Introducción
A través de la historia, la ampliación de los derechos corresponde exclusivamente a aquellas personas que han sido reconocidas como sujetos ante la ley y que, al mismo tiempo, han sido merecedoras de considerabilidad moral1. En cierto sentido, la moralidad implica para la ética lo que el estudio del estatus legal2 implica para la jurisprudencia. La esclavitud es el ejemplo por excelencia de la expansión de derechos. Los esclavos experimentaron ambas: la trasmutación legal y moral de su naturaleza inherente. Pasaron de ser originalmente considerados meros objetos o bienes, propiedad de otros, a ser reconocidos como seres humanos -con su condición de derechohabientes- en las esferas social y legal (Nash 1989, 199-213).
El concepto de expansión de los derechos ha sido ilustrado espléndidamente por Roderick Nash, cuya idea se muestra en el gráfico 1, adaptada a los derechos humanos en el ámbito internacional (Nash 1989, 6-7).3
Durante siglos, la esclavitud no fue vista como una práctica inmoral, sobre todo en referencia a las personas negras, hasta que grupos abolicionistas pusieron atención sobre la cuestión de su legitimidad ética. Llegaron incluso a iniciar la guerra civil de Estados Unidos, en 1861.4 En la actualidad, a pesar de que existen estimaciones de que persisten más de cuarenta millones de personas alrededor del mundo bajo alguna modalidad de esclavitud moderna, la práctica se encuentra penalizada como un crimen que debe ser perseguido, y es consecuentemente reprochable en sentido moral (Walk Free Foundation 2018, ii, 6).
Hasta aquí, la idea sobre la expansión de los derechos parece ser relativamente simple, entendiendo que los sujetos referidos han sido históricamente seres humanos. Es decir, aun cuando poseían un estatus legal diferente, tanto las personas libres como las esclavas compartían la misma naturaleza, por lo que cuando los atributos instrumentales de los esclavos (estatus legal) fueron reconocidos, de forma paralela, su esencia humana (valor ético) se manifestaba idéntica ante la ley, en relación con los otros seres humanos (al menos en teoría). Similar proceso tuvo lugar con los derechos y el reconocimiento moral de las mujeres (Tong y Williams 2009) y los niños (Matthews y Mullin 2018), cuya salvedad la encontramos en casos extremadamente controversiales sobre el aborto (Lee y George 2005), los fetos (Payne 2010) o los embriones (Banchoff 2011).
En el caso de la naturaleza, la filosofía moral y la ética han pretendido seguir caminos análogos al de la expansión de derechos, si bien no en la misma dirección ni en términos de temporalidad (Stone 1972, 450). Como resultado, el desarrollo teórico ha derivado en un amplio rango de corrientes de pensamiento heterogéneas, cuyas características -aunque en ocasiones incomparables entre sí- han permitido finalmente separarlas. De acuerdo con Keller (2010, 11), existen dos tendencias generales: individualismo y holismo. Entre paréntesis, en ciertas esferas científicas (raramente en la filosófica), la dicotomía ha sido abordada simplemente como una tensión entre el antropocentrismo y el biocentrismo/ecocentrismo. A estos dos últimos, incluso se les atribuyen significados sinónimos (Godrej 2016, 50-51; Martinez 2014, 66; Clayton y Opotow 2003, 348; Robertson 2017, 42). Para evitar confusiones, es imperativo tener en mente las diferencias teóricas, de tal forma que el análisis de la naturaleza como persona jurídica refleje de forma coherente y consistente el fundamento filosófico en el que se basa.
Breve aproximación a la considerabilidad moral
La definición de considerabilidad moral constituye uno de los mayores desafíos de la ética, en virtud de la vasta variedad de concepciones existentes y su subsecuente connotación epistemológica. La plétora de definiciones ilustra la ambigüedad y complejidad del concepto, al punto de que los contrastes son usualmente notorios, aun en muestras pequeñas. Dependiendo de cada perspectiva, la considerabilidad moral puede ser definida, por ejemplo, como el atributo de las entidades para merecer obligaciones de parte de sus pares (Warren 2006, 439), como la capacidad de absorber una conducta moral que puede ser otorgada inteligiblemente (Bernstein 1998, 9) o como el nivel de autonomía para actuar de cierta manera (Perry 2014, 27). Si se considera la potencial proyección de algunas herramientas actuales como internet, es muy probable obtener una relativamente amplia gama de percepciones heterogéneas sobre el concepto, lo que complejiza aún más su definición. Sin embargo, en todas las formas y los alcances está claro que no se trata solo de una jerga técnica (Scott 2007), y que constituye un reconocimiento ético de importancia, relevancia, valor y significado, en comparación con otras entidades, lo cual a menudo se deriva en la concesión de derechos y demanda de obligaciones.
La diversidad conceptual relativa a la moralidad no ha sido el único obstáculo epistemológico para abordar el tema con claridad. El concepto se ha vuelto cada vez más confuso desde el aparecimiento de la ética ambiental, a inicios de los años 70, una disciplina filosófica orientada al entendimiento de la relación entre los humanos y la naturaleza (Cahen 1988, 195). Ello se nota en la expansión de los límites morales, ya sea en función de la capacidad de sufrir, como lo interpreta Peter Singer (1999, 57), de la autoconciencia de los propios derechos, según Tom Regan (1983, 243-248), del hecho de tener una vida, tal como lo explican Rolston III (2012, 63-64) y Paul Taylor (2011, 14-24), o de ser parte de una comunidad biótica, siguiendo a Leopold (1970, 239) y Callicott (1987, 186-217). Esa expansión tiene una relevancia notable porque denota el reconocimiento de valor moral para seres no humanos al mismo nivel que el de los humanos, percepción que ha afectado de manera significativa el núcleo de la ética. Para Keller, no se trata de un tema aislado, con interés filosófico. El autor cree en que este punto es tan importante que toda la disciplina de la “ética ambiental podría ser vista como un proyecto de ampliación de la consideración moral (directa o indirectamente) hacia aquellos seres dignos de reconocimiento, más allá de los humanos” (Keller 2010 , 149).
