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URVIO Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad

versión On-line ISSN 1390-4299versión impresa ISSN 1390-3691

URVIO  no.23 Quito jul./dic. 2018

https://doi.org/10.17141/urvio.23.2018.3553 

Tema central

Reconfiguración social: entre la migración y la percepción inseguridad en Lima, Perú

Social Reconfiguration: Between Migration and Insecurity Perception in Lima, Peru

Reconfiguração social: Entre a percepção da migração e insegurança em Lima, Peru

Elder Cuevas-Calderón1 

1Universidad de Lima, Perú, ecuevas@ulima.edu.pe


Resumen

El objetivo de este artículo es analizar cómo la matriz de la percepción de inseguridad se ha desplazado de la criminalidad efectiva a la migración venezolana. Para ello, a través del empleo de técnicas cualitativas, exploramos y comparamos las actuales percepciones de inseguridad de los vecinos de dos barrios de Lima Metropolitana (Perú): el Barrio Chamo (San Juan de Lurigancho) y el sector 1 (San Isidro). Realizamos un bosquejo sobre las construcciones imaginarias de los espacios seguros, de los atacantes y de la construcción del “nosotros” como comunidad frente a la migración como el supuesto problema que encabezaría la inseguridad ciudadana. Los resultados de la comparación muestran que la migración ha devenido sinécdoque de una ciudad que, en pleno proceso de reensamblaje social, ha encontrado en el migrante venezolano al chivo expiatorio de su crisis social.

Palabras clave: discriminación; inseguridad; migración; Perú

Abstract

The aim of this article is to investigate how the matrix of the perception of insecurity has changed from effective criminality to immigration of Venezuelans. Thus, we explore and compare, with qualitative techniques, the actual perception of insecurity among the inhabitants of two neighborhoods in Lima (Peru): Barrio Chamo (San Juan de Luringancho) and sector 1 (San Isidro). The article proposes an outline on the imaginary construction of the safe spaces, the attackers and the construction of the 'we' as a community facing migration as the implied problem leading insecurity. The results of the comparison between the two areas show that migration has become synecdoche of a city that, amidst a process of social reassembly, has found in the Venezuelan migrant the scape goat of its social crisis.

Keywords: insecurity; discrimination; migration; Peru

Resumo

O objetivo deste artigo é investigar como a estrutura de percepção da insegurança mudou da criminalidade efetiva para a imigração de venezuelanos. Assim, exploramos e comparamos, com técnicas qualitativas, a percepção real de insegurança entre os habitantes de dois bairros de Lima (Peru): Bairro Chamo (San Juan de Luringancho) e setor 1 (San Isidro). O artigo propõe um esboço sobre a construção imaginária do espaço seguro, os invasores e a construção da comunidade voltada para a migração como o problema implícito que leva à insegurança. Os resultados da comparação entre as duas áreas mostram que a migração se tornou sinédoque da cidade. Uma cidade que, em meio a um processo de reagrupamento social, encontrou no imigrante venezuelano o bode expiatório de sua crise social.

Palavras-chaves: discriminação; insegurança; migração; Peru

Introducción

Desde comienzos del siglo XX, Lima ha sufrido cambios vertiginosos. La periferia de la ciudad cambió sus extensiones agrícolas por conglomerados de viviendas que hospedaron a la vorágine de inmigrantes que vinieron a la capital (De Soto 2002; Matos Mar 2012; Martuccelli 2015). De ahí que, para poder ofrecer una lectura actual, debemos dividir las migraciones desde el siglo pasado en tres etapas. La primera, entre 1990 y 1949, tuvo un mayor índice de extranjeros, especialmente asiáticos (chinos y japoneses). La segunda, entre 1950 y el 2000, se dio desde las provincias, principalmente andinas, hacia la capital. La tercera, enmarcada desde el 2001 hasta la actualidad, aún presenta un flujo de migrantes andinos, aunque compartida por extranjeros (españoles, colombianos y venezolanos) que, ante las crisis en sus países, encontraron en Lima un lugar que ofrecía facilidades migratorias (Portocarrero 2007; Arellano y Burgos 2010).

En medio de estas migraciones, la ciudad iba convirtiéndose en un tejido multiforme que estigmatizaba a ciertos grupos étnicos para hacer prevalecer determinadas relaciones hegemónicas. Así, en la primera etapa, la “venganza del indio” era lo que agobiaba a las élites, quienes tenían el control político pero no el representativo (Ubilluz 2017). En la segunda, la amenaza del cholo, entendido como el andino urbanizado, el cual representaba la cercanía del desborde popular que cambiaría el statu quo, haciendo que los viejos estamentos coloniales dieran paso a nuevas formas de sociabilidad (Martuccelli 2015). Y es en la tercera, luego del boom inmobiliario, que cambió dramáticamente el semblante de la ciudad, al hacer de las antiguas casas nuevos edificios que albergaban no solo a nuevos habitantes (Joseph et al. 2005; Pereyra 2016; Huber y Lamas 2017), sino que también daban indicios de una sociedad en mutación.

Así, a raíz de las nuevas edificaciones, los distritos tradicionales empezaron a entrever que Lima ya no era la misma. Esta vez el movimiento no se generaba a partir del cambio de país o de provincia, sino al interior de la ciudad. Aunque esto podría conllevar a una lectura sobre la democratización de la vivienda en la ciudad, las prácticas que empezaron a repetirse nos invitan a pensar detenidamente, más aún cuando las tasas de percepción de inseguridad crecieron en paralelo con los procesos de movilidad social. De esa forma, a la percepción de inseguridad se le sumó una variable más, que distaba de la criminalidad efectiva, a saber, la migración.

