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URVIO Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad

versión On-line ISSN 1390-4299versión impresa ISSN 1390-3691

URVIO  no.24 Quito ene./jun. 2019

https://doi.org/10.17141/urvio.24.2019.3762 

Dossier

La función social punitiva en Iberoamérica. Circunstancias globales y locales

The punitive social function in Latin America. Global and local circumstances

A função social punitiva na Ibero-América. Circunstâncias globais e locais

1España. Universidad de Salamanca. gilvi@usal.es


Resumen

El presente trabajo pretende analizar las circunstancias que rodean la dualidad contradictoria presente en la función social de los centros penitenciarios -castigo y rehabilitación-, teniendo en cuenta dos elementos: los debates adyacentes sobre inseguridad y los discursos presentes en la opinión pública, las organizaciones políticas y los intelectuales. Tendencias como la virtualización de la delincuencia, el cambio de énfasis del aspecto físico al aspecto simbólico de la violencia y la vulnerabilidad de las clases medias, eventualmente electorados de corte populista, no permiten pronosticar un decrecimiento de las poblaciones carcelarias en América Latina o una mejora de sus condiciones de vida, pese a los esfuerzos de algunos sistemas judiciales y penales, así como organizaciones interestatales y no gubernamentales.

Palabras clave: América Latina; derechos humanos; neopopulismos; prisiones; sociología criminológica

Abstract

The article analyzes the circumstances surrounding the contradictory duality present in the social function of the penitentiary centers (punishment and rehabilitation) taking into account two elements: the adjacent debates about insecurity, and the discourses instigated by public opinion, political organizations and intellectuals. Trends such as the virtualization of delinquency, the change of emphasis from the physical aspect to the symbolic aspect of violence, the vulnerability of the middle classes (eventually populist electorates) do not allow us to predict a decrease in prison populations in Latin America or an improvement of their living conditions, despite the efforts of some judicial and criminal systems, as well as inter-state and non-governmental organizations.

Key words: criminological sociology; human rights; Latin America neopopulisms; prisons

Resumo

O presente trabalho pretende analisar as circunstâncias que cercam a dualidade contraditória presente na função social dos centros penitenciários - punição e reabilitação - levando em conta dois elementos: os debates adjacentes sobre a insegurança e os discursos presentes na opinião pública, organizações políticas e intelectuais. Tendências como a virtualização da delinquência, a mudança de ênfase do aspecto físico para o aspecto simbólico da violência, a vulnerabilidade da classe média populista, eventualmente eleitorados de cunho populista, não permitem prever nem uma diminuição das populações carcerárias na América Latina, nem uma melhoria de suas condições de vida, apesar dos esforços de alguns sistemas judiciais e criminais e organizações interestatais e não-governamentais.

Palavras chave: América Latina; direitos humanos; neopopulismos; prisões; Sociologia Criminológica

Introducción

“Mi libertad había nacido tras aquellas paredes. El

calabozo núm. 3 se extendía como un amanecer. Su

día era vasto”.

Rafael Cadenas.

La privación de libertad conlleva una doble función social, cuyo carácter contradictorio está en la base de los debates sobre los sistemas penitenciarios modernos. Es necesaria una descripción que tenga en cuenta la evolución de la cultura moral sobre la que se establece. El equilibrio que teóricamente debe lograr el sistema social cobra especial importancia en las sociedades complejas y en un contexto global.

La dualidad funcional remite al castigo, por una parte, y a la rehabilitación, por otra. El aumento del componente sancionador de la pena de privación de libertad debe contar con la consecuencia no procurada de reacción psicosocial negativa de la persona sancionada. De esa forma, con mayor o menor intensidad, se lleva a cabo un proceso de reorganización simbólica del yo que implica una revisión de los criterios de legitimación normativa. Con esta operación, se profundiza la racionalización de las conductas rupturistas, aumentando el elenco de argumentos que ponen en entredicho la justicia social.

Para evitar la regeneración de energía negativa que se alimenta en las prisiones, los gestores del control social pueden cambiar el criterio de decisión y poner más énfasis en el polo reeducativo o resocializador. Pero en este caso, se encuentran con dos limitaciones generales. Primero, la económica, que a menudo se infravalora. Una sociedad ficticia que tuviera todo el dinero deseado para invertir en la educación -formal y no formal- de los presos, asignaría un espacio individual a cada uno y realizaría un seguimiento personalizado, durante y después de los periodos de internamiento, a cargo de un equipo de especialistas, cuya sola tutela haría poco probable la desviación secundaria. Evidentemente, esto es poco viable. Cuando se habla de experiencias en algunas sociedades avanzadas que son dignas de elogio en cuanto al tratamiento de los presos, se olvida que no podemos extrapolarlas a otras, por ejemplo, buena parte de las latinoamericanas, donde los indicadores demográficos, de modernización y de eficacia del estado de derecho nada tienen que ver. Los sistemas penitenciarios pueden compararse en este punto con los sistemas educativos. Los países con mejores resultados en esa dimensión son aquellos que valoran mejor a los educadores, que invierten más en ellos, que entienden la educación como un aspecto integral y complejo que desborda la transmisión de conocimientos y la perspectiva formal y, sobre todo, que cuida las relaciones con los educandos evitando la masificación, adaptando métodos y objetivos en función del perfil de cada uno.

Lo sorprendente es que se logre mucho menos de lo esperado en los países con más recursos económicos. Esto llama la atención sobre la valoración cultural del castigo en la fase de la modernidad en la que nos hallamos y sobre la que vamos a reflexionar para poder orientarnos sobre las posibilidades futuras de una mejora de las condiciones de las personas privadas en libertad en las prisiones del mundo, en general, y de América Latina, en particular.

