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Sophia, Colección de Filosofía de la Educación

versión On-line ISSN 1390-8626versión impresa ISSN 1390-3861

Sophia  no.26 Cuenca ene./jun. 2019

https://doi.org/10.17163/soph.n26.2019.01 

Artículos

La libertad incorporada como clave para la neuroeducación moral

Embodied freedom as a key to moral neuroeducation

1Universitat de València, España

2Universitat de València, España


Resumen

La libertad es uno de los principales atributos con los que tradicionalmente se ha caracterizado al ser humano. El objetivo de este artículo es analizar si a la luz de las investigaciones y los experimentos neurocientíficos es posible seguir caracterizando al ser humano como un ser con libertad. Para ello se alude al conocido experimento de Benjamin Libet y las conclusiones reduccionistas que influyentes autores como Patricia S. Churchland o Michael Gazzaniga extraen para la filosofía práctica. Desde una metodología hermenéutica, se denuncia el reduccionismo neurocientífico que pretende negar la libertad basándose en evidencias empíricas. Frente a dicho reduccionismo se propone un enfoque hermenéutico que permita complementar los descubrimientos neurocientíficos acerca del funcionamiento del cerebro con la perspectiva moral de un sujeto activo. Desde dicho enfoque es posible hablar de ‘libertad incorporada’, que supera tanto una visión irreconciliable entre naturaleza y libertad como una visión reduccionista de la naturaleza de la libertad. La aplicación de dicha libertad incorporada al plano de la neuroeducación moral es especialmente importante ya que permite entender el aprendizaje moral como acción sinérgica de los sustratos corporales y de las ideas morales. Al tener en cuenta tanto la explicación filogenética de la moral (incidiendo en la neurobiología de la naturaleza moral) como la dimensión cultural de la educación moral (incidiendo en el progreso moral desde la educación), es posible alumbrar más comprensivamente el fenómeno de la neuroeducación moral. Tanto el concepto de coevolución como el de neuroeducación del cuidado y la justicia contribuyen a reconocer la libertad incorporada como clave fundamental de la neuroeducación moral.

Palabras clave Libertad; cerebro; ética; educación; evolución y cuidado

Abstract

Freedom is one of the main attributes with which the human being has traditionally been characterized. The objective of this paper is to analyse whether, in the light of neuroscientific research and experiments, it is possible to continue characterizing the human being as a being with freedom. To this end, the well-known Benjamin Libet experiment and the reductionist conclusions that influential authors such as Patricia S. Churchland or Michael Gazzaniga extract for philosophy are mentioned. From a hermeneutical methodology, it is denounced the neuroscientific reductionism that aims to deny freedom based on empirical evidence. Faced with this reductionism, it is proposed a hermeneutic approach that complements the neuroscientific discoveries about the functioning of the brain with the moral perspective of the agent. From this approach it is possible to speak of ‘embodied freedom’, which overcomes both an irreconcilable vision between nature and freedom and a reductionist vision of the nature of freedom. The application of this embodied freedom into the plane of moral neuroeducation is especially important since it allows us to understand moral learning as a synergistic action of the corporal substrates and the moral ideas. By taking into account both the phylogenetic explanation of morality (focusing on the neurobiology of the moral nature) and the cultural dimension of moral education (focusing on moral progress from education), it is possible to achieve a more comprehensively approach to the phenomenon of neuroeducation moral. Both the concept of coevolution and the neuroeducation of care and justice contribute to recognizing the embodied freedom as a fundamental key to moral neuroeducation.

Keywords Freedom; brain; ethics; education; evolution and care

Forma sugerida de citar:

Gracia, Xavier & Gozálvez, Vicent (2019). La libertad incorporada como clave para la neuroeducación moral. Sophia: Colección de la Educación, 26(1), pp. 59-82.

Introducción: Neuroeducación, aprendizaje moral y libertad

La neuroeducación se inscribe en el marco de las neurociencias, disciplina que marcó el final de la década del pasado siglo y que continúa su trayectoria a través de un amplio número de investigaciones y publicaciones en este primer periodo del siglo XXI. De hecho, como recuerda Codina (2015), la década que discurre desde los 90 hasta el año 2000 ha sido bautizada como década del cerebro. Por supuesto, la investigación en educación no podía quedarse al margen de tal interés científico por el cerebro humano, interés que ha ido en aumento especialmente en los últimos años, según Francisco Mora (2013).

El presente artículo se inscribe precisamente en este impulso por conocer las bases biológicas y neuronales que explican los procesos educativos y de aprendizaje, si bien su interés aterriza específicamente en la reflexión sobre las bases cerebrales del aprendizaje moral.

La neuroeducación ha sido definida como el área de conocimiento que conjuga los hallazgos sobre el cerebro y su funcionamiento con los objetivos de las ciencias de la educación, de modo que los educadores encuentren en este campo un fructífero repertorio de informaciones para mejorar la práctica de su profesión. Es decir, no solo se trata de conocer el desarrollo neurocognitivo de la persona, sino de encontrar caminos para facilitar la praxis educativa. Codina (2015) afirma que:

El objetivo de la neuroeducación, a diferencia de los objetivos de la neurociencia cognitiva y la neuropsicología, no es solo entender cómo losseres humanos aprenden mejor, sino más bien, determinar también la forma en que se les puede enseñar a maximizar su potencial (p. 17).

Ahora bien, ¿puede la neuroeducación arrojar luces acerca del funcionamiento del cerebro con el objetivo de mejorar el aprendizaje moral? O más específicamente, ¿cómo conjugar los descubrimientos de la neuroeducación con la reflexión filosófica acerca de la libertad humana, con la finalidad de encontrar nuevas claves para la educación moral?

En las investigaciones acerca de los principios rectores del cerebro humano podremos observar, efectivamente, un suelo corporal para el aprendizaje moral y por supuesto para la vivencia y el despliegue de la libertad humana, razón por la que se alude a una libertad incorporada, es decir, una libertad que arraiga en el cuerpo y en la estructura biológica del cerebro humano. En este sentido, se reconstruye una crítica al reduccionismo determinista, según el cual hablar de libertad es simplemente formular una ficción sin base real en la conducta del ser humano. Contrariamente, la argumentación de este artículo discurre por la búsqueda de fundamentos cerebrales que permitan entender el significado y el alcance real de la libertad, capacidad humana que será clave en la neuroeducación moral. En realidad, el discurso que presentamos está a caballo entre la neuroética y la neuroeducación, buscando un punto de encuentro necesario y fructífero entre estas dos disciplinas, las cuales comparten desde la ciencia y la filosofía un interés especial por la praxis humana.

