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Sophia, Colección de Filosofía de la Educación

versión On-line ISSN 1390-8626versión impresa ISSN 1390-3861

Sophia  no.22 Cuenca ene./jun. 2017

https://doi.org/10.17163/soph.n22.2017.08 

Artículos

De la alteridad a la hiperalteridad: la relación con el otro en la Sociedad Red

From alterity to hyperalterity: human relations in the Network Society

1Universidad Católica Argentina/ Argentina


Resumen

El artículo analiza desde una perspectiva interdisciplinaria la relación de los hombres con los otros en una sociedad que, a través de la expansión de las tecnologías de la información, va constituyendo una red global de conexiones ilimitadas. Esto nos lleva a preguntarnos si la Sociedad Red es la expresión histórica de un ser-así interdependientes de los hombres y si sus dinámicas comunicacionales reales favorecen la construcción de lo interhumano. La aproximación al problema retoma las propuestas de la filosofía de la alteridad, en particular a Buber, Lévinas y Jaspers, y apela a contribuciones teóricas sobre las relaciones sociales basadas en intercambios comunicativos, sobre todo la definición de red desarrollada por el sociólogo Manuel Castells. El resultado es una reformulación de los principios de la filosofía de la alteridad tradicional, en la cual se identifican las posibilidades y condiciones del despliegue de la vocación humana de quienes integran redes. La multidireccionalidad de los intercambios comunicativos y su diacronía en la red discute los conceptos de exclusividad y presencialidad de la filosofía de la alteridad, los cuales constituyen las condiciones del reconocimiento del otro. En la red, el reconocimiento y la construcción de lo interhumano son posibles gracias a un despliegue de relaciones con otros que están fuera del alcance de mi mirada. Allí surgen las figuras del otro sobre el cual tengo responsabilidades éticas: el alejado, el desconocido, el extraño. El concepto de hiperalteridad representa, así, la relación, constitutiva de mi propio ser y a la vez obligación ética de reconocimiento, con todos los otros aunque no me sean inmediatos.

Palabras clave Ética; reconocimiento; alteridad; red; multidireccionalidad

Abstract

From an interdisciplinary perspective, this article analyzes the relationship between men in a society that, through the expansion of information technology, is building a global network of unlimited connections. This leads us to wonder if the Network Society is the historical expression of a mode of being interdependent and if its real communicational dynamics promote the construction of the inter-human dimension. The approach to the problem takes up the proposals of the philosophy of alterity, particularly those from Buber, Lévinas and Jaspers, and appeals to theoretical contributions on the social relations based on communicative exchanges, specially the definition of network developed by the sociologist Manuel Catells. The result is a reformulation of the principles of the traditional philosophy of alterity, in which are identified the possibilities and conditions for the deployment of the human vocation of those who integrate networks. The multidirectionality of communicative exchanges and their diachrony in the network discusses the concepts of exclusivity and presence of the philosophy of alterity, which constitute the conditions of recognition of the other. In the network, the recognition and construction of the interhuman are possible thanks to a deployment of relationships with others that are beyond the reach of my gaze. Thus emerge the figures of the other on whom I have ethical responsibilities: the remote, the unknown and the stranger. The concept of hyperalterity represents the relationship, constitutive of my own being and at the same time an ethical obligation of recognition, with all the others even if they are not immediate for me.

Keywords Ethics; acknowledgment; alterity; network; multidirectionality

Forma sugerida de citar:

Ure, Mariano (2017). De la alteridad a la hiperalteridad: la relación con el otro en la Sociedad Red. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 22(1), pp. 191-210.

La filosofía y los problemas de su tiempo

Mientras lo real acontezca en el tiempo, mientras el existir sea un movimiento constante hacia nuevas situaciones, la filosofía se convertirá en evasión si omite la reflexión sobre las configuraciones del mundo en el que habitan los hombres. El objetivo de este artículo es, precisamente, “hacer filosofía”, lo cual se aleja de un ideal de erudición y de la tarea de consolidar la tradición filosófica, para abocarse a la tematización y al pensar los problemas del hombre en su tiempo. En esto consiste el “servicio”, para evitar el término “utilidad”, de la filosofía: contribuir a clarificar la situación histórica de los hombres para, así, favorecer la libre toma de decisiones de acuerdo a su propio proyecto ontológico.

Este pensar es en devenir, y se esfuerza más por abrir campos y plantear problemas que por alcanzar conclusiones definitivas. En esta apertura se intenta iluminar lo no dicho aún, lo no dicho suficientemente, o lo dicho de un solo modo y que reclama lenguajes o recorridos alternativos. Del logro de alguno de estos resultados depende el valor del pensamiento, que de todas formas será evaluado, en cada caso, por el lector sobre la base de su horizonte de comprensión.

El tema que nos ocupa es la relación de los hombres con los otros en una sociedad que, a través de la expansión de las tecnologías de la información, va constituyendo una red global de conexiones ilimitadas, de la cual parece ya difícil apartarse. El problema, en nuestra perspectiva, es onto-ético: se concentra en las posibilidades y condiciones del despliegue de la vocación humana de quienes integran redes, y en sus responsabilidades frente a los otros. Esto nos lleva a preguntarnos, a la vez, si la Sociedad Red es la expresión histórica de un ser-así interdependientes de los hombres y si sus dinámicas comunicacionales reales favorecen la construcción de lo interhumano.

Para una tematización tal resulta oportuno el abordaje interdisciplinario. Si pensar es poner en marcha un proceso hermenéutico dialógico de pregunta-respuesta, el pensar interdisciplinario asume como interlocutor válido el conocimiento brindado por otras disciplinas. En nuestro caso, las ciencias de la comunicación. La ventaja de este tipo de abordaje consiste en permitir un mayor acercamiento a una realidad compleja, que está compuesta por múltiples dimensiones. Allí, la filosofía amplía su horizonte sin renunciar a su identidad, puesto que la intersección entre las disciplinas está dada por el tema, conservando cada una de ellas su interés, su aparato categorial y sus autores de referencia. El “hacer filosofía” de modo interdisciplinario supone una reflexión que incorpora dimensiones de lo real desocultadas por otros campos del saber, tanto al momento de la formulación de sus preguntas como del ensayo de las respectivas respuestas.

