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URVIO Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad

versión On-line ISSN 1390-4299versión impresa ISSN 1390-3691

URVIO  no.21 Quito jul./dic. 2017

https://doi.org/10.17141/urvio.21.2017.2937 

Misceláneo

Mujeres con pena privativa de libertad: ¿quiénes son y cómo viven en una cárcel de Ecuador?

Women's imprisonment: Who they are and how they live in a prison in Ecuador?

Laddy Almeida1 

1Universidad Central del Ecuador, Ecuador , lkalmeida@uce.edu.ec


Resumen

Los estudios acerca de personas con pena privativa de libertad tradicionalmente han excluido en el análisis al grupo de mujeres presas bajo el argumento de su escaso número. Esta ausencia en el conocimiento motivó la realización del presente estudio que tiene como objetivo perfilar social y jurídicamente a mujeres recluidas en uno de los Centros de Rehabilitación Social ecuatorianos y, así mismo, conocer su forma de vida mientras cumplen condena, en la mayoría de casos, junto con sus hijos. El enfoque mixto en esta investigación permitió definir un diagnóstico coincidente con los planteamientos de la teoría del desarrollo sobre la delincuencia femenina. Los resultados permitieron ratificar que la falta de educación, el desempleo, la desestructuración familiar y la pobreza caracterizan mayoritariamente la realidad social de mujeres contraventoras de la ley y que los efectos adversos de las penas que cumplen trascienden los muros carcelarios y alcanzan sus redes familiares.

Palabras clave: cárcel; delincuencia femenina; derecho penal; pena privativa de libertad; rehabilitación social

Abstract

Studies on people with custodial sentences have traditionally excluded in the analysis the group of women imprisoned under the argument of their limited number. This exclusion has motivated the development of the present study that as an objective wants to create a social and legal profile of women in one of the Ecuadorian Centers of Social Rehabilitation. This will help understand their daily life while in prison, which in major cases includes their life with their children. The emphasis of this investigation allows to define a diagnose that consists with the approaches of the theory of development of criminal activity by women. The results allowed to emphasise that the lack of education, employment, the destruction of families and the poverty is part of the social reality of the majority of women who break the law. The adversary effects of the jail sentences transcends prison walls and reaches the families of the women who are in prison.

Keywords: prison; female delinquency; penal law; imprisonment; social rehabilitation.

Introducción

La delincuencia femenina es de especial interés entre académicos y profesionales de diversas áreas, por cuanto la información que proporciona actualmente la ciencia, y en específico la criminología, se fundamenta principalmente en los estudios del hombre criminal, lo que desfavorece la comprensión de este fenómeno en sus diferentes dimensiones e impide o limita la formulación de políticas públicas que prevengan el crecimiento del número de mujeres infractoras de la ley. En la historia del Ecuador se registra la presencia de reformatorios y cárceles para mujeres desde la colonia hasta nuestros días, siendo los más referenciados el camarote de Santa Marta, instaurado en Quito a finales del siglo XVI (Benítez Arregui y Ortiz Batallas 2011, 88), el ala para mujeres de la Penitenciaría Nacional de Quito, el Centro de Rehabilitación Social Quito - Femenino, más conocido como la cárcel de El Inca, y actualmente, el Centro de Rehabilitación Social Regional Centro Norte Cotopaxi - Femenino, que para diciembre del 2014 albergaba a 570 reclusas (Dirección de Indicadores de Justicia, DDHH y Estadísticas 2014).

