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URVIO Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad

versión On-line ISSN 1390-4299versión impresa ISSN 1390-3691

URVIO  no.31 Quito sep./dic. 2021

https://doi.org/10.17141/urvio.31.2021.4632 

Articles

Guerra privatizada, capitalismo lumpen y racismo en la frontera Ecuador-Colombia

Privatized War, Lumpen Capitalism, and Racism in the Ecuador-Colombia Border

Guerra privatizada, capitalismo lumpen e racismo na fronteira Equador-Colômbia

1Universidad Central del Ecuador, Ecuador, jafigueroa@uce.edu.ec


Resumen

Este artículo analiza el impacto de la privatización de la guerra de Colombia en la frontera binacional con Ecuador y su relación con la desposesión de la población afrodescendiente. Se muestra cómo la guerra responde cada vez más a los intereses de las transnacionales armamentistas y a los crecientes ejércitos privados. A partir de la respuesta del Estado colombiano a las demandas de la población afrodescendiente en el contexto de la privatización de la guerra, se muestra cómo el discurso culturalista que se impuso desde los años 90 ha servido para afianzar la exclusión y la desposesión que sufren los afrodescendientes.

Palabras clave: afrodescendientes; desposesión; guerra privatizada; Nariño; Plan Colombia; racismo

Abstract

This article analyzes the impact of the privatization of the Colombian war in the Ecuador-Colombia border and how this privatized war is related to the dispossession of the Afro-descendant population. Through the analysis of Plan Colombia and the appearance of private armies in the Colombian war, the article shows how the war responds to the interests of the transnational arms businesses. The responses that the Colombian state has given to the demands of the Afro-descendant population of the Nariño coast reveal how the culturalist discourse that has been imposed since the 1990s has served to consolidate the exclusion and dispossession produced by the privatized war.

Key words: Afro-descendants; dispossession, Nariño; Plan Colombia; privatized war; racism

Resumo

Este artigo analisa o impacto da privatização da guerra colombiana na fronteira binacional com o Equador e sua relação com a expropriação territorial da população negra. Mostra como a guerra responde cada vez mais aos interesses das transnacionais de compra e venda de armas e dos crescentes exércitos privados. O artigo analisa a resposta do Estado colombiano às demandas da população afrodescendente no contexto da privatização da guerra e mostra como um discurso culturalista imposto desde a década de 1990 tem servido para consolidar a exclusão e expropriação sofrida pelos afrodescendentes

Palavras-chave: afro-descendentes; desapropriação; guerra privatizada; Narino; Plano Colômbia; racismo

Introducción

El 19 de agosto de 2006, la revista Semana revelaba que 35 exmilitares colombianos se encontraban atrapados en la guerra de Irak, a donde habían llegado engañados por la empresa militar privada ID System, representante en Colombia de la tristemente célebre Blackwater. Contratados como mercenarios, combatían en primera línea, sin dinero, sin protección, y a merced de las decisiones de una compañía cuyo representante en Bogotá declaraba, sin pudor, que su prioridad era defender sus intereses económicos.

Blackwater era el nombre con que se conocía entonces a Academi, la empresa militar privada fundada por Eric Prince, que pasaría al escrutinio mundial el 16 de septiembre de 2007, cuando varios de sus miembros asesinaron, en la plaza de Nisour, en Bagdad, al menos a 17 civiles entre los que se contaban mujeres y niños. Este hecho revelaba la esencia de la guerra privatizada, determinada por la ganancia.

Las guerras privatizadas se consolidan a partir de la disolución de la Unión Soviética, cuando se hace más explícita la competencia por los recursos para el financiamiento de los aparatos militares. Mientras, retrocede el poder del Estado y se develan los intereses corporativos transnacionales como factores determinantes de las guerras. En las nuevas guerras, el despojo de los recursos naturales de las zonas intervenidas se convierte en prioridad, y el robusto aparato militar norteamericano conserva su protagonismo al crear nuevos enemigos como el fundamentalismo religioso, el narcotráfico o el terrorismo.