La aproximación al tema que llevamos a cabo aquí retoma las propuestas de la filosofía de la alteridad y apela a contribuciones teóricas sobre las relaciones sociales basadas en intercambios comunicativos. Con ello, pondremos a prueba la actualidad de esta tradición filosófica para comprender la situación de los hombres en la Sociedad Red, y mostraremos sus aciertos y sus límites.

Las grandes tesis de la filosofía de la alteridad

Surgida a partir de principios del siglo XX, la filosofía de la alteridad aportó tesis que, con el correr del tiempo, conformaron una suerte de trasfondo común para los desarrollos filosóficos de autores contemporáneos de diferentes corrientes. La principal conquista teórica consiste en el reconocimiento del otro hombre como fin en sí mismo, al cual no se debería ignorar y con el cual me reúne un destino conjunto. Probablemente los dos aportes más significativos de la filosofía contemporánea sean la historicidad del ser y la centralidad de la relación. El primero lo debemos a Heidegger, el segundo a la vertiente judía de la filosofía de la alteridad, con Rosenzweig, Buber y Lévinas.

Como muestran los estudios de Enrique Dussel acerca de la tradición semita, el proceso de humanización en el que están cimentados los hombres requiere la edificación de lo interhumano, que supone un descentramiento del yo en un movimiento hacia el otro en cuanto otro ( Dussel, 1969, pp. 47-49 ). Sin embargo, esta tradición no fue la única en ocuparse de la alteridad. El existencialismo de Jaspers, Marcel y Berdiaev, y la hermenéutica de Pareyson, Gadamer y Ricoeur, contribuyeron a fortalecer el interés por descifrar los modos de la co-existencia, a través de reflexiones sobre las condiciones para devenir sí mismo, la interpretación de la verdad y la estructura de la propia identidad.

A pesar de esta variedad de fuentes, es posible mencionar algunas tesis distintivas de lo que, en términos siempre genéricos, consideramos filosofía de la alteridad. En primer lugar, como afirma Berdiaev, que el otro no aparece simplemente en calidad de no-yo con el cual me confronto, sino más bien como alguien a quien tengo enfrente y que se dirige a mí ( Berdiaev, 1948: III-I ). En este sentido, el otro no se reduce a instancia de manifestación de la conciencia del yo, a objeto de conocimiento por medio del cual quedaría habilitada la autopercepción. El otro, en términos levinasianos, es absolutamente otro, exterior, por lo que, en un plano ético-normativo, resulta inobjetivable. En efecto, para Lévinas “la alteridad del otro está en él y no en relación a mí, se revela” (1997, p. 140).

Por otra parte, la relación con el otro deja de ser accidental, como lo es en cambio en el sistema aristotélico, y es asumida como constitutiva. Buber sostiene que el hombre “no es en su aislamiento, sino en la integridad de la relación entre un hombre y otro; antropológicamente existentes ambos” (1997, p. 85). Allí se articula la tesis sobre la insustituibilidad de los hombres. Soy aquello en lo que me convierto a través de las relaciones con los otros que, en tanto absolutamente otros, son singulares: “estos otros”. Jaspers afirma que “sólo con el otro puedo ser yo mismo” (1958, p. 460). Más aún, dado que se llega a ser sí mismo en la comunicación, “no soy ni tampoco el otro es una sustancia fija y sólida que preceda a la comunicación” (p. 472). En el diálogo con los otros, como sostiene Gadamer, comprendo mi ser histórico. O, en palabras de Marcel, es necesario exorcizar el espíritu egocéntrico, quebrar el solipsismo, puesto que “sólo a partir de otro o de los otros podemos comprendernos” (1953, p. 207).

La irreductibilidad del otro a objeto fundamenta el rechazo a cualquier forma de masificación, en la que el hombre se vuelve impersonal. Según Buber, en la vida dialógica el hombre se conecta con personas con rostro, nombre y biografía (1997, p. 60). Mientras la idea de objetivación supone el dominio, la posesión y la legitimidad de uso, el horizonte del reconocimiento, propio de la filosofía de la alteridad, postula la aceptación, la validación y la promoción del ser del otro.

El otro posee un rostro; es una totalidad y, por ello, un fin en sí mismo. Su rostro se manifiesta a través de una interpelación, que despierta la libertad del yo exigiendo una respuesta, entendida como responsabilidad por la situación del otro. En palabras de Lévinas: “La moral comienza cuando la libertad, en lugar de justificarse por sí misma, se siente arbitraria y violenta” (1997, p. 107). En su epifanía, el rostro desnuda su indigencia y me entrega el mandamiento “no matarás” (p. 272). Allí, el otro está próximo, ya no es un extraño, aun siendo exterior a mí. En efecto, la relación es cercanía que requiere, por lo menos, dos términos que conserven sus diferencias, sin fusionarse. La proximidad no es estrictamente sentimental sino real, presencia viva del otro.

Otra tesis clave para esta filosofía es la originariedad de la alteridad y el llamado a su ejercicio. Para Buber “al principio está la relación” (1998, p. 23) y cada hombre posee una suerte de voluntad a priori de diálogo, que denomina “Tú innato” (p. 30). El encuentro con el otro, al que el yo está ya sustancialmente proyectado, requiere un ejercicio de alteridad, el cual se lleva a cabo en la “presentificación personal” ( Buber, 1997, pp. 80-81 ), con la que se encarna la vida dialógica. La primera exigencia de esta vida consiste en que yo “legitime frente a mí al otro como un hombre con el que estoy dispuesto a vincularme; entonces puedo confiar en él y creer que él también actúa como compañero” (1997, p. 80).

El “ser-con-otros” es ya un “estar-dirigidos-hacia-otros” supeditado a la libertad. El encuentro con el otro se concreta gracias a la actitud de respeto, por lo que no es un acontecimiento único, ni un hábito estable, sino que se apoya en la renovación de la decisión de escuchar y responder la interpelación del otro. Hay entonces dos niveles de comunicación: uno superficial, empírico, instrumental, y otro auténtico, verdadero, existencial. Sólo la comunicación auténtica, en la que los interlocutores se reconocen como totalidades y se miran con sinceridad, permite superar la soledad. Allí se experimenta la trascendencia. La superficial, en cambio, ofrece la ilusión de descentramiento, pero repliega al yo sin saciar su deseo ( Lévinas, 1997, p. 85 ) o ansia ( Buber, 1997, p. 66 ) de diálogo.

