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URVIO Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad

versión On-line ISSN 1390-4299versión impresa ISSN 1390-3691

URVIO  no.31 Quito sep./dic. 2021

https://doi.org/10.17141/urvio.31.2021.4729 

Articles

Guerra Proxy entre Irán y Arabia Saudí. Principales focos de conflicto en Oriente Próximo

Proxy War between Iran and Saudi Arabia. Main Spots of Conflict in the Middle East

Guerra Proxy entre o Irã e a Arábia Saudita. Principais fontes de conflito no Oriente Médio

David Hernández-Martínez1 


Resumen

Oriente Próximo es un espacio geoestratégico marcado en la actualidad por diversos conflictos y crisis, que condicionan las relaciones entre los actores estatales y no estatales involucrados, así como el establecimiento de estrategias y alianzas. En el trasfondo de algunas de estas complejas dinámicas está la rivalidad entre dos potencias: Irán y Arabia Saudí. Los dos Estados persiguen el objetivo de erigirse como los únicos referentes políticos y religiosos de la zona. El antagonismo de sus intereses genera un clima de elevada tensión y enemistad, que se traduce en una forma de enfrentamiento indirecto: Guerra Proxy. Esta repercute en varios escenarios de la región, y trae como consecuencia mayor inestabilidad e inseguridad.

Palabras clave: Arabia Saudí; Guerra Proxy; Irán; liderazgo regional; Oriente Próximo

Abstract

The Middle East is a geostrategic spot marked by various conflicts and crises nowadays, which determine the relationship between state actors and non-state actors involved in the area, as well as the establishment of strategies and alliances among them. The main cause of some of these problematic dynamics is the rivalry between two powers: Iran and Saudi Arabia. These states seek the essential goal of standing up themselves as the only political and religious leader in the local scenario. The antagonism of their interests awakens in a climate of high tension and enmity that translates into a form of indirect confrontation, proxy war, which has repercussions in their surroundings, coming up greater instability and insecurity throughout the region.

Key words: Iran; Middle East; proxy warfare; regional leadership; Saudi Arabia

Resumo

O Oriente Médio é um espaço geoestratégico atualmente marcado por diversos conflitos e crises, que condicionam as relações entre os atores estatais e não estatais envolvidos, bem como o estabelecimento de estratégias e alianças. No pano de fundo de algumas dessas dinâmicas complexas está a rivalidade entre duas potências: Irã e Arábia Saudita. Os dois estados perseguem o objetivo de se estabelecerem como os únicos referentes políticos e religiosos na área. O antagonismo de seus interesses gera um clima de alta tensão e inimizade que se traduz em uma forma de confronto indireto, Guerra Proxy, que atinge diversos cenários ambientais, resultando em maior instabilidade e insegurança em toda a região.

Palavras chave: Arábia Saudita; Oriente Médio; Irã; Guerra Proxy; liderança regional

1. Introducción

La República Islámica de Irán y el reino de Arabia Saudí protagonizan una enconada rivalidad por el liderazgo de Oriente Próximo y la esfera musulmana desde hace décadas. Entre ambos Estados, han existido periodos de distensión y détente que permitieron rebajar los niveles de conflictividad en el entorno regional.

Sin embargo, las revueltas árabes de 2011 propiciaron profundas transformaciones en el statu quo local, y alteraron las premisas securitarias y las estrategias de todos los actores. Los niveles de inseguridad e incertidumbre aumentaron, inducidos por las diversas crisis y los conflictos que surgieron recientemente. Estos también alentaron la competencia y el choque de intereses entre el régimen iraní y el saudita, y dieron lugar a una nueva fase de hostilidades.

El peligro de un enfrentamiento directo entre las dos grandes potencias del Golfo persiste debido a que sus objetivos no son en absoluto complementarios. Tanto la nación gobernada por los ayatolás como la monarquía de la Casa Saud persiguen el mismo fin: consagrarse como únicos referentes destacados de la zona, e imponer sus postulados por encima de las demás alternativas.

El liderazgo en la región constituye el principio vector de la política exterior y de defensa de los dos países. Tomar una posición preponderante en las proximidades de su territorio resulta condición sine qua non para asegurar la propia pervivencia de sus sistemas políticos. El ascenso de su máximo competidor supone un elemento de distorsión para la estabilidad y perdurabilidad interna.

Las divergencias entre Irán y Arabia Saudí se han traducido, desde finales del siglo XX y principios del XXI, en numerosos puntos de conflicto en Oriente Próximo. Esta problemática tendencia se agrava tras las revueltas árabes de 2011, puesto que se multiplican los espacios donde cada polo puede verse persuadido a aumentar sus márgenes de influencia o contrarrestar el vigor del contendiente. La singularidad más notoria del enérgico antagonismo irano-saudí es que no se ha propiciado, por el momento, una ofensiva o colisión clara y resolutiva entre ambos.

Teherán y Riad aprovechan diversos recursos para consolidar, de manera paulatina, su posición de poder y erosionar las capacidades del contrario. Asimismo, se valen de terceros actores, estatales y no estatales, como parapetos políticos para salvaguardar sus intereses y constituir ejes y contornos de inferencia. Las traumáticas dimensiones que podría conllevar una guerra abierta entre las partes los determina a plantear una táctica menos inmediata y contundente, a través del desarrollo de una particular Guerra Proxy.

Las divergencias se trasladan a otros países, que se convierten en particular campo de batalla entre Irán y Arabia Saudí. Estas circunstancias minimizan las graves consecuencias y el desgaste para iraníes y sauditas, pero perjudican seriamente a la seguridad regional.

