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URVIO Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad

versión On-line ISSN 1390-4299versión impresa ISSN 1390-3691

URVIO  no.30 Quito may./ago. 2021

https://doi.org/10.17141/urvio.30.2021.4809 

Articles

La geopolítica de la violencia global en el análisis de sistemas-mundo: relevancia y problemas1

The Geopolitics of Global Violence in World-Systems Analysis: Relevance and Problems

A geopolítica da violência global na análise dos sistemas-mundo: relevância e problemas

1Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, Universidad Complutense de Madrid, España, hcairoca@cps.ucm.es,


Resumen

El artículo pretende reflexionar críticamente sobre el papel de la violencia y, en particular, de las guerras globales en el análisis de sistemas-mundo, acudiendo a otras perspectivas teóricas, como la estructuración y la geopolítica crítica, para entender mejor la cuestión. A partir de ello, podemos afirmar que la lucha por la supremacía no es necesariamente una lucha por la hegemonía, que resultaría inevitablemente en guerras mundiales periódicas, como preludio al ascenso de grandes potencias a un estatus hegemónico. La hegemonía se refiere más a las reglas y prácticas que constituyen un orden geopolítico, que a una determinada ordenación jerárquica de los Estados. No existe una pauta general de explicación para todas las guerras: hay que tener en cuenta tanto las configuraciones de poder global como las interrelaciones entre lo local y lo global.

Palabras clave: análisis de sistemas-mundo; estructuración; geopolítica; geopolítica crítica; guerras globales; violencia

Abstract

The article aims to reflect critically on the role of violence and, in particular, of global wars in the analysis of world-systems, turning to other theoretical perspectives, such as structuring and critical geopolitics, to better understand the issue. In this way, we can assert that the struggle for supremacy is not necessarily a struggle for hegemony, which would inevitably result in periodic world wars as a prelude to the rise of great powers to hegemonic status. Hegemony refers more to the rules and practices that constitute a geopolitical order than to a certain hierarchical ordering of states. There is no general pattern of explanation for all wars: both global power configurations and the interrelationships between the local and the global must be taken into account.

Palavras-chave: estruturação; geopolítica; guerras globais; geopolítica crítica violência;

Resumo

O artigo tem como objetivo analisar criticamente o papel da violência e, em particular, das guerras globais na análise dos sistemas-mundo, recorrendo a outras perspectivas teóricas, como a estruturação e a geopolítica crítica, para melhor compreender a questão. Desse modo, podemos afirmar que a luta pela supremacia não é necessariamente uma luta pela hegemonia, que inevitavelmente resultaria em guerras mundiais periódicas como um prelúdio para a ascensão de grandes potências ao status hegemônico. A hegemonia se refere mais às regras e práticas que constituem uma ordem geopolítica, do que a uma certa ordenação hierárquica dos Estados. Não existe uma diretriz geral de explicação para todas as guerras: tanto as configurações de poder global quanto as inter-relações entre o local e o global devem ser levadas em consideração.

Palavras-chave: estruturação; geopolítica; guerras globais; geopolítica crítica violência;

Introducción

El armamento nuclear ha tenido un propósito vital en la Estrategia de Seguridad Nacional Nuclear de los Estados Unidos [América] durante los pasados 70 años. Ha sido el fundamento de nuestra estrategia para preservar la paz y la estabilidad al disuadir las agresiones contra los Estados Unidos, sus aliados y nuestros socios. Aunque las estrategias de disuasión nuclear no pueden prevenir todos los conflictos, son esenciales para prevenir ataques nucleares, ataques estratégicos no nucleares y agresiones convencionales a gran escala (White House 2017, 30).

Así comienza el apartado sobre el armamento nuclear de la Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos de 2017, con el presidente Donald Trump al frente del Gobierno norteamericano. Después pasa a criticar las pasadas presidencias, desde el final de la Guerra Fría, por haber abrazado el desarme nuclear mientras que el resto de los países modernizaba y aumentaba su arsenal, en particular China y Rusia, pero también potencias menores como Irán y Corea del Norte, cuyo peligro no habría sido percibido por “aquellos decididos a buscar un acuerdo nuclear con taras (flaw) [con ellos]” (White House 2017, i).

El giro radical en la política nuclear del Gobierno de los Estados Unidos es más preocupante porque admite abiertamente el uso de armamento nuclear no solo en caso de un ataque nuclear previo -la manoseada “represalia” (retaliation) durante la Guerra Fría-. Así se afirma en el apartado de Acciones Prioritarias: “Debemos mantener reservas [de armas nucleares] suficientes para disuadir a nuestros adversarios, garantizar la seguridad de nuestros socios y aliados, y alcanzar los objetivos de Estados Unidos si la disuasión falla” (White House 2017, 30).

Hay otros signos de que nos encontramos ante la Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense más militarista desde la época de la Guerra Fría: la consideración de que “el acceso sin restricciones al espacio exterior y la libertad de operación allí es de vital interés [para los Estados Unidos]” (White House 2017, 30) ha conducido en pocos meses a la decisión de militarizar el espacio.2 Ello acaba con uno de los pocos acuerdos de desarme duraderos firmados durante la época de la confrontación entre las dos superpotencias. La decisión de “hacer frente usando todos los medios adecuados, desde el diálogo a las medidas de imposición, a todas las prácticas comerciales injustas que distorsionan los mercados” (White House 2017, 20) ha conducido a varias guerras comerciales con la Unión Europea y China principalmente, pero extensibles a otras potencias, como muestra el caso de Turquía.

