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Letras Verdes, Revista Latinoamericana de Estudios Socioambientales

On-line version ISSN 1390-6631

Letras Verdes  n.29 Quito Mar./Aug. 2021

https://doi.org/10.17141/letrasverdes.29.2021.4746 

Articles

La valoración poshumanista del ecoturismo en México a partir de los discursos ambientales y de la historia de las Áreas Naturales Protegidas

The Posthumanist Valuation of Ecotourism in Mexico from the Environmental Discourses and the History of Mexican Protected Areas

1Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, jafet@sociales.unam.mx


Resumen

En este artículo se realiza un análisis histórico de los discursos ambientales utilizados en la elaboración de políticas de conservación y uso económico en torno a las Áreas Protegidas mexicanas, vinculadas, principalmente, al ecoturismo. Se defiende la idea de que esos discursos se han construido e institucionalizado a partir de la visión del desarrollo económico, dentro de la cual la naturaleza ha sido un instrumento para satisfacer las necesidades económicas y recreativas del ser humano. Los criterios se han analizado sobre la base de una ética poshumanista. Como conclusión, se sistematiza que la idea de implementar el ecoturismo o el turismo alternativo en México ha sido poco ética, porque ha respondido a la lógica económica, en detrimento de la preservación ambiental.

Palabras clave: áreas naturales protegidas; discursos ambientales; ecoturismo; ética ambiental; posthumanismo

Abstract

This article presents a historical analysis of the environmental discourses used in the elaboration of conservation and economic use policies regarding Mexican Protected Areas, mainly based on ecotourism. The thesis that these discourses have been built and institutionalized from the discourse of economic development and that, as a result, nature has been objectified to satisfy the economic and recreational needs of the human being is defended. From the posthumanist theoretical perspective, it is concluded that the idea of implementing ecotourism or alternative tourism in Mexico is unethical because it has responded to economic logic, instead of a logic of environmental care and preservation.

Keywords: ecotourism; environmental discourses; environmental ethics; posthumanism; protected natural areas

Introducción

El texto plantea dos objetivos principales. El primero, determinar las causas entre la declaración de las Áreas Naturales Protegidas en México y su relación con el interés económico en dichos espacios. Para ello, se toma como premisa principal el hecho de que la actividad turística transforma y mercantiliza los espacios naturales (Mikayilov et al. 2019). Estos se habilitan a partir de la construcción social de la naturaleza y de las percepciones, las actitudes, las ideologías, los significados y las valoraciones de los turistas y de los ámbitos gubernamentales. El segundo, valorar desde la ética poshumanista la pertinencia de haber habilitado las áreas naturales protegidas mexicanas con fines recreativos. Además, se reflexiona sobre las contradicciones sociales y ambientales que ha generado esta decisión, en la que las necesidades hedonistas del ser humano prevalecen por encima de la conservación.

El texto, escrito a partir de la historia ambiental y desde el paradigma poshumanista, consta de seis secciones. En la primera, se debate sobre el concepto de poshumanismo y su pertinencia como paradigma medioambiental. Después, se realiza un breve marco histórico del turismo mundial y cómo es que los espacios se han diversificado en función de este sector. En tercer lugar, se refieren los discursos ambientales del turismo para considerarlos como un marco teórico innovador en investigaciones de ciencias sociales. La cuarta parte relata la historia en la que los espacios naturales mexicanos se han protegido para fines de conservación, educación y de recreación. A continuación, se critica la pertinencia ética de la adopción del ecoturismo como una práctica sustentable. Finalmente, las conclusiones resaltan el papel de la historia ambiental como una estrategia académica para proyecciones futuras.

El objeto de estudio de la historia ambiental es el modo en el que los humanos se han visto afectados por su medio ambiente natural, cómo lo han controlado y los resultados que se han derivado de ello (Worster 2006). Este campo académico se divide en tres niveles analíticos: los ambientes naturales del pasado; los modos humanos de producción; y la percepción, la ideología y valores relativos a la naturaleza y el proceso de su transformación. El objetivo de los textos sobre historia ambiental es conocer qué papel desempeña la naturaleza en la conformación de los métodos productivos ─como el ecoturismo─ y, a su vez, qué impacto tienen las actividades humanas en la naturaleza.

El método histórico ambiental busca explicar las tres dimensiones interactuantes: la naturaleza; la sociedad y la construcción social de la naturaleza en la mente humana; y las percepciones, actitudes, ideologías, significados, valores y la superestructura que ha construido el ser humano en función de los discursos ambientales. Para elaborar este documento se requirió de una extensa búsqueda bibliográfica sobre la historia de las Áreas Naturales Protegidas (ANP) mexicanas. Después, se contrastaron las indagaciones con la información oficial provista por las ANP, para conocer la normatividad vigente e indagar sobre los cambios que se han producido en cada uno de los espacios.