2. Aspectos teóricos y metodológicos

La investigación tiene como objeto de estudio analizar las causas que conducen al alto grado de rivalidad entre Irán y Arabia Saudí, así como a la estructuración de esta en una forma particular de Guerra Proxy, que repercute en varios puntos conflictivos de la región. El trabajo se articula a través de una serie de preguntas: ¿cuáles son los principios vectores de la política regional de Irán y Arabia Saudí? ¿Cuáles son las intervenciones más relevantes de ambos Estados en la zona y sus motivaciones? ¿Cuáles son las principales causas del nivel de confrontación entre los dos países?

Los supuestos iniciales ligados a estas cuestiones son tres. En primer lugar, ambos Gobiernos guían su estrategia regional por un concreto cómputo de percepciones de amenazas y oportunidades y principios ideológicos. En segundo término, las contiendas en Siria y Yemen, la inestabilidad en Irak o Líbano y las relaciones con Catar y EEUU son los puntos donde más se manifiesta dicha enemistad. Finalmente, la falta de complementariedad de sus intereses genera un clima de animadversión y profunda inseguridad.

Las divergencias entre el polo iraní y el saudita todavía no se traducen en un enfrentamiento directo y abierto. El concepto de Guerra Proxy es el elemento teórico más apropiado para examinar las actuales desavenencias entre Irán y Arabia Saudí. En un contexto impredecible y de creciente incertidumbre, los Estados tienen ante sí varios dilemas de seguridad (Jervis 1978, 168-170), que parten de sus percepciones sobre posibles amenazas y el cálculo de los riesgos de determinadas operaciones.

La situación entre las dos potencias surge de un triple reconocimiento. Por un lado, las dos partes asumen el carácter convulso y voluble de las coyunturas surgidas en la zona. Por otro, tanto Teherán como Riad reconocen la posición de fortaleza y preponderancia del otro, y las aceptan como los principales obstáculos para la consecución de sus objetivos finales. Con todo ello, los actores estatales estiman que una acción directa y a gran escala sobre el rival puede suponer un elevado desgaste, y propiciar consecuencias en extremo peligrosas (Bar-Siman-Tov 1984, 267-269). La mediación Proxy puede ser la fórmula óptima para salvaguardar sus intereses y debilitar al contrincante.

El término Guerra Proxy se acuñó durante la Guerra Fría para calificar las divergencias de Estados Unidos y la Unión Soviética. Estas potencias evitaron el conflicto directo, ya que el riesgo de destrucción era demasiado elevado (Mumford 2013, 40-41). En la Guerra Proxy, las partes implicadas eluden el enfrentamiento y se apoyan en terceros agentes o aliados, que son los que actúan sobre el terreno.

Con ello, las potencias persiguen limitar el impacto de una intervención más contundente y, al mismo tiempo, buscan deteriorar los intereses del contrincante en diferentes escenarios. En el caso de Irán y Arabia Saudí, el término se puede asociar a través de dos niveles. En primer lugar, apuestan por una delegación de las funciones en otros actores, debido a que no consideran el problema prioritario, o porque los costes de una acción directa son altos (Salehyan 2010, 501-503). En segundo lugar, uno de los dos agentes decide involucrarse abiertamente en un conflicto, ya que le resulta inevitable, mientras la contraparte decide ausentarse, o bien interferir de una manera menos activa para no diseminar capacidades y no verse involucrado en un espacio no preferencial.

La subsidiaridad de las estrategias de los dos regímenes puede justificarse por los rasgos generales asumidos en la región. Tras las crisis y conflictos abiertos en la zona en 2011, el statu quo imperante quedó fracturado y todos los Estados tuvieron que redefinir sus políticas securitarias.

La naturaleza poliárquica de Oriente Próximo hace que ningún actor sea capaz de consolidar alianzas estables (Brown 2016, 245-247). No existe un consenso mínimo sobre cómo resolver los problemas; tampoco hay una aceptación general de la necesidad de identificar una autoridad legitimada. Estas circunstancias avocan a las potencias a plantear una disputa en parámetros de Guerra Proxy, que condure sus grandes disparidades.

3. Las diferencias políticas entre Irán y Arabia Saudí

El punto inicial que marca el enfrentamiento entre Irán y Arabia Saudí es la revolución iraní de 1979. Esta supone un acontecimiento transcendental en las dinámicas de la región, y condiciona la forma en que la nación iraní se relaciona con el resto de los países del área. El establecimiento de una República Islámica introduce un nuevo elemento disruptivo en Oriente Próximo (Mabon 2016, 41-44). Teherán apela a movimientos emancipadores entre las comunidades musulmanas, con la aspiración de que los ideales que condujeron a la caída de la monarquía puedan ser difundidos en otros puntos.

Irán y Arabia Saudí habían mantenido una relación cordial hasta ese momento, debido a que tenían intereses comunes. Representaban formas de regímenes autoritarios que se oponían a cualquier corriente de tinte revolucionaria o contestataria. Eran los principales aliados de la potencia estadounidense en la región, que los consideraba los dos pilares sobre los cuales apoyar la defensa de sus intereses (Aarts y van Duijne 2009, 65).

El ascenso al poder del ayatolá Jomeini como máxima autoridad política y religiosa de Irán rompe las bases sobre las que habían transcurrido las relaciones entre los dos países. La nación iraní representa un modelo diferente al de la Casa Saud y se erige como resorte antiimperialista frente a la presencia de EEUU.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Oriente Próximo había cobrado especial atención para Washington, que consideraba a este enclave prioritario por su posición estratégica y los recursos energéticos (Riedel 2018, 3-6). La administración estadounidense encontró en el Sha de Persia y en los príncipes sauditas adecuados socios, que cumplían con dos propósitos principales.

En primer lugar, garantizaban a la economía anglosajona los suficientes suministros de petróleo y gas. En segundo término, en plena Guerra Fría, servían como muros de contención ideológicos frente a la asunción de movimientos socialistas y panarabistas, que tuvieron en Egipto y su presidente, Gamal Abdel Nasser, a sus máximos exponentes durante la década de los sesenta.

