozco un montón de chicos, ahí viví un montón de cosas, de ahí me levantaron la mayoría de las veces. (Luis, 24 años, militante territorial. 16-10-2015)
La vigilancia selectiva configura una sensibilidad espacial en la que algunos lugares se presentan como habitables, en tanto que otros aparecen vedados. Si bien no se trata de un ordenamiento legal o jurídico, sino más bien de una operación simbólica, exhibe una eficacia significativa. Para comprender esta operatoria, es preciso integrar al análisis la dimensión de las sensibilidades, puesto que un potente efecto subjetivo de estas regulaciones en el acceso al espacio público deriva en el temor, la desmotivación y la inhibición de las juventudes de sectores populares para circular en territorios diferentes a sus barrios:
Y salir del barrio, yo soy de Los Cortaderos, es casi una hazaña ¿viste? Los pibes siempre se quedan ahí nomás, encerrados, porque no sabés si vas a volver. Una vez nos habíamos ido de viaje, un grupo de chicos, y cuando volvimos, apenas llegamos a la terminal, ya había como dos móviles [vehículos policiales] ahí nomás. Apenas nos bajamos del colectivo, siguiéndonos. Y era como: ¡Oh, loco! No alcanzamos a llegar que ya está la cana [policía] ahí. Y es un embole, ¿viste? (conversación en marcha con Javier, amigo de un joven víctima de gatillo fácil. 20-11-14)
La administración del espacio público implica una serie de regulaciones sobre los cuerpos y las relaciones que estos despliegan entre sí y con el espacio. Lindón (2015) ha destacado el rol fundamental que tienen los despliegues de emocionalidad en estas vivencias. Así, el monto de malestar psíquico que supone convivir con una imagen de sí mismo que se sabe temida y rechazada en el espacio público, permea los procesos de auto y hetero reconocimiento entre estas juventudes. Las alusiones a la forma en que se sienten mirados y valorados por otros sectores sociales introducen el interrogante acerca de cómo los procesos segregacionistas permean la constitución de subjetividades, con importantes efectos subjetivos y en el plano de las sensibilidades.
En suma, las narrativas juveniles dan cuenta de dificultades cotidianas para salir de sus barrios, circular en el centro de la ciudad y acceder a determinadas áreas urbanas. Los mecanismos de control y regulación de la habitabilidad del espacio público, con un fuerte énfasis en la protección de la propiedad privada, pueden ser pensados como una expresión del policiamiento del Estado (Roldán, 2023). Estas regulaciones se fundamentan en las desiguales pertenencias de clase, territorio y étnico-raciales, como hemos discutido. Asimismo, su registro experiencial señala que su percepción del control policial y el modo de experimentar la ciudad están fuertemente imbricados en claves espaciales. Ahora bien, ¿qué ocurre con la vivencia del espacio y del centro de la ciudad durante su participación en una acción colectiva que reclama su derecho a aparecer en lo público?
Agenciar la calle: producción psicosocial del espacio en la acción colectiva
En nuestro tránsito etnográfico por la Marcha, en la 8° edición (2014), al llegar a la Plaza San Martín -punto de culminación de la movilización, donde se realiza el festival de cierre- encontramos un esténcil de gran tamaño pintado en una columna, con la consigna “Siempre me detienen acá”, y una flecha señalando a la plaza. La imaginería de la Marcha presenta un contenido altamente simbólico y gráfico. En este ejemplo, además sugiere la inauguración de unos márgenes de libertad propiciados por la movilización, los cuales habilitan la enunciación y el estampado de consignas en el mobiliario público. A su vez, pone en visibilidad una paradoja que se torna política por la trama de poder que involucra: durante la ocupación masiva de la plaza principal, se estampa allí la denuncia de la interdicción cotidiana que supone su habitabilidad para las juventudes de sectores populares. Al año siguiente, en la 9° edición, en el escenario de esa misma plaza, un joven tomó el micrófono y exclamó:
Estamos en nuestra plaza que hoy nos negaron. Esta plaza que es de la juventud de Córdoba. Esta plaza es de la que nos llevan todos los días y hoy decimos: ¡la Plaza San Martín es nuestra, compañeros! (Registro etnográfico en el festival de cierre. 18-11-2015)
En estas coordenadas, movilizarse constituye en sí una acción disruptiva. Tomar la calle para estos colectivos presenta, al menos, una doble valencia: por un lado, el espacio público es el lugar compartido por una sociedad y, en tanto tal, constituye un locus privilegiado para la realización de manifestaciones, con el propósito de hacer visible un conflicto. Por otro lado, en el caso de esta marcha, la irrupción masiva de miles de jóvenes en las calles del centro representa en sí un trastocamiento de los ordenamientos previos que delinean ese mismo espacio como vedado. Como hemos elucidado, si una de las facetas del policiamiento se expresa en la regulación desigual del espacio público, la Marcha constituye un operador colectivo que (d)enuncia esos mecanismos e instaura una torsión sensible en los usos y participaciones en dicho espacio:
Es el día en el que las gorras, que no son las de la cana [policía], salen al Centro. Como que las caritas negras, los caritas estigmatizadas, salen al Centro y cortan la ciudad para decir ‘acá estamos’, ¿no? Y para mí es re importante y me gusta compartirla con los wachos [jóvenes], ahí, del barrio y las pibas [jóvenes]. (Jonás, 25 años, artista de barrio El Tropezón. 17-6-2020)
Es, además, un tomar-parte en la cultura: visibilizar, conectar afectivamente y reconocerse en las producciones y consumos culturales que practican cotidianamente. La Marcha de la Gorra representa no solo el poder-estar en el centro de la ciudad, sino también un poder-decir, poder enunciar(se) en el espacio público. Este ejercicio del derecho a aparecer y la puesta en práctica de una capacidad de enunciación que no eran reconocibles en ese topos -el Centro, la calle-, supone una apertura a nuevas sensibilidades. Se pone en marcha una operación colectiva que inventa y acciona nuevos devenires, y lo hace en lugares comunes al poder instituido que se busca rebatir.