Algunos estudios han analizado la situación de las mujeres en estas prisiones, la mayoría se desarrollaron en los últimos años motivados por la importancia de recuperar la memoria histórica o probablemente en atención a las alertas que se dieron hace poco más de una década como la de Dammert y Zúñiga (2008, 89 cuando afirmaron que existían pocos estudios “sobre la condición de las mujeres encarceladas en América Latina”) o como la de Pontón Cevallos (2008, 98) en cuanto a que la realidad penitenciaria que enfrentan las mujeres en Ecuador “ha sido ignorada y desatendida por el sistema carcelario”. Se puede afirmar que una de las razones que ha impedido conocer suficientemente la situación de las mujeres infractoras de la ley, encarceladas en prisiones del Ecuador, ha sido su escaso número en relación al total de la población penitenciaria. Así por ejemplo, en el análisis estadístico de los perfiles de las personas privadas de libertad que publicó el Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos del Ecuador en el 2012, se señala que en el 2008 las mujeres privadas de libertad representaban el 10,5% de la población penitenciaria adulta y con base en este dato justificaron el no haber incluido esta variable en el estudio, con lo que queda en evidencia que consideraciones como el bajo número de mujeres delincuentes presas ha sido un impedimento para conocer las particularidades de este grupo poblacional.

Es importante también señalar que en el 2010, durante el mandato de Rafael Correa, se declaró en emergencia el sistema penitenciario, lo que derivó en medidas como la construcción de más cárceles y la aplicación de un nuevo Modelo de Gestión Penitenciaria. Los resultados de estas acciones deben conocerse más allá de lo que exponen las entidades gubernamentales, a través de investigaciones que permitan la movilidad de la frontera del conocimiento en cuanto a temas inherentes al sistema carcelario y a política criminal. Los antecedentes antes expuestos motivaron la realización de este estudio de caso que tiene como objetivo analizar desde un punto de vista social y jurídico, quiénes son y cómo viven las mujeres privadas de libertad en un Centro de Rehabilitación Social del Ecuador, que normativamente acoge a mujeres en situación vulnerable y que en la mayoría de casos favorece la convivencia con los hijos menores de tres años. Aunque esta investigación no busca establecer causales para la comisión de delitos se exponen algunas teorías acerca de la delincuencia femenina como eje introductorio. Su consideración permitió determinar que el diagnóstico establecido encontró convergencia con las proposiciones que sustentan la teoría del desarrollo.

Un estudio pionero acerca de delincuencia femenina es el desarrollado por Cesare Lombroso y Guglielmo Ferrero escrito en los primeros años del siglo XX titulado The female ofender, determinó “que las mujeres delincuentes eran atavistas biológicas, es decir, que en ellas se encontraban caracteres propios de antepasados y no de la época” (López Martín 2013, 2). En otra de sus obras, La mujer criminal y la prostituta, estos autores concluyeron respecto a la mujeres delincuentes que “su sexualidad exagerada y sus sentimientos innatos de venganza, avaricia, envidia, celos o maldad, resultaban ser los causantes de sus delitos” (Maqueda 2014, 31). Estos estudios fueron la base para el surgimiento de teorías que trataron de explicar por qué la mujer delinque. La criminología, entonces, inició el estudio de la mujer criminal considerándola un “sujeto débil en cuerpo y en inteligencia, atribuido a fallas genéticas” (Espinoza Mavila y Casas 2010, 77).

Diversas teorías se han propuestos desde entonces. Entre ellas están las biológicas que inician representándose precisamente en los estudios de Lombroso y Ferrero. Para sus proponentes, su condición de mujer la convierte de por sí, en un ser inferior al hombre. Sus características anatómicas, genéticas, psicológicas, fisiológicas u hormonales serían los detonantes para la comisión de delitos. Llegó a afirmarse que los periodos catamenial, de maternidad, lactancia o climaterio podrían alterar tanto a una mujer que la conduciría a trastornos y conductas anormales, algunas de ellas de orden delictivo (Serrano 2015). En nuestro país, en una obra publicada en la década de los 40 del siglo pasado, se concluyó que el período menstrual causaba una alteración en el estado afectivo y emocional de las mujeres, lo que favorecía un “ambiente propicio para la comisión de los delitos, o de otros actos violentos que denotaban irascibilidad y malestar” (Barrera 1943, 80).

