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Letras Verdes, Revista Latinoamericana de Estudios Socioambientales

On-line version ISSN 1390-6631

Letras Verdes  n.28 Quito Sep./Feb. 2020  Epub Sep 30, 2020

https://doi.org/10.17141/letrasverdes.28.2020.4333 

Articles

Adaptación al cambio climático: definición, sujetos y disputas1

Adaptation to Climate Change: Definition, Subjects and Disputes

*Universidad Nacional Autónoma de México, México, islasvm@gmail.com


Resumen

A diferencia de la mitigación, que desde 1995 articuló la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, la adaptación se incorporó de a poco en la agenda internacional. Los resultados exiguos de la política de mitigación y los impactos climáticos cada vez más destructivos hicieron que la adaptación al cambio climático adquiriera un lugar privilegiado en el discurso político y en la literatura académica, como meta deseable y necesaria. El presente artículo discute esa idea. A partir de una revisión de los autores que contribuyeron a la formación del pensamiento de la adaptación, se rastrean sus primeros usos en la biología evolutiva y su posterior incorporación a la literatura y la política climática, por parte del Panel Intergubernamental de Cambio Climático. Esto como preámbulo para retomar la crítica que autores latinoamericanos y anglófonos han hecho al reduccionismo con el que se explican los procesos sociales a partir de categorías biológicas, así como a la multiplicidad de proyectos e intereses que se legitiman y se llevan a cabo en nombre de la adaptación. Finalmente, se sugiere replantear la utilidad de la categoría de adaptación desde una perspectiva transdisciplinaria, que reemplace el reduccionismo biologicista y se comprometa con la justicia socioambiental.

Palabras clave: adaptación; cambio climático; desarrollo; mitigación; vulnerabilidad

Abstract

Unlike mitigation, which has been the core of the United Nations Framework Convention on Climate Change since 1995, adaptation has been slowly incorporated into the international agenda. The poor results of the mitigation policies and the more destructive climate change impacts nowadays give climate change adaptation a privileged place in political discourse and in academic literature as a desirable and necessary goal. This article discusses that idea. Based on a review of the authors who contributed to the genesis of adaptation thinking, the origin of the concept, its first uses in evolutionary biology and its subsequent incorporation into the literature and policy on climate change of the Intergovernmental Panel on Climate Change are traced, in order to recover the critique from Latin American and anglophones authors to the use of biological categories to explain social processes, as well as the multiplicity of projects and interests that are legitimized and adopted in the name of adaptation. Finally, it is suggested to rethink the usefulness of adaptation from a transdisciplinary perspective, that replaces biological reductionism and commits itself to socio-environmental justice.

Key words: adaptation; climate change; development, mitigation; vulnerability

Introducción

El nulo avance que han tenido los esfuerzos internacionales en materia de mitigación, las emisiones históricas, la inevitabilidad del cambio climático asociada con la inercia del sistema climático, y la presión por parte de los países más vulnerables para que se prestase mayor atención a la adaptación en las negociaciones internacionales son algunas de las razones que contribuyeron a que esta se consolidara en el discurso político y en la literatura académica como meta deseable y necesaria (Pielke et al. 2007). Organismos y agencias internacionales como Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo han jugado un papel central como grandes promotores de la adaptación. Al dirigir cada vez más atención y fondos a las políticas de adaptación, han impuesto las pautas y marcado las tendencias de la política y de la ciencia climática mundial.

Pese a que gran parte de la academia ha seguido esta inercia, algunos investigadores, al incorporar en sus análisis las diferencias de clase y de poder y los procesos históricos que determinan la vulnerabilidad, han cuestionado la obligatoriedad de la adaptación y sus supuestos beneficios y beneficiarios (Lampis 2013; Taylor 2015; Watts 2009; Watts 2015). El presente texto recupera esos aportes y pone a discusión la neutralidad teórica y social de la categoría de adaptación. A partir de una revisión de los autores que contribuyeron a la formación del pensamiento de la adaptación, se rastrea el origen de la categoría, sus primeros usos en la biología evolutiva y su posterior incorporación a la literatura y la política sobre el cambio climático. A partir de ello, se rescata la crítica que autores latinoamericanos y anglófonos han hecho al reduccionismo biologicista, así como a la multiplicidad de agendas, proyectos e intereses que se legitiman y se llevan a cabo en nombre de la adaptación.

Dada la fecunda producción en torno a la adaptación al cambio climático desde la década de los noventa, las perspectivas incluidas se eligieron a partir de una selección de aquellas fuentes que, al estar presentes recurrentemente en los textos revisados, se consideraron esenciales para la discusión. La revisión no pretende ser exhaustiva, sino comprensiva: lo que se busca es ofrecer un panorama de las críticas y propuestas vinculadas a la categoría adaptación.

Varios son los aspectos que se ponen a discusión. En primer lugar, se cuestiona en qué medida la adaptación es la respuesta forzada frente a actores empresariales y gubernamentales que se resisten a la modificación del patrón energético. En segundo lugar, se esboza el origen y la incorporación de la adaptación a la literatura sobre cambio climático sintetizada en el trabajo del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), y se resalta la prevalencia del enfoque biologicista en su definición. A partir de ese balance, se señala el carácter dual de la adaptación como categoría científica y como proyecto político, dando cuenta de las modalidades elitistas en las que se puede expresar. Finalmente, frente al reduccionismo biologicista que ha caracterizado a la adaptación como categoría y al elitismo, como proyecto político, se analizan dos alternativas: la adaptación basada en comunidades, sus alcances y limitaciones, y la transdisciplina como punto de partida para una reconceptualización de la adaptación. Se aspira a que la discusión abra un espacio de oportunidad para pensar la adaptación, diseñarla y ejecutarla teniendo como meta la justicia social y ambiental.

La mitigación frustrada

Un tema que sin duda hoy pone en entredicho la utilidad política de la arquitectura diplomática internacional es el que tiene que ver con las negociaciones en torno al clima. Desde la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima, en 1979, han pasado más de 40 años de diplomacia climática, en que la constricción de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) y la conversión de la matriz energética global a fuentes no fósiles han resultado metas inalcanzables.

