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Sophia, Colección de Filosofía de la Educación

versión On-line ISSN 1390-8626versión impresa ISSN 1390-3861

Sophia  no.27 Cuenca jul./dic. 2019

https://doi.org/10.17163/soph.n27.2019.03 

Artículos

Ontología y lenguaje: verdad y sentido en el umbral de las dos culturas

Ontology and language: truth and meaning on the threshold of the two cultures

Javier Corona Fernández1 
http://orcid.org/0000-0002-9544-0417

1Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Catedrático de Filosofía Moderna y Contemporánea. Profesor Titular en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Guanajuato, México, donde ha desempeñado también diferentes cargos como Rector del Campus Guanajuato, Director de la División de Ciencias Sociales y Humanidades, Director de la Facultad de Filosofía y Letras. Forma parte del Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México.


Resumen

Este artículo propone una exploración de las implicaciones entre lenguaje y ontología a la luz de dos tradiciones distintas. Por un lado, los alcances del enunciado científico y las relaciones entre significado y verdad: el conocimiento como la actividad de describir un mundo formado de hechos particulares; por el otro, la consideración histórica cuyo objetivo es comprender una realidad multiforme, en donde el lenguaje no enuncia sólo hechos, sino que construye un sentido de mundo en el que la vida humana encuentra los elementos significativos de su realidad concreta. Para poner en perspectiva estos dos emplazamientos, se parte del supuesto de que en su desarrollo, filosofía y ciencia estuvieron interconectadas. Sin embargo, a medida que el conocimiento se fue expandiendo, la diferenciación de campos se hizo cada vez más necesaria. No obstante, esa parcelación estricta debe quedar atrás; hoy se requiere de una nueva reflexión crítica que rebase la dicotomía de Ciencias de la naturaleza y Ciencias humanas o del espíritu. En la actualidad, este esquematismo es la manifestación de una ilusoria comprensión de la naturaleza como si ésta constituyera un ámbito de realidad ajeno al hombre, y como si el ser humano fuese un ‘sujeto’ desvinculado del orden natural. Dicha clasificación evidencia una ruptura entre naturaleza y sociedad, que bloquea las posibilidades de una mirada ontológica ausente de prejuicios. El humanismo del siglo XXI debe superar tal disyunción, ya que la ciencia es una actividad esencial para el ser humano al estar presente en múltiples esferas de la cultura, desde los servicios de salud hasta la producción de alimentos, las comunicaciones, la recreación, la política, la economía, la educación, etcétera. Y, recíprocamente, el pensamiento filosófico ha aportado una perspectiva de totalidad que permite advertir que el saber, en cualesquiera de sus ramas, participa de un mismo objetivo, alcance y valor. La reflexión sobre el lenguaje puede abrirnos a la comprensión de las diferencias y proximidades de una realidad compartida.

Palabras clave Lenguaje; ontología; lógica; pensamiento

Abstract

This article proposes an exploration of the implications between language and ontology in the light of two different traditions. On the one hand, the scope of the scientific statement and the relationships between meaning and truth: knowledge as the activity of describing a world that is made up of particular facts; on the other, the historical consideration whose objective is to understand a multiformed reality, where language does not only enunciate facts, but builds a meaning of the world in which human life finds the significant elements of its concrete reality. To put these two sites in perspective, it is assumed that in their development, philosophy and science were interconnected. However, as knowledge expanded, field differentiation became more and more necessary. But that strict parceling must be left behind; today a new critical reflection is required that goes beyond the dichotomy of Natural Sciences and Human or Spirit Sciences. At present, this schematism is the manifestation of an illusory understanding of nature as if it were an area of reality alien to man, and as if human beings were a ‘subject’ disconnected from the natural order. This classification evidences a rupture between nature and society, which obstructs the possibilities of an ontological gaze absent from prejudices. 21st century humanism must overcome such disjunction, as science is an essential activity for human beings to be present in multiple spheres of culture, from health services to food production, communications, recreation, politics, economics, education, etcetera. And, reciprocally, philosophical thought has provided a perspective of totality that allows to notice that the knowledge, in any of its branches, participates in the same objective, scope and value. Reflection on language can open up to understanding the differences and closeness of a shared reality.

Keywords Language; ontology; logic; thinking

Forma sugerida de citar:

Corona Fernández, Javier (2019). Ontología y lenguaje: verdad y sentido en el umbral de las dos culturas. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 27(2), pp. 113-148.

Introducción

El límite de mi mundo es el límite de mi lenguaje.

Ludwig Wittgenstein

En el pensamiento filosófico y científico, el paso a la Modernidad estuvo marcado por el entusiasmo hacia una nueva racionalidad, la que llevaría a los seres humanos a un estado de libertad y de justicia, a la realización de todo el potencial contenido en sus facultades que harían evidente el ‘plan oculto de la naturaleza’, según la sentencia contenida en la obra de Kant. Empero, los primeros visos de crisis social que trajo el industrialismo decimonónico, los hechos bélicos del siglo XX y el ascenso de la violencia en la época actual obligan a una mirada crítica hacia el pasado, a la búsqueda de las causas que condujeron no a una sociedad como la anhelada, sino a una burocratización creciente de la realidad social según estándares productivistas. Ahora es pertinente llevar a cabo una reflexión sobre algunos de los temas que han configurado el tejido de lo real en las sociedades del momento, a las que se ha llamado —por el desarrollo científico y el auge de las ingenierías, y no sin una dosis de eufemismo— ‘sociedades del conocimiento’. Pero a la par del innegable éxito obtenido por las iniciativas de la ciencia y la tecnología, no dejan de aparecer como sombras ciertos rasgos igualmente característicos del presente: las enfermedades psicosociales, el genocidio en sus formas cada vez más depuradas, la violencia y crueldad, la industria del espectáculo que mantiene a los individuos absortos de los problemas más urgentes, el monopolio de los medios de comunicación que emplea nuevas formas de censura y manejo discrecional de la información, la guerra creada para reactivar la economía, la destrucción generalizada de ecosistemas, el cambio climático atribuido a la explotación desmedida de la naturaleza y, lo más grave, el conocimiento convertido en mercancía. Ante este panorama, cabría inquirir si la ‘sociedad del conocimiento’ tiene respuesta a una pregunta urgente: ¿qué puede esperarse ante la dominación nuclear y biológica del planeta?

En esta encrucijada, una gran parte de los sectores científicos e intelectuales que integran la racionalidad contemporánea se muestran ceñidos a la mera instrumentación de procesos bajo el esquema medios-fines y enmarcados en el despropósito de una creciente extracción, transformación y venta de la riqueza natural. Con este desenlace, la razón ilustrada se precipitó a su propio aniquilamiento, pues la ciencia misma, utilizada como un fructífero medio de producción, quedó sometida por el funcionalismo a una serie de factores externos y, lejos de contribuir con sus descubrimientos a la emancipación del ser humano —debido a un sinfín de intereses ajenos que intervienen en las políticas públicas—padece la deflación de su concepto a principios utilitaristas, omitiendo las dimensiones emancipatorias que tuvo y dando paso a la hegemonía de la racionalidad instrumental que ha reducido todo lo existente a relaciones fungibles. El malestar cultural de nuestra era expresado en la desigualdad económica, la irresponsabilidad política, la comercialización de la educación, el nihilismo tecnocrático y la lógica de la destrucción. Aquí se ubica una de las posiciones críticas del presente artículo, en la necesidad de reflexionar sobre las condiciones de existencia que dividen a los seres humanos por medio de una abierta o soterrada fragmentación de sus capacidades intelectuales, condiciones biológicas y expectativas culturales.

Al respecto, en la literatura, el escritor Franz Kafka ha narrado semejante situación. En su obra se evidencia la desintegración de la personalidad humana en la sociedad industrial, dando cuenta de los laberínticos espacios habitados en el hacinamiento de las masas, al tiempo que nos proporciona una descripción del modo en que los hombres son reducidos a la irrealidad de fantasmas olvidados en la nada. Pero lo más notable en el relato de Kafka (2004) es que esta aparente irrealidad resulta ser el verdadero fondo de la existencia, en la que deambula el habitante de las ciudades fabriles, deletéreo ambiente poblado de individuos considerados desechos orgánicos del sistema, arrancados de todo vínculo comunitario y radicalmente extrañados de la naturaleza, capaces de cometer los crímenes más atroces. Este corolario revela las condiciones en que trascurre la vida humana y la crisis social y civilizatoria por la que atraviesan las sociedades de nuestro tiempo.

El intento por explicar este páramo provocó una serie de reacciones, desde las que veían en el desarrollo científico y tecnológico vinculado con la industria la causa de todos los males, hasta la defensa a ultranza del conocimiento como la única instancia capaz de sacarnos del atolladero. No obstante, la simplificación de un esquematismo así configurado no deja avanzar mucho en la comprensión de un fenómeno como éste, que combina el despliegue del conocimiento y la inventiva con el más acendrado atraso moral y político. De inicio, habría que decir que tal escenario no puede ser explicado unilateralmente ni puede atribuirse responsabilidad a la ciencia como tal —a pesar de que la ciencia esté implicada en muchos de los grandes problemas que hoy aquejan a la humanidad—, sino que es menester enmarcar el fenómeno en el surgimiento de un tipo de sociedad en la que prevalece una representación de la naturaleza como si ésta fuera un ámbito que sólo provee materia prima; como una esfera totalmente escindida de la condición humana y en la que el individuo y su historia se conciben cual si fuesen dimensiones desvinculadas de aquel contorno natural, con lo que se bloquea la posibilidad de una comprensión holista o, al menos, más amplia de la existencia. Pero esta mirada analítica o fragmentaria tiene su propia coyuntura de formación, que surge cuando la investigación experimental tuvo que especializarse para alcanzar el grado de profundización que hasta la fecha ha logrado, mas también esto trajo consigo un quebrantamiento y diferenciación de planos de conocimiento y, a la vez, la apariencia de que vivimos en una realidad separada que demanda emplazamientos teóricos distintos. Tal condición no estuvo exenta de prejuicios y visiones restringidas, que a la postre condujeron a perspectivas unidimensionales que enfrentaron a humanistas y cientificistas en bandos igualmente recalcitrantes.

Una clara expresión de esta polaridad la encontramos, por una parte, en la idea rudimentaria que algunos humanistas se formaron acerca de la física newtoniana, que describe el universo como una máquina determinista provista de leyes que pueden explicarse mediante relaciones causales expresadas en el lenguaje formal de la ciencia matemática, pero que se ha olvidado de la subjetividad libre encarnada en el ser humano; y, por otro lado, asoma la contraparte de los científicos que descalificaron el empeño de Leibniz por remontar esa explicación causal, sin valorar a fondo los argumentos del filósofo al plantear que, si bien la naturaleza ha de conocerse mediante el entendimiento causalista, sólo puede comprenderse a partir del principio de finalidad. Aquí podría anotarse el origen de la polémica que más tarde el idealismo alemán dirigió contra el pensamiento ilustrado, al señalar que con la reducción de los hechos a fórmulas, la naturaleza, la historia y la condición humana se han visto rebajadas a una mera relación entre cosas, ignorando que además de ‘las causas’ existen ‘los fines’, y que éstos son para la vida humana los elementos que dotan de sentido la existencia. Y, de igual modo, por parte de los apologetas de la ciencia, toda reflexión sobre el sentido fue descalificada como expresión de la metafísica que habría que combatir en cualesquiera de sus frentes. En el seno de esta confrontación plenamente reconocida en la primera mitad del siglo XIX, emerge la idea de lo que Charles Percy Snow (1959) llamó un siglo después las dos culturas (The two cultures and the scientific revolution), desatando una polémica que da cuenta de los prejuicios que erigieron una barrera entre ciencia y humanidades: una cultura científica que representa la modernidad y el futuro, y una vetusta cultura literaria anclada en la tradición.