¿Cómo interpretar la estima que sienten estas juventudes por la Marcha de la Gorra y su impulso a participar y movilizarse? Si etimológicamente participar significa tomar parte en un asunto, la posibilidad que inaugura la acción colectiva es, precisamente, la de contarse como una parte más en la organización sensible de la comunidad. Tomar-parte en los repartos de la cosa pública, aparecer allí donde no son esperados/as. En este sentido, la dimensión de la corporalidad emerge constantemente como inscripción territorial de la protesta (Zibechi, 2022): los cuerpos en la calle. Asimismo, el potencial político de la acción parece ligarse con la producción afectiva que allí se comparte: los cuerpos imantados.
A mí me temblaban las manos, me temblaba el cuerpo, sudaba por todos lados, ¡era un estallido corporal zarpado [formidable]! Y, eso, también nos nutríamos de eso para poder seguir. Una locura. (La Cholo, 24 años, integrante de organización social. 26-9-2020)
Yo me siento muy contento y feliz por haber transitado esa experiencia […] que podamos estar ahí y representar a un montón de jóvenes de la ciudad de Córdoba, con nuestro rap, con nuestro ser como somos, con nuestro acento, con nuestro humor, con nuestra alegría. Y, así también, con todo el dolor que es venir del barrio, de un lugar muy muy vulnerado y hostil, y poder devolver otro clima, otra respuesta, otra alternativa que es el arte, la música, la verdad que fue feroz [fenomenal].
Como hemos insistido, los procesos de control y de disciplinamiento se dirigen al territorio y a las energías corporales. De tal manera, es esperable que los procesos de resistencia encuentren también allí su capacidad de agencia. En las narrativas juveniles, el cuerpo es caracterizado como instrumento político volcado a la acción. Este ofrecimiento de las energías corporales a la lucha se materializa en el sintagma “poner el cuerpo”. Una primera dimensión que destacan se refiere al cuerpo como campo de fuerza. Frente a los diferentes antagonistas definidos discursiva y afectivamente: la policía, el Estado, la sociedad en general, la trinchera sensible de resistencia es el cuerpo, en singular, y el cuerpo colectivo, aquel que se gesta y se potencia en el encuentro multitudinario.