La revolución iraní coincide con el ascenso de Arabia Saudí en el tablero internacional y regional. Entre 1965 y 1975, el rey Faisal introdujo una perspectiva renovada en el papel que debía tener el reino saudita en la región (Abukhalil 2004, 95-100). Cuando los sauditas comenzaron a propugnar su rol como referentes políticos y religiosos de las poblaciones árabes y musulmanas, tuvo lugar la caída del Sha de Persia y se confirman las aspiraciones en el exterior de los nuevos dirigentes iraníes. A partir de entonces, se inicia una insistente rivalidad entre los dos Estados. Estos utilizarán distintos elementos discursivos para justificar sus aspiraciones preponderantes.

La naciente República Islámica surgía en un contexto internacional y local nada favorable, lo que precipitó su preocupación por implementar una política exterior activa. Para EEUU y el resto de las monarquías árabes, suponía una seria amenaza por el tipo de modelo político y marco ideológico que representaba (Cordesman 2009, 44-45). Las premisas de la estrategia regional iraní combinan espíritu vocacional y pragmatismo. Por un lado, necesitaba tener un elevado protagonismo en la zona para asegurar sus intereses. Por otro lado, los iraníes urgían contar con nuevos aliados y se convirtieron en valedores de diversos movimientos que eran congruentes con la síntesis emancipadora de su revolución.

El decaimiento del panarabismo y Egipto, como símbolos de las luchas de los pueblos árabes, dejaron un vacío ideológico y de autoridad que los príncipes sauditas pretendieron ocupar. Arabia Saudí comenzó a trasladar sus principios al exterior y centrar esfuerzos en constituir un nuevo orden local acorde con sus intereses (Wilson y Graham 1994, 98-100). La Casa Saud comprendió que era imprescindible desempeñar un papel protagónico para asegurar la propia viabilidad del régimen. Al controlar las principales dinámicas de Oriente Próximo, los príncipes sauditas aspiraban a poder asegurarse la constitución de una zona de influencia mayor.

El wahabismo posee un carácter determinante en la visión que la corona saudita tiene de su status excepcional en el mundo islámico, y su responsabilidad con la religión. Los preceptos wahabitas no solo sirven para legitimar el poder de los príncipes sauditas, sino que, además, les autoproclama como líderes naturales entre los creyentes musulmanes (Hernández 2019, 197-199). Ello circunscribe su poder a una categorización de auctoritas moral.

Irán intenta consagrarse en un sentido parecido, pero apelando a la unidad de los oprimidos y a la voluntad de la lucha de aquellos desfavorecidos. Teherán ensalza su compromiso de acabar con un sistema desigual y favorecer corrientes emancipadoras en la zona, mientras pone resistencia a las injerencias externas.

La doctrina wahabita se erige como la auténtica y verdadera interpretación posible de la palabra del Profeta. El resto de los creyentes musulmanes que no siguen la rectitud y rigorismo del wahabismo se encuentran bajo premisas equivocadas (Valentine 2015, 14-17). Esta condición supone el aliciente ideológico que los Saud utilizan para apelar a su labor cuasi-divina de promover la cohesión y unidad de todos los musulmanes y justificar su liderazgo.

Sin embargo, en la síntesis de este discurso existe una doble contradicción. En primer lugar, los preceptos religiosos sauditas son muy limitantes y no toleran otras ramas del islam, como el chiismo. En segundo lugar, su defensa del arabismo y la fe musulmana contrasta con sus fuertes lazos con potencias extranjeras.

La Casa Saud ha logrado preservar su modelo de monarquía autoritaria a través de su alianza con la corriente wahabí desde el siglo XVIII. El propulsor del wahabismo fue el clérigo Mohammad al-Wahhab, quien presentó una revisión profunda del islam, basada en una interpretación rigorista y estricta del Corán (Hernández 2020, 23-25). La corona saudí se ha encargado de proteger el wahabismo, que es una corriente minoritaria dentro del islam, mientras que el discurso wahabita siempre ha ayudado a legitimar la figura de los reyes saudís.

La alternativa que se presenta desde Irán cuestiona de forma directa este modelo de connivencia entre la esfera política y el ámbito religioso. La República Islámica establece un sistema donde el poder y las máximas responsabilidades recaen en una élite religiosa y no en un clan familiar o dinástico. El régimen iraní, al igual que el saudita, se presenta como el arquetipo religioso, político y social idóneo para las poblaciones de la región. La disputa ideológica también se traduce en una rivalidad de vías u opciones políticas, aunque siempre marcadas por un fuerte autoritarismo religioso.

Los sauditas tienen la virtud de contar en su territorio con los Santos Lugares del Profeta, lo que los convierte, de facto, en un espacio excepcional para todos los musulmanes. Irán también recurre a la religión como herramienta legitimadora de su poder y sus aspiraciones de liderazgo. A ello se añade que es la cuna de una revolución islamista exitosa (Ehteshami 2014a, 268-269). No obstante, sus máximas ideas también presentan flaquezas, puesto que su apoyo a determinados regímenes lo desacredita como motor de corrientes contestatarias.

Además, en la región las subalteridades sectarias todavía tienen un peso disgregador fundamental, y el Estado iraní no pertenece al círculo suní ni a síntesis árabe. La rivalidad irano-saudí parte de las discordancias en sus visiones políticas y las funciones que ambos asumen deben desempeñar en Oriente Próximo.

4. Antecedentes de la rivalidad por el liderazgo regional

Las relaciones entre Irán y Arabia Saudí han pasado por una serie de fases, determinadas por sus prioridades internacionales y los cambios acontecidos en la región. La primera etapa, entre 1980 y 1989, está marcada por el temor de las monarquías árabes a la república iraní y la desconfianza mutua.

