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Sophia, Colección de Filosofía de la Educación

versión On-line ISSN 1390-8626versión impresa ISSN 1390-3861

Sophia  no.34 Cuenca ene./jun. 2023

https://doi.org/10.17163/soph.n34.2023.05 

ARTÍCULOS

Aproximación filosófica a la pedagogía paidocéntrica

Philosophical approach to paidocentric pedagogy

1Universidad de Sevilla, Sevilla, España


Resumen

El ser humano nunca está totalmente hecho y acabado. En esta tarea de realización, es fundamental el papel de la educación. La pedagogía que tradicionalmente ha dominado se ha basado en el maestro y en los contenidos que éste tiene que transmitir a los alumnos. El acto pedagógico no consiste meramente en enseñar unos contenidos. El núcleo educativo está localizado en la experiencia del aprender. No aprendemos porque el maestro nos ofrezca los contenidos. Solo los aprendemos de verdad cuando los descubrimos. Una buena pedagogía tiene que intentar hacer sentir la necesidad del saber para que el alumno lo busque y lo descubra. El maestro debe enseñar ante todo el propio afán de aprender. Contra esta educación del magistocentrismo y logocentrismo, la educación paidocéntrica se funda sobre el aprender del alumno porque considera que la educación es educarse: el maestro sigue siendo esencial. Su función es conseguir que el alumno aprenda por sí mismo. Lo que tiene que enseñar es el ‘dejar aprender’. Saber no consiste en disponer de conocimientos, sino en tener conciencia de la propia ignorancia; y, en consecuencia, estar abierto al aprendizaje. Saber es poder preguntar, pues solo puede aprender quien puede hacer preguntas, quien quiere saber, tiene que enseñar a preguntar, porque solo se aprende preguntando: el maestro enseña cuando él mismo aprende enseñando.

Palabras clave Educación; magistocentrismo; logocentrismo; paidocentrismo; enseñar; aprender

Abstract

The human being is never fully made and finished. In this task of self-realization, the role of education is fundamental. The pedagogy that has traditionally dominated has been based on the teacher and on the contents that the teacher has to transmit to the students. The pedagogical act does not consist merely in teaching content. The educational core is located in the experience of learning. We do not learn because the teacher offers us the contents. We only really learn them when we discover them. A good pedagogy has to try to make the student feel the need for knowledge so that he/she seeks it and discovers it. The teacher must first and foremost teach the desire to learn. Against this education of magistocentrism and logocentrism, paidocentric education is based on the student’s learning because it considers that education is to educate oneself. But teacher remains essential. His function is to make the student learn by himself. What he has to teach is ‘to let learn’. To know does not consist in having knowledge, but in being aware of one’s own ignorance and, consequently, in being open to learning. To know is to be able to ask questions, because only those who can ask questions, those who want to know, can learn. He has to teach how to ask questions because one only learns by asking questions. The teacher teaches when he himself learns by teaching.

Keywords Education; magistocentrism; logocentrism; paidocentrism; to teach; to learn

Forma sugerida de citar:

Gutiérrez-Pozo, Antonio (2023). Aproximación filosófica a la pedagogía paidocéntrica. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 34, pp. 159-179.

Introducción

Prevenidos por Montaigne (1580), que advierte que “nada ofrece tanta dificultad e importancia en la humana ciencia como lo que trata de la educación y crianza de los hijos” (p. 104), este artículo propone, como objetivo final: realizar una incursión filosófica en el modelo educativo paidocéntrico, de inspiración socrática, con la intención de aclarar los conceptos del enseñar y del aprender. Este es por tanto el objetivo del trabajo. El problema que se plantea en este artículo es el de apartarnos de las teorías pedagógicas tradicionales dominantes, basadas en el maestro y en los contenidos. La idea que se va a defender es la renovación filosófica de la pedagogía centrada en el alumno; o sea, una pedagogía paidocéntrica. La importancia del tema es la misma que lo convierte en actual: urge liberarse pedagogías memorísticas, esclavizadas por los contenidos y que olvidan lo esencial el propio hecho del aprendizaje del alumno. La metodología que hemos usado para acercarnos a estos asuntos de pedagogía filosófica es hermenéutica, esto es, un método ante todo comprensivo y que, siendo consciente de la imposibilidad de liberarse totalmente de los prejuicios para partir de cero, intenta entender y exponer los problemas de la manera más clara y sencilla.

La idea fundamental se estructura a lo largo del trabajo en los siguientes apartados. Primero partimos de la idea del ser humano como un ser que se autorrealiza mediante la educación, una educación que debe ser paidocéntrica para que cumpla su objetivo. En segundo lugar, esta pedagogía significa que el propio alumno en última instancia se educa, que la educación no es sino educarse. Por eso se considera, en tercer lugar, que estudiar materias que el propio alumno no busca es algo educativamente falso. En cuarto lugar, exponemos que el paidocentrismo supone una pedagogía como ensayo, puesto que el alumno mismo es el que se pone a prueba en el acto educativo auténtico. En quinto lugar, deducimos que en esta pedagogía la pregunta es fundamental: el alumno aprende preguntando, buscando. Finalmente, en sexto lugar nos referiremos al papel del maestro en esta pedagogía paidocéntrica, que sigue siendo esencial, pero que debe cambiar de actitud y reconocer que solo enseña de verdad si, al tiempo, aprende.

Lo primero que es obligado hacer es mostrar la íntima conexión existente entre filosofía y pedagogía, presente ya en el origen mismo del pensamiento filosófico, especialmente en la figura ejemplar de Sócrates. Es indudable que la pedagogía tiene una fundamentación filosófica, pero hay que evitar la actitud a veces paternalista de la filosofía respecto de la pedagogía. Esta actitud puede llevar a la filosofía a cometer el error de pretender dirigir la pedagogía desde su altura conceptual. Hay que dejar bien claro que aclarar en términos conceptuales un problema de la filosofía no implica que dicho problema ya haya logrado una solución pedagógica. Una cosa es la precisión conceptual y otra es luego su puesta en práctica en el terreno educativo.