En 2016, el Acuerdo de París, esfuerzo internacional más reciente por poner un freno al incremento de la temperatura, se asumió fracasado al momento mismo de su firma. La no restricción del negocio de los combustibles fósiles impidió conciliar los compromisos adoptados con las medidas requeridas para frenar la debacle climática. Mientras que el límite de 1.5°C estipulado por el acuerdo requiere para su cumplimiento una disminución del 45 de las emisiones de dióxido de carbono (co2) para el año 2030 (IPCC 2018), los compromisos adoptados actualmente -si se cumplen- encaminan al mundo hacia un aumento de entre 2.9°C y 3.4°C en este siglo (United Nations 2019). Las contribuciones previstas y determinadas a nivel nacional tendrían que triplicarse para alinearse con el límite de 2°C y aumentar alrededor de cinco veces para no exceder el tope de 1.5°C (United Nations 2019).

La legitimidad de los organismos internacionales y de los espacios de discusión interestatal se desgaja ante su falta de resultados. Desgajamiento que pudo verse en septiembre de 2019 con la inusual aparición de Greta Thunberg en la Organización de Naciones Unidas en Nueva York. Un espacio que, desde su formación, ha sido exclusivo de jefes de Estado, de corporaciones y de sus representantes, hoy se esfuerza vanamente por simular apertura a los sectores no escuchados. La joven de 18 años, al increpar a los allí presentes sobre el tiempo perdido, dio cuenta del carácter estéril de dichas reuniones, pero a la vez de la inexistencia de otros mecanismos o espacios a los cuales los movimientos ambientales y climáticos y la sociedad en general puedan interpelar. Tal y como ha podido constatarse con el financiamiento negacionista y el cabildeo en los Estados, las estrategias corporativas han logrado impedir y posponer cualquier restricción a las emisiones de GEI que pudiera resultar en la disminución de sus tasas de ganancias (Brulle 2013; Oreskes y Conway 2011).

No se puede tener una política de mitigación efectiva, es decir, de reducción de las emisiones de GEI, sin sacrificar los dividendos de la economía fósil, sus reservas por explotar, así como sus veinte billones de dólares invertidos alrededor del mundo en infraestructura, minas de carbón, pozos petroleros, gasoductos y distribuidoras locales (Smil 2014, 57). Para no superar la meta de 2 °C, entre el 60 % y el 80 % de las reservas de carbón, petróleo y gas de las empresas que cotizan en bolsa debería clasificarse como “inquemable” (Carbon Tracker y Grantham Research Institute of Climate Change and Environment 2013).

Estas condiciones nos confrontan con una realidad imposible de eludir: la descarbonización no será espontánea ni automática. El incremento de la temperatura media global superará en breve el límite del 1.5°C y la obstinación corporativa se asegurará de ello. La economía basada en la quema de combustibles fósiles parte del supuesto de una atmósfera infinita y de su apropiación desigual (Malm y Warlenius 2017). En 2018, por ejemplo, compañías de petróleo y gas -Shell, ExxonMobil, Total, BP, Petronas, PetroChina, Korea Gas, Eni y Qatar Petroleum- aprobaron 50 000 000 000 de dólares de inversión en 19 megaproyectos fósiles con el potencial para socavar los objetivos determinados por el Acuerdo de París (Grant y Coffin 2019). Aunque muchos de los proyectos que se salen del presupuesto de carbono estipulado por la meta de los 2°C son proyectos a futuro, lo que implica que aún podrían cancelarse, no se vislumbra un cambio de trayectoria. En todo caso, se advierte una posible “burbuja de carbono” por el impulso de las inversiones futuras en combustibles fósiles, a sabiendas de que estas son altamente riesgosas y probablemente irrealizables (Carbon Tracker y Grantham Research Institute of Climate Change and Environment 2013). Tal y como señalan las organizaciones Carbon Tracker y Grantham Research Institute of Climate Change and Environment (2013, 3),

en ninguna parte de la cadena financiera los actores en los mercados de capitales reconocen, y mucho menos cuantifican, la posibilidad de que los gobiernos hagan lo que dicen que pretenden hacer con las emisiones, o una fracción de ellas.

Ante el fracaso de la política de mitigación, la adaptación irrumpe como única y apremiante salida. Sin embargo, cabe considerar que los proyectos de adaptación no son en absoluto neutrales y no están exentos de conflictos y contradicciones. Su definición, diseño e implementación en una sociedad que opera bajo principios, lógicas y metas de corte capitalista pueden derivar en un recrudecimiento de las desigualdades (raciales, de clase y de género), un fortalecimiento de estructuras coercitivas abusivas, y una refuncionalización violenta de instituciones ya existentes. Ahora bien, también puede significar la irrupción de actores y liderazgos colectivos desde abajo, para quienes la adaptación signifique (o solo sea posible a partir de) la superación de las desigualdades que condicionan, dificultan o imposibilitan su existencia. Es decir, la definición de la adaptación como meta y proceso está claramente en disputa.

La adaptación al cambio climático ¿quién la define y cómo?

A diferencia de la mitigación -que desde 1995 ha sido el centro de discusión en las Conferencias de las Partes (COP) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC)- la adaptación es un tema que se ha colocado de a poco en la agenda internacional. Al ser la quema de combustibles fósiles y las emisiones de GEI causas dominantes del cambio climático y del calentamiento global, resulta lógico que la mitigación ocupara los reflectores. No obstante, el reconocimiento por parte del Panel Intergubernamental de Cambio Climático de que la mitigación no prevendría todos los impactos de un clima cambiante (IPCC 2001; 2007), aunado a los exiguos avances en materia de reducción de emisiones, ha hecho que la adaptación adquiera relevancia política y académica.

Cabe reconocer que la labor desempeñada por el IPCC al trazar las rutas del discurso climático ha sido fundamental, entre otras cosas porque, de forma colegiada y pese a las presiones políticas, financieras y mediáticas de ciertos sectores empresariales y estatales, logró generar y difundir el consenso científico sobre el carácter antropogénico del cambio climático, al mismo tiempo que ha servido como punto de referencia tanto para la ciencia como para los tomadores de decisiones. Sin embargo, el IPCC, al ser una de las fuentes políticamente más importantes para evaluar la problemática climática, adquirió, aun sin pretenderlo, una suerte de hegemonía explicativa basada en el consenso, lo que, si bien en cierto es una de sus fortalezas, le plantea ciertas restricciones.