Por otro lado, el abordaje ético se hizo a partir de la metodología de la filosofía moral tradicional; es decir, desde la investigación cualitativa y la hermenéutica. Esta permite obtener datos sobre las valoraciones de la naturaleza “desde dentro”, a través de un proceso de comprensión empática (verstehen), con la intención de alcanzar una perspectiva general y holística sobre el significado de las áreas naturales protegidas (Barbera e Inciarte 2012).

Sobre el poshumanismo

El poshumanismo busca transformar la noción de la identidad humana y reflexionar sobre el futuro. De acuerdo con Hottois (2013), existen dos variedades de poshumanismo: el objetivismo, que intenta contrarrestar el énfasis excesivo de lo subjetivo o intersubjetivo que impregna el humanismo, y que enfatiza el papel de los agentes no humanos, ya sean animales y plantas, computadoras u otras cosas; y el poshumanismo, que prioriza las prácticas sociales que constituyen a los individuos sobre los mismos individuos. Bajo este enfoque, se plantea que la sociedad actual ya no está constituida únicamente por humanos, sino que es heterogénea al componerse igualitariamente de individuos biológicos y de entes inanimados ─máquinas, robots, y toda inteligencia artificial─ que son fundamentales en el entorno social (Chavarría 2015).

Para Ferrando (2013) el poshumanismo puede ser cultural, porque examina y cuestiona las nociones históricas del humano y de la naturaleza humana, desafía las nociones típicas de subjetividad y encarnación humanas y se esfuerza por desarrollar otros conceptos que se adapten constantemente al conocimiento tecnocientífico contemporáneo. Además, puede ser filosófico, puesto que analiza las implicaciones éticas de expandir el círculo de preocupación moral y extender las subjetividades más allá de la especie humana; es decir, en el mundo natural.

El poshumanismo es la contraparte del humanismo, fundado en el constructo de “civilización” que coloca al Homo sapiens como superior, en cuanto creador de cultura (Quintero y López 2020). El proyecto civilizatorio ha implicado que la sociedad humana reprima lo considerado “animal” y lo vea como la otredad. Dicho término alude a las sociedades (humanas y no humanas) que construyen y viven su espacio en la periferia cultural; que tienen costumbres, tradiciones y representaciones diferentes a las del grupo dominante y que han sido transformadas en “recursos” consumibles y mercantilizables, como las Áreas Naturales Protegidas (García y Ramírez 2018; Mikayilov et al. 2019).

Para el poshumanismo la otredad es inexistente. Lo que el humanismo considera como “los otros”, el poshumanismo lo juzga como la alteridad. Se desdibujan las barreras de la división entre un “yo” y un “otro”, o entre un “nosotros” y un “ellos”, y se buscan los puntos de confluencia ─como la sintiencia─. La alteridad implica ponerse en el lugar de ese otro y alternar la perspectiva propia con la ajena; es decir, el concepto “otros” se convierte en “nosotros” (López y Quintero 2021). En este sentido, se precisa la siguiente interrogante: ¿es factible que desde el ecoturismo se pueda reconocer esa alteridad del poshumanismo?

Breve panorama del desarrollo del ecoturismo

El turismo genera una clara dependencia entre el espacio, el medio ambiente y la naturaleza. La forma más común de turismo es el de sol y playa, altamente masificado y con flujos multidireccionales, con predominio de países desarrollados hacia subdesarrollados (Dehoorne et al. 2014). Sin embargo, fue en la Europa del siglo XIX, en pleno fortalecimiento de la industrialización, cuando las prácticas turísticas empezaron a movilizar a miles de europeos. Sus motivos eran el descanso, la salud y el conocimiento, para lo que adoptaron la forma del termalismo, el excursionismo, los baños de ola de playas frías o los viajes de formación como el Gran Tour de las élites británicas (Towner 1985; Faraldo y Rodríguez 2013).

De acuerdo con la Organización Mundial de Turismo, la movilidad internacional y las ganancias generadas han aumentado constantemente desde la segunda mitad del siglo XX. De los casi 50 millones de desplazamientos registrados en 1950, se pasó a 1300 millones en 2017, y para el 2020 se estimaba que, sin pandemia, se hubieran alcanzado 1600 millones (UNWTO 2020a; 2020b; Gössling, Scott y Hall 2020). Entre los años 2000 y 2017 los ingresos del turismo internacional pasaron de 474 000 millones de dólares estadounidenses a 1,34 billones de la misma moneda (UNWTO 2020b).

En 70 años de masificación turística, los escenarios relacionados con la actividad se han diversificado gracias al surgimiento de nuevas tendencias de viaje asociadas con el interés de los viajeros por descubrir nuevos espacios (Cohen 2005). El turismo masivo de recreación y descanso se ha consolidado a la par que el desarrollo de la infraestructura del transporte terrestre, aéreo y marítimo. La movilidad se ha vuelto más eficiente y para los viajeros ha sido más sencillo desplazarse y consumir esos lugares. Unido a ello, la masificación de los espacios litorales ha implicado un aumento del interés en los viajes responsables y de contacto con la naturaleza.

