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URVIO Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad

versión On-line ISSN 1390-4299versión impresa ISSN 1390-3691

URVIO  no.37 Quito sep./dic. 2023

https://doi.org/10.17141/urvio.37.2023.5949 

Articles

La declinación hegemónica estadounidense y la emergencia del multipolarismo: desafíos para Latinoamérica

The Decline of the Hegemonic Power of the United States and the Emergence of Multipolarism: Challenges for Latin America

O debate sobre o declínio do poder hegemônico estadunidense e a emergência do multipolarismo: desafios para a América Latina

Fernando Estenssoro-Saavedra1 
http://orcid.org/0001-6010-7115

1 Universidad de Santiago de Chile, Chile, Fernando.estenssoro@usach.cl


Resumen

En este artículo se expone el debate sobre la declinación del poder hegemónico de Estados Unidos en el orden mundial, asociado con la emergencia de un nuevo orden multipolar. Se lo relaciona con el debate sobre la vigencia de la división Norte-Sur tras el fin de la Guerra Fría, para reflexionar respecto a las complejidades que podría enfrentar América Latina en un nuevo orden multipolar. La metodología es el análisis histórico, basado en la revisión de fuentes primarias y secundarias. Se exponen diacrónicamente las etapas de un debate que inició en los años ochenta del siglo pasado y que continúa hasta el presente. Se concluye que la unidad regional es importante para enfrentar los desafíos del nuevo orden mundial emergente.

Palabras clave: América Latina; división Norte-Sur; Estados Unidos; multipolarismo, unipolarismo

Abstract

This paper exposes the debate about the decline of the hegemonic power of the United States in the world order, associated with the emergence of a new multipolar order. It is related to the debate on the validity of the North-South division after the end of the Cold War, to make a reflection concerning the complexities that Latin America could face, in a new multipolar order. The methodology is the historical analysis based on a review of primary and secondary sources. The stages of a debate that began in the eighties of the last century and that continues to the present are diachronically exposed. It concludes that regional unity is important to face the challenges of the emerging new world order

Keywords: Latin America; Multipolarism; North-South Division; Unipolarism; United States

Resumo

Este artigo expõe o debate sobreo declínio do poder hegemônico dos Estados Unidos na ordem mundial, associado ao surgimento de uma nova ordem multipolar. Está relacionado com o debate sobre a validade da divisão Norte-Sul após o fim da Guerra Fria, para finalizar com uma reflexão sobre as complexidades que a América Latina podería enfrentar numa nova ordem multipolar. A metodologia é histórica, baseada na revisão de fontes primárias e secundáriase são expostas diacronicamente as etapas de um debate que começou na década de oitenta do século passado e continua até o presente. Conclui com a importância da unidade regional para enfrentar os desafios da nova ordem mundial emergente

Palabras chave: América Latina; Divisão Norte-Sul; Estados Unidos; Multipolarismo, Unipolarismo

Introducción

El debate sobre la declinación de Estados Unidos como potencia hegemónica del sistema internacional, o “declinación estadounidense”, comenzó de manera relativamente sistemática en los Estudios Internacionales durante la década de los ochenta del siglo XX. Ha pasado por distintas etapas que, en sentido general, se pueden calificar como más pesimistas (los declinalistas-multipolaristas) o más optimistas (los unipolaristas), de acuerdo con la forma en que se han desarrollado los eventos históricos que han impactado en las relaciones de poder global desde esos años.

En la actualidad, las tesis declinalistas han cobrado nueva relevancia, repotenciando las clásicas discusiones teóricas relativas a las transiciones hegemónicas.1 De manera creciente, se plantea que estamos atravesando por una etapa histórica que se define como interregno hegemónico, en la cual el “viejo” orden mundial hegemonizado por Estados Unidos no termina de perecer y el nuevo orden no termina de nacer (Møller 2019; Babic 2020; Sanahuja 2022). Si aceptamos estas tesis, a quienes analizamos la situación de América Latina en las relaciones de poder mundial, nos surge la pregunta sobre los posibles desafíos de la región, ya sea durante el tiempo del interregno hegemónico o en un nuevo orden mundial (si es que se consolida).

Responder la pregunta y aportar al análisis de la situación de Latinoamérica frente al desarrollo y la evolución de las relaciones de poder global son los objetivos del presente artículo. La metodología empleada es propia de la historia de las ideas: consulta de fuentes primarias y secundarias. La exposición está organizada con una lógica diacrónica, con el fin de caracterizar históricamente las diferentes etapas por las que ha atravesado el debate hasta la actualidad. A partir de lo anterior, se reflexiona sobre la posible situación de América Latina en un nuevo orden mundial multipolar.

En primer lugar, se exponen las principales tesis que han caracterizado al debate sobre la declinación hegemónica de Estados Unidos y sus posibles consecuencias, desde los años ochenta del siglo pasado hasta el presente. En el acápite 1, se recogen las tesis de los años ochenta que iniciaron el debate. En el acápite 2, se expone el fortalecimiento del optimismo hegemónico unipolar tras el fin de la Guerra Fría. En el acápite 3, se estudia el paso del optimismo unipolarista a la preocupación multipolarista en los 2000. En el acápite 4, se exponen las tesis que señalan a los principales actores “desafiantes” del unipolarismo estadounidense, en este tiempo de interregno hegemónico en que nos encontraríamos. En el acápite 5, se analiza la evolución de la división Norte-Sur. Por último, se considera el peligro para América Latina de quedar situada en una suerte de “Sur absoluto” (o sea, subordinada y en permanente estado de “en vías de desarrollo”) dentro del nuevo orden mundial.