Se han propuesto también teorías conocidas como psicoanalíticas o psicologistas. Estas exponen que las mujeres son seres propensos a hacer el bien, gentiles y frágiles y que la ruptura de esta imagen se debe a la presencia en ellas de rasgos masculinos. Se asegura también que la mujer busca su complemento en el hombre y así, más que autora, es cómplice de delitos (Lima Malvido 1998). Otra tendencia explica que las mujeres delinquen menos que los hombres porque no tienen el ego tan desarrollado como ellos y por tanto el impulso hacia conductas negativas es menor. En otros casos, se explica inclusive que la génesis de la conducta delictiva estaría motivada por la envidia que sienten del varón en cuanto a la posesión de sus genitales, encontrando esta afirmación su sustento en el complejo de castración propuesto por Freud (Serrano 2015).

Una corriente crítica plantea la teoría del control social, según la cual la disminución en el dominio que tradicionalmente ha existido sobre las mujeres ha provocado un cambio en sus conductas; algunas de estas se contrapondrían con la ley. El tratamiento igualitario que cada vez más se consigue entre hombres y mujeres propiciaría entonces, una desinhibición de conductas facinerosas. En esta misma línea disruptiva aparece la teoría de la caballerosidad, que explica que las mujeres cometen igual número de delitos, pero que esto no se refleja en la realidad debido a que ellas, considerando su sexo, reciben un trato cortés o privilegiado de los aparatos de control social formal (Gil 2004; Lima 1998). Maqueda (2014), citando la tesis de Pollak de los años 50, explica que según esta teoría, las mujeres, aprovechándose de sus características y por su astucia, convencen a los hombres para que sus faltas no sean denunciadas o consiguen que los agentes de control formal sean más benevolentes con ellas ante acusaciones o dictámenes de sentencias. Los planteamientos de esta teoría encontraron su contraparte en otra de las teorías, la de la conspiración, según la cual, históricamente las leyes han sido formuladas por los hombres y, así, se han construido delitos exclusivos para las mujeres, como forma de control (Gil 2004).

En este punto y considerando que el objetivo de esta investigación es determinar caracteres sociales y jurídicos de mujeres con pena privativa de libertad, se da especial énfasis al análisis de la teoría del desarrollo, según la cual, si los procesos de desarrollo económico o político no están debidamente planificados, se provocan desequilibrios sociales que, a su vez, gestan problemas como falta de empleo y marginalidad, lo que genera angustia y (en ocasiones) una inclinación hacia los actos delictivos. “El crecimiento, el desarrollo económico y criminalidad están relacionados” (Lima Malvido 1998, 110). En consonancia con este planteamiento hay estudios que efectivamente reflejan ese vínculo, así, por ejemplo, se ha concluido que los casos de delincuencia femenina tienen relación “en su inmensa mayoría, con condiciones de pobreza, marginación, discriminación racial o étnica, trabajos precarios y poco saludables, desocupación o subocupación en los estratos sociales más bajos, con familias problemáticas y bajo nivel de instrucción y de cultura” (Maqueda 2014, 112-113). De igual modo, hay informes en los que se determina que productores, traficantes y vendedores de droga en América Latina “provienen de áreas económica y socialmente vulnerables, y en la mayoría de los casos son personas que han tenido menos oportunidades, inclusive que han sufrido pobreza familiar y menores niveles de educación” (Comisión Interamericana de Mujeres 2014, 22). Este último dato, sin ser exclusivo para el caso de la mujer delincuente, refuerza la teoría del nexo existente entre crimen y desarrollo.

En el ámbito nacional hay estudios en los que también la teoría del desarrollo encuentra elementos de soporte, tal es el caso de la investigación de Román y Pacheco (2015) que, si bien no contempla un enfoque de género, concluye que los principales clientes del sistema penal penitenciario pertenecen a clases económicas bajas. Otro estudio describe a las mujeres presas en una cárcel de la ciudad de Quito en estos términos: “Mujeres sabidas, guerreras, paqueteras, buscavidas se levantan en medio de la dureza de la vida hipermarginada, mientras cargan a cuestas sus potencias y fragilidades, sus sexualidades y sus maternidades” (Coba 2015, 4). La autora atribuye como agente causal de la criminalización de las mujeres a la aplicación de un modelo neoliberal y las consecuentes repercusiones en los sectores sociales más vulnerables, entre ellos, el de mujeres pobres. En esta misma línea, también se ha afirmado que “las mujeres reclusas ecuatorianas son el producto de la marginalidad, de la estigmatización, del rechazo social, de la falta de oportunidades para tener acceso a mejores niveles de educación, de capacitación, de un trabajo digno que les permita una vida digna” (Narváez Silva 1998, 177).