En lo que respecta a la presente investigación, se expondrá el umbral de esa bifurcación que es muy anterior al término usado por Snow y mucho más profunda, la cual se configuró al plantearse, por un extremo, las Ciencias de la naturaleza y, por el otro, las Ciencias del espíritu. Disyuntiva surgida como un intento que, en su coyuntura, pudo ser pertinente de cara a la disparidad de métodos y objetos de estudio propios de la investigación moderna, que representa una diferenciación prolongada durante muchos años e incluso en algunas mentalidades prevalece hasta el día de hoy.

Así, mientras las primeras disciplinas se conducen bajo el principio de simplicidad y buscan el conocimiento de los fenómenos naturales; las segundas se abocan al estudio de los fenómenos humanos a partir del reconocimiento de acontecimientos complejos; aquéllas emplean como método de conocer la ‘explicación’; mientras que éstas últimas recurren a la ‘comprensión’ como procedimiento idóneo. Para estudiar las Ciencias del espíritu, Wilhelm Dilthey (1949) cree necesario efectuar una fundamentación similar a la que Kant (2013) dio a la ciencia fisicomatemática de la naturaleza en la Crítica de la razón pura, y llevar a cabo una Crítica de la razón histórica en la que desarrolla un concepto de ciencia forjado en la filosofía clásica alemana En esta dirección, la certeza de las Ciencias del espíritu es, en opinión de Dilthey, superior a la de las Ciencias de la naturaleza, porque en las humanidades sí es factible plantear una identidad entre el sujeto que conoce y el objeto que es conocido, por ello, Dilthey llama concepción del mundo, o filosofía, a esta elaboración, porque el espíritu puede integrar en una sola unidad lo disperso del ser. Las humanidades dan la oportunidad de estructurar una visión sistemática, ya que sólo en el espíritu del hombre puede captarse la intensidad de la existencia humana.

Pero ese esquematismo que propone dos realidades y dos culturas distintas no responde ya a la configuración de esta época mundializada, que demanda una visión integral del desarrollo histórico de los seres humanos, en cuya vida cotidiana la ciencia se ha convertido en un factor medular, a tal escala que la actividad científica no compete exclusivamente al gremio de los científicos, sino que su impacto obliga a las personas no especializadas, a los ciudadanos comunes, a reflexionar sobre la forma en que la vida se ve atravesada por los elementos conceptuales de la ciencia, por las diversas nociones que constituyen el sentido de realidad actual y por la complejidad de los dispositivos tecnológicos hoy en uso. El artículo aquí propuesto presenta una escueta incursión en las relaciones entre ontología y lenguaje, haciendo énfasis en las pretensiones de verdad a partir de una dilucidación genealógica sobre el origen de la bifurcación experimentada al interior de la investigación filosófica y científica que propició campos temáticos, prácticas discursivas y certezas incompatibles que dieron pie al umbral de las dos culturas.

Sin embargo, más allá de la diversidad con que estas posiciones teóricas asumieron la definición de sus objetos de estudio, el aprecio por el lenguaje las hace coincidir en diferentes momentos de su historia. Cabe recordar que la reflexión sobre el lenguaje se encuentra desde el origen mismo de la filosofía, si bien es cierto que como objeto de estudio colateral a los principales problemas especulativos. Empero, en las primeras dos décadas del siglo XX, adquirió una dimensión tan amplia que rebasó con creces la delimitación que había hecho de él un medio de comunicación o un instrumento para acceder al conocimiento. Ahora, por el contrario, el lenguaje se concibe no sólo como la vía que hace posible el saber, sino que la verdad, el lenguaje y la realidad no pueden ser supuestos como elementos diferenciados. Para amplios sectores académicos especializados, en la actualidad más que ningún otro aspecto de la vida cultural, el lenguaje ha proporcionado la capacidad del razonamiento abstracto que permite conceptualizar y urdir una relación con el mundo tal como se ha hecho a lo largo de las civilizaciones. Es por esta razón que a la adquisición del lenguaje los seres humanos deben el hecho de haberse convertido en personas. Pero el lenguaje juega también un papel central en el ámbito político, en el dominio y manipulación de la población, no menos que en las posibilidades de emancipación para los individuos. De ahí que el conocimiento o, incluso, el pensamiento mismo sean considerados como lenguaje, de manera que desde inicios del siglo pasado tuvo lugar una toma de conciencia que lo ha convertido en asunto de vital importancia para la filosofía, al grado de reconocer que es una producción fundamental tanto para la humanidad como para la existencia particular, por lo que hoy día es dable identificar todo un horizonte de comprensión y estudio al que legítimamente se le ha denominado filosofía del lenguaje y que ha rebasado con creces los asuntos que le dieron origen.

Como punto de partida es factible decir que, en su génesis, los principales problemas de la filosofía del lenguaje pueden resumirse, a grandes rasgos, en las siguientes cuestiones cardinales: ¿cómo se relacionan las palabras con los objetos?, ¿cuál es la relación del lenguaje con el mundo?, ¿cuál es la naturaleza del significado?, ¿qué es la verdad?, ¿cuál es la relación del lenguaje con el pensamiento?, ¿qué es un acto de habla?, ¿por qué la existencia del lenguaje ha de originar un problema filosófico? Es cierto que estas preguntas pueden ponerse a la vista desde diferentes ópticas y contrastarse polémicamente sus posibles respuestas, pero también es cierto que el lenguaje se daba por supuesto. Eso ha cambiado. Una primera consecuencia que se puede extraer es el convencimiento de que los conceptos son parte de la experiencia humana, y que no se podría juzgar esta experiencia sin un dominio, al menos aproximado, del vocabulario que la hace comprensible. Al asumir que la experimentación del mundo nos es accesible a través de los objetos, para la filosofía ha sido esencial discernir que un objeto es una función de nuestra facultad de representación. Por lo tanto, es importante señalar el error de suponer que el lenguaje se aplica como una especie de plantilla, o que consiste en un proceso paulatino que lleva a colocar etiquetas a las cosas. Frente a esta ingenua consideración, la filosofía del lenguaje se ha encargado de indicar que, en todo caso, la concepción de la realidad depende, en gran medida, de las categorías lingüísticas.

En esta perspectiva, resulta imprescindible hacer alusión al Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein, obra emblemática publicada por vez primera en 1921 y que ahora, a casi un siglo de su edición, nos parece fundamental la influencia que ha ejercido, entre otras cosas, al concebir la filosofía como praxis clarificadora del lenguaje y, por lo tanto, del pensamiento, no como una doctrina que deba transmitir sus postulados dogmáticamente, sino como un ejercicio crítico, una actividad. Bajo este canon se sitúa el primer apartado del presente artículo, titulado “Ontología y verdad: la relación de las cosas con los nombres”, y consiste en exponer algunas líneas generales de esta escuela en la que se inscribe la obra de Wittgenstein arriba citada, que formula una concepción en la cual las frases y oraciones tienen una clara función: representar pictóricamente hechos en el mundo que existen de manera independiente. El Tractatus… es una referencia paradigmática de una línea reflexiva que se plantea el problema de cómo es posible el lenguaje y cómo es posible su uso para describir el mundo, enunciar hechos y determinar cuándo es verdadero o falso lo que se dice a través de él. Dicha línea de desarrollo puede trazarse inicialmente con Gottlob Frege, Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, pero llega hasta autores como Willard Van Orman Quine, John Searle y Donald Davidson, en quienes se manifiesta y conserva un interés común: dilucidar las relaciones entre significado y verdad. Sin embargo, a pesar de que el Tractatus… fue un texto que suscitó la adopción de posturas en ocasiones unilaterales, la profundidad de la obra de Wittgenstein y su perspectiva teórica también condujeron al reconocimiento de que, más allá de los principios y categorías de la ciencia, se encuentra el ámbito de lo ignoto, de lo inexpresable, la vida misma: aquello que el lenguaje no logra aprehender. Por lo pronto, no ha lugar aquí la polémica de si hay una continuidad o dos etapas en su pensamiento, pero sí es preciso anotar que con este cambio de rumbo en la reflexión sobre el lenguaje, el propio Wittgenstein dio cuenta de la amplitud y complejidad de lo que está en juego, de suerte que no basta con entender el lenguaje bajo un punto de vista axiomático, sino que principalmente se halla engranado a su uso sustancial en las formas de vida.

La idea antes referida permite introducir el segundo apartado del artículo, “Ontología y sentido: el lenguaje del espíritu”, donde se lleva a cabo una sucinta incursión en otra tradición filosófica en la que el lenguaje tiene también una línea reflexiva de gran alcance, que critica la concepción que hizo de él un mero instrumento para designar entidades independientes y, pronunciándose a favor del papel constitutivo del lenguaje, subraya su importancia en la conformación de un perfil a partir del cual la vida se vuelve accesible y comprensible. En esta orientación discursiva, la alusión principal es la obra de Wilhelm Dilthey y su idea del mundo histórico, la experiencia vivida y el quehacer de la filosofía, no buscando esclarecer sino comprender, en donde el lenguaje no sólo enuncia hechos, sino que construye un sentido de mundo en el que la vida humana encuentra los elementos significativos de su ser concreto.

Finalmente, las conclusiones encuadran una breve elucidación de las razones por las cuales aquella dicotomía irreconciliable entre emplazamientos teóricos y objetos de estudio debe ser superada, dando pie a un humanismo distinto, a un nuevo horizonte de comprensión y crítica en donde las relaciones entre significado y expresión que impregnan ontología y lenguaje pueden contribuir a un discernimiento más amplio de los procesos lingüísticos y cognoscitivos involucrados en el sentido de realidad vigente y, eventualmente, afrontar los retos que presentan la investigación y el aprendizaje en la educación actual.

Ontología y verdad: la relación de las cosas con los nombres

[…] la gramática y la sintaxis corrientes son

extraordinariamente engañosas,

entrañan vaguedad e inexactitud

cuando se aplica la lógica.