Podemos y debemos realizar todas las elucidaciones conceptuales de índole filosófica que necesitemos, y este es precisamente el plano en el que pretende moverse este trabajo, pero luego, una vez realizadas, hace falta llevar a cabo la segunda reflexión pedagógica, que consistirá en llevar a la práctica educativa aquellas elucidaciones. Esto supone evitar el intelectualismo filosófico que corre el riesgo de creer que una pedagogía puramente teórica es ya una pedagogía completa y terminada. Así lo expuso Dewey (1916): “La educación es el laboratorio en el que llegan a concretarse y comprobarse las distinciones filosóficas” (p. 276). En el fondo, el problema que aquí se trata es el de la relación entre teoría y praxis. Este trabajo pretende limitarse modestamente al plano teórico; y en concreto, como hemos advertido, al análisis filosófico del enseñar y aprender en clave socrática o paidocéntrica. Sabemos que este análisis no es suficiente para culminar una pedagogía, pero no olvidemos que es –como primer paso inexcusable– absolutamente necesario.

Por una pedagogía paidocéntrica

Tal y como se ha expuesto anteriormente, el objetivo principal de este trabajo es exponer una renovación de la educación, que tradicionalmente se ha basado en el profesor y en los contenidos que explicaba. Ahora, se trata de centrarla en el alumno para legitimar la idea de que la educación es final y esencialmente un educarse, donde el alumno es la base y el maestro tiene que readaptar su papel, pues ya no es el centro, sino que debe convertirse en un auxiliar –esencial– del alumno. En torno a este asunto principal, en este artículo se despliegan toda una serie de consecuencias de gran relevancia pedagógica. Cada uno de los puntos que siguen a continuación, van desarrollando aquel objetivo principal al tiempo que articula toda esta serie de consecuencias fundamentales desde una perspectiva educativa.

a. Animal educandum

El ser humano nunca está hecho y terminado: está obligado a hacerse y siempre se está haciendo. Esta apertura ontológica es la que ocupa la pedagogía para realizar su función constituyente del ser humano. Rousseau (1762) escribió que “vivir es el oficio que quiero enseñarle” al ser humano (p. 45). Es más, debido al hecho que tienen una naturaleza dada, y unos instintos predeterminados: los animales ya son todo lo que tienen que ser; mientras que el ser humano –sin ningún plan previo– debe construirse a sí mismo; por eso sostiene Kant (1765, p. 29), “es la única criatura que ha de ser educada”. Como ser inconcluso, indeterminado, siempre por hacerse, sostiene Fullat (2000), “el ser humano es inexorablemente educando (…) animal educandum” (p. 75). La educación es tan constitutiva del ser humano que es su propio ser. Parafrasendo el conocido apotegma de Ortega y Gasset (1935), podría decirse que el ser humano no tiene naturaleza, sino que tiene … educación (p. 41). Los animales no necesitan educarse, el ser humano sí: “Al delfín podemos, o no, educarle; al hombre hay que estar educándole siempre” (Fullat, p. 75). No solo para hacer esto o aquello, sino principalmente para autorrealizarse: “unicamente por la educación el hombre puede llegar a ser hombre. No es sino lo que la educación le hace ser” (Kant, 1765, p. 31). No existe la esencia ‘humanidad’ como algo previamente dado. El ser humano será lo que haga de sí mismo mediante la educación. La pedagogía, por tanto, lejos de ser simple añadido a la humanidad, posee trascendencia ontológica; esto implica además que la educación necesariamente es un fenómeno colectivo, social. En el fondo, solo hay pedagogía social. Así entendieron los griegos la política –como educación social, no como mera administración– de manera que, según Aristóteles (1988), el gobernante “debe ocuparse sobre todo de la educación de los jóvenes” (p. 455), porque “donde no ocurre así, eso daña los regímenes”. No hay auténtico desarrollo humano, social y político sin educación, la cual, nos recuerda Dewey (1897): es “el método fundamental para el progreso y la reforma social” (p. 53). Pero la educación solo es relevante para la sociedad –y los individuos concretos– cuando verdaderamente creemos en ella, cuando realmente creemos que es necesaria. Por eso Unamuno (1899) consideró que la conditio sine que non de una pedagogía valiosa es “crear fe, fe verdadera en la enseñanza” (p. 9), fe que solo se produce cuando la ponemos en práctica, cuando se enseña impulsado por ella. Esto significa que, en último término, la más elevada enseñanza que se puede enseñar consiste –según Unamuno (1899)– en “enseñar su propia imprescindibilidad” (p. 9). Lo peor que puede hacer entonces un enseñante es refrenar el deseo de aprender. El maestro, a juicio de Montaigne (1580), debe enseñar, ante todo, el propio afán de aprender: “Nada es mejor que despertar apetito y afecto al estudio” (p. 130), lograrlo no es fácil: no hay un método que mecánicamente nos convierta en buenos maestros que estimulen el aprender. La educación es un arte, no una ciencia, han repetido Kant (1765, p. 35) y Dewey (1929, p. 8). Es un arte que se aprende practicándolo. Se enseña enseñando.

Pretendemos acercarnos filosóficamente al problema pedagógico: la educación no es un objeto cualquiera para la filosofía. No se trata de analizarla filosóficamente porque –eso es lo que hace la filosofía con todas las realidades que constituyen nuestro mundo vital– desde la historia, el lenguaje o la ciencia hasta la gastronomía, los animales o el fútbol. Existe según Dewey (1916) una “íntima conexión entre la filosofía y la educación” (p. 275), ya que ésta “ofrece una posición ventajosa desde la cual penetrar en la significación humana de las discusiones filosóficas” (p. 275). La perspectiva educativa nos permite tratar los asuntos filosóficos desde un punto de vista práctico. Impulsada pedagógicamente, la filosofía deja de ser mera teoría para convertirse en racionalidad práctica, en educación del ser humano. No obstante, la función significativa, que tiene la educación en la filosofía, solo puede deberse a que la filosofía misma tiene un carácter educativo. La filosofía misma educa y modela vidas más humanas; de ahí que Sócrates, modelo de filósofo según Tubbs (2005): “no establezca ninguna distinción entre filosofía y educación” (p. XIV). Pero no solo la educación es importante para la filosofía, también la filosofía es un saber fundamental en la educación, en tanto que forma el intelecto, consolida la facultad del razonamiento o del juicio y enseña a vivir.