El ecoturismo surge como una modalidad de viaje clasificada, institucionalmente, como responsable con el ambiente. Consiste en desplazarse a espacios no tan antrópicos con el fin de apreciar elementos naturales, y que la población local sea quien reciba el beneficio económico de la actividad (Guerrero 2010). El ecoturismo ya representa entre el 11 % y el 13 % de todo el gasto de los consumidores, y en la medida en la que se expongan los impactos negativos del turismo masivo, esta actividad seguirá en aumento (Donohoe y Needham 2006).

El ecoturismo es parte del movimiento ambientalista que comenzó a tomar forma en la década de 1980 y que busca resolver los problemas asociados con el deterioro ecosistémico global, a partir de la inserción y la aplicación de la tecnología, y de regular las lógicas del capital (Donohoe y Needham 2006; Pinto 2018). Esta clasificación incluye el turismo sostenible, el turismo verde, el turismo de naturaleza, el turismo responsable y el turismo ético, entre otros. Independientemente de cómo se le llame, la idea central de este tipo de viaje consiste en organizar prácticas más respetuosas con el medio ambiente, proteger el patrimonio natural y cultural en virtud del interés exclusivo de los seres humanos y apoyar al desarrollo económico local de las comunidades receptoras (Mader 2002).

Discursos ambientales y turismo

A pesar de que el ecoturismo se ha establecido como una práctica que pretende respetar la naturaleza, los discursos ambientales que lo soportan son antropocéntricos, puesto que valoran la naturaleza de forma extrínseca; es decir, sobre la base del bienestar que le provee al ser humano. La existencia de los discursos ambientales se asocia con la estrecha relación de los seres humanos con la naturaleza y con la forma en que los efectos de ese vínculo pueden ser perjudiciales o benéficos. Asimismo, se han arraigado al desarrollo de la sociedad moderna industrial y han moldeado la interacción de nuestra especie con la naturaleza, desde diferentes premisas basadas en ideas religiosas, éticas, políticas y económicas (Dryzek 2013).

Los problemas ambientales actuales como la contaminación, la lluvia ácida, el agujero de la capa de ozono, la pérdida de la biodiversidad, el calentamiento global y el cambio climático son ejemplos de diferentes amenazas derivadas de la actividad antrópica. Esos efectos son la evidencia de una sociedad de riesgo, en la que Occidente es más consciente y muestra mayor sensibilidad al peligro ambiental (Beck 1992). Esta preocupación resulta del cambio de paradigma filosófico al poshumanismo, que cuestiona el antropocentrismo de la vida moderna y empieza a valorar al resto de los habitantes del planeta como nuestro similares (Harari 2016).

Aceptar el discurso como una forma compartida de aprehender el mundo, sugiere que hay un discurso global común ─cada vez más compartido─ que reconoce que el camino del desarrollo industrial occidental no ha sido sostenible en absoluto, porque se ha destruido la naturaleza para satisfacer amenazas antrópicas (Bauman 2015). En este sentido, se ha legitimado la idea de que la naturaleza existe como un catálogo (in)finito de recursos para que el Homo sapiens lo utilice a su antojo. En cambio, el poshumanismo cuestiona la visión histórica que considera la naturaleza y la sociedad como entes separados, en la que los seres humanos son los únicos agentes con potestad hacia el medio natural. Aboga por girar hacia un modelo de uso de recursos más responsable, sin excedentes y que considere los intereses de la alteridad animal (Gleeson y Low 2002).

Es difícil precisar el momento histórico en el que se inició el cuestionamiento de la visión instrumental de la naturaleza. No obstante, las evidencias de la preocupación por el deterioro ambiental ofrecen pautas para aseverar que ha iniciado un cambio de paradigma de nuestra relación con el entorno. Haq y Paul (2013) aseguran que no es posible limitar el nacimiento de la conciencia ambiental a un solo evento, mientras que Guha (2014) afirma que el origen se remonta a la contaminación de las aguas oceánicas por las descargas químicas en la Bahía de Minamata, Japón, en 1950. Actualmente, la consciencia ambiental es una mezcla de discursos promovidos por la investigación científica, el trabajo de las ONG, las observaciones personales individuales y la influencia dominante y persuasiva de los medios de comunicación (Campbell 2018).