A lo largo de este recorrido se hace uso de una metodología hermenéutica y crítica, tal como señala Jesús Conill (2006), es decir, del método basado en la búsqueda, lectura e interpretación de textos y aportaciones científicas aplicando los criterios de una filosofía crítica y normativa, criterios que proceden de la tradición ética discursiva o dialógica defendida por autores como Jürgen Habermas (2000) y Adela Cortina (1993), y que se nutren asimismo de los fundamentos axiológicos de una educación cívica radicalmente democrática a la luz de lo que señalan Cortina, Escámez y Pérez-Delgado (1996), Gracia y Gozálvez (2016) y Gracia (2018a).

El presente artículo está estructurado en cuatro apartados. Tras la introducción, en el segundo apartado se critica el prisma neurocientífico reduccionista que niega la libertad humana. En él se analiza el experimento de Libet (2012) y se considera la necesidad de ahondar en los presupuestos hermenéuticos que todo comprensión y explicación humana comporta. En el tercer apartado, teniendo en cuenta los avances de la investigación neurocientífica, se explora de qué modo es posible referirse al arraigo de la libertad en el cerebro. En el cuarto y último apartado se analiza de qué modo la libertad incorporada es una clave fundamental para la neuroeducación moral. Para ello, en primer lugar, distanciándose de enfoques naturalistas reduccionistas, se articula el concepto de ‘coevolución’. En un segundo momento, se considera la necesidad de atender a contextos educativos que favorezcan el cuidado con vistas a un adecuado desarrollo moral de la personalidad de los individuos.

Crítica al reduccionismo neurocientífico negador de la libertad

Múltiples son las formas en las que a lo largo de la historia se ha negado la existencia de la libertad de los seres humanos: el determinismo cosmológico de autores de la Antigüedad como Heráclito y los estoicos, el determinismo teológico de Lutero y la Reforma y, sobre todo, desde la revolución científica en la Modernidad ha cobrado protagonismo el determinismo científico. Cada una de las versiones científicas ha tenido su propia versión determinista negadora de la libertad humana. El determinismo físico que concibe el mundo de modo mecánico con leyes causales de fenómenos físicos, el determinismo biológico de organismos vivos sin una conciencia autodeterminante, el determinismo genético de códigos que vienen prescritos desde el nacimiento, etc.

En los últimos tiempos ha sido la neurociencia la que ha transitado con cierta frecuencia el discurso negador de la existencia de la libertad en los seres humanos, basándose en el ya célebre y archiconocido experimento de Benjamin Libet. Conviene recordar, no obstante, que su surgimiento se remonta a los trabajos de los neurólogos alemanes Kornhuber y Deecke, los cuales ya habían sostenido que el ‘potencial de disposición no consciente’ antecede a los actos voluntarios en un segundo aproximadamente.

A pesar de la intención del propio Libet (2012) de demostrar la existencia de la libertad en los seres humanos, sus experimentos resultaron decepcionantes porque parecían demostrar justo lo contrario. La decisión consciente de llevar a cabo una acción está precedida por un impulso eléctrico en el propio cerebro, al que llamó ‘potencial de disposición’. Así, con ayuda de un electromiograma (técnica que descifra la actividad eléctrica de los músculos) se podía determinar que el proceso de la voluntad se iniciaba unas cuantas milésimas de segundo con posterioridad a que el propio individuo tuviera conciencia de él. En concreto lo que Libet y también todos los que han reproducido su experimento con posterioridad han comprobado es que el ‘potencial de disposición’ suele preceder a la decisión de la voluntad en aproximadamente medio segundo. Lo cual parece probar que los procesos neuronales determinan las acciones conscientes, sin que el acto de la voluntad desempeñe un papel causal.

Son muchos los autores que han dado por buenos los experimentos de Libet, pero cuyas lecturas han ido más allá del propio Libet, llegando a afirmar que hay que deshacerse de la ‘metafísica de la libertad’ que impregna la realidad social y sustituirla por una ‘neurobiología del autocontrol’. A juicio de Patricia S. Churchland (2006), por ejemplo, hay que “alejar el debate de la misteriosa metafísica del vacío causal a la neurobiología del autocontrol” (p. 43)1 . Tal vez la posición de Churchland haya ido moderándose con el tiempo, pero sigue lastrada de un sesgo reduccionista neurocientífico incapaz de entender la diferencia entre ‘causa’ y ‘condición’ dado que no considera el entramado ético-hermenéutico en el que entender la libertad, por lo que fácilmente sus afirmaciones caen en lo que Habermas (2006) denomina ‘mala metafísica’2 . Por ejemplo, cuando se refiere a la falacia naturalista como ‘desafortunado legado de Moore’ que alimenta ‘extrañas ideas’ y es “foso místico en torno a la conducta moral” (Churchland, 2012, pp. 204-208). Por el contrario, siguiendo a Ayala (2006), Gracia (2016) y Cela y Ayala (2018) hay que rehabilitar el argumento de Moore contra la falacia naturalista que evita incurrir en el reduccionismo neurobiológico al que muchos autores se adhieren desde el surgimiento de la sociobiología desde finales del siglo XIX hasta nuestros días.

Por su parte, Michael Gazzaniga (2005) da por bueno el experimento de Libet y considera que neurocientíficamente no es posible hablar de libertad y que a lo sumo habría que hablar de la capacidad de vetar el acto una vez iniciado, que es lo que el experimento de Libet ya había mostrado. Para Gazzaniga (2005), el libre albedrío ha de entenderse como la capacidad del propio individuo de controlar los impulsos que se pueden ir transmitiendo. Su conclusión es que la culpa no la tiene el cerebro sino el individuo, pues “la neurociencia nunca encontrará el correlato cerebral de la responsabilidad, porque es algo que atribuimos a los humanos –a las personas–, no a los cerebros […]. La cuestión de la responsabilidad es una cuestión social” (pp. 111-112).

Con todo, conviene no olvidar que las conclusiones que Libet (2012) extrae de su experimento se alejan de lecturas deterministas, unilaterales y reduccionistas. “Debemos reconocer que ambas alternativas (determinismo de las leyes naturales frente a no-determinismo) son teorías no demostradas, es decir, no probadas en relación con la existencia de la voluntad libre” (p. 227). Y hacia el final del artículo de modo muy elocuente afirma:

Mi conclusión sobre la voluntad consciente, una genuinamente libre en el sentido de no-determinada, es entonces que su existencia es una opción científica al menos tan buena, si no mejor, que su negación determinista. Dada la naturaleza especulativa tanto de las teorías deterministas como de las no-deterministas, por qué no adoptar la asunción de que poseemos voluntad libre (hasta que una evidencia real contradictoria aparezca, si es que alguna vez lo hace). Una perspectiva de tales características nos permitiría, al menos, proceder de una manera que acepte y se acomode a nuestro propio y profundo sentimiento de que tenemos voluntad libre. No necesitamos vernos a nosotros mismos como máquinas que actúan de una manera totalmente controlada por las leyes físicas conocidas (Libet, 2012, p. 229).