De esa forma, si hablamos del otorgamiento de personalidad jurídica a la naturaleza, la esencia del argumento ético es determinada por el alcance de la expansión de los derechos. Ello implica, entonces, preguntarse si la ampliación o extensión de derechos, en este caso, protegerá solo a humanos (antropocentrismo), a humanos y no humanos (animalismo y biocentrismo), holísticamente solo a ecosistemas (ecocentrismo) o al todo, incluyendo los ambientes construidos por el ser humano (ética general) (Keller 2010, 149).
En todo caso, la acepción de considerabilidad moral empleada en el presente artículo corresponde a la concepción de Callicott (1999b, 177) sobre la pertenencia a una comunidad biótica. Está basada en los principios de la ética de la tierra de Leopold, según los cuales, más allá de los vínculos morales (el respeto, la lealtad, el orgullo, el sentimiento de espíritu de equipo…), la esencia radica en la pertenencia a dicha comunidad.
La naturaleza desde la ética antropocéntrica
Cuando los estudiosos argumentan que los humanos son los únicos seres merecedores de considerabilidad moral, su posición ética puede, sin lugar a dudas, ser categorizada dentro del ámbito del antropocentrismo. En esa cosmovisión, los humanos son filosóficamente colocados como el centro del todo, del ecosistema, del planeta (Boslaugh 2013), e incluso del cosmos (Keller 2010, 59). En un esquema más pragmático, su alcance “involucra simplemente la aplicación de principios éticos estándar a nuevos problemas sociales” (DesJardins 2013, 17). Así, Passmore (1975, 262) creía que una nueva ética era inútil, en cuanto los principios tradicionales eran suficientemente estables para enfrentar las amenazas ambientales contemporáneas, tales como la contaminación o la sobrepoblación e, incluso, para promover la preservación del mundo natural bajo una concepción utilitaria.
Siguiendo la clasificación propuesta por Callicott, esa perspectiva centrada en el ser humano se refiere al humanismo de tradición occidental, en el cual no hay reconocimiento (extensión) de derechos a favor de seres no humanos. La considerabilidad moral puede expandirse, en tanto tenga que ver con humanos, incluso hacia las generaciones futuras (Callicott 1986, 392-393). Vale anotar que, aun cuando el reconocimiento del estatus moral hacia aquellas personas que están por nacer puede implicar en sí mismo el origen de incongruencias ontológicas y epistemológicas (Partridge 2001, 378), por el momento es suficiente afirmar que la discusión clave radica en la existencia o no de una “obligación ética de ayudar a la posteridad a satisfacer sus necesidades” (DesJardins 2013, 77).
Bajo esa visión antropocéntrica, la naturaleza no está involucrada en la discusión sobre la considerabilidad moral, dado que los recursos naturales constituyen un grupo de bienes que proveen alimento, vestimenta y otros servicios para el bienestar humano. En este caso, los asuntos ambientales son abordados a través de la noción del derecho a un ambiente sano, que es en la práctica el mecanismo constitucional más extendido para la protección de la naturaleza alrededor del mundo (Borràs 2016, 124-6). En consecuencia, por ningún motivo, el reconocimiento de la naturaleza como sujeto de derechos podría ser categorizado dentro de la perspectiva antropocéntrica.
El expansionismo moral hacia los no humanos
La segunda categoría propuesta por Callicott (1986, 395-403) es el expansionismo. Consiste en ampliar los límites de la moral hacia criaturas y otros organismos vivos no humanos, considerados de forma individual. En principio, los límites extendidos son aquellos que en la tradición occidental clásica fueron usados para separar el mundo humano del no humano. El entendimiento general del estatus moral como un paraguas que protege a los seres vivos, humanos y no humanos, constituye al momento la cuestión crucial, dado que existe un importante número de autores, pertenecientes a diversas escuelas de pensamiento, que requieren un estudio detallado y un análisis comprensivo. En efecto, biocentrismo,5 animalismo,6 zoocentrismo,7 sintiencia,8 o psicocentrismo,9 junto a otras expresiones, son solo algunos ejemplos de la heterogénea terminología. Por esta razón, ciertos estudiosos de la ética prefieren una simplificación del léxico, utilizando el término genérico de ética biocéntrica.10 En todos los casos, sin embargo, la idea común consiste en otorgar un valor intrínseco a la vida, sin importar si refiere a humanos o no humanos, pero desde luego bajo
condiciones específicas. En ese marco, DesJardins (2013, 275) define al valor intrínseco o inherente como aquella característica de las personas o cosas, valiosa en sí misma, que no depende de factores o juicios externos, y usualmente se encuentra opuesta al valor instrumental, v.g. como función de la utilidad.