En estas guerras, la población civil se convierte en objetivo militar, y se normalizan prácticas como violaciones, destierros, tráfico ilegal de drogas y violencia sexual (Herberg-Rothe 2006) como características de lo que puede denominarse lumpen capitalismo. De igual modo, con frecuencia la lucha por los recursos se expresa mediante discursos étnicos que interpelan a los grupos en disputa, desde premisas distintas a las motivaciones económicas y políticas dominantes en la Guerra Fría (McCallion 2005; Kaldor 2012).

Este artículo propone analizar, desde el Plan Colombia, la privatización de la guerra, así como mostrar su articulación con la desposesión de las comunidades afrodescendientes que habitan en la frontera binacional entre Colombia y Ecuador.

El Plan Colombia significó la entrada directa del capital privado armamentista norteamericano a un país con un largo conflicto colonial interno, que se expresa en guerras privatizadas previas y en la extracción de recursos naturales en zonas geoestratégicas, construidas desde matrices racializadas. El Plan se implementó en un nuevo contexto constitucional que, a partir de 1991, redefinió las relaciones entre el Estado nacional, las regiones y las poblaciones nativas y afrodescendientes desde una matriz neoliberal. En este contexto, se analiza la especificidad de la etnización de las comunidades afrodescendientes del Pacífico colombiano, al mostrar cómo se afianza el distanciamiento del Estado colombiano y los grupos racializados mediante la paradójica coexistencia de una desmesura cultural con la desposesión y el desplazamiento.

La privatización de la guerra y el Plan Colombia

Colombia es un país con una larga tradición de guerra privatizada. Como señala Rochlin (2011, 719), la fragmentación política contribuyó a crear ejércitos privados como los de los encomenderos en el período colonial, o en las guerras interpartidistas de los siglos XIX y XX. Igual sucede en la actualidad con las organizaciones de autodefensa y paramilitares.

A partir de los años 90 del siglo pasado, una serie de factores contribuyeron a que las guerras privatizadas en Colombia adquirieran una importancia sin precedentes. Entre estos están el peso de las corporaciones armamentistas privadas en las acciones globales de los Estados Unidos; el fortalecimiento de ejércitos paramilitares, mediante alianzas de latifundistas, militares y narcotraficantes; y la disolución de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. Ello obligó a las guerrillas a entrar en el narcotráfico para financiar la guerra contra el Estado.

Los distintos ejércitos privados coinciden en su interés en la extracción de recursos naturales, lo que muestra la continuidad del modelo colonial interno y su profundización en el neoliberalismo. Según Tuirán y Trejos (2017, 78-79), la descentralización de los 90, implementada en medio de una débil democracia, hizo que parte de los distintos actores en lucha convirtieran en botines a los recursos locales y regionales del país. Esto contribuyó a que las guerrillas, los paramilitares y los poderes locales, como hacendados y ganaderos, disputaran el dominio territorial, mientras se consolidaban los intereses armamentistas norteamericanos.

Duncan sostiene que hacia los años 90 el nuevo manejo de las rentas municipales, junto al poder acumulado por el narcotráfico, insertó a ciertas regiones en la economía global y estimuló a los ejércitos privados a evolucionar hacia complejas estructuras fundamentadas en los señores de la guerra. Mientras, el Gobierno nacional “delegaba el control de las instituciones de la periferia a los intereses económicos y políticos que habían surgido desde el narcotráfico” (Duncan 2014, 284).

Un claro ejemplo de ese salto cualitativo fue la creación, a mediados de los 90, de las Autodefensas Unidas de Colombia, que llegaron a ejercer las funciones de tributación, vigilancia y justicia, en un proceso de crecimiento que cubrió una importante región rural y urbana de Colombia (Duncan 2014, 287).Las dinámicas del conflicto colombiano interno también se relacionan con las transformaciones de la economía global en el neoliberalismo, que se profundizaron luego de la disolución de la Unión Soviética. Según Rochlin (2011, 724), el fin de la Guerra Fría provocó una revolución en los asuntos militares, la cual marca el giro posmoderno en defensa y seguridad.