La apreciación de Libet de no derivar la afirmación o negación de la existencia de la libertad de sus experimentos es ciertamente muy atinada. Con ello se está poniendo en guardia frente al reduccionismo neurocientificista que considera que la única realidad existente es aquella que se puede demostrar empíricamente y se verifica mediante neuroimágenes. Pero efectivamente, hay que recordar con Libet (2012) que “no ha habido ningún diseño de prueba experimental propuesto, que definitiva o convincentemente demuestre la validez del determinismo de la ley natural como mediador o instrumento de la voluntad libre” (p. 227).

Efectivamente la cuestión acerca de si libertad o determinismo es efectivamente una cuestión filosófica y no científica y pretender derivar una conclusión a partir del método científico no deja de ser una falacia que enturbia el discurso científico de mala metafísica. Es por ello por lo que la neurociencia ha de dejar paso a la filosofía para abordar el problema de la libertad. Pretender desechar de un plumazo el punto de vista del agente, arrumbando con ello la autocomprensión de sus propias acciones, no deja de ser una actitud cargada de arrogancia por parte de cierta neurofilosofía reduccionista. Más convendría recuperar una actitud científica radical como la que ya propuso Husserl (1991) y que implica precisamente hacerse cargo y ahondar en los fundamentos del ‘mundo de la vida’.

Entre los principales cargos contra el reduccionismo cientificista cabe destacar el clamoroso déficit hermenéutico que consiste en la ‘ilusión naturalista’ al considerar que ‘lo natural’ es la explicación que ofrece la ciencia y cualquier otro tipo de explicación, que no esté basada en el método propio de las ciencias de la naturaleza es rechazado como ‘interpretación’ de carácter arbitraria y meramente ilusoria. Como señala Conill (2010) ¿Acaso es tan unilateral el significado de naturaleza humana? Habría que pensar con Habermas (1986) que las ciencias empíricas responden a un claro interés de la razón, pero que ni es el único ni tampoco el rector. Dicho interés busca deliberadamente la objetividad y cuantificación de los fenómenos para poder someterlos y controlarlos. O yendo a la raíz del problema hermenéutico fundamental, cabría reconocer con Heidegger (2007) que toda ciencia ya comporta ciertos presupuestos hermenéuticos desde los que cobra sentido su propio quehacer y al omitirlos se incurre en el falaz reduccionismo cientificista.

Los datos de la física son correctos. La ciencia concibe gracias a ellos algo real, de acuerdo con lo cual se rige objetivamente. Pero […] la ciencia atañe solo a lo que su modo de concebir ha admitido previamente como posible objeto para ella (p. 239).

Para la neurociencia y desde la neurociencia es importante reparar en esta autocomprensión porque el naturalismo contemporáneo intenta naturalizar los conceptos filosóficos tradicionales hasta el punto de desechar todo aquello que no entre en los estrechos márgenes de su paradigma científico, según sostiene Gracia (2018c). Un ejemplo de esta colonización conceptual del ‘mundo de la vida’ es que lo ‘neuro’ se haya convertido para muchos en la nueva hermenéutica de los tiempos presentes, como advierte Tomás Domingo (2017) en una de las acepciones del término ‘neurohermenéutica’. Se pretende que todo tipo de comportamiento de los ser humanos pueda explicarse en términos de conexiones neuronales. Resultado de esta miopía es precisamente la negación de la existencia de la libertad o su relegación a huero epifenómeno, lo cual implica considerar que el término moral y todo el campo semántico que le acompaña no tiene un auténtico arraigo en la naturaleza cerebral del ser humano sino que es meramente un elemento secundario e ilusorio sin capacidad para influir en las acciones. Pero como denuncia Adela Cortina (2011) la “miseria del epifenomenalismo” (p. 192) es que reduce al ser humano privándolo de auténtica voluntad libre. ¿Acaso las razones y argumentos que se dan en el discurso y en el diálogo no influyen de modo real en las acciones haciendo que sucedan unas cosas u otras? Como sostiene Habermas (2006), la miopía del reduccionismo neurocientífico es que es incapaz de distinguir entre causas y razones; es incapaz de reconocer el punto de vista del agente.

Pero hay otro modo de entender la “neurohermenéutica” como hermenéutica de la neurociencia que es de gran provecho para la educación y que consiste en reparar en los presupuestos hermenéuticos de todo discurso neurocientífico. Y ello implica que afirmando que hay bases neuronales de la conducta moral, todo este entramado de explicaciones solo cobra sentido en el horizonte de un modo singular e ‘interesado’ de entender la naturaleza. Reparar en esta dimensión hermenéutica de las explicaciones neurocientíficas permite evitar incurrir en el reduccionismo neurocientificista negador de la libertad.

Por el contrario, si la neuroética repara no solo en las bases neuronales sino también en los presupuestos hermenéuticos de la conducta moral, es posible evitar el reduccionismo neurocientífico que lleva a negar la libertad como rasgo de dicha conducta. Por ello frente a las pretensiones de naturalizar la moral hasta el punto de negar la libertad, es necesario repensar nuevamente el lugar que corresponde a la naturaleza cerebral del ser humano y desde ésta encontrar las bases neuronales que hacen posible el ejercicio de la libertad. Es necesario repensar la incorporación de la libertad en términos no reduccionistas sino reabriendo el célebre diálogo entre filosofía y ciencia, para desentrañar de qué modo es posible dar mejor explicación, comprensión y razón de la conducta de las personas. Es esto lo que buena parte de intelectuales han buscado y a lo que nos dedicaremos en el próximo apartado.

El arraigo de la libertad en el cerebro

La misma formulación de este apartado ya es controvertida: tratar de justificar la realidad de la libertad en la vida del ser humano supone en primer lugar arrumbar con el reduccionismo determinista, en los términos en que se ha abordado en el apartado anterior. Pero asimismo supone buscar una apoyatura para la libertad justamente en lo que era su contrario: la naturaleza, en concreto, en el cuerpo.

Y a ello no es posible llegar sin revisitar la aporía kantiana relativa a la contradicción o antinomia que establece el filósofo prusiano entre el reino de la naturaleza y el reino de la libertad cuando nos referimos a la vida y la conducta de los seres humanos. Efectivamente, en la Crítica de la Razón Pura, Kant (KrV, A 445 B 473) expone de manera diáfana y contundente un conflicto filosófico que en el siglo XVIII había alcanzado un punto casi dramático: en la tercera antinomia de la razón pura, Kant alude a la contradicción de afirmar por una parte la determinación de los procesos naturales, y la de afirmar por otra la libertad del espíritu humano. No hay nada en la naturaleza que no obedezca a leyes y a causas prestablecidas, pero por otro lado la naturaleza humana nos induce a hablar de la libertad entendida como la causación de una acción por la voluntad.