Por esto Montaigne (1580) considera un error caracterizar la filosofía como “inaccesible a los niños y dotada de rostro adusto, torvo y horrible”, porque con ello se les niega a los jóvenes la posibilidad de vivir serena y racionalmente, “puesto que es la filosofía la que nos instruye en la vida” (pp. 115-17). La filosofía enseña a conducirse en la vida y por eso no puede dejarse para cuando la vida ya ha pasado. Antes de seguir avanzando, aclaremos que somos conscientes de que: “la educación es algo más que la enseñanza, pues alude a procesos formativos más amplios” que se refieren a la personalidad, los valores, la ciudadanía y el respeto a los otros etc., procesos que –concibe Gimeno Sacristán (2012)– “desbordan lo que a través de la enseñanza podemos hacer, entendida ésta como transmisión de contenidos para ser aprendidos como conocimientos” (p. 139). No obstante, hecha esta precisión, en este trabajo se usa educación y enseñanza de forma indistinta, debido a que –el objeto principal del mismo– es precisamente: valorar positivamente un método pedagógico de naturaleza paidocéntrica para la adquisición de conocimientos en detrimento de otros, basados en el maestro y en los contenidos. Se limita a un nivel teórico en el que educar y enseñar son verbos perfectamente compatibles. Lo que nos interesa en este trabajo es profundizar filosóficamente en el hecho del enseñar y del aprender.

b. Educación paidocéntrica

En el fenómeno pedagógico intervienen tres miembros: el sujeto que enseña: el maestro; el que aprende: el alumno; y, lo por enseñar y aprender: el contenido. García y Gavari (2021), mencionan que la pedagogía que tradicionalmente ha dominado, se ha basado en el maestro y en los contenidos (logoi) que éste tiene que transmitir a los alumnos. Ha sido una pedagogía de carácter magistocéntrico y logocéntrico. En este esquema, el alumno relegado a simple destinatario de la emisión de contenidos, por parte del maestro, es desplazado fuera del centro neurálgico de la experiencia educativa. Si el magistocentrismo basa la educación en el maestro, el logocentrismo la fundamenta sobre los logos o contenidos que el alumno debe aprender y que el maestro está obligado a transmitir. Carente de actividad positiva, el alumno solo recibe, es un elemento reducido a pasividad. Esta pedagogía marcaba claramente dónde residía el poder. Según Spring (1987), “la escuela tradicional era un ejemplo perfecto de autoridad abierta: el maestro se enfrentaba directamente a los estudiantes con su propio poder; y los estudiantes, siempre eran conscientes de dónde partía el poder” (p. 31). En esta situación –desde luego– era más fácil rebelarse puesto que se sabía el lugar del poder contra el que había que actuar.

En nuestro mundo, el centro de poder es más difícil de identificar, por ello, más difícil también rebelarse con sentido. Frente a esta comprensión tradicional, la posición pedagógica moderna parte de Rousseau que, en clave socrática, intenta fundar la educación en el alumno y su actividad. Lo que se ha hecho entonces, afirma Ortega (1930), es “trasladar el fundamento de la ciencia pedagógica del maestro y del saber al discípulo” (p. 327), para establecer que solo las características singulares del alumno deben servir de fundamento y orientación de la enseñanza. Este esquema socrático y rousseauniano representa un verdadero giro radical de naturaleza paidocéntrica: el centro de la experiencia pedagógica se sitúa ahora en el alumno.

Con Russell (1926), defendemos que “el deseo espontáneo de aprender que todo niño normal posee debiera ser la fuerza directriz educativa” (p. 31). Más que llevar al alumno desde fuera, educar es ahora sacar de dentro (del alumno) hacia fuera. Si la educación tradicional se realizaba ‘desde fuera’, a partir del maestro y los contenidos que proyectaba sobre el alumno, la educación socrática se verifica ‘desde dentro’, desde el discípulo, nuevo eje pedagógico. El fenómeno educativo auténtico solo puede radicarse en el alumno y no imponérsele desde fuera. Cuando se enseña ‘desde fuera’, verdaderamente no se enseña –ni se aprende– solo se transmiten contenidos.

Mientras la pedagogía se fundaba sobre los contenidos y el maestro, en la educación primaba el verbo ‘enseñar’, pero con la apreciación del alumno el nuevo verbo educativo por excelencia es ‘aprender’. ¿Tiene sentido acaso el ‘enseñar’ sin el ‘aprender’? Carece también de sentido considerar los contenidos sin tener en cuenta el aprendizaje. El principal efecto de este viraje educativo iniciado por Sócrates, es que no se puede –sin más– enseñar el saber; lejos de ello, los contenidos en cuestión tienen que aprenderse. El giro del enseñar al aprender implica la aparición de una pedagogía centrada en la experiencia y, como señala Sáenz Obregón (2012), “el maestro no tiene derecho de privar al alumno de la comprensión que ha obtenido a través de la propia experiencia” (p. 170). El acto pedagógico no consiste meramente en enseñar unos contenidos, en transmitir un saber. Ahora el núcleo educativo está localizado en la experiencia del aprender. El paidocentrismo es una pedagogía empírica. Schopenhauer (1851) distingue una educación natural, en la que los conceptos se extraen de las experiencias, y una educación artificial, puramente teórica, con conceptos a priori que luego se aplica a la experiencia educativa (§ 372, p. 639). En la educación artificial, centrada en el maestro y los logoi, de naturaleza magistocéntrica y logocéntrica, añade Schopenhauer (1851), “los educadores, en lugar de desarrollar en el muchacho la capacidad misma de conocer, de juzgar y de pensar, se empeñan únicamente en llenarle la cabeza de pensamientos ajenos y acabados” (§ 372, p. 640). Es evidente que en una pedagogía equilibrada los elementos teóricos tienen que fundarse y salir de las intuiciones y experiencias del alumno.

c. Educación es educarse

Lo esencial en pedagogía no es construir una teoría para saber en qué consiste la educación, sino aprender efectivamente y enseñar de forma adecuada. Ninguna teoría nos va a convertir en buenos enseñantes ni en buenos aprendices. Solo la práctica de ambas actividades nos transformará en buenos enseñantes y alumnos. En concreto, y dado que hemos localizado la esencia de la pedagogía en el aprender, solo aprenderemos aprendiendo. El magistocentrismo relegaba de tal modo –el aprender respecto del enseñar– que estaba convencido de que el alumno aprendía simplemente cuando el maestro le enseñaba y porque le enseñaba. El paidocentrismo, en cambio, considera que el alumno solo aprende aprendiendo; esto es, aprendiendo él mismo, haciendo él mismo la tarea del aprender, la tarea de descubrir los contenidos, no aprende porque reciba pasivamente el saber que transmite el maestro.