Para algunos autores, el control del IPCC por parte de los aparatos gubernamentales internacionales empobrece el quehacer científico y su aporte a la política climática, en la medida en que obliga al organismo científico a autolimitarse (Boehmer-Christiansen 1994; Haas 2004). Dado que las publicaciones del IPCC deben ser aprobadas por los gobiernos, la controversia que envuelve a temas social y científicamente relevantes, pero políticamente incómodos, tiende a evitarse (Victor 2015).

Otra crítica que surge al evaluar la génesis y la composición del IPCC tiene que ver con que su corpus conceptual y analítico ha sido delineado predominantemente por las ciencias naturales y en mucho menor grado por las ciencias sociales (Hulme y Mahony 2010; Bjurström y Polk 2011). Según un estudio realizado por Bjurström y Polk (2011), de las 8680 publicaciones revisadas por pares que fueron citadas por el IPCC en el Tercer Informe de Evaluación (también conocido como AR3), solo 12 % eran de ciencias sociales, cifra que se reducía a 8 % si se quita a la economía de este rubro. Lo mismo ocurre con la elección de los autores coordinadores. En el Quinto Informe de Evaluación (AR5), de los 64 autores principales que conformaron el grupo de trabajo II -encargado de analizar los impactos, la adaptación y la vulnerabilidad- menos de un tercio eran científicos sociales y de estos aproximadamente la mitad eran economistas (Victor 2015). Como bien apunta Steven Yearley, “la suposición institucional del IPCC es que la ciencia social más relevante es la economía” (Yearley 2009, 401), particularmente la economía ambiental y la economía de los recursos, cuyos fundamentos teóricos no confrontan las propuestas tecnocráticas y librecambistas que buscan los Estados y las corporaciones.

El rol secundario que se le ha atribuido de facto al conocimiento sobre lo social puede explicarse porque, a diferencia de las ciencias naturales, en las que hay una base conceptual compartida, en las ciencias sociales todos los conceptos están sujetos a discusión permanente y no pueden entenderse sin hacer referencia al contexto histórico y sociopolítico sujeto a las relaciones de dominación y explotación impuestas por el capitalismo (González Casanova 2017; Mann y Wainwright 2018).

La supresión de las ciencias sociales por sus diferencias epistemológicas y metodológicas con las ciencias naturales ha traído consigo un conocimiento parcial sobre el carácter antropogénico del cambio climático, que en un sentido sociopolítico amplio conlleva atender, además de las emisiones de GEI, las redes financieras, bélicas, comerciales, diplomáticas e ideológicas que han causado la emergencia climática, así como los intereses de clase que la siguen acelerando y que impiden tomar medidas para frenarla (Cano 2019; Islas 2019; Malm y Warlenius 2017; Saxe-Fernández 2018). Antes bien, la explicación de lo social que se impuso como hegemónica es la que se basa en conceptos biológicos como son la resiliencia y la adaptación.

Acuñada por el ecólogo C.S. Holling (1973) y posteriormente empleada en el análisis de los sistemas socio-ecológicos, la resiliencia nace de la crítica realizada por Holling a los modelos que asumían la existencia de un equilibrio único en los ecosistemas (Folke 2006). Al introducir el concepto de resiliencia, entendida como la capacidad de un sistema de absorber perturbaciones y al mismo tiempo preservar sus relaciones, Holling dio cuenta no solo de la existencia de múltiples estados de equilibrio, sino que abrió un nuevo enfoque para el análisis y el manejo de los ecosistemas. Este permitió transitar de una perspectiva que evitaba las variaciones y buscaba cambios controlados y escenarios homogéneos a un enfoque que considera a los ecosistemas como sistemas adaptativos complejos y, al cambio, como elemento definitorio de su comportamiento y de su aprendizaje (Folke 2006). La propuesta de Holling puso en cuestión la capacidad de los seres humanos de predecir y controlar el comportamiento de los ecosistemas y optó por resaltar y fortalecer la habilidad de los propios ecosistemas de soportar turbulencias inesperadas y extremas.

Actualmente, el concepto de resiliencia ha trascendido la ecología y está presente en múltiples áreas como son la ingeniería, la psicología, el urbanismo, las ciencias de la sostenibilidad y la política pública. Para el IPCC (2014, 137), por ejemplo, la resiliencia consiste en la

capacidad de los sistemas sociales, económicos y ambientales de afrontar un fenómeno, tendencia o perturbación peligrosa respondiendo o reorganizándose de modo que mantengan su función esencial, su identidad y su estructura, y conserven al mismo tiempo la capacidad de adaptación, aprendizaje y transformación.

¿Cuál es el atractivo de categorías como resiliencia y adaptación, y por qué su difusión ha sido tan amplia? Para Ashley Dawson, las razones están en que, primero, dan un respiro a los hacedores de política pública de la parálisis que caracteriza a las medidas de mitigación; segundo, en que la variedad de significados que se le atribuyen permite conciliar, al menos superficialmente, agendas e intereses muy diferentes y hasta contrarios; tercero, en que enfoques como la resiliencia y la adaptación autónoma pueden ser compatibles con el Estado reducido en funciones y capacidades que ha dejado el proyecto neoliberal, al ceder a las comunidades y a las personas toda la responsabilidad de hacer frente a sus problemáticas; cuarto, en que sugieren que existen ciertas propiedades inherentes de un organismo, un ecosistema, una sociedad o cualquier otro sistema complejo que hacen que se recupere de condiciones adversas, cualidad que entusiasma en un contexto tan adverso como el del cambio climático (Dawson 2018).

A partir de la publicación de El origen de las especies, de Charles Darwin (1859), la palabra adaptación abandonó el sentido común y se incorporó al lenguaje científico. Desde entonces, la biología evolutiva la ocupó para explicar el grado de adecuación o acoplamiento entre los organismos y su ambiente (Watt 2015). Asimismo, la impronta del pensamiento darwiniano se hizo presente un siglo después en la escuela de riesgos y desastres de Gilbert White, Ian Burton y Robert Kates (1978) y en su concepción biofísica del riesgo y de la adaptación como “ajuste intencional”.

