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URVIO Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad

versión On-line ISSN 1390-4299versión impresa ISSN 1390-3691

URVIO  no.31 Quito sep./dic. 2021

https://doi.org/10.17141/urvio.31.2021.4989 

Articles

Estudios feministas de seguridad y ética del cuidado: la seguridad en Latinoamérica a raíz de la pandemia

Feminist Security Studies and Care Ethics: Security in Latin America in the Wake of the Pandemic

Estudos Feministas de Segurança e Ética do Cuidado: Segurança na América Latina a raiz da pandemia

1Grupo de Estudios de Relaciones Internacionales (GERI-UAM), España, mariana.stella.leone@gmail.com

2Universidad de Deusto, España, sergio.caballero@deusto.es


Resumen

La seguridad en Latinoamérica ha sido abordada tradicionalmente desde una visión estatocéntrica y marcadamente realista, destacando las amenazas que sufre el Estado frente a un actor externo o frente a desestabilizaciones internas. Este artículo busca resaltar la idoneidad de introducir los estudios feministas de seguridad y la ética del cuidado en los análisis de seguridad, en aras de redefinir las amenazas y qué implica “sentirse seguro”, máxime en el escenario generado por la pandemia de la COVID-19. Para ello, se evidencian las lagunas y los silencios de las teorías dominantes a la hora de entender el agravamiento de los desafíos a la seguridad en los primeros seis meses de pandemia y cómo desde la ética del cuidado sí se incorporan esos matices y percepciones de seguridad. Se concluye que la ética del cuidado conlleva un ensanchamiento conceptual a la hora de analizar -académica y políticamente- las amenazas a la seguridad en Latinoamérica.

Palabras clave: estudios feministas de seguridad; ética del cuidado; Latinoamérica; pandemia; COVID-19; seguridad

Abstract

Security in Latin America has traditionally been addressed from a state-centric and notable realistic perspective, underlining the threats to the state, from an external actor or from internal destabilization. This paper aims to highlight the suitability of incorporating Feminist Security Studies and Care Ethics in security analysis in order to redefine threats and what “feeling safe” implies, especially in the scenario generated by the COVID-19 pandemic. To this end, the gaps and silences in mainstream theories in the diagnoses on the worsening of the security challenges in the first semester of the pandemic are evidenced. Also, the nuances and perceptions of security included in the Care Ethics approach are highlighted. It is concluded that the conceptual broadening that the Care Ethics approach entails is relevant to analyze -academically and politically- the security threats in Latin America.

Keywords: Care Ethics; COVID-19; Feminist Security Studies; Latin America; pandemic; security

Resumo

A segurança na América Latina tem sido tradicionalmente abordada a partir de uma perspectiva estadocêntrica e marcadamente realista, destacando as ameaças que o Estado sofre de um ator externo ou da desestabilização interna. Este artigo procura sublinhar a conveniência de introduzir os estudos feministas de segurança e a ética do cuidado nas análises de segurança, a fim de redefinir as ameaças e o que significa “sentir-se seguro”, especialmente no cenário que se abriu com a pandemia da COVID-19. Para este propósito, ficam evidentes as lacunas e silêncios das teorias dominantes quando sea trata de compreender o agravemento dos desafios à segurança no primeiro semestre da pandemia e como a ética do cuidado incorpora essas nuances e percepções de segurança. Concluímos com a constatação da ampliação conceitual que a ética do cuidado leva ao analisar -acadêmica e politicamente- as ameaças à segurança na América Latina.

Palavras-chave: estudos feministas sobre segurança; ética do cuidado; América Latina; pandemia; COVID-19; segurança

1. Introducción

La seguridad es uno de los temas centrales y preponderantes en las relaciones internacionales (Wolfers 1952; Buzan, Wæver y De Wilde 1998; CASE Collective 2006; Buzan y Hansen 2009). De hecho, en el contexto latinoamericano es una de las dimensiones más trabajadas y desde perspectivas muy diversas (Flemes y Nolte 2010; Tickner y Herz 2012; Kacowicz y Mares 2016; Rodríguez-Pinzón y Rodrigues 2020). A pesar de ser la “región más pacífica”, desde el punto de vista de los conflictos clásicos interestatales, las amenazas a la seguridad de cariz intraestatal y transnacional han puesto el foco en cómo lidiar con este fenómeno. La agenda de seguridad en Latinoamérica ha estado dominada históricamente por cuestiones internas (Kacowicz y Mares 2016, 27). Ahondando en esa línea, Tickner y Herz (2012, 105) y Goldstein (2016, 139) señalan que los enfoques de seguridad humana no han calado en una región donde prima una visión estatista y una definición reduccionista de la seguridad, circunscrita a proteger y salvaguardar la soberanía nacional y la integridad física, que prioriza la estabilidad institucional sobre el bienestar ciudadano.

El estatocentrismo, derivado de las asunciones realistas que imperan en la región a la hora de abordar la seguridad, determina una visión estrecha y limitada de las problemáticas vinculadas al tema, que no da importancia a las percepciones y sensaciones que tenemos los humanos sobre nuestras inseguridades y sobre lo que hacemos para enfrentarlas. A partir de la Declaración de Seguridad para las Américas (OEA 2003) se amplía “oficialmente” la agenda de seguridad a nuevas amenazas multidimensionales en la región. Sin embargo, esa apertura se extiende más a lo académico y lo discursivo que a las políticas realmente implementadas (Goldstein, 2016; Vitelli, 2020).