Si a todo esto añadimos la política agresiva de otros Gobiernos, abierta (por ejemplo, las amenazas de Vladimir Putin de usar su arsenal nuclear si eran atacados por sus invasiones en Georgia o Ucrania) o velada (por ejemplo, la constante y sigilosa carrera de armamentos del Gobierno de la República Popular China encabezado por Xi Jinping), ciertamente, nos encontramos que el peligro de un enfrentamiento global entre grandes potencias, que arrastre a todo el mundo, ha aumentado de manera vertiginosa.

Dada la situación, no es de extrañar que el prestigioso Bulletin of the Atomic Scientists haya situado su Reloj del Juicio Final (Doomsday Clock) a dos minutos para la medianoche. Desde su creación en 1947 se había situado solo una vez tan cerca del precipicio: en 1953, en lo más agudo de la Guerra Fría, cuando la Unión Soviética hizo explotar su primera bomba de hidrógeno, después de los ensayos de Estados Unidos en Eniwetok y otros atolones del Pacífico. Entonces, había llegado el momento en que cada superpotencia tenía “la capacidad de destruir, a su voluntad, la civilización urbana de cualquier otra nación” (Rabinowitch 1953, 294). En 2018, la situación era extremadamente peligrosa por diversas circunstancias.

El programa de armamento nuclear de Corea del Norte hizo progresos notables en 2017 [...] Estados Unidos y Rusia mantienen sus desacuerdos, continuando la realización de ejercicios militares a lo largo de las fronteras de la OTAN, socavando el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio [y] actualizando sus arsenales nucleares [...] Han crecido las tensiones en torno el mar de la China Meridional, donde Estados Unidos y China incapaces de restablecer una situación de seguridad estable [...] Paquistán y la India han continuado haciéndose con arsenales de armamento nuclear cada vez mayores. Y [...] [existe] incertidumbre sobre la continuación del apoyo de Estados Unidos al trascendental acuerdo nuclear con Irán [...] Hablar de la situación nuclear mundial como desesperada es entender el peligro existente y la urgencia de hacerle frente (Mecklin 2018, 2).

Pero en 2020 ha empeorado, situándose el reloj a 100 segundos de la medianoche (figura 1). Las razones de este cambio no estribaban solo en la existencia de amenaza de guerra nuclear y el cambio climático, multiplicadas por una ciberguerra informacional, sino que la situación se ha agravado porque “los líderes mundiales han permitido que se erosione la infraestructura política internacional destinada a gestionarlos” (Mecklin 2020, 3).

Figura 1 Doomsday Clock en 2020 

Es cierto que las tensiones nucleares se producen con países particulares, en algún caso de escasa relevancia global, como Corea del Norte. Pero no es menos cierto que el detonante de las guerras globales suele ser un pequeño incidente (baste recordar el “magnicidio de Sarajevo”, el 28 de junio de 1914 y su conexión con la Primera Guerra Mundial). No es de extrañar, entonces, que autores dentro del enfoque de sistemas-mundo alerten de que entre 2030 y 2050 se incrementará notablemente el peligro de una guerra global (Denemark 2018), para dilucidar un nuevo orden geopolítico con una nueva potencia hegemónica. En el análisis de sistemas-mundo, la probabilidad de que se produzca una guerra global va más allá de una coyuntura particular. Existen más implicaciones, ya que las guerras globales forman parte de un mecanismo estructural por el que se suceden los órdenes geopolíticos globales. Esta posición tiene gran relevancia a la hora de explicar las guerras globales, pero también limitaciones relacionadas con su inevitabilidad.

El análisis que presentamos en este artículo se inscribe en explicaciones generales sobre la violencia desde el enfoque de análisis de sistemas-mundo, como las que contiene un ya clásico texto de Johnston, O’Loughlin y Taylor (1987) sobre la geografía de la violencia y la muerte prematura. Sin el trabajo de estos autores la geografía política tal y como la conocemos ahora no hubiera sido posible. Hace poco más de 30 años, su texto, que ha sido largamente ignorado por los investigadores posteriores (apenas 19 citas según Google Scholar), pretendía abordar el estudio de la geografía de la violencia (y la muerte prematura) en todas sus formas, según las definiciones de Galtung (1969), ya extendidas en esos momentos.

El análisis de Johnston, O’Loughlin y Taylor (1987) tiene la virtud de señalar las condiciones en las que se engendra la violencia y en qué lugares es más intensa; algo tan sencillo como necesario para desarrollar luego estrategias de paz. Además, presenta una cuestión trascendental: la oposición principal no es entre conflicto y paz, sino entre violencia y paz. La contradicción y el conflicto son parte de cualquier sistema social, pero es su mala gestión la que conduce a la violencia,3 sea esta entre clases, pueblos, Estados, etc. Una violencia que impregna nuestras vidas, que no es excepcional, sino cotidiana, como nos recuerda con dureza Marcus Doel (2017) en una obra reciente especialmente inquietante.

Tras tener claras las explicaciones generales sobre la violencia en el análisis de sistemas-mundo, nos centraremos en el papel de las guerras globales en la evolución del sistema-mundo, en general, y en la sucesión de órdenes geopolíticos, en particular. Evaluaremos entonces la relevancia de estas explicaciones, pero también sus limitaciones, e intentaremos superar las últimas a partir de dos perspectivas teóricas: la teoría de la estructuración de Giddens y la geopolítica crítica de Agnew, Ó’Tuathail y Dalby, entre otros.

1. La geografía política de la violencia en el análisis de sistemas-mundo: definición, tipos y alcance

¿Qué es violencia? ¿Hemos de entenderla solo como el uso de la fuerza sobre personas o grupos para forzarlos a comportarse de un modo no deseado? ¿Es solo física, material, o incluye también la violencia mental, espiritual? En tanto que los resultados de esa conducta son lesiones o muerte de las personas, ¿cabe ampliar el uso del concepto a otras conductas con el mismo resultado? Estos son los términos del debate que abren los investigadores para la paz en la década de 1960, y de los que partirá en términos generales el análisis de sistemas-mundo.

