Apuntes para pensar la genealogía de la ciencia
Perceptions of ‘technology’, no less than perceptions of ‘Nature’, are cultural constructions conditioned by global power structures: the promises of fossil-fueled technology to humankind were illusory all along. Our narratives of this destructive force should not replicate those illusions.Malm y Hornborg (2014)
Muchas son las reflexiones que surgen al momento de pensar la ciencia. Su método, la estructura argumentativa, los productos cognitivos, su aplicabilidad, la pertinencia social, son algunos de los elementos que pudieran ser útiles para caracterizarla. Sin embargo, el asunto que consideramos relevante para la discusión teórica es que la ciencia, como sistema de conocimiento, no se estudia a sí misma, ya que de esa manera serían visibles los intersticios que deja vacíos, asuntos a los que no da respuesta, cuestiones no resueltas y más allá de eso, los problemas éticos que acarrea la práctica tecno-científica en contextos de inmensa complejidad. La sociología de la ciencia estudia a la institucionalidad científica, más no los productos cognitivos ni las asimetrías en los sistemas de conocimientos, dado que asume que la ciencia es el único sistema de conocimiento válido y racional. Existe una ausencia en la literatura de la sociología de la ciencia sobre esto, dado que no cuestiona las investigaciones científicas que se producen. Es por ello que Steve Woolgar plantea “abrir la caja negra de la ciencia”, pues ésta no se revisa, ni su método, ni sus resultados.
Haciendo un recorrido histórico, concebimos que la cristalización de la ciencia como sistema de conocimiento hegemónico tuvo su punto de origen durante el siglo XVIII, en el Siglo de las Luces. A partir de los acontecimientos ocurridos en la Revolución Francesa, abanderados por el repudio social hacia la monarquía y a la institución eclesiástica, la razón divina como centro del mundo fue desplazada por la razón científica, o en otros términos, ‘dios’ fue desplazado por el ‘hombre’. En este sentido, cobró fuerza una nueva cosmovisión que tendría cimientos en siglos anteriores, y que vendría a reemplazar la visión religiosa del mundo.
Así, la transición del teocentrismo al antropocentrismo fue un proceso largo y convulsionado. Se trataba, pues, de los lentes con los que se comenzaría a ver el mundo en un cambio de era. Como sabemos, en la historia de la humanidad el relato triunfante de la tradición judeo-cristiana predominó y permeó todas las esferas de la vida; lo mismo ocurriría a partir del Iluminismo, respecto a la predominancia que adquirió la ciencia sobre los otros sistemas de conocimientos. Sin embargo, ya que la propia historia de la ciencia es enunciada desde el metarrelato de la modernidad, nos encontramos algunos baches que intentaremos vislumbrar.
La era de la modernidad, de donde nacen los grandes relatos -la historia alta, que conocemos- se hace difícil adjetivarla por su condición atemporal. Su inicio podría esclarecerse a partir 1492 y la colonización a América, en 1789 en el último período del Siglo de las Luces, o paralelamente entre los siglos XVIII y XIX durante la Revolución Industrial. Eso que denominamos modernidad es un concepto tan etéreo como potente, y estuvo acompañado de la ciencia, operando esta como la esfera racional que vendría a explicar todas las instancias de la vida.
Fue una época llena de convulsiones en donde predominó la reproducción incesante de las crisis económicas mostradas en los ciclos Kondratieff; la concepción del sujeto visto como individuo y no como persona -despojándolo de toda subjetividad, individualizándolo y concibiéndolo como máquina; la creación y reificación de instituciones en el marco del Estado y de instituciones que trascendieron a este. La ‘libertad’ que orientó la época no fue únicamente social sino ampliamente económica, así como el relato que dibujó la historia de la modernidad no fue solamente literario, sino poderosamente violento.