Como señala Arana (2004), Kant se enfrentó de lleno con un problema teórico que en la Modernidad había sido relegado o resuelto superficialmente, pues o bien se establecían límites claros al poder de la realidad física, o bien se consideraba que entre necesidad natural y libertad no había tal contradicción.

De un modo u otro, este conflicto iba posicionando a los distintos filósofos en alguno de los bandos, desde Hobbes, Spinoza, Wolff, Hume o Leibniz en la negación de la libertad, hasta Descartes, Locke, Newton y el propio Kant en la defensa de la libertad sin negar la rigidez causal del mundo físico. Pero Kant aborda cara a cara y en todas sus consecuencias esta antinomia, pretendiendo superarla con la búsqueda de un punto de inflexión entre la filosofía de la naturaleza y la filosofía moral o práctica, de modo que desde el idealismo trascendental kantiano la razón práctica requiere de modo inapelable el recurso a la libertad de la voluntad como presupuesto fundamental de la acción humana, solución que hoy sigue siendo válida para el ámbito ético, e igualmente para la política y el derecho, es decir, para la creación y la aplicación de las leyes cuando estas se han infringido de modo consciente y voluntario: la libertad es un supuesto esencial en la ordenación jurídica y en la aplicación de penas ante conflictos de acción.

El orden moral es permeable, no obstante, al orden de la causación natural, de modo que cabría distinguir entre causas y motivos, condicionantes y eximentes de la acción, pero sin llegar a negar nunca la posibilidad de una motivación de la acción plenamente libre (es decir, limitadamente libre, humanamente libre). Dentro de los (estrechos) márgenes de la libertad humana como principio rector de las acciones y decisiones voluntarias, pueden desplegarse nuevas significaciones al concepto de libertad, tan válidas y operativas hoy, especialmente como marco teórico normativo para hacer frente, por ejemplo, a la tiranía gubernamental (libertad como participación), a la imposición externa en cuanto a expresión, movimiento, asociación, opción sexual y religiosa... (libertad como independencia o no-interferencia), a la manipulación mental, a la desidia por tomar las riendas de la propia vida y pensar por sí mismo, a la falta de criterios propios pero máximamente responsables y universalizables (la libertad como autonomía del propio Kant), a la ausencia de condiciones para elegir una vida digna y realizada (libertad como desarrollo), o a abusos arbitrarios del poder ante la falta de una acción ciudadana coordinada y vigorosa (libertad republicana o libertad como no-dominación), tal como lo comprenden autores como Cortina, Escámez y Pérez-Delgado, (1996), García-Medina (2007), Cortina y Pereira, (2009) y Nussbaum (2012). El orden práctico, el referido a la acción y la interacción humana (un orden de relaciones interpersonales) no puede prescindir del recurso a la idea de libertad, como horizonte normativo –creativo, construido y reconstruido– necesario para el ajustamiento y acondicionamiento de la vida social.

Sin embargo, el reduccionismo vinculado a la neurociencia actual, como ya se vio en el anterior apartado, de algún modo reproduce y simplifica un conflicto filosófico que, desde la ciencia exclusivamente, se ha resuelto a favor de una nueva afirmación del imperio absoluto de la naturaleza y de la consiguiente negación de la libertad. Ahora bien, ¿se puede resolver de este modo la cuestión de la libertad desde una perspectiva enteramente científica, desde una neurociencia reductiva?

Entendemos que no, básicamente por dos razones. Primero, porque experimentos como el realizado por Libet no conducen a negar directamente la posibilidad de la libertad humana, y en segundo lugar y relacionado con lo anterior, porque la definición del concepto de naturaleza que maneja la ciencia es en el fondo un concepto construido, que exige interpretación, y no un reflejo exacto de una realidad compacta y terminada.

En efecto, el experimento de Libet, repetido y validado con posterioridad, parece demostrar que son las neuronas las que deciden la acción humana antes de que esta sea consciente y se realice; pero con ello, se cae en la trampa del lenguaje al atribuir autonomía o capacidad de acción autodeterminada a las neuronas. En realidad, como señala Rivera de Rosales (2016), antes que la acción de las neuronas, lo que tiene lugar es la planificación del experimento, la conciencia y aceptación del sujeto experimentado de que ha de realizar tal o cual acción, circunstancia previa a la detección de que ‘las neuronas mandan’. El determinismo no se puede refrendar por la experiencia, por el mismo hecho de que la experiencia es limitada, se da en un contexto espaciotemporal y causal, y por tanto no alcanza a revalidar un concepto de la razón como es el de determinación o el de determinismo físico o cosmológico. En todo caso, según Conill (2017), experimentos como el de Libet servirían básicamente para detectar diferentes niveles de consciencia en el cerebro humano, no para negar la libertad humana.

Pero es que además, como sostiene Conill (2017), la neurociencia está jugando con una idea de la naturaleza (humana) que por la razón indicada no puede ser analizada únicamente desde una óptica empírica o científica, pues un concepto tan abstracto y con tantas implicaciones ha de ser objeto de análisis filosófico, en concreto hermenéutico, pues la ‘naturaleza’ es un constructo histórico, culturalmente definido y que es susceptible de ser interpretado más que de ser objetivado: “La propia noción de naturaleza es ya un concepto interpretativo (ni real ni objetivo). Por tanto, el paradigma de la objetivación ha de ser sustituido por el de la interpretación” (p. 496).

El mismo Kant, por ejemplo, incide en la Metafísica de las costumbres en la complejidad y dualidad de la naturaleza, al distinguir disposiciones morales que tienen un componente natural, y que por ello, pueden encontrarse en cualquier ser humano: Kant habla del sentimiento moral, de la compasión, el amor, incluso del respeto a sí mismo (autoestima) como sentimiento en el que también interviene la razón. Estas disposiciones son las que posibilitan un desarrollo educativo y ético de la razón práctica, como razón que capta y actúa libremente, es decir, según la ley moral. Se trata de predisposiciones a ser afectados por la noción del deber universalizable, motivo por el cual podemos hablar de una naturaleza moral distinguible de la naturaleza física. Como señalan Gozálvez y Jover (2016), es precisamente ahí, en ese intersticio entre lo moral y lo físico en donde puede observarse el puente entre naturaleza y libertad: en donde arraiga corporalmente la libertad y la autonomía humana, abriéndose de paso el vínculo entre el mundo de los sentimientos y el mundo del juicio y la razón, entre el cuidado y la justicia, vínculo tan necesario en la educación moral y en una ética situada de los derechos humanos.