Tal cambio se produjo por factores como la transformación del capitalismo trasnacional y la globalización, el surgimiento de nuevos bloques de mercado, al igual que nuevas políticas de identidad y etnicidad. En este contexto, los estados y organismos internacionales formularon nuevos requerimientos, mientras se consolidaban las guerras asimétricas y privatizadas, mezcladas muchas veces con la criminalidad.

El Plan Colombia muestra la convergencia entre los intereses de la privatización de la seguridad y la defensa, en una escala global liderada por los Estados Unidos, y las dinámicas de un país con una tradición colonial interna y una débil democracia. El Plan fue diseñado en un inicio por Andrés Pastrana como parte de las negociaciones de su gobierno con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Sin embargo, la administración Clinton cambió el énfasis social original por un énfasis militar. Al mismo tiempo, los diálogos de paz fracasaron y ocurrió el triunfo de Álvaro Uribe en el año 2002. El Plan tuvo una vigencia clara hasta 2016 y su relanzamiento es una de las iniciativas propuestas por la actual administración de Iván Duque.

Este Plan movió una astronómica cifra en torno a la guerra, al tiempo que develó su matriz colonial: mientras los Estados Unidos invirtieron alrededor de 9600 000 de dólares entre 2000 y 2015, Colombia invirtió en ese período la suma de 131 000 000 de dólares en seguridad y defensa. Además de la desproporción entre estas cifras, el Plan buscaba crear las condiciones para que en el futuro Colombia asumiera, de manera total, los costos de la guerra, así como la administración, sin la intervención norteamericana directa.

En un proceso conocido como la nacionalización del Plan, los recursos norteamericanos pasaron de un 35 % del presupuesto en el año 2000, a un 2,5 % en 2015 (Presidencia de la República 2015; Beittel 2019, 29; Mejía 2016). El Plan determinó la mayor inversión de Colombia en seguridad y defensa. Esta pasó del 2 % del PIB en 2000 a 4 % en 2010 (Beittel 2019, 29), tendencia que se mantiene en los siguientes años.

Los gravámenes han sido claves en el financiamiento del Plan Colombia: en el período 2002-2003, se creó el impuesto para la seguridad democrática a los que tuvieran un patrimonio por encima de los 62 000 dólares. Esto permitió recoger 922 000 000 de dólares. Entre 2004 y 2006 se recaudaron 593 000 000 con una carga a los patrimonios por encima del millón de dólares; entre 2007 y 2010 se recogieron 4 000 000 000 de dólares cargados a quienes tenían un patrimonio por encima de 1 500 000; entre 2011 y 2014 se recogieron 9 000 000 000 de dólares en impuestos a personas naturales y jurídicas con patrimonios por encima de los 500 000 dólares.

La reforma tributaria aprobada en 2014 se proponía recaudar 22 000 000 000 dólares como mecanismo para sostener a un ejército y una policía que habían incorporado 130 000 nuevos miembros. Ello convirtió a Colombia en el segundo país de la región con mayor inversión en seguridad y defensa, luego de los Estados Unidos (Presidencia de la República 2015, 10-13).

La participación de las empresas privadas norteamericanas se da a través del lobby que hacen entre los partidos Demócrata y Republicano (Gilens y Page 2014). Un ejemplo se dio antes del Plan Colombia, durante la denominada Guerra de los Helicópteros en la década de los 90, cuando se enfrentaron las compañías United Technologies, fabricante de los Black Hawk, y la Textron (Bell), fabricante de los Huey y Huey II.

Esta competencia derivó en la participación de las compañías en el acceso a, al menos, 400 000 000 de dólares para la compra de helicópteros para la policía y el ejército, en el primer paquete de 1 300 000 aprobados en el inicio del Plan Colombia. La puja fue protagonizada por Bill Clinton, senadores de Nueva York y Connecticut y el zar antidrogas Barry Maccafrey. United Technologies había gastado 17 900 000 dólares en lobby y 1 200 000 en contribuciones a campañas a favor de los senadores Christopher Dodd y Joseph Lieberman, representantes de Connecticut, donde se ubica la compañía fabricante de Black Hawk.