En el caso de la sociología estructural-funcionalista de autores como R. K. Merton (1972) y Talcott Parsons (1968), la adaptación se asoció con la aceptación y la preservación de la estructura social. Según Merton, la conformidad2 es una forma de adaptación en la que los individuos aceptan los valores, las metas y los medios que la sociedad les asigna, lo que garantiza la estabilidad y la continuidad de la estructura social (Merton 1972 en Zanetti 2004). En cambio, la renuncia y la rebelión se conciben como dos formas de “no adaptación”, pues la primera implica un rechazo de los valores, los medios y las reglas por parte de los marginados y su no alineación a las normas institucionales; mientras que la rebelión, además de un rechazo a la estructura social y a sus fundamentos de operación, plantea su sustitución (Merton 1972 en Zanetti 2004). Un planteamiento similar se encuentra en la teoría de la evolución social de Talcott Parsons, la cual consideraba funcional todo aquello que favorece el mantenimiento y el desarrollo del sistema social y disfuncional lo que impide su conservación (Girola 2010).

Pese a las múltiples críticas que en la década de los ochenta fueron emitidas por la ecología política al uso de la categoría de adaptación -particularmente a su reduccionismo biologicista y a su fuerte carga funcional estructuralista- (Basset y Fogelman 2012; Watts 2015; Watts 2009) el IPCC (2001, 173) en su tercer informe de evaluación la retomó y la definió como

ajuste de los sistemas humanos o naturales frente a entornos nuevos o cambiantes. La adaptación al cambio climático se refiere a los ajustes en sistemas humanos o naturales como respuesta a estímulos climáticos proyectados o reales, o sus efectos, que pueden moderar el daño o aprovechar sus aspectos beneficiosos.

A diferencia de la propuesta darwiniana, en la que la adaptación es un proceso contingente, sin dirección o fin determinado, en la que los cambios ocurren sin planificación y solo la relación con el ambiente define si son favorables o desfavorables (Ruíz 2009), en el discurso de la política climática, la adaptación aparece como un proceso que puede ser previsto y diseñado con el propósito de reducir el daño o las afectaciones que resulten del cambio climático. Asimismo, al señalar las “oportunidades beneficiosas” que pueden traer consigo los efectos de un clima cambiante, ofrece una lectura optimista de la adaptación, que evade la relación entre capitalismo y cambio climático y obscurece las desigualdades sociales en las que dichas oportunidades están imbuidas. En consecuencia, no sorprende la velocidad con la que la política pública y el sector privado institucionalizaron los conceptos de adaptación y resiliencia y los adoptaron como marco de referencia para llevar a cabo proyectos orientados a la reorganización del espacio, particularmente urbano, y de las instituciones gubernamentales que lo gestionan, estableciendo como meta deseable las sociedades adaptadas y resilientes.

Un ejemplo de lo anterior puede verse en proyectos como “100 ciudades resilientes”, financiado por la Fundación Rockefeller en más de 40 países; el “Programa de Perfiles de Ciudades Resilientes” (CRPP por sus siglas en inglés), impulsado por la Organización de Naciones Unidas (ONU); los “Planes Nacionales de Adaptación” desarrollados por distintos gobiernos en el mundo y el “Plan de Acción sobre Adaptación al Cambio Climático y Resiliencia” gestionado por el Banco Mundial. Son estrategias encaminadas al fortalecimiento de las “capacidades adaptativas” de los gobiernos y vinculadas al diseño y la ejecución de planes de resiliencia, a la gestión de riesgos y a la promoción de las inversiones y transferencias para el desarrollo.

El uso y abuso de las metáforas biológicas para definir y dirigir lo social, aunque para algunos sectores gubernamentales y empresariales ha sido conveniente, científicamente es impreciso y trae consigo varios riesgos en el ámbito político. Por ser la adaptación un concepto que no fue pensado para explicar la realidad social, su definición es ambigua, maleable y despolitizada; naturaliza lo que es histórico y, por tanto, se ostenta como la única elección posible. Incluso en aquellas ciencias sociales (como la antropología, la geografía y la sociología) en las que se ha utilizado el concepto de adaptación, este “siempre ha cargado el equipaje del funcionalismo estructural, por una parte y del reduccionismo biológico por la otra” (Watts 2009, 8).

Si bien en las ciencias sociales el uso de categorías provenientes de la teoría evolutiva perdió su atractivo con el surgimiento de la ecología política, en las décadas de los setenta y ochenta del siglo XX, actualmente el catastrofismo climático reaviva el concepto. El nulo avance en mitigación y la vulnerabilidad creciente de los más pobres dan fundamento a ello, pues, al juzgar que el incremento de la temperatura es una realidad ineluctable y al poner a los más pobres como los más afectados, los Estados, las corporaciones y los organismos multilaterales le dan una justificación biofísica y social, al tiempo que definen bajo qué términos debe ejecutarse (préstamos, asistencia para el desarrollo, financiamiento voluntario, misiones de pacificación…). El riesgo radica en que los responsables de la mitigación fallida ahora se promueven como los sujetos de la adaptación exitosa.

La vaguedad del concepto de adaptación resulta compatible con viejas categorías, lógicas e instituciones que, como la asistencia para el desarrollo y el Banco Mundial, se refuncionalizan para un contexto de cambio climático (Scoville-Simonds, Jamali y Hufty 2020). Al respecto, Marcus Taylor (2015, 51) señala:

La adaptación al cambio climático y sus conceptos básicos subyacentes -vulnerabilidad, resiliencia y capacidad de adaptación- ahora asumen un lugar dentro del léxico del pensamiento de desarrollo convencional junto con la competitividad, la buena gobernanza, el empoderamiento y la sostenibilidad.

Es así que el Banco Mundial despliega su plan de financiamiento para la adaptación, indicando: “La adaptación y el desarrollo están inextricablemente vinculados y son recíprocos: una buena adaptación puede ofrecer buenos resultados de desarrollo, y asegurar un buen desarrollo requiere una acción de adaptación efectiva” (World Bank 2019, 6). Narrativa que, como diría Susan George (2016), “genera un molesto sentimiento de déjà vu [ya visto] o incluso de déjà su [ya conocido]”, pues pese al cambio del lenguaje o a la incorporación de nuevos términos, la lógica de funcionamiento es la misma.