En este contexto e inspirado por la idea de inteligencia sentiente zubiriana, Aranguren (1994) elabora su concepto de ‘libertad estructural’, libertad que bascula en la acción inteligente de la que está predispuesto naturalmente el ser humano: nuestra libertad estructural radica en el hecho de que nacemos por hacer o antes de tiempo, como diría Reboul (2009). Nuestra naturaleza es abierta e inconclusa precisamente para exigirnos la creación de una segunda naturaleza de contenidos culturales inmensamente variables: El organismo humano, demasiado complicado, no puede dar espontánea e inmediatamente una respuesta prefijada y queda en suspenso ante el estímulo, es libre ante él. Dirá Aranguren que, mediante la inteligencia, tomada esta palabra en el sentido de ‘hacerse cargo de la situación’, el ser humano responde inteligentemente con un gran abanico de respuestas al estímulo. Es la misma inteligencia la que, gracias a su función proyectante, inventa o saca posibilidades de los estímulos, haciendo de este modo su vida.

Posteriormente la biología de la conducta, la neurociencia y la neuroeducación confirman científicamente estos presupuestos filosóficos, estableciendo el principio de flexibilidad conductual, unido a la flexibilidad cerebral, tal como señala Codina (2015). Los márgenes conductuales en los que se podía mover nuestra conducta han ido ampliándose evolutivamente, a merced de esa mayor flexibilidad estructural, de la plasticidad conductual. En realidad, así vista, la filogénesis de la especie humana puede ser leída como la historia de la libertad, al menos de una libertad estructural, como señalan Aranguren (1994) o Cela y Ayala (2018) o un libre albedrío a partir del cual establecer otras formas de libertad más unidas a la consciencia responsable, al sentido crítico y al desarrollo humano.

Planteado en otros términos, el trayecto evolutivo del ser humano reproduce y catapulta la evolución de los mamíferos, capaces no solo de reaccionar ante el medio, sino de actuar en él, de influirlo y de transformarlo según sus necesidades –e intereses, podríamos añadir en relación con los mamíferos humanos. Como expone Fuster (2014), la región clave del cerebro, fruto de tal evolución que comporta un aumento en complejidad y flexibilidad conductual, es la corteza del lóbulo prefrontal. Ahí radica, es decir, echa sus raíces naturales, la libertad humana, entendida en un sentido primordial, mínimo, como capacidad para reconocer las acciones propias, y para predecir las acciones futuras, atisbando su consecuencia, lo que permite reajustar por ello tales acciones (ciclo precepción-acción), capacidad que va a tener un impacto decisivo en la construcción del futuro (de uno mismo y, en conjunto, de la sociedad).

La libertad arraiga en las operaciones cerebrales de pre-decir y, desde ahí, de pre-adaptar la conducta humana, ajustándola a los intereses humanos en todo su inmenso abanico de posibilidades. Nuestra libertad descansa, pues, en la dimensión proyectiva de nuestro cerebro. Además, esta capacidad predictiva y proyectiva se une a nuestra capacidad comunicativa, asociada al lenguaje articulado y simbólico y, por ende, también a la zona de la corteza prefrontal del cerebro humano: la capacidad para comunicar acciones futuras, para poner en común proyectos, permite calibrarlos desde más perspectivas, lo cual abre el campo de acción en que se expresa nuestra libertad, en la medida en que crecen las alternativas y opciones a nuestro alcance. En palabras de Fuster (2014), la libertad es un fenómeno en el que el cerebro realiza una selección entre alternativas, a partir de la actividad neuronal (redes de células corticales) que calibra entre las experiencias de un pasado convergente y las posibilidades de un futuro divergente.

En la región cortical PTO (lóbulos parietal, temporal y occipital) se producen procesos asociativos relacionados con el conocimiento y la memoria (cógnitos); la otra región asociativa relacionada con estos procesos es el córtex prefrontal, que sirve para la ejecución de procesos de la cognición, especialmente el lenguaje y el razonamiento. Este córtex ejecutivo “se desarrolla al máximo en el cerebro humano, el cual ocupa casi un tercio de la totalidad del neocórtex” (Fuster, 2014, p. 33). Es precisamente en estas regiones en donde de modo interrelacionado tiene lugar la función humana del lenguaje, la capacidad proyectiva y de reconocimiento, y la capacidad para la toma de decisiones (la libertad).

Flores y Ostrosky-Solís (2008) ya aludieron a diferentes estudios que de modo más general explicaban la vida moral del ser humano vinculándola con el procesamiento de las emociones (sistema límbico: amígdala, y circunvolución cingulada anterior; corteza prefrontal medial, y corteza singular posterior), región cerebral que se relaciona con un uso reflexivo de la libertad (análisis de la situación, valoración de lo conveniente e inconveniente de una acción, ponderación de las consecuencias futuras de la misma, coordinación de pensamiento y conductas…).

Como señalan Stuss y Alexander (2000), Stuss y Levine (2000) y Flores y Ostrosky-Solís (2008), la capacidad humana racioafectiva ocurre especialmente en la región del córtex prefrontal dorsolateral, asociado a procesos de planificación, a la memoria cognitiva o significativa, a la fluidez verbal, la resolución de problemas complejos, la plasticidad mental, la construcción de hipótesis, la cognición social y la conciencia ética (conciencia de sí mismo y conocimiento autobiográfico), posibilitando asimismo una integración del campo experiencial emocional y cognitivo, procesos y capacidades tan decisivas en el razonamiento y la conducta moral vinculadas al uso de la libertad.

En conclusión, el mismo concepto de naturaleza aplicado a la conducta humana ha ido variando en significación e interpretaciones, hasta alcanzar la interpretación de la neurociencia que, superando el reduccionismo cientificista y asumiendo los presupuestos hermenéuticos de toda explicación, sitúa en la fisiología y funcionamiento del cerebro la semilla de la libertad, entendida no sólo como libre albedrío o libertad estructural, sino como libertad moral (autonomía) dada la predisposición natural (cerebral) para emociones empáticas (las conocidas ‘neuronas espejo’), y para la proyección de actos equilibrados, moralmente reversibles y equitativos, proyección que ocurre en zonas específicas del cerebro que actúan funcionalmente de modo interrelacionado entre sí, estableciendo puentes entre el razonamiento y el afecto, entre el juicio y la acción en relación con la vida moral del ser humano.

La libertad incorporada en la neuroeducación moral

Tras haber expuesto de qué modo frente a los reduccionismos neurocientíficos es posible hablar de la libertad humana en términos de ‘libertad incorporada’, en este último gran apartado se presentan las implicaciones de la libertad incorporada en el ámbito de la neuroeducación moral. En primer lugar, analizaremos el concepto de ‘coevolución’ como alternativa a la visión reduccionista de la conducta moral como producto del proceso de la evolución neurobiológica, dando con ello entrada a la influencia de la educación en la conformación del cerebro. En segundo lugar, se incide en la importancia de un entorno educativo que fomente el cuidado en la familia y los miembros de la comunidad para poder desarrollar conductas morales adecuadas.