(Russell, 1988, p. 180)

La primera cuestión radical de la relación entre las cosas y su nombre, se planteó en los comienzos de la filosofía en el diálogo Cratilo, en el que Platón reflexiona sobre la exactitud de los nombres y si esta conformidad se da por naturaleza o, por el contrario, si lo que hay detrás de ellos obedece a factores como el consenso, la convención o el hábito. Si bien es menester advertir que el diálogo platónico no pretende realizar un estudio del lenguaje en su estructura y funcionamiento, su valor no deja de ser relevante, pues se propone debatir en torno a su validez para llegar al conocimiento. En Aristóteles hay un interés común con su maestro en la aceptación de que no es posible separar del todo y arbitrariamente el plano de la realidad del plano del lenguaje, porque las palabras remiten necesariamente a las cosas. En Metafísica (2000) el estagirita nos dice enfáticamente:

[…] falso es, en efecto, decir que lo que es no es, y que lo que no es, es; verdadero, que lo que es, es, y lo que no es, no es. Por consiguiente, quien diga que algo es o no es, dirá algo verdadero o dirá algo falso. Sin embargo, ni de lo que es ni de lo que no es puede decirse indistintamente que es o que no es. (p. 186)

La problemática abierta por la filosofía griega clásica en torno a la naturaleza del lenguaje tuvo evidentemente implicaciones diversas. Esta traza toca los planos ontológico, gnoseológico, estético, lingüístico, lógico e incluso ético, dominios generadores de categorías que están presentes desde entonces y que aún son empleadas para conceptualizar la realidad vivida que se pretende conocer. Así, desde las cuestiones relativas a los universales, que fueron profusamente estudiadas por los lógicos medievales y que emergen en los abstrusos tratados escolásticos acerca del significado, hasta los sobrios planteamientos de los sistemas filosóficos del siglo XVII, con la meditación de René Descartes en la que expone qué es el conocimiento, pasando por las alternativas de explicación de un orden racional propuestas en la monadología de Gottfried Leibniz y en la teoría de la sustancia de Baruch Spinoza o en la Lógica de Port-Royal, escrita por Antoine Arnauld y Pierre Nicole, en todos estos parajes hay intervalos determinantes en los que se desarrolla una gnoseología que hace de las ideas el objetivo a investigar en la dilucidación de la fuente del conocimiento. Mención especial merece el empirismo de John Locke, ya que en el Ensayo sobre el entendimiento humano (2002) hay todo un libro titulado De las palabras dedicado al tema del lenguaje y al acuerdo con las posiciones racionalistas sobre el objeto de estudio, que no está en las cosas, sino en la representación o idea de ellas. A lo largo de este recorrido es posible ver cómo se extrae una primera teoría semiótica que interpreta las palabras como los signos de las ideas. Estos problemas sobre el lenguaje dan cuenta de una actitud general que atraviesa diferentes momentos en la larga tradición de la filosofía y que empezó considerándolo instrumento y vehículo de comunicación, para luego concebirlo un factor indispensable para el conocimiento.

En este devenir histórico, el problema de la existencia y predicación de las cosas a menudo estuvo ligado a interrogantes sobre el ser y el lenguaje, lo mismo que acerca del significado de las palabras, el alcance que en el plano del conocimiento podría tener la lógica y el análisis puntual de ésta como instrumento para dilucidar dicha problemática. ¿Hasta dónde la experiencia y el pensamiento pueden ser posibles si no se circunscriben al ámbito del lenguaje? ¿Qué relación guardan las cosas con las palabras y qué formas de vinculación se logran derivar de su estudio? ¿Es viable afirmar que en la tematización del lenguaje el núcleo central ha consistido en saber cuál es la relación de éste con la realidad y determinar a partir de él un emplazamiento para interpretar el mundo?

En este breve panorama es importante reiterar que no es correcto pensar que súbitamente en el siglo XX los filósofos se toparon con el lenguaje, de hecho hay muchas reflexiones en torno a éste en un amplio recorrido que va desde las escuelas presocráticas, los diálogos platónicos, el Organon aristotélico o incluso la lógica estoica, hasta los sistemas idealistas del siglo XIX, así que su tematización no es algo reciente. No obstante, más allá de la importancia que sin duda alcanzó la búsqueda de explicaciones en este campo temático, también es cierto que la lógica y, por lo tanto, el lenguaje, durante muchos siglos no fueron considerados algo que requiriera de todo un estudio o disciplina de parte de la filosofía, sino que se concebían como herramientas, como una instancia natural vinculada a toda filosofía, pero no una esfera de reflexión propiamente indicada. Incluso Kant pone de ejemplo la constitución de la lógica como ciencia en comparación con lo que no ha logrado todavía la metafísica, al permanecer extraviada y no haber dado aún con el camino seguro de la ciencia. La lógica fue implícitamente parte integral de los sistemas filosóficos, mas no un horizonte de estudio que acaparase la atención de los pensadores más representativos. Empero, esta circunstancia cambió radicalmente desde finales de la modernidad con la nueva concepción de la lógica propuesta en el sistema de Hegel y, casi un siglo después, en el pensamiento contemporáneo con el desarrollo de la fundamentación lógica de la ciencia, ocasión en la que se puede identificar plenamente la existencia de una filosofía del lenguaje. Cabe aceptar entonces que hay una tradición reconocida en el estudio del lenguaje, pero también que algo cambió en la consideración sobre su estatus, y este cambio tiene que ver con el abandono de ese supuesto en el que el lenguaje era un medio transparente a través del cual se podía ver directamente el mundo.

Mas, ¿por qué en el siglo XX el lenguaje adquiere para la filosofía este lugar central? Como preámbulo habría que decir que hay, por lo menos, dos momentos determinantes para esta condición. En primera instancia bastaría con valorar el desarrollo de la lógica matemática de principios de siglo, que se inició con las investigaciones emprendidas por Frege y Russell enmarcadas en un instante cultural que dio origen a escuelas y corrientes que aún se mantienen vigentes. Ambos autores estaban interesados en explorar los fundamentos de la matemática y la naturaleza del conocimiento matemático; su investigación los condujo a una dilucidación sobre la lógica y la representación lingüística. Sin duda hubo todo un contexto favorable que puso a los filósofos y matemáticos en la mejor oportunidad para fundamentar la matemática en la lógica y hacer de la filosofía una actividad cimentada en la capacidad de definición y esclarecimiento racional, en donde la obra Principia Mathematica (1910-1913), escrita conjuntamente por Alfred North Whitehead y Bertrand Russell, ejerció una influencia determinante. Por otro lado, también tiene una importancia explícita la publicación póstuma del Curso de lingüística general (1916), de Ferdinand de Saussure, que se convertirá en la base de la lingüística estructural desarrollada más tarde por la llamada Escuela de Praga (1929) y por el Círculo Lingüístico de Copenhague (1931).

Por lo que toca a la primera vertiente que relaciona filosofía, lógica y matemáticas —de la que se ocupa este apartado—, las investigaciones de Frege, Russell y Whitehead se originaron en un interés central en torno al papel que juega el lenguaje en el conocimiento y, desde ahí, reivindicaron la necesidad de desentrañar sus posibilidades y límites, tarea tanto más apremiante en la medida en que estaban convencidos de que el lenguaje es ambiguo. Para estos autores la matemática era en esencia una extensión de la lógica y los enunciados matemáticos parecían verdaderos por definición, pero hacía falta desarrollar una teoría de la verdad y una teoría de la lógica que apuntaran al mismo camino. Esta indagación acerca del lenguaje y la filosofía desde una perspectiva lógico-matemática encontrará en el Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein un horizonte de comprensión en el cual la filosofía vino a ser concebida como una actividad cuyo objetivo radica en esclarecer el lenguaje a través de la lógica para arribar a la visión correcta del mundo. En opinión de Wittgenstein (1963), esta visión apropiada dista mucho de lo que a la sazón los sistemas filosóficos han propuesto y, en términos puntuales, consiste en señalar antes bien que: “The correct method in philosophy would really be the following: to say nothing except what can be said, i.e. propositions of natural science —i.e. something that has nothing to do with philosophy—” (p. 151). El método correcto consiste entonces en “no decir nada más de lo que se puede decir, o sea, proposiciones de la ciencia natural ―o sea, algo que nada tiene que ver con la filosofía” (Wittgenstein, 1997, p. 183).

Con este emplazamiento contrario a la metafísica y afincado en las proposiciones de la ciencia natural y en los principios matemáticos, la lógica del lenguaje se condensará en las tautologías, en las diversas repeticiones del pensamiento mediante expresiones distintas. De este modo, bajo el estricto dominio lógico, el lenguaje reside en una estructura formal que se despliega en el uso de alternativas válidas para llegar a inferencias determinadas. Algo que importa subrayar es que la lógica aquí propuesta no es la aristotélica que estudia el silogismo a través de las relaciones entre sujeto y predicado, ni la lógica-ontológica del sistema hegeliano. Para esta dirección teórica, el intento clarificador se cifra en estructurar un lenguaje para el pensamiento puro que vaya más allá de las relaciones gramaticales y pueda concebirse mediante fórmulas, de manera análoga a como lo hace la aritmética.

Frege (1972) define el concepto de número como una noción fundamental para la ciencia matemática que puede ser extensiva como modelo para el lenguaje y el pensamiento como tal. La finalidad de la lógica que Frege se propone estructurar consiste en dar cuenta del contenido conceptual del pensamiento, que es el soporte de toda inferencia. Dicho contenido conceptual permite acceder a lo objetivo. Para ello Frege propone un nuevo lenguaje lógico-simbólico al que llama “Conceptografía” (1972). La conceptografía puede ser descrita según Frege como una herramienta que faculta para mostrar el fundamento lógico de la aritmética a través de la definición de número. Las relaciones entre lógica, lenguaje y matemáticas se aproximan hasta tocarse, pues el término ‘concepto’, base de la conceptografía, es definido por Frege mediante un elemento tomado de la ciencia matemática. Este rudimento es el de ‘función’.

Así, el concepto es una ‘función’ de un ‘argumento’, cuya significación está determinada siempre por un valor de verdad (V/F). El contenido conceptual es declarado como ‘lo objetivo’: aquello que existe independientemente de que un sujeto se haga una representación de él. Bajo este razonamiento, el lenguaje humano podría acceder al conocimiento si se organiza similarmente a como lo hace la matemática: cada concepto es un cuantificador, y lo que importa es la conexión entre los conceptos. La premisa de esta ecuación es que el lenguaje tiene en común con el mundo la forma lógica. En el realismo propio de semejante concepción del conocimiento, el concepto es lo objetivo, y lo objetivo es el pensamiento: he aquí un juicio analítico. Esto significa que sólo dentro de un lenguaje lógico formal es posible referirse a la estructura del pensamiento desde sus leyes de verdad, que no cambian. Si se toma como ejemplo la serie f(x), la f expresa una función y la x una variable; en la exposición de Frege la función podrá asumir un valor de verdad cuando aparezca un objeto (argumento) en el lugar de la variable (x). Frege (1972) plantea entonces que el número no se reduce a una propiedad de las cosas, ya que no se abstrae de ellas, pero tampoco es una entidad subjetiva derivada del sujeto que la piensa. El número es un concepto, una función, una relación lógica con contenido objetivo. En el número se concreta una relación fundamental que consiste en que un objeto cae bajo la denominación de un concepto. Lo que sucede es que una función ha asumido un valor de verdad. Frege introduce entonces un par de vocablos más: la ‘relación’ y la ‘simplicidad’, ambos pertenecen a la lógica analítica, que es la lógica pura o formal. La definición de número la propone Frege con la siguiente frase: n es un número designando un concepto (función), donde n es el número que le corresponde. Frege establece la equivalencia entre los conceptos, es por ello por lo que la conceptografía es analítica. Su pretensión consiste en entablar una serie de correspondencias de suerte que la aritmética sea considerada como una parte de la lógica, sin necesidad de acudir a la experiencia o a la intuición para obtener el fundamento de sus demostraciones. Para Frege las leyes más simples del numerar serían obtenidas por medios puramente lógicos. Simultáneamente, la exposición conceptual de Frege consiste en una deducción rigurosa revestida con la máxima exactitud lógica, que es clara y breve, y que avanza como si se tratase de un cálculo, en el que siempre está presente un algoritmo en general: un conjunto de reglas que con rigor determinan, desde una o dos proposiciones, el paso hacia una proposición nueva. Así lo expone en Conceptografía:

El conocimiento de una verdad científica pasa, como regla, por varios grados de certidumbre. Quizá conjeturada al principio sobre la base de un número insuficiente de casos particulares, una proposición general se consolida cada vez más seguramente al cobrar conexión con otras verdades a través de cadenas de inferencias, ya sea que de ella se deriven consecuencias que encuentren confirmación de otra manera, ya sea que, a la inversa, se la reconozca como consecuencia de proposiciones ya establecidas. Según esto, por una parte se puede preguntar por el modo en que gradualmente se gana una proposición y, por la otra, por la manera en que finalmente se la fundamenta con máxima certeza. (Frege, 1972, p. 7).