Con un crecimiento del 84 % de la tasa de percepción de inseguridad y de un 30,8 % de la victimización en Perú, y en especial la ciudad de Lima (INEI 2015), aparece un desfase entre el crecimiento de la tasa la percepción de inseguridad y la tasa de denuncia de delitos. Si bien se atribuye que el aumento de la percepción se debe al miedo y a los fenómenos de desorden social, nuestro artículo recoge las sugerencias formuladas por Vizcarra y Bonilla (2016) y por Zevallos y Mujica (2016), para estudiar la percepción de inseguridad no solo desde la criminalidad efectiva (Zevallos y Mujica 2016; Mujica et al. 2015), sino también desde el desorden social y la estigmatización (Goffman 2015) de grupos específicos. Nuestro trabajo someterá a análisis la percepción de inseguridad bajo los conceptos de cierre social (Weber 2002; Parking 1979) y fronteras simbólicas (Bourdieu 1979), con la finalidad de proponer una lectura a partir de los procesos de segregación al interior de los distritos y de la (re)construcción imaginaria del espacio como lugar de pertenencia.

A modo de hipótesis de trabajo, proponemos que el desfase entre la criminalidad efectiva y la percepción de inseguridad respondería a un proceso de reajuste social en el que, al combinar viejos residentes con nuevos vecinos, el sentido de amenaza y la construcción del atacante se ve interpelado por los antiguos prejuicios sociales y los nuevos modelos de convivencia. Justamente, en ese proceso de reconfiguración social, la migración de venezolanos ha encarnado el malestar social y licencia (a los vecinos) para que les acuse de ser la sinécdoque de la inseguridad. Dicho de otra forma, Lima vive una profunda crisis de identidad social, en la que las normas de convivencia coloniales no están acompañadas de la reestructuración de la ciudad (Martuccelli 2015). La exclusión social ya no encuentra garantías para ser ejecutada, ni por el fenotipo ni por el nivel de instrucción (Pereyra 2016). Ante esto, ha encontrado en el inmigrante venezolano al chivo expiatorio ideal para transferirle las características que alimentan la percepción de inseguridad.

El objetivo del artículo es ofrecer un bosquejo sobre las construcciones imaginarias de los espacios seguros, de los atacantes y del “nosotros”, como comunidad frente a la inseguridad. Para poder desarrollar la propuesta, hemos dividido el trabajo en cuatro secciones: la primera angula desde una perspectiva teórica la pertinencia del análisis, la segunda detalla la metodología y los instrumentos de observación, la tercera analiza las percepciones de inseguridad en dos barrios de Lima Metropolitana, y la cuarta aborda el discurso que se narra frente a la inseguridad.

Del miedo al cierre social

En la literatura especializada, seguridad se entiende como la protección de la vida, la integridad y el patrimonio de las personas (Mujica, Vizcarra y Zevallos 2016), como un espacio de vida armónica y pacífica que se halla en riesgo de ser perturbada (Dammert 2007). Queda claro que la seguridad está constituida por un acuerdo tácito que permite la convivialidad, el desarrollo de las libertades (Baratta 2001) y, principalmente, la identificación de su cuerpo social como parte de un “nosotros” que se protege frente al miedo infundido por las amenazas (posibilidad de acciones que producen daños) y los riesgos (vulnerabilidades frente a las amenazas).

Sin embargo, la definición de los componentes del miedo (amenazas y riesgos) no es provista de antemano. Es a partir del desarrollo de umbrales de tolerancia hacia la criminalidad (Matza 2014) o hacia el desvío de lo comunitario (Becker 2014) que las percepciones sobre lo seguro y lo inseguro empiezan a adquirir características específicas y distintivas en cada ciudad, y a modelar los espacios sociales. Por ello, la literatura trabajada hasta el momento se ha concentrado en estudiar el binomio inseguridad-seguridad desde: i) los conocimientos-conocidos (amenazas), es decir, aquellos tipos de actos ya cartografiados (y enquistados) bajo un saber común, cosas que ya sabemos que sabemos (Vilalta 2010; Abello Colak y Pearce 2009); ii) los desconocimientos-desconocidos (miedos), aquello que carece de predicción y que es latente como sospecha informe, cosas que no sabemos que no sabemos y iii) los conocimientos-desconocidos (;riesgos);, las posibilidades gestadas a partir de las debilidades que se saben vulnerables, pero no en la forma como serían quebrantadas, cosas que sabemos que no sabemos (O’Malley 2006).

Sin embargo, a estas tres formas se hace necesario agregar un tipo más de estudio, iv) los desconocimientos-conocidos (acontecimientos), la contingencia, lo exteriormente íntimo, lo que rasga e interrumpe las narrativas sobre lo seguro e inseguro, las cosas que no sabemos que sabemos. Esta adición es necesaria porque hasta ahora se ha tratado a la inseguridad como una problemática de la reacción (responder al qué hacer frente a algo), en vez de tratarla como un problema de la prevención. Así, este tipo de estudio es necesario porque los desconocimientos-conocidos albergan las creencias y las suposiciones negadas que sobrevienen, pues no se es consciente de ellas. Allí es donde el cierre social actúa como el factor que convierte al concepto difuso, inferido a partir de variables no observables, en uno concentrado y de variables seudo observables.

No obstante, el costo social de esto implica incubar en el resguardo a la segregación y naturalizarla. Siguiendo a Weber (2002), ante la sensación de vulnerabilidad, la sociedad-víctima se reconstruye a partir de demarcaciones imaginarias que tienen su génesis en: i) tradiciones, fundadas en relaciones familiares; ii) razones afectivas, fundadas en sentimientos (eróticos o de piedad); iii) actividades racionales con arreglo de valores, que son las comunidades de fe; o iv) actividades racionales con arreglo a fines, es decir, las asociaciones económicas. Así, al concepto de inseguridad es necesario agregar una categoría de análisis, el cierre social, el cual se origina con base en las transgresiones a los grupos de identidad.

No obstante, al ser presupuestos, las reglas imaginarias, que se rearticulan constantemente antes que las reglas escritas, cumplen dos funciones: la exclusión (ya acusada por Weber) y el “solidarismo” que deviene en la sensación de usurpación, como sostiene Parking (1979). Conjuntamente, estos cierres no solo se dan desde la hegemonía, sino también desde los grupos que son excluidos al interior de la hegemonía. De esa forma, la pregunta por la otredad se complejiza, pues no solo es una unidad claramente definida que se opone a una figura distinta. Se trata de cómo existen dificultades para intentar armar esa unidad regente que busca formular un cierre, pero que cada vez que trata de hacerlo sus componentes de tradición, afecto, valores o afinidades no presentan garantías de definición. Más aun en ciudades que, bajo la consigna del crecimiento macroeconómico, han generado cambios en las viejas estructuras de los vecinos tradicionales, de una clase específica -con costumbres particulares-para pasar a nuevas dinámicas de convivencia (y tolerancia) con nuevos vecinos (Pereyra 2016).