De acuerdo con Jasper (2012), las solidaridades colectivas, los rituales de interacción y otras dinámicas grupales que ocurren en el seno de la acción colectiva dan lugar a la producción de lealtades afectivas que apuntalan el sostenimiento de las acciones políticas. Esto se da, incluso, con las emociones compartidas vinculadas a la tristeza o a la bronca, ya que pueden fortalecer afectaciones recíprocas tendientes a la creación colectiva y a la potencia de actuar. En la Marcha de la Gorra, la bronca y el enojo, lejos de ser negados o postergados, son incorporados al texto de la protesta, e incluso en los elementos no discursivos, como las intervenciones artísticas y el propio repertorio corporal de quienes marchan:
Transformamos la bronca en fuerza, y la tristeza en bronca. La bronca y la fuerza, y creo que esa fuerza se ve como muy acompañada de lo que genera el carnaval, digamos, de esa alegría. (Sara, 21 años, murguera y activista de organización social. 26-11-2019)
Las praxis asociativas grupales y comunitarias constituyen un gesto de resistencia en tanto tienden a abatir las zonas de precarización y muerte impuestas por las técnicas de gobierno (Valenzuela, 2019), y conforman comunidades de lucha en orden a conquistar el espacio. La vivencia compartida en el espacio de la calle permite constatar subjetiva y colectivamente la posibilidad de habitar la ciudad de otro modo, por fuera de las restricciones cotidianas:
Y yo creo que la Marcha de la Gorra es poder salir al centro tranquilo sin que te discriminen. Que puedas caminar sin que te discriminen por la ropa que llevás, ni por el color de piel. Que los pibes de los barrios puedan salir de sus barrios también a conocer otros barrios, que no se queden solo en sus barrios, solamente porque tienen miedo a la policía. (conversación en marcha con un joven de una organización territorial. 23-11-2018)
Advertimos una centralidad irrevocable del cuerpo como locus de resistencia frente a los discursos y prácticas que pretenden gobernarlo. En la Marcha, los cuerpos juveniles bailan, se trepan a las paredes, estampan esténciles, colorean grafitis, dejan sus marcas allí. Se mudan espontáneamente de la vereda a la calle, se desplazan en el asfalto con las gorras y vestuarios por los que habitualmente son detenidos. En este sentido, constituyen actos corporales de creación, en tanto inauguran un universo de sentido que previamente estaba obturado por los propios límites que el dispositivo securitario impone en el espacio público. En palabras de Butler (2017), se trata de actos performativos de aparición. El advenimiento súbito de miles de cuerpos juveniles implica una instancia de visibilización, tanto de la demanda sostenida, como de los rasgos corporales y estéticos que constituyen el vehículo de su persecución. En la convocatoria masiva y coordinada de cuerpos en la calle se materializa el ejercicio performático del derecho a aparecer que es, en definitiva, una reafirmación subjetiva y colectiva del derecho a la ciudad.
Conclusiones y discusión
El análisis de los registros etnográficos y los relatos juveniles ha permitido trazar algunas líneas de sentido en que se expresan las transformaciones subjetivas que suscita la acción colectiva. En esta clave, advertimos que la experiencia de participar en la Marcha de la Gorra trae consigo la emergencia de nuevos sentidos espaciales respecto de aquellos lugares cotidianamente restringidos por la vigilancia policial. Así, vemos que hay al menos tres procesos que nutren lo que aquí llamamos la producción psicosocial del espacio en el seno de la acción colectiva: en primer lugar, la producción y escenificación en la calle de repertorios e intervenciones artísticas y culturales especialmente valoradas por estas juventudes. Como segundo punto, la centralidad que adquiere la relación cuerpo-espacio en la protesta. Y, en tercer lugar, el registro profundamente colectivo que exhibe la experiencia-Marcha, donde, a la par de las alianzas políticas, se tejen coaliciones afectivas. Vale aclarar que, en la práctica, estas tres dimensiones operan de manera sinérgica y articulada, en tal sentido, resultan separables solo a los fines analíticos.
Respecto de la primera dimensión identificada, la Marcha opera como una plataforma de circulación de las producciones culturales de estas juventudes -práctica murguera, improvisaciones de rap, esténciles, intervenciones artísticas- que encuentran, por vía de la acción colectiva, un espacio de escenificación en el centro de la ciudad: “Y fue como resistir desde el arte. Podés hacer una marcha y mostrar que se puede responder con arte” (Jonás, 25 años). Por tanto, este ingreso al espacio público implica también un tomar-parte en la cultura, dando lugar a un potente vehículo de expresividad política.
En buena parte de estas intervenciones, los cuerpos de las/os marchantes se presentan como la materialidad desde la cual se alza el reclamo, dando lugar a la creación de sentidos verbales y no verbales en clave antirrepresiva. La inter-vención en el espacio público se presenta como cualidad y potencia de venir-entre las calles y los cuerpos: aparecer en la esfera pública exhibiendo y resignificando sus producciones discursivas, estéticas y expresivas. Asimismo, la potencia de la movilización, en buena medida, radica en la permeabilidad de sus fronteras, es decir, la capacidad de interpelar y afectar tanto a quienes allí se convocan como a quienes se tornan testigos de su acontecer. De allí, el valor de las intervenciones artísticas como vía de enunciación política, en tanto recursos expresivos (Scribano, 2009) que interpelan no solo a quienes se cuentan dentro de la manifestación, sino también a quienes la observan.