El concepto de castigo carcelario remite al concepto jurídico básico de venganza, el cual mantiene una relación de tensión antropológica esencial con los de perdón y rehabilitación. Su simbolismo se observa en el centro de la vida normativa de las comunidades humanas, en la concepción de la naturaleza de las deidades que dan sentido a la vida y que muestran una doble cara, de bondad y de ira, a la hora de juzgar las acciones individuales. La rehabilitación tiene por función la readmisión en el grupo. El castigo es aislamiento. La soledad absoluta supone la sanción máxima en el horizonte filogenético. La doble cara, fascinante o terrible, de la divinidad se refleja en la naturaleza humana. De forma que, en términos de psicología de la justicia punitiva, se hace difícil al ciudadano medio “odiar al pecado y amar al pecador” (Mead 1918, 592). Hacerlo es más fácil para aquellos que logran un alto autocontrol, ya sea bajo premisas filosóficas o religiosas.

Aunque pudiera parecer que el aumento de educación formal en las ciudadanías acarree un aumento de la proporción de personas que se “conocen a sí mismas”, una observación mínima del tipo de educación de masas moderno y del estilo de vida de las poblaciones en el capitalismo, en cualquiera de sus fases, especialmente en la actual, echaría por tierra esa suposición. Esto no es incompatible con la tesis del aumento del autocontrol, en términos generales, y como medida de civilización, sustentada por la sociología del cuerpo. La interiorización de la norma y las limitaciones a la espontaneidad que suponen los procesos de racionalización, socialización y privatización, a los que es sometido el cuerpo en la cultura burguesa moderna, indican una socialización en la falta de autonomía que prepara tanto para el mundo del trabajo poco realizador como para el mundo de la prisión. Por otra parte, la represión del cuerpo civilizado puede llevarle a explosiones de violencia en ciertos momentos, usando el razonamiento de la válvula de escape.

1. Pacificación y aumento de personas privadas de libertad

Los centros penitenciarios constituyen el elemento físico en el que se materializan las ideas que de la justicia tiene una comunidad en un momento dado (Jewkes y Moran 2017, 555). Su arquitectura puede originarse de forma negativa, basando sus señas de identidad en una supuesta deficiencia de las personas que alberga. Podría ostentar un aspecto estéticamente poco agradable e incluso habitable o bien, por el contrario, podría establecerse sobre una vertiente de interpretación positiva de los comportamientos, en el entendido de que las personas privadas de libertad poseen potencialidades y virtudes, no solo defectos o comportamientos sancionables. Las cárceles no serían, en ese sentido, diferentes de otro tipo de edificios comunitarios que prestan servicios públicos, como fábricas, hospitales y escuelas.

También aquí esta contradicción capital se desarrolla con arreglo a un marco interpretativo complejo, en el que se mezclan patrones lineales con otros cíclicos, generándose nuevas contradicciones que se prestan a la observación. Así, pese a las limitaciones económicas, el peso del tiempo incide en el aumento de la seguridad de la institución. El sistema penitenciario acumula experiencias y eficacia en la gestión de la actividad carcelaria, lo que supone una dificultad teórica mayor, de cara a la fuga del preso medio, como posibilidad última de la resistencia. Un punto de fuga constituye literalmente un defecto en el mecanismo de vigilancia y ejercicio del poder. Este no es, como observara Foucault, una institución o estructura, sino una situación estratégica compleja en una sociedad dada (Foucault 1992, 113). Las relaciones que se establecen en la prisión pueden compararse, lato sensu, con otras que tienen lugar no solo en las instituciones de carácter total, especialmente cerradas, sino en situaciones agrupables y, por tanto, estructuradas, siempre que se asuma el carácter mudable de la estructura, el aspecto inestable del equilibrio entre el poder y la resistencia. Si el diseño arquitectónico y los sistemas de seguridad mejoran su eficacia sellando el circuito y disminuyendo las probabilidades de puntos de fuga, estos se trasladarán a otra esfera, como, por ejemplo, la jurídica. La eficacia de la prisión media para el prisionero medio redundaría en un aumento de las desigualdades, explicado, en principio, por el capital financiero y social -red de apoyos comunitarios- del que dispone cada persona encarcelada. A esto habría que añadir un factor de incertidumbre, la variable del azar, especialmente importante en los casos de sistemas judiciales saturados e inflación penal (Husak 2013, 71).

De esta reflexión surge la necesidad de diferenciar entre la operatividad del sistema penal y penitenciario y la justicia social. De la primera no se deduce la segunda. La principal prueba de que el sistema de control social penal ha ganado eficacia y efectividad no solo se observa en el diseño de los centros penitenciarios, sino en la mejora de su capacidad de gestión. La población carcelaria ha aumentado en general en casi todos los países latinoamericanos -como en casi todo el mundo- a un ritmo sostenido en los últimos tiempos, claramente superior al del crecimiento demográfico.

Conviene matizar el uso que se hace aquí del concepto de eficacia. Podríamos preguntarnos cómo es que la población sigue sintiéndose insatisfecha con la justicia penal si aumenta el número de presos (Carranza 1997, 41). La primera respuesta intuitiva lógica es que se debe al conocido bucle: a más delitos, más detenidos. Es decir que, en realidad, lo que desea la gente es menos delincuencia. Pero, ¿qué ocurre cuando hay menos actos delictivos y aumentan los detenidos y presos? Esta situación no solo ocurre en algunos países en concreto -como España en las últimas décadas-, sino que podemos referirla, para seguir con el razonamiento de una forma más generalizada, a la supuesta curva de descenso de delitos en la modernidad. A ese respecto, la tesis de la pacificación como civilización o progreso, pese a los debates generados, es posiblemente la que más apoyos empíricos sigue generando (Elias 1993; Pinker 2012).