La confrontación entre las compañías fue resuelta por Clinton, después de la aprobación del Plan Colombia, con una inversión que incluyó 16 Black Hawks y 30 Huey II para el ejército;dos Black Hawks y 12 Huey II para la policía nacional; así como el financiamiento de las operaciones y el mantenimiento de 18 Hueys que habían sido vendidos a Colombia en 1999. La venta de los Black Hawks superó los 234 000 000 de dólares, mientras la de los Huey sobrepasó los 81 000 000 de dólares. En octubre de 2000 fue aprobado un paquete suplementario para la compra de seis Black Hakws UH-60 por un total de 96 000 000 lares (ISIJ 2012).

La participación de las compañías privadas en la guerra colombiana es creciente: la empresa Military Proffesionals Resources Inc. ganó un contrato de 4 200 000, para asesorar la estructuración de la guerra, mientras en el año 2000 recibió un contrato de 6 000 000 para entrenar a militares colombianos, con la participación de la CIA y el ejército norteamericano.

Importantes movimientos económicos han tenido otras grandes corporaciones privadas como la Dyncorp, Loockheed Martin, Sikorsky Aircraft, Arinc, TRW, Matcom, Air Park Sales, Aeron Systems, California Microwave Systems (Rochlin 2011, 727; Stanger y Williams 2006). Aunque hay dificultades para conocer el movimiento económico total por el sigilo con que se mueven, estas empresas cubren un vasto rango de servicios que van desde entrenamiento militar, fumigaciones, ventas de radares, aprovisionadores de comida, hasta servicios, formación y entrenamiento de pilotos, venta de aviones, helicópteros, transporte aéreo de guerra, coordinación logística, entre otros (Rochlin 2011, 727; Stanger y Williams 2006).

Las empresas privadas venden sus servicios al Departamento de Defensa, al Departamento de Estado, o a la Agencia de EE.UU. para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés). En un proceso de concentración típico del capitalismo monopólico, los contratos se hacen con un número de firmas cada vez más fuerte, pero reducido. Así, entre 1997 y 2003, la mitad de los contratos del Departamento de Defensa fueron con los 50 contratistas más poderosos, mientras las 10 firmas más importantes recibieron el 35 % de los contratos (Stanger y Williams 2006, 7).

Como lo muestra Kaldor (2012, 5), la guerra privatizada se conecta con intereses globales y con la desintegración de los estados unida a la erosión de su soberanía, lo que Weber definía como el monopolio de la violencia (Weber 1964). La privatización de la guerra tiene consecuencias imprevisibles para la propia existencia social: las empresas sustituyen a los Estados en la implementación del trabajo sucio. Ello garantiza la impunidad de ambas partes.

Esto ha sucedido en el conflicto colombiano y en casos como el de la base de Guantánamo, adjudicada a la empresa Kellog Brown y Root, una subsidiaria de la Halliburton, del exvicepresidente Dick Cheney; o el de la prisión de Abu Ghraib, en Irak, donde empleados de la compañía privada CACI y lingüistas de la empresa Titan International protagonizaron escandalosos hechos de tortura, abuso sexual, trato degradante y crímenes contra la humanidad (Stanger y Williams 2006, 12).

Muchas compañías tienen más poder económico que los Estados en los que intervienen y su condición les permite cambiar de nombre, de razón social o de domicilio, en caso de que se les tenga que vigilar o monitorear por los gobiernos. A veces los Estados no pueden actuar contra las empresas privadas cuando cometen violaciones de derechos porque hay acuerdos que lo impiden. A esto se suma la evasión de impuestos, el abaratamiento de costos que afectan la calidad, el cometimiento de accidentes deliberados para cobrar seguros y el incumplimiento de compromisos laborales.

En Colombia hay también falta de transparencia con respecto al número de contratistas que pueden tener las compañías (Rochlin 2011, 727). A inicios del Plan Colombia, el número de norteamericanos que podían contratarse era de 400. Luego se expandió a 600 en 2004, pero al restringirse la limitación de solo norteamericanos, se abrió la puerta para la contratación de personal de otras nacionalidades. Otras fuentes sostienen que el personal militar privado extranjero contratado durante el Plan Colombia debió llegar a miles (Rochlin 2011, 727).