Por eso es necesario estudiar, junto con el cierre social, la creación de fronteras simbólicas, que se materializan tanto en prácticas urbanas (casetas de seguridad, cámaras, alumbrado público) como en prácticas simbólicas (estatus, legitimidad, nacionalidad, herencia, linaje). Así, a fin de dar estabilidad en la vorágine de la ciudad a los grupos de identidad -que se forman por el cierre social- se crean fronteras simbólicas que intentan dar cohesión y coherencia a un espacio cambiante.

De la desorganización social a las fronteras simbólicas

Tal como plantean Mujica, Vizcarra y Zevallos (2016), la desorganización social comprende la accidentalidad, el desorden vial y la violencia no delictiva. Es decir, se trata de la inhabilidad de una comunidad para dar cuenta de los valores comunes de sus residentes y de mantener un control social efectivo (Vizcarra y Bonilla (2016). Así, ante este impasse que impide llegar a un consenso de valores semejantes, el concepto de clase social surge como el significante que soporta esta búsqueda de conjunto.

El hecho de que siete de cada diez peruanos pertenezcan a los estratos de clases medias o emergentes (Jaramillo y Zambrano 2013) nos dice que empieza a existir un punto de contacto entre las disparidades de la organización social. Sin embargo, es importante señalar que esta clase media no debe ser entendida como la asociación forjada en su tipo de consumo (Arellano y Burgos 2010), sino como una comunidad de destino, esto es, un actor social colectivo (Thompson 1963). En concordancia con Huber y Lamas (2017), la clase media se ha convertido en la última ratio que permite a los peruanos -aunque en mayor pertinencia a los limeños- tener un punto de contacto. No obstante, dentro de esta supuesta gran composición de personas existen subdivisiones, pues la segregación no solo se realiza de forma vertical sino también horizontal, entre miembros de estratos parejos (Murphy 1988). Así, no basta solo con ser de una clase; se necesita también parecerse a ella.

Este efecto trae consigo la reorganización de los espacios. Se trate del espacio público, el semipúblico o el privado, las ciudades latinoamericanas se encuentran en un proceso de reingeniería de su infraestructura, así como de sus códigos de convivencia (Duhau y Giglia 2016), en búsqueda por identificar los movimientos sociales. Ante la imposibilidad para decodificar con claridad la pertenencia de alguien a un espacio simbólico, se han desarrollado técnicas de segmentación que buscan llevar un control de los habitantes (Bauman y Lyon 2013). Bajo el ardid de la protección contra la inseguridad, las ciudades han dejado su aspecto de plaza pública para convertirse en pequeños clubes privados en los que existe la reserva del derecho de admisión (Díaz-Albertini 2016).

Si bien las personas pueden gozar de libre tránsito, su privatización no se genera por el impedimento del flujo, sino por la detección de personas como no-residentes de la zona o usurpadores del espacio (Ledgard y Solano 2011). Por esta razón, en los últimos años la sobrepoblación de dispositivos de seguridad se ha hecho evidente. Desde casetas de seguridad privada, rondas de seguridad municipal, cámaras de vídeo, hasta cercos eléctricos, la ciudad empieza a asemejarse a un campo de concentración (Giglia 2008), en el que todo tipo de movimiento está registrado (Ellin 1997).

Así, bajo la premisa de estar más protegidas, las ciudades han implementado fortalezas imaginarias con ojos en los lugares más recónditos (Wajcman 2010). Sin embargo, tal como anota Caldeira (2016), estos no son nada más que analgésicos para la inseguridad, puesto que su finalidad es el rastreo y la normalización de las conductas, no la disuasión de la criminalidad. De esta manera, las sensaciones de zozobra y de vulnerabilidad se amplían entre la población, y la fe depositada en los diversos dispositivos de seguridad se ve derrotada por las narrativas del miedo, que amplían la brecha entre la criminalidad efectiva y la percepción de inseguridad (Roitman 2003).

Una ciudad que busca controlar la desorganización social muestra desconfianza en las instituciones, consumo de alcohol y drogas, descuido y suciedad en las vías públicas, caos vehicular (Dammert y Lunecke 2002; Muggah 2012) y deposita sus esperanzas en dispositivos de seguridad (no disuasivos). Por lo tanto, es evidente que en sus prácticas busque nuevos analgésicos que sosieguen su angustia y que estos se traduzcan en mecanismos de control territorial y social. Desde rondas vecinales hasta la implementación de imágenes religiosas (Peris Castiglioni y Cerna Villagra 2015), la literatura especializada se ha concentrado en estudiar la participación de los ciudadanos, los planes de acción e, inclusive, las políticas de prevención (Plöger 2006) que empoderan a sus habitantes frente a la ineficacia o desconfianza de la gestión estatal o municipal. Los mismos habitantes generan estrategias de control sobre el espacio. Hacen de los barrios espacios amurallados, inventariados, clausurados, en el que la entrada al lugar no se da por la mudanza, sino por la aceptación de los códigos que el espacio demanda (Araujo y Martuccelli 2011).

Por todo esto, Bourdieu (1979) nos sirve como referente teórico para dar cuenta de que la organización social se realiza a través de la creación y de la naturalización de fronteras sociales. Se trata de una estrategia que, bajo el pretexto de la inseguridad, da rienda suelta a los prejuicios, fobias y odios para incluirlos como coordenadas que delimitan qué es lo seguro o lo inseguro (Roy 2016). En consecuencia, las fronteras simbólicas se articulan entre las estructuras de relaciones objetivas y la producción simbólica, o -traducido al marco de nuestro trabajo- en las zonas de criminalidad efectiva que están en desajuste con la percepción de inseguridad.