Por su parte, Russell va a desarrollar su raciocinio en relación con el horizonte abierto por Frege, en el que los objetos de la matemática —a saber: los números, las clases, las relaciones, etc.— poseen una existencia independiente del sujeto y de la experiencia, con lo cual ambos suscriben una especie de realismo platónico. Russell define los problemas tratados por la filosofía de las matemáticas en los siguientes términos: en lugar de hacer lo que comúnmente se hace al preguntar qué se puede definir y deducir a partir de postulados iniciales, introduce una variable y pregunta a partir de qué ideas y principios más generales se podrían definir o deducir los postulados de los cuales se parte. Esta proposición inquiere por la forma del pensamiento y, al igual que Frege, ahora es la tradición cartesiana la que se asume. En efecto, Russell define los principios del razonamiento como unidades simples y, para llegar a ellos, es necesario utilizar un instrumento: la lógica. En esto consiste el ideal logicista, en el intento de reducir la matemática a la lógica. Pero en Russell (1988) la lógica tiene relación, asimismo, con el establecimiento de un criterio de verdad, por ello sólo se puede fundar en un sentido de realidad. A pesar de todos los intentos del formalismo, la referencia al sentido de realidad demuestra que no se ha podido desaparecer en definitiva a la ontología y que tampoco ha sido tan fácil romper el dominio de la palabra sobre la mente de los hombres.

Con todo, en el rechazo al idealismo y en el afán por superar la metafísica, en la obra de Russell los enunciados se juegan necesariamente en la dupla verdad/realidad, ya que cuando se trata de seres considerados imaginarios, de ningún modo cabe hablar de valores de verdad, es decir, sus nombres no son conceptos lógicos. Por ejemplo, una oración que contenga el nombre de algún ser imaginario no tiene valor de verdad, pues con dicho nombre no hay algo designado; en otras palabras: es una descripción indefinida. Russell dice que, si se señala que estas entidades tienen existencia en la literatura o en la imaginación, esto no es más que una simple evasiva. Pero esos seres imaginarios tampoco son estrictamente irreales. Lo irreal para Russell tiene sentido sólo cuando (x) está en una descripción; cuando por ejemplo yo digo ‘x es irreal’ o bien ‘x no existe’, en tal caso no se trata de un absurdo, sino que en este esquema inclusive dicho ser imaginario viene a ser significativo y, a veces, la proposición en que se encuentra puede juzgarse según el criterio verdadero/falso, porque se encuentra referido a una proposición susceptible de evaluación. Esta reflexión, que conduce al análisis de las descripciones, constituye un intento por poner de manifiesto cuáles son las descripciones indefinidas y rechazarlas. La teoría de las descripciones pretende llegar a lo simple, el trabajo de clarificación propio de la filosofía se manifiesta de esta forma.

Ahora bien, cuando Russell afirma que la lógica debe fundarse en un sentido de realidad determinado, con este fondo ontológico no afirma necesariamente que se trate de un estudio sobre hechos empíricos. Russell se propone una lógica pura que sea válida en cualquier mundo posible, objetivo que es factible plantear gracias a la lectura y valoración que hace del Tractatus… de Wittgenstein, en donde se establece que para llegar a la lógica pura es necesario el estudio detenido de la ‘tautología’. El Tractatus… es una obra escrita en forma de aforismos ordenados según el sistema decimal de clasificación. Contiene siete proposiciones cardinales: las dos primeras son proposiciones de carácter ontológico que se refieren al mundo y a la realidad; las cuatro siguientes son el desarrollo de su lógica y de su teoría del lenguaje; y la número siete, la última proposición, paradójicamente se ha hecho la más significativa, porque contiene la conocida y enigmática frase “De lo que no se puede hablar hay que callar” (Wittgenstein, 1997, p. 183), con la cual cierra el libro marcando el límite de lo que se puede pensar y decir. En efecto, lo que se puede pensar es aquello que es factible, y lo que se puede decir es aquello que tiene su prueba en la proposición. El lenguaje representa al mundo al hacer una pintura de él; las proposiciones son pinturas de los hechos, pero, además, las proposiciones son expresiones del pensamiento, son aquello con lo que el ser humano piensa, los enunciados que no figuren hechos no tendrán coherencia. Más allá de los estados de cosas está ‘lo bello’, ‘lo valioso’, el aprecio de la existencia humana, Dios, lo místico, lo inaprehensible, lo que el lenguaje no puede hacer, aquello de lo que no se puede hablar.

Aunque la mayor parte del Tractatus… habla de lógica y lenguaje (de la proposición), los párrafos iniciales contienen expresiones ontológicas, tratan del mundo y de la visión metafísica, y lo hacen en términos muy cercanos a lo que Russell llama el sentido de realidad que subyace a toda lógica o elaboración teórica, que consiste en lo que él denomina atomismo lógico. Si bien hay acuerdos entre ellos, Wittgenstein, por el contrario, prefiere hablar de estados de cosas. En el Tractatus…, ‘mundo’ es un concepto que hace referencia a la totalidad de los hechos; por su parte, ‘lenguaje’ hace alusión a la totalidad de las proposiciones. La idea que en esta obra se formula es que mundo y lenguaje comparten una misma estructura y, en esta composición, Wittgenstein ensambla en una relación intrínseca realidad, lógica y lenguaje mediante tres conceptos fundamentales: hecho atómico, figura lógica y proposición. Para que tenga significado esta pintura del mundo que realiza el lenguaje a través de las proposiciones, los enunciados deben poder analizarse hasta lograr su descomposición en oraciones elementales últimas, consistentes en nombres correlacionados directamente con los objetos de que se habla. Para Wittgenstein (1997) “La proposición elemental consta de nombres. Es una trama, una concatenación de nombres” (p. 77). Pero, a diferencia de Russell, para quien el componente último radica en los objetos o cosas, las entidades que percibimos con la sensibilidad, en el discurrir de Wittgenstein (1997) “El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas” (p. 15). Pese a que coincide con Russell en que los objetos son simples, Wittgenstein señala que estos forman parte de los hechos atómicos. En el Tractatus… el hecho atómico es la combinación o relación de objetos o cosas; los hechos atómicos son la sustancia de que está formado el mundo, su constituyente básico. En esta dirección, lo que puede conocerse de las cosas del mundo es sólo ‘lo que acaece’, ‘los estados de cosas’, esto es, las combinaciones o relaciones de cosas y objetos: los hechos atómicos o hechos simples. Pero también es asequible conocer los hechos compuestos que se forman de hechos simples, todo lo cual en conjunto constituye el fundamento de la realidad.

Una vez sentadas las bases sobre las que se yergue la investigación, Russell asume que la lógica tiene que tratar acerca de lo puramente formal y, en consecuencia, no puede intervenir aquí ningún objeto o relación particular; esto da lugar a la existencia de las formas puras que contienen las proposiciones, abriendo con ello la posibilidad de que exista un lenguaje en el que todos los aspectos formales se engloben en una sintaxis lógica y no en el vocabulario, que es siempre convencional. De ahí entonces que la característica principal de este lenguaje sea ser simbólico, pues con él es posible designar variables que pueden ser ordenadas de distinta manera, pero también existen constantes lógicas que dan cuenta de lo común entre las proposiciones; este fondo común es su ‘forma’. Las proposiciones de esta lógica se podrían conocer a priori, sin un estudio del mundo real, sin tener que recurrir a todas aquellas proposiciones cuyo conocimiento se obtiene empíricamente; por lo tanto, su característica peculiar es la tautología. La tautología se estructura y mantiene una relación estrecha con otros conceptos empleados por Wittgenstein como: ‘objeto’, ‘hecho’, ‘nombre’, ‘proposición’, ‘lenguaje’, ‘teoría figurativa’, ‘forma lógica’.

La forma y el contenido son lo esencial en el lenguaje y aluden a la organización lógica, a las posibilidades en que pueden ocurrir los estados de cosas. La lógica no es una teoría, sino una figura especular del mundo; por esta razón la lógica es trascendental, a causa de que su función consiste en mostrar todas las posibilidades de ocurrencia en estados de cosas. Por su parte, la tautología no es una simple repetición, sino que es la condición universal de posibilidad en tanto que muestra la estructura del lenguaje y se encuentra en el límite donde están todas las posibilidades. En este campo gravitan la certeza, la verdad, la unidad universal, el objeto tal como Wittgenstein lo concibe. Al conocer el objeto se conocen también todas las posibilidades de su ocurrencia en estados de cosas. Según esta apreciación, en el espacio lógico se dan todas las posibles relaciones que pueden ser el caso, es decir, la forma de los objetos. En el espacio lógico se da la realidad total: el mundo. Éste se funda en última instancia en lo posible. Cabe indicar que no se está afirmando que el lenguaje ‘haga’ la realidad, sino que el conocimiento de lo que acaece como realidad depende de las categorías que son impuestas al mundo, y estas categorías son lingüísticas.

Ampliando la línea teórica de sus antecesores, Wittgenstein (1997) define entonces el pensamiento como la figura lógica de los hechos. El objetivo planteado en el Tractatus… es poner límites a la filosofía por medio de un método: el análisis lógico del lenguaje. Este análisis lógico será llamado ‘clarificación’, dilucidación necesaria, puesto que, según el autor, la mayoría de los filósofos se plantean preguntas que no pueden resolver debido a la incomprensión lógica del lenguaje. Al igual que Russell, al tematizar el lenguaje Wittgenstein (1997) parte de una ontología que tiene la formulación siguiente: “El mundo es todo lo que es el caso” (p. 15). Esto significa que lo real, los hechos o ‘todo lo que es el caso’ son las conexiones diversas entre los objetos, aquello que acaece. A partir del análisis de esto que es lo dado (el acaecer de las cosas) y sus posibles combinaciones, es factible extraer la forma de los objetos, la cual radica en su estructura: la forma de lo real es la posibilidad de todos los estados de cosas. Los objetos tienen una estructura que posibilita tales estados de cosas. Si existe esta posibilidad, entonces la estructura de los objetos es lógica, y es factible que el lenguaje pueda figurar la realidad, pues la raíz del sentido de realidad en que se configura la concepción de mundo estriba en esta disposición y combinación de los objetos. Por consiguiente, se dice que un enunciado es verdadero si armoniza con los hechos o si las cosas son como el enunciado las representa.