Este empirismo pedagógico se halla expresado en el conocido learning by doing de Dewey (1916, pp. 74, 161), el aprender haciendo. No se aprende porque el maestro ofrezca los contenidos. Solo se aprenden de verdad cuando se descubren, cuando uno se apropia de ellos aprendiéndolos nosotros. Esto es lo que sugirió Kant (1781-87) cuando sostuvo que la filosofía –salvo desde una perspectiva histórica– no se puede aprender, ya que realmente “se puede, a lo más, aprender a filosofar” (p. 650). Aparte de afirmar que la filosofía no es teoría ya dada por aprender, Kant da a entender en ese texto que la esencia del aprender reside en la praxis. Conocer la historia de las ideas filosóficas no es poca cosa, pero lo fundamental es pensar y aprender a hacerlo. Además, solo aprendiendo a pensar podremos aprender verdaderamente los conceptos históricos/filosóficos. Por tanto, más que enseñar el maestro, aprende el alumno. Por esto, y de acuerdo con el hecho de que el alumno es la base de la realidad pedagógica, Gadamer (2000) ha subrayado que “la educación es educarse, que la formación es formarse”; es decir, que “nos educamos a nosotros mismos, que uno se educa y que el llamado educador participa solo con una modesta contribución” (pp. 11, 15). Por este motivo, Lessing (1780) pudo escribir que “la educación no le da al ser humano nada que éste no pueda alcanzar por sí mismo; le da lo que podría alcanzar por sí, solo que lo tiene más fácil y rápidamente” (p. 574). La educación no impone desde fuera unos contenidos que el alumno no pueda desde dentro aprender descubriéndolos. Si el alumno no interviene activamente, el maestro no puede enseñar.

De este giro paidocéntrico no se debe deducir el menosprecio del maestro ni de los contenidos. El maestro tiene que continuar con su labor de enseñar contenidos. Ahora bien, debido a que el alumno es el nuevo centro pedagógico, el maestro tiene que enseñar con un método distinto, fundado sobre el alumno y su aprender. Es tan responsable en el proceso educativo como antes –o incluso lo es más– pero ha cambiado su manera de serlo: ya no es el que enseña contenidos, el que transmite verdades –ahora es el que ayuda a que aprenda por sí el alumno– debe enseñar no tanto contenidos como que el alumno aprenda él mismo los contenidos. Que el alumno aprenda y se eduque por sí mismo no quiere decir que no necesite de un maestro que le facilite el descubrimiento del saber. Educarse es una actividad propia del alumno. La tarea del maestro es promover y conducir esta nueva forma de comprender el aprendizaje que es el descubrimiento. Para enseñar realmente una verdad, el maestro debe ante todo evitar enseñarla y ayudar a que el alumno la descubra por sí mismo, única forma de que verdaderamente la aprenda. Según Ortega (1914), “quien quiera enseñarnos una verdad que no nos la diga: simplemente que aluda a ella” (p. 335), para que así “lleguemos nosotros mismos hasta los pies de la nueva verdad”, de manera que, concluye, “quien quiera enseñarnos una verdad, que nos sitúe de modo que la descubramos nosotros” (p. 336). Solo cuando el maestro ayuda al alumno para que descubra la verdad, situándolo y aludiendo a la misma, solo entonces, enseña –ello ocurre porque solo entonces se aprende– Se aprende algo realmente cuando se lo descubre. El maestro enseña ayudando a descubrir mediante alusiones. De ahí que esta pedagogía del descubrir fuese denominada por Ortega pedagogía de la alusión. En ella el saber no se da sin más al alumno, sino que se muestra, se alude a él. El maestro comienza la operación de descubrirlo, inicia su pensamiento, para que el alumno culmine ese movimiento. Las verdades no se dicen, se aluden. Solo así se enseñan (se aprenden). Por alusiones –así enseña el maestro del socratismo– Ser un maestro (socrático) en el paidocentrismo, es más difícil que serlo en el paradigma magistocéntrico.

d. Estudiar es una falsedad

Frente al intelectualismo, esta pedagogía paidocéntrica se fundamenta filosóficamente sobre una comprensión vitalista de la verdad y el saber. El intelectualismo idealista concibe el saber como una realidad autónoma que brota de la pura conciencia y se alimenta de sí misma. El vitalismo considera, al contrario, que las ideas puramente abstractas que produce ese puro intelecto carecen de valor, pues solo valen las ideas que surgen como respuestas a necesidades vitales. Solo son valiosos los conceptos que surgen de los problemas de la vida y para atender a las exigencias de la vida. La curiosidad intelectual no surgió del puro intelecto sino, más bien, según Unamuno (1912) de “la necesidad de conocer para vivir” (p. 42). La vida es el fundamento del conocer. El pensamiento entonces no se puede comprender como simple actividad intelectual. El pensar es básicamente ejercicio vital. De ahí que solo son valiosos los pensamientos que han surgido de las experiencias vitales. Esta fundamentación vitalista del conocimiento afecta indudablemente al fenómeno educativo. Ahora podemos comprender el absurdo que representa la actividad de aprender un saber que el maestro enseña al alumno como transmisión de intelecto a intelecto, pues esa actividad de aprendizaje carece precisamente de la dimensión de vitalidad que le proporciona sentido. Solo puede ser aprendido cuando es vivido, o sea, cuando es descubierto por el alumno. Contra el intelectualismo que late tras el magistocentrismo, es indudable que el intelecto nunca está al margen de la vida. Para descubrir aquel saber es preciso buscarlo. Solo se busca lo que se necesita, lo que la vida de cada uno reclama.