Hasta hace muy poco, la dimensión de género ha sido muy reducida en las explicaciones vinculadas a este fenómeno y prácticamente inexistente en Latinoamérica, donde hablar de género en seguridad es asumido como una cuestión de corrección política (Donadio 2016, 79). A pesar del esfuerzo de los Estudios Críticos de Seguridad (CSS, por sus siglas en inglés) por abrir la agenda, su inclusión ha sido lenta y se limita a aportes específicos sobre las investigaciones ya en curso (Buzan y Hansen 2009). Solo en los últimos años hemos asistido a la eclosión de estudios feministas con aspiraciones de visibilizar la complejidad del fenómeno de la seguridad incorporando la dimensión de género (Sylvester 2004; Tickner 1992). Así, las lecturas feministas han subrayado el sesgo de género que caracteriza la actuación estatal (Cohn 2013; Parashar, Tickner y True 2018; Peterson 1992; Sjoberg 2010) y que dificulta una visión abarcadora y multidimensional de la seguridad, en la que el Estado no sea la prioridad ni el único que define qué es una amenaza y cómo se la debe enfrentar.

Los acercamientos dominantes a la seguridad se han considerado a sí mismos gender- neutral, al omitir el género como categoría analítica. Sin embargo, estarían, de hecho, reificando asunciones no problematizadas sobre desigualdades de género. Frente a ello, dentro del feminismo, y yendo más allá de las críticas a los CSS y más directamente a la teoría de la securitización (Hansen 2000; Howell y Richter-Montpetit 2020), surge la propuesta de un paradigma alternativo de cuidados. Este parte de la premisa de que todo ser humano es vulnerable y, en paralelo, de la valorización de toda relación que fomenta el cuidado (Robinson 2011), entendido de una manera similar a lo que definiríamos como provisión de seguridad. A esa línea apunta Fierke (2015, 194) al subrayar que “el cuidado, al igual que la seguridad, es una relación entre aquellos que necesitan protección y un protector o cuidador”.

Además, en el actual escenario de crisis de globalización (Sanahuja 2018), al que hay que sumar el agravamiento o la aceleración de esas tendencias previas debido a la pandemia de la COVID-19 (Haass 2020; Rodrik 2020), la relevancia de una mirada feminista hacia los crecientes desafíos de seguridad parece no ser tan evidente para los tomadores de decisiones. Las respuestas al actual escenario regional se condensan en el fortalecimiento de la soberanía estatal, ya sea de la mano de la diplomacia de vacunas o de los cierres fronterizos, y en la búsqueda de recursos económicos para mitigar los efectos negativos de la paralización económica motivada por la pandemia. Estas dos estrategias desplegadas en los primeros meses de pandemia parecieran reforzar, una vez más, una visión eminentemente estatista donde los gobiernos negocian el acceso a vacunas con proveedores extrarregionales, a la par que se criminaliza la movilidad, o sencillamente, se obvia a la hora de abordar la seguridad en el contexto de la pandemia (Iranzo 2020).

Frente a esos enfoques, a veces deliberadamente sesgados y reduccionistas, este artículo subraya la necesidad y la idoneidad de realizar un diagnóstico completo y complejo de los principales desafíos y amenazas a la seguridad en Latinoamérica a raíz de la COVID-19, sin por ello circunscribirse solo a las nuevas dimensiones acentuadas por la pandemia o asumir una visión meramente institucional desde el Estado. Ante las diferentes amenazas de seguridad presentadas en informes recientes y otras fuentes primarias que proveen datos relevantes, se presentará la ética del cuidado como propuesta teórica -y política- para abordar los desafíos a la seguridad, enfatizando la dimensión de agencia de las personas consideradas “vulnerables”, y cuestionando que los problemas estructurales sean una suerte de “maldición” inapelable.

Una vez enmarcado el punto de partida teórico-metodológico, en el siguiente epígrafe se abordan los estudios de seguridad en Latinoamérica y la contribución de los estudios feministas de seguridad a una apertura conceptual. Se profundiza en el foco central del artículo: la ética del cuidado y su idoneidad para explicar y aportar “nuevos ángulos” a algunas de las amenazas a la seguridad en la región a raíz de la crisis de los cuidados que ha evidenciado la pandemia. Se concluye con la constatación del ensanchamiento conceptual onto-epistemológico que conlleva la ética del cuidado a la hora de analizar -académica y políticamente- las amenazas a la seguridad en Latinoamérica.

2. Aportes de los estudios feministas de seguridad y la ética del cuidado

Las problemáticas de seguridad en la región no se circunscriben a un colectivo determinado. La seguridad tiene una importante dimensión relacional en la medida en que uno se siente seguro frente a algo y/o enmarcado en un determinado contexto. Lejos de las simplificaciones estatocéntricas que asumen la seguridad de los ciudadanos que pertenecen a un Estado “seguro” -que no enfrenta amenazas existenciales por parte de otros y es capaz de salvaguardar su soberanía material-, la seguridad implica relaciones de poder entre los individuos. En tal sentido, los estudios feministas no solo permiten cambiar el foco de las amenazas, sino que incluso de manera más relevante, ayudan a revisitar cómo se configuran las amenazas a la seguridad en nuestras sociedades patriarcales, donde la inseguridad se produce en la cotidianidad y muchas veces en las relaciones que ocurren en el entorno presumiblemente más seguro: el hogar. En ese tiempo y en ese espacio, se observan las conexiones entre lo local y lo global, entre lo privado y lo público, entre el trabajo productivo/mercantilizado y el trabajo de reproducción social/cuidado -que incluye el mantenimiento de la vida, de las relaciones familiares e íntimas, el sostenimiento de la comunidad, la producción no pagada de bienes y servicios en el hogar y la creación o el sostenimiento de la cultura- (Elias y Rai 2019, 203). Estas dicotomías han sido construidas socialmente e influidas por las jerarquías de género. Las experiencias de inseguridad a escala micro están relacionadas con procesos políticos, económicos y sociales a escala macro.

