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Ius Humani. Revista de Derecho

versión On-line ISSN 1390-7794

Ius Humani vol.8  Quito ene./dic. 2019

https://doi.org/10.31207/ih.v8i0.212 

Articles

La tolerancia en el contexto del interculturalismo: la integración de minorías en tiempos de libertades

Tolerance in the context of interculturalism: the integration of minorities in freedom times

* PhD en Derecho por la Universidad Rey Juan Carlos (España). Profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Rey Juan Carlos. Esta investigación está enmarcada dentro del grupo de investigación Inmigración y gestión de la diversidad cultural de la Universidad Rey Juan Carlos. joseantonio.santos@urjc.es


Resumen:

El presente trabajo analiza, desde la perspectiva del interculturalismo, la importancia de la tolerancia como elemento necesario para una mejor integración de las minorías en el contexto de los estados postliberales. La tolerancia se entiende como requisito ineludible para un verdadero desarrollo de una sociedad abierta, puesta en relación con un concepto de libertad que apueste por un entendimiento, desde el plano de la igualdad, entre las diferentes culturas incluidas las minoritarias. La metodología consiste en desarrollar el concepto de tolerancia en relación con las minorías utilizando referencias multidisciplinares. El artículo se divide en cuatro apartados: el primer apartado analiza el contexto de la tolerancia desde la perspectiva del interculturalismo. El segundo, en cambio, explica la auténtica tolerancia como elemento para la integración de las minorías en sociedades abiertas. El tercer apartado intenta dar respuestas en relación al binomio tolerancia-libertad. Por último, en el apartado cuarto se señalan algunas conclusiones.

Palabras clave: Integración; interculturalismo; libertad; minorías; tolerancia

Abstract:

From the perspective of interculturalism, this paper analyzes the importance of the authentic tolerance as a necessary element for a better integration of minorities in the context of postliberal states. Tolerance is understood as an unavoidable requirement for an authentic development of an open society, linked to a concept of freedom that advocates an understanding on an equal footing between different cultures including minority ones. The methodology consists in developing the concept of tolerance in relation to minorities using multidisciplinary references. The article has been divided into four sections: In the first section, it analyzes the context of tolerance from the perspective of interculturalism. The second section explains the authentic tolerance as an element for the integration of minorities in open societies. The third section tries to offer answers to the tolerance-freedom pairing. Finally, the fourth section draws some conclusions.

Keywords: Integration; Interculturalism; Freedom; Minorities; Tolerance

I. La tolerancia ante el interculturalismo y la complejidad social

La alta complejidad de las sociedades actuales obliga a replantearse la relación entre tolerancia e interculturalismo como forma de entender mejor la integración de las minorías. Ahora bien, ello implica una actuación responsable posibilitadora de una convivencia realmente humana, que haga factible la presencia de distintas culturas en verdadera armonía dentro de los distintos estados postliberales. En este contexto, es preciso ser conscientes de que la preservación de la democracia y la protección de los derechos fundamentales de los integrantes de un país tienen un peso específico en la delimitación de la manera de interactuar y comunicarse de las diferentes culturas entre sí. La dificultad para deslindar cuándo se pasa la frontera del enriquecimiento mutuo entre las culturas al sometimiento de una frente a otra u otras hace que el panorama adquiera una mayor complejidad en el ámbito práctico.

El interculturalismo se puede traducir en algo más que una cuestión de respeto y acogida, al estar en juego los derechos fundamentales que actúan de límite a las prácticas intolerantes, a través de la máxima de que “ninguna cultura es más ni menos que otra”, y eso se detecta especialmente a la hora de integrar a las minorías. Por tanto, los integrantes de las culturas minoritarias son potencialmente iguales a las mayoritarias en el punto de partida, lo que sucede es que las acciones que realicen -si ponen en peligro la democracia- les harán diferentes en el punto de llegada. En este contexto, es posible acuñar aquí el concepto de igualitarismo de mínimos consistente en no discriminar a una minoría respecto de otra, teniendo en cuenta su posición desventajosa en el punto de partida. El igualitarismo de mínimos tiene su sentido fruto de una concepción del derecho que debe centrarse más en la protección de los débiles que de los fuertes; es decir, más en las minorías que en las mayorías. Ollero señala entre líneas que los derechos fundamentales nacen para proteger a las minorías al tener las mayorías más facilidad para protegerse por sí solas. El autor señala así la importancia del contenido esencial de los derechos fundamentales, recogido en el artículo 53.1 de la Constitución Española, como defensa frente a «cualquier mayoritaria tentación opresora» hacia las minorías, por entender que siempre son las discriminadas (Ollero, 1998, p. 612).