En la auténtica comunicación el otro me aparece como algo inmediato, sin intermediarios ( Lévinas, 1997, p. 227 ). Ambos estamos presentes cara-a-cara, con cierta exclusividad ( Buber, 1998, p. 15 ). Se trata, de hecho, de una relación binaria, entre el yo y el tú, en la que el otro, a raíz de mi ejercicio de alteridad (reconocimiento de su ser), ya no es uno más entre tantos otros, sino alguien que acapara mi atención y que, en ese momento, se convierte en insustituible para mí.

Para culminar con este breve recorrido por las tesis características de la filosofía de la alteridad, hay que agregar su insistente exhortación a la humanización de lo social y la condena a formas relacionales que despersonalizan a los hombres. En particular el colectivismo, que concibe al individuo como parte de un todo que lo engloba y que es medida de su valor, y la violencia de la imposición de una subjetividad sobre otra.

Vistos hasta aquí los lineamientos distintivos de la filosofía de la alteridad, pasamos ahora al segundo elemento que compone el tema de nuestra reflexión: la Sociedad Red.

La metáfora de la red y las nuevas configuraciones sociales

En tanto recursos lingüísticos, las metáforas permiten al pensamiento establecer analogías con las que se iluminan nuevas dimensiones de lo real. La red, concretamente, ofrece la idea de una unidad conformada por varios elementos, un tejido complejo, de solidez inespecífica, aunque identificable en el cumplimiento de cierta función, posibilitada por la forma de articulación de sus elementos. Esta es la metáfora elegida por el sociólogo Manuel Castells, con la que describe la situación de una sociedad que se configura a partir de un flujo de interacciones en las que sus miembros amplían sus conexiones.

Es una discusión todavía necesaria si se trata de un nuevo orden social, cualitativamente diferente, o si asistimos a una variación meramente cuantitativa, es decir, si la sociedad en red implica dinámicas relacionales basadas en nuevos valores y en una nueva cultura, o si el cambio consiste en la escala de la sociedad y en la velocidad de sus conexiones, la cual independientemente de su tamaño y de las tecnologías a disposición siempre se sostuvo por interacciones ordenadas bajo cierta racionalidad. Castells sostiene que, si bien desde sus orígenes la sociedad operó en red, la novedad consiste en la introducción de las tecnologías de la información, las cuales redistribuyen las relaciones de poder, permiten una mayor participación en los asuntos comunes y potencian las interacciones entre pares.

Apelando a la teoría de redes, desarrollada en el campo de la ingeniería, Castells define la red social como un conjunto de nodos interconectados, lo que implica que la red es la unidad, no el nodo, y ésta no posee centro sino múltiples componentes (2009, p. 45). Los nodos pueden ser tanto individuos como instituciones y existen y funcionan como componentes de la red. Su importancia es relativa y no proviene de sus características especiales, sino de la capacidad para contribuir a la eficacia de la red para lograr sus objetivos. Las redes, en su funcionamiento, procesan flujos. Los flujos son corrientes de información entre nodos que circulan por los canales que conectan a los nodos ( Castells, 2009, p. 45 ).

Al referirse a las propiedades de las organizaciones sociales en red, Castells señala que son: a) flexibles (pueden reconfigurarse rodeando los puntos de bloqueo en la conexión de los nodos encontrando conexiones alternativas); b) adaptables (expanden o reducen su tamaño en una lógica binaria de inclusión-exclusión) y c) poseen capacidad de supervivencia (resisten ataques externos contra sus nodos y códigos, ya que éstos están contenidos en múltiples nodos) (2006, p. 30). En ellas, los intercambios informacionales son multidireccionales y horizontales, lo que permite que, dentro de la red, cualquier nodo pueda conectarse con otro.

El énfasis del paradigma de la red en los flujos habilita paralelismos con la ontología intersubjetiva de la filosofía de la alteridad. El nodo, el hombre en la red, no es una unidad aislada, una sustancia, y emprende acciones que necesariamente involucran a otros. Los flujos pueden pensarse como un entre, que acontece en el plano de lo social como intercambio de información con el que se coordinan acciones. Aquí aparece, para el interés filosófico, cierta ambigüedad en Castells. Por un lado, la red supone una idea de totalidad, aunque dinámica, que engloba y concede valor a sus nodos, los cuales serían parte de ella, y, por el otro, el nodo es cierta totalidad en la medida en que posee el código (la racionalidad de la configuración) de la red, lo cual lo convierte en reemplazable e irremplazable a la vez. También es relevante la tesis acerca de la descentralización, de la que se desprende que los flujos informacionales se llevan a cabo en múltiples direcciones y que la cantidad e identidad de los hombres conectados no es algo que esté preestablecido ni sea fijo, sino que varía según el flujo singular.

Las configuraciones sociales en red, con sus formas de comunicación en el actual entorno tecnológico digital, suscitan una serie de problemas filosóficos, sobre los cuales es posible construir toda una agenda de investigación. Estos pueden agruparse en cuatro grandes cuestiones: a) la libertad, b) la responsabilidad, c) la verdad y d) la identidad. ¿Cuál es el grado de libertad de los miembros de una red social para pertenecer a ella y dejar de hacerlo? ¿Son instituciones coercitivas o promueven la autonomía, la participación y la innovación? Si en la red no hay acciones sino interacciones, ¿quién es el responsable de lo que ocurre? ¿Soy responsable por mis relaciones o, además, por el entramado de relaciones de toda red? ¿Qué debo hacer y con quiénes? ¿La verdad se revela en el conocimiento de la realidad o en el intercambio comunicativo y en la convivencia con los demás? ¿Es condición de la verdad que sea legitimada comunitariamente? ¿Forjo mi identidad en las interacciones o la realizo a través de ellas? ¿Se fragmenta mi identidad en las múltiples relaciones que sostengo simultáneamente? ¿Soy parte de un todo despersonalizante que me abarca y aliena?