La libertad incorporada y la coevolución desde la neuroeducación moral

La libertad constituye la clave de la neuroeducación moral, en primer lugar, porque educar no es lo mismo que adiestrar. Mientras que el adiestramiento consiste en entrenar a alguien (normalmente un animal) para que actúe de la manera que el adiestrador quiere, cuando nos referimos a la educación consideramos un tipo de formación humana que conduce al pleno desarrollo de la personalidad de los individuos, desde su autonomía y en aras de un vida justa y feliz. La libertad constituye un rasgo diferencial entre la educación y el adiestramiento, pero también, el adoctrinamiento, o la mera instrucción, como señala Gracia (2018a, caps. 3 y 7).

Reconocer la libertad como elemento fundamental de la neuroeducación no es construir un castillo en el aire, como si de una falsa ilusión se tratase. Por el contrario, y como hemos expuesto, la neuroeducación moral ha de partir del reconocimiento del arraigo que la libertad tiene en el cerebro. La libertad es incorporada porque hay unas bases cerebrales que actúan como condiciones de posibilidad corporales (a priori corporal) para el ejercicio de esta. Es importante pensar la libertad desde el cuerpo y con el cuerpo, pero no prioritariamente como cuerpo físico (Körper, en alemán) sino como cuerpo vivido (Leib, en alemán). La distinción es sustantiva porque solo a la luz de este segundo modelo de libertad condicionada será posible entender que el cuerpo vivido conforma e incluso configura y condiciona de modo indeleble la libertad del propio individuo que es clave para la neuroeducación moral. La libertad, al menos la libertad humana, no se halla ni opera en el vacío, se encuentra anclada en un cuerpo que siente, que sufre y que piensa; que padece, que disfruta, que crea y recrea mundo. En este marco es en el que pensamos que la neuroeducación ha de incorporar la libertad.

La educación y más específicamente la educación moral es posible debido al carácter inacabado del cerebro humano. Tras el nacimiento, los seres humanos desarrollamos en torno al 70 por ciento del cerebro en interacción constante con las personas que nos rodean y el medio en general. Es a través de la educación y la cultura como se van conformando las funciones e incluso las estructuras cerebrales. Como expone Nieto (2011), las modificaciones afectan a diversos niveles del sistema nervioso y el resultado de dicho proceso de configuración cerebral no reside en el patrón genético que porta cada individuo, ni surge espontáneamente por la simple evolución o desarrollo del organismo, sino que tiene lugar en virtud de la educación.

Aceptar la neuroplasticidad o lo que es lo mismo que el cerebro se cultiva y al hacerlo se va modificando a lo largo de toda la vida (en algunos períodos como la infancia de forma más significativa) implica oponerse a la idea de la sociobiología de que el ser humano es solo resultado de la evolución biológica o que la evolución biológica ha de marcar la pauta al desarrollo moral. Frente a esta posición que como señalan Ayala (2006) y Gracia (2016) acaba precipitándose en el vacío de la falacia naturalista, convendría hablar más propiamente de desarrollo moral en términos irreductibles a los del desarrollo evolutivo. Es a esto a lo que autores como José Antonio Marina (2011) han llamado ‘coevolución’:

La cultura cambia el cerebro que, a su vez, cambiará la cultura. Así funciona la coevolución y en ese proceso los educadores tenemos un definido protagonismo. El final del siglo XX fue la era de la genética, pero el comienzo de nuestro siglo es la era de la epigenética. El hecho de que la expresión genética dependa del entorno –es decir, de la experiencia y de la educación– y la convicción de que la especie humana es capaz de dirigir su propia evolución, convierte a la educación en la gran estudiosa de ese proceso evolutivo. Su objeto de estudio es la comprensión y orientación de la relación entre biología y cultura, es decir, de la coevolución (p. 9).

Efectivamente, educar es cambiar el cerebro porque el aprendizaje supone actividad y cambios neuronales realmente sustantivos. El patrón de conducta no viene marcado por un código genético ni por una determinada línea evolutiva explicada desde la biología. En virtud de la educación es posible marcar el camino a la evolución humana y en este sentido, como señala Gracia (2018b) el fin ético de la neuroeducación no es naturalista. Mientras que los cambios biológicos han sido el resultado de millones de años, los cambios culturales incrementan a un ritmo exponencial el desarrollo humano. La moral no viene marcada por la capacidad de adaptación a un entorno, según el paradigma evolucionista de la biología. Por el contrario, la neuroeducación moral reconoce que las capacidades morales son el resultado de la evolución biológica, pero el tipo de normas y códigos morales propios de cada sociedad es el resultado de la educación y la cultura particular de dicha sociedad. Es en este segundo aspecto en el que la libertad permite encarnarse. Si en el primer sentido la evolución biológica nos permite determinar las capacidades intelectuales que habiendo llegado a cierto umbral de desarrollo hacen posible la capacidad moral de elección entre alternativas, en el segundo sentido, la evolución o desarrollo educativo y cultural permite concretar dicha libertad en determinadas formas de vida, creencias, pensamientos, prácticas o hábitos.

Recientemente, en su libro Evolution of the learning brain, Paul Howard-Jones (2018) se ha preguntado acerca de la dimensión evolutiva del cerebro que aprende y ha recordado que la evolución no sigue la dirección de lo que las gentes han considerado en diferentes épocas como progreso moral. Es bien conocido el uso de la teoría de la evolución para justificar el ‘racismo científico’, por ejemplo, entre los nazis en Alemania o el apartheid en Sudáfrica. Pero como otras potentes ideas científicas la teoría de la evolución puede ser empleada para lo bueno y para lo malo. Todo depende de la concepción ética que se tenga y es este debate el que se introduce con la eugenesia y los diversos modos de entender el mejoramiento humano. En buena parte, aquí radican las diferencias entre la teoría de la evolución de Darwin y las teorías eugenésicas iniciadas por Galton.

El ‘nuevo pensamiento acerca de la evolución’ de Howard-Jones (2016) considera que la complejidad y dinamicidad de la cultura presupone una serie de capacidades humanas a través de las cuales los procesos y mensajes del aprendizaje de la cultura puedan propagarse. Son estas capacidades las que nos han sido legadas a través de la evolución. Pero junto con ello, a juicio de Howard-Jones (2018), la neurociencia nos permite entender mejor la evolución, ayudando a disipar los neuromitos evolutivos. Por ejemplo, al comprender la génesis de cómo el sistema emocional y motivacional interactúa bidireccionalmente con el funcionamiento de nuestra corteza cerebral plástica orientada hacia un propósito más general. Desde una ‘perspectiva profunda del tiempo’, el vínculo o compromiso de la motivación con el aprendizaje (the engagement for learning) se encontraría originalmente en las raíces evolutivas que conducen nuestra atención hacia experiencias que prometen ser recompensadas, aunque sin distinguir si esta recompensa atiende a una motivación intrínseca o extrínseca.