Para esta dirección teórica la clave está en la idea de objeto. El objeto es simple, pero aquí es donde la pesquisa topa con una gran dificultad, ya que no consigue ir más allá de este enunciado, no es posible tener una explicación más amplia o conformar un ejemplo de lo que sea un objeto, lo real sólo puede ser mostrado, pintado o figurado, la filosofía llega necesariamente a un límite y a la tácita aceptación de que hay algo en el fondo que no puede decirse, el mundo permanece inefable, sólo su forma lógica es asequible.

El Tractatus… expone una teoría figurativa o pictórica que consiste en lo siguiente: el lenguaje retrata o figura los hechos a través de la forma lógica. La forma lógica es el límite de lo que puede decirse, representa las posibilidades en que los signos tienen significado. Este conjunto de posibilidades constituye la ‘sintaxis lógica’, la figura lógica elemental o primitiva. El mundo se despliega en esta totalidad de hechos que se da en el espacio lógico, y son las proposiciones elementales las que retratan o figuran el darse efectivo de los posibles estados de cosas. Las proposiciones elementales (que son ‘lo simple’) constan de nombres; siguiendo la tesis de Frege (1972), las proposiciones elementales son una función de los nombres. Si una proposición elemental es verdadera, el estado de cosas se da efectivamente; si es falsa, el estado de cosas no se da. El límite del lenguaje radica en esta posibilidad, por ello no es asequible definir a cabalidad el objeto, lo más que se puede señalar —en el más puro procedimiento cartesiano— es que los objetos se relacionan con otros objetos como eslabones de una cadena y, en este encadenamiento, se estructuran los objetos en cuanto tales y se forman los estados de cosas de que consta el mundo.

Para Wittgenstein (1997) lo esencial en los estados de cosas es su forma, esto es, el objeto. Los objetos son la sustancia fija, la forma, lo que no cambia, todo aquello que debe permanecer para que el mundo sea. Por esta razón, la totalidad de los posibles estados de cosas que pueden darse constituye el mundo. Convendría recordar que para esta tendencia filosófica lo común entre mundo y lenguaje es la forma lógica, de ahí que los hechos puedan ‘decirse’ en las proposiciones. Por ende, lo esencial en el lenguaje es el símbolo, el cual es expresión (forma y contenido) y representa la forma general que unifica constantes y variables en una proposición. La forma es la estructura que permite significar al lenguaje, lo que hace posible que el lenguaje figure la realidad. La forma se muestra en las proposiciones lógicas que son las tautologías, las cuales no dicen nada. Las proposiciones lógicas son el bastidor del mundo, son su figura especular, lo representan y a la vez admiten que los nombres tienen significado y que las proposiciones tienen sentido. En una valiosa entrevista con Anthony Quinton denominada Las dos filosofías de Wittgenstein, que junto con otras Bryan Magee (1982) publicó posteriormente como libro, se lee lo siguiente:

Toda esta teoría del significado presupone cierta ontología; presupone que lo que existe debe tener cierto carácter. Conforme a ella, el mundo, independientemente de nosotros y del lenguaje, debe consistir, en última instancia, en objetos simples que pueden relacionarse entre sí de ciertas formas particulares. (p. 110)

Para que una oración refleje el mundo, debe haber una estructura interna de la oración de modo que sus nombres se correspondan con la estructura interna de los estados de cosas. Esta equivalencia de andamiajes conforma el significado, lo que hace que lenguaje y mundo se puedan vincular. Dicha estructura es la ‘forma’ lógica y refleja a su vez una disposición posible de lo real. En consecuencia, a través de un estudio sobre la lógica, se está en condiciones de mostrar el soporte que se encuentra en el lenguaje en tanto pensamiento que constituye la figura lógica de los hechos.

Esta estructura o figura de los hechos sólo puede ser mostrada; no obstante, del punto en el que se establece la conexión entre lenguaje y realidad nada puede decirse. La forma lógica de la expresión da cuenta de una configuración que hace posible que la proposición tenga significado, pero al lenguaje le es imposible enunciar el significado de la estructura. Lo que ‘es’ se puede mostrar, pero no se puede expresar, por esta razón Wittgenstein (1997) dice que, quien lo entiende, reconoce sus proposiciones como absurdas; sin embargo, aun así son necesarias para tener una visión correcta del mundo. La línea temática seguida en este apartado da cuenta del interés por establecer la verdad de los enunciados, la visión correcta del mundo y, por lo tanto, la relación con la filosofía de la ciencia es por completo evidente, porque la cuestión principal entre ontología y lenguaje consiste en determinar el vínculo entre significado y verdad. Merced a esta indagación es justo reconocer que el método científico posibilita, en algún grado, dar voz a la descripción de lo real con ciertos visos de veracidad, ese es el mayor logro de la tendencia analítica en filosofía; pero, en otra dirección, también es imperioso advertir que su límite e inconsistencia estriba en el reduccionismo logicista en el que incurre. Además, en su pretensión de objetividad llega a afirmar que ‘el mundo tiene una estructura lógica’, afirmación que se convierte en condición sine qua non para que se dé el acuerdo entre hechos y proposiciones. En consecuencia, si la corriente analítica pretendía superar toda especulación que se creyese inadecuada a aquella objetividad supuesta en el canon lógico, con semejante postulado cae en el centro mismo de la metafísica, a pesar de que sus defensores se resistan a aceptarlo. A continuación se desarrolla una concepción distinta entre ontología y lenguaje, aquella que no rehúye a la metafísica y reflexiona sobre la historicidad constitutiva del ser humano.

Ontología y sentido: el lenguaje del espíritu

En una tradición filosófica paralela a la del conocimiento científico, surgida en el proyecto moderno de los siglos XVIII y XIX, adviene un planteamiento que pretende sobrepasar el concepto instrumental del lenguaje y ve en él una fuente más amplia para la comprensión de la realidad y el ser del hombre. Esta concepción se basa en las investigaciones relacionadas también con el lenguaje pero inspiradas en la idea de la expresividad, que encuentra en el romanticismo alemán y en las obras de Johann Gottfried Herder y Karl Wilhem von Humboldt, algunos de sus cauces. Para esta iniciativa, el lenguaje no es un mero producto u obra humana, sino una energía del espíritu, donde se encarna la cosmovisión propia de una nación, y modela y domina la subjetividad del individuo. En esta trama se produce no sólo el comienzo de los estudios de lingüística histórica y comparada, sino, desde el punto de vista filosófico, el salto de perspectiva según el cual el lenguaje deja de ser un simple medio y se convierte en un elemento estructurador y a la vez constituye la realidad primaria en la que el ser humano se halla inmerso, dimensión que es anterior a él, en consecuencia, la comprensión que el hombre alcanza del universo y de sí mismo no puede hacerse sino por vía del lenguaje.

Pero así como la filosofía analítica se esforzó por diferenciar sus intereses de aquella terminología a la que descalificó como metafísica, del mismo modo en la tradición de la filosofía clásica hay una posición de crítica a la visión esquemática del análisis conceptual que hizo necesaria la diferenciación entre ‘Ciencias de la naturaleza’ y ‘Ciencias del espíritu’, lo cual implica la separación entre el método explicativo y el método comprensivo.

Con la controversia entre ‘explicación’ y ‘comprensión’ anotada líneas arriba, se plantea el debate entre distintas tradiciones en la investigación. Por un lado, la corriente naturalista propone un monismo metodológico en el que sólo se reconoce un método de investigación, el cual postula que toda ciencia debe adecuarse al principio nomológico de las ciencias naturales, mismo que está basado en la experimentación y sus resultados conllevan la formulación o acceso a leyes generales; por otra parte, la tradición hermenéutica, fundada en una metodología interpretativa, entre sus características sostiene un dualismo metodológico en el que las ciencias naturales y las ciencias humanas tienen objetos de estudio, métodos de interpretación y formas de ser diferentes.

Las Ciencias de la naturaleza, cuyo objeto de estudio es el dominio material y orgánico, a saber: la física, la química, la biología, la botánica, la zoología, etc., recurren al método experimental, a la observación y a la cuantificación y, aunque la ciencia moderna tiene su origen en el siglo XVII con la revolución científica, la plena conciencia de un método independiente, distinto de cualquier otro tipo de conocimiento y aplicado a la investigación de la naturaleza, data del siglo XIX, en el contexto de emergencia del positivismo utilitarista y, a partir de la obra Sistema de lógica (1843) de John Stuart Mill. La tesis que ahí se propone es que la realidad entera ha de explicarse comenzando con la ley de causalidad obtenida por inducción; incluso la vida humana, que es estudiada por una ciencia positiva como la moral, se ha de fundar en hechos y en leyes para valerse de ellas como instrumentos de acción sobre el espacio social, en el mismo tono en que las ciencias naturales sirven para actuar sobre el medio natural. Según Stuart Mill (en Abbagnano, 1978), si se conoce a una persona a fondo y los motivos que actúan sobre ella, se puede predecir su conducta con la misma certeza que cualquier acontecimiento físico.

Por otra parte, las Ciencias del espíritu constituyen una expresión que ha ganado terreno gracias a la influencia de Wilhelm Dilthey quien, con algunos matices, la utiliza para dar cuenta de esa diferenciación que en su época se ha introducido entre la investigación que tiene por objeto el conocimiento de la naturaleza, y aquellas otras disciplinas como la psicología, la historia, el derecho o la estética, que estudian el horizonte histórico y social en que se desenvuelve el ser humano. El método requerido por unas y otras es distinto, dado que en las primeras lo que se observa son regularidades exteriores al hombre, regidas por el principio de causalidad; mientras que en las segundas, lo que se examina es, en definitiva, el mismo espíritu humano o sus manifestaciones concretas, regidas no por la causalidad mecánica, sino por el principio de finalidad o intencionalidad. Por ello, el método adecuado de las ciencias del espíritu es la comprensión. No obstante, más allá de la clarificación que distingue métodos y objetos de estudio, Dilthey hace una crítica sobre lo relativo y parcial de esa división, como se verá más adelante.

Ahora bien, si en su momento tuvo importancia una demarcación de tal índole, sería pertinente revisar los términos en que ésta fue formulada para establecer si aún cabe hablar de dos culturas y de modos diferentes de conocer. En este derrotero, Dilthey señala que todo lo que el hombre es, lo experimenta sólo por medio de la historia. Esta aseveración está cimentada en la convicción de que las Ciencias del espíritu son saberes sobre la cultura, la sociedad, el hombre, la religión y sobre todo la historia, que intentan ser definidos­ desde un presupuesto fundamental: los hombres ponen en sus propias creaciones un fin, que para ser captado, exige un método propio de comprensión. A la habilidad para descifrar las creaciones del hombre, de comprender sus textos literarios y sus documentos históricos, se le dio desde la antigüedad el nombre de hermenéutica.