Partimos de la premisa de que la colonización de América en 1492, fue el punto clave que permitió el funcionamiento de las economías europeas, mediante la acumulación originaria de capital y la acumulación por desposesión. Además, la imposición cultural, violenta y forzosa de la cosmovisión eurocéntrica sobre la cosmovisión ancestral de los indígenas americanos provocó uno de los epistemicidios más grandes de la historia. De este modo, asumimos que la concepción de modernidad como idea occidental, está representada por la racionalidad instrumental (la ciencia y la técnica) como mecanismo para lograr el progreso -político, económico, social- en los territorios, asunto que fue alcanzado a partir de esta lógica. Ocurre que el afán secular de la modernidad hizo uso de la razón para acabar con tradiciones y con cosmovisiones que no estaban inscritas en los parámetros eurocentrados y que conformaban -y aún conforman- filosofías de otras culturas, para edificar una ‘sociedad racional’; sociedad dibujada como conglomerado social con el fin del progreso.
Lo que está de fondo en esta primera reflexión, es que desde el momento en que la ciencia surge como sistema de conocimiento institucionalizado se hicieron visibles desigualdades en los locus ontológicos que enunciaban conocimientos. La ciencia se erigió como la razón universal id est. La única forma posible de crear conocimientos legitimados, sin posibilidades de reivindicar el carácter situado de conocimiento. Así, desde la ciencia se crearon teorías, curas de enfermedades, respuestas a inquietudes del ser humano, soluciones que representaron el ‘progreso tecnológico’ a partir de los factores exosomáticos, definidos como las tecnologías creadas por el ser humano con el fin de controlar la naturaleza, que ocasionan pérdidas y daños a la misma (Georgescu-Roegen 1975). Esto ocurrió al mismo tiempo que se difundió ‘una’ historia, un relato que dominó y triunfó, y ocultó otras historias.
Los (anti)valores modernos son respectivos con los procesos de colonización en América (siglos XVI y XVII) en tanto que configuraron la nueva mentalidad de la civilización occidental signada por la máquina del mundo, que soslayó a las sociedades orgánicas mediante el patrón de conocimiento baconiano para el control de la naturaleza (Capra 1992, 27). Como dice Capra (1992), la mecanicidad de la naturaleza operó como paradigma dominante de la ciencia, estableciendo otros límites culturales; es por esta razón que se le atribuye a Bacon, luego a Descartes, la “autorización científica” para explotar la naturaleza. A raíz de eso se generó un esquema cognitivo que viene dado por el método de pensamiento analítico cartesiano, que continúa vigente.
En este sentido, importante es resaltar que “los términos que Bacon utilizaba para defender su nuevo método empírico no solo eran apasionados sino que, a menudo, se podían tachar de atroces”. En su opinión, la naturaleza tenía que ser “acosada en sus vagabundeos”, “sometida y obligada a servir”, “esclavizada”, había que “reprimirla con la fuerza” y la meta de un científico era “torturarla hasta arrancarle sus secretos”:
la comparación de la naturaleza con una hembra a la que se había de torturar con artilugios mecánicos para arrancarle sus secretos sugiere claramente que la tortura a mujeres era una práctica muy difundida en los procesos por brujería a comienzos del siglo XVI. Por consiguiente, la obra de Bacon es un ejemplo significativo de la influencia que la mentalidad patriarcal tuvo en el desarrollo del pensamiento científico (Capra 1992, 28).
Entonces, podemos decir que la ciencia hace parte de un movimiento histórico que ha ganado legitimidad y hegemonía desde el siglo XVIII, aupado por instituciones científicas, donde se promueven conocimientos allí producidos, y que posee una base epistemológica fundada en estructuras lógicas y discursivas. Es definida también como “una actividad cognoscitiva estable y permanente que en los últimos cuatro siglos ha devenido en una determinada institución social” (Torres Albero 1994, 1). La actividad científica como institución social conquistó la autoridad cognitiva y fue posible entonces la transición del Oscurantismo al Siglo de las Luces, dándose un período de secularización de las imágenes del mundo; sus principios han sido la objetividad, el empirismo, la neutralidad, la ahistoricidad y la universalidad. Sin embargo, la historia de la ciencia nos dice que estos principios se han ido resquebrajando debido a factores políticos, éticos, filosóficos y pragmáticos que pusieron en tensión a los fundamentos de la ciencia. De esta manera, el desarrollo del conocimiento científico, así como las instituciones que lo respaldan, aunque cobraron protagonismo histórico, también han sido fuertemente cuestionados.