El nuevo régimen en Irán tuvo que hacer frente muy pronto a varios desafíos que cuestionaron la viabilidad y resiliencia del modelo político de los ayatolás. La crisis de los rehenes de la embajada de EEUU terminó por romper los vínculos con la nación estadounidense. La guerra fronteriza iraquí-iraní, entre 1980 y1998 (Swearingen 1988, 406-408) debilitó las capacidades del Estado y erosionó su estatus de potencial aliado sobre el resto del área. Las monarquías árabes, lideradas por Arabia Saudí, se congregaron en torno al Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) desde 1981, como muestra de unidad frente a la amenaza iraní.

La política exterior de Irán se caracteriza por el difícil equilibrio entre sus perspectivas más pragmáticas y realistas y sus elementos más idealistas. A lo largo de la década de los ochenta, bajo el Gobierno de Alí Jamenei, las premisas de la acción exterior pivotan sobre los rasgos más revolucionarios y disruptivos de la revolución. Teherán no solamente intenta defenderse de agresiones foráneas, sino que también persigue internacionalizar el movimiento (Ramazani 2004, 554-557). Estos propósitos provocan un mayor temor entre monarquías como la saudita, que promueven la exclusión regional de los ayatolas.

Arabia Saudí intentará ampliar su zona de influencia desde el CCG hasta todo Oriente Próximo. Para ello, reforzará su agenda internacional con un cariz más islamista (Bronson 2006, 147-151), lo que dio lugar a una particular competición entre iraníes y sauditas por la atención regional.

La causa palestina se convertirá, desde entonces, en otro tema de disputa entre ambos países. La monarquía de los Saud, estrecho aliado de los EEUU, abogará por abrir vías de diálogo entre israelíes y palestinos, mientras que desde Teherán se seguirá apoyando a facciones armadas contra el Estado de Israel. Ante la falta de aliados de carácter estatal, Irán empieza a establecer conexiones con agentes de distinta índole, como la organización de Hizbolá en el Líbano y Hamas en los territorios palestinos.

La segunda fase de las relaciones entre Irán y Arabia Saudí se caracteriza por ser un período de acercamiento y distensión. Las presidencias de Rafsanyaní y Jatamí facilitan esta proximidad con los sauditas, ya que postulan una política exterior más pragmática y menos ideologizada (Halliday 2001, 43-44). La invasión de Kuwait, por parte de Saddam Hussein, y la intervención internacional, liderada por EEUU, constituyen un punto de inflexión en la seguridad regional. La amenaza ya no es el régimen de los ayatolás, sino el Estado iraquí, y muchos países de la zona ligan su propia defensa a la asistencia de los estadounidenses.

La desconfianza entre la monarquía saudita y la iraní se mantiene en niveles mínimos y retornan de manera paulatina a una connivencia parecida a la existente antes de la revolución. Estas circunstancias propicias se producen, en gran medida, porque Irán prefiere superar la exclusión que sufría por parte de la mayoría de los países de la zona, que anteponer sus ideales más expansionistas. No obstante, la certidumbre en el escenario local se verá perturbada por el auge del terrorismo tras el 11S en 2001; la guerra de Irak, en 2003; y la posterior caída del régimen de Saddam Hussein.

En la tercera etapa se vuelve a fracturar y polarizar la bilateralidad entre iraníes y sauditas. Las razones que llevan a este clima de renacida rivalidad son varias. La inestabilidad en territorio iraquí tras la intervención de la Administración Bush provoca que el país se convierta en un centro de disputa entre Irán y Arabia Saudí, los que promueven el sectarismo para asegurar sus intereses (Nasr 2007, 197-204).

Segundo, el presidente Ahmadineyad retorna a una estrategia más proactiva, que se traduce en reactivar el programa nuclear, intensificar sus relaciones con actores tan dispares como Bashar al-Asad, en Siria, grupos tribales, en Afganistán, Hizbolá o Hamás, mientras promueve corrientes afines en distintos enclaves de Oriente Próximo.

La Casa Blanca establece un enfoque menos flexible con el régimen iraní, que se convierte en su principal preocupación en la zona. Esta situación coincide con la implementación iraní de un discurso más antiimperialista y revolucionario (Haji-Yousefi 2010, 9-11).

Ello favoreció que creciera de nuevo el temor entre los Estados de alrededor. Arabia Saudí y demás monarquías del Golfo comparten la preocupación de que la injerencia iraní propulse movimientos contestatarios dentro de sus fronteras. Además, las posibilidades de que Irán se pudiera hacer con armamento nuclear suponen un elemento desequilibrante, y obliga a todos los gobiernos a replantear sus estrategias de seguridad y defensa.

En el final de la presidencia de George W. Bush y los años anteriores a las revueltas árabes de 2011, tiene lugar un ciclo de laxitud entre Arabia Saudí e Irán, dirigido a abrir espacios de cooperación entre las dos potencias. Este lapso entre 2007 y 2011 se produce por la conveniencia para ambos Gobiernos de rebajar la tensión en la zona y evitar el conflicto. El rey Abdalá encabeza una reformulación de la política exterior saudita, centrada en mostrar un carácter menos autoritario, mientras comienza a producirse un distanciamiento con EEUU (Lippman 2012, 252-254). Para los príncipes sauditas, la potencia norteamericana ha dejado de ser un garante de seguridad y estabilidad tras las acciones protagonizadas en Afganistán o Irak.

El dirigente iraní Mahmud Ahmadineyad comienza a plantear, en su segundo mandato, un enfoque menos agresivo. Esto le permite superar el bloqueo que sufría el país por parte de la comunidad internacional (Barzegar 2010, 177-178). La Revolución Verde de 2009, que movilizó a gran parte de la sociedad tras las sospechas de fraude electoral en las elecciones presidenciales, mostró la división interna y la fragilidad del régimen. Las protestas en territorio iraní no fueron un aliciente para la monarquía saudita y otros regímenes, sino que se tomaron como un peligroso precedente de que la inestabilidad pudiera, de nuevo, extenderse por toda la zona.