Los interrogantes son amplios. El propósito de este trabajo es introducirnos a ellos sentando las bases filosóficas, desde una perspectiva onto-ética, para ulteriores profundizaciones. Lo que nos preguntamos es, puntualmente, si la metáfora de la red explica las nuevas configuraciones sociales o si, además, revela una nueva forma de realización histórica de lo humano y, con ello, si contribuye a comprender la constitución ontológica de la persona y su modo de ser en el mundo, ya siempre vinculada a otros. En definitiva, si los hombres son en red, si la red es la expresión más reciente de lo interhumano y si las relaciones comunicativas que allí se concretan los plenifican en tanto personas.

La alteridad en la Sociedad Red

La filosofía de la alteridad tradicional acierta con distintos postulados a clarificar la situación de los hombres de nuestro tiempo, cuyo despliegue histórico está necesariamente ligado a múltiples otros conectados en red. En primer lugar, el hecho de que la existencia es siempre, en lo fáctico, co-existencia. Por otro lado, que el centro de las relaciones no es el yo y que el solipsismo debe, en un sentido fuertemente ético, ceder terreno al encuentro intersubjetivo, en el cual el yo y el tú se modifican recíprocamente y crean un ámbito nuevo, el nosotros , en el que somos juntos, estando próximos uno al otro, y en el que ninguno reduce su totalidad a parte. Y, también, al formular que lo propiamente humano acontece entre los hombres, en la intersección, dicho con las categorías de Jaspers, de existencias posibles y no meramente empíricas, y al asumir una antropología proyectual según la cual los hombres, como sostiene Pareyson, existen en tanto iniciativas orientadas hacia su propio sí mismo. Sin embargo, algunas de las afirmaciones principales de esta filosofía no parecen adecuados para una reflexión onto-ética sobre el problema de la red. A nuestro modo de ver, estas son: a) la exclusividad y b) la bidireccionalidad de la relación, y c) la inmediatez de la presencia del otro.

Para Buber el diálogo tiene carácter exclusivo, esto es, involucra únicamente al yo y al tú, hasta el punto de resultar insignificante que mi tú sea un ello, un objeto, para otros (1998, p. 19). La exclusividad es una condición del acercamiento, que se cumple extrayendo al tú de la indiferencia del conjunto masificado de individuos en el que se hallaba inicialmente. Buber lo afirma a través de la referencia a un empresario, negando la idea de que, por tener que dirigir a un gran número de trabajadores, colocado en un nivel jerárquico, esté destinado a vivir monológicamente con ellos. Él también puede habitar el reino del diálogo si decide reconocer a sus empleados como personas con rostro, en lugar de números con máscara humana, en aquellas ocasiones en las que tiene contacto directo con ellos. Darle exclusividad al otro es estar atento a él en un silencio que posibilita la escucha de su palabra.

En la Sociedad Red, en cambio, el tercero, el otro aún lejano que no es mi tú, está incluido en la relación. La interconexión de los hombres hace que las acciones y los discursos del yo, dirigidos al tú, afecten también a quienes están fuera de la relación binaria, aun cuando resulte imposible prever o determinar con exactitud de qué manera y en qué plazos lo hace. En efecto, en la red se experimenta una doble trascendencia: del yo hacia el tú, y del nosotros al todos . Mi tú está, él también, vinculado con otros, y ellos, a su vez, con otros, y aquellos con otros, y aquellos otros con otros, en una combinación ilimitada de relaciones. Si el yo no es en sí mismo y debe vencer el solipsismo, tampoco somos verdaderamente si conformamos un nosotros hermético. Pertenecemos, simultáneamente, a múltiples relaciones que, además, son multiplicables. Cada relación trasciende la exclusividad: está ya abierta a nuevas relaciones. Declarar la exclusividad de la relación es un modo de desentenderse de la humanidad.

La exclusividad encierra a la relación en una dinámica bidireccional, del yo al tú y del tú al yo. La Sociedad Red se caracteriza, en cambio, por la multidireccionalidad de los flujos comunicacionales. Cualquier nodo puede conectarse con otro, y ese con cualquier otro. Esto quiere decir que mi tercero, al cual puedo eventualmente reconocer como tú, no es necesariamente el mismo tercero que para mi tú. Es oportuno referirse, aquí, a tres modelos que suelen presentar las teorías de la comunicación más recientes ( Scolari, 2008 ). Por un lado, la comunicación “de uno a uno”, que se concreta en el plano interpersonal, es bidireccional y se desarrolla en un contexto de intimidad. En segundo lugar, “de uno a muchos”. Se trata del modelo en el que opera la comunicación de los medios masivos y es, primordialmente, unidireccional. Por último, el modelo de comunicación en red, que se distingue de los anteriores por ser “de muchos a muchos”. Allí los flujos son multidireccionales: muchos se comportan a la vez como emisores y destinatarios de los variados discursos que circulan por la red. A diferencia de la comunicación bidireccional, cuya unidad mínima es de dos interlocutores, por ser la red una unidad en la que se realizan múltiples comunicaciones bidireccionales, ésta requiere, por lo menos, tres miembros.

Tanto para Buber como para Lévinas en el encuentro el otro se hace presente sin mediaciones. Buber afirma que “toda mediación es un obstáculo” (1998, p. 18) para el diálogo. La relación cara-a-cara coloca a los hombres próximos, sin máscaras ni apariencias. Pero puedo presentificar al otro, confirmarlo en tanto persona, si está colocado dentro del margen del alcance de mi mirada . Por alcance de la mirada entendemos, aquí, el horizonte histórico de relaciones comunicativas singulares posibles, limitado por los círculos o ámbitos de actuación social de la persona. En la Sociedad Red, en cambio, todos están próximos y reclaman reconocimiento. La interconexión de los nodos acerca inclusive a aquellos que están ausentes en la relación binaria. Las tecnologías de la información ponen en evidencia esta forma de proximidad: mi discurso, dirigido inicialmente a una persona, puede vincularme, inesperadamente, a muchas otras, a través de los procesos de viralización, tal como se los llama en las ciencias de la comunicación para referirse a la multiplicación no planificada de la difusión de información en Internet. Con los otros alejados, la relación es posible por acción de los intermediarios, los nodos que están al alcance de mi mirada. En la red desaparecen los márgenes. Allí se asoma, frente a mí, aquel que probablemente nunca me será inmediato, del cual nunca recibiré su singular interpelación.