Del mismo modo, los estudios feministas de seguridad ponen de relieve las perspectivas, las sensaciones y los sentimientos presentes en las experiencias de inseguridad. Estos no son meros epifenómenos de la inseguridad, sino elementos centrales de ella, porque las amenazas no son objetivas y desligadas de la persona, sino el fruto de representaciones que tienen componentes sobre la identidad personal, la comunidad, la relación con otros y las jerarquías de género, raza, clase, entre otras (Sylvester 2010; Sjoberg 2016). Esa lectura de la inseguridad -que recoge las emociones y sensaciones marcadas por nuestras representaciones sociales- permite entender que la seguridad y la inseguridad no son excluyentes, sino que conforman un espectro donde los eventos en pos de la seguridad de alguien pueden causar la inseguridad de alguien más; o donde uno puede sentirse protegido a la vez que se siente vulnerable. Por tanto, los estudios feministas, en lugar de generalizar algunas experiencias masculinas como verdades universales sobre las cuales diseñar las prácticas de seguridad para todas las personas, invitan a analizar las experiencias situadas en un espacio y tiempo, atravesadas por diferentes correlaciones de fuerzas.

Como han señalado algunas académicas (Robinson 2011; Tronto 2013; Cohn 2013), se puede repensar la seguridad desde conceptos que tradicionalmente no han sido asociados con ella, como el cuidado y la vulnerabilidad. Estos conceptos permiten visibilizar el componente relacional, agencial y político del que parte la ética del cuidado (Robinson 2011, 4; Tronto 2013, 20). Con respecto al componente relacional, con el reconocimiento de la interdependencia y la vulnerabilidad como aspectos inherentes del ser humano, la ética del cuidado considera que las prácticas de seguridad no van encaminadas a lograr autosuficiencia o invulnerabilidad, como plantean los enfoques de seguridad tradicional, sino a reconocer las necesidades y perspectivas de los otros con los que creamos dinámicas de responsabilidad y cuidado mutuo. En esa concepción, no hay una dicotomía entre quien protege (fuerte) y quien es protegido (débil): todos son agentes que aportan a la relación, y en una situación concreta serán más o menos vulnerables.

Con respecto al componente agencial, la ética del cuidado va más allá de que se acepte el rol propio en la vulnerabilidad de otros. Busca fortalecer la capacidad de los actores para cuestionar las condiciones que generan inseguridad, así como los discursos y las normas que sostienen esas condiciones, para transformarlas o vivir con ellas, evitando caer en paternalismos (Cohn 2013; Nunes 2016). Con respecto al componente político, la ética del cuidado conlleva examinar las prácticas de cuidados -feminizadas, racializadas y precarizadas- como una cuestión política donde hay individuos que gozan de una “irresponsabilidad privilegiada”, al evitar los esfuerzos de cuidado. Con ello, obtienen ventajas socioeconómicas y políticas, lo que a su vez incide en mantener la distribución inequitativa del cuidado (Kim 2021).

La “irresponsabilidad privilegiada” no es una decisión individual, sino una dinámica social sostenida en el tiempo, por diversos actores, instituciones y modelos como el neoliberal. Este último, con su relato de un mundo globalizado, masculinizado, individualista, competitivo y privatizador, ha desvalorizado las prácticas de cuidado y se las asigna principalmente a las mujeres, para que las realicen de forma sacrificada y voluntaria (Fine y Tronto 2020; Robinson 2011; Nunes 2016).

Con base en lo anterior, se entiende por qué la pandemia supuso una crisis de la ética del cuidado. Se pedían confinamientos domiciliarios sin problematizar si los hogares eran lugares seguros para sus integrantes. Se establecían colectivos de trabajadores esenciales que ejercen, en gran medida, trabajos feminizados y precarizados. Se ralentizaba o dificultaba el acceso a urgencias médicas en algunos casos vinculados con la gestación o la posibilidad de interrumpirla. Se restringía la movilidad de las personas, pero no las deportaciones. En definitiva, se pedía a la población un esfuerzo suplementario de cuidados -para con la educación infantil domiciliaria, por ejemplo- sin arbitrar medidas de conciliación equitativas.

A ello hay que añadir la estrecha vinculación entre seguridad y autonomía económica. La necesaria independencia económica para cubrir ciertas necesidades básicas crea las condiciones para generar un entorno menos vulnerable y, por tanto, garante de unos mínimos de seguridad. Igualmente, la precarización y el agravamiento de las condiciones económicas en la región latinoamericana, especialmente entre las mujeres, provoca mayor vulnerabilidad y entornos más inseguros. Como señala Cohn (2013, 52), la vulnerabilidad puede ser entendida como una oportunidad que sirve de base potencial para la comunidad. En ese sentido, la crisis de la pandemia podría considerarse, contraintuitivamente, un detonante que movilice a la sociedad para evidenciar tanto las vulnerabilidades compartidas como la necesidad de trabajar de manera conjunta. No se trata de un alegato ingenuo o utópico; las amenazas de seguridad que afloran en virtud de las distintas relaciones de poder están imbricadas en las condiciones económicas. De ahí que, desde hace años, algunas autoras hayan promovido las sinergias entre los estudios feministas de seguridad y la economía política feminista (Sjoberg 2016, 55-56; Waylen 2006; Chisholm y Stachowitsch 2017). Con ello, no solo se añade la reflexión de la economía a los análisis de seguridad y viceversa, sino que se piensa de forma integrada cómo los roles de género permiten el funcionamiento del actual modelo económico global y, a su vez, cómo ese modelo reproduce jerarquías raciales, de clase y género, entre otras (Martín de Almagro y Ryan 2020). Ahora que se cierne un panorama macroeconómico sombrío sobre Latinoamérica, cabe preguntarse cómo eso repercutirá sobre las vidas de la gente y quiénes se verán especialmente afectados, aumentando sus vulnerabilidades y, por ende, estando y sintiéndose más inseguros.