Galtung es uno de los autores clave en el planteamiento del tema. La comprobación de que luchar por la paz, si se reduce a oponerse a los actos que producen daño físico o muerte a las personas, deja en pie “órdenes sociales altamente inaceptables” le conduce a buscar una definición amplia de violencia, que incluya todas sus dimensiones. Así, entiende que “la violencia está presente cuando los seres humanos están influidos de tal forma que sus logros somáticos y mentales reales están por debajo de sus logros potenciales” (Galtung 1969, 168).

En una de sus primeras reflexiones sobre el concepto, Galtung (1969, 170-182) enumera diversos tipos de violencia, que conducen al mismo punto: el daño y/o la muerte prematura de los seres humanos. Distingue en especial dos: la estructural y la personal, según exista o no un actor que la ejerza directamente. Para expresarlo de forma más precisa: será violencia personal si se puede achacar de forma más o menos directa la acción a algún actor -individual o institucional-, mientras que nos encontraremos ante violencia estructural cuando no sea atribuible a un actor concreto.

Algo más tarde, el mismo autor, evaluando la trayectoria de la investigación para la paz, propuso entender “la violencia como un obstáculo a la satisfacción de necesidades básicas” (Galtung 1985, 146). Esa precisión ulterior del concepto le llevó a identificar cuatro tipos básicos de violencia: violencia física, miseria, represión y alienación (tabla 1).

Tabla 1 Necesidades humanas y tipos de violencia 

En línea con esa definición, Johnston, O’Loughlin y Taylor (1987) identificaban dos tipos de violencia que conducen a la muerte prematura: “violencia conductual y estructural” (behavioural and structural violence). Coinciden plenamente con las categorías de “violencia personal y estructural” (personal and structural violence) que usa Galtung. La más importante es la violencia estructural, tanto en términos cuantitativos generales como en términos de su asociación a la desigualdad social y espacial, que es una de las características estructurales de la economía-mundo capitalista.

Para mostrar la absoluta importancia de este tipo de violencia en el sistema-mundo, los autores realizan dos mapas en los que se detallan las muertes por violencia estructural y por violencia conductual, respectivamente, en el año 1965 (Johnston, O’Loughlin y Taylor 1987, 252-253). En ellos se deduce que “la relativa insignificancia de la violencia conductual como causa de muerte es clara; [y] sobresale la concentración de la violencia estructural en la periferia de la economía-mundo” (Johnston, O’Loughlin y Taylor 1987, 256).

Dentro de la violencia conductual, distinguían entre tres términos. El primero es la “violencia conductual personal” (personal behavioural violence), en la que el agresor conoce a la víctima y pretende castigo, venganza o solución de un desacuerdo. El segundo es la “violencia conductual relativa a la propiedad” (property-related behavioural violence), efecto colateral del intento de conseguir una propiedad de la víctima que no tiene por qué ser conocida previamente por el agresor. El tercero es la “violencia conductual relacionada con la política” (politically-related behavioural violence), en la que

la violencia es una parte integral de una campaña política. Puede dirigirse contra individuos particulares [...] puede afectar a individuos solo por estar en determinado lugar en un momento dado [...] y puede estar orientada hacia un gran número de individuos, usualmente, todos los que se encuentren en un lugar determinado. La última es claramente una característica de los actos de agresión interestatal y guerra (Johnston, O’Loughlin y Taylor 1987, 245).

Subrayemos este punto: no toda la violencia física directa se produce en el contexto de una guerra, lo que, por evidente, no necesita ser argumentado. Pero sí es conveniente establecer distinciones entre sucesos que implican violencia física, pero son tan dispares como un asesinato por motivos pasionales y el genocidio atómico en Hiroshima o Nagasaki, aunque sus causas y escenarios puedan coincidir.

Johnston, O’Loughlin y Taylor (1987) analizan la guerra, es decir, la violencia conductual relacionada con la política que enfrenta un gran número de individuos en un lugar determinado, en el contexto del sistema global. En este caso particular, de la economía-mundo capitalista, en la medida en que adoptan la perspectiva de análisis de sistemas-mundo. Después de considerar las acciones e interacciones de todos los posibles actores básicos -sociales (clases dominantes y dominadas) y espaciales (centro y periferia)-, concluyen que habría ocho categorías de conflicto bélico (figura 2):

  1. violencia de frontera para extender el sistema mundial, en la que los Estados que ya integran el sistema intentan expandir las fronteras de este;

  2. violencia imperialista para extender las esferas de influencia del centro, como la que ejerce un Estado central contra una nación periférica;

  3. violencia colonial por el mantenimiento de las esferas de influencia, cuando los pueblos de la periferia intentan desembarazarse del dominio colonial y son reprimidos;

  4. violencia neocolonial apoyando “regímenes marioneta”, en la que países centrales actúan para mantener o derribar gobiernos periféricos con arreglo a su actitud “amigable” u “hostil”;

  5. violencia colaboracionista, que implica represión por el Estado, ejecutada por grupos de la clase dominante periférica, en colaboración con o inducidos por grupos de la clase dominante central;

  6. violencia de resistencia, la mayoría de las veces dentro de un país, y como resultado de los antagonismos de clase;

  7. violencia estatal de resistencia, con actividad de oposición al centro, “por la cual Estados de la periferia atacan a los del centro en sus territorios” (Johnston, O’Loughlin y Taylor 1987, 250), y

  8. violencia territorial entre Estados, como resultado frecuente de soluciones no satisfactorias de conflictos previos.