En general, Callicott (1986, 395-401) explica que el expansionismo puede ser analizado en dos niveles, cuya primera fase está orientada hacia aquellos seres vivos con capacidad de experimentar placer y dolor. En efecto, con base en el discurso utilitario de Bentham, Peter Singer (1991, 7) fundamentó la considerabilidad moral de los seres en su “capacidad de sufrimiento y disfrute”; es decir, ha propuesto ampliar el círculo moral de los humanos hacia los animales, motivado en el altruismo. Sin embargo, la expansión de la moralidad no abarca a todos los organismos vivos, tal como Singer (2011, 120) lo aclara, debido a que “llega un punto (…) cuando se vuelve dudoso si la criatura (…) es capaz de sentir algo”, por ejemplo, en el caso de las ostras.
Por su parte, Tom Regan contribuye al análisis con un enfoque basado en los derechos, en cierto sentido reprochando a Singer y a otros pensadores, tanto utilitaristas como contractualistas -estos últimos de la línea hobbesiana principalmente (Cudd y Eftekhari 2017)-, la denegación de derechos a los animales (Regan 1986, 15-6). (Regan 1983, 243) cree en el valor intrínseco de lo que él llama sujetos de la vida, que son seres dotados de capacidad para sentir, pero también para tomar conciencia de sus deseos, placeres, percepciones, memorias, futuro, preferencias, bienestar, etc. A modo de explicación, se trata de aquellos individuos consientes de “lo que sucede 'en el interior', en las vidas que transcurren ante sus ojos”. En consecuencia, todos esos seres que no están inmersos en la categoría de humanos, mamíferos e incluso algunas aves, no podrían en la práctica ser dotados de estatus moral (Regan 2003, 93).
Adversarios filosóficos de ambos autores han criticado sus ideas, argumentando sobre todo la excesiva estrechez de las condiciones para merecer considerabilidad moral, dado que tanto la sintiencia como la autoconciencia perpetúan la arbitrariedad de la jerarquía antropocéntrica que pretenden combatir (Keller 2010, 13-4), atribuyendo un valor meramente instrumental a las plantas y los animales que no califican dentro de alguna de esas categorías (Callicott 1986, 397). Rodman no observa diferencia alguna entre lo que él llama sintiencia zoocéntrica y la extensión antropocéntrica de derechos específicos a la clase media alta británica, otorgada por la Reforma de 1832 (An Act to amend the Representation of the People in England and Wales 1832, 154 y ss.). Para él, la arbitrariedad de las condiciones para el reconocimiento moral es análoga en ambas circunstancias (Rodman 1977, 91).
En este caso particular, a pesar de que la enseñanza dogmática de los derechos de los animales abarque la idea de los derechos de la naturaleza de mejor manera que las doctrinas antropocéntricas (incluso etimológicamente), no se podría fundamentar el reconocimiento de la naturaleza como sujeto de derechos con base en esa premisa filosófica exclusivamente. El alto grado de incertidumbre en relación con una latente simplificación o trivialización de criterios relevantes sobre el valor inherente del mundo natural representa una opción demasiado arriesgada para considerar. En otras palabras, a pesar de que es necesario examinar con cuidado los argumentos a favor de un posible reconocimiento de los animales como sujetos legales en la actualidad, cuestión que no es el objetivo de este artículo, vale la pena enfatizar en la necesidad de evitar la repetición de prácticas anticuadas que han sido superadas, relativas a juicios y castigos a animales, como consecuencia de sus supuestas acciones. Se pueden encontrar algunos ejemplos en Edward Evans (1906). Después de todo, si no hay suficiente preocupación sobre los argumentos, los animales podrían experimentar una mera transfiguración estética de demandados a demandantes ante las cortes, lo que seguramente no es el objetivo de ningún estudioso o posición doctrinaria (The Harvard Law Review Association 2009, 1205-1206).
El valor intrínseco de la vida
El aparecimiento de una segunda fase del expansionismo, caracterizada por una visión centrada en la vida, podría corresponder a una dicotomía entre exactitud y complementariedad. En efecto, mientras algunos pensadores ven la expansión de los márgenes de la moral (a través de un rango más amplio de seres vivos) como un intento de rectificar las condiciones arbitrarias de la considerabilidad moral (Callicott 1986, 401-3), impuestas por las perspectivas antropocéntricas y psicocéntricas, otros creen en la necesidad de completar lo que ha quedado corto (Keller 2010, 14-15). Para alcanzar su meta, bien corrigiendo errores o adicionando lo que se ha olvidado, los biocentristas han apelado a una herramienta muy eficaz, la teleología.
La concepción de que todo organismo es un centro de vida teleológico, dotado de unicidad, individualidad y cuya causa final es perseguir su propio bien, a su manera, constituye uno de los pilares del biocentrismo igualitario11 de Taylor (2011, 100). Incluso se podría afirmar que es su piedra angular. En contraste, para Regan, Singer e incluso otros biocentristas jerárquicos,12 el hecho de creer que todas las entidades tienen un propósito hace que la postura de Taylor sea mucho más inclusiva, en términos de considerabilidad moral. Por otra parte, si se concibe una comunidad, que tiene por miembros a seres humanos y seres vivos no humanos, vinculados entre sí por un compañerismo caracterizado por la independencia vital entre ellos, en lugar de una relación de rangos en la que los humanos son superiores, es indiscutible el objetivo de Taylor, que gira alrededor de la eliminación de categorías. El autor suscribe la “creencia de que los humanos no son inherentemente superiores a las otras cosas vivas”, lo que implica la igualdad. Adicionalmente, su teoría es reforzada de forma robusta en el respeto a la naturaleza (título de su propio libro), que concibe como la actitud moral suprema, adoptada por quienes tienen el deber normativo de hacerlo (agentes morales), en relación con otros seres vivos no humanos (Taylor 2011, 99-100).