La metáfora del hipertexto

Ricoeur recurre a la metáfora del texto para expresar la especificidad de la vida propiamente humana. Un texto, en su propuesta filosófica, es un producto cultural en el que me comprendo, posee autonomía de sentido y proyecta un mundo delante de sí que puede ser habitado por el lector. Para Ricoeur, o la vida es narrada o se reduce a fenómeno meramente biológico. Con ello quiere subrayar el carácter dinámico de la identidad, que se va definiendo, innovativa y progresivamente, a partir de lo que decida hacer cada persona al narrar la historia de su propia vida ( Ricoeur, 1994, pp. 184-185 ). A través de la narración la persona se convierte en el sujeto de la acción y, entonces, de la imputación moral.

Desde la perspectiva de análisis de la red, la vida se asemeja más bien a un hipertexto que a un texto. El término “hipertexto” fue acuñado por Ted Nelson en los años sesenta para representar estructuras textuales que no requieren el orden secuencial de sus componentes para configurar significados. El hipertexto se caracteriza, precisamente, por su falta de linealidad y jerarquía. Como la red, tampoco posee centro y está compuesto por unidades de significación autónomas que, ligadas entre sí, son combinables de múltiples maneras ( Scolari, 2008, pp. 214-218 ). Por ello, puede tanto ser escrito como leído de diversos modos, por lo que resulta probablemente más caótico que el texto, pero no con menor significado que éste.

Si la vida se asume como hipertexto, la vida propiamente humana se sostiene en el ejercicio de la hiperalteridad . Las relaciones que me unen a los otros, y las de estos a otros, son combinaciones variables que, aun así, se realizan en el marco de una red en la que es posible experimentar la trascendencia. La hiperalteridad, como la denominamos aquí, reemplaza la exclusividad de la alteridad por la inclusividad. El otro, colocado más allá de lo inmediato, es un tercero siempre incluido. Por más que la relación con el otro se concrete, a nivel comunicativo, con un otro singular al alcance de mi mirada, el tercero está también allí, lo afecto y él me afecta a mí. Hiperalteridad significa que yo, en la medida en que soy, estoy ya en relación con todos los otros hombres.

Conviene distinguir entonces dos tipos de relación, que denominaremos aquí A y B. Por relación A entendemos el vínculo binario, yo-tú, que, como mencionamos anteriormente, es exclusivo. Por relación B entendemos el vínculo que nos aproxima a todos aquellos que permanecen fuera del alcance de mi mirada. Ahora bien, ¿cuál es el carácter entitativo de la relación B? Respecto de la A pueden afirmarse sus múltiples concreciones. La B, en cambio, podría ser simplemente un marco de amplificación de las posibilidades de la relación A y, por ello, resultar secundaria o circunstancial, es decir, no constitutiva. Si fuera así, modificaría mínimamente la existencia del yo y obligaría livianamente a responder por los otros. Sin embargo, a nuestro modo de ver, la relación A y la B se superponen; ambas son reales. Esto es: la A se realiza a condición de la existencia de un tú inserto, originariamente, en el conjunto de todos los hombres. Dicho de otro modo: la relación B deja abierta la posibilidad en la medida en que convoca a la concreción de las relaciones A.

Si se nos permite un juego lingüístico, mientras en el plano de la alteridad es la atención dedicada al otro lo que lo transforma en un tú, pues allí recibimos su palabra, en el plano de la hiperalteridad es la intención de contribuir a la difusión de la relación la que nos aproxima a los retirados de nuestra mirada. Esta intención se lleva a cabo como movimiento de potenciación de las relaciones humanas de mi propio tú, de modo que él, por su lado, se vincule con otros confirmándolos en su ser. La difusión de la relación A no avanza como lo hace la propagación de un contenido comunicable acompañado del propósito de conquista de las masas, sino como un compartir, a modo testimonial, la experiencia de haber contribuido a que el otro haya iniciado el proceso de superación de su soledad existencial.

La hiperalteridad supone, pues, el estar ya vinculado a todos (relación B) y el ser interpelados a la difusión de los vínculos en los que se reconoce al otro como tú (relaciones A). Desde esta perspectiva, las relaciones A son singulares, pero ya no exclusivas, sino abiertas a nuevas relaciones, cuyas combinaciones son variables (quedan involucrados distintos sujetos en unas y otras). El fundamento de la responsabilidad por la difusión de la relación A se halla, precisamente, en la relación B. Más aun, el sentido de la relación A, su plenitud, es la apropiación de la relación B. Esta tesis es atinada si es verdad que, a diferencia de lo que plantea la filosofía de la alteridad, la relación yo-tú no basta para saciar la voluntad a priori de comunicación de los hombres. En el plano de la hiperalteridad, la trascendencia del yo en el tú permite devenir sí mismo solamente si se convierte en el paso hacia una segunda trascendencia, del nosotros al todos , que conduce hacia nuevas relaciones.

El ejercicio de la hiperalteridad

Así como la alteridad originaria convoca a su ejercicio, que se cumple en la presentificación personal del otro, la hiperalteridad constitutiva del yo coloca a la libertad frente a la alternativa de construir o evitar lo interhumano, esto es, frente a la apropiación de la relación B a partir de la concreción de la relación A o al sostenimiento de relaciones A herméticas. El ejercicio de la hiperalteridad supone el involucramiento en la comunicación desde la perspectiva del todos . El yo y el tú, que conforman un nosotros, puede resultar todavía excluyente de los otros. El descentramiento del yo a partir del encuentro con el tú se completa con el descentramiento del nosotros a través del reconocimiento de todos . En un esquema bidireccional, los resultados de la comunicación, positivos o negativos, afectan a los participantes directos. En un esquema multidireccional, el intercambio entre el yo y el tú afecta en diferentes grados y momentos a todos, inclusive a los desconocidos, los alejados, los extraños, los invisibles, aquellos de los que seguramente nunca tendré noticia, ignoraré sus nombres y su biografía. Esto ocurre porque la comunicación es un proceso controlable en aquellos actos de habla que se llevan a cabo en las instancias de producción y distribución de mensajes, pero los modos de afectar a quien los recibe (actos perlocucionarios) son, en cambio, incontrolables.