Figura 2 Modelo de violencia “conductual inducida políticamente” en el sistema-mundo actual 

El modelo de Johnston, O’Loughlin y Taylor (1987) es desde luego útil, porque nos permite una explicación con bases comunes de diferentes tipos de conflictos bélicos. Ahora, uno de los inconvenientes más serios que plantea se deriva de que la explicación es quizás algo unilateral en su punto de vista, ya que, aunque solo sea en última instancia, las violencias son producto de la estructura económica del mundo. Ello hace que algunas categorías, como la de violencia territorial, queden descritas sin profundizar en su génesis. Más aún, genera dudas respecto a si esta última categoría mencionada debe considerarse como categoría específica, o si se trata de un elemento universal de todos los conflictos mencionados. Esto, porque la guerra está vinculada al nacimiento de todos los Estados-nación modernos, y en esa medida es posible, al menos desde un punto de vista teórico, que todos o casi todos estén inconformes con los resultados de conflictos previos.

Los tipos de violencia políticamente inducida del modelo que acabamos de ver no se producen con similar frecuencia a lo largo de la existencia del sistema mundial moderno. Por ejemplo, es difícil encontrar la violencia de frontera en la actualidad, fuera de algunas zonas excepcionales en lugares como la Amazonía, donde todavía se masacran pueblos no integrados en su totalidad en el sistema mundial. Sin embargo, durante el siglo XIX -el siglo de la “larga” paz en Europa-, prácticamente todas las potencias coloniales estuvieron implicadas en guerras de este tipo. El modelo de Johnston, O’Loughlin y Taylor, aunque está diseñado desde la perspectiva de análisis de sistemas-mundo, no está concebido para explicar las guerras que abarcan el sistema global capitalista, las guerras mundiales que devastaron a Europa en el siglo XIX y al planeta en el siglo XX, y que desempeñan un papel fundamental en la lógica del cambio dentro de la actual formación social histórica, en lo profundo de esta perspectiva de análisis.

2. Las guerras globales en el cambio de órdenes geopolíticos, según el análisis de sistemas-mundo

Las guerras cíclicas se engendran en el centro del sistema-mundo, pero se extienden en la práctica a todo el sistema. Son las “guerras mundiales” que Wallerstein (1984, 41) definía como “una guerra basada en tierra que implica a todas las grandes potencias militares de la época -no necesariamente de forma continua-, una guerra muy destructiva de la tierra y la población”.4 En la formación social histórica de la economía-mundo capitalista en la que nos encontramos, según él, habría habido tres, asociadas a los ciclos de hegemonía existentes (ver tabla 2): la Guerra de los Treinta Años, tras la que los intereses holandeses prevalecieron sobre los de la casa de Austria; las Guerras Napoleónicas, que vieron cómo Inglaterra triunfaba sobre Francia y las Guerras Euroasiáticas, en las que Estados Unidos acabó venciendo a Alemania. Es decir, cada uno de los ciclos fue sellado por una guerra mundial “de treinta años de duración, en la que intervinieron todas las potencias militares importantes de la época” (Wallerstein 1988, 49). Pero es importante entender que, para Wallerstein (1988, 49) “la base de la victoria no fue militar. La realidad primordial fue de carácter económico”.

Tabla 2 Guerras mundiales y ciclos hegemónicos económicos 

Wallerstein interpreta que las guerras permiten sellar cuál es la nueva potencia hegemónica en el sistema-mundo. Los campos que se enfrentan van a estar liderados por las potencias emergentes que desplazan al hegemón en declive, pero la pugna se establece en términos económicos: se convierte en hegemón la potencia que es más productiva.

Taylor y Flint (2000) argumentan que los periodos de hegemonía de una potencia central están asociados a un par de ciclos de Kondratieff (el Reino Unido fue la potencia dominante durante los dos primeros ciclos y los Estados Unidos en los dos siguientes). Una guerra mundial termina la hegemonía en decadencia de una potencia e inicia el proceso de una nueva.

Dentro de las corrientes realistas, hay otros modelos de análisis de los ciclos largos en política, en los que las guerras mundiales desempeñan un papel fundamental. Uno de los más relevantes es el de Modelski (1987, 20), que se inscribe en la tradición parsoniana de análisis de los sistemas sociales. Define el “sistema mundial” (world system sin guion) como “un sistema social constituido por Estados y procesos de interacción social de la especie humana”. Siguiendo el esquema funcionalista según el cual todos los sistemas están sometidos a cambios cíclicos producto de la retroalimentación de diversos factores, “el ciclo del sistema político global comprende tanto retroalimentación positiva como negativa” (Modelski 1987, 29), demanda de liderazgo y capacidad de liderazgo. Cada ciclo está compuesto por cuatro fases: una primera de conflicto, con demanda alta de liderazgo y poca capacidad para ejercerlo; una segunda de orden propiamente dicho, con alta demanda y capacidad; una tercera de deslegitimación, cuando baja la demanda de orden, pero sigue habiendo alta capacidad de ejercerlo y una cuarta de “desconcentración”, cuando la demanda y la concentración son bajas.

Para Modelski (1987, 30), las guerras mundiales son fases de “intenso conflicto político [...] en el que la preferencia por el orden alcanza niveles excepcionales, pero es difícil alcanzarlo dadas las condiciones de desorden general”. Según Modelski, hay cinco periodos de hegemonía en el sistema mundial, cada uno originado en una guerra mundial, que se produce tras una larga decadencia del hegemón. Sus pronósticos en el último ciclo eran que la fase de deslegitimación de Estados Unidos, que había comenzado en 1973, terminaría en el 2000, momento en el que comenzaría la decadencia, prolongada hasta el 2030.5

En cambio, según la interpretación de Wallerstein (1984), solo hay tres períodos de hegemonía en el sistema-mundo moderno. También están vinculados a guerras mundiales, pero no de la misma manera, ya que el modelo de ciclos de hegemonía de Wallerstein no es militar, sino económico. En cualquier caso, Wallerstein considera que no se puede dar otro ciclo de hegemonía porque no existen condiciones económicas para que el sistema pueda superar su éxito.