La ciencia y los medios de comunicación han tenido como finalidad alertar y recordar que el mundo es de recursos limitados (Alcoceba 2004). El mensaje que deconstruye la visión moderna del mundo se complementó con las imágenes de la Tierra como una esfera “flotando” en el espacio, transmitidas en 1968 por la segunda misión espacial tripulada Apolo 8 (Cosgrove 1994). Desde ese momento, el nivel del debate ambiental se elevó a escala global, con énfasis en los fenómenos del calentamiento global y el cambio climático (Holden 2008). Sin embargo, las diferentes valoraciones de la naturaleza ─económica, de soporte vital, recreativa, científica, estética, de diversidad genética, e histórica─ han imposibilitado que se construya un discurso único ambiental global (Rolston 1988). En la elaboración de un concepto más homogéneo, será necesario reconsiderar la relación del ser humano con la naturaleza, aunque ello implique transformar el statu quo.

La diversidad de valores de los discursos ambientales ha generado dos ideologías: el ambientalismo y el ecologismo (Dobson 2012). El primero, de carácter antropocéntrico, acepta que los problemas ambientales pueden abordarse a través de un enfoque gerencial y técnico, sin cuestionar los valores o patrones de consumo existentes (Martínez, Sejenovich y Baud 2015). Por su parte, el ecologismo asevera que una relación sostenible y plena con nuestro entorno depende de que cambie nuestro vínculo con el mundo no humano (Jatobá, Cidade y Vargas 2009). En síntesis, el ambientalismo acepta que las estructuras políticas y económicas existentes mitigan los problemas ambientales que enfrenta la sociedad; mientras que el ecologismo, mucho más cercano al poshumanismo, desafía las estructuras económicas y políticas, y cuestiona si tienen la capacidad de responder a los problemas ambientales actuales sin manifestarse un replanteamiento radical de nuestros valores ambientales (Craige 2002; Martínez, Sejenovich y Baud 2015).

En ambos discursos, los términos tecnocentrismo y ecocentrismo se usan de forma similar (Reid 1995). Sin embargo, el tecnocentrismo, o la creencia de que la solución a los problemas ambientales radica en la aplicación de la ciencia, permite solo cierta objetividad en la toma de decisiones, porque legitima el uso de la naturaleza, la percibe como recurso y reprueba cualquier consideración subjetiva y estética sobre el entorno. Además, ignora diferentes cosmovisiones y valoraciones del espacio y del entorno (Reid 1995). En cambio, el ecocentrismo enfatiza en los valores espirituales y románticos de la naturaleza, asociados con el trascendentalismo, y desafía el poder de la tecnología moderna y de las élites políticas (O’Riordan 1985). Posee una dimensión política que defiende el uso de tecnologías alternativas benignas y más democráticas para el medio ambiente; por lo que no se opone a la nueva tecnología, sino solo a aquella que está controlada por las élites económicas (O’Riordan 1985).

Los dos discursos representan posiciones dialécticas entre las cuales hay innumerables opciones sobre qué se considera como problemas ambientales y cómo se decide responder ante ellos. Generalmente, los planes de acción para enfrentarlos se establecen entre quienes tienen el poder y aquellos que lo desafían y esto, para el contexto mexicano, no es excepción. A partir de una visión instrumental de la naturaleza, México ha replicado los planes de conservación occidentales que la cosifican y la mercantilizan. Además, ha apoyado el desarrollo del turismo como actividad económica en beneficio de la conservación.

La adopción de los discursos ambientales y su vínculo con el turismo se ha convertido en un problema histórico de importancia. La actividad turística ha incrementado el valor del suelo y de los recursos naturales (Williams y Lew 2014) y ha generado patrones ambientalistas de ordenamiento territorial a escalas macrorregionales (internacional-nacional) y microrregionales (local-urbano) (Carmona y Correa 2008). Asimismo, el paisaje existente se ha transformado y se han originado nuevas formas de organización espacial. En suma, se trata de una actividad que ha implicado una fuerte estructuración y reestructuración del espacio, lo que provoca que la naturaleza se configure y transforme para satisfacer la demanda turística con fines plenamente económicos (Vera 1997). ¿Será factible, entonces, que en algún momento la conservación asociada con el turismo responda a los intereses de la alteridad natural y no solo a los intereses humanos?

La protección, diversificación y mercantilización turística de los espacios naturales mexicanos

Desde mediados del siglo pasado, la oferta turística mexicana se ha diversificado desde espacios litorales hasta su expansión hacia comunidades rurales, ciudades coloniales, áreas naturales y zonas de reserva (Propín y Sánchez 2002). A inicios del siglo XXI surgió el programa federal Pueblos Mágicos, cuyo objetivo ha sido fomentar el desarrollo turístico estatal, municipal y regional, al brindar apoyos a poblados con recursos culturales de gran singularidad y que han promovido la conservación y mejoramiento de su imagen urbana e identidad (Hoyos y Hernández 2008). También, se ha propiciado el desarrollo del ecoturismo en México en Áreas Naturales Protegidas, geoparques y parques nacionales (Palacio 2013).