Los inicios del debate sobre la declinación de la hegemonía de EE UU

En los años ochenta del siglo XX surgió un importante debate sobre el inicio de la declinación del poder hegemónico estadounidense, o sea, declinación de una hegemonía que comenzó tras el término de la Segunda Guerra Mundial y que le permitió dibujar e instalar un orden internacional liberal, entre otros aspectos.

El debate empezó con la obra de Robert Gilpin, War and Change in World Politics (1981), donde se advertía que desde “la década de 1970 y principios de la de 1980, una serie de acontecimientos dramáticos” indicaban “que las relaciones internacionales estaban atravesando un cambio significativo”, y “el sistema internacional relativamente estable que el mundo había conocido desde el final de la Segunda Guerra Mundial estaba entrando en un período de cambios políticos inciertos” (1). Esta situación se debía a que, si bien en 1945 “Estados Unidos se encontraba en la cúspide de la jerarquía internacional de poder y prestigio” y tenía un poder económico y militar supremo, lo que le había permitido dirigir y proporcionar “la base para un orden económico y político mundial”, para los años de 1980 “esta Pax Americana se encontraba en un estado de desorden” (231). El autor señalaba con preocupación que EE. UU. experimentaba los “síntomas clásicos de un poder en declive: (…) inflación desenfrenada, dificultades crónicas de balanza de pagos y altos impuestos” (232).

Pocos años después, Paul Kennedy (1988) reforzó esta idea en su obra The Rise and Fall of the Great Power, en la cual concluía que en Estados Unidos había comenzado un proceso de declinación de su poder hegemónico. Al igual que Gilpin, señalaba que las dificultades económicas, que se manifestaron desde los años 60, dejaban claro que la mega potencia estaba “perdiendo rápidamente parte relativa en la riqueza, la producción y el comercio mundiales, que había poseído en 1945” (674). Al igual que antiguas potencias desaparecidas, sufría los efectos de una “excesiva extensión imperial”, o sea, “la suma total de los intereses y obligaciones mundiales de Estados Unidos”, eran mucho mayores “que la capacidad del país para defenderlos todos simultáneamente”. Si bien tendría resultados positivos a corto plazo, a largo plazo significaría un serio declive de poder, dado que se vería obligado a dedicar, de manera creciente, parte significativa de su renta nacional a temas defensivo-militares. Como consecuencia, reduciría progresivamente la porción de la renta nacional dedicada a la actividad productiva (801 y 836). Kennedy señalaba que, en términos de poder económico, para los años 1980 ya existía un mundo multipolar y, a largo plazo, esto podría dar origen a un mundo multipolar en plena forma (económico y militar), donde la hegemonía de Estados Unidos podría ser reemplazada por otra mega potencia.

Reforzaban estas ideas el gran crecimiento económico de Japón. Se consideraba que, si Japón se transformaba en la primera potencia económica mundial, la declinación hegemónica estadounidense sería inevitable, con la consecuente inestabilidad del sistema internacional. Al respecto, Chalmers Johnson (1989) planteó que, de 1968 en lo adelante, Estados Unidos mostraba un déficit comercial con Japón, y que “en el espacio de sólo diez años el superávit comercial total de Japón” había crecido “de $17 mil millones a $ 92 mil millones” de dólares (126). Señalaba una serie de estudios japoneses sobre la estabilidad hegemónica global, en los que se advertía que el “surgimiento de Japón como potencia económica importante” llevaría a “que la estructura de las relaciones internacionales experimentaría un cambio decisivo” (127). Para evitar una guerra hegemónica entre Japón y Estados Unidos, Johnson proponía que era necesario implementar una “hegemonía conjunta” como “única alternativa viable para Japón y EE.UU.” (131).

Estas tesis sobre la declinación de la hegemonía estadounidense encontraron importantes críticas y adversarios, iniciándose así un debate que continúa hasta el presente. Entre los primeros críticos figuraron dos “destacados académicos del establishment: los profesores de Harvard, Samuel P. Huntington y Joseph S. Nye, Jr., quienes llegaron “a etiquetar a Kennedy y a los demás como ´declinalistas´”. Con ello querían decir que “eran defensores del declive de Estados Unidos más que analistas desapasionados de lo que consideraban tendencias preocupantes en la trayectoria de Estados Unidos como gran potencia” (Layne 2012, 207).

2. Fin de la Guerra Fría y fortalecimiento del optimismo hegemónico unipolar

Con el fin de la Guerra Fría, tras la caída del Muro de Berlín (1989) y la desaparición de la Unión Soviética (1991), las tesis sobre la declinación del poder hegemónico estadounidense perdieron fuerza, debido al optimismo con que inundó, tanto a la academia especializada, como al establishment del poder estadounidense, la creencia de que se proyectaba una larga e incuestionada era de poder unipolar para dicho país.