Al analizar, por ejemplo, al financiamiento para la adaptación, se ha evidenciado que no está exento del voluntarismo y de la captura elitista de los fondos que ha caracterizado a la asistencia para el desarrollo, que no hay mecanismos claros que permitan corroborar que el financiamiento es realmente nuevo y adicional al ya existente (Scoville-Simonds, Jamali y Hufty 2020), que los países más vulnerables no necesariamente reciben la mayor parte de los recursos (Carty y le Compte 2018; Saunders 2019), y que en muchas ocasiones actúa como una política de injerencia “suave” (soft power) con miras a la imposición de agendas políticas y de negocios por parte de los financiadores, en detrimento de los financiados (Delgado y Romano 2013; Thomas y Warner 2019). Se privilegian las estrategias filantrópicas, mientras que mecanismos más eficaces, como podría ser el canje de deuda externa por adaptación, tal y como lo propone la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL 2018), no figuran en las propuestas.

Un balance detallado sobre los beneficiarios de los fondos de adaptación puede encontrarse en el estudio Climate change adaptation finance: are the most vulnerable nations prioritised?, publicado por el Stockholm Environment Institute, cuyos hallazgos indican que las naciones más vulnerables son las menos propensas a ser seleccionadas como receptoras de financiamiento por donantes bilaterales y multilaterales, y que un aumento en el financiamiento no se traduce necesariamente en un incremento proporcional de la cantidad de fondos que fluyen hacia los países más vulnerables (Saunders 2019). A lo anterior se suma el hecho de que los incentivos para transferir recursos serán cada vez menores en un mundo más caliente.

A la par, cabe tener en cuenta que la asociación entre adaptación y desarrollo entendido como crecimiento económico genera falsas expectativas de lo posible en un planeta que se calienta, pues se presenta como si fuera una solución en la que todos ganan y en la que nada ni nadie se sacrifica, de modo que, además de necesaria, la adaptación se vuelve deseable, sobre todo, se dice, para los más pobres. Sin embargo, las desigualdades existentes en el marco de una sociedad capitalista obligan a no perder de vista la multiplicidad de proyectos de adaptación y la diversidad de intereses que cada uno promueve y, por tanto, a cuestionar aspectos básicos como cuáles son los objetivos que busca; bajo qué principios opera (la solidaridad, la competencia, el lucro…); qué actores la promueven; quiénes son los beneficiarios; qué sacrificios deben hacerse y quién los hará.

Esos cuestionamientos permitirán, en cierta medida, desmantelar la aparente neutralidad de la adaptación y entender cómo en algunos casos los actores y sectores que hoy obstaculizan la mitigación son los mismos que están promoviendo la adaptación, con el propósito no de atender los impactos generados por el cambio climático, sino de aprovecharse de ellos política, económica o militarmente. De igual modo, facilitarán evidenciar los casos en los que la adaptación bien intencionada conlleva consecuencias no deseadas, que terminan produciendo y reforzando la vulnerabilidad de personas ya de por sí vulnerables. Tal y como señala Andrea Lampis (2013, 29),

las políticas, las tipologías de las medidas de adaptación, la exposición a los impactos y hasta los conceptos y las palabras que se utilizan para enfrentar al fenómeno tan solo aparentemente responden a una agenda unívoca liderada por el conocimiento científico de los modelos y las previsiones. Por detrás de esta realidad se agitan cuestiones controvertidas y se enfrentan intereses de comunidades políticas, científicas y sociales que, si bien aparentemente convocadas para resolver un problema común, en realidad se contienden la mejor posición para la afirmación de su propia agenda.

Modalidades de adaptación elitista

Aunque generalmente los discursos institucional y académico ponen a los pobres como los mayores beneficiarios de la adaptación, diversos autores (Baviskar 2002; Buxton y Hayes (2016; Dawson 2018; Klein 2018; Welzer 2010) dan cuenta de otras modalidades de adaptación en las que son sus principales víctimas. La tipología sintetizada por Thomas y Warner (2019) incluye: el desplazamiento de las amenazas, la gentrificación climática, las fortificaciones de élite, el capitalismo del desastre y la conversión de la vulnerabilidad y de los vulnerables en ataques a la seguridad. Todas son modalidades de lo que en este trabajo se denominará adaptación elitista, en la medida en que coloca a las élites financieras, políticas y militares, locales y globales, en el centro de sus preocupaciones y en el corazón de la toma de decisiones, en detrimento de los desposeídos y más vulnerables, cuya esfera de incidencia es mínima.

El “desplazamiento de las amenazas” se refiere a una relocalización o redistribución de los impactos del cambio climático, que ocurre al priorizar la protección de cierta población poniendo en riesgo a otra (Thomas y Warner 2019). Ello implica que los riesgos climáticos no desaparecen, solo se transfieren, generalmente a los más vulnerables y a los que menos han contribuido a generar el problema.

Por su parte, la “gentrificación climática” hace referencia a la expulsión de hogares pobres de zonas donde la exposición a los impactos del cambio climático es menor, de manera que dichos espacios puedan ser ocupados por sectores ricos o de mayor nivel adquisitivo (Thomas y Warner 2019). A ese proceso Ashley Dawson lo denomina “acumulación por adaptación” (Dawson 2018), para referirse a la ejecución de despojos masivos de territorios que después se reincorporan a negocios altamente lucrativos, como el sector inmobiliario. Tal y como apunta el trabajo de Baviskar (2002), la gentrificación climática se vale no solo de la “limpieza” de los pobres y de su desplazamiento a zonas de mayor riesgo, sino también de un “ambientalismo burgués”, que reconstruye y rediseña el espacio en conformidad con las preocupaciones de las clases altas en torno a la seguridad, el ocio y los negocios. En ese mismo tenor y valiéndose de mecanismos similares, aparecen las “fortificaciones de élite”, enclaves de lujo que garantizan a un sector mínimo de la población condiciones de seguridad que les permiten aislarse de los efectos del cambio climático.