Reificación de la racionalidad tecno-científica
Ubicándonos en la historia contemporánea de la ciencia, cabe mencionar que entre finales de 1960 y durante la década de 1970, se remarcaron los surcos que separaban las fronteras epistemológicas entre la ciencia y la tecnología, pues esta última desplazó a la ciencia y comenzó a protagonizar los debates del campo. Mientras que la ciencia se erigió como el proceso cognitivo que otorga conocimiento, la tecnología comenzó a ser vista como el conocimiento aplicado: pudiéramos puntualizar la primera como conocimiento reflexivo y la segunda como conocimiento empírico-pragmático, por lo cual para muchos se convirtió en un objeto más atractivo por sus mayores niveles de aplicabilidad. Sin embargo esto no se debe interpretar como una escisión definitiva ya que la ciencia y la tecnología se retroalimentan, poseen fuertes vinculaciones aun cuando generan distintos productos cognitivos. Opera la razón instrumental-artefactual ya que superpone su utilidad.
A la par de este proceso, también ocurrió que entre 1960 y 1967, surgieron en las ciencias sociales un grupo de conceptos con un cierto aire de familia: “imaginario” (Durand 1969); “imaginario social” (Castoriadis 1975); “representaciones colectivas” (Moscovici 1961); “episteme” (Foucault 1966); “paradigma” (Kuhn 1978); y “universos simbólicos” (Berger y Luckmann 1967). Aunque todos ellos provenían de diferentes marcos teóricos, apuntaban hacia un problema similar: dar cuenta de la acción social como un conjunto heterogéneo e independiente, en grado variable, de la voluntad de los actores sociales. Estos conceptos reabrieron, la tragedia griega lo había hecho antes, la posibilidad de pensar el sujeto y la acción social dando lugar al acontecimiento y la discontinuidad, la contingencia y el riesgo, los efectos perversos y las consecuencias no buscadas ni esperadas. La aparición de estos conceptos fue muy importante en la renovación de diferentes disciplinas como la psicología social, la historia, la antropología cultural, la sociología, la filosofía de la ciencia, la crítica cultural, la semiótica y la epistemología (Cabrera 2004).
En este sentido, vemos cómo se construye la noción de la tecnología como acción social, trayendo consigo además otras cuestiones más profundas como la inserción en un contexto determinado con el fin de obtener solución de conflictos al mismo tiempo que crea otros, y con esto, la incorporación de la incertidumbre y el riesgo en la nueva era tecnológica. Este imaginario constitutivo de la ciencia asociado a la verdad es uno de los elementos que nos gustaría cuestionar, pues la crítica al conocimiento científico viene dada por mantener un orden anclado al patrón civilizatorio occidental y patriarcal. El pensamiento moderno y dicotómico nos ha sumido a hacer separaciones: razón-cuerpo, sujeto-objeto que tienen consecuencias en las implicaciones de la misma práctica científica. De allí se desprenden dilemas éticos y políticos como la mercantilización de la naturaleza, el asunto de la propiedad intelectual del conocimiento, la manipulación genética, y el capitalismo académico.
Se ha hecho énfasis en asegurar el supuesto carácter neutral de la ciencia,1 pero valoramos el carácter ampliamente político que define la práctica científica así como las agendas de investigación y su financiamiento. El sistema de conocimiento científico forma parte de la imposición cultural al mismo tiempo que de una colonización epistemológica que moldea formas de conocimiento, de una epistemología sobre el resto del mundo, ya que la racionalidad del mundo occidental es desplegada y propagada forzosamente a las demás racionalidades del mundo: the west and the rest (Hall 1992; Ferguson 2012).