3. Diagnóstico de los efectos de la pandemia sobre la seguridad en Latinoamérica

A finales de 2020, Latinoamérica era la segunda región del mundo más afectada por el coronavirus SARS-CoV-2 (detrás de Asia), con cerca de 11 000 000 de contagios y cerca de 390 000 muertes (Worldometers 2020). Si bien la COVID-19 no fue la primera epidemia que enfrentó en el siglo XXI, su elevada letalidad y velocidad de contagio supuso una tragedia sanitaria para la región. La inexistencia de un tratamiento efectivo y de una vacuna, inicialmente, conllevó la imposición de medidas para prevenir el contagio y reducir la presión sobre los sistemas médicos. Asimismo, la gestión de la pandemia acarreó la ampliación de funciones y poderes del Estado (v.g. con decretos de estados de emergencia, de sitio y de excepción) y la ampliación de los roles del Ejército (RESDAL 2020). Al igual que otras crisis, la de la COVID-19 agudiza amenazas cotidianas a la seguridad como la criminalidad, la violencia política y la inequidad socioeconómica y de género, pero su tratamiento discursivo también desvía la atención de amenazas como la destrucción ambiental y el asesinato de defensores del medioambiente.

En este apartado se realiza un mapa general de la intersección de la pandemia y las amenazas cotidianas a la seguridad humana. No se pretende hacer una enumeración exhaustiva ni un catálogo de “sectores”, sino describir un panorama abarcador donde se constaten algunos de los principales desafíos a la seguridad en la región (criminalidad, migración, daños al medioambiente, desafección sociopolítica, desigualdades y en concreto, la de género). Para cada uno de ellos, se analiza cómo la ética del cuidado puede dar lugar a nuevas perspectivas.

3.1 La pandemia como oportunidad para el crimen ante el olvido estatal

El crimen es una de las principales preocupaciones de seguridad de los latinoamericanos (Corporación Latinobarómetro 2018). La COVID-19 tuvo diversos efectos sobre él. En primer lugar, visibilizó los vacíos de la presencia estatal en zonas urbanas y rurales de la región y cómo los grupos criminales procuran llenarlos velando por el cumplimiento de las restricciones gubernamentales, proveyendo víveres y artículos de primera necesidad y previniendo el incremento abusivo de precios por los minoristas (Dudley 2020; Dittmar 2020). Más allá de una actitud benevolente, este comportamiento tenía como objetivos reforzar el control territorial frente a grupos rivales, evitar la presencia de las fuerzas de seguridad estatal y captar apoyo social en las zonas controladas. Esto no impidió las amenazas de asesinato si se transgredían normas (Unidad Investigativa de Colombia 2020).

En segundo lugar, la COVID-19 impulsó una diversificación de las fuentes de ingreso criminales, con nuevas formas de delito. Por ejemplo, delitos contra la salud pública, con la venta ilegal de insumos médicos y el contrabando de alcohol adulterado, a raíz de la restricción de la venta de alcohol en México (Asmann, Dalby y Robbins 2020; Jones 2020a). Asimismo, con la distracción de las autoridades por la pandemia, se incrementó el robo o contrabando de petróleo que constituye una nueva fuente de financiación del narcotráfico en Argentina, Paraguay, México, Ecuador y Colombia (Flórez 2020). También proliferaron delitos cibernéticos como el robo de datos confidenciales con la promesa de conceder ayudas económicas gubernamentales o pruebas diagnósticas de COVID-19.

En tercer lugar, exacerbó la corrupción arraigada. Se generaron numerosas irregularidades en la contratación de obras públicas, la provisión de alimentos y suministros médicos y se extendió el soborno para confirmar la identidad de fallecidos por COVID-19 y la entrega de cadáveres a los familiares, en un contexto de saturación hospitalaria y funeraria (España 2020; Sarfity 2020).

En último lugar, tuvo efectos diversos en la violencia ejercida sobre los ciudadanos. Si bien pandillas del Triángulo Norte como MS-13 y Barrio 18 pactaron restringir sus actividades criminales y liberar temporalmente de las extorsiones (Vázquez 2020), estas se reanudaron al flexibilizarse los confinamientos. En México, los asesinatos alcanzaron cifras históricas en marzo de 2020 (Gobierno de México 2020). En Colombia continuaron los asesinatos a líderes sociales y excombatientes -superando las cifras del 2019 entre marzo y julio de 2020-, y el reclutamiento a menores de comunidades indígenas para cometer actos criminales o explotarlos sexualmente (López et al. 2020; El Tiempo 2020).

La respuesta estatal al crimen durante la primera ola de la COVID-19 fue heterogénea. En Colombia, el recrudecimiento de las muertes violentas no bastó para que la atención estatal dejara de centrarse únicamente en la pandemia. En El Salvador se hizo alarde de mano dura contra los criminales, imponiendo medidas carcelarias extremas (García y Salinas 2020). En Brasil, la Corte Suprema suspendió las operaciones policiales en favelas, lo que redujo las muertes a manos de agentes del orden en un 74 %, entre mayo y junio de 2020. Esto tuvo un efecto contundente en la protección de la vida de civiles (Sastre 2020).

La COVID-19 es una oportunidad para aproximarse al crimen desde la ética del cuidado, analizando no solo los comportamientos criminales sino las condiciones de masculinidad hegemónica, exclusión social y necesidad de seguridad física y de supervivencia en las que estos comportamientos se producen. Los ciudadanos olvidados por el Estado pueden experimentar seguridad e inseguridad simultáneamente, ya sea porque los grupos criminales provocan ambas experiencias o porque el Estado -quien discursivamente se erige como protector- los deja a su suerte o incluso los amenaza a través de su participación en la corrupción.

Analizar el crimen con la perspectiva de la ética de los cuidados permite preguntarse cómo alguien llegó a considerarlo su mejor opción para preservar o conseguir seguridad, y a reflexionar sobre la situación de hombres y mujeres como víctimas y victimarios en las organizaciones criminales, fruto de la coacción y de su percepción sobre la forma de librarse del peligro. La ética del cuidado no justifica las acciones criminales, mas replantea la efectividad de las políticas de mano dura que, pese a su popularidad entre la ciudadanía, parecen realimentar ciclos de violencia.