La segunda dimensión, referida a la relación cuerpo-espacio, cobra centralidad en el registro experiencial de las/os marchantes. La Marcha es vivenciada como una suerte de profanación temporal, en tanto interrupción de un cotidiano anudado a situaciones de hostigamiento policial en el espacio público: “Transformar, por lo menos por un rato, estos espacios que están vigilados. Podés darte el gusto de pasear por el centro, en la Marcha, tocando un redoblante, cantando con tus amigos” (Lucas, 28 años). En las coordenadas témporo-espaciales que inaugura la acción colectiva, permanecer en la calle se torna ocasión de disfrute, de liberación y celebración, en contraposición al temor y la aprensión experimentados el resto del año. En el plano biopolítico, los mecanismos de control de las emociones operan como estrategias de desmovilización y temor, tendientes a la reproducción inercial de las relaciones de poder y a desalentar las opciones de transformación (Valenzuela, 2019). En este sentido, la irrupción de esta protesta juvenil no solo desestabiliza los regímenes sensibles cotidianos, sino que, además, empuja los límites de lo prohibido, lo sancionable y lo temido. Asimismo, los despliegues afectivos que suscita habilita la proliferación de nuevos sentidos acerca del espacio público. A pesar de la exposición que puede suponer la ocupación del espacio, los cuerpos en la calle expresan terquedad y persistencia, insisten en estar allí. De inicio, esto implica una reconfiguración de los sentidos subjetivos con que previamente se ha in-corporado el espacio de la calle, especialmente del centro de la ciudad. La posibilidad cercenada de habitar libremente el espacio céntrico constituye el núcleo de la demanda de esta acción colectiva. Así, marchar configura un acto performativo que torna efectiva la satisfacción de esa demanda en el registro experiencial. Esto último pone de relieve la potencia de la herramienta-cuerpo como constructor de significación social que, en este caso, comporta además una resignificación de los sentidos espaciales.
De la mano con lo anterior, la tercera dimensión se refiere a la experiencia colectivizada en la calle. Las prácticas que hasta aquí hemos descripto, no constituyen maniobras escenificadas en soledad, por el contrario, continuamente abren el juego a su colectivización. La ocupación compartida del espacio da lugar a la creación de nuevos sentidos singulares y colectivos respecto de sus cuerpos y de su presencia allí. Las y los jóvenes envueltos en los pliegues de esta problemática constatan, a partir de la formulación colectiva de la demanda, que no se trata de un conflicto que les concierne de manera individual, ni es una marca privativa de sus biografías: “Es como que se unen todos los barrios. No solamente pasa en un solo lugar, sino que en todo Córdoba pasa eso. Me parece bien que se unan así los barrios, y marchen, así, por sus derechos” (Leonardo, 22 años). La acción colectiva comporta la posibilidad de inscribir un malestar vivido singularmente en un proceso de elaboración colectiva. Se trata de una apertura sensible a la colectivización de los padecimientos, así como también de las estrategias de resistencia. En tal sentido, la congregación de estos cuerpos en la calle remite a un ejercicio praxiológico del derecho a la ciudad, ejercicio que permite revalidar el carácter público del espacio.
Recapitulando, la conjunción entre corporización de la protesta, despliegue de intervenciones artístico-expresivas en la calle y colectivización del conflicto, da lugar a una producción psicosocial del espacio en el seno de la acción colectiva. Tal producción psicosocial se apoya en el triángulo sensible cuerpos-acción colectiva-espacio público. En tanto geografía compartida, el espacio público se torna un lienzo polifónico susceptible de albergar y replicar un sinfín de mensajes que se inscriben en sus paredes, veredas, calles, mobiliario urbano, etc. Allí, se amplifica la capacidad de los cuerpos juveniles de significar, interpretar y representar la propia existencia. De tal manera, la Marcha de la Gorra pone a prueba el carácter efectivamente público del espacio, restituyendo momentáneamente el derecho lesionado a habitarlo. En el tiempo acontecimental y excepcional que inaugura la acción colectiva, la ocupación de las calles habilita un ingreso a lo público como tal, una reafirmación colectiva de que ese espacio también les pertenece.
A modo de conclusión, esperamos que este estudio pueda contribuir tanto teórica como prácticamente a las discusiones referidas a espacio público, desigualdades y políticas públicas. Si bien existe una valiosa proliferación de estudios sociales acerca de la producción del espacio público, no son abundantes las investigaciones desde el campo psi, con enfoques psicosociales capaces de dar cuenta de los efectos de las políticas de seguridad y de la regulación del espacio público en el plano de las subjetividades. Así, este trabajo pretende complejizar y contribuir a la discusión teórica, especialmente en las intersecciones entre psicología social, urbanismo crítico y campo de la acción colectiva. Del mismo modo, puede aportar orientaciones para el diseño de políticas públicas, tanto en la esfera de la seguridad como en aquellas destinadas al sujeto joven. Contemplar la dimensión psicosocial y los efectos subjetivos de las políticas de control, posibilitaría la formulación de programas de seguridad que no lesionen los derechos y la habitabilidad del espacio público de algunos conjuntos poblacionales, en este caso, sectores populares y juveniles.