Sin embargo, las dos tendencias son perfectamente compatibles. La efectividad del sistema de control social es independiente de la ruptura de normas, al menos en un amplio rango, que es en el que se mueve la mayor parte de las sociedades reales. Solo en el hipotético y fantástico caso de que ningún ciudadano cometiera una infracción sancionada por la vía penal resultaría lógicamente injustificable el aumento de prisioneros. Obviamente, la tesis de la pacificación, vieja o nueva, no apunta ni prevé esta posibilidad. No podría hacerlo por varias razones. Primero, porque la criminología parte del axioma de la cifra negra de la delincuencia. Solo una pequeña parte de los delitos cometidos son denunciados, de los cuales una parte son investigados y sancionados. Por tanto, la efectividad del sistema debe entenderse sobre la base de su gran elasticidad, que la absorbe de tal modo que dificulta pronosticar su tope. Segundo, y más importante, cualquier discusión sobre la tendencia a una situación real de mínima o nula delincuencia tiene que centrarse en las circunstancias socioculturales, temporales y espaciales que favorecen o frenan la ruptura de normas. Y no solo las que constituyen delito, sino todas, en general, puesto que de la ruptura de normas aparentemente nimias se puede aprender mucho para entender la ruptura de las normas de convivencia más relevantes.

2. El castigo, más allá de la reacción antiautoritaria

La discusión anterior no debería ser empañada por otras, como la que se centra en la repercusión del propio sistema de justicia penal en la delincuencia. Es innegable la existencia de pruebas que avalan las propuestas teóricas interaccionistas que señalan la retroalimentación entre ambos aspectos. Tal y como ha sido observado para casos ya míticos en la historia de la criminología moderna, como el de la gestión de la seguridad en la ciudad de Nueva York, son teorías como la de broken windows, que prometen menos delincuencia a base de intolerancia, las que nunca se comprobaron fehacientemente (Wacquant 2000, 22). El hostigamiento de personas pobres en los espacios públicos, y su encarcelamiento, coloca el problema de la ruptura de normas en el marco de la represión, fomentando por tanto la reacción contraria a la esperada, como ocurre con todo exceso de autoritarismo e intolerancia.

La posición criminológica crítica que alienta esta postura cumple así un papel relevante a la hora de desmitificar las políticas de mano dura con la delincuencia. Se muestra además compatible con la observación sociológica de la existencia de amplias capas de población de clase media cuya vulnerabilidad las convierte en electorados manipulables -al tiempo que manipuladores- por políticos autoritarios, por medio del mecanismo clásico del chivo expiatorio -pobres o refugiados como culpables de la inseguridad económica y social-. En relación con Centroamérica, por ejemplo, a partir del año 2000 ha sido observado cómo “los programas de ‘mano dura’ (represión y tolerancia cero) tienen un indiscutido atractivo electoral” (Kruijt 2013, 76).

No obstante, ninguna teoría explica todo, y en la sociología del conflicto y la ruptura de normas, como en general en las ciencias sociales y jurídicas, se corre el continuo riesgo de exagerar las virtudes explicativas de algunas ideas a costa de otras. Un ejemplo de error interpretativo en este punto consiste en reducir las variables a tener en cuenta a la acción y reacción del público como consecuencia de la acción policial, y por extensión -lo que aumenta el error- de la acción judicial y penitenciaria, como si estas partes del sistema fueran un eco derivado de la acción principal. De esa forma, las personas romperían con las normas en función del grado de intolerancia que el sistema propone en cada ámbito, y es defendible una conexión entre todos ellos. Así, un adolescente tendría más probabilidades de actuar de forma violenta en el caso de tener padres inflexibles, algo que podría conectar culturalmente con un grado alto de autoritarismo en la escuela, el ejército, las clínicas o el orden público. Ahora bien, aunque este planteamiento es esencialmente correcto, su grado de veracidad depende del análisis de la complejidad mostrada en cada momento por el sistema social y cultural. En la fase global y tardomoderna que atravesamos, es más probable que nunca encontrar situaciones muy variadas, algunas incluso opuestas a las previstas por esa hipótesis, como la de adolescentes que rompen con la norma precisamente por tener padres demasiado permisivos. Este ejemplo puede funcionar como una señal de la dificultad a la hora de analizar los factores que explican la ruptura de normas.

La tendencia cultural de la sociedad compleja y global de las últimas décadas hace plausible la hipótesis de un aumento (no una disminución) de la ruptura de normas en un futuro próximo. Ello se debería a su incidencia proactiva en las tres condiciones clave que rodean la comisión de un delito: la existencia de un objeto deseado que se desliga de los medios legítimos para conseguirlo, la insuficiencia de la vigilancia -teniendo en cuenta la movilidad, es decir, la transformación del tiempo y del espacio, así como la aparición del espacio virtual-, y la cultura moral, lo que vulgarmente se entiende como “voz de la conciencia” -observando sobre todo el tipo de las relaciones sociales que establecemos desde el punto de vista de la presencia y el conocimiento personal- (Gil Villa 2013, 11).