Al respecto, el artículo de Charles Krauthammer, The Unipolar Moment (1990-91) marcó la tendencia. Criticaba las tesis que planteaban “que el viejo mundo bipolar engendraría un mundo multipolar con poder disperso a nuevos centros en Japón, Alemania (y/o ‘Europa’), China y una Unión Soviética/Rusia disminuida” (23). Por el contrario, sostenía que, el nuevo orden que se inauguraba era claramente unipolar. El autor señalaba que el “centro del poder mundial es la superpotencia indiscutida, Estados Unidos, a la que asisten sus aliados occidentales (…). La característica más llamativa del mundo posterior a la Guerra Fría es su unipolaridad” (24). Si bien no descartaba que en el futuro surgiese algún tipo de orden multipolar, en su opinión lo que iniciaba con el fin de la Guerra Fría era “un momento unipolar”, donde Estados Unidos seguiría siendo la potencia hegemónica indiscutible (24).

Este optimismo también se reflejó en best sellers tales como El Fin de la Historia y el último hombre y en la creencia de que la perspectiva liberal occidental, tanto política como económica, terminaría abarcando al mundo entero (Fukuyama 1992). O sea, primaba la idea de que el mundo se vería beneficiado por la globalización del orden internacional liberal bajo la dirección estadounidense. Por ejemplo, Henry Kissinger declaraba que “la globalización es el nuevo término para la hegemonía americana” y, por su parte, Renato Ruggiero, director general de la Organización Mundial de Comercio, en 1995 señalaba que “con la desaparición del comunismo, el mundo se reuniría progresivamente en un único mercado común; que habría una sola moneda, el dólar, y se eliminarían para siempre las guerras” (como se citó en Savio 2021, 174 y 177). También el Pentágono compartía el optimismo unipolarista. En 1992, afirmaba que era necesario “preservar las ventajas que la naciente unipolaridad generaba para la seguridad y prosperidad de Estados Unidos y sus principales aliados” y, por lo tanto, el momento unipolar inaugurado tras el fin de la Guerra Fría, no debía ser visto como una situación pasajera o de transición hacia un futuro orden multipolar, sino como un ordenamiento internacional que tenía la potencialidad de “una duración a largo plazo y se sustentaba en estrategias implícitas y explícitas de Estados Unidos, así como en las limitaciones de los Estados aspirantes a la cima del poder mundial” (Calle y DerGhoukassian, 2003, 67). Tal optimismo se reflejaba aún diez años más tarde cuando, tras los atentados a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001, el presidente George Bush, quien se apoyó en teóricos neoconservadores agrupados en el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, lanzó su doctrina de “guerras preventivas” en la lucha antiterrorista. Ello implicaba una estrategia de política internacional marcadamente unilateral (Calle y DerGhoukassian 2003; López 2005).

Pese a este predominante optimismo unipolarista, las tesis declinalistas no desaparecieron totalmente del debate del mainstream. Algunos académicos como Christopher Layne y Kenneth Waltz, en sintonía con las tesis de Gilpin y Kennedy en la década anterior, insistían en que la declinación económica de Estados Unidos era innegable, y que un orden multipolar surgiría mucho antes de lo que opinaban los unipolaristas. Según Layne (1993, 7), el “momento unipolar” estadounidense sería más bien breve y había que entenderlo como “un interludio geopolítico que dará paso a la multipolaridad entre 2000 y 2010”. Waltz (1993, 71) argumentaba que, si bien “durante algunos años por venir (…) Estados Unidos será el país líder económica y militarmente”, estaba emergiendo un orden multipolar que, en un plazo no muy lejano (de 10 a 20 años), reemplazaría la unipolaridad estadounidense, debido al crecimiento económico de gran potencia que mostraban países como Japón y Alemania, sin descartar que China terminaría sumándose a este selecto club. Por lo tanto, Estados Unidos tendría “que aprender un papel que nunca había desempeñado: coexistir e interactuar con otras grandes potencias” en igualdad de condiciones (64, 66 y 72).

Layne y Waltz fueron rápidamente etiquetados por sus críticos como “pesimistas unipolares”, dado que, además de afirmar que la declinación económica de la mega potencia del norte llevaba al nacimiento de un nuevo orden multipolar, “también cuestionaron la sabiduría de hacer de la preservación del dominio estadounidense en un mundo unipolar el objetivo principal de la gran estrategia de Estados Unidos después de la Guerra Fría” (Layne 2012, 204).

3. Los 2000: del optimismo unipolarista a la preocupación multipolarista

En la medida en que el siglo XXI avanzaba, el optimismo unipolarista se fue transformando en un creciente pesimismo declinalista. Nuevamente estaba motivado por el imparable aumento de la deuda nacional estadounidense, su creciente deterioro social interno, y fenómenos externos tales como el acelerado crecimiento económico de China.