En efecto, Maurizio Ferraris en La hermenéutica (2003) hace un recuento panorámico del término griego hermeneutike techné, proveniente de hermeneia, traducción, explicación, expresión o interpretación que, en general, significa el arte de la interpretación de un texto, es decir, la posibilidad de referir un signo a su designado para adquirir la comprensión. Con el paso del tiempo el concepto se identificó con la exégesis, pero actualmente ‘hermenéutica’ alude a una teoría filosófica general de la interpretación y, para algunos, todo un horizonte de comprensión de la realidad. No obstante, en sus inicios la hermenéutica designaba la acción de llevar los mensajes de los dioses a los hombres, en El político de Platón, hermeneutiké, se refiere a la técnica de interpretación de los oráculos o de los signos divinos ocultos, de ahí que la etimología señale la relación de la hermenéutica con Hermes, el mensajero de los dioses. Más tarde, con Aristóteles, se pierde ese enfoque de interpretación de lo sagrado. En Peri hermeneias (Sobre la interpretación, segundo texto del Organon), Aristóteles analiza las relaciones existentes entre los signos lingüísticos y los pensamientos, y entre los pensamientos y las cosas. Para él, como para la tradición aristotélica posterior, la hermenéutica trata de las proposiciones enunciativas y de los principios de la expresión discursiva en relación con la estructura ontológica de lo real. En el helenismo, los estoicos inauguraron una forma peculiar de hermenéutica alegórica que posibilita efectuar una interpretación de los contenidos racionales encubiertos en los mitos. Durante la Edad Media, debido a la influencia religiosa, especialmente judía y cristiana, la hermenéutica estuvo asociada a las técnicas y métodos de interpretación de los textos bíblicos, aunque sin eliminar las relaciones con la lógica y el conocimiento. De esta manera, en la especulación medieval se va a mantener la guía aristotélica y, en autores como Boecio, la hermenéutica designa la referencia del signo a su aludido en una acción de conocimiento que se da en el alma, postulado que más tarde hará eclosión en la filosofía de la subjetividad. Pero mientras la relación entre el signo lingüístico y el concepto es arbitraria, la relación que se da entre el concepto y el objeto es necesaria y universal; la influencia de la lógica aristotélica es aquí patente. En general, éste ha sido el campo de significación del término hermenéutica: como interpretación de la escritura sagrada que comprende la exégesis literal referida al análisis lingüístico de un texto en cuestión; como el estudio de la adecuación entre lenguaje y realidad; o bien según la exégesis simbólica que observa significaciones y evidencias más allá de la literalidad del texto. Sin embargo, en los siglos XVI y XVII, cuando el sistema de Aristóteles ha sucumbido frente al método experimental y la nueva teoría del conocimiento, además de una hermenéutica teológica que interpreta textos sagrados, aparecen distintas hermenéuticas: una profana orientada a la interpretación de textos clásicos latinos y griegos, una jurídica y una histórica. El horizonte en el que surgen tanto los saberes sobre el mundo natural como los que interrogan el mundo histórico tienen ambos una tradición milenaria.

En este rumbo, si bien el campo problemático de la hermenéutica estuvo vinculado a planteamientos propios de la mitología, la religión y la teología —ya que fue en el cristianismo donde la razón tuvo que habérselas siempre con la interpretación de los textos en los que se codificaron sus creencias—, ello exigió fijar criterios de interpretación y de comprensión; el cristianismo católico unificó entonces tales criterios bajo el principio de la tradición, al que se apela como instancia última que decide sobre la veracidad de la propia historia. Empero, el advenimiento de la Edad Moderna y el desarrollo progresivo de la subjetividad, determinaron un viraje radical en los planteamientos y principios marcados por la tradición. Así, a contracorriente de los teólogos, los humanistas emprendieron la crítica filológica aplicada a los textos clásicos y, con ello, quebrantaron los rígidos esquemas de la escolástica medieval, abriendo la discusión a problemas de interpretación más amplios y no cerrados exclusivamente en el recinto de la religiosidad. La Reforma protestante opuso a los principios de la tradición y de la autoridad vigentes en el catolicismo, los fundamentos de la autosuficiencia de las Sagradas Escrituras y de la aceptación de las mismas como palabra de Dios, a la que se tiene acceso mediante una lectura personal de la Biblia. Pero es el surgimiento de la conciencia histórica en el centro mismo de la Ilustración en el siglo XVIII, con pensadores como Giambattista Vico y Herder, y su desarrollo posterior a lo largo del siglo XIX, lo que aportará los impulsos determinantes que hicieron de la hermenéutica la teoría por excelencia de la interpretación de textos históricos, que va más allá de este objetivo, al hacer de ella todo un horizonte de comprensión de la existencia humana. Un claro ejemplo lo constituye la definición de sentido común, que Vico formula, y que es valorado por Hans-Georg Gadamer en Verdad y método (1977):

Desde luego que e l recurso de Vico al sensus communis muestra dentro de esta tradición humanística una matización muy peculiar. Y es que también en el ámbito de las ciencias se produce entonces la querelle des anciens et des modernes. A lo que Vico se refiere no es a la oposición contra la «escuela» sino más bien a una oposición concreta contra la ciencia moderna. A la ciencia crítica de la edad moderna Vico no le discute sus ventajas, sino que le señala sus límites. La sabiduría de los antiguos, el cultivo de la prudentia y la eloquentia, debería seguir manteniéndose frente a esta nueva ciencia y su metodología matemática. El tema de la educación también sería ahora otro: el de la formación del sensus communis, que se nutre no de lo verdadero sino de lo verosímil. Lo que a nosotros nos interesa aquí es lo siguiente: sensus communis no significa en este caso evidentemente sólo cierta capacidad general sita en todos los hombres, sino al mismo tiempo el sentido que funda la comunidad. Lo que orienta la voluntad humana no es, en opinión de Vico, la generalidad abstracta de la razón, sino la generalidad concreta que representa la comunidad de un grupo, de un pueblo, de una nación o del género humano en su conjunto. La formación de tal sentido común sería, pues, de importancia decisiva para la vida. (p. 50)

A la luz de este programa de investigación esbozado por Vico, el sentido común tiene una significación especial, no se refiere a una especie de limitada certeza radicalmente distinta e inferior a la otorgada por el conocimiento científico, sino a la formación de comunidad que es de importancia decisiva para la vida. Pero aquí sobreviene también el enérgico pronunciamiento de que con la irrupción de la ciencia moderna y su metodología matemática algo se ha perdido: el sensus communis, aquello que orienta la vida humana. En esta línea de análisis, Friedrich Schleiermacher (1991) recoge el concepto de hermenéutica del discurso religioso y reelabora a partir de éste la teoría de cómo han de ser interpretados y comprendidos todo tipo de documentos históricos y literarios del pasado: “El lenguaje es el espejo más claro del mundo, una obra de arte en la que se da a conocer el espíritu” (p. 95).

A partir de entonces la hermenéutica empieza a cobrar plena relevancia filosófica, para conformarse como una teoría general de la interpretación y la comprensión. Schleiermacher va más allá del mero trabajo exegético, ya que los datos históricos y filológicos son sólo el punto de partida de la comprensión y de la interpretación, a la que no habría que considerar en función de su objeto de estudio, sino a partir del sujeto que interroga. Para Schleiermacher (1991), “el lenguaje debe representar los pensamientos del espíritu y reflejar la intuición más elevada y la más íntima observación de la conducta propia…” (p. 101). Pero, a su vez, la interpretación no se puede limitar al mero entendimiento de textos, sino que se aboca a la comprensión del todo. Esta versión romántica de la hermenéutica representa una alternativa diversa del método positivista y crítico practicado por historiadores y exégetas de la Ilustración, y echa las bases del camino que posteriormente harán propio las llamadas Ciencias del espíritu.

En efecto, la hermenéutica entendida en este amplio espectro filosófico influye en Dilthey y en los seguidores de la corriente historicista, para quienes los datos textuales, lo histórico y lo biográfico son elementos previos al proceso de acercamiento a una situación que se quiere comprender y, para comprenderla, es necesario articular los datos en una unidad de sentido. La hermenéutica aparece como el método de las Ciencias del espíritu, contraparte del método explicativo de las Ciencias de la naturaleza. Dilthey concibe la ‘interpretación’ como comprensión que se fundamenta en la conciencia histórica y faculta entender mejor un autor, una obra o una época; a su vez, concibe la ‘comprensión’ como un proceso que se dirige hacia las objetivaciones de la vida, que se manifiestan como signos de un proceso vital o de vivencias del espíritu. Tales vivencias, que son objetivaciones de la vida, se aprehenden como espíritu objetivo en la acepción hegeliana y son propiamente objetos de ciencia.

Según esta apreciación, desde la revolución científica de la Modernidad se entiende por ciencia un conjunto de proposiciones integrado por elementos que son conceptos claros y distintos, completamente determinados, simples, constantes y de validez universal para la subjetividad humana. La ciencia es, entonces, una actividad que establece enlaces bien fundados y cuyas partes se encuentran entretejidas en un todo que, gracias a la universalidad del lenguaje, puede ser comunicado independientemente del individuo que lo enuncia, sea porque con ese todo se piensa por entero una parte integrante de la realidad, o porque se regula una rama específica de la actividad humana. La ciencia es la posibilidad de reducir cualquier hecho o fenómeno a términos racionales, por tanto la vía racional es la única que otorga el acceso a la verdad gracias a que la inteligencia humana se funda en ciertas operaciones básicas, concebidas como operaciones naturales, que permiten determinar la racionalidad que anida en el seno de los propios fenómenos. A continuación se cita un largo fragmento de la Introducción a las ciencias del espíritu (1949), obra en la que Wilhelm Dilthey plantea esa diferenciación de enfoques, para más tarde señalar también lo arbitrario de tal división:

Estos hechos espirituales que se han desarrollado en el hombre históricamente y a los que el uso común del lenguaje conoce como ciencias del hombre, de la historia, de la sociedad, constituyen la realidad que nosotros tratamos, no de dominar, sino de comprender previamente. El método empírico exige que la cuestión del valor de los diversos procedimientos de que el pensamiento se sirve para resolver sus tareas se decida histórico-críticamente dentro del cuerpo de esas mismas ciencias, y que se esclarezca mediante la consideración de ese gran proceso cuyo sujeto es la humanidad misma, la naturaleza del saber y del conocer en este dominio. Semejante método se halla en oposición con otro que recientemente se practica con excesiva frecuencia por los llamados positivistas, y que consiste en deducir el concepto de ciencia de la determinación conceptual del saber obtenida en el trabajo de las ciencias de la naturaleza, resolviendo luego con ese patrón qué actividades intelectuales merecerán el nombre y el rango de ciencia. Así algunos, partiendo de un concepto arbitrario del saber, han negado el rango de ciencia, con innegable miopía, a la historiografía practicada por los más grandes maestros; otros, han creído pertinente transformar en un conocimiento acerca de la realidad aquellas ciencias que tienen como fundamento suyo imperativos y no juicios acerca de la realidad. El complejo de hechos espirituales que cae bajo este concepto de ciencia se suele dividir en dos miembros de los que uno lleva el nombre de “ciencias de la naturaleza”; para el otro miembro, lo que es bastante sorprendente, no existe una designación común reconocida. Me adhiero a la terminología de aquellos pensadores que denominan a esta otra mitad del globus intellectualis "ciencias del espíritu". Por un lado, esta designación se ha hecho bastante general y comprensible gracias también en gran parte a la popularidad de la Lógica de John Stuart Mill. Por otro, parece ser la expresión menos inadecuada, si se la compara con las que tenemos a elegir. Expresa de manera muy imperfecta el objeto de este estudio. Pues en él no se hallan separados los hechos de la vida espiritual de la unidad psicofísica de vida que es la naturaleza humana. Una teoría que pretende descubrir y analizar los hechos histórico-sociales no puede prescindir de esa totalidad de la naturaleza humana y limitarse a lo espiritual. Pero la expresión participa en este defecto con todas las que han sido empleadas; ciencia de la sociedad (sociología), ciencias morales, históricas, de la cultura: todas estas denominaciones padecen del mismo defecto, el de ser demasiado estrechas respecto al objeto que tratan de señalar. Y el nombre escogido por nosotros tiene por lo menos la ventaja de dibujar adecuadamente el círculo de hechos centrales a partir del cual se ha verificado en la realidad la visión de la unidad de estas ciencias, se les ha fijado su ámbito y se las ha demarcado, si bien imperfectamente, con respecto a las ciencias de la naturaleza (p. 13).