Este razonamiento debemos completarlo con la complejidad de las relaciones entre los factores globales y locales. En la modernidad tardía, la discusión que enfrenta a los partidarios de uno y otro punto de vista deja de tener sentido. Ambas perspectivas se complementan de diferentes formas, en continua evolución. Si en una prisión mexicana, por ejemplo, se sirvieran hamburguesas con chiles jalapeños el día de Navidad, ese detalle podría considerarse una prueba simbólica a favor del neologismo “glocalización”. Pero ese gesto cultural no autorizaría al observador a extraer una lectura concluyente sobre los efectos de la globalización en ese centro penitenciario. No sería comparable con la del hotel internacional de cinco estrellas de un país árabe, donde algunos príncipes y sus ministros se encuentran limitados en sus movimientos, acusados de ciertos delitos como el de corrupción. Tampoco, con la de los nuevos centros penitenciarios puestos en marcha en las últimas décadas en los países europeos. Sin embargo, en otro punto del sistema normativo, los jóvenes mexicanos son comparables en sus problemáticas, y en los consecuentes incentivos para romper la norma, con los españoles o los japoneses. Así pues, los factores locales pueden pesar más en algunos lugares que en otros, en ciertos puntos del sistema. En otros puntos, puede invertirse la relación. En definitiva, las dinámicas de convergencia y diferenciación se complementan (Alonso 2005).

La yuxtaposición de situaciones no solo afecta al espacio, sino también al tiempo. En algunas regiones, como en Centroamérica, las tasas de homicidios sintonizan con las que se daban en la Europa medieval. Algunos criminólogos han observado que la supuesta caída de las tasas de delincuencia a escala general pudiera ser relativamente engañosa, al concentrarse en los delitos contra la propiedad. Si consideramos el exponencial aumento de los ciberdelitos, y en la medida en que el principal móvil es el económico, estaríamos tal vez asistiendo, más que a una disminución de la delincuencia, a un trasvase del ámbito físico al virtual (Maguire y McVie 2017, 179). En el caso de que esa relación se comprobara plenamente, seguiría siendo compatible con la tesis de la pacificación, puesto que el delito contra la propiedad pierde su fuerza dramática y se desprende de la violencia simbólica. Pero con eso no acabaría el debate. Todo parece indicar que las motivaciones de la delincuencia cibernética siguen los mismos derroteros que la tradicional, por lo que pueden agruparse en delitos contra la propiedad, contra las personas y contra el Estado. Y aunque los delitos practicados por los particulares siguen en su mayoría la motivación económica, en muchos casos se trata de actuaciones irreflexivas, como injurias y amenazas (Casas Herrer 2017). En este caso, la persona no es consciente de que el perjuicio que se causa se agrava por la constancia del carácter escrito -los mensajes en las redes es un ejemplo claro- y porque la repercusión tiene un eco mayor, al aumentar el número de (tele) espectadores. Por otra parte, el infractor opera bajo la falsa impresión de una mayor impunidad, al actuar en soledad y ante la falta de presencia del objetivo. Eso le hace bajar la guardia.

Todas estas circunstancias configuran un cuadro que permite extraer varias observaciones. La transición a la delincuencia virtual no significa que disminuya el número de acciones sancionadas por los códigos penales. Tampoco significa que las sanciones sean menores. Por último, el carácter violento del comportamiento delictivo en el espacio virtual disminuye solo relativamente, y solo en su lado físico. La violencia simbólica gana cada vez más consideración entre los expertos, y se refleja también en la sensibilidad del ciudadano medio. Es pues razonable esperar que en el futuro la legislación penal vaya reflejando esta tendencia con mayor contundencia, sancionando comportamientos simbólica pero no físicamente violentos.

En suma, en las últimas décadas, la modernidad parece corroborar en su dimensión criminológica y penal el rasgo de época de transición con que algunos filósofos y sociólogos la han venido definiendo. En este caso, esa transición se materializaría en dos tendencias de cambio. Por un lado, el trasvase de los actos delictivos al nuevo escenario virtual, abierto por las nuevas tecnologías. Por otro, el trasvase de la violencia en la acción lesiva de su dimensión física a su dimensión simbólica. Ambos fenómenos no permiten extraer la conclusión de un menor número de personas detenidas y privadas de libertad en el futuro próximo, no solo porque la fuente de esos comportamientos solo se ha trasladado, no disecado, sino porque el otro factor, la efectividad en la lucha contra el delito, registra acumulaciones lógicas de la investigación y experiencias en seguridad de las prisiones, tanto en lo que se refiere a su diseño como a la organización.

3. La prisión y los neopopulismos

Si la filosofía del derecho penal se refleja en el sistema carcelario, también debe mostrar su influencia en los programas de los partidos políticos y de las organizaciones nacionales e internacionales.

El proceso de civilización de los últimos siglos contrasta, en la actualidad, con el aumento de la percepción de inseguridad (Maguire y McVie 2017, 185). Ambas tendencias son comparables en su dimensión espacial, por ser globales. Afectan a la mayor parte de los países, independientemente de su riqueza. Este hecho hace que tengamos que fijarnos en el análisis de factores transversales en el proceso de modernización, para buscar en su evolución cultural aspectos que nos permitan explicar el aumento del pesimismo social. Uno de los que tienen más potencial en ese sentido tiene que ver con la mesocratización, que, junto con la urbanización, se han acentuado en la última fase de la modernidad en todas las regiones del planeta. Tal es el caso de América Latina. Ahora bien, tanto en esta región como en Europa o Norteamérica, las clases medias se han visto sometidas a fuertes condiciones de volatilidad, que han llevado su carácter, por definición vulnerable, a un extremo tal que ha permitido a algunos autores comenzar a trabajar en la hipótesis de la vulnerabilidad social como condición global (Gil Villa 2016). De hecho, las referencias retóricas al “fin” de las clases medias hay que interpretarlas como una reducción de las posiciones más invulnerables.