Hasta el 2014 en Ecuador el Centro de Rehabilitación Social Femenino Quito, la cárcel de El Inca, fue el centro penitenciario para mujeres más grande del país. Con base en un estudio realizado hace poco más de una década se determinó que durante el 2004 y 2005 este centro acogía al 38% del total de mujeres presas en el país (1.129). El 81% de ellas estaba privada de su libertad por delitos vinculados a sustancias estupefacientes. En cuanto a la instrucción, el 40% tenía primaria y el 41% secundaria. El 90% se reconocía como población mestiza. En lo referente a su estado civil, el 41% vivía en unión libre y el 34% era soltera. El 72% tenía una edad comprendida entre 18 y 39 años. Setenta y siete niños y 80 niñas convivían con sus madres; sus edades oscilaban entre un mes y siete años o más (Dirección Nacional de Rehabilitación Social 2005). No hay afirmaciones concluyentes en lo referente a su situación económica pero considerando que el 81% de las mujeres no tuvo acceso a una escolaridad suficiente puede presumirse una precariedad en este sentido.

Como se puede apreciar, en los estudios citados se encuentra un punto convergente de pobreza, delincuencia y cárcel. Un escenario adverso caracterizado por una mala situación económica, marginalidad y violencia, que impide o limita el acceso a una vida digna, puede convertirse en un caldo de cultivo para una vida delincuencial. Cuando a una reclusa de la cárcel del Inca se le preguntó el por qué de sus actividades delictivas asociadas con tráfico de drogas, respondió que la necesidad, el hambre y la búsqueda de recursos para su familia, fueron las razones (Pontón y Torres 2007, 67). Entre el 2009 y el 2016, el 42% de iniciativas productivas financiadas por el Instituto de Economía Popular y Solidaria - IEPS, estuvieron lideradas por mujeres jefas de hogar, 6.782 familias fueron las beneficiadas. Este dato permite constatar que la mujer ecuatoriana, bajo ciertas condiciones, sabe enfrentar retos de orden económico y velar por el cuidado y bienestar de sus familias, pero cuando esas condiciones u oportunidades son insuficientes o no se presentan, se puede errar en el camino seleccionado.

Para reflexionar respecto al escenario posible de riesgo en el que estaría desenvolviéndose la mujer en Ecuador, se consideró necesario exponer algunos datos que guiarán además ciertas conclusiones. Así, según la Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo realizada en diciembre del 2013, de la población ecuatoriana que tenía empleo, únicamente el 38,8% eran mujeres y el 61,2% hombres. De la población que tenía un trabajo adecuado (categoría inferior al trabajo digno pero en el que no hay insuficiencia en el ingreso y la jornada laboral) el 32,2% le correspondía a las mujeres y el 67,8% a los hombres (Castillo y Rosero 2015). Ahora bien, en lo que respecta al trabajo no adecuado (hay insuficiencia en el salario y/o jornada laboral), figura el trabajo no remunerado, que involucra el cuidado de ropa, la limpieza de viviendas, la preparación de alimentos, el cuidado de los miembros del hogar, el cuidado de mascotas y la participación en mingas o trabajo comunitario. Un estudio demuestra que aquí sí, la mujer destaca. El 78,34% del total de horas dedicadas a esta actividad estuvo a cargo de ellas, frente al 21,66% que dedicaron los hombres (Instituto Nacional de Estadística y Censos 2016). Tradicionalmente y hasta ahora, el trabajo que desempeña la mujer en el plano doméstico no ha recibido reconocimiento social y menos económico.