Es realmente difícil desarrollarse, de forma plena, como individuo en un Estado cuando se pertenece a una minoría no debidamente integrada; en particular, a la hora de progresar en términos sociales y económicos. Tampoco es menos cierto, que los estados verdaderamente tolerantes sólo se pueden dar en sociedades democráticas avanzadas. La democracia no puede ser tolerante con aquellas culturas que desean acabar con las reglas democráticas del Estado de derecho. Es sabido que la tolerancia de la intolerancia es fatal. La intolerancia tiene algo en común con la tolerancia insensata, pero la diferencia radica «en que la intolerancia aduce malas razones para imponer prohibiciones mientras que la tolerancia insensata se apoya en malas razones para aumentar el campo de lo permitido» (Garzón Valdés, 1992, p. 22). En una democracia verdaderamente libre todos los individuos, incluyendo los de opiniones no comprendidas por la mayoría, deben tener los derechos igualmente garantizados, siempre y cuando no entren en la esfera de conductas punibles dentro del ordenamiento jurídico-penal. La complejidad social ha hecho que este presupuesto se haya puesto cada vez en entredicho, por la razón de que cada vez son más los individuos de determinadas culturas que albergan opiniones diferentes a las suscritas por la mayoría.

Ahora bien, es preciso delimitar qué se entiende aquí por tolerancia1. Este concepto hace referencia a una acción humana que se adquiere y desarrolla mediante esfuerzo con el paso del tiempo, por lo que no se trata de una cualidad innata a la persona, es decir, no se es tolerante por naturaleza. Ser tolerante significa permitir algo “malo” con lo que no se está de acuerdo y que se considera “perjudicial”. El tolerante tiene que estar en condiciones de poder prohibir el acto; en caso contrario, hablaríamos de soportar y no de tolerar. Por ello, como dice Garzón Valdés (2004, p. 11), «toleramos sólo aquellos actos o actividades que, en principio, nos disgustan y cuando los permitimos lo hacemos intencionalmente». En general, la tolerancia precisa de reconocimiento, el cual no discurre por el terreno de la asimilación o la simbiosis sino que precisa distancia y diferencia (Hassemer, 2004, p. 38). A la vez que es necesaria la condición de buenas dosis de reciprocidad. Esto es, en la medida en que nosotros somos tolerantes con los demás, los otros tienen que serlo con nosotros. Esta simetría no siempre se produce en la práctica, pero puede ser una especie de ideal a alcanzar.

Las condiciones óptimas para este proceso sólo se dan en una sociedad abierta, en donde se confrontan una pluralidad de opiniones intercambiándose libremente; esto es, en libertad pero siendo conscientes de que la libertad implica límites tales como el respeto al interlocutor, la moderación en el uso del lenguaje y la previsión de las consecuencias que se pueden derivar de las actuaciones. No obstante, debe quedar claro que no se puede excluir del debate el hecho de permitir el pluralismo; en sentido contrario, el «rechazo del pluralismo ha generado intolerancia y normalmente ha ido acompañado de prácticas políticas totalitarias» (Popper, 1994, p. 94). Ahora bien, cuando se rechaza un determinado tipo de pluralismo se acaba ejerciendo por vía legal una suerte de imposición de la que hay que hacer uso cautelosamente por parte de los estados. Es adecuado señalar, sin embargo, que «el pluralismo admite la objetividad de los valores y a la vez su carácter múltiple» (Delgado-Gal, 1995, p. 29). Esta afirmación resulta plausible siempre y cuando sea un pluralismo justificado. Tal y como afirma Delgado-Gal, «la idea de que una sociedad pluralista debe alojar todo tipo de valor es pues errónea. Una sociedad pluralista alojará por lo general valores cuya asunción no entrañe el desprecio o la negación de valores ajenos». Y añade más adelante: «La tolerancia, por descontado, es esencial al pluralismo, y es esencial al ejercicio de la tolerancia al poder ponerse en el lugar de los demás» (ibid., pp. 30 y 32). Para llevarla a cabo hay que colocarse en el lugar de la otra persona, desdoblarse en el otro y respetarle en cualquiera de sus actuaciones y opiniones, siempre y cuando al individuo al que se le tolera respete las reglas del Estado constitucional derecho. Es decir, que no sobrepase las siempre difíciles de delimitar fronteras de lo intolerable. Un claro ejemplo son aquellas acciones intolerables que se insertan en lo que se ha dado en denominar el discurso del odio (hate speech)2.