En el caso de América Latina, las clases medias se han visto sometidas a oscilaciones que algunos estudiosos han expresado con la metáfora de la montaña rusa. Al ciclo expansivo de la primera década de este siglo habría seguido otro de recesión, especialmente a partir de 2013 (Paramio y Güemes 2016, 69). La desigualdad social en la región ha superado al resto en esos años recientes. El temor a la movilidad social descendente (tanto a otra categoría inferior de clase media como a las situaciones de pobreza) aumenta hasta el punto de hacer más probable el temor a quien la representa. Del temor a la pobreza se pasa al temor al pobre. El pobre es el alter ego del capitalista. Este último mantiene, consecuentemente, un pulso constante con lo que aquel simboliza. Si la comparación se refiriese solo a un relato pasado, extraeríamos de ella una lección optimista, de celebración. Pero la probabilidad de que en cualquier momento pueda parecerse a él la trunca, transformándola en una incómoda espada de Damocles.

Ahora bien, el pobre no solo representa el fracaso de una persona en la competencia social por asegurarse un buen estatus, sino también el fracaso de toda la comunidad en su camino hacia el progreso. Esto se hace evidente en la comparación entre las distintas regiones y naciones, puesto que la competencia no solo es intracomunitaria, sino internacional. Este aspecto permite establecer un paralelismo con las personas encarceladas. Ambos funcionan como señales negativas, como emisarios de malas noticias. Es difícil para la sociología espontánea evitar el impulso de sentimiento negativo hacia el portador de malas noticias.

La ideología propia de las democracias liberales que acompañan al capitalismo en la época moderna proporciona argumentos que legitiman el temor y la defensa frente a los pobres. El individuo es, teóricamente, el dueño de su destino social, ya que no de su posición social de origen, marcada por el suceso errático de su nacimiento. La llamada cultura del individualismo no se puede simplificar hasta el punto de reducirla a esta idea, pero permite su explotación partidista de forma legítima, especialmente entre los liberales y neoliberales. El éxito del neoliberalismo tardomoderno -muy diferente del liberalismo clásico-, sobre todo en las últimas décadas del siglo pasado y principios del actual, antes de la Gran Recesión, parece bastante claro (Escalante 2016). Uno de sus efectos ha podido ser la exacerbación del clima de darwinismo social y desconfianza entre la ciudadanía a uno de sus puntos álgidos. De acuerdo con el informe de Latinobarómetro (2015, 4) La confianza en América Latina, 1995-2015, ocho de cada 10 personas no confían en el “otro”. También habría que tener en cuenta la canalización de los temores de la ciudadanía vulnerable en políticas estatales que han alimentado el sector de la seguridad, estatal, privada y mixta (Garland 2005). Si las residencias particulares se rodean de sistemas de seguridad cada vez más sofisticados, ¿cómo no habrían de hacerlo las prisiones?

Ahora bien, el motor de esa conexión se establece en el campo de la política. Los neopopulismos han sabido explotar los temores de las clases medias. De hecho, su emergencia se debe, en buena parte, a que han sabido interpretar su vulnerabilidad. Los líderes de estos movimientos, ya sean de izquierdas o de derechas, se basan en una imagen de fortaleza y seguridad personal, ofrecida como el complemento perfecto a la inseguridad que muestra la ciudadanía. El mensaje fundamental es la recuperación del control sobre la sociedad entendida como una nave que va a la deriva. Podemos comprender mejor esta metáfora si pensamos que muchos de los miembros de esa comunidad o nave tienen la sensación de haber perdido buena parte del control sobre sus vidas, en comparación con el que ejercían las generaciones pasadas.

Puesto que la libertad es, al menos en el terreno de la fantasía colectiva, el bien más preciado, la cárcel debe ser el destino de aquellos que lo ponen en riesgo, al formar parte de los responsables del desorden social más fáciles de identificar. Alarmada por el ambiente de inseguridad, la “persona común” pide más presos, penas más severas o ejemplarizantes y más policías (Carranza 1997, 39). De esa forma, la función de castigo queda reforzada frente a la función de rehabilitación. Esta última es pintada por los líderes neopopulistas como menos creíble que nunca, dado que los ciudadanos criminales pertenecen a las poblaciones más educadas y con más oportunidades de la historia. Ello significa, siempre en términos generales -lo cual inserta el argumento en una línea demagógica- que tienen menos excusas racionales que nunca para haber cometido el delito. Así se comprende que el presidente elegido a finales de 2018 en Brasil, en referencia a la sobrepoblación carcelaria de su país -alrededor del 200%- observara durante la campaña electoral que ese es un problema “de quien cometió el crimen”, declarándose partidario de eliminar las audiencias de custodia, establecidas para garantizar los derechos de los presos, al permitirles ver un juez en las 24 horas posteriores a la detención (Amorim 2018).

Pero no solo los líderes de ultraderecha contribuyen a crear una atmósfera poco tolerante con los delincuentes. En las últimas décadas van tomando cada vez más fuerza actores relativamente inéditos, como los movimientos sociales y las manifestaciones ciudadanas que, al hilo de algunos casos llamativos para los medios de comunicación, actúan como grupos de presión ante el poder legislativo. Enarbolan para ello eslóganes como “tolerancia cero” para los infractores y solicitan un aumento de las penas. Critican de manera abierta las decisiones judiciales y solicitan la dimisión de los letrados. Este fenómeno es muy claro en los delitos relacionados con la violencia de género y el terrorismo. La paradoja es que, algunas demandas de este tipo, protagonizadas por movimientos sociales de izquierda, como algunos colectivos feministas, pueden llegar a ser atendidas y aprovechadas por gobernantes de derechas para proponer medidas como la prisión permanente revisable, eufemismo de la cadena perpetua.