Cuando se establecieron los primeros espacios mexicanos de conservación en el siglo XIX, los planes de gestión se aplicaron bajo la lógica de la mercantilización de la naturaleza en correspondencia con la modernidad. Desde ese momento y hasta finales del siglo XX, el papel desempeñado por las áreas protegidas fue exaltar el valor instrumental de la naturaleza y remarcarla como recurso (Castañeda 2006). Sin embargo, con la incorporación del paradigma poshumanista en las ciencias sociales, se cuestiona la pertinencia de haber habilitado esos espacios con fines de lucro.

Aunque en la historia ambiental mexicana se habla de una expoliación de la naturaleza durante el periodo colonial, no es hasta después de la independencia cuando se establece una mayor explotación, asociada con el desarrollo económico extractivista (Castañeda 2006). Las empresas mineras extranjeras arrasaron con los bosques, y las haciendas ganaderas alteraron los ecosistemas desérticos y semidesérticos del norte del país. Como resultado, en el decenio de 1860 a 1869, el presidente Juárez estableció la primera ley forestal y la Sociedad Mexicana de Historia Natural (Sunyer 2002; Challenger 1998).

El decenio transcurrido entre 1870 a 1879 fue clave en la conservación ambiental mexicana. Por un lado, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística evaluó el estado de los bosques nacionales y recomendó protegerlos y conservarlos para que los recursos pudieran ser utilizados en el futuro (Sunyer 2002). Por el otro, se dictaron las primeras leyes de protección de la fauna silvestre, respaldadas con los primeros sitios de turismo cinegético (De la Maza 1999; Castañeda 2006).

Con la llegada del porfiriato, a finales del siglo XIX, México replicó el modelo de desarrollo eurocéntrico que percibía la naturaleza como un ente explotable. Se desmontaron bosques templados y tropicales a fin de implementar plantaciones de caña de azúcar, café, cacao, tabaco, hule y henequén; y de obtener las materias primas necesarias para el ferrocarril, la incipiente industria mexicana y el telégrafo (De la Maza 1999; Trillo y Galvarriato 2019). Para finales de este periodo ─decenio de 1910 a 1919─ la deforestación del Altiplano Central fue casi total; solo se conservó un 10% de la cobertura vegetal original (Kuntz 1995). Las máximas acciones de conservación respondieron a intereses meramente antrópicos, como la creación de la Comisión Geográfica Exploradora, organismo encargado de hacer viajes académicos de conservación para recolectar especies de animales y vegetales con el fin de integrar la primera colección científica del país (De la Maza 1999).

A inicios del siglo XX se consolidó una fuerte demanda de maderas tropicales en los Estados Unidos de América, por lo que México se convirtió en exportador y sus bosques se comprometieron. Miguel Ángel de Quevedo fue el principal defensor de los bosques mexicanos, porque los percibía como reguladores de los procesos climáticos que podrían mantener la humedad atmosférica del Valle de México, y no como recursos maderables exportables (Urquiza 2015). Aunque sus argumentos conservacionistas también fueron antropocéntricos, sus ideas ayudaron para que en 1917 se declarara al Desierto de los Leones como Parque Nacional por la importancia hídrica para la Ciudad de México (Urquiza 2015). Además, sirvieron para que se fundara la Sociedad Forestal Mexicana, en 1922; se abriera el Jardín Botánico del Bosque de Chapultepec; y se creara el Instituto de Biología de la Universidad Nacional Autónoma de México, ambos en 1923 (Vargas 1997).

Lázaro Cárdenas fue el primer presidente que asumió un interés activo en la conservación de los recursos nacionales. Uno de los requisitos para otorgar tierras, durante su reforma agraria, fue comprobar que las hectáreas otorgadas ─boscosas o no─ se utilizarían con fines productivos y que no habrían estado sin cultivar por periodos mayores a un año (Castañeda 2006; Vargas 1997). El resultado de entregar tierras con fines económicos dañó gravemente a los ecosistemas, porque se expandió la frontera agrícola y los campesinos sin tierra invadieron zonas protegidas (Castañeda 2006).

Para evitar una catástrofe ambiental, se implementó una campaña de reforestación nacional de la que los ejidatarios se beneficiaron a partir de la silvicultura (Vargas 1997; Castañeda 2006). Además, se creó el Departamento de Reservas y Parques Nacionales y se decretaron treinta y nueve nuevos parques nacionales sobre la base de tres criterios: estético-paisajístico, tener potencial recreativo y ser de importancia ambiental para las ciudades próximas (Urquiza 2015). Por primera vez, se popularizaron los desplazamientos con fines recreativos desde las ciudades hacia las zonas protegidas y, como resultado, la recreación y el turismo devinieron en incentivos para mercantilizar y consumir la naturaleza e instituir zonas protegidas en el país (Simonian 1999).