3.2 La pandemia aumenta los riesgos para los migrantes

La pandemia y las medidas para contenerla aumentaron el número de amenazas que enfrentan los migrantes indocumentados en la región y visibilizaron su vulnerabilidad. Con respecto a su salud, el migrante acude tardíamente a los servicios sanitarios para diagnóstico y tratamiento de la enfermedad, por miedo a que lo detengan y deporten, debido a las barreras idiomáticas y culturales en el trato médico y a las contradicciones entre entidades gubernamentales sobre si se debe dar atención sanitaria universal (OIM 2019; Méndez 2020). Esto aumenta la letalidad de la COVID-19 para ellos y la probabilidad de contagio. A la vez, se genera una mayor carga y coste para los sistemas de salud que si recurriesen a ellos de forma temprana. Asimismo, los migrantes que se encuentran en centros de detención o de refugio, donde las condiciones de salubridad son bajas y el hacinamiento es alto, se ven más expuestos a la COVID-19.

Con respecto a su sostenibilidad económica, los migrantes son trabajadores necesarios en tiempos de bonanza, en la agricultura, los servicios y los cuidados. Sin embargo, son trabajadores “descartables” con facilidad en tiempos de crisis. Su situación migratoria “irregular” impide que muchos migrantes puedan acceder a las ayudas de emergencia ofrecidas por los gobiernos, lo cual los empuja a intentar volver a sus países de origen. Durante la primera ola, se repitieron en la prensa imágenes de campamentos improvisados por migrantes que perdieron sus trabajos, que fueron desalojados de sus viviendas y que solicitaban vuelos humanitarios en torno a las fronteras y consulados de los países de origen.

El aumento de la vigilancia en las fronteras redujo significativamente los movimientos migratorios y fue una limitación de facto para el ejercicio del derecho al refugio y al asilo, sobre todo para quienes son expulsados por la violencia. Se redujo el número de lugares donde solicitar asilo y se suspendió la actividad de instituciones implicadas en el procesamiento de solicitudes, lo que exacerbó la desprotección. Para aquellos migrantes que retornaron a sus países de origen, la situación no mejoró. Miles de retornados a El Salvador, Venezuela y Paraguay fueron obligados a pasar cuarentenas en centros bajo custodia policial o militar por periodos que excedían los 14 días. A ello se une que las condiciones de esos centros no garantizaban su salud (Amnesty International 2020).

La pandemia detonó discursos xenófobos que erróneamente entienden al inmigrante como una amenaza, ya sea como un vector de contagio o una carga para los sistemas de salud (Galindo y Torrado 2020). Por último, puso de relieve la incoherencia de los discursos políticos que han justificado los cierres fronterizos y la suspensión de vuelos comerciales para frenar la propagación de la COVID-19 cuando, a la vez, se han permitido vuelos de deportación de migrantes durante los confinamientos. Un estudio del Center for Economic and Policy Research (CEPR) señaló que entre febrero y abril de 2020 se realizaron cerca de 232 vuelos de deportación desde EE.UU. a países de Latinoamérica. Considerando que no se aplicaban pruebas de diagnóstico antes de las deportaciones y que la Agencia de Inmigración de Aduanas de EE.UU., en mayo de 2020, sostuvo que el 50 % de migrantes recluidos testeados tenían el coronavirus, se entiende que los gobiernos eran culpables de que los migrantes fueran vistos como vectores de contagio (Johnston 2020; El Periódico 2020).

Desde la ética del cuidado se observa la migración como un ejercicio de agencia de quien escapa de la violencia estatal, criminal o familiar, o de quien considera que puede mejorar mínimamente la vida de su familia con el envío de remesas -aunque disminuya su estatus, sobre todo en el caso de las mujeres, o deba delegar el cuidado de sus hijos- (Williams 2010). Encuestas aplicadas en junio de 2020 a migrantes y refugiados venezolanos en los países andinos muestran que un 69 % enviaba remesas. Sin embargo, solo el 12 % ha podido mantener sus envíos en la misma cantidad con la pandemia (Equilibrium Centro para el Desarrollo Económico 2020). La crisis de la COVID-19 permite preguntarnos sobre los puestos de trabajos que ocupan los migrantes en nuestras sociedades; las responsabilidades de cuidado que asumen y las que encargan a otros en sus países de origen; los retos para compatibilizar trabajos tremendamente exigentes con los cuidados de sus hogares, y sus propias necesidades de cuidado en entornos que los desvalorizan.

3.3 La pandemia no detiene las amenazas al medioambiente y a sus defensores

Durante la pandemia, se registraron numerosas amenazas a la naturaleza, a las comunidades indígenas de zonas protegidas y a los defensores medioambientales latinoamericanos. Estas amenazas no se debieron a una distracción de la atención estatal y ciudadana sobre la protección ambiental, sino a la continua priorización de los modelos de desarrollo rentistas y extractivistas por parte de los Estados de la región. Esos modelos conllevan ocupación de territorios, contaminación de recursos naturales -lo que aumenta las demandas de cuidado en una comunidad enferma- y desintegración del tejido social y de la economía local. Exacerban la división laboral de género y aumentan el riesgo de violencia de género y de explotación infantil (Echart y Villarreal 2019, 314). Los gobiernos y las corporaciones encuentran en los efectos económicos de la pandemia la justificación para desplegar proyectos mineros, de infraestructura y plantaciones agrícolas extensivas, ignorando los efectos devastadores sobre los ecosistemas (Greenfield 2021).

Entre enero y junio de 2020, en Brasil se alcanzó un récord de deforestación semestral. Los incendios forestales en la Amazonía se incrementan desde 2019 (OpenDemocracy 2020, Müller 2020). El gobierno brasileño no se ha descuidado por la pandemia; ha utilizado intencionalmente la distracción nacional e internacional para continuar con las políticas de progresiva desprotección medioambiental.

Al igual que los recursos forestales, los recursos marítimos de Ecuador, Perú y Chile se han visto amenazados por la pesca masiva china en torno a sus zonas económicas exclusivas durante la pandemia. Ese tipo de pesca -que no respeta tasas de reposición, que deja desechos plásticos y que es sospechosa de incurrir en prácticas ilegales- se ha incrementado desde 2016. Además de amenazar la seguridad alimentaria y económica de esos países, pone en riesgo las especies endémicas de las islas Galápagos (Mallory y Ralby 2020).