Esas formas de adaptación elitista comparten el hecho de que protegen los privilegios de quienes las promueven, incrementan la vulnerabilidad de los ya vulnerables y refuerzan las desigualdades en que dicha vulnerabilidad se inscribe. Dinámicas que llegan a su máxima expresión tanto en el “capitalismo del desastre” como en “la conversión de la vulnerabilidad y de los vulnerables en amenazas a la seguridad”, dos de las modalidades social y ambientalmente más destructivas de la adaptación elitista, pues en ambas la violencia contra los más pobres y vulnerables, de por sí asociada con los procesos de acumulación capitalista, se lleva al extremo.

Para Naomi Klein, el capitalismo del desastre conlleva “ataques organizados contra las instituciones y bienes públicos, siempre después de acontecimientos de carácter catastrófico, declarándolos al mismo tiempo atractivas oportunidades de mercado” (Klein 2018, 6). En un sentido más amplio, el capitalismo del desastre es una forma de adaptación prosistémica, en la que se pretende seguir generando ganancias a partir de la crisis ambiental y climática y del desastre social generado por el propio capitalismo. Es decir, antes que replantearse la destructividad de la lógica capitalista, opta por recrudecerla. Desde esa perspectiva, el cambio climático, más que una problemática de corte existencial, es una “oportunidad de negocios”, un mercado en ascenso en el que la adaptación se convierte en un nuevo espacio de acumulación de capital.

En América Latina y el Caribe, el uso del desastre como mecanismo de injerencia imperial ha sido ampliamente documentado, incluso antes de que el cambio climático fuera una preocupación (Castor 1980). La experiencia histórica de la región latinoamericana y caribeña alerta sobre los peligros de la “asistencia humanitaria” como estrategia de reconocimiento militar, imposición de deudas y privatización de activos públicos (Cano 2017; Castor 1980; Klein 2018; Rodríguez 2019). Precisamente, la modalidad más extrema de adaptación elitista, que proponen autores como Thomas y Warner (2019) y Buxton y Hayes (2016), es la que surge de la conversión de la vulnerabilidad y de los vulnerables en ataques o amenazas a la seguridad de las élites, los negocios y los Estados. Los más vulnerables se vuelven el problema a enfrentar y no los impactos climáticos y sus causas, de tal manera que se inicia una guerra contra ellos, tangible en medidas antiinmigrantes, así como en el control migratorio remoto que ejercen países centrales en otros territorios y en otras fronteras, como es el caso de Estados Unidos con México, donde el objetivo central es impedir la movilidad de los pobres, que en algunos casos será la forma más extrema de adaptación frente al caos climático (Welzer 2010).

Esa forma de definir la vulnerabilidad está impregnada de una mentalidad militarizada, que busca consolidar el principio de la competencia belicista en un mundo cada vez más caliente y de ecosistemas sobreexplotados. En tal contexto, las estrategias de adaptación incluyen la movilización de fuerzas militares y de seguridad para contener a los más pobres en áreas que se vislumbran como conflictivas. Asimismo, despunta un ambientalismo militar, con miras a ecologizar la infraestructura y las operaciones de guerra de las fuerzas armadas, para hacerlas más efectivas y flexibles en un contexto de cambio climático. Desde ese punto de vista, el aumento de la temperatura inevitablemente trae consigo una mayor conflictividad geopolítica, por la disputa de recursos, por la competencia de reservas emergentes -como es el caso de los combustibles fósiles y de la aparición de nuevas rutas comerciales ante el derretimiento del Ártico-, así como por el aumento en el número de desplazados climáticos.

El fundamentalismo bélico presente en estos ejemplos apunta hacia un solo escenario: la guerra perpetua. Aunada a la preservación de los negocios como máxima, da cuenta de una política en la que las decisiones económicas, políticas e ideológicas encaminan a una sociedad hacia el exterminio de multitudes. Ello implica que el exterminio no es un resultado accidental, sino “consecuencia directa de actos políticos previos, de la acumulación y perfeccionamiento de los medios de exterminio, y de la estructuración del conjunto de las sociedades de manera que tiendan hacia ese final” (Thompson y Grasa 1982, 92).

Las respuestas elitistas ante el cambio climático dan cuenta de la nula disposición de los “altos círculos” del poder económico, político y militar (Mills 2005) de ceder o renunciar a sus privilegios, de ahí que transfieren a los más pobres la obligación de adaptarse o perecer.

Adaptación basada en comunidades: alcances y límites

Ante la imposibilidad de incidir en las decisiones y en los comportamientos de los “altos círculos” (Mills 2005), la política pública y la literatura académica han optado por orientarse hacia la escala comunitaria. En ella, los efectos del cambio climático se experimentan con mayor intensidad, pero también la incidencia puede ser mayor. Los actores son más fácilmente identificables y más accesibles, y se percibe que los patrones de conducta pueden ser moldeables. También es la escala donde la población está dispuesta a aceptar sacrificios, no por gusto, sino por falta de poder. Dicho de otro modo, resulta más factible la adaptación de los pobres que la modificación de los patrones de conducta de los ricos.

Incluso en ese contexto, no puede negarse la importancia que adquiere el fortalecimiento de las capacidades de los actores más vulnerables para enfrentar colectiva y autónomamente los retos que trae consigo el cambio climático, sobre todo en contextos donde los gobiernos se encuentran rebasados por el problema, sin una agenda clara de acciones, impulsando o permitiendo agendas de adaptación elitista, o en franca bancarrota tras décadas de desmantelamiento neoliberal.

La llamada adaptación basada en comunidades, al centrarse en la escala y en la población más vulnerables a los impactos del cambio climático, permite identificar las dinámicas y las necesidades concretas que operan en los territorios. Igualmente, abre la posibilidad de que exista un mayor involucramiento de los interesados locales en el diseño de las estrategias de adaptación, de modo que esta se lleve a cabo bajo sus propios términos, aprovechando el conocimiento que ya tienen sobre el terreno, así como las normas sociales que definen, a veces de manera imperceptible, el éxito o el fracaso de determinadas medidas de adaptación (McNamara y Buggy 2017).