Los desafíos de la ciencia en la contemporaneidad están transversalizados por los imperativos éticos y políticos que orientan la práctica, los sistemas de valores de las sociedades que reproducen los esquemas racionales de la ciencia, y su fuerte anclaje a la herencia colonial. Consideramos que, si la ciencia abre espacios para pensarse a sí misma -y no solo para validarse a sí misma- así como para replantearse asuntos en los que operan esquemas desiguales de producción de conocimientos, sería posible un mayor robustecimiento a la vez que incrementaría en enriquecimiento cognitivo trans-epistémico. Quizá sería uno de las más grandes contribuciones en la historia de la ciencia y en la sociología de la ciencia del siglo XXI, llevar a cabo dentro de la institucionalidad científica la posibilidad de (re)crear lo que Boaventura de Sousa ha denominado Epistemologías del Sur, reinventando otras percepciones y otras valoraciones del conocimientos.
¿Determinismo biologicista? Crítica a la narrativa dominante del Antropoceno
Ante la urgente necesidad de que mediante el patrón de conocimiento científico se generen reflexiones en torno a la ciencia para ‘abrir la caja negra’ -parafraseando a Woolgar (1991, 20-50) -, es justo reconocer que tanto la ciencia como la tecnología en la actualidad fungen como herramientas devastadoras de la vida en el planeta, justamente por la ausencia de quienes la revisan y la cuestionan en contextos de paneles de decisión. A contrapelo, eso que se ha denominado Antropoceno parece comportarse como un significante vacío que en algunos casos está absuelto de ideologías. Sin embargo, si lo concebimos de la mano con la ciencia como sistema hegemónico de conocimiento, encontramos que está intrínsecamente asociado a una concepción liberal e instrumental. Es preocupante sobre todo porque es la única época que pende de la responsabilidad de una especie, y que si continúa bajo el mismo esquema pudiera eliminar las posibilidades de vida en el planeta.
En este sentido, vale hacer una breve aproximación al concepto de modo de tener elementos suficientes para evaluar la narrativa que lo fundamenta. El Antropoceno es definido por la comunidad científica como una nueva época geológica del período cuaternario que desplazó al Holoceno, caracterizada por el impacto de la actividad humana y las alteraciones en los ciclos naturales del planeta. Para precisar la definición, autores apuntan que:
en el año 2002, Paul Crutzen, Premio Nobel de química, planteó que ya hemos dejado el Holoceno y ahora hemos entrado a una nueva época -el Antropoceno- debido a los efectos ambientales globales generados por el incremento de la población humana y el desarrollo económico. El término ha entrado informalmente en la literatura geológica (…) para describir el ambiente global contemporáneo dominado por la actividad humana (Zalasiewicz y Williams 2008).
La complejidad del Antropoceno no puede entenderse sin contextualizar que deviene del sistema capitalista y de los modos de vida imperiales aunados al modelo económico dominante.2 Con esto queremos decir que no es la actividad humana en sí misma, sino los fuertes impactos que ha generado al planeta la aceleración de las formas industriales de producción en detrimento de la vida misma.
En este aspecto, es notable la influencia de la racionalidad tecno-científica en el Antropoceno, pues la creciente demanda de conocimiento aplicado impregnó la teleología de la ciencia operando la razón instrumental weberiana sobre todas las cosas. De este modo, las culturas fueron susceptibles a transformaciones a partir de los cambios tecnológicos generando percepciones de la tecnología como estilo socio-técnico constitutivo de escenarios de vida prospectivos. No es difícil ver que estamos viviendo en un planeta finito, en donde se explotan recursos infinitamente a la vez que la humanidad padece el agotamiento de recursos que sustenta el modelo de consumo, en un contexto de hiper-tecnologización, siendo víctimas además de desigualdades socio-ecológicas que profundizan la crisis. Sus antecedentes más inmediatos podrían remontarse a la segunda posguerra, fecha que data la gran aceleración. Desde finales del siglo XIX, pero con especial énfasis en la década de 1950, se orientaron gran cantidad de recursos financieros para implementar tecnologías como micro-soluciones a los problemas ecológicos. 3
En contraposición al argumento que sustenta la narrativa del Antropoceno, surgió la crítica que cuestionó algunos supuestos de esta corriente. Algunos autores parten del principio que señala que la separación dicotómica entre la sociedad y la naturaleza es obsoleta, pues responde a la racionalidad baconiana; por lo tanto, la apuesta va orientada a ubicarnos en un paradigma post-cartesiano en el que las distinciones sujeto-objeto no estanquen la discusión (Malm y Hornborg 2014). Es por esto que la punta de lanza de esta contra-narrativa es profundamente epistemológica, pues no se concibe que siendo claro y absoluto el impacto de las fuerzas sociales sobre los ecosistemas a partir de la Revolución Industrial, la narrativa del Antropoceno esté dominada por las ciencias naturales. Esto supone una revisión de los postulados de la narrativa del Antropoceno de modo de hacer una lectura entrelíneas sobre la intención de promocionar esa visión y ocultar otras interpretaciones.