En Ecuador, según un estudio realizados por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC 2016), el 23,7% de la población se encontraba en una situación de pobreza (ingreso familiar per cápita inferior a USD 84,65 mensuales) y el 8,6% en pobreza extrema (ingreso familiar per cápita inferior a USD 47,7 mensuales). Si bien en este trabajo no se hace especial referencia a la situación de las mujeres, puede inferirse que considerando el menor número de oportunidades que tiene la mujer en la sociedad para acceder a un trabajo adecuado, gran parte de esta realidad la sufren ellas. A esta desventaja social, laboral y económica se suma como agravante el hecho de que en Ecuador seis de cada diez mujeres han sufrido violencia de género y una de cada cuatro, violencia sexual (INEC 2012).

Materiales y metodología

El estudio se desarrolló en el período marzo-junio de 2016 en uno de los Centros de Rehabilitación Social de la región interandina del Ecuador que normativamente acoge a mujeres en situación vulnerable por condiciones de edad, embarazo, puerperio, periodo de lactancia o enfermedad grave. La investigación tiene un alcance descriptivo y se direccionó bajo el enfoque mixto o híbrido para así obtener datos cualitativos y cuantitativos que permitieron llegar a conclusiones fundamentadas en su complementariedad.

Las técnicas de investigación cualitativa empleadas fueron la observación participante y la entrevista. Al respecto de la última, se consideró que los discursos individuales reproducen discursos sociales (Gordo y Serrano 2008) y por tanto contribuyen en la comprensión de la problemática más allá del yo, por lo que era importante su práctica. El acercamiento y diálogo preliminar con las mujeres privadas de libertad permitieron la identificación de casos representativos, como procedimiento de diseño muestral. A quienes se entrevistó se les explicó previamente el carácter voluntario de la participación en el proceso investigativo así como los objetivos tanto de la investigación como de la entrevista propuesta. De igual modo, se les garantizó la reserva en cuanto a su identificación personal para prevenir dificultades personales e institucionales. Complementariamente, se identificó uno de los casos con más carga significativa y se solicitó a su protagonista la autorización para construir su historia de vida con base en una serie de entrevistas. Su nombre fue cambiado por motivos de confidencialidad.

Con el propósito de realizar la contrastación estadística de la hipótesis se aplicó un cuestionario a 62 mujeres que estuvieron privadas de libertad en este Centro. No fue posible aplicar la encuesta a un indeterminado, pero reducido, número de mujeres que completarían el universo de la investigación, debido a que en el transcurso del estudio dejaron la institución por culminación de sentencia o proceso judicial; o por traslado a otro centro penitenciario. Para el procesamiento de los datos se utilizó el programa estadístico SPSS. El nombre del Centro de Rehabilitación en donde se realizó el estudio no se menciona para precautelar la seguridad tanto de la institución como de las mujeres y niños que ahí residen.

Resultados

A través de la observación, la entrevista y la encuesta fue posible establecer un perfil social y jurídico de las mujeres contraventoras de la ley que cumplían, en ese tiempo, pena privativa de libertad en el centro. Así mismo, se pudo conocer la dinámica de grupo que se daba entre ellas, con sus hijos y con las autoridades penitenciarias mientras vivían o pervivían esperando el tiempo de su salida. Lugares como este no dejan de causar curiosidad, asombro y fundamentalmente temor. Eso se reflejaba en los rostros de quienes afuera, en la acera, esperaban su turno para ingresar y realizar trámites varios de orden personal o en favor de parientes o amigas que se encontraban prisioneras.

Una pequeña puerta permitía atravesar los altos muros de la institución. Un policía, hombre o mujer, dependiendo del sexo del visitante, estaba obligado a realizar una revisión corporal para que ninguna visita ingresara objetos prohibidos como celulares, baterías, cámaras o drogas. Resultaba interesante ver como para algunas mujeres que debían atravesar este proceso, no dejaba de ser incómoda la exploración de sus senos, cintura, caderas y muslos, aunque solo fuera un breve toque de otras manos femeninas; para otras, era algo familiar, indiferente. Unos pocos metros más allá, se presentaba un segundo filtro a cargo de guías penitenciarios quienes luego de solicitar identificaciones y registrar algunos datos necesarios permitían el ingreso al espacio destinado para el cumplimiento de las penas. Al abrirse esta segunda puerta, destacaban los cuerpos de las reas vestidos con camisetas color tomate intenso que delataban su condición.