Se ha planteado que no solo es sorprendente lo rápido que terminó el llamado momento unipolar, “sino también lo rápido que surgió un consenso sobre un inevitable e irreversible cambio de poder lejos de Estados Unidos y Occidente” (Serfaty 2011, 7). Incluso Zbigniew Brzezinski (2013, 46), crítico de las tesis que señalaban como irreversible la declinación estadounidense, reconoce que la potencia del Norte se veía acosada por “serios desafíos operativos: una deuda nacional masiva y creciente, una desigualdad social cada vez mayor, una cultura cornucopia que adora el materialismo, un sistema financiero dado a la especulación codiciosa y un sistema político polarizado”. También que, si no implementaba las correcciones necesarias, estos problemas podían condenar a ese país al mismo destino histórico de otras potencias hegemónicas que desaparecieron, como Roma en el siglo V d.c. y Gran Bretaña en el siglo XX.

Una coyuntura que de manera particular estimuló este pesimismo declinalista fue la crisis económica subprime de 2008. Aquí quedó claro que Estados Unidos y sus socios del G-7por sí solos no podrían salvar el orden capitalista económico liberal, por lo cual debieron recurrir al auxilio del G-20.2

Como señala Layne (2012, 203), hasta los “presagios de la Gran Recesión en el otoño de 2007, la mayoría de los académicos de estudios de seguridad estadounidenses creían que la unipolaridad y, forzosamente, la hegemonía estadounidense serían características perdurables de la política internacional en el futuro lejano”. Sin embargo, esta crisis estimuló la superación de las tesis unipolaristas “por las premoniciones de la decadencia y la transformación geopolítica de Estados Unidos”, dado que “puso de relieve el desplazamiento de la riqueza y el poder mundiales de Occidente a Oriente, una tendencia ilustrada por el impresionante ascenso rápido de China al estatus de gran potencia”. Igualmente planteó “dudas sobre la solidez de los fundamentos económicos y financieros de la primacía de Estados Unidos”.

En la segunda década de los 2000 aumentó el debate sobre las características que asumía un orden mundial que había comenzado a transitar desde un orden unipolar a otro con crecientes rasgos de multipolaridad, y que no necesariamente iba a ser controlado por EE.UU. y sus aliados occidentales (Haass 2008; Zakaria 2008; 2011; Barma et. al 2009; Schweller y Pu 2011; Serfaty 2011; Acharya 2014; 2017; Ikenberry 2018; Lieber 2020). Como bien se ha señalado,

en la última década, una plétora de libros y artículos han alimentado los debates sobre el declive del poder estadounidense y su propuesta de corolario: la transición del poder mundial de Occidente a Oriente (…) Tras haberse esforzado por ayudar a construir un orden internacional liberal, que aportó estabilidad y crecimiento durante más de 70 años, los aliados de Estados Unidos deben enfrentarse ahora a la posibilidad de que el poder hegemónico de Estados Unidos disminuya (Massie y Paquin 2020, 14).

En otros aspectos, el debate se refiere a cómo caracterizar este orden mundial emergente. Randall y Pu (2011, 42) señalan que “si se avecina una gran transformación (…) se trata de una transformación estructural de la unipolaridad a la multipolaridad”. Haass (2008) prefiere hablar de un orden “no polar” en vez de multipolar, en el sentido de que un orden multipolar implica “varios polos o concentraciones diferenciadas de poder”. Sin embargo, el mundo de la globalización difiere “de manera fundamental de uno de multipolaridad clásica”, debido a que existen “muchos más centros de poder, y muchos de estos polos no son Estados-nación” (44,45). Zakaria (2008 y 2011) define este nuevo orden multipolar como un mundo pos americano donde el poder será más difuso debido al nacimiento de nuevas potencias como China e India, entre otras. Si bien Estados Unidos seguiría siendo uno de los principales poderes, ya no sería el único súper poder sin contestación. Acharya (2014; 2017) argumenta que más que un nuevo orden multipolar, el nuevo orden global sería múltiple o multiplex y pos liberal. En este convivirían elementos del orden liberal -liderado por Estados Unidos- con múltiples órdenes internacionales transversales no liberales. Por lo tanto, el orden hegemónico liberal, u orden mundial estadounidense, estaba en declinación. En contradicción parcial con Acharya, Ikenberry (2018, 8) afirma que, si bien el orden internacional estaba en transición hacia algún tipo de orden post-estadounidense y post-occidental, no necesariamente desaparecerá el orden liberal instalado hace más de 70 años por Estados Unido. Plantea que “a pesar de sus problemas, el internacionalismo liberal aún tiene futuro. La organización hegemónica estadounidense del orden liberal se está debilitando, pero las ideas organizativas más generales y los impulsos del internacionalismo liberal están muy arraigados en la política mundial”.

Otros analistas como Barma et al. (2009) hablan de un mundo sin Occidente para caracterizar el surgimiento de un orden internacional alternativo al occidental, dirigido por China y otras potencias emergentes. Estas, en la medida que se hacían más poderosas, comenzaban a crear sus propias instituciones internacionales (por ejemplo, la Organización de Cooperación de Shanghai). Se trata de “un orden internacional alternativo al orden predominante” occidental, “construido sobre la densidad dinámica de los flujos transaccionales dentro de su propia esfera” (528 y 541). Serfaty (2011, 7 y 8), algo más conciliador, plantea que, en “el siglo XXI, el mundo pos occidental, en caso de que se confirme, no tiene por qué surgir sobre el declive de las potencias occidentales, incluido Estados Unidos, sino sobre el ascenso de todos los demás”.