Otras contribuciones importantes13 al biocentrismo igualitario provienen del pensamiento de Goodpaster,14 cuyas reflexiones han surgido sobre todo en contraste con el humanismo y la sintiencia. Para él, ni la razón ni la capacidad de sentir son necesarias para configurar el estatus moral. Goodpaster (1978, 310, 320) prefiere hablar acerca del principio de vida, en el cual solo la “condición de estar vivo parece ser un criterio plausible y no arbitrario” de moralidad, aspecto que permite la inclusión de un rango más amplio de seres vivientes, como por ejemplo las plantas, expandiendo de alguna forma los bordes de la vida conativa propuesta por Feinberg (1980, 178) a través de su principio de interés. No obstante, siendo justos, habría que decir que Goodpaster no llega a afirmar si la importancia moral es la misma para todos los seres vivos o si hay alguna diferencia. De hecho, una referencia explícita sobre este punto está ausente en el artículo de Goodpaster. La observación proviene originalmente de Keller (2010, 9).
Si el hecho de conferir considerabilidad moral a ciertos animales era per se controversial, mucho más lo es atribuir tal reconocimiento a una categoría más general: seres vivos no humanos. Las objeciones éticas no solo derivan de la falta de obligaciones correlativas entre todos los seres vivos (Keller 2010, 15) de su individualismo, o del creciente conflicto entre el excesivo interés en juego en la esfera de la comunidad biótica (Callicott 1986, 402). Se basan sobre todo en que la esencia ontológica de la moral tiene un conflicto entre seres conativos (humanos o animales mayores) y otros agentes vivos, organismos y partes de organismos (por ejemplo, plantas, virus, bacterias o arqueas) que podrían merecer considerabilidad moral bajo la sola condición de tener vida. Por tanto, esa aproximación tampoco representa el mejor fundamento ético de la doctrina legal de la naturaleza como sujeto del derecho.
Las visiones holísticas de la ética
La tercera categoría propuesta por Callicott (1986, 392) corresponde al ecocentrismo, entendido como la “considerabilidad moral del ecosistema como un todo y de sus diferentes subsistemas así como también de las entidades naturales humanas y no humanas, separadamente”. Metodológicamente, el ecocentrismo puede ser considerado un nuevo paradigma para la filosofía moral, dado que no sigue las normas mecanicistas del expansionismo, cada vez hacia una mayor ampliación de los límites morales. En otras palabras, propias de la explicación de Keller, el ecocentrismo no aborda el proceso de expandir el círculo moral hacia los diferentes individuos policéntricos, dependiendo de cada tendencia ideológica (es decir, a humanos en el caso del humanismo; a sujetos de vida, seres sensibles o simplemente seres vivos en el caso del biocentrismo). Más bien, el ecocentrismo es holístico y opuesto al individualismo policéntrico (Keller 2010, 15-6).
No obstante, vale la pena aclarar que la técnica de extender el umbral de moralidad fue en realidad uno de los antecedentes metodológicos al inicio, y en la actualidad constituye un fundamento para su crítica. De hecho, a partir de ello, Callicott (Callicott 1999a, 70-71) usa su argumentación para defender la ética de la tierra en contra de las acusaciones de ecofascismo. En efecto, Aldo Leopold (1970, 239), probablemente su más prominente precursor, señalaba que “la ética de la tierra simplemente amplía los límites de la comunidad para incluir los suelos, aguas, plantas y animales, o colectivamente: la tierra”. Autores modernos como Næss, Rolston, Sessions y Callicott se han hecho cargo de dar forma a la teoría. De todas maneras, el punto de partida es el propio Leopold y su ampliamente conocida obra La Ética de la Tierra. Su famosa declaración, “la cuestión es correcta cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. Está mal cuando tiende a lo contrario” (Leopold 1970, 262) constituye un extraordinario extracto de su noción de comunidad biótica, en la que un grupo de partes interdependientes interactúan entre ellas, pero también de los postulados generales del holismo, en su sentido más puro. Aquí precisamente yace su importancia.
Dado el significativo número de autores que plantean visiones ecocéntricas, una simple clasificación de las tendencias éticas es un soporte muy útil. Así, la taxonomía de Keller parece ser muy precisa en términos didácticos. El autor propone una bifurcación entre un holismo débil y uno robusto. El primero estaría promovido por pensadores como Rolston III y Ferré, mientras que el segundo podría dividirse en dos grupos: los ecologistas profundos como Næss, Sessions y Devall y los filósofos morales de la tierra como Leopold y Callicott (Keller 2010, 15-17).
En cuanto al holismo débil o biocentrismo jerárquico,15 Rolston III (1988, 114, 183) aboga por la teoría de un valor autónomo intrínseco, en el cual “las comunidades bióticas permiten a los individuos actuar 'por sí mismos' como centros autónomos, seres somáticos espontáneos que defienden sus programas de vida”. Esa autonomía implica una concepción subjetiva de la considerabilidad moral, en la que solo los humanos son responsables de proteger lo que les “ha sido concedido en la Tierra”. Exclusivamente los Homo sapiens son agentes morales debido a que ellos son los únicos seres que tienen la capacidad moral inherente (Rolston III 1993, 262-263) para cuidar a los pacientes morales, quienes son a su vez objetos de preocupación moral (Rolston III 1988, 107-8). El autor afirma, de forma enfática, que “[p]lantas y animales no tienen tales responsabilidades, mucho menos ríos y montañas”. De cualquier modo, la tierra es valiosa en un sentido humanista, lo que significa que produce un valor instrumental, dotando a los humanos del derecho a un ambiente con integridad. Bajo la perspectiva de Rolston III (1993, 256, 263, 278), una concepción de derechos de la naturaleza es “cómica, debido a que el concepto de los derechos es una categoría inapropiada para la naturaleza” [énfasis añadido]. Por su parte, Ferré distingue “diferentes grados de valor en una escala común, por lo cual la elección moral discriminatoria puede hacerse”. Inspirado en Whitehead, propone el denominado organicismo personalista, una visión global alternativa para combinar las conexiones internas entre humanos y principios naturales, y manejar los conflictos existentes entre ellos. A pesar de que el autor niega la orientación de su postura hacia los humanos, el carácter jerárquico está expresado a través de los diferentes niveles de intensidad y experiencia, elementos que finalmente terminan favoreciendo a los humanos (Ferré 1996, 21, 24).