Con el arribo a la presidencia de George W. Bush y luego de los ataques a las torres gemelas en Nueva York, el 11 de septiembre del 2001, los republicanos tuvieron argumentos para unificar las luchas contra el narcotráfico y contra el “terrorismo”. Las FARC fueron clasificadas como organización terrorista global de designación especial.

El ascenso de los republicanos coincidió con el fracaso definitivo de las negociaciones con las FARC y con el ascenso de Álvaro Uribe, quien fortaleció de manera radical las acciones militares y la guerra privatizada. Con Uribe se profundizó el involucramiento de los Estados Unidos en el conflicto colombiano, la entrega de los recursos naturales del país y la mercenarización de los ejércitos. También se consolidó la violencia en las regiones periféricas de valor estratégico, donde viven afrodescendientes, indígenas y campesinos, y donde hay una gran riqueza de productos primarios.

Álvaro Uribe era experto en la privatización de la seguridad y la defensa, ya que había creado las compañías privadas de protección de los ganaderos y hacendados Convivir. Estas entidades trabajaban con las fuerzas de seguridad nacional, a las que proveían de servicios privados. A las “Convivir” las integraban miembros autorizados a llevar armas y a desarrollar roles militares. Además, fueron las bases de las autodefensas.

La contratación de compañías de seguridad para las instalaciones de las corporaciones extractivas es un negocio millonario que ha producido desastres humanitarios: la British Petroleum (BP) pagó servicios a la compañía israelí Silver Shadow y a soldados británicos para implementar sistemas de vigilancia. Estos fueron aplicados por la Brigada 14ª del ejército colombiano, la cual se involucró en la masacre de Segovia que dejó 43 asesinados.

A esta brigada y a la Silver Shadow las investigaron en 1996 por el asesinato de 14 civiles en eventos relacionados con las políticas de seguridad de la BP. También se las acusó de ofrecer entrenamiento a grupos paramilitares (Armendáriz 2016, 15). Las compañías privadas norteamericanas están, además, protegidas por acuerdos de inmunidad resultantes del alineamiento de Colombia a los Estados Unidos en la Guerra Fría: George W. Bush y Álvaro Uribe ratificaron y ampliaron la Ley 24 de 1959, que concede privilegios a militares estadounidenses en misión especial en Colombia. Los mandatarios extendieron los privilegios a los ciudadanos de Estados Unidos y a los contratistas privados que trabajan en Colombia (Armendáriz 2016, 20-21).

En el ambiente de impunidad que caracteriza a la guerra privatizada durante el período de Uribe, “se vivieron en Colombia múltiples escándalos relacionados con corporaciones transnacionales como la Occidental Petroleum Company, Chiquita Brands International, Drummond Company, BP, o grupos paramilitares y contratistas privados, así como también se dieron numerosos casos de violaciones masivas de derechos humanos” (Armendáriz 2016, 14).

A continuación, una mirada al impacto del Plan Colombia sobre la población afrodescendiente de la frontera Colombia-Ecuador, en especial, desde las fumigaciones emprendidas por Dyncorp y Monsanto.

Glifostato y desplazamiento de afrodescendientes en la frontera

A partir de los años 90, se consolidó la política de fumigaciones contra la producción de coca, lo que transformó el mapa de Tumaco. De acuerdo con la Fundación Paz y Reconciliación (2018), las fumigaciones determinan cuatro momentos claves en la región: las primeras llegadas de colonos del Guaviare y Putumayo, junto a las acciones iniciales de las FARC, entre 1994 y 1997. Luego, entre 1997 y 2000 se trasladan a Nariño los cultivos de coca, como resultado de las aspersiones en Meta, Caquetá y Putumayo.

Entre 2000 y 2009, en plena implementación del Plan Colombia, se da el crecimiento del paramilitarismo y las confrontaciones con las FARC alcanzan niveles sin precedentes. De 2009 a 2015, hubo un cambio de estrategia militar de las FARC. Tal modificación aseguró su hegemonía en la zona hasta la firma de los acuerdos con Santos en 2016, luego de los cuales se consolidaron las bandas de los Rastrojos y las Águilas Negras (Paz y Reconciliación 2017, 13).