Entre 1940 y 1976, como parte del Milagro Mexicano, México se inclinó por el desarrollo industrial extractivista. Se utilizó la naturaleza como insumo para incrementar la productividad, se tecnificó la producción agropecuaria, hubo un uso excesivo de agroquímicos, se contaminaron los suelos y los cuerpos de agua y se liberaron gases tóxicos de efecto invernadero (Hansen 2000). Las medidas de protección ambiental tuvieron un carácter instrumental, como la Ley Forestal de 1942 y la firma de la Convención de Protección de la Naturaleza y Preservación de la Fauna Silvestre del hemisferio occidental (Simonian 1999).

En este periodo, con la inercia global del crecimiento turístico, se habilitaron espacios recreativos como el Parque Nacional La Marquesa, un bosque de coníferas de 1760 hectáreas al occidente de la Ciudad de México. A pesar de los intentos por conservarlos, el crecimiento poblacional acelerado de la urbe y la gran demanda de productos madereros ocasionaron que los bosques se talaran, se construyera masivamente infraestructura de hospedaje, no funcionaran los planes de ecoturismo referidos al manejo y conservación ambiental y se degradara el Parque Nacional (González 2007).

A finales de los años 40, durante el gobierno de Miguel Alemán, también se decretaron varias reservas ecológicas bajo la lógica del desarrollo económico. Las cuencas hídricas sirvieron como sistemas de irrigación y de generación de energía eléctrica, y las temporadas de vedas totales garantizaron su recuperación (Haenn 1999). El presidente Ruiz Cortines continuó con la misma línea de conservación forestal, ya que, para el desarrollo del ferrocarril, del telégrafo y de las minas se requería de grandes cantidades de madera (Kuntz 2005). Por su parte, el gobernante Díaz Ordaz manifestaba que los recursos edáficos y la fauna silvestre carecían de valor económico y no se justificaba su conservación e, incluso, los percibía como un obstáculo para el crecimiento industrial mexicano (Castañeda 2006).

En los primeros años del decenio de 1970 a 1979, Luis Echeverría promovió la ganaderización del trópico mexicano al otorgar programas de asistencia económica para la tala en Tabasco y Chiapas (Nava 1984). En este periodo se cortaron nueve millones de hectáreas de selvas al sureste de México, equivalentes al 50% del área original (Challenger 1998). A la par, el país estaba sumido en una fuerte crisis ambiental, porque no se administraron bien las áreas protegidas que ya se tenían. Los recursos se utilizaron descontroladamente para satisfacer necesidades antrópicas y la urbanización desmedida representó una seria amenaza para los ecosistemas (Gutiérrez 2009).

En la misma década, las agendas políticas internacionales empezaron a contemplar el bienestar ecosistémico en los planes de conservación (Guha 2014). En 1972, la UNESCO puso en marcha el programa “El Hombre y la Biosfera” para investigar, de forma interdisciplinaria, las dimensiones ecológicas, sociales y económicas de la reducción y pérdida de la biodiversidad (Bridgewater 2016). En el mismo año, se celebró en Estocolmo la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano. En ambas propuestas se expresó la urgencia de generar una nueva mirada sobre las relaciones entre la conservación y el desarrollo, en las que el turismo de naturaleza jugaría un papel fundamental para tratar de generar este equilibrio (Bridgewater 2016).

A pesar de los planes internacionales de gestión ambiental, México tardó en adoptar las recomendaciones y medidas que derivaron de la ONU, porque se priorizaba la atención de las desigualdades económicas (Vargas 1997). No obstante, durante la administración de López Portillo (1976-1982) hubo una preocupación por el deterioro de las selvas mexicanas y de las áreas de matorral xerófito. Para proteger estos ecosistemas, se crearon las primeras Reservas Nacionales de la Biosfera y se habilitaron espacios para el turismo de naturaleza y el comunitario (Challenger 1998; Castañeda 2006).

Durante el gobierno de De la Madrid (1982-1988) se creó el Sistema Nacional de Áreas Naturales Protegidas (SINANP) para contribuir a la mejor representatividad de la biodiversidad de especies endémicas y en peligro de extinción (Challenger 1998). El resultado de la creación del SINAMP fue decretar varias reservas nuevas y proteger a más de tres millones de hectáreas para fines de investigación, de producción forestal sustentable y de conservación de la biodiversidad (Challenger 1998). El sexenio culminó con la promulgación de la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección del Ambiente (LGEEPA), primera norma mexicana bajo un esquema de desarrollo sustentable, y con la promoción del ecoturismo nacional como alternativa económica a la conservación con fines recreativos (Anaya 1998; Castañeda 2006).

Para inicios de los 1990, México se había consolidado como una potencia turística mundial debido al modelo de polos de desarrollo, de los enclaves litorales y del surgimiento de los Centros Integralmente Planeados de FONATUR (Propín y Sánchez 1998). Este modelo se centró en la masificación de los espacios costeros y, para diversificar la oferta turística hacia otros espacios, se crearon diez reservas de la biosfera, dos parques marinos nacionales y once reservas de otro tipo, que equivalían a cinco millones de hectáreas (Castañeda 2006). El ecoturismo fue visto como una alternativa frente al turismo masivo de sol y playa, y su implementación consolidó el valor de cambio de la naturaleza como un ente consumible legitimado en el ocio y la recreación.