Aunque se trata de cosas distintas, es más lógico que el endurecimiento de las penas y el aumento de sanciones, unido al clamor popular contra los autores de delitos mediáticos y a la sensación de inseguridad, se correspondan con prisiones inhóspitas y con un tratamiento de las personas privadas de libertad tendente a limitar sus derechos. El componente vengativo y de castigo se expresa con claridad en las manifestaciones populares a favor de ciertos tipos de delincuentes. Puede alegarse que estos no son representativos del resto, pero en términos de psicología colectiva, la generalización es una operación previsible. Si difícil es “odiar al pecado y amar al pecador”, igual de complicado resulta tolerar a algunos delincuentes y a otros no. Para que ello fuera posible, el ciudadano medio debería invertir una parte de su tiempo en la reflexión pormenorizada que distingue no solo entre tipos de delitos, sino entre cada caso de infracción, teniendo en cuenta las circunstancias que matizan los hechos, el juego de atenuantes y agravantes. Este trabajo racional lo hacen los jueces, y es justamente esa racionalidad la que se pone en entredicho y dificulta con la inmediatez de los juicios públicos, dando entrada a elementos irracionales peligrosos. Eso explica, al menos en parte, que aumenten los linchamientos o los conatos, desafiando la tendencia general de la civilización y pacificación, sobre todo en América Latina (Rodríguez Guillén y Mora Heredia 2006). En los movimientos populares de linchamiento funciona el sentimiento de cohesión comunitaria, basado en lazos puramente emocionales. El individuo se sumerge en la muchedumbre sedienta de venganza y se libera de la carga de la responsabilidad moral. Es la comunidad la que dice qué es bueno o malo, la que dicta la conducta moral (Bauman 1994, 33).

Esta acentuación de las corrientes de opinión pública y su manifestación como protesta airada contrasta con la conclusión a la que llegan los analistas de los sistemas penitenciarios, en cuanto a su insostenibilidad y crisis, así como en cuanto a cierta recuperación de las ideas reformistas ilustradas más humanitarias (Jewkes y Moran 2017, 557).

La única forma de conciliar esta contradicción en la interpretación es concluir que no puede establecerse una tendencia lineal en la evolución de los centros penitenciarios en la modernidad global. La variedad de situaciones depende más que en otros temas de la variable regional y de las circunstancias sociopolíticas de un país determinado. En teoría, al menos desde cierta interpretación foucaultiana de la realidad, los nuevos procedimientos de poder en los últimos tiempos funcionarían más como control y vigilancia que como castigo. Objeción extensible al sistema jurídico, que habría mostrado sus limitaciones en la función de representación del poder (Larrauri 1980, 83). En las últimas décadas, con la automatización, habríamos alcanzado una especie de estadio pospanóptico en el que las prisiones se desprenden de la vigilancia física (Bauman 2004, 16). Ello supondría un cambio cualitativo en el escenario de las relaciones de resistencia de los presos y, en general, de las relaciones de subordinación. Pero todas estas posibilidades pueden coexistir con las otras fórmulas históricas que han existido en el pasado. De hecho, la época actual no logra homogeneizar las situaciones carcelarias en una única tendencia global, sino que, por el contrario, se acerca más a la idea de posmodernidad diversa y ecléctica.

La observación del factor político que enmarca el sentido de la prisión es compatible con esa diversidad. La única idea compartida, el mínimo denominador común, parece ser la potenciación de la idea del castigo. Cabe preguntarnos si las retóricas del regionalismo post-liberal y post-hegemónico que han inspirado en América Latina acontecimientos como la constitución de la UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas), a partir de 2009, han tenido algún efecto positivo en los centros penitenciarios de los países miembros. Ese mismo año, el Observatorio Latinoamericano de Prisiones, formado por organizaciones de 12 países, defensoras de los derechos de las personas privadas de libertad, solicitó a los jefes de Estado y de Gobierno de la región el uso del instrumento “Principios y buenas prácticas sobre la protección de las personas privadas de libertad en Las Américas”, que consta de 29 medidas, y que había sido aprobado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En la carta abierta se parte de la deficitaria situación jurídica de esas personas, sobre todo en el caso de colectivos como mujeres, menores y extranjeros (Observatorio Latinoamericano de Prisiones 2009). Casi una década después, indicadores como la tasa de sobrepoblación carcelaria no permiten hacer una lectura optimista en cuanto al impacto esperado. Países de la UNASUR como Perú, Bolivia y Brasil ostentan tasas que bordean o sobrepasan el 200% (WPB 2019).

Algunos autores han interpretado el elemento de las “cárceles infernales” como una pieza más del círculo vicioso de problemas sociales que afecta a estos países, cuyas democracias se encuentran entre las más deficientes del planeta (Koonings 2013, 166). Entonces, cabe preguntarnos si este rasgo no es compartido por países del cono sur que están dentro del eje ideológico de la “liberación” o de la “Revolución”. El caso de Venezuela sería paradigmático. Caracas fue la ciudad con más homicidios del mundo en 2017, con situaciones de prisiones que son utilizadas como bases de operaciones ilegales.

Todo parece indicar que el esfuerzo volcado por algunos países iberoamericanos en las últimas tres décadas en sus sistemas judiciales se sigue reflejando poco en el sistema penitenciario, el último y más frágil eslabón de la justicia penal. En este punto, las mejoras parecen seguir un curso errático, en función de iniciativas aisladas. De forma que, si las poblaciones recluidas se han duplicado en la región, ni mucho menos ha ocurrido lo mismo con los presupuestos destinados a su gestión. La crisis del sistema se observa en otros aspectos, como el estado de las infraestructuras, las condiciones de salud e higiene, el acceso a actividades laborales y ociosas, así como las condiciones laborales de los funcionarios (Benito Durá 2009, 170). Es más, se diría que en las prisiones iberoamericanas se asiste a una inversión de los intentos de readaptación y repersonalización, que acaban por convertirse en una “mentira institucional” (Barros Leal 2009, 313).