La separación de estas dos esferas de investigación estuvo marcada por la especialización como la fuerza motriz que hizo posible el avance del conocimiento. Impulso que sin duda tuvo un efecto insoslayable en la conciencia de los hombres más allá de las consecuencias prácticas y evidentes de los adelantos científicos vinculados con la industria, la tecnología y con la cada vez más diversificada esfera de las ingenierías. Pero para Dilthey (1949) la razón principal por la que nació la costumbre de separar las ciencias del espíritu de las ciencias de la naturaleza, se debió a un aliento de desarrollo de la autoconciencia humana, cuando en el siglo XIX el ser humano encontró en sí mismo facultades que le llevaron a plantear la soberanía de la voluntad, la posibilidad de ser responsable de sus acciones, la capacidad de someter todo al análisis y de fortalecer su existencia dentro de la subjetividad propia de cada persona, con lo cual pudo colegir que él es un ser que se diferencia de la naturaleza tomada en su conjunto. Sin embargo, en la actualidad esta separación es tan sólo el reflejo de una vetusta mirada positivista e ideológica, que responde hoy a intereses particulares y no a la forma real en que se lleva a cabo la investigación científica. En las líneas siguientes se delinean los alcances y limitaciones de esta otra concepción que vincula lenguaje, conocimiento y ontología.

En efecto, el humanismo como reflexión que se interesa básicamente por el sentido y el valor de lo humano no puede participar de la división en dos culturas, esto es así porque a lo largo de su historia ha atravesado circunstancias distintas, en las que siempre estuvo a la base la comprensión de la vida humana como totalidad. Así sucedió con el fenómeno sociocultural de los siglos XIV y XV, conocido como ‘humanismo del Renacimiento’; de igual manera con el ‘nuevo humanismo’, propio del clasicismo y del romanticismo alemán en los siglos XVIII y XIX; y más tarde con los ‘humanismos contemporáneos’, basados en planteamientos filosóficos generales y de orientación fundamentalmente ética. En este periplo se encuentran fenómenos característicos, entre ellos estarían los siguientes: la vuelta a lo clásico, la afinidad por la naturaleza, el giro copernicano, la ciencia como pensamiento libre, el individualismo, el rechazo de la autoridad, la valoración de la historia, el interés por la cultura y el saber. Pero a la par surgió en estas etapas una ideología del utilitarismo y la productividad, convertidos a la postre en principios hegemónicos del sistema capitalista, aunque lo mismo irrumpió una fuerte crítica contra dicha ideología, que hizo florecer el humanismo de las postrimerías de la Modernidad y dio impulso a un pensamiento integrador basado en el concepto de ‘formación’.

Esta noción de formación vino a ser el elemento esencial del nuevo concepto de ‘humanidad’ que cristaliza en las llamadas ‘Ciencias del espíritu’ del siglo XIX. Los humanismos contemporáneos se inscriben también en esta línea, pero se apoyan en el esquema hegeliano de la idea que se constituye a sí misma a lo largo de la historia. La filosofía sobre el hombre se desarrolla como parte fundamental de un sistema filosófico, dispuesto a destacar el valor y la dignidad del ser humano como individuo que construye su propio camino. Durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, el fenómeno del historicismo ofrece ocasión para un replanteamiento a fondo de los presupuestos metodológicos de las ciencias históricas y sociales. Por ello, en la tentativa de lo que en Dilthey sería una ‘Crítica de la razón histórica’ aparecen nuevas temáticas y conceptos, como la distinción entre saber explicativo (Erklären), forma de conocimiento que rige las ‘Ciencias de la naturaleza’, y el saber comprensivo (Verstehen), modo de conocimiento peculiar de las ‘Ciencias del espíritu’. A continuación se hace referencia nuevamente a Dilthey para ubicar el punto en que surge la idea de emplazamientos teóricos disímiles y, a la vez, denotar lo relativa que es esta división en opinión del propio Dilthey (1949):

Todos los fines se hallan para el hombre exclusivamente dentro del proceso espiritual, ya que sólo dentro de éste algo le es presente, pero el fin busca sus medios en la conexión de la naturaleza. A menudo apenas es perceptible el cambio que el poder creador del espíritu provoca en el mundo exterior y, sin embargo, en él se apoya la “mediación” en cuya virtud el valor así creado se halla presente también para otros. Los pocos folios —residuo material de un trabajo mental profundo de los antiguos en tomo al supuesto de un movimiento de la tierra— que llegaron a manos de Copérnico, constituyeron el punto de partida de una revolución en nuestra visión del mundo.

En este punto podemos ver cuan relativa es la demarcación respectiva de ambas clases de ciencias […] Las ciencias que se ocupan del hombre, de la sociedad y de la historia tienen como base suya las ciencias de la naturaleza por lo mismo que las unidades psicofísicas sólo pueden ser estudiadas con ayuda de la biología pero también porque el medio en que se desenvuelven y en que tiene lugar su-actividad teleológica, encaminada en gran parte al dominio de la naturaleza, está constituido por ésta. (pp. 25-26).

Esa exigua polaridad —sustentada principalmente por visiones positivistas— se mantuvo durante varias décadas, hasta que en los años setenta del siglo XX el problema metodológico resurge y se centra con renovados propósitos en las ciencias sociales. En este contexto emergente, es dable mencionar al menos tres alternativas de investigación: la que encabeza el neopositivismo, que sale en defensa de los derechos de la objetividad de la ciencia y reproduce aquella discordia de horizontes de investigación; la representada por la fenomenología, que recoge los planteamientos de la tradición filosófica humanista situando el problema en la inmanencia de la reflexión, y, finalmente, el marxismo, que subraya los intereses sociales que están en la base de cualquier tipo de conocimiento.

Conclusiones: hacia un nuevo horizonte de comprensión

Hasta aquí se ha descrito el enfrentamiento de orientaciones teóricas opuestas, pero si la intención es remontar esta discusión de las dos culturas, lo más pertinente es sostener la propuesta fenomenológica de Husserl y aceptar que todo conocimiento está inserto en un tiempo histórico y en un espacio determinado, que son el tiempo y el espacio del sujeto cognoscente. Y que éste a su vez se encuentra en un mundo dado, el mundo de la vida, en donde tanto el sujeto como el objeto de conocimiento coexisten en una interacción ineludible. En este mundo de la vida el hombre desempeña su función de crear fenómenos culturales, entre los cuales se encuentran, desde luego, la ciencia y la técnica como productos sociales, cuyos planteamientos y procedimientos cambian en el decurso de la historia. Así, el hombre como sujeto histórico establece horizontes de interpretación y a su vez se encuentra condicionado por el contorno histórico, social y lingüístico al que está adscrito. Esa es la vida de los seres humanos, la dimensión que la palabra se empeña en relatar y en donde la ‘comprensión’ toma un nuevo giro. Con el desarrollo de la fenomenología y de la hermenéutica en el siglo XX, Gadamer (1977) propone “la idea de que el lenguaje es un centro en el que se reúnen el yo y el mundo, o mejor, en el que ambos aparecen en su unidad originaria” (p. 567), y que la realidad que ha de interpretarse debe entenderse como una fusión de horizontes históricos. De ahí que: “El ser que puede llegar a ser comprendido es lenguaje” (p. 567). Con este planteamiento, la hermenéutica se concibe en un plano universal que trasciende las posiciones analíticas que pretendían hacer la disección del lenguaje para identificar sus elementos estructurales. A esta nueva perspectiva —que fusiona lenguaje, pensamiento y ser—, atribuye Gadamer la configuración de conceptos básicos que caracterizan al humanismo de la actualidad, en el que el mencionado concepto de ‘formación’ está referido al proceso por el cual se adquiere la cultura del espíritu, en contraposición a la adquisición de la ‘mera’ ciencia como un saber especializado. De este modo, en Verdad y método (1977) Gadamer señala que:

Merecería la pena dedicar alguna atención a cómo ha ido adquiriendo audiencia desde los días del humanismo la crítica a la ciencia de la «escuela», y cómo se ha ido transformando esta crítica al paso que se transformaban sus adversarios. En origen lo que aparece aquí son motivos antiguos: el entusiasmo con que los humanistas proclaman la lengua griega y el camino de la erudición significaba algo más que una pasión de anticuario. El resurgir de las lenguas clásicas trajo consigo una nueva estimación de la retórica, esgrimida contra la «escuela», es decir, contra la ciencia escolástica, y que servía a un ideal de sabiduría humana que no se alcanzaba en la «escuela»; una oposición que se encuentra realmente desde el principio de la filosofía […] Frente a la nueva conciencia metódica de la ciencia natural del XVII este viejo problema tenía que ganar una mayor agudeza crítica. Frente a las pretensiones de exclusividad de esta nueva ciencia tenía que plantearse con renovada urgencia la cuestión de si no habría en el concepto humanista de la formación una fuente propia de verdad. De hecho veremos cómo las ciencias del espíritu del XIX extraen su vida de la pervivencia de la idea humanista de la formación, aunque no lo reconozcan. (pp. 47-48)

El fragmento anterior comprueba que la idea de dos esferas de investigación penetró con cierta profundidad en ambas posiciones discordantes; sin embargo, ahora es oportuno reconocer que muy pronto tuvo opositores que hasta el momento sólo se han visto aquí en algunas voces que parten de los filósofos, sobre todo por la perspectiva de totalidad que acompaña sus reflexiones. Pero si en el sentir de los humanistas era necesario matizar la separación efectuada en los diferentes campos de conocimiento, en los científicos es posible rastrear también una exigencia similar, que concibe a la ciencia no como una actividad aislada cultivada sólo por especialistas, sino como elemento indispensable del humanismo. Así lo hace Erwin Schrödinger en su libro Ciencia y Humanismo (2009) cuando responde a la pregunta “¿Qué valor tiene la investigación científica?” (pp. 11-19).