Las revueltas de 2011 inician un nuevo período en las relaciones entre Irán y Arabia Saudí. La característica más destacada es que nunca los dos regímenes habían dado signos de tanta rivalidad. El antagonismo político entre los dos países cobra un cariz fuertemente sectario, que se convierte en el recurso más eficiente para consolidar el poder propio y erosionar la legitimidad del oponente (González del Miño 2018, 737-738).

Irán se valdrá de la situación en Irak, Siria y Líbano para plantear un nuevo eje trasversal en la región, que desplace el centro del círculo árabe-sunita. Arabia Saudí irá readaptando su política de contención para fortalecer vínculos con regímenes más afines, y reducir el auge de la injerencia iraní. La Casa Saud ve peligrar su cualidad de líder, mientras que los iraníes perciben al reino saudita como el principal obstáculo a su autoridad.

Las razones que explican este recrudecimiento son cuatro, principalmente. Primero, Irán entiende las revueltas como una ocasión idónea para revertir el orden, mientras que Arabia Saudí las percibe como un debilitamiento de la seguridad regional. Segundo, la política de diálogo de Barack Obama con Hasán Rohaní, que culminará en el acuerdo nuclear de 2015, es percibida por las sauditas como una manera de avalar al polo iraní (Al-Rasheed 2018, 237-238). Tercero, los dirigentes iraníes consideran que sus planes no pueden realizarse a plenitud debido a la injerencia saudita. Cuarto, la corona de los Saud asimila que la única forma de restaurar cierta armonía en el área es delimitar el peso regional de Irán

Arabia Saudí no acepta vías de entendimiento con los iraníes, mientras no rebajen sus pretensiones en Oriente Próximo. Irán rechaza la renuncia a sus principios más elementales de política exterior, al considerar que la beligerante política saudita es la máxima responsable de la situación es. Por consiguiente, la nueva política exterior introducida por el rey Salmán y el príncipe Mohammed bin Salman reafirma a la nación árabe de desgastar a sus contrincantes iraníes y robustecer su poder (Priego 2015, 5-9). De la misma forma, los líderes iraníes no tienen la intención de compendiar su acción regional en un momento que consideran crucial para la pervivencia de su régimen.

5. Principales espacios de conflicto en Oriente Próximo

La guerra en Siria y la injerencia de potencias extranjeras

Las revueltas contra el régimen de Bashar al-Asad en los primeros meses de 2011 pasaron a ser una contienda civil entre diversos segmentos de la sociedad siria. El país quedó fragmentado entre quienes se mantenían fieles al régimen y quienes secundaron la sublevación. A los pocos meses, se hizo patente el peso transcendental que tienen en el conflicto otros actores regionales e, incluso, internacionales.

Las reivindicaciones políticas iniciales de gran parte de la población siria fueron relegadas, de manera paulatina, por la confrontación de intereses de potencias extranjeras. El apoyo de terceras partes al régimen o a las distintas facciones de la oposición corresponde a cálculos estratégicos, ya que la solución a la guerra en Siria va a tener un alcance determinante para Oriente Próximo.

Siria se convierte en un escenario importante de la particular Guerra Proxy entre iraníes y sauditas, ya que cada régimen se decantará por apoyar a partes distintas del conflicto. Irán fue uno de los primeros Gobiernos en apoyar de forma decisiva al ejecutivo de Damasco. El respaldo iraní al oficialismo sirio contradijo lo que había sido su estrategia hasta el momento, la cual se fundamentaba en secundar y estimular a la mayoría de las revueltas acontecidas en el entorno.

La nación persa se mostró favorable a las movilizaciones en Túnez, Libia, Egipto, Yemen o Bahréin, bajo la premisa de que todos esos fenómenos podrían inducir a importantes cambios en el statu quo regional (Ayoob 2014, 411-413). Podría retomar su rol como enseña revolucionaria y amparar a nuevos agentes que tomaran el poder. Sin embargo, esta política local tuvo un límite importante en Siria, donde los objetivos iraníes se decantaron por asistir al presidente al-Asad.

El régimen de los ayatolás mantiene una histórica alianza con el Estado sirio, que se cimenta en la fase posterior a la revolución iraní, debido a la congruencia de intereses entre ambas partes. Por un lado, los dos polos representaron, en numerosas ocasiones, la resistencia a la influencia regional saudí, y trabajaron colaborativamente en temas tales como Líbano o Israel. Por otro, Siria es imprescindible en los planes iraníes (Hughes 2014, 526-527), ya que sirve de puente para extender su influencia en la zona, al ayudarle a consolidar un eje que convierta a Teherán de nuevo en epicentro de la agenda regional.

Arabia Saudí no tiene una preocupación tan elevada por Siria como Irán. Los príncipes sauditas no desarrollaron una relación especial con el Gobierno sirio durante décadas, debido a las amplias diferencias políticas entre los dos países, pero, sobre todo, por la alianza de los Saud con EEUU, con quien el régimen de Bashar al-Asad nunca llegó a tener una elevada sintonía.

La intervención saudita en Siria no se hace de una manera tan directa como la iraní, sino que se hace en apoyo a grupos afines (Berti y Guzansky 2014, 28-29). La monarquía participa en el conflicto porque percibe como una responsabilidad del líder regional hacer presencia en un enclave tan relevante y, además, porque puede llegar a debilitar el bloque chiita que promueven desde la república iraní.

Un factor determinante en el progreso de la guerra es el papel que desempañan terceros actores. Bashar al-Asad cuenta con el apoyo inquebrantable de Irán, Hizbolá y Rusia. La operación militar rusa es el elemento clave de la resiliencia del régimen. Los rebeldes sirios han estado prácticamente disgregados desde el principio, debido, en gran parte, a que sus valedores internacionales no establecieron una postura común (Lynch 2016, 111-113).