4. Los intelectuales del paradigma regional

En la situación de las prisiones influye la visión de la legislación penal y las corrientes de opinión y programas políticos. Otro factor influyente es el de los intelectuales expertos en la materia. Este aspecto solo puede ser abordado aquí, en aras de la coherencia, en su relación con la discusión sobre la importancia de los factores globales y locales a la hora de comprender el balance entre las dos funciones sociales contradictorias de las prisiones.

Aparentemente, en la defensa de la tesis sobre el aumento del peso del castigo coincidirían los analistas de las prisiones latinoamericanas que se agrupan en una perspectiva epistemológica diferenciada -autocalificada como sureña-: independientemente de los discursos más o menos demagógicos de políticos e intelectuales, los centros penitenciarios siempre buscaron “castigar e incapacitar a los infractores” (Darke y Karam 2017, 66).

Sin embargo, algunos de estos autores parecen realizar un análisis distinto del que aquí se expone, fijándose no tanto en el equilibrio entre lo local y lo global, sino en el primero, de suerte que pueden llegar a concluir sobre una situación regional diferenciada, que podría contradecir la tesis del predominio del polo del castigo, o al menos, compensarlo más que en otras situaciones geográficas. Para ello, ponen en cuestión la aplicación de conceptos clásicos en el análisis social de las prisiones, como el de panóptico o el de institución total. En América Latina, no solo estaría ausente el paso del panóptico al pospanóptico, como sugería Bauman; ni siquiera se habría dado el primero. La falta de inversiones se aneja a la precariedad laboral de los funcionarios de prisiones, y las redes de apoyo comunitario conformarían una situación estructural específica y diferenciada. En ella, el rasgo tal vez más sobresaliente sería el juego de relaciones entre los presos y sus cuidadores. De hecho, este término sería más propio que el de vigilantes, en términos foucaultianos. La negociación primaría sobre una dominación pura y dura. Incluso se podría hablar de situaciones en las que las diferencias entre presos y cuidadores pudieran intercambiarse, estando ambas, en todo caso, tocadas por una suerte de vulnerabilidad.

A partir de ese tipo de análisis, estos autores parecen dar un paso al frente, que es cualitativo y no se deduce de las premisas de dicho análisis, sino que viene impulsado por el objetivo de romper con lo que consideran paradigmas teóricos occidentales, cuya centralidad se concebiría violenta desde el punto de vista epistemológico. Ni Foucault ni Goffman servirían para entender la realidad latinoamericana, separada de las patrias de esos clásicos, que coinciden con una Europa y un Estados Unidos responsables de las hegemonías globales producidas en el ámbito material e intelectual. Para comprenderla mejor, podemos comparar este discurso académico, pretendidamente inconoclasta, con otros que se producen simultáneamente en otros ámbitos, como el de los feminismos. En el campo de los estudios de género, como en el de la criminología, observamos cierta agrupación identitaria de investigadoras latinoamericanas que critican la hegemonía discursiva del feminismo europeo y estadounidense a través de conceptos clave como el de interseccionalidad.1

Son discutibles los argumentos de los penitenciaristas críticos autodefinidos como sureños, más allá de cierto punto, cuando parecen extremar sus interpretaciones. Una cosa es señalar, por evidente, aspectos coincidentes de las prisiones latinoamericanas, y otra es creer, y fomentar la creencia (imposible de avalar empíricamente), de que existe un paradigma, un marco conceptual, una forma de relacionarse las variables explicativas, que permite dar cuenta de todas las realidades de las personas privadas de libertad en América Latina, de tal forma que las coincidencias y diferencias entre ellas son muy distintas a las que se producen en comparación con las situaciones de otras regiones. Por ejemplo, el capital social familiar y comunitario es propio también de otras regiones, incluso, si consideramos el concepto tal y como fue ideado por algunos de sus principales artífices, como J. S. Coleman, también podrían encontrarse casos en comunidades estadounidenses que cumplan las características de una “comunidad funcional” (Coleman 1989).

Cualquier enfoque o corriente intelectual que base su identidad en la diferencia regional o local corre el riesgo de reproducir los errores que crítica en la supuesta o real corriente hegemónica contra la que reacciona. Un análisis orientado a priori por la diferenciación puede invertir las categorías, pero creando una nueva jerarquía igualmente injusta, en términos tanto conceptuales como éticos. En virtud de esa operación intelectual, lo único que se logra es que la periferia devenga centro y el centro, periferia. Una posición centrada en las situaciones específicas de la mujer indígena latinoamericana puede correr el riesgo, dependiendo de la retórica con la que se exponga el análisis, de minusvalorar las situaciones de las mujeres latinas de clases medias. Bajo la noble excusa metodológica del olvido de aquellas minorías, se puede llegar a bajar la guardia o prestar menos atención al sufrimiento de otras categorías que caracterizan a una gran parte de la población y que emergen de contradicciones más o mejor explicadas mediante esquemas interpretativos lógicos universales.