La inclusión de todos actuada en el ejercicio de la hiperalteridad no presupone un concepto fuerte de universalidad, que cancele las singularidades y legitime la sustituibilidad de unos por otros. Por el contrario, el reconocimiento de todos por medio de la relación comunicativa con “este otro” singular es la más concreta aceptación del valor absoluto de cada uno de los hombres y de sus diferencias. En efecto, la perspectiva de todos a la que nos referimos no se reduce a la inclusión de un tercero singular, sino de todos, la mayoría de los cuales, a pesar de su singularidad en sí, permanecerán siempre para mí desconocidos, invisibles. El problema que se plantea aquí es de qué manera se hacen presentes los otros si están fuera del alcance de mi mirada.

En algunos párrafos de Totalidad e infinito Lévinas señala que en el rostro, si bien me es inmediato, está presente el tercero y, con él, toda la humanidad. Para Lévinas “todo lo que sucede ‘entre nosotros’ concierne a todo el mundo” (1997, p. 226); “el lenguaje, como presencia del otro, no invita a la complicidad con el ser preferido, al ‘yo-tú’ suficiente y que se olvida del universo” (p. 226); “el tercero me mira en los ojos del otro” (p. 226); “la epifanía del rostro como rostro, introduce la humanidad” (p. 226). Pero, ¿cómo acontece esta presencia? Probablemente lo que Lévinas esté dando a entender es que la humanidad se revela en el otro como anticipación de todas las potenciales relaciones inmediatas, y que el tercero aparece en el rostro del otro como igual a todos los otros en su indigencia. El “pobre” y el “extranjero” son, en efecto, categorías de carácter universal que revelan la condición de todo hombre.

Jaspers, por su lado, sostiene que en la comunicación existencial, aquella que se coloca más allá del plano empírico-objetivo, el otro es solamente “este otro”, singular. Allí, el otro no es representante de ningún otro (1958, p. 459). Esta, tal como la denomina Jaspers, “angostura histórica de la comunicación”, afirma la imposibilidad de vincularse con todos:

La entrada en una comunicación real tiene como consecuencia la exclusión de otras posibilidades. Yo no puedo llegar a todos los hombres. Pero ya destruyo la comunicación si la intento con los más posibles. Si yo quiero corresponder a todos, es decir, a todo el que me encuentre, entonces lleno mi existencia empírica de superficialidades y me niego, a causa de una imaginaria posibilidad universal, la que, en su limitación, es en cada caso única posibilidad histórica ( Jaspers, 1958, p. 461 ).

El individuo, cuya posibilidad no basta para todas las muchas relaciones posibles, no puede entrar en comunicación existencial con todos los hombres que encuentra ( Jaspers, 1958, p. 498 ).

Con esto, Jaspers plantea el problema de la escala de la humanidad. El yo es una posibilidad de existencia limitada, incapaz de prestar atención a todos los hombres para comunicarse viva y profundamente con ellos.

Por nuestro lado, con el concepto de hiperalteridad intentamos descifrar que, en su ejercicio, la presencia de todos los otros es viva, real, no simplemente como idea de humanidad que contiene una ejemplaridad universalizable, y que, en la inmediatez de la relación singular, todos (los desconocidos, los alejados, los invisibles) están allí. Sobre aquellos que, por su lejanía, no llegan a irrumpir en mi existencia con un mandato claro, directo y singular, tengo la responsabilidad de proyectar un rostro. Se trata de un rostro sin nombre ni biografía, puesto que jamás llegaré a conocerlo y, menos aún, a comprenderlo, pero suficientemente valioso como para descartarlo. Por la interconexión global, mi acción y mi discurso dirigidos al tú, así como también la de nuestro grupo, dirigidos a otros, repercuten de manera diacrónica y con diferentes intensidades en todos. Descartar a los invisibles al alcance de mi mirada, aunque lo hagamos juntos, nosotros , es también una forma de solipsismo despersonalizante. En la hiperalteridad de la red, la levinasiana exigencia del no me matarás del rostro del otro inmediato, que detiene la voluntad de dominio del yo, se convierte en un escúchame , que impulsa al yo a hacer partícipe al otro, a compartir con él su vida, a colaborar en la búsqueda de objetivos comunes.

Así se justifica, como propone acertadamente Apel, el remplazo del concepto de responsabilidad por el de co-responsabilidad: la acción individual contribuye a forjar el destino del conjunto de los hombres (2007, p. 100). Incluir a todos es asumir, en el mismo desarrollo de las relaciones A, la co-responsabilidad global por todos los otros. La responsabilidad por los otros singulares, a mi alcance, y por los invisibles, compartida por mí y por todos los miembros de la red, quedan superpuestas. Esto es: la obligación de contribuir al devenir sí mismo del tú es, a la vez, obligación de contribuir al devenir sí mismo de aquellos que quedan fuera de la relación binaria. Esta co-responsabilidad es, en la línea de Hans Jonas, una respuesta que remite hacia delante en lugar de hacerlo hacia atrás, pero que no se dispersa en la situación de las futuras generaciones, sino que se concentra en las carencias humanas del tiempo histórico en el que está inserto.

Otra cuestión a abordar consiste en si el ejercicio de la hiperalteridad requiere reciprocidad. Como se sabe, las filosofía de Buber y Lévinas divergen en este punto. Mientras que para Buber la vida dialógica supone la simetría relacional, en la que el tú es un compañero, para Lévinas el rostro del otro me manda como un señor y me enseña como un maestro. A nuestro modo de ver, la relación propiamente humana no se apoya en una reciprocidad bidireccional, esto es, que yo sea a la vez un tú para el otro con el que me encuentro. Si, como sostuvimos, el sentido de la relación A reside en la apropiación de la relación B, el requisito de la humanización es una reciprocidad multidireccional o difusiva, en la que mi tú es capaz de decirle libremente tú a un tercero, incluso sin que me lo diga a mí, multiplicando de ese modo las relaciones binarias ya abiertas a nuevas relaciones.