Metodología

Al ser una investigación cualitativa de tipo descriptiva y explicativa, empleamos un método inductivo-deductivo. Así, recogimos información de los actores sociales mediante entrevistas y etnografía. Tras esto, confrontamos los resultados con las fuentes bibliográficas generadas en el campo de las representaciones y percepciones sociales sobre la inseguridad y su repercusión en las actitudes y los mecanismos de reacción ante la problemática.

Conjuntamente, es importante señalar que esta investigación tomó como modelo metodológico el trabajo realizado por Vizcarra y Bonilla (2016), ya que contrasta dos casos de estudio a partir de empleo de herramientas cualitativas: la observación en el barrio durante seis meses y la aplicación de 54 entrevistas a los actores del espacio: vecinos, guardias municipales y vigilantes privados. Veintiséis entrevistas fueron aplicadas en el ahora denominado barrio Chamo (en alusión a los venezolanos), en el distrito de San Juan de Lurigancho, y veintiocho al sector 1 del distrito de San Isidro. El trabajo de campo en ambos barrios lo realizamos entre noviembre de 2017 y abril de 2018.

Esta investigación se plantea como un estudio comparado de casos y no tiene como objetivo extrapolar las conclusiones a otros barrios del país, sino de plantear la necesidad de desarrollar mayores estudios a nivel barrial para comprender los componentes de la percepción de inseguridad y de la configuración del espacio. Los casos fueron seleccionados a partir de criterios de disimilitud, a fin de reflejar las diferentes realidades urbanas de dos barrios cuya transformación arquitectónica y demográfica ha registrado mayor cambio hasta el momento (Huber y Lamas 2017). Así, San Juan de Lurigancho no solo es el distrito más grande y habitado de la ciudad (INEI 2017), sino que también es el que mayor concentración de venezolanos ha albergado. San Isidro es el distrito cuyo cambio arquitectónico ha traído variaciones en su estructura residencial habitual. El costo del terreno en este distrito es más alto y, a pesar de las nuevas construcciones de edificios y de la reconfiguración de los espacios de convivencia, a nivel imaginario es el que presenta mayor resistencia al cambio (Díaz-Albertini 2016).

En Lima, capital del Perú con 9 485 405 habitantes, según el último censo registrado (INEI 2017), se encuentra el distrito de San Juan de Luringancho, sindicado como el de mayor extensión y el de mayor densidad demográfica, con 1 038 485 habitantes. En este distrito se encuentra el barrio Chamo, que fue bautizado de esa manera debido al masivo alquiler de viviendas y a la creación de albergues para venezolanos. Comprende cinco manzanas que albergan aproximadamente 400 viviendas, según los vecinos. La mayoría de estas combinan su función de habitación con el comercio (pequeñas bodegas, peluquerías).

Es importante señalar que la concentración de venezolanos en este espacio se debe al bajo costo del metro cuadrado, pero también a que es empleada como dormitorios. Es decir, son casas de material noble, de uno o dos pisos con cinco habitaciones, aproximadamente, en las que no solo pernocta una persona, también hay habitaciones compartidas de tres y hasta seis personas en un solo espacio, quienes, en varios casos, no presentan ningún vínculo salvo su condición de inmigrante. Así, el barrio Chamo empezó como una iniciativa privada y humanitaria para albergar venezolanos pero que, con el flujo de inmigrantes, devino en un negocio de alquiler por parte de peruanos a venezolanos. Su principal característica es la ubicación especial de banderas y signos que hacen referencia a la población venezolana en el lugar.

En la ciudad, las diferencias de nivel socioeconómico han sido catalogadas de la A hasta la E. El barrio Chamo se encuentra entre los niveles D, pero predominantemente E (APEIM 2017). La masiva migración e instalación de inmigrantes venezolanos ha generado reticencia entre los vecinos más antiguos de la zona y tensiones entre viejos y nuevos vecinos. Sin embargo, la lectura es ambivalente, ya que los venezolanos son vistos como potenciales clientes pero, a la vez, son interpretados como invasores o usurpadores al cohabitar en el mismo espacio. En términos de seguridad, es importante señalar que dicho distrito encabeza, junto con los distritos de Lima (13 948) y Los Olivos (13 090), uno de los lugares con mayor incidencia de denuncias (12 159), habitualmente contra el patrimonio y contra la seguridad pública (INEI 2016).

Por otra parte, el sector 1, subdivido en seis sectores del distrito de San Isidro, es catalogado como uno de los más tradicionales de la ciudad, además de ser el que mayor precio por metraje cuadrado tiene. Elegimos este sector debido a que, con alrededor de 1200 viviendas, esta zona es la parte del distrito que con mayor frecuencia ha derrumbado casonas de la oligarquía limeña para convertirla en edificios entre diez y doce pisos. Por esta razón, la composición arquitectónica y demográfica ha variado sustancialmente en los últimos cinco años. La mayoría son casonas entre los 300 y 500 metros y que ahora se combinan con edificios multifamiliares. Pertenece al nivel socioeconómico A (APEIM 2017) y se caracteriza por ser una zona residencial, preocupada por el orden, con buen alumbrado público y presencia de seguridad policial y municipal constante.

A pesar de esto, no se presenta en las antípodas de la criminalidad. Por el contrario, con una cifra de 2 225 denuncias (INEI 2016), principalmente enfocadas contra el patrimonio y la vida y el cuerpo, es una zona intermedia en términos de criminalidad. Esto también se debe a que, al albergar al centro financiero de la ciudad, la criminalidad se basa en zonas concentradas de mayor densidad demográfica. A diferencia del barrio Chamo, y por el alto costo que representa morar en esta zona de la ciudad, la presencia de venezolanos es restringida. El cambio de esta zona está enfocado principalmente por la movilidad social de limeños que habitaban en zonas periféricas y que justifican su mudanza en razón de la peligrosidad de sus antiguos domicilios. Así, la tensión generada en esta zona se gesta entre los vecinos que aún conservan sus casonas -definidos para este estudio como los vecinos tradicionales- y los nuevos inquilinos -en referencia a los habitantes de los nuevos predios-. Elegimos ambos casos debido a su cambio arquitectónico y demográfico, en el que se pueden evidenciar las representaciones negativas sobre los nuevos habitantes, el desarrollo de la percepción de inseguridad y la configuración del “nosotros” como corpus social.