Arabia Saudí, Turquía o Catar convirtieron su asistencia a la oposición en una vía más de competición entre los tres por mejorar márgenes de influencia. Asimismo, EEUU y Europa decidieron minimizar el posible desgaste de una actuación directa. Con todo ello, el panorama sirio deja la balanza desequilibrada a favor de Irán, a pesar del cuantioso esfuerzo que se realizó y lo arriesgado de su decisión.

Las tensiones sectarias en Irak y Líbano

La Guerra Proxy irano-saudí tuvo sus primeros escenarios de conflicto antes de 2011 en Irak y Líbano. Estas naciones sirvieron de espacios iniciales al sectarismo que desarrollarían más adelante ambas potencias. La frágil democracia libanesa se constituye en intrincado equilibrio sectario entre chiitas, sunitas y cristianos. Su posición estratégica entre Siria e Israel ha provocado que esté constantemente sometida a las presiones de otros actores.

Tradicionalmente, el Gobierno de Damasco fue el que mayor injerencia mostró en los asuntos internos libaneses, e incluso el que determinó la propia política internacional del Estado durante décadas (El-Hokayem 2007, 37-40). No obstante, la nación israelí también tiene un peso fundamental en la historia reciente del país, ya que son recurrentes sus acciones militares en el territorio. A pesar de ello, la injerencia saudita e iraní es el principal elemento externo que condiciona el normal funcionamiento de las instituciones de Beirut.

Irán vertebra su relación con Líbano desde la década de los ochenta del siglo pasado, a través de la organización Hizbolá. Esta asociación se constituye por la necesidad iraní de encontrar aliados regionales, y por las aspiraciones de facciones chiitas libanesas de tomar el control del país (El Husseini 2010, 809-810).

Dicha agrupación islámica sirve de medio para los intereses iraníes; también como foco de ataque contra Israel y vínculo de conexión con el Gobierno sirio. Sin embargo, los nexos del régimen de los ayatolás no se reducen únicamente a este actor, también canaliza sus intereses a través de otros grupos políticos, como el Movimiento AMAL, que se encuentran presentes en las principales instituciones gubernamentales y que cuentan con un importante apoyo social en los sectores chiitas.

El interés político y estratégico de Arabia Saudí por Líbano también se remonta a finales de la década de los 80, aunque en fechas recientes ha adquirido mayor protagonismo. A principios del siglo XXI, el rey Abdalá comenzó a sustentar a diversos partidos, con la finalidad de reequilibrar la correlación de fuerzas a favor de los sunitas (Salloukh 2017, 228-229). Su influencia radicó en el respaldo a la familia Hariri y al Movimiento del Futuro cuyo líder, Saad Hariri, es el actual primer ministro. Gracias a ello, la corona saudita ha alcanzado un especial protagonismo en el Líbano.

Esta presencia saudita en el Líbano creció en consonancia con lo ocurrido en Irak, donde Irán ganó peso tras la caída de Saddam Hussein. El reparto de poder entre las diversas facciones favoreció el ascenso de la mayoría chií y altas cotas de autogobierno para el Kurdistán, mientras los sunitas quedaban relegados a un segundo plano. Irán se convirtió en el principal apoyo de los nuevos dirigentes del país, sobre todo, durante el mandato de Nuri al-Maliki (Sky 2011, 125-127), perteneciente a la histórica formación chiita Partido Islámico Dawa. El régimen de los ayatolás asimila en el Estado iraquí el enlace idóneo para extender su eje de influencia hacia el interior de Oriente Próximo.

La intervención militar de EEUU de 2003 creó enorme malestar entre sus aliados árabes. El vacío de poder originado en Irak representaba una oportunidad idónea para Irán (Cordesman 2009, 23-26). Confirmados los pronósticos más negativos para los intereses de Riad, los Saud deciden interferir y apoyar a facciones sunitas con un doble propósito. Por un lado, difundir el programa religioso wahabita y las tesis políticas de los Saud, gracias a lo cual emergieron nuevos actores aliados en el país vecino. Por el otro, reducir la fuerza del bloque chiitairaní y reducir su dependencia de Teherán.

El resultado es que más allá de intentar influir de manera directa sobre el Gobierno iraquí, tanto Irán como Arabia Saudí dan soporte a diferentes facciones políticas y religiosas con la finalidad, no de estabilizar al país, sino de asegurar sus propios intereses.

En las crisis de Irak y Líbano, los sauditas y los iraníes optan por recurrir a mecanismos basados no tanto en los componentes del hard power, sino en recursos netamente constitutivos del soft power (Ehteshami, 2014b: 40-43). La religión se erige como el recurso más útil para sus propósitos políticos, aunque ello suponga profundizar en la brecha sectaria. Ninguna de las dos potencias se puede permitir que cualquiera de estos dos países caiga de manera definitiva en el influjo del otro. Por tanto, es previsible que la injerencia extranjera seguirá marcando la política interna en los territorios iraquí y libanés.

La guerra en Yemen y la ofensiva militar saudí

Arabia Saudí siempre ha tenido una extrema preocupación por lo que ocurría en territorio yemení, debido a que las tensiones internas lo convertían en el flanco fronterizo más inseguro de la corona saudita. La guerra en Yemen tiene un desarrollo discontinuo, que desemboca en la actual situación de total estancamiento y trágica crisis humanitaria.

El conflicto entre las tropas sauditas y las facciones hutíes constituye una faceta más en la competición por el liderazgo regional entre Irán y el reino saudita. Para la Casa Saud es imprescindible garantizar un orden interno favorable en aquel país, mientras que para los iraníes surge una oportunidad de debilitar a sus rivales.

En los primeros meses de 2011, comienzan a producirse movilizaciones masivas en la capital Saná y otras importantes ciudades del país por reivindicaciones democráticas y en contra del presidente Saleh, quien llevaba más de treinta años en el poder (Juneau 2014, 380-383). La virulencia de las protestas pronto saca a relucir problemas más profundos y las dificultades de preservar la unidad nacional. Ante el temor de que estalle una guerra, Arabia Saudí lidera la iniciativa propuesta por el CCG, y respaldada por Naciones Unidas, de mediar entre las partes.