En términos generales, siguiendo a Keller (2010, 15-17), de aquí en adelante se puede hablar de un holismo robusto. La expresión ecología profunda fue acuñada por Arne Næss (1973, 95) para caracterizar un movimiento enfocado en el “rechazo a la imagen del hombre en el ambiente, a favor de la imagen relacional de un todo”. Su activismo ha sido guiado por una plataforma de ocho principios funcionales que determinan por quién está respaldado y por quién no. Los principios son acordados por Arne Næss y George Sessions (Næss 2003, 404-405). Es todo o nada, en consecuencia, un reconocimiento a medias no funciona en esta perspectiva. A pesar de su radicalismo, o tal vez a causa de este, su reputación ha trascendido del discurso activista, imponiendo sus postulados a través de respetados círculos académicos. En ese sentido, la ecología profunda puede ser caracterizada como “una filosofía ambiental igualitaria y holística fundada en una metodología fenomenológica” (Keller 2010, 206-207), es decir, enfocada en un sistema igualitario de valores (axiología), y en un conjunto de individuos interconectados dentro de un todo (ontología).
De acuerdo con Smith (2013, sub-s 2), uno de los autores de la Enciclopedia de Filosofía Stanford, la fenomenología está definida como el estudio de “estructuras de experiencias conscientes, tal como se llevaron a cabo desde el punto de vista de la primera persona, junto con las condiciones relevantes de experiencia”. En ese sentido, cuando Næss se refiere al “valor intrínseco” de los no humanos, con frecuencia menciona su propia intuición (punto de vista en primera persona) y los sentimientos por lugares y criaturas (condición de experiencia) como las fuentes de sus conclusiones (valor intrínseco). Ciertamente, la correlación metodológica se vuelve bastante clara cuando, por ejemplo, Næss (1973, 96) proclama que el propio derecho a vivir es intuitivamente un axioma de valor claro y obvio del biocentrismo igualitario, el precepto clave de la ecología profunda. Se puede encontrar otra referencia en el libro Filosofía de la Vida’, donde se dedica un capítulo entero a los sentimientos hacia todos los seres vivos (Næss y Haukeland 2002, 109-10). Existe una alusión acerca de la metodología fenomenológica en Keller (2009, 206) y un análisis más detallado en Diehm (2004, 20).
En una vertiente similar, Devall y Sessions (1985, 66) prefieren hablar de las normas definitivas de la ecología profunda, que son la realización de sí mismo y la igualdad biocéntrica. Para entender la aparente contradicción acerca de la igualdad biocéntrica, y el principal postulado de Næss (1973, 95-6), que se mira a sí mismo como un ecologista de campo, es crucial entender antes su profundo respeto por la vida, al enfatizar que “igual derecho para vivir y florecer es un axioma de valor intuitivamente claro y obvio”. Sin embargo, el mismo Næss (1973, 95) ha sido completamente consciente de los límites de tal reconocimiento, o tal vez de su potencial interpretación, por lo que incluye una cláusula semántica en la segunda declaración clave de su artículo Lo superficial y lo profundo, movimiento ecologista de largo alcance. Un resumen. Esta dice: “La igualdad biosférica teóricamente” [énfasis añadido], fundamentando el hecho de que “toda práctica realista necesita algo de muerte, explotación o supresión”.
La función del término “teóricamente” es bastante poderosa, sobre todo considerando su impacto en la esencia misma de la teoría, al adicionar una excepción a la regla. Por ejemplo, debería recordarse que Richard Watson cuestionó el igualitarismo biocéntrico, arguyendo que consideraba antinaturales las acciones humanas. Si los humanos “destruyen muchas otras especies y su misma especie en el proceso”, sostenía, “no hacen más allá de lo que han hecho otras tantas especies” (Watson 1983, 253). Keller (2010, 207) está en lo correcto cuando afirma que Næss es bastante astuto por el uso de la expresión calificativa “teóricamente”, debido a que, si bien no evade la crítica, permite que los ecologistas profundos doten a su teoría de mayor consistencia filosófica.
George Sessions corrobora íntegramente los postulados de su colega, asegurando que ninguno de los ocho principios contiene referencias acerca del biocentrismo/ecologismo igualitario, o de la igualdad de valores. Arguye que, en el ámbito de la ecología profunda, humanos y no humanos tienen valores en sí mismos, pero no son iguales (Sessions 1995, 191). Consecuentemente, Næss (1995a, 222) sostiene que su “intuición es que el derecho a vivir es el mismo para todos los individuos, cualquiera sea la especie, pero los intereses vitales de aquellos más cercanos a nosotros, en todo caso tienen prioridad”. Vale anotar que ninguna de tales argumentaciones puede ser interpretada como una postura jerárquica. Según Sessions, suponer algo así implicaría un reforzamiento del antropocentrismo occidental y el fracaso de la norma concerniente al igualitarismo ecológico en teoría. Por su parte, Devall y Sessions (1985, 67) concuerdan con sus colegas acerca de la posibilidad de un valor intrínseco no humano.