Una democracia, según Kaufmann, puede soportar todo punto de vista, pero lo único que no puede soportar es lo intolerable. El límite de lo intolerable es al mismo tiempo el límite de la democracia. La auténtica tolerancia sólo puede resultar sobre un suelo de convicciones morales, religiosas, jurídicas y políticas estables (Kaufmann, 1974, p. 107). Ya se afirmó en otra investigación, un argumento que sigue vigente en la actualidad:

«La tolerancia no puede ser indiscriminada; es decir, que tienen que existir límites a ella para evitar instalarse en el relativismo axiológico. La tolerancia no se puede fundar en el relativismo absoluto que va a postular que no hay nada, inequívocamente, bueno o malo. Esto nos situaría en el plano del escepticismo que conduce a que lo ético no tenga fundamento alguno y, por ende, no pueda ser objeto de conocimiento racional» (Santos, 2007, p. 178).

Desde una postura relativista «puede afirmarse todo, o prácticamente todo, y por lo tanto nada. Todo es verdad, o bien nada. La verdad es por lo tanto un concepto carente de significado» (Popper, 1994, p. 245). El relativismo entendido en sentido débil es posible conjugarlo con el interculturalismo para postular que existe un acervo mínimo de valores y preceptos que pueden seguirse por los integrantes de las diferentes culturas con independencia de sus identidades particulares. Por ejemplo, aquellos que tienen que ver con preservar la dignidad humana, no infligir daño a un tercero o causar deliberadamente su muerte, no practicar la tortura o llevar a cabo humillaciones a terceros, practicar el bien común, entre otros. Por lo tanto, no tiene cabida aquí el relativismo axiológico. En este sentido, «una sociedad política debe ser consciente de que los valores que la inspiran no son algo espontáneo, sino el resultado de todo un proceso histórico de evolución y progreso de madurez» (Díaz de Terán, 2015, p. 717).

Tanto el interculturalismo como el multiculturalismo3 se insertan en sociedades complejas donde el individuo debe formar sus opiniones sobre determinadas circunstancias, sin poder persuadir con argumentos realmente fuertes sobre la corrección de esas mismas opiniones. Es un riesgo que hay que correr. Hassemer ya señalaba que no es posible liberar al mundo de todos los riesgos; de modo que tenemos que recorrer el arriesgado camino de la tolerancia y el compromiso. La tolerancia se alza así como una “actitud” propia del ser humano, ya que los tolerantes o intolerantes son siempre las personas y no las sociedades o los estados (Hassemer, 2004, pp. 39, 40, 50 y 51).

En este punto, cabe plantear el problema del riesgo anticipado que acuñara Luhmann (1989, pp. 23-32), porque en este entramado de «sociedades altamente complejas nadie puede actuar con responsabilidad sin correr el peligro de haber estimado falsamente el curso de la acción» (Kaufmann, 1986, p. 113; 1995, p. 388; 1997, pp. 315 y 340). Para reducir la complejidad, Luhmann plantea la confianza, la cual se hace necesaria en un contexto de clara incertidumbre, como expectativa de lo que cabe esperar de cada sujeto. En la actualidad, la tendencia es que la complejidad siga en aumento, al igual que la dificultad para la toma de decisiones; en particular, por el considerable desarrollo de la llamada era digital.

Desde el interculturalismo, no se obliga a las minorías a tener que sacrificar sus identidades particulares, siempre y cuando no se vean claramente vulnerados los principios y valores democráticos asentados y asumidos por la mayoría de la población, la cual bien puede encuadrarse en diferentes culturas. Por tanto, si el ciudadano -como dice Díaz de Terán- se ve obligado «a desprenderse de sus identidades pre-políticas, la propia política se convierte para él en algo poco interesante, como de hecho está sucediendo». Es fácil, desde esta perspectiva, entender los valores como «principios ético-políticos, es decir, no son una doctrina política ya consumada y definitiva, sino un ir haciéndose, que debe articularse como respuesta a cuestiones sociopolíticas concretas» (Díaz de Terán, 2015, p. 716).