Los activistas medioambientales latinoamericanos tampoco han dejado de ser amenazados durante la pandemia. Según Front LineDefenders (2020), Latinoamérica es la región más peligrosa del mundo para los activistas ambientales. En 2019, 208 de 300 defensores de derechos humanos asesinados en el mundo eran latinoamericanos; la mayoría de ellos defendían causas ambientales. Sus asesinatos por lo general quedan impunes o se apresa solo a los ejecutores, pero no a quienes los planifican. En estos se ven involucrados grandes multinacionales, grupos criminales y funcionarios del Estado.

En Colombia, al menos 28 líderes fueron asesinados desde marzo hasta junio de 2020. En Perú, al menos cuatro fueron asesinados entre marzo y septiembre durante los períodos de cuarentena (Estupiñán 2020; Jones 2020b). La paradoja es que, precisamente, la pandemia ha visibilizado la importancia de sus causas: el acceso público al agua, el derecho a vivienda digna, aire limpio y seguridad alimentaria, modelos de desarrollo no dependientes del precio del petróleo -considerando la fuerte caída internacional de precios que hubo durante los confinamientos- o el respeto al aislamiento de los pueblos indígenas para evitar enfermedades para los que no están inmunizados.

La ética del cuidado expone la lucha cotidiana de las mujeres campesinas, indígenas y afrodescendientes -grandes protagonistas de la defensa del medioambiente-, quienes ven la conservación de sus entornos como una necesidad para sostener la vida humana, para reducir su excesiva carga de cuidados y para no perder su papel activo en las comunidades. Ellas muestran que existen alternativas a los modelos de desarrollo predominantes, pero también que, en la búsqueda de asegurar sus hogares, son vulnerables dentro de las relaciones de poder.

3.4 El control de restricciones por la COVID-19 reactiva el descontento social

Las movilizaciones multitudinarias en Ecuador, Chile y Colombia a finales de 2019 captaron la atención internacional, en un momento en el que también se producían grandes manifestaciones en otros puntos del planeta como París y Hong Kong. Las movilizaciones de la región compartieron no solo las motivaciones estructurales -entre ellas, la insatisfacción democrática y el hartazgo ante una desigualdad persistente que las élites insisten en ignorar- sino las reacciones de unos gobiernos que nuevamente han cedido protagonismo a las Fuerzas Armadas para recuperar el orden y salvaguardar las administraciones de turno. Recurrir a las instituciones militares para gestionar las crisis pone en riesgo a la sociedad civil, que enfrenta el empleo desproporcionado de la violencia y los abusos de autoridad.

Si bien algunas decisiones gubernamentales calmaron el descontento en lugares como Ecuador y Chile -por ejemplo, mantener los subsidios a la gasolina y convocar a un plebiscito sobre la reforma o generación de una nueva Constitución, respectivamente-, la COVID-19 y las medidas de contención supusieron la reducción significativa de las manifestaciones entre marzo y mayo de 2020. Paradójicamente, la paralización de las manifestaciones no significó una disminución de la violencia y la represión ejercidas por las fuerzas del orden. Por el contrario, la pandemia ha justificado el incremento de la presencia militar en las actividades de vigilancia y control y de gestión de crisis. Según Amnistía Internacional (2020) en El Salvador, República Dominicana, Venezuela y Paraguay se ha hecho un uso excesivo de la fuerza y se ha utilizado la detención como primer recurso para forzar el confinamiento. En el caso de Venezuela, las detenciones han servido para callar voces disidentes, según Human RightsWatch (2020).

Los exabruptos de las fuerzas del orden y la indolencia de los gobiernos ante ellos han convocado nuevamente a los ciudadanos a las calles. En septiembre de 2020, la muerte de un civil a manos de la Policía colombiana, por no cumplir las restricciones, llevó a disturbios en Bogotá, que se saldaron con 13 muertos y más de 380 heridos. Aunque la alcaldesa Claudia López propuso una reforma policial que asegurase la separación civil-militar y que los casos de abuso sean juzgados por lo civil, el presidente Duque no solo lo desestimó, sino que decidió trasladar 2000 soldados de zonas rurales a la Policía de la capital. Incrementó así la vulnerabilidad de las zonas rurales -donde han aumentado las masacres a ciudadanos- y la militarización de las fuerzas del orden (Dickinson 2020). A un año del inicio de la pandemia, su gestión y la de las vacunas, así como la desesperanza ante el panorama económico, detonaron nuevas manifestaciones multitudinarias en países como Paraguay.

La ética del cuidado no niega que pueda utilizarse la violencia si evita que alguien cause daño a otros o a sí mismo. Sin embargo, pone en valor formas no violentas de influencia para mantener el orden público, como la contención, la escucha y la prevención de la carencia y la humillación que pueden hacer que alguien se torne agresivo (Held 2010). Invita a cuestionar por qué los gobiernos y las fuerzas del orden reaccionan con violencia frente al descontento social. Asimismo, propone una reflexión sobre la respuesta comunitaria ante crisis económicas y de salud como las cocinas populares, y sobre las relaciones de cuidados que posibilitan la participación de las mujeres en las protestas sociales, como las guarderías improvisadas por colectivos feministas, universitarios o voluntarios puntuales (Ramírez 2020).

3.5 La pandemia subraya y exacerba la desigualdad

La COVID-19 ha afectado a todos los latinoamericanos, pero no a todos por igual. El género, las condiciones socioeconómicas, el nivel de escolaridad y el grupo étnico predisponen a unos ciudadanos a mayor vulnerabilidad, tanto en su salud como en su subsistencia. Se observó un mayor contagio y mortalidad en zonas urbanas densamente pobladas y en personas con bajos recursos económicos, quienes viven en condiciones de hacinamiento y subsisten mediante el trabajo diario en el sector informal. Asimismo, estas personas quedaron más expuestas al desalojo y a la inseguridad alimentaria, y con menor acceso a servicios públicos, por los despidos o la disminución de ingresos. Con la pandemia, se triplicó el número de latinoamericanos que necesita ayuda alimentaria (ONU 2020).