Pese a su potencial, el principal problema de la adaptación basada en comunidades está en que “hay un límite respecto a lo que las comunidades pueden hacer autónomamente” (McNamara y Buggy 2017, 13), es decir, su nivel de incidencia es limitado debido a que el tamaño de las amenazas (impactos climáticos, actividades extractivas y violencia estructural) supera el alcance, la capacidad y el poder de decisión de las comunidades. El conocimiento y el aprendizaje que se generan en lo local están sujetos a las limitantes políticas, financieras y técnicas de las comunidades, y a que en algunos casos la idea de “comunidad” no se concreta socialmente, es decir, no hay cohesión que la haga efectiva, ya sea por las relaciones jerárquicas que existen dentro de ella (de género, etnia o clase) o por los efectos de una institucionalidad que se ha encargado de desmantelarla.

A las observaciones anteriores se suma la perspectiva de la ecología política, para la cual el uso acrítico de marcos conceptuales prediseñados -como vulnerabilidad, resiliencia y capacidad adaptativa- ha implicado que la adaptación basada en comunidades se convierta en un medio para dotar de contenido local a conceptos de pretensión universal “que preceden a las particularidades históricas de cualquier lugar dado y a sus dinámicas socioecológicas subyacentes” (Taylor 2015, 54). El esquema conceptual dominante se enfoca en identificar las actividades locales que refuerzan las capacidades de las comunidades para vivir en climas menos predecibles. Sin embargo, “catalogar simplemente las muchas formas en que las personas se están adaptando y sufriendo el cambio climático […] es insuficiente en un sentido analítico, ético y político” (Mann y Wainwright 2018, 143). Para Taylor (2015), dejar en manos de las comunidades la responsabilidad de la adaptación valida académicamente el presentismo y el localismo de las políticas de adaptación y diluye las responsabilidades históricas de ciertas clases sociales en el deterioro de las condiciones de existencia. El cortoplacismo al que se reduce la adaptación comunitaria es insuficiente frente al cambio climático, proceso de larga duración (Guldi y Armitage 2014).

McNamara y Buggy (2017, 456), al plantearse las posibilidades de redefinir la adaptación basada en comunidades, lanzan una pregunta central: “¿Continuará considerándose a la 'comunidad' como una noción romántica, repitiendo así los errores del pasado y adoptando el nivel comunitario como la panacea, ignorando los problemas clave de poder y desigualdad?”.

Además de aprender a enfrentar condiciones climáticas sin precedentes, lo que necesita la población, como condición necesaria para su supervivencia, es erradicar las fuentes que están generando su vulnerabilidad. Las personas y comunidades empobrecidas y desprovistas de poder no podrán sobrevivir si las condiciones materiales que determinan su vulnerabilidad no se modifican. Disociar la adaptación de la mitigación y el cambio climático del capitalismo implica claudicar científica y políticamente en favor de un estado de cosas que necesita transformarse con urgencia.

Al respecto, se ha estudiado cómo en ciertas situaciones de catástrofe social asociadas a eventos climáticos, las personas son capaces de responder con acciones colectivas basadas en la solidaridad y la empatía, y no necesariamente como indica el imaginario individualista, bélico y competitivo que dibujan los ideólogos de la guerra y los beneficiarios del capitalismo del desastre (Conroy 2019; Dawson 2018; Islas 2019; Klein 2018). En esos casos, la organización espontánea y extraestatal nace generalmente como reacción de los más afectados a la desatención, a la austeridad y al burocratismo institucionales, planteando otro tipo de relaciones sociales con el potencial para suplir, aunque de forma momentánea, el orden social establecido.

En ese intervalo en el que lo colectivo adquiere relevancia y la población toma el control de las circunstancias, resulta valioso prestar atención a la evaluación que los afectados hacen de las dinámicas y tendencias que explican la catástrofe y de las perspectivas de futuro que construyen frente al cambio climático y sus impactos. Lo anterior puede ayudar a precisar las condiciones que deben cambiarse, lo que la población está dispuesta a negociar y aquello que se concibe como irrenunciable.

Pensar cómo definir y cómo responder al cambio climático desde una perspectiva que privilegie la justicia climática y social implica abandonar las explicaciones y decisiones unidireccionales y excluyentes. Ello aplica tanto para el ámbito de la política como para el de la ciencia.

La urgencia por la transdisciplina

Al menos en el ámbito científico, hay un acuerdo cada vez más extendido respecto a que el cambio climático es un problema que no puede ser resuelto ni explicado por una sola área disciplinar, o únicamente por el conocimiento experto. Sin embargo -tal y como se vio con la conformación del IPCC- el reconocimiento efectivo de las diferencias ontológicas, epistemológicas, teóricas y metodológicas de los diversos campos de conocimiento es una tarea pendiente e inaplazable. En un contexto de inestabilidad climática, política y social es vital desarticular el carácter excluyente del discurso y de la diplomacia climática, que ha subordinado, silenciado y negado a una multiplicidad de voces, perspectivas y racionalidades, por percibirlas incómodas para el estado actual de cosas. En ese sentido, la apuesta por la transdisciplina es urgente, entendiendo por esta a

un principio y método científico reflexivo e integrador, que tiene como objetivo la solución o transición de problemas sociales y al mismo tiempo de problemas científicos relacionados, al diferenciar e integrar el conocimiento de varios cuerpos de conocimiento científicos y sociales (Lang et al. 2012, 26-27).

Al adoptar la transdisciplina como método, se pone en cuestión la jerarquía disciplinar que ha privilegiado a las ciencias naturales por encima de las ciencias sociales y las humanidades, se rompe con la “expertocracia” que -en la ciencia y en la política- se ha encumbrado como la única capaz de intervenir en la toma de decisiones (Gorz 1994), y se abre la puerta para que los más afectados se coloquen como agentes generadores de conocimiento y constituyan lo que Funtowicz y Ravetz (1993) llamaron “comunidad extendida de pares”, es decir, grupos de trabajo que funcionan a partir de la incorporación del conocimiento experto y no experto, así como de las demandas y preocupaciones sociales.

El cambio climático, capítulo común en la historia del planeta y en la historia de una formación socioeconómica basada en la quema de combustibles fósiles (Angus 2016; Malm 2016), requiere ser entendido en el entrecruce entre el tiempo geofísico y el tiempo social, en su dimensión política y física, así como en sus múltiples escalas espaciales y temporales. La transdisciplina, más que disolver las áreas de experticia, las aprovecha. Asume que la naturaleza y la sociedad -aunque coproducidas en interacción y retroalimentación- tienen escalas y dinámicas distintas, que merecen ser atendidas de manera diferenciada, pero articulada.