Del mismo modo, otro asunto de gran relevancia es el lugar de enunciación de donde emergen los procesos globales que generan el cambio climático, o aquellos lugares que poseen mayor responsabilidad de acuerdo a los grados de consumo de energías y de emisión de CO2, esto con el fin de hacer una distinción geográfica y evidenciar que la responsabilidad no es la misma para todos los seres humanos, porque se está hablando desde el norte-global. La denuncia en este aspecto es que el debate jamás ha sido deliberado y democrático, puesto que las decisiones tecnológicas que se han tomado han estado abanderadas por inversores en el desarrollo de las economías capitalistas.
Pareciera que estamos ante otra corriente teórica que nos hace caer en una trampa malthusiana, en tanto que el crecimiento poblacional es, para los teóricos del Antropoceno “la mayor perturbación de la biósfera” (Crutzen et al. 2002; Malm y Hornborg 2014, 65). Sin embargo, los críticos a esta teoría alegan que el aumento de la población y el incremento de CO2 dejaron de tener correlación hace varias décadas, pues el aumento de población aparece en lugares en que no se evidencia aumento de emisiones y viceversa. También, reclaman el carácter situado de la denuncia aludiendo a una especie de reivindicación de uno de los postulados de la ciencia posnormal. Lo hacen al momento que muestran los cálculos realizados a inicios del siglo XXI que apuntan que “el 45% de la población humana más pobre tuvo una emisión del 7%, mientras que el 7% de la más rica produjo un 50%” (Malm y Hornborg 2014, 64).
Finalmente, la contra-narrativa del Antropoceno plantea que no se trata de determinar que la nueva época se reduce a la evolución biológica de la especie humana y su impacto negativo en ecosistemas; sino de trascender estos surcos y a ubicar los actores, las geografías y las culturas. De esta forma, no sería la especie humana, el ‘antropo’, sino las sociedades y sus modos de vida, de consumo y sus culturas. Asimismo, plantean que el cambio de época no es de origen antropogénico, sino sociogénico, empleando el neologismo para puntualizar que depende de las estructuras sociales, sus economías, formas de relacionamiento con la naturaleza, cosmovisiones, etcétera.
Como sabemos, esta narrativa que ha dominado desde hace más de diez años la escena académica y que ha apuntalado debates interdisciplinarios, está enunciada desde las ciencias naturales aun cuando muchos de los científicos que la promueven hablan desde la ‘zona del ser’ y dejan de cuestionarse las consecuencias diferenciadas que derivan de sus aproximaciones teóricas acerca de la influencia antropogénica en los ecosistemas. La homogenización de la responsabilidad en este aspecto es preocupante, injusta y desigual. Otra consideración relevante es que el panel de expertos signado por científicos y tecnólogos se ha auto-proclamado como ‘salvadores’ -nótese la presencia de la tradición judeo-cristiana- de dicha catástrofe causada por la supuesta humanidad entera, concibiendo ahora a la geoingeniería como la nueva promesa. Aun cuando no es expresado textualmente, podemos dar cuenta de esta afirmación a través de Keith (2000, 247):
Las manipulaciones no tienen por qué estar dirigidas a cambiar el medio ambiente, sino más bien a mantener un estado ambiental deseado contra las perturbaciones, ya sean naturales o antropogénicas. De hecho, el término geoingeniería se ha aplicado generalmente a las propuestas para manipular el medio ambiente con el objetivo de reducir el cambio climático no deseado causado por las influencias humanas. La presente revisión se centra asimismo en la geoingeniería climática, principalmente -aunque no exclusivamente- para contrarrestar el cambio climático inducido por el CO2. Como veremos, la definición de geoingeniería es ambigua, y la distinción entre geoingeniería y otras respuestas al cambio climático es de grado, no de tipo. Tres atributos básicos servirán como marcadores de la geoingeniería: escala, intención y el grado en que la acción es una medida compensatoria.