A nuestro modo de ver, el principal aporte de la perspectiva profunda del tiempo acerca de la evolución del cerebro que aprende de Paul Howard-Jones es que el futuro de dicho cerebro no yace en el mejoramiento farmacológico, ni en la eugenesia, ni en la estimulación eléctrica transcraneal, ni en sofisticados implantes neuronales conectados con internet… El progreso de la ciencia y la técnica es importante pero insuficiente. No son unos pocos expertos sino una sociedad bien educada la que ha de afrontar los desafíos que el tiempo presente planeta. Como señala Paul Howard-Jones (2018):

La probabilidad de la salvación únicamente a través de la tecnología y la ciencia parece tenue y la historia del científico solitario que es capaz de salvar el mundo es probablemente un asunto de ciencia ficción. Más que la creación y retención del conocimiento por parte de una minoría de expertos, parece que la distribución organizada del conocimiento a través de la educación puede ser el último desafío que decida nuestro destino (p. 182).

La libertad incorporada y la neuroeducación del cuidado

La libertad incorporada hunde sus raíces en la neurobiología del desarrollo moral de las personas. Como hemos señalado anteriormente, la plasticidad del cerebro, el hecho de que el cerebro no quede clausurado tras el nacimiento hace que sea posible modificarlo a través de la interacción con el entorno y especialmente mediante la educación. Pero también incide en el hecho de que la plasticidad del cerebro depende en buena parte de cuánto se usa y en qué sentido, con lo cual trabajarlo es no solo posible sino incluso recomendable. Una neuroeducación centrada en el cultivo y cuidado de las relaciones humanas es la mejor forma de garantizar un desarrollo moral adecuado y un ejercicio pleno de la libertad.

Darcia Narvaez (2014, 2016) se ha encargado de incidir en la importancia de elaborar una ética que tenga en cuenta la filogénesis de la moral. Partir de los rasgos fundamentales o las líneas básicas (baselines) de la conducta humana en tanto que especie centrándose en el tipo de conductas de las sociedades primitivas de cazadores y recolectores ayuda –a su juicio– a criticar la falsa asunción de que el ser humano es un ser autocentrado y agresivo por naturaleza. A tenor de su ‘teoría ética trina’ el punto de vista del estudio de la evolución de la especie contribuye a superar un tipo de sociedad industrializada que ha dado la espalda a las necesidades morales de los seres humanos. La frecuencia con la que los niños muestran estrés, falta de autocontrol, déficit de atención, ansiedad, depresión y agresión es un síntoma de que los contextos familiares y sociales no han sabido crear el adecuado caldo de cultivo para un adecuado desarrollo moral. Y ello debido a que ha perdido de vista la herencia como especie y los ‘nidos o nichos de desarrollo evolucionado’. Capacidades morales fundamentales como el compromiso y la imaginación común forman parte de la herencia filogenética y se desarrollan bajo los nidos de desarrollo evolucionado, empezando en la infancia. El problema es que las actuales sociedades industrializadas, que constituyen tan solo el uno por ciento de toda la historia de la especie humana, han soslayado dichas necesidades generando en su lugar un estrés tóxico que socava el desarrollo humano, la cultura y las capacidades morales. Un contexto relacionado con factores de estrés temprano puede provocar disfunciones en los circuitos neuronales tales como un sistema serotoninérgico defectuoso o la depresión de los receptores de oxitocina que se traduzcan en conductas agresivas

Para el caso de la libertad es muy interesante la crítica de Narvaez (2016) al ‘individualismo atomista’ y cómo se ha generado una ‘falsa noción atomista de la psicología humana’. Este tipo de sociedades dan la errónea imagen de que el ser humano es un ser solitario, egocéntrico, autosuficiente ‘encerrado bajo la privacidad de su propio cuerpo’ y que compite en un entorno hostil. Para Narvaez es el momento de volver a la senda evolutiva para nutrir éticamente a los seres humanos3 . Y para ello toma como modelo las sociedades de cazadores y recolectores porque en ellas cada individuo es considerado como agente y con conciencia propia, pero dentro de un entorno social que le provee de apoyo, cuidado, compañía y sustento. Esta forma de concebir al individuo en la sociedad se entiende bajo la égida de una ética de la virtud con una importancia especial puesta en la dimensión comunitaria y una ‘visión densa de la personalidad’.

La propuesta de neuroeducación moral de Narváez puede ser especialmente interesante por lo que se refiere a tener en cuenta las necesidades filogenéticas del cerebro para que a través de la educación los sujetos puedan desarrollar su personalidad. La autora nos sitúa sobre la pista de la importancia del cuidado en la educación moral para procurar el adecuado desarrollo neurobiológico del niño. Atendiendo a la neurobiología del desarrollo moral de la conducta, la neuroeducación del cuidado aboga por el tipo de educación que fomenta la confianza y no el estrés; el afecto y no la indiferencia; los vínculos sociales y no el atomismo; que cultiva las relaciones humanas y no la tecnificación e instrumentalización de las mismas. Es este tipo de educación la que importa y mucho para una adecuada formación del carácter que haga posible el adecuado ejercicio de la libertad. Como sostienen Gracia y Gozálvez (2016), los vínculos comunitarios son sin duda claves para que la libertad incorporada no derive hacia el atomismo, sino que sea una auténtica ‘libertad significativa’.

Yendo un poco más allá de lo que va la propia Darcia Narváez (2016) cabe pensar que los cargos que ésta levanta contra la ilustración en general y contra Rousseau y Kant en particular adolecen de una lectura deficiente y un tanto superficial que soslaya la valía del legado ético de estos filósofos. Entre otras cosas porque en dichos autores el nivel psicológico no equivale al nivel moral y conviene no olvidar que esta distinción en Kant es clave, porque no hay que confundir los móviles para la acción o incluso las ‘bases cerebrales’ con el fundamento racional de la conducta moral que confiere validez, tal como señalan Cortina (2011) y Gracia (2018c). Asimismo, encontramos serias deficiencias en que el ‘nido evolucionado’ responda solventemente a los desafíos cosmopolitas de nuestras actuales sociedades.