Este rechazo vitalista del intelectualismo es lo que quiere decir Ortega (1933) cuando escribe: “estudiar sería una falsedad” (p. 545). Las ideas –en principio verdaderas– que constituyen un sistema científico las hallaron unos individuos, “pero si las encontraron es que las buscaron, y si las buscaron es que las habían menester” (p. 546), de modo que podemos decir que “hemos encontrado una verdad cuando hemos hallado un cierto pensamiento que satisface una necesidad intelectual previamente sentida”, y de aquí deducimos que, escribe Ortega (1933), “verdad no existe propiamente sino para quien la ha menester; que una ciencia no es tal ciencia sino para quien la busca afanoso” (p. 546). Por ello puede sostener que estudiar es algo vitalmente falso, porque el creador no se encontró con la verdad ya dada, sino que la descubrió porque la necesitaba vitalmente, mientras que el estudiante tiene que estudiar una ciencia que se ha encontrado ya dada y que él vitalmente no ha necesitado. El creador de ciencia siente que le falta esa ciencia, por eso la busca y la descubre y la crea. De ahí que –la verdad descubierta– sea auténticamente una verdad para él. Para el estudiante, esa misma verdad predada y estudiada no es realmente sino una serie de ideas, y puede creer que las entiende de forma puramente intelectual, pero, concluye Ortega (1933), “para entender verdaderamente algo no hace falta tener eso que se llama talento ni poseer grandes sabidurías previas: lo que hace falta es necesitarlo” (p. 546). Y esto es justamente lo que le falta al estudiante. Por eso, desde la fundamentación vitalista del saber, estudiar es una falsedad. Objetivamente puede ser verdad lo que el estudiante estudia, pero vital y/o subjetivamente será falso porque es una verdad que no ha necesitado. El estudiante estudia la ciencia, pero no la crea, porque la ciencia es crear, investigar, descubrir –de manera que– siguiendo a Ortega (1930), “ni aprender una ciencia, ni enseñarla, ni aplicarla es ciencia” (p. 336). Pero no solo esto: descubre y crea saber quien lo necesita, pero solo él pone en cuestión cualquier verdad que se le presente, precisamente porque siempre va impulsado por la necesidad de verdad. Quien simplemente estudia acepta las verdades que otros han descubierto: las aprende sin cuestionarlas. En cambio, el que busca no se conforma con lo dado y critica de entrada lo que se encuentra. Por tanto, necesitar vitalmente el saber no solo es el método del descubrimiento, sino también el de la crítica.

En definitiva, este vitalismo epistemológico nos muestra que era ciertamente absurdo enseñar un saber sin más. Para entender un saber no es suficiente con estudiar y fingir necesitarlo. Según Ortega (1933), hace falta que el que pretende comprenderlo “sienta auténticamente su necesidad, que me preocupen espontánea y verdaderamente sus cuestiones”, pues, añade, “mal puede nadie entender una respuesta cuando no ha sentido la pregunta a que ella responde” (pp. 553s). Para saber entonces, no basta con ser un buen estudiante –falta sentir la necesidad de saber– no se trata de acabar con los estudiantes y el estudio; se trata de reformar el método de la pedagogía. Lo normal es que las personas, en su mayor parte, no experimenten la necesidad del saber, la que hizo que los creadores lo descubrieran. Lo que debe procurar la enseñanza es que los estudiantes lleguen, mediante ella, a sentir la necesidad que late en el origen del descubrimiento del saber.

Una buena pedagogía tiene que intentar hacer sentir la necesidad del saber para que el alumno lo busque y lo descubra, ya que solo aprenderá si consigue vivir –experimentar– el descubrimiento del saber. Según esta reforma pedagógica, sostiene Ortega (1933), “enseñar no es fundamentalmente sino enseñar la necesidad de una ciencia, y no enseñar la ciencia cuya necesidad sea imposible hacer sentir al estudiante” (p. 554). La meta última de la pedagogía paidocéntrica, su método de aprendizaje, es hacer sentir al alumno la necesidad de saber. Entonces el alumno será verdadero centro de la educación: buscará por sí mismo el saber cuya necesidad ya siente. Desde luego ni pretende, ni debe pretender, que el estudiante se convierta en un científico, sino de que consiga verdaderamente comprender su ciencia, experimentando la actividad de descubrimiento y creación que está en su base. Solo entonces la enseñanza conseguirá su meta: que el alumno aprenda.

Evidentemente, con esta fundamentación vitalista no queremos decir que una verdad sea verdad porque sea necesitada. Una cosa es el valor vital o subjetivo de una verdad, que solo se asegura cuando es necesitada y vivida por un sujeto, y otra cosa bien distinta es reducir la objetividad de la verdad al hecho vital del descubrimiento, algo contra lo que hay que prevenirse. Efectivamente, un buen vitalismo evita subordinar el valor objetivo de una verdad a su vitalidad. Un vitalismo equilibrado pretende salvar el papel del sujeto concreto, viviente, pero sin llegar a reducir la objetividad a la subjetividad viviente. Las verdades deben extraerse de las vivencias, pero su valor de verdad –lejos de fundamentarse en esas experiencias– atiende a la pura objetividad. Más bien, precisamente porque esas verdades lo son objetivamente nos pueden servir luego para la vida.

Ortega (1923) destaca que “si no pienso la verdad” no puedo pensar de forma útil para servir a mis intereses vitales, de manera que “un pensamiento que normalmente nos presentase un mundo divergente del verdadero, nos llevaría a constantes errores prácticos” (p. 166). Una verdad solo es vital o subjetivamente verdad para quien la descubre porque la necesita, pero no se convierte objetivamente en verdad por el hecho de necesitarla y descubrirla. De hecho, por necesitarla, necesita que sea objetivamente verdadera. Nuestro vitalismo concierne solo al hecho del descubrimiento de la verdad, no a su dimensión objetiva, que es ajena e independiente de la vitalidad.