Los tres costes básicos de la producción capitalista (personal, materias primas e impuestos) han subido constantemente [en los últimos 500 años] en términos relativos al posible precio de las ventas, de tal modo que hoy en día hace imposible obtener grandes beneficios de la producción cuasi-monopolizada que ha sido siempre la base de acumulación significativa de capital (Wallerstein 2008).

En otras palabras, existiría una tendencia descendente de la tasa de beneficios, que llevaría primero a la financiarización especulativa de la economía-mundo y luego a una crisis sistémica. De ese modo, el sistema-mundo moderno entraría en colapso total, con grandes turbulencias -que pueden entrañar una guerra mundial- entre el 2030 y el 2060 (Wallerstein 2008).

Pero no todos los autores dentro del enfoque de sistemas-mundo están de acuerdo con estas predicciones de caos global final. Podríamos estar asistiendo al desarrollo de un quinto ciclo de Kondratieff, desde aproximadamente 1989. Cuando terminara la fase B de crisis en la que nos encontraríamos, sucedería el sexto ciclo de Kondratieff, una probable guerra mundial, como solución a la crisis cíclica. En todo caso, tanto en el modelo teórico de Modeski como en el de Wallerstein, una guerra mundial se tendría que producir a corto o medio plazo, si los ciclos identificados tienen su continuación. A la hora de vislumbrar un escenario futuro, la diferencia más notable entre los dos modelos es el papel de Estados Unidos en la hipotética guerra. En el modelo de Modelski podría ser uno de los actores y podría iniciarse otro ciclo de hegemonía; mientras que el modelo de Wallerstein señalaría otras potencias con mayor probabilidad.6

Está fuera de duda la decadencia económica y política de los Estados Unidos. En términos económicos, han pasado los tiempos en que la apertura de los mercados exteriores era un problema de seguridad nacional. El primer Gobierno tras la gran crisis que comenzó en 2008, en su política de “América primero” incluyó tasas y aranceles para proteger el mercado interno estadounidense. Militarmente, no solo se ha tenido que retirar formalmente de la primera línea de Afganistán e Irak, después de las “no-victorias” conseguidas, sino que también en Siria no ha alcanzado ni de lejos sus objetivos, superado por otros competidores. La capacidad de financiar las guerras exteriores y el enorme dispositivo de bases exteriores -865 según Johnson (2010)- reside en la capacidad de los Estados Unidos de emitir la moneda “mundial”, el dólar, que es la divisa de reserva, como lo era la libra esterlina a finales del siglo XIX.

El Gobierno de los Estados Unidos puede vender bonos en el mercado. El sector financiero del país paga impuestos y tasa al gobierno federal, que permiten mantener las operaciones en el exterior (véase Chase-Dunn y Inoue 2017). No obstante, los rivales económicos y políticos de Estados Unidos, como China, cuestionan crecientemente esa situación, como señala Agnew (2020, 27).

Hay también claramente raíces domésticas/locales para la crisis político-económica de Estados Unidos, evidenciada por un sistema político-partidista podrido y un gobierno federal vaciado de contenido y corrompido por los grupos de presión corporativos y el dominio ideológico de los conservadores partidarios de cuanto menos gobierno mejor y antifederalistas […] Hay evidencias recientes, entonces de que una estrella vieja puede apagarse sola sin mucho desafío de otra ascendente.

Debemos, entonces, evaluar con más profundidad las predicciones catastrofistas de las teorías cíclicas. Por un lado, es necesario entender que las estructuras de un sistema social no son férreas cadenas que conducen a una determinada conclusión, sino pautas de comportamiento “solidificadas”, modificables en el transcurso del tiempo. Y, por otro, cuestionar el papel “partero” de las guerras mundiales en los órdenes geopolíticos, así como clarificar si la lucha por la supremacía es lo mismo que la lucha por la hegemonía.

3. La estructuración de la guerra: contradicción, conflicto y guerra en el contexto de un sistema social

Kaldor (1982) entiende que existe una relación contradictoria entre guerra y capitalismo. Por un lado, tienen un carácter antitético en la medida que los conflictos bélicos interrumpen el proceso de producción de mercancías, el cual es la base del capitalismo. Pero por otro, son una consecuencia inevitable de la lógica del sistema, ya que el capitalismo necesitaría, para su funcionamiento, la existencia de Estados cuyo carácter militarista es intrínseco. Ello conduciría de tanto en tanto a la explosión de guerras destructivas. Esta caracterización del problema es cierta solo parcialmente, porque parte de la base de que el arsenal de guerra y su producción son elementos parasitarios en el capitalismo, lo cual supone ignorar la existencia de crisis de sobreproducción y la necesidad consiguiente de buscar soluciones a estas.

En mi opinión, a la hora de analizar la relación entre guerra y capitalismo, y para entenderla, hay que tener en cuenta dos procesos que en la realidad se desarrollan de forma inseparable, pero que es conveniente distinguir porque responden a diferentes objetivos dentro del sistema mundial. El primero es la necesidad de un sistema de Estados en permanente competición para favorecer la acumulación de capital a escala mundial. El segundo es la utilidad de la guerra, como la destrucción violenta de capital, para resolver las crisis de sobreproducción en el capitalismo.

Aunque es obvio, quizás no esté de más recordar que la guerra, al igual que muchos otros hechos sociales, no es privativa del capitalismo. La guerra es una conducta humana de la cual se tiene constancia desde tiempos muy remotos. Como señala acertadamente Harvey (1985, 162-163):

El capitalismo no inventó la guerra más de lo que inventó la escritura, el conocimiento, la ciencia o el arte. No todas las guerras, incluso en la era contemporánea, pueden considerarse como guerras capitalistas. Y la guerra no desaparecerá necesariamente de la escena humana con la caída del capitalismo.