Los analistas podrán discrepar respecto de algunos rasgos específicos de un orden multipolar en formación, pero coincidirán en que este nuevo orden será producto de la declinación relativa (no absoluta) de Estados Unidos como potencia hegemónica, sobre todo “debido al ascenso de China” (Massie y Paquin 2020, 15). Las ideas declinalistas también se expresarán en las instituciones ligadas a la seguridad y defensa estadounidense. Por ejemplo, señalan Dabat y Leal (2019, 103) que en la publicación Global Trends, de 2012, perteneciente al National Intelligence Council, del gobierno de EE.UU., se planteó que “para 2030 el avance de China, más el debilitamiento de EUA, llevarán al mundo hacia el fin de la hegemonía absoluta de EUA y hacia el advenimiento de un mundo multipolar”.

4. Interregno hegemónico: los principales actores “desafiantes” de la unipolaridad estadounidense

En la segunda década de los 2000 se hace cada vez más relevante el debate sobre la declinación estadounidense, con la percepción de que el ciclo hegemónico de la potencia del norte, que se inició tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, estaría llegando a su fin. Ello ha llevado a plantear la idea de que estaríamos atravesando por un interregno hegemónico, o sea, un periodo de tiempo dentro del orden mundial que se caracteriza por la “ausencia de hegemonía” (Morales 2018). Los autores que han desarrollado este concepto se basan en la idea de Antonio Gramsci de que en las crisis de hegemonía (especialmente, hegemonía política o de autoridad) lo viejo y declinante no termina de perecer, y lo nuevo o ascendente no termina de nacer: “la crisis consiste precisamente en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer, en este interregno aparecen una gran variedad de síntomas mórbidos” (como se citó en Møller 2019, 337). De ahí que el interregno hegemónico se trataría de un periodo de tiempo, relativamente largo, caótico y confuso, en el cual no hay una falta total de orden en el sistema internacional, sino un sistema semiordenado. En este interregno existe una importante tensión entre el orden hegemónico que declina y los nuevos poderes que lo desafían, si bien aún no ha surgido un sistema hegemónico tal que reemplace al declinante (Møller 2019; Babic 2020; Sanahuja 2022; Baroud y Rubeo 2022).

Dos serían los fenómenos principales que desafiarían al poder hegemónico estadounidense declinante: a) la aparición de las llamadas potencias emergentes, encabezadas por China, y b) el desplazamiento del poder económico global del Atlántico al Indo-Pacifico, o de Occidente a Oriente.

Las potencias emergentes y los BRICS

El concepto de “potencias emergentes”, si bien es algo vago, se utiliza para describir a “países que se cree que están en proceso de aumentar su poder económico (y político) más rápido que el resto”. Además, “generalmente necesitan ser grandes (tanto en extensión geográfica como en población, aunque no siempre, como en el caso de Japón) y con mayor pobreza per cápita que los países industrializados” (Stuenkel 2020). Arquetipo de potencias emergentes serán los denominados BRIC,3 que pasaron, de ser considerados mercados emergentes, a ser potencias emergentes tras la crisis mundial subprime de 2008. Ello implicó un paradigmático cambio de percepción respecto de la capacidad de Estados Unidos y Occidente para liderar la economía global. Joseph Nye (2010), importante critico de las tesis declinalistas, señaló que muchos analistas interpretaron “la crisis financiera mundial de 2008 como el inicio del declive estadounidense” (2). Se considera que esta crisis abrió “un espacio para que las potencias emergentes del Sur global” comenzaran a desempeñar “un papel cada vez más activo en la reforma de la gobernanza política y económica mundial, hasta el punto de que un ‘cambio de régimen’ en la gobernanza” pasó a ser “ahora al menos una posibilidad clara” (Grey y Murphy 2013, 184). Más aún, “provocó un cambio dramático en las percepciones de Beijing sobre el equilibrio de poder internacional”, dado que China comenzó a ver “a Estados Unidos en declive y, al mismo tiempo (…), a sí misma como una gran potencia” (Layne 2012, 205).

El desastre económico global que significó esta crisis llevó a los BRIC, en 2009, a constituirse como grupo específico para influir en la política económica mundial. En 2011 incorporaron a Sudáfrica y pasaron a conocerse como BRICS. Desde su conformación, comenzaron a realizar reuniones cumbres anuales que generaron diversas áreas de cooperación y diálogo, y llevaron a “definir acciones para promover cambios económicos e institucionales internacionales que (…) apoyen un desarrollo global igualitario”, así como un “mundo multipolar y justo”, junto con la necesaria “reforma integral de las Naciones Unidas”, entre otros aspectos (Cabello, Ortiz y Soza 2021, 139, 140 y 147). En 2014, fundaron el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS, con un capital inicial autorizado de $ 100 mil millones USD y anunciaron la gestación de un grupo de reserva de divisas como alternativa al Fondo Monetario Internacional (FMI) (Nehru 2014). En 2015, por iniciativa China, se fundó el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII), el más reciente banco multilateral de desarrollo, considerado una alternativa al BM y al FMI para la región Asia-Pacifico (Jensana 2020).