El otro precepto fundamental de la ecología profunda se ocupa de la cosmovisión metafísico-holística, argumentada en términos de la autorrealización. DesJardins (2013, 216) lo explica de forma bastante clara: “Autorrealización es un proceso a través del cual las personas llegan a entenderes como existentes, en completa interconexión con el resto de la naturaleza [de modo que] todos los organismos y seres son igualmente miembros de un todo interrelacionado” . Sin embargo, para todos los efectos, Næss aclara que ese proceso no es llevado a cabo en aislamiento. Arguye que la autorrealización es obstaculizada por la autorrealización de los otros, si la realización de los otros, con los que uno se identifica, es a su vez impedida (Næss 1995b, 226). De cierta manera, la autorrealización de uno contribuye a la realización de todos, como Devall y Sessions (1985, 67) afirman: “Todas las cosas en la biósfera tienen un igual derecho de vivir y florecer y de alcanzar sus propias formas individuales de desarrollo y autorrealización dentro de una autorrealización más grande” [énfasis añadido].
Finalmente, la concepción general de la ética de la tierra es, a primera vista, la que mejor define la transmutación ética de los objetos a los sujetos, algo que los promotores de los derechos de la naturaleza pretenden, en el ámbito jurídico. Vale decir que es la mejor, entre las perspectivas ecocéntricas. En efecto, el famoso ensayo de Leopold comienza con una remembranza de Odiseo, regresando a casa después de la Guerra de Troya para colgar a un grupo de esclavas sospechosas de mala conducta. Leopold enfatiza que “las esclavas eran [de su] propiedad”, y la “disposición sobre la propiedad era en ese entonces, y lo es ahora, cuestión de conveniencia, no de lo correcto o lo incorrecto”. El símil parece evidente: la naturaleza es actualmente propiedad, y su disposición es cuestión de conveniencia, no de ética. En palabras de Leopold, “[l]a tierra, como las esclavas de Odiseo, es aún propiedad. La relación de la tierra es todavía estrictamente económica, conlleva privilegios, pero no obligaciones”.16
A partir de ese supuesto, y como resultado de seguir de forma estricta la secuencia ética tan hábilmente propuesta por Leopold, no se puede evitar deducir que la transmutación de la tierra/naturaleza de un objeto a un sujeto será el siguiente paso. En otras palabras, Leopold incita a cambiar el estatus de la naturaleza, de ser propiedad a ser un miembro de la comunidad biótica, basado en la axiología de un valor filosófico, que es superior al simple valor económico. Esa crítica acerca de la banalidad de los valores económicos en comparación al “amor, respeto y admiración por la tierra”, conjuntamente con la antedicha tendencia de preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica, expresa de forma precisa el núcleo de la teoría. Es decir, la existencia de “varios elementos en la comunidad de la tierra que carecen de valor comercial, pero son (…) esenciales para su buen funcionamiento” (Leopold 1970, 237-238, 251, 261).
Respecto a esto, J. Baird Callicott (1980, 320), principal autor contemporáneo que desarrolló y abogó por esta teoría, publicó en 1980 una controversial interpretación del trabajo de Leopold. Argüía que, siendo “lo bueno de la comunidad biótica (…) la última medida del valor moral”, podría ser éticamente factible y hasta recomendable, por ejemplo, cazar a un venado de cola blanca para mantener la integridad del ecosistema sano y salvo, evitando los efectos dañinos de una excesiva población cérvida. Ese razonamiento conllevó un fuerte desacuerdo dentro de ciertos círculos filosóficos, principalmente entre sus detractores. Estos incluso lo etiquetaron de fascismo ambiental (Regan 1983, 361-362), por inferir que reducir la población humana podría ser moralmente aceptable si “se necesitan números más bajos para mantener un buen funcionamiento de la comunidad” (Freyfogle 2009, 24). Existe un análisis completo de la objeción holística en Håkan Salwén (2014, 192 y ss.) En respuesta, Callicott (1987, 206) negó enfáticamente la presunción del carácter humano o antihumano de la postura de Leopold, argumentando que esa clase de conclusiones podrían contradecir absurdamente la fundamentación teórica de la ética de la tierra. Pero en lo principal, proclamó el carácter extensionista de la teoría, señalando que el valor moral de la comunidad biótica no reemplaza los valores morales individuales.
En consecuencia, no hay sustitución, pero sí adición a las varias éticas sociales acumuladas, tal como ocurre, por ejemplo, a las personas que no pierden su nacionalidad en una república por ser también residentes de una municipalidad o miembros de una familia (Callicott 1999a, 70-71). Así, existen diferentes niveles de comunidades, denominadas comunidades anidadas, que pueden tener diferente estructura y requisitos morales, pero se superponen entre sí, dado que unas son más pequeñas que otras. Por ejemplo, una persona es miembro de ambas, la comunidad humana y la comunidad biótica, en virtud de que la primera está anidada en la segunda (Callicott 1987, 207), aspecto que Callicott (1988, 167-8) denomina “hiperholismo de la ética de la tierra”.