El discurso de la geoingeniería como herramienta de persuasión (ideológica)
Consideramos que la práctica científica es una práctica política en sí misma. Aquellos elementos que le asignan un carácter ecuánime, tales como la neutralidad valorativa y la hybris del punto cero (Castro-Gómez 2008) han sido altamente cuestionados. Asimismo, el discurso científico funge como cristalizador de verdades, pero es necesario tomar en cuenta que aquellos asuntos que no son enunciados -vacíos textuales- pudieran llegar a ser, en algunos casos, ideológicamente intencionados.
Este es el caso de lo que tendencialmente ocurre con algunos informes del IPCC, que bajo el manto de la ciencia y de la objetividad, se instituye como un determinante de verdades sobre el cambio climático, aun cuando es un organismo político y diplomático que mantiene el business as usual (Informe IPCC 2014). Para su aceptación y consenso, este panel genera un filtro del contenido de los informes, así como también consensua indicadores y cifras para promover un discurso ampliamente aceptado propio del establishment. Esto es evidente en varios de los informes del IPCC (caso 2013, caso 2014), en los que el grado de certeza se mide cuantitativamente y cualitativamente. Esto denota la confianza en los resultados. Sin embargo, no existen indicadores de incertidumbre en la ciencia normal.
Un ejemplo de esto ocurre cuando los paneles de expertos acuerdan los cómputos estadísticos que publican y que, aun cuando sus resultados sean dramáticos son retóricamente edulcorados y cuantitativamente modificados, pues están mediados por acuerdos políticos. Lo más significativo aquí es que se invisibilizan los procesos políticos e ideológicos a la vez que se ocultan los desastres sociales y culturales ocurridos, en nombre de la ciencia del clima.
En respuesta a este escandaloso asunto que se ha llamado cambio climático -pero que en el fondo es una profunda crisis socioecológica, en la cual el aumento de temperatura es solo un factor más- han surgido muchísimas disertaciones que lo abordan desde distintas áreas para dar explicaciones a los fenómenos que genera: desde la perspectiva geológica, como vimos, se ha hablado del Antropoceno como nueva época que sucedió al Holoceno; sin embargo, desde diversas áreas se ha promovido la geoingeniería como solución práctica y operativa a los abruptos cambios de temperatura planetarios.
En el apartado “Futuras trayectorias de adaptación, mitigación y desarrollo sostenible” del informe del IPCC publicado en el 2014, definen la geoingeniería como:
(…) un vasto conjunto de métodos y tecnologías que funcionan a gran escala y que tienen por objeto alterar deliberadamente el sistema climático a fin de aliviar los impactos del cambio climático. La mayoría de los métodos persiguen reducir la cantidad de energía solar absorbida en el sistema climático (gestión de la radiación solar) o el aumento de remoción del CO2 de la atmósfera mediante sumideros para alterar el clima (Informe IPCC 2014, 97).
Las tecnologías climáticas han sido implementadas en nombre de la ciencia debido a su alto carácter predictivo, sin embargo parecen no ser soluciones reales porque son planteadas desde el mismo patrón de conocimiento hegemónico y con un único fin: mantener el modo de vida y de consumo exponencial sostenido por el sistema capitalista en condiciones climáticas pre-capitalistas. Además, la fortaleza de la ciencia y la tecnología en hacer predicciones en este caso se ve resquebrajada porque la geoingeniería en particular posee un alto nivel de riesgo e incertidumbre en su aplicabilidad, ya lo dirían los expertos del IPCC cuando plantean que “no es posible realizar una evaluación exhaustiva de la viabilidad, el costo, los efectos adversos y los impactos ambientales de la remoción de dióxido de carbono o la gestión de la radiación solar” (Informe IPCC 2014, 97) y uno de sus propulsores, cuando alega que “la geoingeniería posee riesgos que combina aspectos naturales y sociales (…) Los riesgos que conlleva la geoingeniería son suficientemente novedosos, en general, la ciencia relevante biológica y geofísica es muy incierta para permitir un asesoramiento cuantitativo del riesgo” (Keith 2000, 274-75).