e. Pedagogía ensayística

La pedagogía paidocéntrica pretende que los alumnos vivan en clase la experiencia creativa del saber, haciéndoles sentir la necesidad del mismo. Gracias a ello, los alumnos buscarán y descubrirán el saber. En una palabra, lo crearán. La educación paidocéntrica es finalmente una educación de la creatividad. Ahora bien, ser creativo es ser crítico, pues crear implica superar lo establecido. Si no se trasciende lo dado, no hay verdadera creación. Por tanto, al crear inevitablemente ponemos en cuestión lo ya existente y, así, ejercemos la crítica la crítica –toda creación se rebela contra lo establecido por el mero hecho de crear– el que crea se rebela contra lo ya existente. Ortega (1930) sentenció que “la única verdadera rebelión es la creación” (p. 347 n). Pero la realidad educativa es bien otra. La pedagogía actual, incluidas las llamadas ‘humanidades’, está dominada por el criterio de utilidad como único valor eficaz. Los mass media promueven en último término el saber que incrementa el bienestar y el progreso material. Sin desdeñar lógicamente la educación científica y técnica, se considera que cada vez es más necesaria la enseñanza humanística; aunque solo sea como contrapeso del poder creciente de la mentalidad calculadora y la moral productiva. Contra la marea utilitarista, el humanismo debe velar por la salud del alma para evitar convertirnos en meros seres de hecho, carentes de humanidad. Heidegger (1935) se refirió a que la falsificación del espíritu “en forma de inteligencia decae al papel de herramienta al servicio de otras cosas” (p. 50). La reducción del espíritu –a instrumento– está en la base de la conversión de la educación en simple adaptación que sirve los intereses del sistema de poder. La educación utilitarista pierde así su carácter de experiencia pensante, crítica y creativa, para convertirse en un elemento más al servicio del poder establecido. Efectivamente, Pérez-Luna (2003) indica que “la pedagogía que se sometió a las directrices de la razón instrumental atentó contra la libertad” (p. 94), y se hizo “pedagogía sin voz, por ella hablaba un proyecto de reducción del hombre y de toda idea emancipatoria” (p. 94). La resistencia a la voluntad de poder calculadora, base del utilitarismo, resulta especialmente relevante en la enseñanza, pues el –pedagogo– para Mèlich (2002), en lugar de ser el que “crea los programas de integración en una cultura (…) encargado de transmitir los contenidos científicos y los valores constitutivos de un sistema social” (p. 51), es decir, es ante todo, “aquel que desenmascara las formas de control social de producción del discurso” (p. 52).

La educación debe proponerse como objetivo fundamental enseñar que el espíritu humano no se reduce a inteligencia calculadora, a mero instrumento. Para ello, lejos de adaptarse a lo existente, la enseñanza debe fomentar el espíritu de la creación y el descubrimiento. Por mucho que el sistema pedagógico enarbole la bandera del pensar reflexivo y crítico como meta, la realidad es que la adaptación sigue siendo el valor educativo predominante. La educación que sigue mandando es –unidimensional– esto es, siguiendo a Marcuse (1964), una educación que no promueve la aparición de –más allá de lo establecido– una segunda dimensión crítica que desafíe lo positivo ya dado y que despliegue “otra dimensión de la realidad” (p. 87). En vez de ello, fomenta la adaptación, aunque venda pensamiento crítico y reflexivo. Contra esta marea positivista y adaptacionista, es más necesaria una educación que sea bidimensional, que enseñe a pensar de verdad, a atreverse, a no seguir lo dado; pero lógicamente sin caer en el sinsentido y el capricho sin fundamento. Una educación del ensayar: debe ser una educación del riesgo, porque solo el riesgo nos enseña. Debe entonces prepararnos para equivocarnos y, sobre todo, para reconocer el error y volver a pensar con voluntad de verdad. Porque, aclara Gadamer (2000), “¿quién ha aprendido realmente si no ha aprendido de sus propios errores?” (p. 48). En lugar de convertirnos en máquinas adaptadas, lo propio del ser humano es atreverse a pensar, aprender, equivocarse y volver a ensayar. Cuando el maestro alude a la verdad que el alumno debe descubrir, invita a errar. La pedagogía paidocéntrica de la alusión es una pedagogía del riesgo y del error, una pedagogía ensayística. Para crear y descubrir hay que ensayar.

f. Para aprender hay que preguntar

Es una verdad perogrullesca que la educación tiene que ver principalmente con aprender y enseñar, y que de entrada parece lógico afirmar que –solo puede enseñar el que sabe– y que para saber hay que aprender. Aristóteles (1998) afirmó que “lo que distingue al sabio del ignorante es el poder enseñar” (p. 8). Poder enseñar distingue al que sabe, de manera que si alguien no es capaz de enseñar es porque en verdad no sabe. Aristóteles (1981) precisa que todo saber, “toda ciencia parece susceptible de ser enseñada; y toda cosa que es sabida, puede también aprenderse” (p. 204.) Esto significa que todo el saber puede ser enseñado y aprendido. El criterio del hecho de saber no es sino la capacidad de enseñar. Quien no enseña es que realmente no sabe. Ahora bien, esta perspectiva da por supuesto el concepto de saber como tenencia de ideas, de contenidos. De aquí deducimos que aclarar la cuestión educativa implica previamente despejar el problema de la naturaleza del saber. No hay teoría educativa que no dé por supuesta una determinada comprensión del saber. La consecuencia del enseñar y el aprender debe ser en principio el incremento del saber del alumno. Pero nada se puede dilucidar en este ámbito entonces si previamente no se aclara en qué consiste el saber. Ahora bien, según Heidegger (1935), “simplemente tener conocimientos en absoluto es saber” (p. 29). Se pueden tener muchos conocimientos y no saber, porque saber es situarse ante la verdad, mantenerse en ella, desvelarla, descubrirla –en suma– pensarla. Pero esta idea del saber todavía nos dice más. La comprensión habitual afirma que el que sabe ya no tiene –lógicamente– que aprender, pues efectivamente ya sabe y esto significa que su etapa de aprendizaje ha concluido. Pero esta lógica común olvida, a juicio de Heidegger (1935), que “saber significa poder aprender”, de modo que “solo sabe aquel que entiende que debe volver a aprender constantemente” (p. 29). Este es el significado radical del socrático solo sé que no sé nada: que saber verdaderamente es comprender que siempre podemos seguir aprendiendo. Lejos de representar la conclusión del aprendizaje, el auténtico saber es estar siempre abierto a aprender, porque nunca se sabe totalmente. A esta idea del saber subyace una comprensión del carácter finito de la humanidad que es la causa del aprender: solo puede aprender realmente aquel que tiene conciencia de que no sabe. Quien cree saber no aprende.