La mortalidad por COVID-19 también ha variado según la etnia-raza y la escolaridad. En Brasil, en junio de 2020 se calculaba que la proporción de fallecimientos fue mayor en personas negras y mulatas y en personas de baja escolaridad, porque estas variables se convierten en determinantes sociales de su exposición al contagio y del menor acceso a los servicios de salud (Fortunato, Lima y Priori 2020; Almeida, Lüchmann y Martelli 2020).

Pese a que los gobiernos adoptaron medidas rápidas para paliar los efectos del confinamiento -transferencias en efectivo para familias de bajos recursos, control de precios en artículos de primera necesidad, prohibiciones al acaparamiento, prohibiciones al cese de servicios públicos por impago y prohibiciones a los desalojos-, estas se han aplicado heterogéneamente en la región y con un carácter temporal. Por tanto, no protegen ante las consecuencias económicas tras el fin del confinamiento. A las medidas de los gobiernos se suman las acciones comunitarias en zonas marginadas, que buscan paliar los vacíos estatales de protección pública. Es el caso de algunas favelas brasileñas donde se organizaron cocinas comunitarias, se contrataron médicos y se generaron ayudas para las mujeres que habían perdido su trabajo (Phillips 2020).

Como en otras regiones del mundo, el confinamiento subrayó la utilidad del teletrabajo y la educación online. No obstante, visibilizó que son opciones reservadas para los sectores de ingresos medios y altos, y principalmente en zonas urbanas. En Latinoamérica, solo el 23 % de las personas ocupadas pudieron teletrabajar (CEPAL 2020).

El panorama económico y social tras la pandemia no es halagüeño. La CEPAL estimó que el año 2020 cerraría con la peor recesión para Latinoamérica en un siglo, con una caída del crecimiento de 9,1 %, un aumento de la tasa de desempleo de 13,5 % y un aumento de la pobreza de hasta un 37,5 % -cifra similar a la de 2006-. Ello supone la pérdida de los logros sociales de los últimos 15 años (CEPAL 2020). La pobreza afecta sobre todo a niños, niñas y adolescentes, mujeres, poblaciones indígenas, afrodescendientes y poblaciones rurales, lo que reproduce las estructuras de desigualdad.

Desde la ética del cuidado, cabe reflexionar sobre las sinergias entre inseguridad y vulnerabilidad económica. Ahondando en las reflexiones de la escuela de Gales (Booth 1991) y sumando acercamientos feministas de la Economía Política Global (Chisholm y Stachowitsch 2017; Sjoberg 2016), podemos ver cómo, al intersectar género y pobreza, se desvelan estructuras de dominación e inseguridades. Hay una larga tradición de análisis sobre interseccionalidad en los estudios de género, incluso antes de que se acuñara el término como tal (Lykke 2010, 67-86). Esto refleja cómo impactan diferentes características de la persona y cómo los efectos se multiplican -y no solo se suman- cuando al género le añadimos variables como la raza, la clase social, la nacionalidad, la edad y la sexualidad. Además de las dificultades para revertir la violencia estructural (Galtung 1969), se invisibiliza la “riqueza” que implican las tareas de cuidados tanto desde una visión economicista de tiempo (horas de trabajo) y eficiencia (aprovechamiento de tiempo creativo-productivo), como desde una visión sociocultural de generar un entorno de convivencia y tolerancia.

3.6 Género y pandemia en América Latina

La pandemia y las medidas de contención subrayan la fuerte desigualdad de género en América Latina y cómo esta -y sus intersecciones- aumenta el impacto de la crisis, no solo en el riesgo de contagio al virus sino en el bienestar de las mujeres y de las personas LGTBIQ+.

Las tareas de cuidado, tanto si son remuneradas como si no, son un trabajo feminizado, poco valorado socialmente y con condiciones laborales precarias, a pesar de resultar esenciales para la sociedad. Antes de la pandemia, las mujeres latinoamericanas ya dedicaban el triple del tiempo que los hombres a los cuidados en sus hogares (CEPAL 2020, 60). La inequidad se acentuó con el cierre de escuelas y de servicios tercerizados de cuidados así como por el aumento de la demanda de cuidados por personas enfermas a raíz de la COVID-19. Esa sobrecarga tiene efectos en el trabajo remunerado de las mujeres fuera del hogar, en su participación social y política y en su salud física y mental.

Asimismo, la pandemia aumentó la carga de las trabajadoras sanitarias y de cuidados remunerados, que quedaron más expuestas al contagio, a agresiones detonadas por la incertidumbre, a la estigmatización social (por ser vistas como vectores de contagio) y al despido. Esto último, sobre todo en el caso de las trabajadoras domésticas, que vieron en riesgo su único modo de sustento propio y familiar, e incluso su situación migratoria en muchos casos.

En el trabajo remunerado del hogar se ve la intersección de la discriminación por etnia y género. Las trabajadoras son principalmente mujeres indígenas y afrodescendientes con bajo nivel de escolarización. Más del 77,5 % de los 18 000 000 de personas que se dedican al trabajo doméstico en Latinoamérica trabajan en condiciones de informalidad, aunque la afiliación a la seguridad social sea obligatoria. Sus salarios, además, son menores a la mitad del promedio de los salarios nacionales, lo que reproduce el ciclo de la discriminación. Estas mujeres asumieron la responsabilidad de los cuidados de las familias para las que trabajan, en muchos casos siendo presionadas a quedarse en los lugares de trabajo para evitar el contagio. Además, el 70,4 % de las trabajadoras domésticas fueron despedidas o tuvieron una reducción de horas laborales, con una reducción proporcional de salarios (ONU Mujeres, OIT y CEPAL 2020).