En este importante texto, Schrödinger plasma una reflexión sobre la arbitraria separación de regiones y disciplinas —sinrazón anotada por Dilthey—, y ofrece otra visión para comprender el problema y subraya lo absurdo de haber llevado a cabo la escisión de sendas de conocimiento. Schrödinger acepta que si se desea hacer una auténtica contribución al progreso científico, la especialización no puede eludirse. No obstante, el objetivo, alcance y valor de las ciencias naturales son los mismos que los de cualquier otra rama del saber humano: ninguna de ellas por sí sola tiene un peso significativo. El saber aislado que se ha conseguido por un grupo de especialistas en un campo limitado, no tiene importancia en sí mismo, únicamente la obtiene a partir de su síntesis con el resto del saber, y esto se logra en tanto que dicha síntesis contribuya realmente a responder a una interrogante radical: ¿qué somos? En el sentir de Schrödinger, si bien no cabe prescindir por completo de la especialización, se debe cambiar la perspectiva respecto a ella y no creer que con la ciencia especializada se está frente a una virtud, sino más bien ante un mal necesario, ya que toda investigación especializada posee un valor auténtico únicamente en el tejido de la totalidad del saber.

Para Schrödinger (2009), los logros prácticos de la ciencia tienden a ocultar su auténtico valor, pero revertir este prejuicio no es tarea fácil, porque en su opinión la formación científica anda muy descuidada desde hace mucho tiempo, tal desinterés es un defecto estructural en la educación heredado de generación en generación. En este discernimiento, es muy relevante la crítica que Schrödinger lleva a cabo, sobre todo viniendo de uno de los más importantes científicos de nuestro tiempo; de manera que esa división de dos campos de conocimiento y de dos culturas respectivas, no es sino el resultado de una comprensión parcial de la realidad que a su vez se ha asentado en una falaz comprensión de la naturaleza y en una definición igualmente fragmentaria del ser humano, que es visto como un ente ajeno, desvinculado por completo del orden natural. Este equívoco aludido anteriormente con palabras de Dilthey, ahora se presenta en la reflexión que Schrödinger (2009) hace en ese mismo tenor:

La mayoría de las personas cultivadas no muestran interés por la ciencia y no se aperciben de que el saber científico forma parte del trasfondo idealista de la vida humana. Muchos creen —en su absoluta ignorancia de lo que realmente es la ciencia— que su principal cometido es el de inventar nueva maquinaria para mejorar las condiciones de vida. Están dispuestos a dejar esta tarea en manos de los especialistas, al igual que dejan la reparación de las cañerías en manos del fontanero. Si personas con semejante visión del mundo son las que disponen de la vida de nuestros hijos, llegaremos inevitablemente al resultado que acabo de exponer (pp. 19-20).

La etapa en que se formula esta diferenciación de campos de conocimiento remite al contexto de la segunda mitad del siglo XIX, cuando se da un auge inusitado de la ciencia, y es también el periodo en el que la industria y la ingeniería tuvieron una influencia nunca vista en los aspectos materiales y económicos de la vida, lo que ocasionó que pasaran a segundo plano, o francamente cayeran en el olvido, todos los demás aspectos de la ciencia, enalteciendo tan sólo el carácter productivo del conocimiento al servicio de la empresa. No es casual el surgimiento de una tendencia como el positivismo utilitarista, que tuvo en Stuart Mill uno de sus máximos exponentes. Pero es un hecho igualmente importante que la ciencia contemporánea no puede seguir siendo un campo reservado sólo a los versados en esas disciplinas o a los especialistas en problemas particulares de las investigaciones de punta con impacto en la generación de riqueza. A partir del siglo XX, el desarrollo científico general y la física en particular ha transformado el sentido de realidad en el que transcurre la existencia en esta región del universo y, consecuentemente, la condición humana se ha visto afectada por nuevos juegos de lenguaje, nuevas pautas de comportamiento y sus correspondientes formas de vida. Bastaría pensar en el cambio radical que el concepto de materia ha tenido, para concluir que la ciencia involucra a todos los seres humanos y no sólo a quienes profesionalmente cultivan alguna de sus disciplinas. La necesidad de una educación multidimensional es hoy una exigencia más que un buen deseo, la vida en el planeta demanda resignificar el concepto de formación.

La relevancia que tiene la investigación sobre lenguaje y ontología es que conlleva a su vez la investigación de las distintas modalidades de conocer, de los diferentes estilos de vivir, de ser y, en general el sondeo correspondiente a la estructura misma de la experiencia. Acorde con el flamante tono de la investigación con el que inicia la segunda mitad del siglo XX, la postura distanciada que Wittgenstein defendía en el Tractatus se va a ver modificada en su obra posterior, en la que acepta que aquella figura inicial es una simplificación logicista de las funciones del lenguaje. El lenguaje tiene varias funciones, no sólo es función lógica. Bajo esta nueva pauta crítica, particularmente en Investigaciones filosóficas —que se publica por primera vez en 1953, treinta y dos años después que el Tractatus— Wittgenstein (1988) afirma que no existe ‘el lenguaje’, lo que hay es una diversidad de juegos de lenguaje. De modo que no hay una regla única, hay tantas reglas como necesidades humanas; el lenguaje penetra en la vida y en las actividades más diversas, en nuestras formas de vida, y las palabras, las frases, los enunciados, etc., son vistos como piezas de un engranaje integrado en la totalidad de nuestra conducta que se compone de una infinidad de códigos. El lenguaje obedece, en sus múltiples formas, a las necesidades existenciales. No se trata entonces de plantear una estructura lógica que articule las posibilidades de significación; por el contrario, las formas de vida son el sustento ontológico del lenguaje, pues las palabras tienen significado sólo en el curso de la vida. Cada juego de lenguaje tiene su propia gramática, sus propias reglas que están determinadas por el uso. El uso no se reduce a una mera operación lingüística aislada, sino que atiende a una profunda dimensión práctica. La tarea de la filosofía consiste en comprender qué juego está dándose en cada caso. De ahí que la relación entre lenguaje y ontología se revele con mucho mayor urgencia si se considera el sentido de realidad opresivo en el que hoy día transcurre la historia humana.

Por esta razón, en el horizonte del siglo XXI, una teoría crítica de la sociedad advierte acerca de la fatal consecuencia de la crisis del presente, que se traduce en la experiencia de la vida dañada y la degradación de la existencia individual, a pesar de tanto desarrollo cognoscitivo. Un claro ejemplo de este extravío es la praxis tecnocientífica implicada en el programa industrial de la administración militar, establecido para crear las nuevas armas genocidas, manifestación concreta del control político que se ha servido de las avanzadas tecnologías de destrucción, las mismas que, irónicamente, los científicos imaginaron como el artefacto que podría acabar con la amenaza de la guerra. Con ello se desenmascara el paradigma de un sector de la práctica científica, incapaz de asumir reflexivamente el conflicto entre su propio desarrollo y los intereses corporativos o militares que la financian, lo cual se pone de manifiesto en los problemas derivados del cambio climático, la explotación del trabajo, la destrucción de la biósfera o el empleo de sistemas de producción agrícola bajo los efectos de la implantación de especies genéticamente manipuladas. En un texto determinante para la comprensión de la realidad contemporánea como es Crisis de las ciencias europeas (1984), Husserl da cuenta de este distanciamiento de la investigación científica respecto a la existencia humana en su conjunto; ahí constatamos cómo el ideal kantiano de un conocimiento desligado de la esfera de los intereses económicos y de los poderes políticos es ya insostenible, el saber se ha trasformado en poder y hegemonía, fenómeno que pone de manifiesto la estructura de la tecnociencia actual puesta al servicio del afán de dominio sobre la naturaleza. Siguiendo el análisis de la pervivencia de dos campos de investigación excluyentes, se puede constatar que aquella polarización no ha cedido un ápice; sino que al interior de la ciencia y de la misma filosofía se ha incrementado dicho fenómeno de incomunicación, que a todas luces responde a la dinámica productivista que permea la gran mayoría de las actividades humanas y mantiene a las personas aisladas. A tal punto ha llegado este hecho, que filósofos y científicos se ven ocupados en cultivar, como expertos, una parcela especializada, sin mantener relación alguna con otros interlocutores que no pertenezcan a su reducido grupo, ni osar tender un puente que anule el ostracismo provocado por el mercantilismo individualista en el que la educación hoy ha sucumbido.

El pensamiento crítico se ha ocupado de estudiar la tensión dialéctica entre cultura y progreso, pero al hacerlo puso al descubierto el marco en que la instauración del orden cultural trae consigo la negación de la persona y el quebranto de la experiencia individual de la vida. Se da entonces un drástico rompimiento con las premisas de la concepción racionalista de la historia, al constatar la inconsistencia moral y psicológica de la conciencia, ya que bajo las condiciones de conflictividad y frustración que caracterizan la vida de los individuos en la sociedad contemporánea, lo que vemos emerger es la idea ‘racional’ de la destrucción. La cultura trabaja a favor de la muerte, por ello, al negar la vida, la cultura se precipita en la más honda crisis: necesitamos despertar del sueño tecnológico.

Como señalan Adorno y Horkheimer (1998), tras la ruptura de los ideales de la Ilustración se fueron imponiendo posiciones pesimistas que relataron el tránsito del progreso hacia la regresión, del dominio de la naturaleza hacia el sojuzgamiento de los seres humanos. Pero pese a todo, la razón científica no puede ser vista como una entidad autónoma a la que puedan achacarse todos los males y, por su parte, las humanidades no deben verse como un saber de diletantes que no comporta rigor alguno. Lo que requiere la sociedad del presente es impulsar una nueva reflexión crítica que rompa de una vez por todas con esa falsa idea de que existen dos culturas y combatir a la vez el procedimiento esquemático y poco creativo con que se enseña la ciencia en todos los niveles educativos. Si es menester criticar la automatización en que ha caído la vida humana, también es preciso aceptar que en múltiples aspectos tenemos que ir más allá de posiciones sectarias y reconocer la presencia de la investigación científica en diversos márgenes de la materialidad social, lo cual hace de este tiempo un momento crucial para dejar atrás las dicotomías y fomentar, al margen de la necesaria especialización, formas de pensamiento vinculantes, en donde se reconozcan también las diferencias disciplinarias. No está de más indicar que el hecho de cambiar el concepto físico de causalidad y arribar al de indeterminación no significa esperar un impacto inmediato en el plano de la ética, pero sí cabría anhelar una toma de conciencia más acorde con el desarrollo cognoscitivo alcanzado. El humanismo del siglo XXI tiene que trabajar sobre un concepto de cultura no represiva y hacerle ver, a propios y extraños, que no obstante la complejidad y abstracción de sus postulados, todo conocimiento científico arraiga en el mundo de la vida.

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Recibido: 15 de Diciembre de 2018; Aprobado: 25 de Abril de 2019

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