En otras palabras, los procesos que provocan la guerra no están asociados a ningún modo particular de producir bienes o de organizar la comunidad política. Pero también es cierto que los mismos hechos sociales pueden desempeñar un rol distinto en diferentes formaciones sociales. En el capitalismo existe una tendencia a la formación de “alianzas de clase regionales” (Harvey 1985; 2001), que toman ordinariamente la forma de Estados, para defender valores incorporados en la estructura espacial regional, la coherencia de esa estructura regional o incluso promover condiciones que favorezcan la acumulación de capital en esa región. Se intenta fijar una estructura espacial que permita continuar el proceso de circulación de capital y trabajo.

Pero hay que entender que las “alianzas de clase regionales” no son realidades permanentes, pues hay tres factores, engendrados por la propia dinámica del sistema, que desestabilizan las estructuras espaciales regionales: 1) la acumulación y sobreacumulación, 2) el cambio tecnológico y 3) la lucha de clases. En relación con el primer factor, las amenazas de devaluación que anuncia la crisis hacen que las “alianzas” busquen la mejor situación posible para afrontarla e intenten lanzar al exterior esas tendencias destructivas, de muy diversas maneras:

Guerras comerciales, dumping, tarifas y cuotas, restricciones en el flujo de capitales y cambio extranjero, guerras sobre las tasas de interés, políticas de inmigración, conquista colonial, el subyugamiento y dominación de economías tributarias, la reorganización forzada de la división territorial del trabajo dentro de imperios económicos y, finalmente, la destrucción física y la devaluación forzada conseguida mediante la confrontación militar y la guerra, a todo puede llegarse como parte esencial de los procesos de formación y resolución de crisis (Harvey 1985, 157, énfasis añadido).

En términos generales, la cuestión, tal y como la plantea Harvey (1985) a partir de las características centrales del proceso de circulación del capital, es que existe una contradicción central entre dos aspectos necesarios para ese proceso: el crecimiento y el progreso tecnológico (segundo factor desestabilizador). Esa contradicción conduce a crisis periódicas, en las que “los excedentes tanto de capital como de trabajo que el capitalismo necesita para su supervivencia no pueden ser absorbidos por más tiempo [...] Los excedentes que no pueden ser absorbidos son devaluados, algunas veces incluso físicamente destruidos” (Harvey 1985, 132).

El tercer factor desestabilizador, la lucha de clases, tiene también su base en las contradicciones del sistema capitalista.

La dominación del valor de uso sobre el valor de cambio; la especulación financiera desvinculada del valor social del trabajo; tensiones entre la propiedad privada y los intereses individuales contra la propiedad pública y los intereses colectivos; la incapacidad del Estado para mediar en esas tensiones; la continua apropiación privada por parte de los capitalistas de la riqueza colectiva de los trabajadores desposeídos, y, en general, la incapacidad creciente de ralentizar la redistribución de la riqueza hacia los más poderosos (Chase-Dunn y Khutkyy 2015).

En definitiva, la guerra puede ser (y de hecho ha sido) un mecanismo utilizado en el capitalismo para solucionar las crisis cíclicas. Al menos estructuralmente, podemos entender que guerra y capitalismo están interrelacionados de forma estrecha. Las contradicciones, que casi siempre derivan en conflictos, pueden conducir a una guerra mundial, pero hay varias cuestiones a considerar. La primera es si las contradicciones del sistema conducen inevitablemente a una guerra.

Para tratar de superar los reduccionismos inherentes a la adopción alternativa de la perspectiva del agente o de la perspectiva de la estructura, vamos a seguir la teoría de la estructuración de Giddens, que intenta explicar las estructuras simplemente como prácticas sociales recurrentes, que se van “solidificando” porque los agentes las realizan una y otra vez sin plantearse por qué, ya que se han constituido en lo “natural”, en lo que ha de hacerse. Pero esas estructuras cambian a lo largo del tiempo porque hay contradicciones en el sistema. Cuando hablamos de “contradicción”, estamos situándonos en un nivel de análisis que corresponde a la estructura de un sistema de organización social. Tal y como es argumentado por Giddens (1981, 29),

la contradicción puede ser definida de forma fructífera como una oposición o disyunción entre principios estructurales de un sistema social, de tal forma que el sistema opera en [continua] negación. Esto es, la operación de un principio estructural presume otro que lo niega.

En la medida en que las estructuras solo tienen una “existencia virtual”, se ha de entender que las contradicciones atañen al funcionamiento del sistema, pero no tienen una encarnación real. Más aún, no son un producto deliberado de las acciones de los agentes humanos, aunque “son a la vez medio y resultado de las prácticas que constituyen los sistemas sociales” (Giddens 1981, 28). De ese modo, se ha de entender que una contradicción existe al margen de la voluntad de los actores sociales, que no pueden evitarla a la hora de actuar.

El concepto de contradicción suele ser utilizado por autores marxistas para mostrar la singularidad de su análisis social (Giddens 1981). Aunque no es una noción de origen marxista ni mucho menos -Marx la toma del sistema lógico hegeliano-, hablar del “modo de producción capitalista” como de un sistema fundamentalmente “contradictorio” ha constituido en ocasiones un elemento de diferenciación de tal pensamiento. Pero el término contradicción en una parte del pensamiento marxista puede generar problemas, ya que es utilizado por muchos autores de forma intercambiable con el de “conflicto”, lo que a veces lleva a conclusiones precipitadas e inciertas. De hecho, a menudo la violencia y su génesis suelen ser explicadas exclusiva y linealmente mediante la secuencia modo de producción( formación de clase( lucha de clases, sin distinguir tipos de violencia (social, interestatal, etc.), ni posibles motivaciones diferentes a la indicada. Se va perfilando así una interpretación determinista del comportamiento, que no deja lugar a buscar ninguna autonomía en la acción humana.