Como sabemos, la geoingeniería se pensó desde el norte global para contrarrestar problemas locales que padecen tales poblaciones producto de sus formas de organización social y de producción. Es por esto que la posible aplicación de tales tecnologías “obedece a ciertos grupos de poder. Su propósito es recuperar el clima que existía en épocas pre-industriales, sin necesidad de reducir las emisiones de CO2. Keith (2009, 1654), uno de sus promotores, dice que la geoingeniería es una solución expedita que emplea tecnología adicional para contrarrestar efectos no deseados, sin eliminar su causa de origen (Bravo 2013, 356). El hecho de no atacar la causa del aumento de temperatura viene dado porque el problema es estructural y aplicar la geoingeniería como conjunto de tecnologías, disminuiría la temperatura pero incrementaría otros problemas planetarios, como la acidificación de los océanos, la desaparición de corales, aumentará la erosión de la capa de ozono, además de que la manipulación de la radiación solar podría generar desbalance en ecosistemas vegetales.
Los impactos negativos de la geoingeniería pareciera que pierden relevancia a los ojos de quienes la promueven debido a su amplia apertura en el mercado, desarrollándose mecanismos que potencian su entrada fluida en la economía-mundo, tanto que prevalece la razón económica sobre las demás:
Posiblemente sean los aspectos económicos los que den la última palabra. En la “nueva economía de la geoingeniería” se habla ya de un nuevo tipo de bonos, los “bonos de radiación”, distintos a los bonos de carbono propuestas por el Protocolo de Kioto, y se llega a decir que la geoingeniería, especialmente la relacionada con la disminución de la radiación solar es la alternativa más barata, pues el costo de añadir aerosoles a la estratosfera costaría solo unos centavos por tonelada de CO2. Esta alternativa sería incluso más barata por el reducido volumen de material que hay que poner en la estratosfera, pues la dispersión de la luz solar necesaria para compensar el efecto de efecto invernadero para el año 2100 costaría “solo mil millones de dólares por año” (Barret 2008, 45). Este análisis no incluye las externalidades, los costos que los estados deben pagar por los impactos colaterales que resulten de estas nuevas tecnologías, ni los impactos que sufrirán las poblaciones locales (…) La geoingeniería posibilita extender el capitalismo a ecosistemas donde ningún humano podría pensar; el fondo del océano, la estratosfera, los puntos L, estructuras geológicas profundas (Bravo 2013, 356-59).
Así, concebimos que la geoingeniería es un arma tecnológica tan importante como destructiva, pues lo que está en juego es la vida en el planeta por sostener estilos de consumo, la economía capitalista mundial y un clima existente en la época pre-industrial sin atacar a fondo las causas que lo generaron. Existe una ausencia absoluta de las consecuencias sociales en los informes oficiales que hablan sobre esta empresa, sin embargo, está claro que las zonas más favorecidas serían las templadas y las perjudicadas están ubicadas en la zona ecuatorial y tropical: ¿estamos frente a una política neomalthusiana planetaria?
Finalmente, se presenta ante nosotros un discurso salvacionista en el que se muestra la geoingeniería como solución ante los problemas del calentamiento global, como tecnología apta para restablecer el clima antes existente; la ciencia continúa apareciendo bajo la égida de esta nueva promesa. Tiene gran acogida en los paneles internacionales de discusión ya que la tecnología recobró fuerzas en la arena pública y política global por ser el instrumento de resolución de problemas.
¿Está la geoingeniería desencadenando un escenario de ciencia posnormal?