II. La auténtica tolerancia y la integración de minorías en sociedades abiertas

La perspectiva antes mostrada favorece que las culturas minoritarias no tengan que sacrificar sus rasgos identitarios particulares, en beneficio de una cultura mayoritaria. Aquello que Walzer dio en llamar -hace más de dos décadas- proyecto posmoderno, sigue teniendo vigencia en la actualidad. En él «las sociedades de inmigrantes (y ahora también en los Estados nacionales con fuertes presiones inmigratorias), las personas han comenzado a experimentar lo que se puede entender como una vida sin fronteras claras y sin identidades propias y seguras». Es cierto que este proyecto posmoderno dificulta

«cualquier tipo de identidad común y de conducta estándar: produce una sociedad en la actual los pronombres del plural “nosotros” y “ellos” (e incluso los mixtos ‘nosotros’ y ‘yo’) no tienen una referencia fija; apunta a la plena perfección de la libertad individual» (Walzer, 1998, pp. 99 y 100).

Es fácil extraer la idea de que la existencia de márgenes difusos para hablar de una identidad común o de conductas tipo dificulta, a su vez, la imposibilidad de poder hablar de un proyecto identitario homogéneo.

Ante este panorama, la auténtica tolerancia engarza bien con el interculturalismo como contexto en el que se desarrolla aquélla; más concretamente, como condición que precisa cualquier democracia para el progreso de la humanidad. Si no hay tolerancia poco se puede decir sobre una adecuada integración de las minorías. La indiferencia supone un obstáculo al desarrollo de la tolerancia como tipo específico de acción humana. Desde el plano de la indiferencia4 se parte de la idea de que no se puede intervenir legítimamente en la vida de los demás. No se llega a comprender que la integración de las minorías conlleva sufrimiento por aquellas mayorías que presentan una posición dominante. El problema es que el indiferente no es capaz de distinguir entre “soportar” y “sufrir”, duda entre las opiniones de unos y de otros, y no contribuye al descubrimiento de algún tipo de verdad por mínima que sea. Es preciso trabajar con la inevitable complejidad de las diferentes culturas en juego. Por el contrario, el indiferente pretende acabar con la complejidad al refugiarse en un “relativismo absoluto”, en base a la cual todas las opiniones le resultan igualmente válidas y por eso indiferentes. Como dice Sartori, la tolerancia no sólo «no es indiferencia», sino que tampoco «presupone indiferencia». Tampoco implica una actitud relativista, porque «quien tolera tiene creencias y principios propios, los considera verdaderos, y, sin embargo, concede que los otros tengan el derecho a cultivar “creencias equivocadas”» (Sartori, 2001, p. 41).

Tras la idea del relativismo y la tolerancia se encuentra el valor de la libertad, «la libertad como afirmación del Estado de Derecho, la libertad como semillero y forja de la personalidad, la libertad como base de la obra de creación cultural» (Radbruch, 1993, p. 166). En el ámbito de la religión y la moral, la libertad tiene un papel secundario respecto a la verdad. En cambio, en el derecho tiene preeminencia la libertad sobre la verdad, siendo el cometido de ésta fundamental para establecer una conexión, entre verdad y libertad concreta, que nos permita convivir y no una libertad abstracta que nos conduzca a un hacer. Es decir, el binomio libertad (concreta) y verdad persigue cumplir la faceta coexistencial del ser humano (Cotta, 1991) y no servir de engranaje que ponga en marcha una máquina de hacer derechos. Una matización al respecto: un mayor grado de tolerancia no debe servir para cercenar derechos individuales de los sujetos; en particular, de aquellos que conforman las minorías por ser -a grandes rasgos- más vulnerables. Esta afirmación a su vez exige precisar una perplejidad que ocurre con no poca frecuencia en estados que se consideran postliberales. Esa precisión consiste en no confundir la tolerancia con el respeto a los derechos fundamentales; en especial con el desarrollo de las libertades públicas. Una cosa es ejercer el derecho a la libertad ideológica o la libertad religiosa y otra querer hacer ver que, cuando a los simpatizantes de un partido político o los fieles de una determinada confesión religiosa se les deja ejercer su derecho fundamental, se hace por una especie de tolerancia estatal. Semejante postura es una confusión en toda regla, dado que la tolerancia tiene que ver más con la generosidad (dar a cada uno más de lo que le corresponde) que con la justicia, la cual se relaciona directamente con los derechos fundamentales. Este libre ejercicio ya sea para exhibir sus diferencias culturales o políticas en público -ya sea equivocadamente o no- hace a esos individuos desarrollarse más plenamente en comunidad. Esa perniciosa confusión entre tolerancia y derechos es puesta de relieve con acierto por Javier de Lucas cuando señala que la tolerancia «desaparece allí donde está garantizada la igualdad y las libertades; (…) la constitucionalización del pluralismo, la igualdad y las libertades, hace innecesaria la tolerancia en el ámbito público» (De Lucas, 1992, p. 123). La cuestión es que el pluralismo, la igualdad o las libertades en parte se retroalimentan; dado que todas ellas precisan de cierto espacio de tolerancia, a pesar de partir de presupuestos muy diferentes respecto de ésta. Si no hay una predisposición hacia la tolerancia por parte de los individuos, resultará muy difícil que se desarrollen en armonía estos conceptos en los estados postliberales.