Según el entendimiento corriente, quien sabe no tiene que preguntar pues no necesita aprender. Al contrario, quien pregunta lo hace porque no sabe. Pero una vez establecido que saber no consiste en disponer de conocimientos, de teorías, sino –tener conciencia de la propia ignorancia– en consecuencia, en estar abierto al aprendizaje. Podemos deducir con Heidegger (1935) que saber es “poder preguntar”, pues solo puede aprender quien puede hacer preguntas, quien quiere saber (p. 29). Hemos establecido que el que sabe, ante todo –sabe que no sabe– y que tiene que aprender constantemente. Ahora bien, aprender supone preguntar. Solo el que pregunta de verdad porque es consciente de su ignorancia, solo él, puede aprender y llegar a saber. Santos Gómez (2008) confirma que “para aprender, hemos de estar dispuestos a ejercer la crítica de las propias convicciones”, y “hay que reconocer que no se sabe nada” (p. 223). De aquí concluimos que la esencia del saber reside en la pregunta. El que pregunta, ya sabe algo acerca de lo que no sabe. Lo que sabe, y es lo principal, es que no lo sabe, por eso pregunta. Gadamer (1960) considera que no hay verdadero preguntar sin saber que no se sabe: “Para poder preguntar hay que querer saber, esto es, saber que no se sabe”, pues “el que está seguro de saberlo todo no puede preguntar (p. 440). A su vez, saber realmente es no parar de preguntar. Solo una persona puede en rigor preguntar, el que es consciente de que no sabe. Por tanto, deducimos, preguntar es un arte difícil, ya que, concibe Gadamer (1960), “no hay método que enseñe a preguntar, a ver qué es lo cuestionable” (p. 443). Si se pregunta es porque se sabe que no se sabe y, en consecuencia, se quiere saber. El arte que supone mayor dificultad es el de saber preguntar, ya que para poder acceder al ‘no saber que se sabe’ y preguntar en consecuencia; para ello, hay que estar simultáneamente en las dos partes del preguntar: en el lado del saber y en el lado del no saber. Por esto, concluye Gadamer (1960), “preguntar es más difícil que contestar” (p. 440). Este consciente no saber que pregunta es lo que se llama ‘pensar’. Gadamer (1960) subraya que el “arte de preguntar” es el “arte de pensar” (p. 444). Cuando se cree saberlo todo acerca de algo realmente no se piensa. Pensar es ir caminando, abriendo un camino, en lo desconocido, preguntándonos constantemente por el siguiente paso que tenemos que dar en el nuevo terreno que nunca hemos pisado. La pregunta por tanto no es simplemente algo previo al saber, asumiendo que el saber de verdad está en el responder y que el preguntar como tal es algo exterior al saber mismo. Heidegger (1933) confirma que “el preguntar ya no volverá a ser el mero paso previo hacia la respuesta, el saber, sino que el preguntar se convertirá en la suprema figura del saber” (p. 12). Pero la pregunta es la esencia del saber debido a que, precisa Gadamer (1960), se comprende algo de verdad, se sabe, tan solo cuando se ha hallado la pregunta respecto de la cual es respuesta lo que se quería comprender: “Comprendemos algo solo cuando comprendemos la pregunta para la que algo es respuesta” (p. 453). En definitiva, de acuerdo con Gadamer (1960), entender una idea o una teoría significa realmente comprenderla como respuesta a la pregunta que hemos descubierto (p. 454). Saber, pensar entonces será descubrir las preguntas. Esta indagación nos facilita el método educativo más adecuado para ejecutar nuestra pedagogía paidocéntrica: ayudar al alumno es descubrir equivale a ayudarle a encontrar las preguntas respecto de las cuales son respuestas lo que pretendemos transmitirle. Una verdadera pedagogía debe guiarse por las preguntas más que por los contenidos y las doctrinas.

g. Enseña quien aprende enseñando

La enseñanza ofrece algo: da. En clave socrática, Heidegger (1936) sostiene que “en el enseñar no se ofrece lo aprendible, sino que se da al alumno solamente la indicación de tomar para sí lo que ya tiene”, porque realmente “cuando el alumno adopta únicamente algo ofrecido, no aprende” (p. 62). El alumno no aprende cuando le son transmitidos y dados los contenidos. Tiene que descubrirlos para aprenderlos y saberlos de verdad. Solo aprende cuando experimenta, vive y descubre lo que se le ofrece, esto es, cuando se lo da a sí mismo. Aprender realmente no equivale a mero estudiar. Solo aprende uno mismo y, como sugería Gadamer, el maestro participa modestamente. Ahora bien, esta contribución del maestro en el aprender será sencilla, pero fundamental. Indagar en qué consiste esa contribución nos permitirá precisar el enseñar que debe desplegar el maestro paidocéntrico. Como ya advertimos, no es un enseñar que da al alumno sin más lo que ha de aprender, sino que inicia el gesto que permite al alumno seguir el movimiento que le lleva a descubrir por sí mismo lo que se procuraba transmitir. Si al alumno se le entrega lo que tiene que aprender no aprende. Para aprenderlo –tiene que descubrirlo, apro-piárselo– Pero, para que el alumno pueda aprender desde sí mismo, único auténtico aprender, hay que evitar reducir el enseñar a la simple comunicación de contenidos para convertirlo en dejar aprender. Heidegger (1936) destaca que “enseñar no es otra cosa que dejar aprender a los otros” (p. 62). De hecho, añade Heidegger (1951-52), “el verdadero maestro no deja aprender nada más que el aprender” (p. 20). La meta del enseñar no puede ser otra que dejar que el alumno aprenda por sí. Lejos de transmitir conocimientos, el fin de la verdadera enseñanza es formar la mente del alumno para que los descubra por sí mismo. Ya Descartes (1628) asumió esta pedagogía socrática: “dirigir el espíritu de manera que forme juicios sólidos y verdaderos de todo lo que se le presente, tal debe ser el fin de los estudios” (p. 95). Por esto, quienes siguen sosteniendo que aprender es recibir contenidos piensan que este maestro paidocéntrico no enseña y que, por tanto, con él nada se aprende. Pero olvidan que esta (verdadera) enseñanza socrática y paidocéntrica solo enseña una cosa, la más importante: a aprender. Enseña tan solo contribuyendo a que el alumno piense -y entonces aprenda. Solo se enseña, enseñando a aprender, ayudando a hacerlo. Si mediante indicaciones el maestro consigue que el alumno aprenda, entonces ya la transmisión de contenidos es secundaria, porque se habrá logrado despertar el aprender del propio alumno. Este alumno descubrirá él mismo, pues sabe aprender. Pero enseñar a aprender, dejar aprender, es una tarea ardua. El maestro, siguiendo la mayéutica socrática, tiene que practicar la indicación, la pregunta, hasta que el alumno se sienta capaz de caminar él solo por lo desconocido –en definitiva, de pensar– Al plantear la pregunta aludiendo a una idea para que el alumno concluya el movimiento descubriéndola, el maestro enseña al alumno a aprender. Así es, sostiene Gilson (1960), como los maestros consiguen “hacernos pensar por nosotros mismos, o al menos ayudarnos a hacerlo” (p. 38). El maestro paidocéntrico tiene que ser un artista del preguntar, porque solo sabiendo preguntar coloca al alumno en la posición de descubrimiento. Solo preguntando enseña y solo siendo bien preguntado aprende el alumno. La buena enseñanza entonces tiene que ver con el preguntar y el responder, o sea, con el dialogar, en palabras de Freire (1967), con “el método activo, dialogal y participante” de Freire (p. 104). Gadamer (2000) ha declarado que “solo se puede aprender a través de la conversación” (p. 10).