Durante el gobierno de Uribe, las fumigaciones constituyeron una de las áreas de inversión preferidas por medio de la compañía Monsanto, productora del glifosato y “la principal responsable de la persistencia de prácticas militares privatizadas, que han destruido los medios de subsistencia de millones de los habitantes más pobres de Colombia” (Armendáriz 2016, 14).

El glifosato es un derivado del “agente naranja”, de uso letal durante la guerra de Vietnam. Fue creado por la trasnacional Monsanto, comprada recientemente por la compañía Bayern por la cifra de 63 000 000 000 de dólares. El químico destruye todo tipo de vegetales y afecta seriamente la soberanía alimentaria de los países donde se utiliza. Mientras tanto, Monsanto vende a los campesinos sus semillas genéticamente modificadas para resistir el glifosato. De esa manera, asegura el ciclo completo de su dependencia económica y deja abierto un campo de incertidumbres sobre la salud humana (Zacune 2012, 18).

Dyncorp es la empresa encargada de las aspersiones. Entre sus contratos figura uno firmado en 1991, por 99 000 000 de dólares, con el Departamento de Estado de los Estados Unidos, con el objetivo de implementar las aspersiones en aéreas de Bolivia, Perú y Colombia; mantener los aviones y los helicópteros; así como entrenar pilotos y mecánicos extranjeros para estas misiones. Este contrato lo firmaron por cinco años y renovaron en 1996 y 1997.

En 1998 Dyncorp firmó uno nuevo por 600 000 000 para cinco años, esta vez con la finalidad de mantener los aviones y los helicópteros y entrenar pilotos y mecánicos en Bolivia, Colombia y Perú (Stanger y Williams 2006, 9). De acuerdo con McCallion (2005, 320), hasta entonces los contratos de empresas como Dynacorp, Northrop Grumman y MPRI, superaban los 1 000 000 000 de dólares anuales. Dyncorp está involucrada en tráfico de heroína y cocaína, abusos sexuales a niñas, venta de armas a grupos paramilitares y violación de derechos humanos en poblaciones adyacentes a sus lugares de operación (Colectivo José Alvear 2008).

La compañía implementa mecanismos que buscan evadir la fiscalización del manejo de recursos humanos y económicos, al igual que debilitar la supervisión pública de procedimientos como la contratación de un número de extranjeros por encima de los topes establecidos por la Ley. También se ha involucrado en actividades militares y paramilitares no autorizadas, además de accidentes ocasionados por la negligencia de aviones mal mantenidos por personas sin cualificación (McCallion 2005, 338- 344).

Las fumigaciones se desarrollaron, ejecutaron y evaluaron por contratistas norteamericanos de la compañía Dyncorp, mientras la compañía Chemonics Inc., dedicada al desarrollo del sector privado de la agricultura, manejaba la sustitución de cultivos para la Agencia de Desarrollo Internacional (Tate 2015, 246). A continuación, se muestra cómo han influido estas fumigaciones en la descomposición social y en la desposesión de las comunidades afrodescendientes de la frontera binacional.

En términos de resultados, las fumigaciones han demostrado ser altamente ineficaces en la reducción del cultivo de la coca, pero constituyen un factor fundamental en el desplazamiento de los afrodescendientes. Como resultado del efecto globo, que se produce de manera constante desde las primeras fumigaciones en el área andina en los años 70, desde el inicio del Plan Colombia hasta 2005 se habían fumigado 138 367 hectáreas y solo entre 2004 y 2005 se incrementó en un 8 % el área de producción de coca (Dion y Rusler 2008, 400).

Las cifras de desplazamientos que tuvieron lugar durante la implementación del Plan son escandalosas, si se tiene en cuenta que entre 2000 y 2005 hubo alrededor de 281 230 desplazados, y que entre 2001 y 2002 solo la fumigación produjo más de 75 000 desplazados en todo el país (Dion y Rusler 2008, 403-404).