Se afirma que los BRICS, con China a la cabeza, se han transformado en los arquetipos de las denominadas potencias emergentes contemporáneas (Pelfini, Fulquet y Bidaseca 2015; Cabello, Ortiz y Soza 2021) que estarían “desafiando cada vez más el dominio occidental”, al generar una situación donde “la legitimidad de las reglas y roles de liderazgo de la gobernanza global está en disputa” (Stephen 2017, 483). Tal desafío se estaría acentuando, si consideramos que en la cumbre de agosto de 2023 anunciaron que, en 2024, incorporarían a seis nuevos socios: Argentina, Arabia Saudí, Egipto, Etiopía, Emiratos Árabes Unidos e Irán (Puig 2023).

Asia, el nuevo motor económico del mundo

El otro fenómeno que estaría desafiando a la hegemonía estadounidense (y por defecto, occidental) radica en que Asia está transformándose en el mayor y más dinámico polo económico del planeta. Según Brzezinski (2013), la obligada decisión de Estados Unidos y sus aliados del G-8 (el G-7 más Rusia) de recurrir al G-20 para superar la crisis subprime de 2008, hizo “evidente una nueva realidad geopolítica: el consiguiente cambio en el centro de gravedad del poder global y del dinamismo económico del Atlántico hacia el Pacífico, del Oeste hacia el Este” (15).

Existen varios informes que avalan este fenómeno. En 2009 se publicó un interesante estudio que pronosticaba que, en las próximas décadas, sería incontestable la primacía de la economía asiática frente a la del resto del mundo. Se comparó a las mayores economías del mundo occidental agrupadas en la OCDE, o sea, los “países en el centro del orden internacional liberal”, con las 29 mayores economías del mundo no OCDE, a las que identificaban como “los países en juego” (Argelia, Argentina, Bangladesh, Brasil, Chile, China, Colombia, Egipto, India, Indonesia, Irán, Israel, Kazajstán, Malasia, Marruecos, Nigeria, Pakistán, Perú, Filipinas, Rusia, Arabia Saudita, Singapur, Sudáfrica, Siria, Tailandia, Ucrania, Uzbekistán, Venezuela y Vietnam). Estos “con su creciente poderío colectivo, son las nuevas potencias emergentes” (Barma et al. 2009, 529). De los 29 países en juego, 16 eran asiáticos, más Rusia que se puede definir como euro-asiático. “China y la India son las dos potencias emergentes más importantes”, ya que “capturan una porción cada vez mayor del comercio de los países en juego” (Barma et al. 2009, 532). En 2011, el Asian Development Bank calculó que el PIB de Asia subiría de 17 trillones de dólares, en 2010, a 174 trillones, en 2050. Ello equivaldría al 50% del PIB mundial, cifra similar a su parte de la población mundial. Este crecimiento estaría liderado por siete economías principales. Dos de ellas, Japón y Corea del Sur, ya eran desarrolladas en 2010, y cinco: China, Indonesia, Tailandia y Malasia se catalogaban como economías de rápido crecimiento. Entre 2010 y 2050, “estas siete economías representarían hasta el 91% del crecimiento del PIB total en Asia, y casi el 53 % del crecimiento del PIB mundial. Por lo tanto, serán los motores no solo de la economía de Asia, sino también de la mundial” (Asian Development Bank 2011, 1, 2 y 31).

El Banco Mundial (BM), al comparar la evolución de los datos económicos a nivel de continentes, señaló que, si bien en el año 2010 el PIB de todo el continente americano y el Caribe representaba el 33% del PIB global, y el de Asia el 28,7%, once años más tarde el PIB de Asia representó el 36,2 % del PIB mundial, lo que relegó al continente americano al segundo lugar, con el 31,8% del PIB global (Banco Mundial 2021a; 2021b). Según estimación del World Economic Forum, en 2030 Asia representará el 60% del crecimiento económico mundial, y será el mayor mercado de consumo, al contener a la clase media más numerosa del planeta (Yendamuri e Ingilizian 2020).

El establishment de seguridad y poder estratégico de Estados Unidos también es consciente de que el centro de gravedad del poder económico mundial se está desplazando al Asia. Ello representa una amenaza seria para la hegemonía atlántico-anglo-occidental, con más de 200 años de existencia (los británicos desde el siglo XIX hasta inicios del XX y Estados Unidos, de la segunda mitad del siglo XX en lo adelante). Según un informe del National Bureau of Asian Research (NBR), ya en 2010 se señalaba que

el poder en el sistema internacional continúa pasando a Asia desde Occidente, impulsado por el crecimiento superior de las principales economías de Asia (…) El crecimiento económico ha permitido a los estados asiáticos invertir más en capacidades militares modernas, lo que podría amenazar la hegemonía estadounidense y la estabilidad regional (Tellis 2010, 2).

5. Evolución de la división Norte-Sur

Una de las consecuencias del fin de la Guerra Fría, con la llegada de la globalización y el surgimiento de potencias emergentes, será el debate sobre la pertinencia de seguir utilizando las categorías de jerarquización del poder en el orden mundial, comúnmente utilizadas durante la Guerra Fría: Primer Mundo (países capitalistas desarrollados), Segundo Mundo (países comunistas industrializados) y Tercer Mundo (países subdesarrollados); así como la división Norte-Sur. Barry Buzan (1991, 432) tempranamente señaló que

un problema inmediato es que muchos de los términos en los que normalmente se plantearía un debate de este tipo han quedado obsoletos (…) el término ‘Tercer Mundo’ ha perdido casi todo su contenido. En ausencia de un Segundo Mundo, ahora que el sistema comunista se ha desintegrado en gran medida, ¿cómo puede haber un Tercero? (…) ¿Qué significa ‘Occidente’ cuando incluye a Japón y Australia, o ‘Norte’ cuando incluye a Albania, Rumanía y la Unión Soviética, o ‘Sur’ cuando incluye a Corea y excluye a Australia?