La cuarentena aumentó la violencia doméstica y sexual contra las mujeres y las niñas y adolescentes latinoamericanas. Muchas quedaron encerradas con quienes las agreden y con menos opciones para recurrir a redes de apoyo o servicios de ayuda. Entre marzo y junio de 2020 se registraron 1409 feminicidios, más de 240 000 denuncias por violencia contra la mujer y más de 1250 000 llamadas a teléfonos habilitados para reportar actos de violencia contra las mujeres (Violentadas en Cuarentena 2021). Según ONU Mujeres (2020), la percepción de impunidad de los agresores habría aumentado al saber que las autoridades atendían temas relativos a la pandemia.

La cuarentena también aumentó la violencia contra la comunidad LGTBIQ+, cuando en sus hogares no se respeta o reconoce su identidad de género u orientación sexual, cuando no reciben atención sanitaria por estigmatización social u homofobia o por las políticas de “pico y género” impuestas en Panamá, Perú y en la ciudad de Bogotá, que sometieron a la comunidad transgénero y no binaria al escrutinio de dependientes de supermercado o fuerzas del orden (Bazo 2020).

Las restricciones de movilidad y la saturación en los servicios sanitarios supusieron nuevas amenazas para la salud sexual y reproductiva de las mujeres. Se estima que 18 000 000 de mujeres perdieron acceso a anticonceptivos y medidas de protección, lo que puede aumentar las cifras de embarazo adolescente y el contagio de enfermedades de transmisión sexual (Comisión Interamericana de Mujeres 2020). También se considera que las mujeres embarazadas han tenido menos controles y han sufrido mayor violencia obstétrica durante la pandemia (OpenDemocracy 2020). Por último, también aumentaron los riesgos de los abortos clandestinos en la región, con el cierre de numerosas clínicas registradas en países como Brasil (Ionova 2020).

La ética de los cuidados llama la atención sobre las inseguridades cotidianas en ámbitos como el hogar, los hospitales y supermercados. Subraya que lo que acontece en esos espacios tiene que ver con estructuras y diferenciales de poder político y económico a escala global. Al hablar de género, no solo contempla el patriarcado como eje de opresión, sino que indaga en distintas relaciones de exclusión. Ello refleja las heterogeneidades a partir de sexo, género, orientación sexual, raza y clase. Además de una epistemología, conlleva una ética que impulsa a adoptar el punto de vista del otro, sus sentimientos y preocupaciones, y a preguntarnos por qué se han devaluado o trivializado los comportamientos comunitarios.

4. Propuesta investigadora por un foco en los cuidados

Este artículo busca poner el foco en una dimensión de la pandemia que no ha estado en la primera plana. Más allá de la evidente amenaza a la salud pública, de las consabidas respuestas estatales y de las nefastas previsiones económicas, analizar el binomio seguridad-pandemia desde la ética del cuidado permite vislumbrar otras aristas de la ecuación. La dimensión de género es fundamental para evaluar dónde y cómo se han agravado las amenazas a la seguridad en Latinoamérica a raíz de la pandemia. Esas vulnerabilidades se ven -si cabe aún más- acrecentadas cuando se intersectan con condiciones como la etnia o la pobreza. De ahí la importancia de tender puentes entre los estudios feministas de seguridad y la economía política global feminista, para subrayar cómo las relaciones de poder y los condicionantes económicos (ámbito laboral, estrato social, dependencia económica, informalidad…) constriñen las posibilidades de “sentirse seguro/a”.

El principal objetivo de este trabajo es proponer una nueva agenda, sustentada en un enfoque onto-epistemológico en virtud del cual la seguridad no sea ni definida de manera estrecha desde la óptica estatal ni construida discursivamente con base en discursos securitizadores. Una agenda que ponga en valor los contextos, las condiciones y las relaciones que influyen en quiénes somos y en nuestra percepción y sensación subjetiva de (in)seguridad y vulnerabilidad. En ese sentido, la inseguridad no sería únicamente una amenaza, directa e inminente, sino aquello que nos hace sentir inseguro/a(s) y que depende de las relaciones en las que una persona está inmersa, aunque estas puedan cambiar. Con esa concepción relacional y subjetiva de la seguridad, el reto de los estudios de seguridad es abstraer las relaciones, explorar -ética y políticamente- cómo se pueden modificar las que nos parezca necesario, como propone Kurki (2019, 74), y aceptar que, aunque deseemos certezas y conocimientos objetivos y firmes, la existencia humana y no-humana es cambiante. Ello nos hace siempre vulnerables.

Esta reflexión se apoya en la ética del cuidado, centrada en el carácter relacional de la seguridad y de la vulnerabilidad. Frente a las excepcionalidades (guerras o desastres) que a veces parecen abstractas y abrumadoras, donde cada uno puede hacer poco, la ética del cuidado aborda las inseguridades cotidianas con las que vivimos con base en diferentes correlaciones de fuerzas o desigualdades de cariz estructural. De hecho, si aquí se ha abordado la “excepcionalidad” de la pandemia es porque, lejos de crear una amenaza ex novo -más allá de la evidente enfermedad stricto sensu-, ha agudizado las amenazas recurrentes preexistentes. A la par, ha abierto una ventana de oportunidad para cuestionar las tradicionales respuestas eminentemente estatocéntricas y para no desdeñar un sentimiento colectivo de vulnerabilidad que active a los ciudadanos a ejercer empatía y responsabilidad ante las necesidades de otros.

Este artículo muestra la idoneidad de los estudios feministas críticos de seguridad y la ética del cuidado para arrojar luz e incorporar matices y complejidad al análisis de los desafíos a la seguridad en Latinoamérica acentuados a raíz de la pandemia. Son necesarias investigaciones futuras que permitan profundizar en el desarrollo teórico de la ética del cuidado y su aproximación relacional a la seguridad, así como su incidencia en la repolitización de ciertas relaciones de poder.

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Recibido: 12 de Abril de 2021; Aprobado: 10 de Junio de 2021

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