Los príncipes sauditas quieren evitar que la guerra yemení afecte a su seguridad y que el poder en Yemen recaiga en algún actor poco afín. En aquellos momentos, Arabia Saudí estaba centrada en auxiliar a Bahréin (Aarts y Roelants 2015, 111-112) y en evitar la caída de un régimen aliado, por lo que no se podía permitir tener un nuevo frente en las proximidades. El plan del CCG consigue reunir a los principales agentes yemeníes en torno a una mesa de diálogo nacional, y logra la destitución de Saleh en favor del presidente transitorio Abdulrabbuh Mansur al-Hadi.

Las infructuosas reuniones en la plataforma de diálogo nacional desembocan, en 2014, en un nuevo estallido de la violencia y el inicio de una etapa de la guerra civil. Lo hutíes son una organización religiosa y política chiita con una notable presencia en el norte del país. Desde inicios del siglo XXI, mostró siempre una actitud contraria al gobierno de Saleh, a pesar de que más adelante mantendría una frágil alianza con las facciones afines al expresidente yemení.

Los hutíes propugnan un programa ideológico que ataca directamente a las injerencias sauditas (Terrill 2014, 432-434). A principios de 2015, las milicias hutíes consiguen hacerse con el control de la mayor parte de las provincias del oeste del país, y ponen en serio riesgo el poder del presidente al-Hadii. Arabia Saudí decide lanzar un operativo militar, apoyado por otros regímenes aliados de la zona.

Yemen se convierte en un punto central de la política regional del reino. La acción militar pasa a ser un recurso más de la política exterior saudita, que hasta el momento había preferido aludir a elementos menos circunscritos al hard power. La operación yemení sirve como muestra de fuerza, al reafirmar las intenciones de Riad de no permitir injerencias en lo que considera su zona prioritaria de influencia. La campaña se utiliza también, a escala nacional e internacional, como medio propagandístico para reafirmar la figura del monarca y su heredero, el príncipe Mohammed bin Salman.

El régimen de los ayatolás ha estado más atento a la guerra siria y a las dinámicas internas iraquíes, ya que son dos localizaciones más significativas dentro de su estrategia regional. Sin embargo, Yemen presenta numerosas posibilidades de ampliar la influencia iraní dentro de la propia península arábiga (Juneau 2016, 655-657).

Aunque no existe un vínculo estrecho entre los hutíes y el régimen iraní, los rebeldes del norte de Yemen sirven de ejemplo para los propósitos de Teherán, como muestra de resistencia frente a la potencia saudita. Irán incorpora la guerra yemení a su narrativa de presentar a Arabia Saudí como un polo de poder beligerante y agresivo en la región. La prolongación del conflicto sirve a los intereses iraníes, en tanto supone un importante desgaste político, económico y militar de Arabia Saudí.

El conflicto de Yemen se encuadra en la Guerra Proxy de Irán y Arabia Saudí, ya que es un elemento que distorsiona y repercute sobre la relación entre las dos potencias. La monarquía de los Saud interviene directamente sobre el terreno, al asumir un papel significativo en la contienda.

Aunque el régimen iraní no desempeña una labor tan llamativa, su papel ha aumentado en los últimos años, pues se ha encargado de armar y financiar a las milicias hutíes (Soage 2018, 15-16). Ambos países se han visto de una forma u otra implicados y afectados por la crisis yemení. La rivalidad entre Irán y Arabia Saudí se extiende cada vez más por la región.

Yemen adquiere una doble importancia dentro de la rivalidad irano-saudí. Por un lado, tiene un carácter geoestratégico relevante, puestoque comparte frontera con Arabia Saudí. Además, se encuentra en el paso del estrecho de Mandeb, que sirve de entrada natural al Mar Rojo y es paso indispensable hacia el canal de Suez (El Ghamari 2015, 48-49).

Por otro lado, la incapacidad saudita de estabilizar al territorio y superar a las milicias hutíes conlleva una seria contrariedad para sus intereses: no pueden evitar exponer ciertas debilidades de su autoridad, mientras Irán estrecha lazos con sus nuevos socios. La resolución del conflicto supone ya un componente determinante en la evolución de la Guerra Proxy entre las dos potencias y en el emergente statu quo regional.

La crisis diplomática con Catar

Las diferencias entre Irán y Arabia Saudí inciden en la estabilidad y la seguridad del Golfo. El bloqueo y embargo sobre Catar entre 2017 y2021 puso de relieve las disparidades de intereses que existen en la región. La crisis catarí parece entrar, al fin, en una nueva etapa tras el acuerdo entre las monarquías del CCG, en enero de 2021.

Sin embargo, las principales cuestiones que desembocaron en ello no han sido resueltas, en especial las diferencias entre los regímenes árabes en sus relaciones con Irán. El emirato catarí parece no estar dispuesto a renunciar a su asociación con el Estado iraní, a pesar de ser esto un punto de fricción con Arabia Saudí. Los problemas de Catar y el CCG derivan de la complicada relación que mantiene el emirato con la corona saudita (Bilgin 2018, 114-115).

Desde la creación de la organización en 1981, Arabia Saudí ha pretendido convertirla en su área preferencial de influencia para promover una unidad política entre monarquías. Los cataríes mostraron ciertas reticencias a estos planes, recelosos de perder soberanía y autonomía en temas tan sensibles como la seguridad o la política exterior. Las diferencias entre Doha y Riad no llegaron a ser del todo evidentes hasta 2011, cuando los cataríes deciden emprender una serie de acciones en las diversas crisis regionales, con el propósito de ganar peso en la zona.