Más específicamente, la tolerancia se trata de una actuación activa, no de un pasivo soportar; el mero soportar el error no es genuina tolerancia. Para ser tolerante hay que experimentar cierto grado de sufrimiento, tiene que dolernos su ejercicio. Con esto se pone de relieve que sólo puede existir verdadera tolerancia en una sociedad abierta, en la que por ejemplo tiene cabida el islamismo siempre que no derive en fundamentalismo. Este último concepto no deja de ser vidrioso en cuanto a su delimitación. Para su mejor comprensión, como dice Rivas (2015, p. 929),

«puede ser útil detenerse a considerar precisamente aquellas acciones que sólo son sancionadas en países occidentales y comprobar cuál es el sentido de dicha sanción, para compararlas después con las acciones sólo sancionadas en aquellos países a los que denominamos habitualmente “fundamentalistas”».

Por tanto, ¿cuándo el islamismo deriva en fundamentalismo? Si se habla en términos jurídicos, «un sistema jurídico fundamentalista es aquel en el que no existe un fundamento para las sanciones que impone» (ibid., p. 931). Pues esa deriva se produce cuando el islamismo se trasforma en integrismo por su incompatibilidad con un Estado constitucional de derecho. Un punto de partida que genera confusión, para una adecuada dilucidación de esta problemática, es cuando no se aboga por la separación entre Iglesia y Estado, lo que conlleva un detrimento de la democracia en pos de la verdad revelada y que olvida que en las sociedades abiertas hay otras muchas personas que no profesan confesión alguna u otra muy distinta a la imperante en el Estado de manera oficial.

III. Tolerancia y libertad: ¿Un binomio inseparable?

La sociedad actual es de carácter complejo y policromado, por lo que es complicado establecer la frontera entre las acciones tolerables de aquellas que no lo son. Si se reflexiona acerca de la tolerancia es necesario también reflexionar sobre la libertad. Una comparación entre ambas palabras enseguida se detecta la extrañeza que causa la primera respecto de la segunda. El motivo radica en que cuando algo se tolera, ese hecho que se tolera se considera malo y perjudicial para aquel que está en condiciones de poderlo prohibir. Esa aceptación se produce, en ocasiones, para no llegar a males peores.