No obstante, con base en la perspectiva de Midgley, también existen ciertos ámbitos en donde dos o más comunidades se mezclan y coexisten, entendiendo mutuamente ciertas señales sociales, como sucede por ejemplo con los humanos y los animales domesticados. A dichas comunidades se las denomina comunidades mixtas (Midgley 1983, 112 y ss.),17 y también están anidadas dentro de la comunidad biótica. Esta es una manera muy provocativa de sugerir que los sujetos de vida son a su vez miembros de la comunidad biótica -lo que contradice la opinión de Regan-, dado que ambas perspectivas compartirían preocupaciones comunes (Callicott 1988, 163, 165).
Por su parte, Regan (1983, 362) había señalado que las dos visiones eran como agua y aceite: no se mezclan. A pesar de que no existe forma de conocer con certeza si la afirmación es solo para apalear la crítica, o también para mitigar el inicial holismo extremo de la ética de la tierra (Keller 2010, 18), resulta claro que Callicott (1988, 163) pretende buscar un alineamiento común en contra de lo que él denomina “las fuerzas destructivas que trabajan para destruir el mundo no humano”. En términos generales, aun cuando no parece ser una respuesta suficientemente persuasiva para sus oponentes, y existe una serie de argumentaciones alternativas18 formuladas por diferentes adherentes a la teoría,19 la argumentación de Callicott es lo que usualmente aparece en la literatura ambiental, para replicar el problema del ecofascismo (Callicott 1999a, 70-71; Freyfogle 2009, 24; Keller 2010, 17-8; Kaufman 2003, 255; Cochrane 2018, sub-s 1.d).
En todo caso, convincente o no, la figura de Callicott no se ha visto afectada en la posición preponderante que ocupa dentro del desarrollo de la ética de la tierra. En efecto, algunos comentaristas concuerdan en que ha contribuido de manera sustancial a una mayor consistencia filosófica de esta (Lo 2009, 129; DesJardins 2013, 195; Kaufman 2003, 267). Sobre todo considerando que antes de él, o al menos hasta antes de la década de 1960 (Nash 2012, 342), el trabajo de Leopold fue completamente ignorado. El propio autor ha reconocido tal falta de atención previa (Callicott 1987, 186).
Recapitulando, Callicott (1989, 198) ha enfatizado en más de una ocasión que el aspecto clave de la ética de la tierra, o en sus palabras el summun bonum, “reside en la comunidad biótica, y, el valor moral o considerabilidad moral recae sobre las plantas, animales, personas y hasta suelos y aguas, en virtud de su pertenencia a esta sociedad mucho más grande y vasta que la humana”. Ello significa que el valor moral corresponde al todo y, como lo explica Keller (2010, 17), los “[i]ndividuos no tienen valor en sí mismos de forma independiente a la comunidad biótica”.
La jurisprudencia de la tierra
La jurisprudencia de la tierra es uno de los pocos movimientos filosóficos de vanguardia que promueven las visiones holísticas, cuyas raíces se pueden ubicar en el nuevo milenio. En efecto, la mayoría de sus promotores remontan su origen formal a una reunión organizada por la Fundación Gaia (con sede en Londres), en Virginia del Norte, acaecida en abril de 2001. Dicha reunión fue liderada por el filósofo Thomas Berry, y contó con la participación de abogados y educadores provenientes de Canadá, Colombia, África del Sur y Estados Unidos de América, con experticia focalizada principalmente en asuntos ambientales y culturas aborígenes (Bell 2003, 71). Sin lugar a dudas, Berry es el precursor de la doctrina y, a la vez, su famoso libro La gran obra: nuestro camino al futuro representa su texto fundacional.
A priori, si se lee el contexto de la jurisprudencia de la tierra, no es difícil suponer que su enfoque general tiende a parecerse a las perspectivas ecocéntricas, sobre todo a la ética de la tierra. Por ejemplo, ambas doctrinas coinciden en ver a los humanos y no humanos como miembros de una comunidad. En efecto, Berry (1999, 3-4) reconoce que “la única comunidad integral de la Tierra (…) incluye todos sus miembros componentes, sean humanos o no humanos”. De la misma manera, el ser humano, “como todas las especies, está acotado por límites en relación a los otros miembros de la comunidad de la Tierra”. Así ocurre más o menos en la comunidad biótica, por medio de la “obligación ética de parte del dueño privado” (Leopold 1970, 251). El corolario de sus similitudes ha sido planteado por Cormac Cullinan (2012, 22), otro notable promotor de la jurisprudencia de la tierra, quien atribuye explícitamente a Leopold y Berry las raíces profundas de esta teoría.
Ahora bien, si se puede identificar este conjunto de elementos comunes a las dos perspectivas, ¿por qué deberían abordarse por separado? Existen tres razones principales para hacerlo, concernientes sobre todo a cuestiones metodológicas.
En primer lugar, el ámbito de la jurisprudencia de la tierra se refiere a la filosofía del derecho, antes que a la ética o a la filosofía moral. En cambio, la ética de la tierra, y por lo general las aproximaciones holísticas de la filosofía moral, suelen ser abordadas desde la epistemología. En consecuencia, ambas disciplinas responden a un esfuerzo metodológico diverso. En ese sentido, Cullinan (2012, 13) ha sido enfático en indicar que la jurisprudencia de la tierra, es “una filosofía del derecho y gobernanza humana que está basada en la idea de que los humanos son solo parte de una comunidad más amplia de seres y que el bienestar de cada miembro de esa comunidad depende del bienestar de la Tierra como un todo” [énfasis añadido]. Esa concepción engloba de forma muy acertada los objetivos de las doctrinas de los derechos de la naturaleza, desde una perspectiva más jurídica (incluso organizativa) que propiamente ética. En la práctica, el propio Cullinan y otros especialistas, afiliados a diferentes instituciones adherentes a la jurisprudencia de la tierra, como la Fundación GAIA y el Fondo Comunitario de Defensa Legal Ambiental (CELDF, por sus siglas en inglés), entre otros, han aconsejado diversos procedimientos relativos a la aplicación de medidas legislativas, sobre todo en África y América Latina, sobre las cuales existen numerosas referencias (Burdon 2012).