De la misma forma, al poner el énfasis en la diferenciación de los presos latinoamericanos, se puede llegar a olvidar el rasgo universal fundamental que comparten con los del resto del mundo, a saber, el sufrimiento que provoca la privación de libertad, sea donde fuere, asociada con o inspirada en el castigo y, por tanto, en el impulso irracional de la venganza. El hecho de que los autores aludidos tejan sus observaciones alrededor del concepto de comunidad ilustra bien aquel riesgo. El énfasis en las redes de apoyo comunitario puede provocar el efecto óptico de una visión paradójicamente romántica, en la que los presos latinoamericanos sufren menos, o en todo caso cuentan con una ventaja añadida muy importante, que les haría sufrir menos que en otras partes del mundo, donde funciona mejor el aislamiento, la vigilancia y, por tanto, el abandono. El observador podría olvidarse de los efectos negativos que tiene la corrupción en las cárceles, la vulnerabilidad que añade y el efecto multiplicador de las discriminaciones y, a la postre, del sufrimiento de los encarcelados que añade el carácter abierto de la institución. En el extremo, encontramos casos de grupos de delincuentes que prefieren operar desde las cárceles -ejerciendo actividades como el narcotráfico, la extorsión y el secuestro-, con la complicidad de los funcionarios, desde fuera, puesto que allí están más protegidos. Así sucede en la Venezuela actual.2

Por otro lado, la tan cacareada negociación no se realiza sobre bases de igualdad, sino todo lo contrario. Depende de los recursos de que disponga cada preso, en términos de varios tipos de capital: social (redes de apoyo), humano (formación), económico y genético (aptitudes). En una prisión que se acerque más a los paradigmas del panóptico o de la institución total, con el máximo aislamiento y control objetivo y normativo, la desigualdad social como caldo de cultivo de la exclusión social disminuye. En segundo lugar, los aspectos comunitarios de las redes entre prisioneros y cuidadores y entre prisioneros y familiares y amigos no permiten pensar en las bondades típicas del concepto de comunidad clásico, ideado por Tönnies (gemeinschaft). El hacinamiento, el miedo, la competitividad y el peligro constantes lo impiden. En tercer lugar, en un contexto de fuerte negociación, la idea de Foucault sobre la fluctuación entre los puntos de resistencia y de poder es especialmente útil. También lo es la idea de institución total de Goffman (2001, 13). En este último caso, puede ser útil recordar la validez del esquema teórico para la investigación de instituciones que entran dentro del mismo universo, tales como los centros de enseñanza. El hecho de que los internados, que se acercan al tipo más puro de organización totalizante, hayan caído en desuso en muchos países en las últimas décadas no significa que el concepto no sirva como instrumento de observación en las relaciones que se establecen entre los actores escolares en centros supuestamente abiertos. Así, puede suceder en la actualidad que, debido precisamente a que la vigilancia de los profesores disminuye -como sucedería en el paradigma de prisión latinoamericana-, las relaciones entre iguales, en un entorno donde no hay una educación para el ocio y el conocimiento personal, en un entorno poco agradable, donde la única razón de estar es la obligación, corren el riesgo de derivar en múltiples formas de maltrato y acoso. En este caso, el carácter abierto de la institución es real solo en parte, justamente en una parte que favorece la exclusión.

Conclusión

En este artículo hemos intentado contextualizar la doble función social contradictoria de los centros penitenciarios en la época moderna y, en especial, en las últimas décadas. Dicho tipo de instituciones refleja la filosofía que inspira a la justicia penal, pero a su vez, esta se ve sometida a tensiones contradictorias, que vienen de la opinión pública y expresan los cambios en la cultura moral. En ellos intervienen actores diferentes, desde posiciones ideológicas diferentes, a escala nacional e internacional. Los objetivos de algunas organizaciones internacionales contrastan con la presión de asociaciones de víctimas, movimientos sociales y medios de comunicación, cuyos intereses comunes pueden constituir electorados que demandan un endurecimiento de las penas y del tratamiento de los infractores, sirviéndose de líderes neopopulistas.

Si bien puede hablarse de una tendencia secular de pacificación civilizadora, en términos generales, esta no es incompatible con el aumento de la población privada de libertad. Ahora bien, este hecho es menos relevante de lo que puede parecer a simple vista, porque en un sistema social histórico es impensable la situación de obediencia total de las normas. Aquella compatibilidad solo indica, por consiguiente, el grado de efectividad del sistema de control social formal, de manera que no permite al investigador ninguna previsión prospectiva. Para dar este paso, tiene que plantearse el debate sobre el impacto de la globalización en la ruptura de normas, en general, y no solo las sancionadas por los códigos penales. Existen argumentos de peso que indican que la probabilidad de ruptura no es menor, sino mayor, y que la disminución de su carácter violento debería replantearse, si tenemos en cuenta la evolución cultural del concepto de violencia, que oscila de la parte física a la simbólica, pero no desaparece.

La conclusión es que, si partimos de axiomas como el de Mead acerca de la justicia punitiva, sobre la dificultad psicológica (social) de condenar al pecado y perdonar al pecador, no podemos esperar una mejora en las condiciones de existencia de las personas privadas de libertad, a la luz de la evolución de las ideas y valores que las informan. La influencia de los factores locales o regionales no cambia la dirección de esta conclusión. El supuesto carácter comunitario y negociador de la prisión latinoamericana no es un elemento diferenciador positivo, sino que aumenta la desigualdad social de los presos. En el extremo, sirve para reforzar la falencia del Estado de Derecho, al permitir a algunos grupos de presos continuar con sus actividades delictivas. En este caso, el sufrimiento de la persona encarcelada se proyecta sobre el exterior como en una onda expansiva. Un preso sin derechos se venga lastimando los derechos de los ciudadanos del exterior. La venganza social, aquí, es un reflejo del componente vengativo de la privación de libertad como castigo. En esas condiciones, la rehabilitación sigue pareciendo, como han afirmado algunos de los investigadores más minuciosos, un auténtico mito.

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1Véase el artículo de revisión de Viveros (2016)

2Véase el reportaje de periodismo de investigación “Clandestino”, sobre el secuestro en Venezuela (Dplay 2018).

Recibido: 05 de Noviembre de 2018; Aprobado: 10 de Abril de 2019

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