Cabe preguntarnos si estamos frente a un escenario de ciencia posnormal4 debido a la incertidumbre y los riesgos planetarios que conlleva la geoingeniería. El desarrollo de la propuesta posnormal está estrechamente relacionado con los conflictos socioecológicos, ya que la variable ambiental funge como un factor de gran relevancia; entran en juego la incertidumbre y la imposibilidad de predecir escenarios, los posibles riesgos ocasionados por los entes decisores y las valoraciones que se tienen respecto a una problemática. Una de las características más remarcables de la ciencia posnormal es que fue la corriente que comenzó a desmoronar el optimismo tecnológico irrestricto.
La ciencia posnormal nace para dar respuesta a aquellos asuntos que dejó sin resolver la ciencia normal kuhniana, así como para rechazar la ‘política ambiental normal’, tomando relevancia las consecuencias ambientales que ha tenido la actividad económica en contextos post-industriales y altamente tecnológicos. En sus orígenes, el elemento central que desencadenó la discusión y que generó controversias en el espacio científico fue justamente el contexto de la década de 1970 con el Informe Meadows, que suponía una estructura teórica neomalthusiana y concebían los recursos naturales para la producción y el consumo a tono con el crecimiento poblacional.
El carácter de normalidad conlleva implicaciones de estandarización y universalización de valores, preconcepciones, cosmovisiones; de ello se desprende una expresión del cuestionamiento que hace Ravetz (1999, 648) a la ciencia como ‘grande narrativa’.5 Para ello, propone la articulación de conocimientos en una comunidad extendida de pares, ampliando el panel de evaluadores, que aunque sigue operando la racionalidad científica son tomadas en cuenta perspectivas no-científicas y otros valores en conflicto. Aun cuando este conjunto de tecnologías ha sido debatido y está sujeto a moratoria, la discusión “no ha salido de un grupo de científicos (la mayoría de ellos de ramas de las ciencias físicas) que conocen e intervienen en los proceso de investigación y desarrollo de la geoingeniería” (Bravo 2013, 361-62); la denuncia está orientada a que trascienda la comunidad extendida de pares y sea posible crear un panel ampliado en donde se consideren otros actores que “deben opinar y tomar decisiones sobre los alcances de estas tecnologías, que se identifiquen las relaciones de poder que están en juego, y que la decisión sobre su implementación no esté en manos de la ciencia” (Bravo 2013, 361-62).
Es claro ver las interconexiones existentes entre la ciencia y la tecnología, la discusión del Antropoceno, la fuerza del discurso para construir y cristalizar interpretaciones, la ciencia posnormal como paradigma contestatario que cuestiona lo estamentado y la geoingeniería como expresión aglutinadora de todas las anteriores. Nos encontramos ante una especie de nudo en el cual la tecno-ciencia parece no tener una respuesta que dé cara a los desafíos estructurales que ella misma ha creado desde siglos anteriores. Si bien los recursos discursivos de la ciencia normal se han venido agotando acorde a sus propios fracasos, encontramos que la imposición de la geoingeniería como propuesta unívoca a los problemas asociados a la crisis climática y que decanta en el calentamiento global, entre otros límites del planeta cobra relevancia para darle cierto respiro a dichos locus ontológicos universalizantes y destructivos.
Asimismo, al leer los informes del IPCC y algunas propuestas que defienden la geoingeniería, pareciera que nos estamos adentrando a un escenario post-distópico en el que los límites del planeta se agotan y la vida misma es socavada por los intereses de los grupos de poder para que la economía de mercado tenga nuevas salidas: bonos de carbono, bonos de radiación, bajo costo en aerosoles estratosféricos, etc. Finalmente, consideramos que el discurso de la geoingeniería está enunciado por aquellos quienes detentan el poder tecno-científico. Es parte de la racionalidad que nace del seno del Antropoceno como influencia de los cambios sociogénicos en el devenir de la historia; el desafío está orientado por cuestionar cómo la humanidad podría tener participación en la toma de decisiones y por qué es propuesta una tecnología a escala planetaria que desmejora y pone en juego la vida del sur-global. Estos vacíos textuales encontrados en la narrativa construida desde la geoingeniería dicen mucho más que las especificidades técnicas.