Una aproximación al caso de Tumaco permite mostrar la correlación entre la guerra privatizada y la desposesión racializada, en un contexto de debilitamiento de los derechos en el nuevo marco constitucional del neoliberalismo. La frontera binacional de Ecuador y Colombia ha sufrido de manera especial la privatización de la guerra de Colombia y las campañas de fumigación. En la actualidad, Tumaco y el Pacífico nariñense constituyen uno de los escenarios más agudos del conflicto colombiano.

La historia reciente de los pueblos afrodescendientes de la frontera se puede sintetizar con lo que ha sucedido en Tumaco: un importante ciclo de movilizaciones en reclamo de la presencia del Estado. Dicha ronda inició luego del terremoto del 12 de diciembre de 1979 y precedió al levantamiento popular de 1988, conocido como el Tumacazo (Oviedo 2009).

Esa movilización derrotó la dominación consuetudinaria de una camarilla del Partido Liberal, formada por la familia Escrucería, e hizo que por primera vez el Estado mostrara su interés en la región. Sin embargo, lo hizo dentro de la retórica multiculturalista y neoliberal, característica del ambiente en el que se escribió la constitución de 1991: el Pacífico se concibió como un emporio ambiental, y a los afrodescendientes como sus protectores naturales (Oslender 2007). Al mismo tiempo que se recrudecía la guerra, se consolidaba un discurso étnico, fuerte en el ámbito cultural, pero alejado de los derechos económicos y políticos.

Durante la vigencia del modelo económico y político tradicional de la costa nariñense, a los campesinos afrodescendientes los habían colocado de manera compulsiva en las riberas de los ríos. Allí se dedicaban al cultivo de sus propias parcelas y respondían como mano de obra a la extracción de los recursos de los distintos ciclos económicos controlados por inversionistas foráneos. Estos conformaban una elite blanca semiausentista, proveniente de Cali, Bogotá o de afuera del país, que construyó una dominación racializada.

Los campesinos de las riveras carecían de títulos de propiedad y sufrían la desposesión y el desplazamiento. Muchos huían hacia Tumaco, donde se convertían en botín clientelar del clan de los Escrucería, que controlaba el acceso de los desplazados a porciones de terrenos de la ciudad (Oviedo 2009).

Luego del ciclo de movilizaciones de los 80, la Constitución de 1991 promulgó la Ley 70, que otorga a los pueblos afrodescendientes una serie de particularidades culturales similares a las que se usan para catalogar a los pueblos indígenas y está encaminada a “la protección de la identidad cultural y de los derechos de las comunidades negras de Colombia como grupo étnico”.

También define a las comunidades negras como “las que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva, de conformidad con lo dispuesto en los artículos siguientes” (Ley 70 de 1993).

La Ley estipula que los afrodescendientes se organicen en consejos comunitarios, equivalentes a los resguardos indígenas. Hoy existen 15 consejos comunitarios que aglutinan a unos 50 000 miembros (cfr. Paz y Reconciliación 2018, 9). Sin embargo, al mirar lo que sucede en un consejo comunitario se puede ver la inoperancia de la etnización que se ha impuesto sobre los afrodescendientes de Tumaco para transformar la trágica situación.

El Consejo Comunitario de Alto Mira y Frontera ejemplifica cómo los territorios comunitarizados, a partir de la Constitución del 91, son espacios donde la violencia y la producción de coca se mezclan con rivalidades entre colonos pobres que huyen de las fumigaciones y “nativos” representados por dirigencias sin legitimidad.

De acuerdo con el informe de Paz y Reconciliación, a la dirigencia del Consejo Comunitario de Alto Mira y Frontera la acusaron de tratar de dirigir el Consejo sin residir siquiera en el espacio asignado. Además, tenía serios conflictos con colonos que, a su vez, recibían el apoyo de las FARC. Mientras, dentro del territorio comunitario aumentaban los cultivos de coca, continuaba el asesinato de líderes, la desaparición de personas, el confinamiento y el desplazamiento de los pobladores.