Enseñar de verdad –dejando aprender– es una de las actividades más eminentes y difíciles. Solo enseña de verdad el maestro si él mismo aprende en la acción educativa. Enseñar a aprender, dejar aprender, solo puede hacerlo quien puede aprender, porque –quien cree que ya lo sabe todo– enseña lógicamente transmitiendo los conocimientos que posee y que conforman ‘el saber’. La educación magistocéntrica no deja aprender, no enseña. El maestro socrático sabe que solo puede enseñar si vuelve a vivir la experiencia del alumno –el aprender– si él mismo descubre conocimientos en vez de simplemente proyectarlos fuera. Enseña quien aprende enseñando. Solo quien puede aprender puede enseñar. Solo si el maestro aprende puede enseñar a aprender, porque solo se puede enseñar a aprender poniendo en práctica el propio aprender, aprendiendo. No se puede enseñar a aprender teorizando sobre el asunto sino ejemplificándolo, poniendo delante de los ojos del alumno el aprender mismo. Pero es que–además, advierte Freire (1970), “la reflexión, si es verdadera reflexión, conduce a la práctica” (p. 67). El maestro enseña –deja aprender cuando piensa ante el alumno– cuando ejecuta la actividad del descubrimiento del saber preguntándose a sí mismo. Nada enseña como el ejemplo en carne viva del proceso mismo del aprender. Ante todo, el maestro debe evitar transmitir lo por enseñar como un conocimiento ya dado, dominado y sabido por él. Tiene que vivir el acto de aprenderlo. Paradójicamente, cuando el maestro aprende enseña. Para el maestro, enseñar al alumno supone aprender él mismo. Esta debe ser la norma de una buena pedagogía. Por ello, Dewey (1916) escribió que “el maestro es un aprendiz, y el aprendiz es, sin saberlo, un maestro” (p. 141). Pero entonces qué distingue al maestro del alumno. ¿No desaparecería así el magisterio? En absoluto. No solo no desaparece sino que, como ya se anticipó, el magisterio socrático es el más exigente debido a que, afirma Heidegger (1951-52), “enseñar es más difícil que aprender”, y ello porque, recordemos, “enseñar significa: dejar aprender” (p. 20). Es más difícil no porque el maestro tenga más conocimientos y más saber para poder enseñar, sino porque su saber ha de consistir en que pueda aprender, ya que, en palabras de Heidegger (1936), “solo quien verdaderamente puede aprender –y solo mientras puede– es el que verdaderamente puede enseñar” (p. 62). Solo se puede creer que aprender es más difícil que enseñar cuando se da por supuesto, en clave magistocéntrica y logocéntrica, que el que enseña sabe todo lo que tiene que saber para enseñar y no le hace falta ya aprender. Ahora bien, en este caso el maestro ya no enseña a aprender, pues naturalmente enseñará todo lo que sabe. Muy al contrario, solo quien sabe que no sabe aprende y, por eso mismo, puede enseñar lo fundamental, el propio aprender. En consecuencia, el maestro paidocéntrico, bien lejos de ser irrelevante, tiene, a juicio de Heidegger (1951-52), “respecto de los aprendices como único privilegio el que tiene que aprender todavía mucho más que ellos, a saber: el dejar-aprender” (p. 20). De ahí que Heidegger (1936) pueda asegurar que “en el enseñar quien más aprende es el que enseña” (p. 62). La diferencia entre el maestro y el alumno es que el maestro es capaz de aprender más, y ello se debe a que tiene mayor conciencia de su ignorancia y, por tanto, sabe que no puede dejar de aprender –como Sócrates– el verdadero maestro. El mejor maestro es el que más conciencia tiene de que no sabe. Por eso es maestro, por eso puede enseñar.

Conclusión

El resultado de esta investigación ha sido que una educación verdaderamente equilibrada, una educación socrática, se hace desde el alumno, verdadero núcleo de la praxis pedagógica. Esta conclusión arroja como consecuencia la trasformación del sistema educativo y especialmente el papel del profesor. Esta educación le propone al maestro la tarea más dificultosa: enseñar siendo consciente de que el aprender del alumno es lo sustancial. Esto implica que el maestro debe preocuparse menos de los contenidos que enseña y más del hecho de que el alumno aprenda. Esta es la línea de continuidad que marca este estudio: las técnicas pedagógicas en particular, y el sistema en general, deben atender especialmente a este hecho y articularse de modo que se ocupen del aprendizaje del alumno. Dicha tarea la resuelve el profesor enseñando a aprender, no enseñando -transmitiendo- conocimientos sin más. Para lograrlo, el maestro, como Sócrates, tiene que revivir el descubrimiento y el aprendizaje. El alumno, acompañado del preguntar del maestro, al vivir el pensar descubridor, aprende. Asistiendo al alumno mediante preguntas que le permiten descubrir los conocimientos, el maestro deja que el alumno aprenda, esto es, enseña de verdad. Esta es la exigente misión de un maestro paidocéntrico.

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Recibido: 20 de Junio de 2022; Aprobado: 20 de Octubre de 2022

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Licenciado y Doctor en Filosofía (Universidad de Sevilla). Catedrático de Filosofía en Bachillerato. Catedrático del Área de conocimiento de Estética y Teoría de las Artes. Ha sido Profesor universitario desde 1998 ininterrumpidamente hasta la fecha actual. Ha publicado más de 80 artículos científicos en más de 40 revistas internacionales distintas. 32 de esos artículos están recogidos en Arts and Humanities Citation Index.

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