Por tanto, en esta manera de entender la tolerancia también subyace una concepción del bien y del mal y, por tanto, subyace un entendimiento -por mínimo que sea- de la verdad. En este contexto se plantea un dilema interesante: «Si resulta posible ser tolerante de verdad o si, por el contrario, la tolerancia exigiría como previa condición indispensable liberarse de ella» (Ollero, 2005, p. 77). Es pertinente tener en cuenta que hay cosas que son verdad y otra que no son más que una mera falacia. La tolerancia tiene que verse como un valor relacional con respecto a la verdad. Por eso, es adecuado optar por encontrar exigencias éticas objetivas, es decir, una verdad objetiva cognoscible con el uso de la racionalidad práctica. En este sentido afirma Ollero: «Si se descarta su existencia, no tendría mucho sentido debatir las posibilidades de llegar a un conocimiento, más o menos verdadero, de sus perfiles». No obstante, si se afirma que sí es posible un conocimiento objetivo de la realidad habría que «precisar de qué tipo de conocimiento estaríamos hablando y cuáles serían los caminos más adecuados para su aplicación práctica» (ibid., p. 78). Esto invita a reflexionar sobre si, en contraposición a lo antes mencionado, cabe suscribir un no cognitivismo que postula que lo ético no es susceptible de un conocimiento racional, lo que conduce al ámbito de lo meramente sentimental. Parece obvio que no, porque nos llevaría, indefectiblemente, al subjetivismo al no poder contar con pautas para diferenciar lo tolerable de lo intolerable, o lo bueno de lo malo. La cuestión no es pacífica, prueba de ello es la crítica de Martínez de Pisón al intento de delimitar la frontera entre lo tolerable y lo intolerable. Así pone de relieve que, al acudir a la experiencia histórica, es fácil detectar cómo se ha declarado intolerables «a grupos políticos no liberales, como sucedió, y no debe descartarse que en una u otra variante pueda volver a suceder, con socialistas, comunistas o anarquistas. Con ideologías no integradas con el sistema». A lo que añade: «[l]a cuestión de quién, órgano o persona, deba ser el competente para declarar a algo o a alguien como “intolerable”, para decidir si se debe ser tolerante o intolerante con grupos o personas no liberales» (Martínez de Pisón, 2001, p. 113). Los estados -a través del poder judicial- son los que acaban dirimiendo, por ejemplo, el alcance de la simbología religiosa en el espacio público o la ilicitud de las acciones de un partido político concreto por considerarlo contrario a los valores imperantes en una democracia liberal. Como es obvio, siempre subyace el peligro de que se acabe inclinando la balanza en detrimento de aquellos que no están dentro de ese “espectro liberal”.

La tolerancia se retroalimenta de la libertad y de la igualdad, a pesar de que se desarrollen en planos diferentes: la primera, desde la generosidad; las restantes, desde la justicia. No obstante, tampoco hay que perder de vista que, en cuanto que la tolerancia supone una búsqueda de la verdad para hacer posible la libertad, tiene que existir un respeto en sentido fuerte de las minorías, dado que el mundo está sujeto a cambios cíclicos. Lo que hoy es la opinión mayoritaria, mañana puede ser la minoritaria, a pesar de que la democracia se sustente en el principio de las mayorías. De esto se desprende que la tolerancia gira alrededor de la verdad, la libertad y la igualdad, pudiéndose formular con la pregunta de si el error que permite la libertad tendría el mismo derecho que la verdad (Kaufmann, 1995, p. 385). El problema es que si nadie está por entero en posesión de la verdad, entonces la tolerancia carece de sentido. No obstante, el asunto no parece fácil en cuanto a su dilucidación. Así, Radbruch argumenta desde una postura relativista para señalar que

«la democracia quiere confiar el poder a cualquier convicción que se ha ganado la mayoría, sin tener que preguntarse por el contenido y el valor de esa convicción. Esta posición sólo es consecuente cuando se reconocen todas las convicciones políticas y sociales como de igual valor, es decir, con fundamento en el relativismo» (Radbruch, 1993, p. 7).

Siempre en este contexto se plantea la necesidad de, tal vez, tener que profundizar sobre el contenido de esas convicciones para comprender mejor el fundamento de los derechos fundamentales y favorecer la integración de las minorías. Como ya se dijo, la presencia del relativismo en sentido fuerte propicia que resulte imposible llegar a un mínimo consenso racional. La tolerancia implica un tipo de verdad que puede calificarse de verdad intersubjetiva. Una específica verdad que se forja entre los sujetos y que persigue conseguir algo así como una especie de consenso moral acerca de un asunto. En relación con lo anterior es interesante poner de relieve la postura de Kaufmann. Para él, el hombre, en el mejor de los casos, sólo tiene una parte de la verdad que únicamente es posible en el análisis libre de muchas opiniones. De este modo, la tolerancia no es en sí una decisión mala frente a la verdad; sino que justamente porque posibilita la libertad, facilita también la verdad. Para ello, es precisa participación en la verdad con el fin de procurar la genuina libertad. De tal manera que establece que la tolerancia pueda ser una posibilidad de libertad y verdad, para desembocar en un actuar activo que no es simplemente un soportar y sufrir pasivo (Kaufmann, 1983, p. 108; cfr. Santos, 2007, pp. 188-189). Se establece así un condicionamiento mutuo entre verdad y libertad, que se alza como presupuesto necesario para la tolerancia real. Si no hay algo verdadero, no se puede desarrollarse realmente la libertad. La otra cara de la moneda resulta expresada como la «posibilidad de lograr un consenso moral en una sociedad liberal es improbable, ya que no existe un conjunto de virtudes que sea exhaustivo o totalizador» (Popper, 1994, p. 94). Sin perjuicio de que muchas veces se argumente como si lo hubiera. En la toma de decisiones se actúa como si el consenso moral de una pequeña comunidad pudiera ser generalizable.