La teoría ética trina de Narváez (2016) acertadamente redescubre las raíces neurobiológicas de la racionalidad y la importancia de una neuroeducación del cuidado para un adecuado desarrollo de la inteligencia y la personalidad de los individuos. Pero su modelo de sociedad tribalista plantea deficiencias en términos del cultivo de una moral compartida que permita establecer unos vínculos de pertenencia con la humanidad, más allá de nacionalismos embotados y grupalismos excluyentes y apostando por una ética situada de los derechos humanos, según Gozálvez y Jover (2016). Sólo cultivando una ética cívica que fomente la hospitalidad cosmopolita en la línea de Cortina (2017) y Gracia (2018a) sería posible hacer frente a lacras sociales como son, por ejemplo, la xenofobia o la aporofobia.

Conclusiones

A la luz de todo el recorrido expuesto en este artículo extraemos la conclusión de que la libertad humana no queda refutada por los experimentos de Libet porque la práctica científica ya presupone un marco conceptual basado en leyes naturales y por lo tanto asume un modo de discurso que se concibe bajo el paradigma de la causalidad natural. Por ello aquellos que basándose en la experimentación científica pretenden negar la libertad no están haciendo ciencia sino más bien ‘mala metafísica’. Y esta actitud es reduccionista precisamente porque soslaya los presupuestos hermenéuticos de todo discurso científico y considera que ‘lo real’ es solo aquello a lo que tienen acceso las ciencias experimentales.

Reconociendo los presupuestos hermenéuticos de la neurociencia, sin embargo, es posible afirmar la libertad sin negar las bases fisiológicas de la conducta humana. La afirmación filosófica de la libertad no está exenta de condicionamientos y uno de ellos es el sustrato natural que no solo limita sino que a su vez posibilita su ejercicio. No se trata de rechazar la distinción kantiana entre naturaleza y libertad e incurrir en la falacia naturalista, sino de profundizar en las bases neuropsíquicas que la moralidad requiere para llegar a expresarse. A partir de ellas, la libertad no es una ‘despedida de la naturaleza’ sino que en virtud de las bases cerebrales se hace posible hablar de ‘moral como estructura’ y del ejercicio de la libertad incorporada, a partir de una relectura y superación de la tercera aporía kantiana entre dos reinos tradicionalmente escindidos.

La libertad incorporada es a este respecto un componente fundamental de la neuroeducación porque la capacidad para actuar de un modo u otro depende precisamente de la plasticidad del cerebro. No solo la evolución filogenética conforma el cerebro, sino que la educación permite configurar y crear las estructuras y funciones del propio cerebro. La neuroeducación moral se distancia de un naturalismo reduccionista y permite comprender la evolución del cerebro que aprende en términos de coevolución, en el que la evolución filogenética se complementa con la capacidad de la educación para marcar la pauta a la evolución de la especie.

Por otra parte, hay un punto que es central y es que la neuroeducación del cuidado no solo cobra sentido en términos de una mejor adaptación del individuo a su entorno tal y como reza el principio filogenético. La clave de la neuroeducación del cuidado y de la justicia ha de ser el pleno desarrollo de la autonomía del individuo y ello implica tener muy en cuenta los posibles peligros colectivistas que una sociedad primitiva puede ejercer sobre los propios individuos. Sin duda que es clave combatir desde la neuroeducación el individualismo atomista de sociedades liberales que se traduce en indiferencia y estrés tóxico. Pero sería un error que el cultivo de los vínculos comunitarios llevara a incurrir en el sobreproteccionismo que asfixia la capacidad de elección de los propios individuos. Precisamente por ello, no podemos ni hemos de renunciar a un modelo de neuroeducación moral que teniendo en cuenta al sujeto incorporado y la dimensión emocional de la racionalidad, sin embargo, no se conforme con naturalizar la ética de acuerdo con los patrones axiológicos de la evolución.

Precisamente el modelo de libertad incorporada que se ha defendido en este artículo desde la neuroeducación reconoce la neurobiología, pero no reduce la capacidad fundamentadora y normativa de la ética para una mejor adaptación al entorno, para un ajustamiento del mismo según criterios del desarrollo humano. El progreso moral no sigue el patrón de la evolución biológica. Por ello no es el ‘sistema evolutivo’ el que ha de marcar la pauta para evitar el tribalismo violento y las conductas sobreproteccionistas basadas en la dominación y la sumisión. Es la libertad incorporada la que confiere el protagonismo a los sentimientos morales pero también a la racionalidad práctica que los guía. Es la libertad incorporada la que considera la benevolencia ética hacia los del propio grupo, pero también la justicia del punto de vista moral. Es la libertad incorporada la que considera el valor no instrumental de la comunidad, pero también el protagonismo del individuo que finalmente ha de empoderarse. Es este tipo de libertad incorporada propia de una ética a la altura de una humanidad compartida la que permite superar el individualismo atomista pero también el tribalismo ético.

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1“The problem is that choices are made by brains, and brains operate causally; that is, they go from one state to the next as a function of antecedent conditions. Moreover, though brains make decisions, there is no discrete brain structure or neural network which qualifies as ‘the will’ let alone a neural structure operating in a causal vacuum. The unavoidable conclusion is that a philosophy dedicated to uncaused choice is as unrealistic as a philosophy dedicated to a flat Earth”. Su confusión principal es que no considera la distinción clave entre causa y condición” (Churchland, 2006, p. 43). Mas conviene recordar que la noción de libertad no se opone a la de causalidad sino a la de constricción (Cortina, 2011, pp. 183ss).

2 “La ontologización de los conocimientos de las ciencias naturales que forma a partir de estos conocimientos una imagen naturalista del mundo y lo reduce a hechos ‘duros’ no es ciencia, sino mala metafísica” (Habermas, 2006, p. 214).

3 Narváez destaca cuáles son esas líneas básicas en la infancia para formar un buen nido de desarrollo evolucionado: responsabilidad materna, amamantar, contacto físico y proximidad, cohesión familiar, tiempo libre para jugar, ambiente social amigable. Pero también para la época adulta muestra que es importante prestar atención a los resultados beneficiosos de las orientaciones que ofrece la teoría trina (Narváez, 2016, pp. 75ss)

Recibido: 20 de Julio de 2018; Aprobado: 22 de Septiembre de 2018

[1]

Doctor en Filosofía de la Universitat de València, Premio extraordinario de doctorado, título de Doctor europeo y docente del área de Filosofía Moral, Política y Social del Departamento de Filosofía en dicha universidad. Ha publicado recientemente “El desafío ético de la educación” (Madrid, Dykinson, 2018).

[2]

Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, Máster en Psicoética para la Educación cívico-moral. Profesor del Departamento de Teoría de la Educación en la Universitat de València. Autor de “Inteligencia moral” (Bilbao, Desclée, 2000) y “Ciudadanía mediática. Una mirada educativa” (Madrid, Dykinson, 2013).

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