Por todo ello, es necesario, en primer lugar, diferenciar entre “contradicción” y “conflicto”. Así,

hay dos sentidos en los que cabe entender el conflicto [...] Uno es conflicto en el sentido de oposición de intereses entre individuos o colectividades; el otro es el conflicto en el sentido de lucha activa entre tales individuos o colectividades (Giddens 1981, 232).

Desde luego, si consideramos las contradicciones como propiedades estructurales de los sistemas sociales, ninguno de estos dos sentidos del término conflicto se corresponde con tal definición. Pero, a partir de esa diferenciación, no podemos concluir que contradicción y conflicto sean conceptos sin relación o excluyentes. Al contrario, “los conflictos de interés, a corto y largo plazo, y la lucha activa tienden a agruparse en torno a la intersección de contradicciones en la reproducción del sistema social” (Giddens 1981, 232).

Por tanto, se puede establecer una relación consecutiva, no determinante, en la secuencia contradicción( conflicto. Pero el problema principal es el siguiente paso: creer que las soluciones militares son las más efectivas para la resolución de disputas, que es el militarismo inherente a los Estados modernos (Giddens 1987), y que parece establecer la determinación consecutiva conflicto( guerra. Pero esta determinación no es tal. Es parte de una interpretación teleológica de la historia, que comparten tanto los autores que están dentro de la perspectiva del análisis del sistema-mundo como los que apoyan una geopolítica realista.

La segunda cuestión a tener en cuenta es si las contradicciones y los conflictos dentro de la economía-mundo capitalista han sido los mismos desde su incepción en el siglo XVI. Si subrayamos el hecho de que nos encontramos dentro de la misma formación social histórica, como hace Wallerstein, posiblemente tendamos a responder de modo afirmativo. Pero esa afirmación será más cuestionable si pensamos, como hace Agnew (2019), que la teoría se tiene que ajustar a la “realidad actual”, en el sentido que plantea Gramsci (2014), para huir del bizantinismo o escolasticismo.

[Para que] una teoría descubierta en correspondencia con una práctica determinada pueda generalizarse y considerarse universal en una era histórica […] [debe ser] un estímulo para conocer mejor la realidad actual en un medio diferente al que fue descubierta […] habiendo estimulado y ayudado esta mejor comprensión de la realidad actual, se incorpora a esta realidad […] Su universalidad concreta radica en esta incorporación, no solo en su coherencia lógica y formal.7

4. Una teoría crítica de la geopolítica: la hegemonía como reglas y prácticas que constituyen un orden geopolítico dentro de una formación social histórica

La geopolítica crítica es un proyecto intelectual que intenta reformular la geopolítica como análisis de las prácticas discursivas que constituyen la política exterior de los Estados. Se trata entonces de una “teoría crítica de la Geopolítica”, en la que se trata de entender

cómo un conjunto particular de prácticas llega a ser dominante y excluye otro conjunto de prácticas. En donde el discurso convencional acepta las circunstancias actuales como dadas, 'naturalizadas', una teoría crítica se plantea preguntas sobre cómo han llegado a ser tal cual son (Dalby 1990, 28).

En ese sentido, la geopolítica crítica se intenta alejar de cualquier peligro determinista, ya sea de carácter geográfico-físico, como la geopolítica clásica, ya sea de carácter económico, como la geopolítica del análisis de sistemas-mundo, o del tipo que sea. La concepción wallersteiniana de la hegemonía como un ejercicio repetitivo dentro del sistema-mundo es desafiada desde la geopolítica crítica: “Las formas en las que se define y conforma el poder global cambian a lo largo del tiempo y no pueden contemplarse como simples repeticiones de la misma vieja cosa” (Agnew 2020, 21).

Agnew (2003) concede que el sistema de Estados está regido por la lucha por la supremacía, pero advierte que lo hace en condiciones diferentes a lo largo de la historia. Las condiciones vienen impuestas por las características geográficas de la economía política internacional del periodo. De ese modo, la lucha por la supremacía no es una lucha por la hegemonía, que deriva en una “sucesión apostólica de Grandes Potencias a un estatus hegemónico”, ya que “la hegemonía se refiere a las reglas y prácticas que constituyen un orden geopolítico” (Agnew y Corbridge 1995, 45). Reglas y prácticas sobre la economía global y el sistema de Estados en las que está de acuerdo un bloque de elites en diferentes Estados. Es decir, que no se requiere que exista un actor dominante para que haya hegemonía: “Siempre hay hegemonía, pero no siempre hay hegemones” (Agnew y Corbridge 1995, 17).

Al concebir así la hegemonía, las guerras mundiales en la geopolítica crítica de Agnew no desempeñan el papel central en la sucesión de órdenes geopolíticos que tienen en los modelos de Wallerstein-Taylor y de Modelski. Evidentemente, existen y suponen graves turbulencias dentro del sistema, pero no son “sistémicas”, sino que resultan de más circunstancias. Por ejemplo,

la Primera Guerra Mundial puede verse como el resultado del desafío alemán a la hegemonía británica. Pero quizás podría haberse evitado o el conflicto subyacente haberse manejado de otra manera si las actitudes militaristas y el nacionalismo generalizado del período no hubiera sido tan fuerte (Agnew y Corbridge 1995, 36).