Catar ha ido construyendo una acción exterior cada vez más desligada de las premisas de Arabia Saudí. A inicios del nuevo siglo, los cataríes comienzan a aumentar su presencia en las dinámicas regionales, al asumir un rol de mediador respetado por todas las partes (Wright 2011, 128-130). Esta estrategia les permite ampliar su red de contactos por todo Oriente Próximo y erigirse como actor relevante. En las revueltas árabes de 2011, los cataríes deciden ir un paso más y ser parte activa de las crisis locales, con el objetivo de erigirse en nuevo polo de influencia.

Arabia Saudí contravino los planes de Catar, ya que intentó que desde el CCG se produjera una respuesta conjunta a los diversos desafíos que surgieron. Las diferencias en torno a las acciones de los cataríes se precipitaron sobre tres temas principales. Primero, los sauditas y algunos de sus aliados, como Bahréin, EAU o Egipto, no compartían los lazos cataríes con agentes como los Hermanos Musulmanes (Gause 2017, 10-11). Segundo, desde Riad se promovió una mayor cooperación en asuntos securitarios, que los Al Thani no estaban dispuestos a realizar por temor a quedar subyugados bajo el influjo Saud. Por último, los monarcas sauditas pretendían reforzar una posición beligerante contra Irán, pero desde el emirato catarí se desestimó esa opción.

El bloqueo sobre Catar que se impuso desde 2017 perseguía reconducir las pretensiones cataríes y reforzar la imagen de liderazgo de la corona saudí. Irán aprovechó las circunstancias para asistir a los cataríes (Cafiero y Paraskevopoulos 2019) y profundizar en la división entre las monarquías árabes. El emirato catarí quedó inmerso en la Guerra Proxy entre Irán y Arabia Saudí. El régimen iraní buscó debilitar las alianzas más estrechas de la monarquía saudí, mientras que desde Riad se quiso utilizar la crisis para reconducir la política del CCG y reafirmar su propio liderazgo.

6. Conclusiones

La rivalidad entre Irán y Arabia Saudí previsiblemente persistirá en el corto y mediano plazos, ya que ninguna de las dos naciones tiene factores internos o externos significantes que le puedan condicionar un cambio de postura. Sin embargo, la pandemia provocada por el coronavirus de 2020, las consecuencias derivadas de la crisis sanitaria, la estrategia regional de la nueva Administración estadounidense del presidente Joe Biden y el desgaste de estar presentes en tantos frentes abiertos, pueden desembocar en un período de cierta distensión en el golfo Pérsico.

Los dos regímenes hacen frente a la necesidad de reequilibrar sus actuaciones en el escenario regional. En un clima de elevada confrontación, el único componente que ha impedido que el antagonismo irano-saudí se canalice en una guerra abierta es las consecuencias imprevisibles que podría tener esa contienda.

A las estrategias regionales de Irán y Arabia Saudí las determinan las percepciones de amenazas y oportunidades que los dos regímenes entienden ante los cambios y crisis de la región. Estas interpretaciones del panorama de Oriente Próximo es lo que ha motivado su disposición a actuar de diferentes formas en los puntos de mayores conflictos de la zona.

En aquellos espacios que consideran un serio peligro para sus intereses, tanto iraníes como sauditas han tomado acciones más directas; en otras áreas, han decidido delegar esa responsabilidad en terceros agentes. La rivalidad entre los países se produce por la falta total de complementariedad de sus objetivos de política exterior. Irán y Arabia Saudí necesitan ocupar una posición de liderazgo en la región que les permita garantizar cierta seguridad y estabilidad interna. Las patentes diferencias entre los dos Estados se ha traducido en una particular Guerra Proxy, donde el enfrentamiento directo es descartado por el elevado coste que supondría, pero en el que se interfiere en distintos escenarios.

Irán no está dispuesto a modificar su estrategia por varias razones. Primero, las sucesivas crisis abiertas desde 2011 representan una oportunidad para que los iraníes superen el estadio de exclusión que existía sobre ellos. Segundo, su posición se encuentra ahora más reforzada que años atrás y, por tanto, no pueden renunciar a gran parte de los beneficios políticos obtenidos.

Tercero, la consecución del liderazgo local tiene una macada presencia en el discurso nacionalista del régimen; renunciar a ello sería prescindir de uno de sus principios más básicos. Cuarto, los resultados de su política exterior tienen consecuencias directas sobre la cohesión social y política interna.

Arabia Saudí tampoco tiene la intención de reformular en profundidad su actual acción regional. Por un lado, las iniciativas acometidas en la zona son una de las enseñas más destacadas del reinado de Salmán y el príncipe Mohammed bin Salman; renunciar a ello supone enmendar los principios que guían al actual monarca. Por otro lado, existe el convencimiento generalizado entre la élite del país de que solamente con una política proactiva y decisiva podrán hacer frente a la compleja realidad regional.

De igual manera, la visión sociopolítica que se difunde desde el wahabismo convierte al principio de liderazgo en un pilar básico de la identidad nacional saudita. El estatus preponderante en la región es un elemento indispensable del clan Saud para asegurar su pervivencia en el poder.

El protagonismo sobresaliente de iraníes y sauditas queda reflejado en su capacidad para influir en dinámicas internas de otros países. La contradicción entre los intereses del Gobierno de Irán y el del reino de Arabia Saudí es uno de los principales elementos causantes de la inestabilidad e inseguridad en Oriente Próximo.

Las tendencias actuales parecen señalar un mapa local en el que comienzan a estructurarse dos grandes bloques: un eje irano-chií y un eje suní-saudita. A falta de una tercera fuerza que pueda irrumpir y corregir este complicado equilibrio, una tensa coexistencia entre las dos partes muestra ser el horizonte político más plausible. La Guerra Proxy emerge como una solución circunstancial a sus diferencias y el medio para señalar las máximas preferencias.

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Recibido: 11 de Junio de 2020; Aprobado: 15 de Febrero de 2021

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