Resultados

Caracterización de la inseguridad

Aunque la distancia que separa el sector 1 de San Isidro con el barrio Chamo de San Juan de Lurigancho no supera los 20 kilómetros, las diferencias en la geografía de ambas es notoria. El primero, perteneciente a la clase alta limeña, guarda una estética que cada vez más se ve accidentada por la construcción de edificios de veinte pisos. Si antes eran predominantes las casas de 300 a 1000 metros cuadrados, con portones altos que impedían ver el interior de los recintos, ahora estas comparten lugar con edificios modernos de más de veinte pisos. El segundo, perteneciente a la clase baja limeña, está compuesta predominantemente por casas según la estética de cada habitante, pero en donde es notoria la imagen de estar a medio construir. Fachadas, vigas y escaleras visibles e inacabadas componen la imagen de la localidad. Predominan las casas contiguas de material noble de dos o tres pisos, que promedian los 100 a 180 metros cuadrados.

A pesar de las diferencias estéticas, ambas localidades presentan cambios visibles en su arquitectura, usos de los espacios públicos y composición social. De tal forma, ante la pregunta sobre los signos que evidencian los cambios, estos se condensan en la categoría desorden público, en la que a pesar de las diferencias geoespaciales, mantienen una constancia en sus manifestaciones, tal como detalla la tabla 1.

Tabla 1 Principales cambios en la localidad 

¿Qué ha cambiado? Barrio chamo Sector 1
Desorden público Mayor delincuencia Mayor prostitución Mayor peleas callejeras Acoso femenino Ingesta de alcohol en la vía pública Mayor delincuencia Mayor tráfico Mayor contaminación (sonora y visual) Mayor grado de visitantes (personas extrañas)

Fuente: Entrevistas a los vecinos del barrio Chamo y del sector 1.

El principal cambio que acusan los vecinos es el incremento de la delincuencia, entre los que se evocan el robo de patrimonio personal y el de viviendas, tal como muestran estudios precedentes (Mujica et al. 2015; Vizcarra y Bonilla 2016). Si bien cada una de las zonas presenta características diversas, es importante señalar cómo es latente la evocación del peligro en torno al rompimiento del ritmo que llevaban las localidades y a las nuevas prácticas que aparecen.

En contraste con lo obtenido en las entrevistas, son más los casos en los que un hecho aislado se convierte en la imagen que se repite en el habla de los vecinos. De esa forma, en el tiempo de observación, constatamos y validamos las características que evocan los vecinos; sin embargo, lo que dista entre el contenido de las entrevistas con lo observado es la frecuencia con la que aparecen. De ese modo, en los vecinos de ambas localidades se hace referencia a que el cambio se manifiesta en la mayor cantidad de peleas o de visitantes extraños a la localidad, aunque son esporádicos.

No obstante, resulta importante incidir en cómo la categoría desorden público la presencia del otro como un agente desestabilizador es latente. Más allá de la preocupación por el incremento de la delincuencia, las variables de prostitución, acoso femenino, contaminación visual y auditiva manifiestan la detección de comportamientos anómalos. A diferencia del barrio Chamo, que presenta mayor inclinación a hechos tangibles y visibles (ingesta de alcohol en la vía pública, prostitución, peleas callejeras), en el caso del sector 1 se abren más a la subjetividad de sus habitantes (contaminación visual y auditiva, visitantes extraños).

A fin de profundizar en esta tendencia entre lo tangible y lo intangible de sus amenazas, solicitamos a los entrevistados que identifiquen a los agentes del desorden público. Así, tal como ejemplifica la tabla 2, el fenómeno nombrado es la migración de venezolanos tanto en el caso del barrio Chamo como en el de las zonas periféricas de la ciudad con un mayor poder adquisitivo.

Tabla 2 Agentes de desorden público 

Origen de las amenazas Barrio Chamo Sector 1
Agentes de desorden público Venezolanos Habitantes de asentamientos humanos Delincuentes comunes Pandilleros Habitantes de distritos cercanos Nuevos habitantes Delincuentes comunes Indigentes Extranjeros (venezolanos)

Fuente: Entrevistas a los vecinos del barrio Chamo y del sector 1.

La experiencia de vivir en el barrio Chamo, rodeado de venezolanos, hace que se los sindique como el principal agente del desorden público y como aquel que amenaza con la forma de vida del lugar. De manera similar, aunque con mayor dilución en la caracterización, los habitantes de los distritos cercanos mencionan aleatoriamente a los habitantes de los distritos aledaños (Jesús María, Lince) como portadores de un orden diverso que perturba la convivialidad del sector 1. Seguidamente, en el sector 1 también aparece la noción del nuevo habitante, que importa sus costumbres y que no termina de ajustarse.

De tal forma, ante la división entre lo tangible e intangible de las amenazas y de los agentes según cada barrio, estos devienen hacia determinadas conductas y actores (Goffman 2015). Se gesta una asociación entre un determinado actor (el nuevo vecino) y su conducta que se focaliza en su poca adaptabilidad a los nuevos contextos y el arraigo a sus costumbres. En síntesis, el agente del desorden público es extraño, diferente, invasivo y usurpador, en el que se introducen atributos desacreditadores por parte de los vecinos tradicionales hacia los nuevos vecinos.

Por esta razón, ante la acusación de los vecinos tradicionales hacia los nuevos vecinos, la interacción de ambos grupos es limitada y, en muchos casos, tirante. En el caso de barrio Chamo, un nuevo vecino (venezolano) fue confundido por los moradores con ladrón debido a que era un rostro nuevo para el lugar. Esta escena se repitió en varias ocasiones durante nuestra observación. Del mismo modo, en el sector 1, una persona (un vecino tradicional) recriminó a la otra (un nuevo vecino) debido al uso anómalo del parque.1 Este caso es importante de mencionar en función de los reclamos que le hacía uno al otro.