Comunidad ideal ilimitada de relaciones

Desde la perspectiva filosófica que venimos desarrollando, la Sociedad Red puede definirse como una comunidad ideal ilimitada de relaciones. En tanto ideal, se anticipa contrafácticamente como desafío y responsabilidad por humanizar la sociedad. En este sentido Adriano Fabris plantea el principio de difusión de la relación, que se erige como criterio formal universal de la ética (2010, pp. 86-87). Para Fabris, en la constatación fáctica del estar relacionados con otros se descubre la obligación por instaurar relaciones “buenas”, que son aquellas en las que se acepta las diferencias de lo humano. Lo ético, de acuerdo con su propuesta, se define por la consonancia con el mandamiento de la relación, “sé testigo de la relación” ( Fabris, 2010, p. 92 ), que se cumple involucrándose siempre en nuevas relaciones “buenas”. A nuestro modo de ver, el principio de difusión de la relación es válido, ya no como fundamento de la ética, sino como derivado de la estructura existencial de la persona que, según una antropología proyectual, es lo que debe ser y debe ser lo que es, y cuya carencia originaria se resuelve en el encuentro con el otro. En la perspectiva del todos inclusivo, la legitimidad ética está dada por relaciones “justas” en términos de oportunidades para la apropiación de sí mismo de cada persona. La pregunta clave para la interpretación de la materialidad de la ética es si la satisfacción de mis aspiraciones o las interacciones dentro de la relación binaria avasallan o consolidan las diferentes posibilidades de realización humana de los otros. El involucramiento ilimitado con los otros se sostiene, precisamente, por la responsabilidad de potenciar su humanidad relacional.

Ahora bien, ¿cómo se entiende aquí lo ilimitado? La escala de la sociedad sigue siendo un problema. El todos presente en el ejercicio de la hiperalteridad incluye, en nuestra actualidad fáctica, a una cantidad inimaginable de personas, sólo representables a través de un número, siete mil millones, de nombres, rostros y biografías. ¿El ideal consiste en incluir a todos o es aceptable una restricción? ¿Mi responsabilidad es, también, ilimitada? ¿Debo cuidar literal y radicalmente de todos? En nuestra reflexión, el término “ilimitado” se asume como inclusividad en red, es decir, como exigencia de actuar siempre nuevas relaciones con otros y que a partir de éstas se instauren otras relaciones justas, evitando cualquier instancia de contención.

Se trata de una doble responsabilidad. Por un lado, del yo por el involucramiento con los otros al alcance de mi mirada, sobre los cuales puedo tener injerencia directa. Pero, al mismo tiempo, es responsabilidad por lo que permanece fuera del control del yo, los males globales del mundo. El hombre es incapaz de solucionar estos males por sí solo a través de un único acto de decisión, pero puede contribuir a la continuidad e intensificación del proceso de humanización de los hombres que viven en una sociedad configurada en red. Responsabilidad es hacerse cargo de toda la humanidad en las relaciones singulares.

En este planteo queda al descubierto cierta complementariedad entre una filosofía centrada en el otro y la ética del discurso de inspiración kantiana. Desde una perspectiva pragmático-trascendental, Apel sostiene que el valor ético de las acciones consiste en la contribución a la generación de una “comunidad ideal ilimitada de comunicación”, en la que todos los participantes puedan expresar sus argumentos y en la que la agenda de discusión acerca de las normas que rigen en la sociedad esté siempre abierta a nuevos temas, a nuevos interlocutores y argumentos.

Coincidimos con Apel en la tesis sobre la responsabilidad por generar las condiciones políticas y culturales en las que haya oportunidades ilimitadas de participación, y por exhortar al involucramiento de los hombres en la comunicación. Nos separa de su filosofía el fundamento de esta obligación. A nuestro modo de ver, el fundamento de la ética es ontológico, no meramente discursivo. La inclusión en la comunidad de la comunicación lingüístico-argumentativa deriva del deseo originario de entrar en relación. En la comunidad de relaciones, por otro lado, la comunicación no está ordenada a un fin estratégico, a la coordinación de las acciones de los hombres para la solución de alguna deuda social, sino que apunta a la convivencia del estar-juntos, confirmándose y comprendiéndose recíprocamente, independientemente del contenido objetivo de los discursos que nos conectan. Sin embargo, puesto que los hombres están abiertos onto-dialógicamente (al ser a través de la comunicación con los otros), el principio de justicia respecto de las oportunidades para la realización de sí mismo se cumple, especialmente, en la inclusión en la comunidad de la comunicación lingüística.

En efecto, la hiperalteridad presupone un imperativo ético de la conversación, que podría ser formulado de la siguiente manera: “interviene en las conversaciones de modo tal que promuevas la continuidad (idealmente ilimitada) del intercambio y contribuyas a la legitimación formal de todos los participantes”. De ese modo quedaría garantizada la voluntad esencial, y el derecho humano, a la libertad de expresión. El ejercicio de la hiperalteridad acerca al hombre a la pluralidad de lo humano, a sus diferentes expresiones culturales, reconociéndolas como modos de presentación de un universal singularizado. En efecto, cumplir con el imperativo ético de la conversación presupone la validación formal de la diversidad humana y la tolerancia frente a sus concreciones materiales.

Pensar la humanidad en clave de red como comunidad ilimitada de relaciones reabre la discusión entre lo uno y lo múltiple, que desvelaba a los filósofos de la antigüedad, y entre el individualismo y el colectivismo de principios del siglo XX. En tanto social, la red puede significar un todo que desintegra a las partes, una mera yuxtaposición de partes, estar-unos-contiguos-a-otros, o una unidad compleja que integra a sus componentes involucrándolos recíprocamente, ser-unos-hacia-otros. En efecto, la pregunta por qué es lo que convierte a la red en una comunidad lleva a la distinción entre la relación y la mera conexión. Las conexiones se sostienen en intercambios pragmático-lingüísticos encaminados hacia un objetivo. Son, por ello, estratégicos, instrumentales, técnicos.