Esto se puede aplicar a cualquier periodo anterior a una guerra, tal como el actual. Las condiciones políticas pueden favorecer la guerra mundial, pero esta se puede evitar. Sin embargo, no son plegarias las que la impedirán; hemos de diseñar geoestrategias adecuadas y efectivas para derrotar el militarismo y el nacionalismo soberanista rampante.

En cierta medida, el problema surge con el error de extender la hegemonía de Estados Unidos de un lado a otro en el siglo XX, que, en rigor, comienza tras dos guerras mundiales consecutivas, y establece un marco jurídico y económico tras un tratado legitimador. Es discutible si las guerras mundiales anteriores, por ejemplo, la hegemonía holandesa, tuvieron el mismo alcance y la misma importancia que las guerras napoleónicas de principios del siglo XIX o que las guerras alemanas de la primera mitad del siglo XX. En particular, el modo de guerra “total” del siglo XX es muy diferente de las guerras limitadas de los siglos XVI al XIX que Clausewitz tiene en mente: “Con el advenimiento de la guerra industrializada, la población en su conjunto está inevitablemente involucrada con la victoria, exigiendo el aplastamiento del sistema de producción que es la base necesaria para el esfuerzo bélico” (Giddens 1987, 330).

De cara al futuro, tampoco es razonable pensar que las guerras mundiales se desarrollarán de forma simétrica a las anteriores y, sobre todo, con la misma facilidad. De hecho, Agnew (2005) señala que hay tres cambios sustanciales que reducen las posibilidades de guerra entre Estados y, por tanto, global. Primero, el impacto de las armas nucleares y su extraordinaria capacidad de destrucción dificultan la guerra entre los oponentes que las poseen. Segundo, el costo económico de la guerra excede los beneficios potenciales que pueden derivarse de ella. Tercero, “el uso de la fuerza militar se enfrenta a una crisis de legitimidad” (Agnew 2005, 67), porque las sociedades avanzadas no están dispuestas a asumir los costos humanos de la guerra.

También hay dos cambios económicos que hacen que la guerra entre Estados carezca de interés en la lucha por la hegemonía. En primer lugar, los Estados ahora no compiten por recursos, sino por atraer inversiones. En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, los sectores productivos más competitivos no son los basados ​​en el uso intensivo de recursos, sino más bien las industrias de tecnología y el sector de servicios. Como señala Agnew (2005, 68), “en un mundo de rápida circulación económica, el vínculo racional entre los Estados y las fuerzas armadas se ha debilitado, pero aún no se ha cortado”.

En resumen, el mundo del siglo XXI no es el mismo que el de los siglos pasados. No se trata de que nos encontremos en medio de lo que sería ya una eterna transición, que vendría produciéndose desde 1973 -o, al menos, desde 1989-, a la espera de un nuevo hegemón. El orden geopolítico contemporáneo se comprende mejor si no se busca un hegemón.

Recapitulación y conclusión

Primero. El horror de la extinción de la especie, el “especiecidio”8 causado por los medios modernos de destrucción masiva del que hablaba Galtung, no nos puede hacer olvidar que la principal fuente de muertes prematuras en el mundo no es la violencia directa. La violencia estructural sigue siendo, más de cinco siglos después de que se comenzara a expandir la actual formación social, la principal causa de muerte.9 Ello está asociado con el desarrollo desigual estructural, característica crucial del sistema-mundo moderno, tal y como han mostrado Wallerstein y otros dentro del análisis de sistemas-mundo. Esa es una gran aportación teórica al estudio de la geografía de la violencia y la muerte prematura.

Segundo. Si no consideramos las estructuras como rígidos marcos que determinan la acción social, y las pensamos más como pautas de comportamiento “solidificadas”, que se pueden modificar en el transcurso del tiempo, las guerras globales que sellan los cambios de ciclo son solo un escenario posible, no una condena segura. Los órdenes geopolíticos no son simétricamente cartesianos. Por supuesto, hoy día la situación es más alarmante porque sería la primera vez en una guerra global que los contendientes principales tengan la capacidad (nuclear) de destruir toda la vida sobre el planeta. Eso debe conducir a una renovada lucha por la desnuclearización y la paz en el planeta. Pero esta es ya otra cuestión.

Tercero. La política de escala articula lo local con lo internacional y lo nacional. Los cambios de escala no se hacen entre conjuntos espaciales desconectados, sino que están transversalmente conectados. Pero ni siquiera la jerarquía de la escala es respetada en los espacios de agencia. La acción local no responde exclusivamente a hechos y factores locales, sino que puede responder a políticas o legislaciones nacionales. Incluso, a veces se saltan varios niveles y lo local se relaciona de manera directa con lo global (Flint 2006, 11 y ss.). La escala global no lo determina todo, ni siquiera en última instancia. Las potencias pueden dejar de ser hegemónicas por efecto de causas locales y nacionales, no necesariamente porque las aparte una nueva potencia.

Cuarto. No hay una pauta general de explicación para todas las guerras, ni siquiera para todas las guerras que se producen en la economía-mundo capitalista, o para las guerras mundiales. La afirmación, obvia para la mayor parte de los estudiosos, debe establecerse como punto de partida para evitar explicaciones mecanicistas. En ese sentido, se producen “constelaciones belicistas”,10 con diferentes factores que han de ser interpretados en el contexto de los cambios que ocurren en el modo de guerra prevalente en el sistema mundial. Por otro lado, posiblemente haya que establecer diferencias importantes entre las guerras, según su alcance espacial. Pueden situarse los dos extremos en aquellas guerras de clase, pero también entre pueblos, que se producen dentro de los mismos Estados, y en las guerras globales derivadas de la lógica geopolítica del capitalismo. El alcance de las diferentes estructuras de la acción es diferente en cada caso.

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Recibido: 07 de Enero de 2021; Aprobado: 15 de Marzo de 2021

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