El vecino tradicional se indignó debido a que otro hacia uso del parque El Olivar, un lugar público de acceso abierto, de manera anómala a sus costumbres. Según el vecino tradicional, la anomalía radicaba en que el otro había elevado en demasía el volumen de las bocinas que portaba. A su vez, este le recriminaba que en ese parque no se puede bailar ni hacer bulla. Como el nuevo vecino encontró infundados los argumentos del vecino tradicional, este último llamó al Serenazgo para que sea desalojado. Así, podemos observar cómo tanto en el barrio Chamo como en el sector 1 (y, en general, en Lima) la interacción con sujetos que son identificados como extraños, es nula y ríspida.2

La demanda de seguridad, a fin de evitar las anomalías del espacio, está ligadas al control del territorio, la demarcación de costumbres y a la búsqueda de actitudes pasivas frente al espacio público. Por eso, la relación entre los sujetos está tercerizada. Los vecinos evitan entablar un diálogo, emplean a los policías o a los serenazgos para que ambas partes conversen. Entonces, no es extraño que tanto en el barrio Chamo como en el sector 1 sean espacios que, por su reestructuración del corpus social, las fronteras de adentro o afuera excedan la ubicación geográfica y pasen a ser una fronteras simbólicas de polarización (Bourdieu 1979). Basta con decir que la demanda de seguridad es traducida en la implementación de más dispositivos de seguridad, a fin de ser más efectivos en la detección de comportamientos anómalos. Sin embargo, en concordancia con Caldeira (2016), son demandas que solapan bajo el ardid de la seguridad, la expulsión de lo distinto.

A partir de la lectura de Caldeira, podemos entender cómo los resultados evidencian que en las demandas de los vecinos por un mayor control de parte de las autoridades (policiales y municipales) no solo se hacen en función de disminuir la delincuencia y las actividades en la vía pública. En ese sentido, no solo se demanda la preservación del patrimonio ni la integridad física, sino la disminución de la percepción de inseguridad a través de la intervención constante de comportamientos activos en la vía pública. Es decir, agrupación de personas en las esquinas, uso de los jardines en los parques, libre tránsito y circulación de vehículos por las calles, etc.

Ahora bien, la capacidad de acción e intervención en ambos sectores es distinta, junto con la percepción que se tiene de la Policía y del Serenazgo. Tal como datan los estudios precedentes (Costa 2012; Carrión, Zárate y Zechmeister 2015; Mujica, Vizcarra y Zevallos 2016), la confianza en las autoridades ha sido debilitada al punto de aparecer entre las peores de la región, y con una aprobación en Lima de solo el 30 % (Ciudad Nuestra 2012). Incluso para nuestro caso de estudio, San Juan de Lurigancho, distrito en donde está el barrio Chamo, presenta uno de los índices más bajos de la ciudad frente a una mejor posición en la que se encuentra San Isidro, distrito del sector 1. Esta desconfianza hacia las autoridades encuentra asidero en la cantidad de efectivos policiales por habitantes. Al ser San Juan de Lurigancho el distrito con mayor cantidad de habitantes de la ciudad -arriba de 1 000 000 de personas-, el desfase entre efectivos y comisarias se hace más evidente que en San Isidro, ya que consta con un promedio de 70 000.

Por lo tanto, en las entrevistas la queja no solo proviene de los vecinos, sino también de las autoridades. La relación de 1 policía por cada 856 habitantes ya implica una carencia de control. Las autoridades deben lidiar con las carencias básicas de comunicación entre radios y computadoras operativas. Según el censo del INEI (2015) a las comisarías, revela que el 40,6 % de las dependencias policiales cuentan con equipos de comunicación operativos, el 33 % cuenta con el sistema de denuncias policiales y que el 99,7 % tiene al menos una computadora operativa.

En ese contexto, no resulta extraño que el malestar de los vecinos esté apoyado en las limitaciones que las mismas autoridades encuentran para desarrollar su labor. No obstante, la demanda de los vecinos no se gesta a partir de la presencia de efectivos de seguridad, sino de la regulación eficaz y rápida. Aunque paradójico, los vecinos de ambos distritos mantienen recelo de la presencia de la Policía o del Serenazgo, ya que si bien su presencia regula la delincuencia “ellos también pueden ser delincuentes” (vecino de San Isidro, sector 1) o “mandan a sus compinches” (vecino de San Juan de Lurigancho, barrio Chamo). Así, en un marco de desconfianza, falta de valoración de la labor realizada por la Policía como del Serenazgo, la sensación de que existe una incapacidad estatal para responder a las demandas vecinales es constante. Por esta razón, los vecinos, bajo la consigna de buscar formas complementarias de efectividad y rapidez en la seguridad, han desarrollado actividades de intolerancia y segregación que lejos de generar un espacio democrático, resulta excluyente e intolerante.

Estigmas y delimitación de otredad

Si bien las funciones y focalizaciones en el Barrio Chamo y en el sector 1 son diferentes, se ofrecen formas específicas para hacer disminuir la percepción de inseguridad, asegurándose de que la regulación de los espacios sea rápida y eficaz. En estudios precedentes, como los de Vizcarra y Bonilla (2016) o, más aún en extenso, el de Díaz-Albertini (2016), los temas habituales son las rejas que impiden el paso peatonal y vehicular, las tranqueras en las que se colocan guardias de seguridad privados que solicitan el DNI (documento de identidad) para permitir el paso, cámaras de seguridad municipales y servicios privados de alarmas; todos estos con la finalidad de inventariar y acotar el ingreso de extraños. El sector 1 y el barrio Chamo no son la excepción a una corriente propagada transversalmente en la ciudad; claro está, cada uno con gradaciones diversas (tabla 3).

Tabla 3 Estigmatización y trazos de otredad 

Característica de las respuestas Barrio Chamo Sector 1
Objetivos Control social del barrio y prevención de delitos Control territorial, inventariado de actores y represión de anomalías
Enfoques Disuasivo y punitivo Prevención situacional y expulsión
Marcadores de sospecha Jóvenes sentados en las esquinas entre los 18 y 22 años, Mototaxis. Automóviles de lunas oscurecidas, Evangelistas que tocan las puertas y vendedores ambulantes
Acción a tomar Castigo físico y luego dar parte a la Policía. Impedimento de paso, fotografiar DNI, dar parte a la Policía o al Serenazgo.