Si bien podríamos concordar con Buzan en que la división del mundo en tres estamentos ha perdido todo sentido, tenemos que señalar que la división Norte-Sur se ha mantenido vigente. Cabe recordar que, durante la Guerra Fría, los países subdesarrollados (o en vías de desarrollo) enfatizaron la división Norte-Sur, con el fin de salirse de la lógica del conflicto dominante entre el bloque capitalista y el bloque comunista, o el conflicto Este-Oeste y su categorización entre Primer, Segundo y Tercer Mundo. Tenían como objetivo relevar la urgencia de superar el subdesarrollo que caracterizaba a sus sociedades, las cuales representaban a la gran mayoría de la humanidad. A mediados de la década de 1970 surgió el Diálogo Norte-Sur en la Organización de Naciones Unidas (ONU), con el fin de contestar a las demandas del mundo subdesarrollado de crear un Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI) que respondiera mejor a sus necesidades. En 1977, el canciller alemán Willy Brandt encabezó una comisión destinada a proponer un Nuevo Orden Internacional para superar las tensiones entre el mundo desarrollado y el subdesarrollado. Tres años después, en 1980, se publicó el informe de la Comisión Brandt, Diálogo Norte-Sur, e igualmente se popularizó la “Línea Brandt” (mapa 1), que dividía al mundo entre países desarrollados y subdesarrollados, o en vías de desarrollo, donde la República Popular China, debido a su bajo PIB per cápita, quedaba en el mundo no desarrollado (Informe de la Comisión Brandt 1981).

Mapa 1 Línea Brandt 1980-1991 

Dado que, tras el fin de la Guerra Fría, la brecha entre países desarrollados y subdesarrollados no desapareció, se siguió utilizando la distinción Norte-Sur. Además, se hizo común hablar de Norte global y Sur global en los análisis de poder. Como dice Therien (1999, 722), a pesar de que “la brecha entre los países ricos y pobres ya no tiene la resonancia que alguna vez tuvo. Sin duda, la división entre el Norte y el Sur sigue siendo un área de reflexión en las relaciones internacionales”. Y esto ocurre, como bien explica Falconí (2014, 89), porque “tanto la política como la economía de las naciones más fuertes del planeta imponen las reglas del juego en las relaciones mundiales”.

La “idea de ‘Sur’ se construyó esencialmente por oposición al Norte y por diferenciación al conflicto Este Oeste. Desaparecido este último, se reafirma la definición por oposición al primero” (Kern y Weisstaub 2011, 87). O sea, su vigencia “responde a consideraciones de poder y percepción y no de geografía (…) la división Norte-Sur refleja la distribución de poder en el sistema internacional” (Del Prado 1998, 23). El Norte ha servido, principalmente, para caracterizar a la hegemonía que estableció Estados Unidos, secundado por sus más estrechos aliados (G-7) desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y el Sur, para identificar a los Estados subdesarrollados y con una inserción subalterna en el sistema internacional (Del Prado 1998; Kern y Weisstaub 2011).

Sin embargo, son evidentes los enormes cambios que, en las últimas dos décadas, vienen ocurriendo en el poder económico que, ineluctablemente, implica cambios en el poder político y desplazamientos de la Línea Brandt. Por estas razones, se plantea que “China ya no es un país subdesarrollado periférico, sino que comienza a rivalizar con Estados Unidos. India se está poniendo al día rápidamente. (…) Además, se espera que el crecimiento en las economías emergentes siga siendo más fuerte que en los países de altos ingresos” (Stephen 2017, 486, 487). Por lo tanto, si bien esta división aún es útil para diferenciar las relaciones de poder entre Estados ricos y pobres, también es bastante acertado afirmar que “los parámetros del debate entre el Norte y el Sur han cambiado radicalmente” (Therien 1999, 723). Y, todo indica que esta tendencia se acentuará aún más en las próximas dos décadas.

6. El núcleo de poder del nuevo orden multipolar y el peligro de América Latina de transformarse en un “Sur absoluto”

Las proyecciones respecto del crecimiento de Asia señalan que, para mediados de siglo, este continente se habrá transformado (sino todo, al menos una parte significativa de él) en uno de los mayores polos de desarrollo económico, industrial y tecnológico del mundo, a la par de, o incluso superior, Europa y América del Norte (EE.UU. y Canadá). Por lo tanto, también habrá aumentado enormemente su poder real en la arena política internacional, en donde se proyecta que China e India podrían ser parte del nuevo núcleo de poder de un orden multipolar.