Durante la administración de Ernesto Zedillo (1994-2000) se modificó la LGEEPA para fortalecer al SINANP y para que la presencia de más espacios naturales fungiera como una ventaja comparativa para el desarrollo del ecoturismo (Ceballos 1996). A diferencia de lo que ocurre con el modelo turístico de enclave y la privatización de los espacios, esta reforma legal otorgó la responsabilidad de la administración de las áreas protegidas al Estado y le facultó para crear parques y reservas cuando pudieran ser de interés turístico (Brenner 2006). Además, los ejidatarios y las comunidades indígenas podían participar en las iniciativas de creación de nuevas áreas naturales en sus propios terrenos. Para ello, se establecieron comités técnicos e institucionales para elaborar sus respectivos planes de manejo (Castañeda 2006).

La designación de áreas protegidas a inicios del siglo XXI corresponde con políticas ambientales neoliberales y con lógicas economicistas del turismo de naturaleza. Este tipo de turismo, actualmente, es considerado un instrumento de desarrollo económico y un mecanismo de conservación de la naturaleza. Su implementación se hace a partir de los principios de aprovechamiento sostenible que provienen del discurso dominante del ambientalismo internacional.

Implicaciones éticas de la adopción del poshumanismo como paradigma de conservación de la naturaleza y del ecoturismo

Como se precisó líneas arriba, la conservación de la naturaleza ha respondido a los intereses del ser humano de preservar espacios poco alterados para obtener recursos, sobre la base de prácticas extractivistas o de recreación. Así, los mecanismos de conservación se han dado a partir del valor extrínseco ─de uso─ de la naturaleza y no a partir de su valor intrínseco ─per se─. Esto quiere decir que la figura de las ANP no surge para conservar la naturaleza por sí misma, sino para que algunos elementos naturales se mantengan “intactos”, puedan ser utilizados en el futuro, y que sean los seres humanos quienes los gestionen, administren y tengan su potestad (Rudzewicz y Lanzar 2008).

Con lo anterior, valdría la pena preguntarse ¿acaso no hay otros seres que habitan las ANP cuyo soporte vital son esos recursos? ¿En verdad los seres humanos deben ser quienes gestionen y administren unilateralmente los elementos naturales de las ANP? ¿No cabría otra posibilidad de conservar la naturaleza sin que se le vea como un ente mercantilizable? La incorporación del poshumanismo, como herramienta teórica, descentra el papel de lo humano, supera definiciones limitadas del ser humano y amplía la asignación de grados variables de agencia y subjetividad a lo no humano. Desde este paradigma, es improcedente éticamente que las ANP respondan a lógicas mercantilizables de los ecosistemas, sin considerar los intereses que los no humanos tienen sobre estos espacios.

El poshumanismo, al deconstruir la falsa idea de superioridad del ser humano, revalora equitativamente a los seres sintientes del planeta, porque todos, al tener un sistema nervioso central, poseen un valor intrínseco por su capacidad de sentir dolor y placer, y porque son conscientes de su entorno (Quintero y López 2020). La sintiencia constituye la categoría máxima de cada individuo y es lo único que importa para considerarse desde la responsabilidad, el respeto y la justicia igualitaria, sin jerarquías morales entre individuos y especies. Este modelo supone deconstruir la idea tradicional de la conservación en favor de aquella en la que los animales y las plantas tienen un valor ecológico y, por lo tanto, están al mismo nivel.

Al considerar la sintiencia como la máxima categoría, se presentan problemas en los planes de conservación. Por ejemplo, si algún ecosistema estuviera en peligro, se podría tomar la decisión de acabar con la vida de seres sintientes para mantener el equilibrio ambiental. La ética ambiental humanista favorece más la función ambiental del ecosistema, en su conjunto, que los intereses primarios de los animales no humanos. Desde una postura poshumanista, existen múltiples cuestionamientos al respecto. En primer lugar, porque se entiende que el ser humano también es un individuo del reino Animalia (y sintiente) al que se le otorga una consideración moral superior y, en segundo término, porque las plantas no pueden tener una consideración moral de igualdad con relación a los animales. Aunque sean capaces de responder a los estímulos de su entorno, no son “sintientes”, puesto que carecen de un sistema nervioso central (López y Quintero 2021).

La sociedad se enfrenta a un nuevo paradigma radical que pide una revisión de gran alcance de la visión occidental del mundo y, específicamente, de las percepciones y relaciones de los humanos con los animales no humanos. Es difícil predecir si el poshumanismo verdaderamente tendrá un impacto significativo en la cultura y en los estilos de vida contemporáneos. Sin embargo, en la actualidad constituye una propuesta cuya influencia es cada vez más significativa en las prácticas sociales predominantes, incluidas las del turismo. De hecho, su adopción supondría una modificación notoria de las prácticas turísticas o de un cambio paradigmático en los estudios del turismo.