Fuente: Entrevistas a los vecinos del barrio Chamo y del sector 1.

Al ser el sector 1 un lugar que alberga arterias de la ciudad, la implementación de rejas que impidan el libre tránsito de los automóviles es difícil; sin embargo, esto se ve reforzado con la contratación e implementación de servicios de seguridad privados y con la demanda de mayor patrullaje del Serenazgo y la Policía. Al realizar el trabajo de campo se volvió habitual que, frente a nuestro largo proceso de observación, seamos constantemente intervenidos tanto por la Policía como por el Serenazgo. En cualquiera de los casos, el tiempo que fluctuaba entre nuestra presencia y la aparición del Serenazgo era de minutos. Según la ubicación del sector 1, las intervenciones y apariciones eran más rápidas y constantes.

El procedimiento siempre era el mismo. Se nos solicitaba identificarnos, relatar cuál era el motivo de nuestra presencia constante en ese lugar y, en algunos casos, la invitación (ilegal) a desplazarnos del lugar, debido a las quejas que se habían gestado. Esta situación, que fue repetitiva, evidencia la noción inmunológica de la otredad a partir de la permanencia en un espacio. De esa forma, el objetivo de la seguridad empieza con la atención constante a los movimientos anómalos, para así expulsar a ciertas personas, en muchos casos bajo argucias ilegales y clasistas.

En barrio Chamo la situación es diferente, ya que en las zonas aledañas y en algunas intersecciones las calles han sido bloqueadas por rejas, impidiendo el libre tránsito de los vehículos y de las personas. A diferencia del sector 1, en donde la notificación de los visitantes requiere de minutos, este control llega a pasar desapercibido, solo hasta que los grupos aumentan de tamaño a más de tres personas. A su vez, las rondas vecinales, la instalación de alarmas municipales y la capacitación de la Policía a los vecinos han sido las medidas empleadas para el control del territorio y la prevención.

A partir de los marcadores de otredad es donde nuestro estudio empieza a mostrar paradojas. Si bien en el barrio Chamo la otredad está remarcada por características etarias y de sexo (hombres, en su mayoría) se combina con el manejo de mototaxis. No aparecen marcadores raciales ni de clase evidentes; por el contrario, tanto los policías como los vecinos aseguran que, con el incremento del flujo de personas y de actividades, es difícil la detección inmediata. En el sector 1, la caracterización está más enfocada hacia personas que están de tránsito en la zona (vendedores, evangelistas), y, aunque podríamos sostener que la identificación es más rápida, paradójicamente ocurre lo contrario. Se erige una esquizofrenia de la detección, o invención de la otredad.

Durante la observación constatamos, junto al incidente del vecino que bailaba en el parque, acusaciones de vecinos y expulsiones a personas a pesar de que no entran en el prototipo del vecino. Estas medidas no se apoyaban en criterios raciales, sino en la participación activa de los espacios públicos. Así, los estigmas que se trazan sobre la otredad tienen que ver con la ocupación de los lugares de tránsito o de esparcimiento y no con características físicas particulares. De tal forma, los resultados arrojan una indeterminación con un patrón físico específico, un sentimiento de zozobra y de paranoia constante, para así construir estimas en función de las prácticas.

Uno nunca sabe, quién es choro [ladrón] y quién no, así que hay que estar prevenidos (vecino de Barrio Chamo, San Juan de Lurigancho, entrevista con el autor). Ya no es lo de antes. Con un ‘buenos días’ te saludabas con todos. Gente buena, pues. Ahora ves puro chiquillo, fumón, que no son acá, vienen por acá, como dicen, a hacer sus fechorías… y ahora con tanto venezolano peor está la cosa… Como el Estado ahora les da todo, están hasta mejor que los peruanos (vecino de SJL, entrevista con el autor). Vienen bien vestidos [los ladrones], en buenos carros, para no generar sospechas (vecino del sector 1, San Isidro, entrevista con el autor). Ahora sospechoso, blancos, cholos, mal vestidos, bien vestidos… pero en donde caen es en el tiempo. Si alguien está mucho tiempo sapeando [viendo], ese está en algo (vecino del sector 1, San Isidro, entrevista con el autor). Por eso como una medida discreta tocamos el pito cuando vemos algo extraño o saludamos mirando a la cara a quienes nos parecen sospechosos (Serenazgo en sector 1, San Isidro, entrevista con el autor).

A la luz de lo expuesto, los sentimientos de vulnerabilidad y acorralamiento conllevan a una exasperación e intolerancia por la diferencia. Sin marcadores que responden a los viejos estamentos coloniales, Lima, la ciudad de migrantes, adolece cada vez más sus cambios. No es solo una cuestión de las clases altas, sino también de su polo opuesto que conjuga en los venezolanos el malestar social.

Ya ahora que van a poder votar… ahora sí se nos viene la invasión “veneca” (vecino de barrio Chamo, San Juan de Lurigancho, entrevista con el autor). No pues hijito, no se trata de ser racista ni clasista, ya… pero con tanto edificio nuevo uno ya no sabe con quién convive. A mi sobrina le robaron entrando a su casa, y no es una zona fea donde vive, hay seguridad, pero igual con todo. Y ahora con los venezolanos que les están regalando el SIS y encima van a votar, no pues, esto es tierra de nadie (vecina de sector 1, San Isidro, entrevista con el autor).

Así, los viejos garantes de una sociedad colonial (raza, linaje, posición social) han dado pase a una ciudad de la mezcla y, con ello, a una ciudad carente de ciudadanos, pero plagada de individuos (Martuccelli 2015). De allí que la línea trasversal que cruza los discursos de los tres actores sea la del encierro, la del camuflaje y la necesidad de reconocer a los habitantes, de ponerlos a todos en su lugar. Se generan dispositivos de seguridad que no solo cambian la libertad de tránsito por la seguridad, sino que, en la elección y en la construcción de estos dispositivos de seguridad, queda en evidencia una búsqueda de segregación. Sin embargo, la situación se complica al no haber garantías de identificación de otredad.