Si intentamos un breve ejercicio prospectivo para tratar de identificar a los posibles Estados que constituirían los principales mega poderes del nuevo orden multipolar, podemos recordar la opinión de Kissinger (2017) cuando, al vaticinar la evolución del orden mundial en el siglo XXI, señaló que “el relativo poderío militar de Estados Unidos declinará paulatinamente” y que el sistema internacional se caracterizará por un multipolarismo similar al equilibrio europeo del siglo XIX, en donde el orden será determinado por “al menos seis grandes potencias -los Estados Unidos, Europa, China, Japón, Rusia y probablemente la India-” (17,18). También, Brzezinski (2013, 23) señaló que, a pesar de todo lo impreciso que resultaba proyectar cuales serían las mega potencias que compartirían el poder global en el siglo XXI, a parte de Estados Unidos y China, cualquier lista debería “incluir a Rusia, Japón e India, así como a los líderes informales de la UE: Gran Bretaña, Alemania y Francia”. Por último, podemos tomar la definición de Jordi Palou (1993, 10) cuando señala que los rasgos que definen a una superpotencia en el orden mundial son: “disponibilidad para intervenir en cualquier parte del mundo, riqueza material, territorio de dimensiones continentales, recursos humanos considerables y alto nivel de desarrollo tecnológico”, además de una “capacidad de respuesta a un ataque nuclear masivo; es decir, la amplitud de su arsenal nuclear”.

Si tomamos las proyecciones de Kissinger y Brzezinki y las cruzamos con la definición de Palou para caracterizar a una súper potencia, nos aparecen inmediatamente cinco grandes candidatos a sentarse a la mesa principal del poder multipolar en un futuro relativamente cercano: Estados Unidos, China, Unión Europea (incluimos al Reino Unido), India y Rusia. Por tanto, la conclusión evidente de este ejercicio es que las cinco súper potencias que integrarían el núcleo principal de poder en un futuro orden multipolar están localizadas en el hemisferio norte del planeta.

Si América Latina y África, que no aparecen en el ejercicio anterior, mantienen su actual situación económica, o sea, siguen sustentando su crecimiento en la exportación de recursos naturales y productos de bajísimo valor agregado, evidentemente continuarán con su calidad actual de integrantes del Sur, solo que ahora sin Asia, que habrá pasado al mundo desarrollado. Esto implicaría un radical desplazamiento de la Línea Brandt en un sentido que va del Noreste al Suroeste, en donde América Latina y África se habrían transformado en una suerte de “Sur absoluto” (mapa 2). O sea, serán regiones en permanente estado de subdesarrollo o “en vías de desarrollo”, además de periféricas y subordinadas a los nuevos mega poderes que serán el núcleo del orden multipolar.

Mapa 2 Hipótesis del Sur absoluto 

Conclusiones

Si estas proyecciones se verifican, del actual interregno hegemónico pasaríamos, en un futuro relativamente cercano, a un nuevo orden hegemónico multipolar cuyo núcleo de poder estaría constituido por cinco súper potencias, ubicadas todas en el norte geográfico y con características de Estados-continente por sus dimensiones: dos asiáticas (China e India), dos occidentales (Europa y Estados Unidos) y una euroasiática (Rusia). La Línea Brandt, con su división Norte-Sur, también se habría modificado radicalmente, dejando a América Latina y a África en el “Sur absoluto” del nuevo orden mundial. En esta nueva realidad, ¿qué capacidad de negociación tendría, o cómo podría defender sus legítimos intereses, un país de nuestra región, de manera aislada, con las complejidades de un orden multipolar como el que se proyecta, donde cada mega potencia -nueva o tradicional-, sedienta de recursos naturales para alimentar a sus complejos tecno-industriales y a una población de creciente poder adquisitivo, probablemente buscará asegurar sus áreas de influencia por todos los medios posibles?

Todo indica que, de mantenerse las tendencias descritas, lo más prudente para América Latina sería dar pasos acelerados en su integración, única manera de aumentar su capacidad relativa de negociación, así como de aumentar sus posibilidades para salir de la muy prolongada condición de “en vías de desarrollo” que amenaza con petrificarse.

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1Para una buena síntesis del debate teórico sobre las transiciones hegemónicas en el orden mundial, ver Herrera Santana (2017) y Morales Ruvalcaba (2018).

2El Grupo de los 7 o G-7 se creó en la década del setenta del siglo XX, conformado por “Estados Unidos, Reino Unido, Japón, Canadá, Francia, Alemania e Italia” con el fin de ejercer un “poder de bloque en todas las negociaciones en las convenciones internacionales organizadas por la Organización de las Naciones Unidas y otros organismos multilaterales como la OMC”. Por su parte, el G-20 se creó en 1999 como “respuesta de las hegemonías del Norte, para calmar la presión de las relaciones internacionales y adoptar una política exterior que facilite el tránsito de un orden unipolar a un orden multipolar”, incluyó a los países del G-7 más Rusia, a los que se sumaron “Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, China, Corea del Sur, India, Indonesia, México, Sudáfrica y Turquía. El miembro número 20 es la Unión Europea” (Falconí 2014, 88,89).

3BRIC es el acrónimo de Brasil, Rusia, India y China. Fue el economista Jim O’Neill quien acuñó el término en 2001 para designar a estos cuatro países como los mercados emergentes.

Recibido: 03 de Abril de 2023; Aprobado: 11 de Julio de 2023

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