En segundo lugar, aun cuando Leopold y Berry llegaron casi a las mismas conclusiones holísticas acerca del funcionamiento ideal de la comunidad de la tierra o biótica, ambos caminos son metodológicamente disímiles. Mientras Leopold enfatiza en un discurso científico, erguido sobre principios darwinianos, para delinear los principios filosóficos y antecedentes de la ética de la tierra (Callicott 1999a, 66-67), Berry prefiere una reconstrucción histórica de la actual crisis ambiental, “para entender dónde estamos y cómo llegamos aquí”. Para el autor, ese entendimiento es crucial, debido a que la relación tierra-humanidad está experimentando un momento decisivo [casi apocalíptico], en el que “la selección natural ya no puede funcionar más como ha funcionado en el pasado”. El fin de la Era Cenozoica se avecina y el planeta se moverá hacia la Era Ecozoica, mediante una “transición de un período de devastación humana de la Tierra a un período en el que los humanos estarían presentes en el planeta de una manera mutuamente beneficiosa” (Berry 1999, ix, 3-4).
En tercer lugar, además de la fundamentación teórica provista por Leopold y Berry, la jurisprudencia de la tierra está profundamente enraizada en “las cosmologías de algunos pueblos indígenas [y] las costumbres de la población rural en África, India y otros lugares”. Ello ha conllevado el resurgimiento de antiguas tradiciones hacia la modernidad del derecho, particularmente efectivas en los casos de Bangladesh, Bolivia, Colombia, Ecuador, India, Nueva Zelanda y Estados Unidos de América (Cullinan 2012, 22).
El concepto de pachamama es precisamente el epítome de la antigua concepción aborigen del todo, cuyo significado simbólico ha sido reconocido incluso en la norma constitucional.20 De forma ontológica, la terminología proviene de la cosmología tradicional andina y de otras cosmovisiones culturales nativas, dependiendo de la región en donde la palabra es usada. Debe tomarse en cuenta que el término puede ser traducido al aymara, kichwa o quechua, idiomas que se hablan sobre todo en Bolivia, Ecuador y Perú. En la actualidad, a pesar de la advertencia de Gudynas sobre el alcance impreciso de la interpretación, pachamama es entendida como “madre tierra” tanto en el lenguaje legal como en el ambiental21 (Gudynas 2016, 137-138).
Una de las referencias académicas filosóficas más remotas acerca del estudio del término pachamama pertenece a Rodolfo Kusch, quien descubrió que los antiguos nativos solían asociarlo con una percepción cotidiana de la tierra, es decir, “el de aquí o este” “lo que se ve crecer”, de forma separada de la idea de pacha (que significa cosmos o hábitat). El autor destaca la sugerente traducción textual “madre o señora del pacha”, que podría interpretarse como una separación de las principales divinidades (Kusch 2007, 400-401). Kusch es probablemente el precursor de un grupo de filósofos (Mignolo, Escobar, Boff, entre otros) que acuñan “el antiguo espíritu y los paisajes bioculturales de los amerindios”, en contraste a aquellos que han intentado incorporar el pensamiento filosófico ambiental en los círculos académicos sudamericanos (Rozzi 2009, 264). En todo caso, comentaristas actuales tienden a articular esa aproximación con las cosmovisiones ecocéntricas, sobre todo de la ecología profunda y la ética de la tierra, por ejemplo (Gudynas 2016, 102).
Por su parte, otro arquetipo de una singularidad originada en la cosmovisión nativa tradicional del pueblo Maori es el llamado Te Awa Tupua, reconocido como entidad legal en 2010 (Whanganui Iwi and the Crown 2012, párr. 2.6 a 2.9) y como una persona jurídica en 2017 (Te Awa Tupua - Act 2017, párr. 14). A diferencia del anterior caso, no hay lugar a una interpretación semántica de esta terminología, ni siquiera en el lenguaje cotidiano, sobre todo debido a que el espíritu de las creencias aborígenes ha sido incorporado al texto de la ley en la propia lengua maori, además del inglés. A esa combinación idiomática, que puede ser entendida como una premisa meramente declarativa, se le pueden atribuir dos propósitos importantes: promover la visibilidad de la cosmología indígena acerca del ecosistema del río Whanganui y minimizar los potenciales malentendidos derivados de la letra de la ley, en especial entre las comunidades maoris (Magallanes 2015, 311).
La concepción holística de Te Awa Tupua, aplicada al ecosistema del río, se aproxima al planteamiento filosófico de la perspectiva ecocéntrica (Waitangi Tribunal 1999, 36), en cuanto se refiere a la jurisprudencia de la tierra. Así lo anotan ciertos comentaristas (Hutchison 2014, 180), de acuerdo con lo que se lee en la normativa. “Te Awa Tupua es una entidad singular que comprende muchos elementos y comunidades, que trabajan colaborativamente por el propósito común de la salud y el bienestar del” ecosistema, es decir, los factores bióticos y abióticos a lo largo del río, desde las montañas al mar. Esto incluye todos los elementos físicos, metafísicos y espirituales, los cuales permiten apoyar la vida y las comunidades de personas (Te Awa Tupua - Act 2017, párr. 13 a, b y d).