IV. Conclusiones

Las conclusiones que se pueden extraer son las siguientes:

  1. 1. La creciente complejidad dificulta para trabajar con certezas en un contexto intercultural, por lo que el concepto de tolerancia debe tener en cuenta las circunstancias actuales de una sociedad policromada con diversas culturas.

  2. 2. La necesidad de una tolerancia que trabaje desde la interculturalidad, partiendo de la premisa de que ‘ninguna cultura es más ni menos que otra’, especialmente, a la hora de integrar a las minorías.

  3. 3. Pensar en un igualitarismo de mínimos en base a una concepción del derecho más centrada en la protección de los débiles que de los fuertes. Por tanto, una integración de las minorías que sea consciente de la posición desventajosa de la que parten éstas.

  4. 4. Las condiciones óptimas para el desarrollo de este proceso integrador tiene su escenario perfecto, en el marco de una sociedad abierta donde realmente se practique la auténtica tolerancia y se intercambien las opiniones libremente.

  5. 5. El ejercicio de la libertad en relación con las minorías implica límites como el respeto al interlocutor, la moderación en el uso del lenguaje y la previsión de las consecuencias que se pueden derivar de las actuaciones, los cuales son elementos que ayudan a marcar la frontera entre lo tolerable y lo intolerable.

  6. 6. La auténtica tolerancia descarta el relativismo en sentido fuerte y pone de relieve una propuesta interculturalista, que no obligue a las minorías a sacrificar sus identidades particulares, siempre y cuando no se vean afectados claramente los principios y valores democráticos asentados y asumidos por la mayoría de la población perteneciente a culturas diversas.

  7. 7. La armonía entre las diferentes culturas -especialmente las minoritarias- pasa por una cultura de la tolerancia que precisa de distancia y diferencia, a la vez que de sufrimiento. Sólo se puede tolerar cuando realmente se sufre y no meramente se soporta. A pesar de discurrir por caminos distintos, la tolerancia se retroalimenta de la libertad y de la igualdad como ayuda para que se desarrollen en armonía estos conceptos en el seno de los estados postliberales.

  8. 8. La auténtica tolerancia supone una búsqueda de la verdad para propiciar la libertad y hacer posible la igualdad; pero que precisa de un respeto en sentido fuerte de las minorías, como condición que precisa cualquier democracia para el progreso de la humanidad.

Referencias

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0Sumario. I. La tolerancia ante el interculturalismo y la complejidad social. II. La auténtica tolerancia y la integración de minorías en sociedades abiertas. III. Tolerancia y libertad: ¿Un binomio inseparable? IV. Conclusiones. Referencias.

1En adelante, se toman varias de las ideas expuestas en Santos, J. A. (2007), Tolerancia y relativismo en las sociedades complejas, Persona y Derecho 56, pp. 177-190.

2Atinadamente, el Consejo de Europa lo define como «Todas las formas de expresión que difundan, inciten, promuevan o justifiquen el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo y cualquier otra forma de odio fundado en la intolerancia, incluida la intolerancia que se exprese en forma de negacionismo agresivo y etnocentrismo, la discriminación y hostilidad contra las minorías, los inmigrantes y las personas nacidas de la inmigración» (definición dada por la Recomendación nº 97 (20) del Comité de Ministros sobre el discurso del odio de 30-X-1997).

3Esta corriente de pensamiento tuvo su predicamento hace años, pero ahora resulta en ciertos aspectos un proyecto agotado, teniendo en cuenta la dificultad de integración de determinadas comunidades, a la vez que el radicalismo de algunas de las facciones pertenecientes a una misma cultura.

4Según Höffe (2006, p. 86), la auténtica tolerancia no es una hoja de parra tras la cual se oculta la indiferencia moral.

Recibido: 27 de Julio de 2019; Aprobado: 07 de Septiembre de 2019

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