Las relaciones, en el trasfondo humanista de nuestra propuesta filosófica, se sostienen en intercambios en el plano existencial de la comunicación, en los que prima la aceptación radical del otro en su propio ser y en su propia cultura, y de los que brota la convivencia. La comunidad de relaciones, en palabras de Marc Augé, es un “espacio” convertido en “lugar”, esto es, un ámbito en el que se construye la trama de lo humano, donde los hombres intersectan sus identidades (2008, p. 83). Por este motivo, el término “parte” no parece adecuado para referirse a los hombres (nodos) de la red. La red, onto-éticamente hablando, es una totalidad carente de “partes”, conformada por “miembros”. Esta expresión se entiende en paralelo a la primacía del interés filosófico contemporáneo por el quién, la identidad, en detrimento del qué, la quidditas , del hombre, presente en la filosofía clásica.

En una comunidad, las relaciones de solidaridad desplazan a las de poder. Allí no hay enemigos. La doble trascendencia de la hiperalteridad revela, precisamente, que el reconocimiento del tú inmediato como persona tiene que suscitar un compromiso social, entendido como intervención decidida, con la política y la cultura de su tiempo. El mirarse recíprocamente de la relación binaria plenifica si, allí mismo, se mira a otros, si la miradas dirigidas recíprocamente se refractan y toman una nueva dirección. La interpelación del tú, en la hiperalteridad, es convocatoria a la solidaridad, del yo y el tú juntos, con los desconocidos, los invisibles, los alejados.

Aperturas finales

Del estar-juntos al ejercicio de la alteridad, y de la conectividad al ejercicio de la hiperalteridad, conforman los pasos de la coexistencia a la convivencia. El existencialismo de comienzos del siglo XX reaccionaba contra los movimientos totalitarios que llevaron al horror de las guerras mundiales; la reflexión sobre la hiperalteridad que hemos abordado reacciona contra las identidades cerradas del siglo XXI, esto es, tanto contra el individualismo como contra el nosotros de grupo excluyente de otros, que da lugar a activismos que amenazan la convivencia y aumentan la intolerancia y el conflicto social, aun en países democráticos cuyo régimen jurídico protege la igualdad de derechos de los ciudadanos. El desafío es, principalmente, cultural: consolidar una comunidad inclusiva de relaciones justas, en la que nadie queda descartado. Solo así la convivencia parece posible. Sólo así la humanidad parece sostenible.

A pesar de que ya no sea el centro, el valor de la persona en la Sociedad Red no es entonces relativo a la función de la red, sino absoluto. La inclusión de todos comprende, también, a aquellos que contribuyen de manera mínima a la instauración de la comunidad de relaciones. El descarte de los débiles, los invisibles, los alejados, es una forma de violencia deshumanizante, tanto para la víctima y como para el victimario.

Resta por afrontar una reflexión específica sobre el mundo de Internet: si las redes sociales digitales son verdaderas comunidades de encuentro entre los hombres, si las nuevas formas de proximidad, la inmediatez y la ubicuidad del contacto favorecen la convivencia. En definitiva, si los flujos que conectan a los nodos (hombres) son comunicacionales o meramente informacionales.

Si bien parece evidente que las tecnologías no provocan, por sí solas, el cambio de una actitud egológica hacia otra dialógica, cabe reconocer que pluralizan la difusión de valores y visiones del mundo, ponen a disposición los bienes de las culturas y acrecientan la participación ciudadana. Tales posibilidades abren a lo interhumano en la medida en que los flujos sean comunicacionales. Dominique Wolton señala que informar no es comunicar: la información existe por sí misma, la comunicación lo hace en la existencia del otro y en el reconocimiento mutuo (2010, p. 47). En efecto, el acto de informar es la transmisión de mensajes construidos lingüísticamente que amplían el horizonte cognitivo de los destinatarios, mientras que el comunicar es un proceso que establece una relación, más o menos fuerte y duradera, en la que se comparten ideas, experiencias y conocimientos. Así entendida, la comunicación supera las mediaciones cognitiva y pragmática que opera el lenguaje: es una mediación ético-comunitaria, entre hombres, que prescinde del acuerdo sobre el mundo. Quizás en este sentido debiera entenderse a Gianni Vattimo cuando postula el adiós a una verdad presentada desde una visión que monopoliza la interpretación (2010, p. 130).

Un optimismo sobredimensionado sobre las tecnologías de la información corre el riesgo de reducir lo interhumano a lo interactivo y las relaciones a las conexiones. La interactividad, como sostiene Wolton, no implica la superación de la soledad humana (2000, pp. 113-114). A su vez, sobrevalora el acceso a la información, ignorando el problema de la sobreinformación, en la que los hombres pierden su horizonte confundiendo lo apropiado para su proyecto personal con lo superficial. En este sentido Daniel Innerarity afirma que, ante la abundancia de datos, es crucial gestionar los procesos de aprendizaje para conocer lo relevante e ignorar lo irrelevante (2011, pp. 18-20). De hecho, en la sociedad postindustrial, en la que el conocimiento sustituye la acumulación de bienes, el saber (técnico-objetivo) se convierte en el nuevo tener que oculta el ser . Pero, podríamos agregar, también es importante administrar la conectividad, ya que estar en contacto con todos puede resultar alienante.

Con la crítica filosófica a la Sociedad Red que elaboramos en estas páginas, intentamos contribuir en la consolidación de un campo de investigación sobre el cual queda todavía mucho por andar, el de una filosofía de la comunicación como ontología de la relación, del ser-así interdependientes de los hombres, y como ética del cuidado de todos los otros.

Referencias

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Recibido: 15 de Agosto de 2016; Aprobado: 20 de Noviembre de 2016

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Doctor en Disciplinas Filosóficas, Profesor Titular de Ética y Deontología profesional en la Facultad de Ciencias Sociales en la Universidad Católica Argentina - UCA y Coordinador del Programa de Investigación en Medios, Espacio Público y Culturas Digitales (UCA). Profesor de posgrado en la Universidad de Buenos Aires, la Universidad del Salvador y Universidad de La Sabana (Colombia).

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