Discusión y conclusiones

Desde el lado de los vecinos la figura es clara. El habitual temor a la pérdida del patrimonio o al desorden social, aunque esté justificado, amplía el espectro y adquiere dimensiones que sobrepasan al comportamiento criminalístico del espacio. Así, el miedo a ser atacado no se condiciona a la referencialidad del espacio, sino que llega a un nivel en el que todo espacio se convierte en potencialmente peligroso. Por consiguiente, ya no sería garantía de seguridad el revestimiento del espacio público con iluminación, señalización vial y presencia de seguridad, pues a pesar de todo esto, según los actores, la delincuencia es cada vez más avezada.

Sin embargo, este incremento de las percepciones también se debe a la ruptura de los códigos de delincuencia. Si hoy día los lugares que antes eran invulnerables -debido a su ubicación en la escala social- son narrados como tierra de nadie es, justamente, porque se ha resquebrajado la ilusión de la envoltura que recubría el concepto de seguridad y unidad. Ante la inefectividad de los dispositivos de seguridad, sumado a que, desde la perspectiva de los vecinos, hay lugares que no pueden ser atacados por estar en un distrito de clase alta o media, podemos observar que la crisis proviene de la ruptura de una especie de regla tácita: un pacto social clasista que sindicaba a la violencia y la delincuencia como actos exclusivos de la periferia de la ciudad. Por ello, se acentúa la idea de que la ciudad se ha vuelto aún más peligrosa desde la llegada de los venezolanos.

Frente al relato de los tres tipos de actores, -y frente al reforzamiento de las zonas en las que habitan- podemos analizar que el factor latente tanto en las quejas como en las demandas de protección frente la inseguridad está concentradas en la ruptura de los lugares comunes. Distritos que eran pensados como fortalezas, debido a algún acto de violencia, se han convertido en espacios de alta percepción de criminalidad. Razón por la que el acto se torna más traumático: no tanto por la naturaleza misma del crimen, sino por el espacio (inviolable) que fue trasgredido. Así, la criminalidad y la percepción de inseguridad se desvían y se alimentan de fuentes divergentes.

En este contexto, se requiere de más investigaciones para establecer las interrelaciones entre el temor a la delincuencia y otras inseguridades fundadas en la ruptura de espacios pensados como seguros. De esta forma, la teoría de Weber (2002) y Parking (1979) se torna pertinente para generar el diagnóstico. Si no es la criminalidad directa la que alimenta la percepción de inseguridad, entonces son la búsqueda y la pugna por la inviolabilidad de las comunidades cerradas las que disparan las percepciones. Así, bajo el paraguas de la asociación por clase, se crean actores sociales con cualidades específicas y más homogenizadas. La separación entre vecino y poblador no solo refleja la división entre lo familiar y lo foráneo, sino también la imposibilidad de una comunidad conjunta.

De tal forma, para poder sostener las construcciones imaginarias de lo semejante o lo ajeno, se recurre a la creación de fronteras simbólicas (Bourdieu 1979). Aquellas personas que pueden habitar un espacio, pero no tienen eso que las haga ser parte de ello. Y, como tal, se convierten en focos productores de criminalidad o, incluso, en sospechosos de ser parte de alguna organización criminal.

Sin embargo, la teoría no responde a cabalidad las propuestas de los autores. Pues la propugna de un actor social se hace en función de un agente de cambio, identificado con la construcción y no con la destrucción. A partir de las entrevistas podemos leer que el ciudadano se identifica con el victimario y no con la víctima, de allí que la culpa (simbólica) recaiga en aquellas personas que no pensaron como victimario para evitar los actos de violencia. Tras esta lectura, el desplazamiento al venezolano se torna interesante puesto que el temor hacia su amenaza no recae en las particularidades que estos poseen sino en el malestar social reinante.

Pareciera entonces que, en el proceso creciente de inseguridad, la aparición del venezolano ha resentido la formación de una identidad, presentándose como el obstáculo frente al cual se miden los valores de un espacio en formación. Es decir, el malestar por los robos que antes eran llamados delincuenciales, hoy día no corresponde al hacer de los venezolanos, sino que su amenaza radica en los supuestos derechos que el Estado les ha otorgado: el seguro integral de salud (SIS), el acceso a la educación y el derecho a votar. Así, no solo roban bienes, sino también les roban los derechos a los peruanos.

En otras palabras, la presencia de los venezolanos -ya sea real (San Juan de Lurigancho) o imaginaria (San Isidro)- los ha excedido totalmente, al igual que criminalidad efectiva y la percepción de inseguridad. De tal forma, bajo la consigna de un lugar seguro, los barrios se convierten en incubadoras de intolerancia y xenofobia, paradójicamente inculpando a los venezolanos por los malestares de una ciudad cambiante. En síntesis, se ha tomado al venezolano como el chivo expiatorio para culparlo de los problemas sociales, y así, dar rienda suelta a la discriminación, a la racialización y a los sistemas de castas. Si antes el andino era el paria de la ciudad, hoy el venezolano lo encarna. Sin embargo, aún es muy pronto referir esto como una sentencia; es necesario analizar detalladamente lo que acontece, ya que, lejos de ser un hecho cerrado, es un proceso con ecos regionales.

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1Debido al revuelo que tuvo en los medios tradicionales como en las redes sociales, este hecho se viralizó. Dejamos el enlace para que el lector pueda constatar de primera mano. Cf. https://www.youtube.com/watch?v=ok_HQi2Eo28

2Es importante señalar que en Lima, al haber una falencia de espacios públicos, la mayoría de parques en zonas adineradas sean cerrados o privatizados (Díaz-Albertini 2016). Existe poca apropiación de parte de los limeños en torno a estos. Es habitual que se tenga una actitud pasiva y contemplativa de los lugares en vez de ser utilizados para su esparcimiento. De ese modo, el reclamo del vecino tradicional responde a que el nuevo vecino pasara de una actitud pasiva a una actitud activa.

Recibido: 27 de Agosto de 2018; Aprobado: 20 de Octubre de 2018

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