Por su parte, el Estado profundizaba la presencia policial y militar, y mostraba su incapacidad de defender los derechos de los pobladores ante los ataques de los ejércitos privados, mientras ejercía de manera eficiente la represión contra la sociedad civil cuando esta se organizaba, protestaba y trataba de cambiar la situación dominante (Potter 2016). En un contexto así, entre 2005 y 2014, desplazaron a 103 688 personas (CNMH 2015, 210). Con tal desplazamiento favorecieron, de forma principal, a tres grandes sectores: los inversionistas de palma africana, representantes del gran capital legal o ilegal, los ejércitos privatizados vinculados al paramilitarismo (Roa 2017; Roa 2008) y las transnacionales armamentistas.

Conclusiones

A partir de las transformaciones del capitalismo tardío, este artículo muestra la relación entre la guerra privatizada en Colombia y la desposesión de las comunidades afrodescendientes en la frontera entre Colombia y Ecuador. El Plan Colombia, contextualizado en las transformaciones del capitalismo tardío, muestra la conexión entre los intereses de las trasnacionales armamentistas, las disputas por los recursos naturales de carácter legal o ilegal de parte de los ejércitos privados y la desposesión que sufren los afrodescendientes. La desposesión que implementan los ejércitos privatizados se da en un contexto constitucional neoliberal, que debilita los derechos económicos y políticos mientras promueve una retórica culturalista e identitaria sobre las poblaciones afrodescendientes que sufren la guerra.

La Constitución colombiana de 1991 describe a las poblaciones afrodescendientes como grupos ancestrales rurales y comunitaristas, con imágenes análogas a las creadas sobre los pueblos indígenas. Mientras el Estado promueve el desplazamiento en el espacio rural mediante las fumigaciones y se muestra ineficaz para defender los derechos de los habitantes de esos espacios, la Constitución desconoce la defensa de los derechos de la población afrodescendiente e indígena desplazada a los espacios marginales de las ciudades.

Lo anterior puede explicarse porque la Ley 70 promovió una definición de las poblaciones afrodescendientes desligada de las complejas historias poblacionales y del desplazamiento histórico que han sufrido a nivel grupal, familiar e individual y que los llevan a poblar territorios rurales y urbanos sin titulación y sin el goce pleno de derechos (Rueda 2010; Hoffman 2000; Morelli 2016; Oviedo 2009). En rigor, la Ley no considera que en Colombia más del 70 % de la población afrodescendiente vive en las zonas urbanas y no menciona el racismo ni los efectos que produce en la salud, la educación y el desempleo.

En casos como el de Tumaco, la realidad de las zonas comunitarias muestra que la titulación de las tierras es vaga e imprecisa y predominan las tierras sin títulos. De igual manera, en gran parte de estos territorios el poder real está en manos de los actores ilegales y paralegales y de unas élites locales o regionales que hacen uso oportunista del discurso etnicista (Hoffman 2000).

Al enfatizar en el excepcionalismo y la diferencia cultural, la Ley 70 acentúa la marginación de los afrodescendientes y su debilidad frente a los poderes nacionales y trasnacionales que operan en las zonas rurales. A esto se suman la debilidad en la formación educativa y la pobreza, que facilita la compra de líderes. Además, las grandes distancias y el déficit de vías de comunicación tornan costosa y difícil la circulación de información, la toma de decisiones y la ejecución de reuniones.

En este contexto, la Ley 70 naturaliza la distancia entre las comunidades y el Estado. En muchos casos, la delimitación de tierras comunales se hace por presión de las propias fuerzas externas, que encuentran más fácil negociar las tierras tituladas con los consejos comunitarios

El debilitamiento del reclamo de los derechos de los afrodescendientes refuerza el desplazamiento de ingentes grupos poblacionales y el despoblamiento de regiones que quedan a manos de inversores legales o semilegales como los narcotraficantes o los palmicultores, mientras persisten políticas policiales o militaristas que favorecen cada vez más a transnacionales privadas interesadas en la perpetuación de la guerra.

Bibliografía

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Recibido: 26 de Agosto de 2020; Aprobado: 02 de Enero de 2021

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