El turismo se ha implementado desde el humanismo y, desde ese concepto, ha sido ético y moralmente aceptable cosificar y mercantilizar la naturaleza para satisfacer las necesidades hedonistas recreativas de los seres humanos. Como resultado, el ecoturismo se ha desarrollado en el marco del modo de producción capitalista y se ha edificado en una posición antropocéntrica que legitima el discurso moderno del crecimiento económico. El ecoturismo ha puesto precio a los ríos, bosques, montañas y animales no humanos. Asimismo, ha reforzado las relaciones jerárquicas antropocéntricas de dominio hacia el mundo y, sin importar si la gestión del destino ha sido pública o privada, ha legitimado el uso de los recursos naturales con fines suntuarios y voluptuosos (Mikayilov et al. 2019).

El poshumanismo no ha despertado prácticamente ningún interés en el campo específico de los estudios turísticos y, cuando este paradigma sea incorporado como parte de los marcos teóricos, supondrá un serio desafío para el turismo (Cohen 2019). Se socavarán los supuestos ontológicos y éticos ─generalmente incuestionados o no explicados─ en los que se basó el desarrollo del turismo moderno en el mundo occidental y que, a través de la globalización, han afectado cada vez más el mundo natural y los intereses de los animales no humanos que habitan en las ANP. En ese sentido, no se efectuaría una conservación antropocéntrica; los espacios protegidos tendrían que dejarse completamente libres de presencia humana; se respetarían los derechos territoriales de las otras especies de animales, se deberían erradicar algunas actividades como la caza y la pesca, y la conservación no estaría supeditada a la implementación del turismo.

Reflexiones finales

La evolución histórica de las áreas protegidas evidencia que aún falta mucho para que la naturaleza sea valorada más allá de una perspectiva económica. El discurso ambiental del ecoturismo actual pretende salvaguardar el patrimonio natural y cultural e integrar la conservación con el desarrollo socioeconómico de las comunidades contiguas a las áreas naturales protegidas. Los proyectos de ecoturismo comunitario se han impulsado en áreas naturales con altos niveles de biodiversidad imputables al conocimiento ancestral y manejo cuidadoso de los pobladores locales. Sin embargo, este discurso se ha cuestionado en su viabilidad ecológica como estrategia de conservación, porque sus mecanismos de operación no han sido los más adecuados y porque las áreas en donde se ejecuta se ubican cerca de centros turísticos masificados.

Además, en algunas áreas protegidas la participación local aún es escasa y no se ha satisfecho su necesidad de gestión comunitaria. La conservación ha generado procesos de cosificación que han transformado, segregado y privatizado espacios para ofrecer recursos que sirven solo para cubrir las necesidades de los visitantes. Los turistas son quienes generan la derrama económica in situ y, por ende, constituyen el centro receptor de las campañas publicitarias para que vivan experiencias inolvidables.

Esta idea conlleva dos preguntas para estudiar el desarrollo histórico de las áreas protegidas y el problema de la cosificación de la naturaleza: ¿para quién se han creado estas unidades de conservación? ¿Estamos aún lejos de cambiar el paradigma y dejar de percibir a la naturaleza como materia prima a nuestra disposición?

Históricamente, los discursos ambientales con los que se han decretado las áreas naturales protegidas mexicanas siguen paradigmas economicistas e instrumentales. Como consecuencia, no se han integrado las iniciativas de conservación con aquellas referidas al desarrollo local. Tampoco se ha asegurado la participación de las comunidades locales ni se han considerado los intereses de los otros seres sintientes que habitan estos espacios. Por consiguiente, desde una postura poshumanista, la idea de tener Áreas Naturales Protegidas con una finalidad de conservación ambiental es falaz, porque el interés por tenerlas y decretarlas se debería sustentar en las necesidades de los seres sintientes que las habitan.

Finalmente, existen razones contundentes para asegurar que la conservación de la naturaleza y el turismo se deben materializar desde una concepción poshumanista. Por un lado, porque las consecuencias más directas de las actividades humanas sobre el medio ambiente han dado origen a una nueva era geológica llamada Antropoceno. En segundo lugar, porque las sociedades han experimentado la repercusión del calentamiento global de origen antropogénico. Además, porque se asiste a una crisis biológica en la que las otras especies sintientes del reino animal sufren los efectos de un mundo natural en deterioro, que ocasiona la pérdida de su bienestar e incluso su muerte. Y, en último lugar, porque se vive el impacto económico, social y político de una pandemia de origen zoonótico, desarrollada, entre otras razones, por considerar las otras especies de animales como objetos consumibles y mercantilizables.

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Recibido: 24 de Noviembre de 2020; Aprobado: 25 de Enero de 2021

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