El “tiempo corto” en el que las comunidades y los individuos observan y resienten los efectos del cambio climático solo tiene sentido en el “tiempo largo” de los procesos geológicos y biofísicos, y en el “tiempo medio” de los procesos sociales y culturales, de los ciclos económicos y de las coyunturas políticas (Braudel 1953; Guldi y Armitage 2014). Esa consideración tal vez resulte ociosa para los imperativos de corto plazo que rigen las labores de los hacedores de política pública (elecciones y partidas presupuestales) y de los dirigentes corporativos (reportes financieros trimestrales e inversiones), e incluso para amplios sectores de la población que apremian por soluciones prontas. Sin embargo, no contemplarla agudiza la miopía histórica de la política climática y, por tanto, el carácter moderado y torpe de sus resultados (Guildi y Armitage 2014).

Dado que quien define el problema en cierto sentido prescribe la solución, historizar las ideas y los conceptos y la forma en que estos se vuelven práctica política ayuda a evidenciar la tradición teórica a la que responden, el contexto en el que se formularon, así como sus restricciones explicativas.

Consideraciones finales

Tal y como pudo verse en apartados anteriores, la adaptación al cambio climático, como concepto y como proyecto, refleja la disputa por la supervivencia que se gesta entre múltiples actores y modos de vida, con motivaciones, posiciones e intereses diversos, por lo general opuestos y excluyentes entre sí, que operan en el marco de condiciones técnicas, científicas, políticas, sociales, económicas y ambientales conflictivas y disímiles. Aspectos que el origen biológico del concepto ignora o encubre.

El uso de categorías biológicas para explicar relaciones sociales anula el conocimiento generado por las ciencias sociales y las humanidades, universaliza procesos que son contextuales y naturaliza dinámicas que son históricas. Así, legitima comportamientos y estructuras conservadoras, desconociendo las particularidades del comportamiento social. Pese a ello, conceptos como los de resiliencia y adaptación vuelven a colocarse en la agenda académica y política internacionales. En ese sentido, cabe preguntarse si es posible deconstruir un concepto que ya está constreñido por sus supuestos fundacionales. La “deconstrucción” del concepto pasa por evidenciar los conflictos que alberga, desde la relación capitalismo-cambio climático y adaptación, hasta el rol de las élites económicas, políticas y militares, y el cambio climático y la adaptación como problemas de clase. Esto implicaría un análisis completamente distinto y un abandono del cariz biologicista del concepto.

Para la academia y los gobiernos, la conveniencia de emplear el concepto de adaptación puede derivar de que es el marco de referencia aceptado por los organismos internacionales, así como por las agencias privadas y gubernamentales que sufragan los proyectos de investigación y la “ayuda para el desarrollo”. A su vez, para el sector empresarial y gubernamental, la vaguedad del concepto les permite refuncionalizar muchas de sus viejas prácticas y objetivos en un nuevo contexto, marcado por los retos del cambio climático. Aquellas prácticas que ya de por sí han dado cuenta de su fracaso para resolver los principales problemas que aquejan a la humanidad.

Las modalidades de adaptación elitista antes señaladas dan cuenta de las múltiples formas en las que el discurso de la adaptación puede ejecutarse, lo que permite desmitificar su supuesta neutralidad y visibilizar la disputa que envuelve su definición y puesta en práctica.

En ese sentido, la apuesta transdisciplinaria busca afrontar el reduccionismo biologicista y economicista hasta el momento privilegiado, y aspira a construir conocimiento desde distintas ramas disciplinares y desde distintas fuentes de conocimiento. La transdisciplina se vuelve una oportunidad para democratizar la definición de los proyectos de adaptación y hacer partícipes del proceso a los más afectados.

Construir conocimiento y llevar a cabo políticas delineadas por el principio de justicia climática implica desarticular las metas y categorías que han contribuido a generar la emergencia ambiental actual. Tal y como señalan Mann y Wainwright (2018, 347),

[…] la crisis planetaria es, entre otras cosas, una crisis de la imaginación, una crisis de la ideología, el resultado de la incapacidad de concebir cualquier alternativa a los muros, las armas y las finanzas como herramientas para abordar los problemas que acechan en el horizonte […].

Aun cuando hoy no se tenga absoluta claridad de cómo articular un futuro global ambiental y socialmente justo, una lección que emana de la historia es que los hombres y las mujeres que hicieron posibles las grandes revoluciones sociales del siglo xx no se movían por “una visión precisa de un mundo futuro, sino por la insoportable condición de ése en el cual vivían” (Gilly 2016, 23). Para que las alternativas social y ambientalmente justas puedan ser siquiera pensadas, es necesaria una ruptura con los principios, las lógicas y las relaciones sociales que hacen que el mundo actual sea insoportable para millones de seres humanos. Ahí el campo científico tiene una labor ineludible.

En países donde la política de adaptación es incipiente y necesaria, la discusión que envuelve su definición abre un espacio de oportunidad para que puedan pensarla, diseñarla y ejecutarla desde una perspectiva transdisciplinaria, que no acreciente las desigualdades existentes. Particularmente para los países más vulnerables al cambio climático, será importante que en el ámbito político y académico se haga un ejercicio reflexivo sobre la forma en que se adoptan agendas académicas y marcos conceptuales externos y muchas veces ajenos a las condiciones sociopolíticas donde se pretenden implementar.

Aunque este texto se centró en evidenciar el reduccionismo biológico que trae consigo el concepto de adaptación, así como las modalidades elitistas que puede adquirir, cabe preguntarse si la adaptación con trayectorias que apuntan hacia un incremento de la temperatura superior a los 3°C será posible. De serlo, ¿qué tipo de adaptación será? ¿Para quiénes y para cuántos será alcanzable?

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1Este artículo forma parte de una investigación doctoral del Posgrado de Ciencias de la Sostenibilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México, financiada por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT).

2Entre las acepciones de conformidad que ofrece la Real Academia de la Lengua se encuentran: “Correspondencia de una cosa con otra”, “adhesión íntima y total”, “aprobación”, “tolerancia y sufrimiento en las adversidades”.

Recibido: 30 de Enero de 2020; Aprobado: 02 de Mayo de 2020

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