Este centro contaba con cinco galpones ligeramente diferentes en cuanto a tamaño, estaban dispuestos uno junto al otro y eran vigilados celosamente tanto por los guías que custodiaban el interior de la institución, cuanto por cámaras ubicadas en sitios estratégicos. Uno de estos espacios fue acondicionado como taller de costura por lo que la capacidad de población penitenciaria de la institución disminuía considerablemente. Los cuatro restantes eran identificados como pabellones A, B, C y D; durante el período de estudio albergaron en promedio a 64 mujeres y 41 niños que por razones de edad o salud convivían con sus madres. Cada pabellón contaba con literas para el descanso de las reclusas y sus hijos. Bajo las camas inferiores se observó el depósito de recipientes con vajillas y cestas plásticas, algunas con implementos de aseo; otras, con alimentos que lograron ingresar a través de sus familiares o de delegados por la Junta de Tratamiento.

En las paredes se apreciaban repisas rebosadas de productos para la atención de niños recién nacidos o de corta edad, como pañales, aceites, lociones, jarabes, cremas, termómetros, jabones, juguetes, vinchas, imperdibles, etc. En los espacios posibles, viejos muebles receptaban ropa, cobijas y otros enseres. A lo largo de cada una de las camas que conformaban las literas, un cordón sostenía alguna franela o tela convirtiéndolas así en pequeños cubículos privados, en donde madres e hijos compartían los sueños. Un televisor y un horno microondas ocupaban lugares importantes en cada uno de estos pabellones que al fondo disponían de cuartos de baño con inodoros, lavabos y duchas que las reclusas debían mantener aseados al igual que todos los pisos.

En un día común las mujeres cumplían una diversidad de actividades para su cuidado o el de sus hijos: acudían a los consultorios médicos, lavaban la ropa en los lavaderos, concurrían al llamado de los profesionales del Centro Infantil del Buen Vivir (CIBV) al que asistían sus niños, velaban por los hijos enfermos, etc. Otras en cambio, preparaban ensaladas con los vegetales que les traían sus visitas y que acompañaban en el almuerzo a los alimentos entregados por el Centro, porque en términos generales, consideraban al rancho de baja calidad o insuficiente. El relato de sus historias personales o murmurar alguna novedad del día, era práctica común entre ellas; siempre había algo nuevo que comentar o de quien hablar. Unas pocas trabajaban en el taller de costura o se entretenían en la confección de bisutería con los materiales que ocasional y gratuitamente les entregaban los funcionarios del centro. Las más alegres y extrovertidas bailaban al son de la salsa choke o de cualquier otro género musical popular de moda, como preludio a actos a los que acudían autoridades por alguna celebración. Cuando se presentaba la oportunidad, no faltaban mujeres que se interesaban en asistir a eventos programados por los funcionarios de la institución como charlas o talleres, sobre todo porque eso sumaba para acceder a ciertos beneficios institucionales, “son bien aburridos, pero necesitamos el papel”, se escuchaba decir. Era común verlas disfrutando del descanso extendidas bajo el sol en las áreas verdes o cubiertas por una manta en sus respectivas camas mientras veían televisión o amamantaban a un infante. A diferencia de otros centros, aquí era permitido, por lo que el maquillarse o pintarse el cabello y las uñas era una opción muy frecuente.

Aunque no se imponía la práctica de una religión determinada, asistir a las misas ocasionales era casi obligatorio. Los guías penitenciarios insistentemente convocaban a este rito que con solemnidad se desarrollaba en una de las instalaciones y al que asistían no solo las mujeres privadas de libertad sino también varios funcionarios empeñados en compartir con ellas todas las actividades posibles. Conmovía ver el clamor fervoroso al Dios católico por paz, amor, resignación, fuerza y libertad. Al final, para todos los asistentes, chocolate, pan y bendiciones del cura y personas voluntarias, era la costumbre.

Entre los gritos para que alguna destinataria conteste el teléfono público del que disponían; el desfile vigilante de funcionarios; el escandaloso equipo que proyectaba géneros musicales como salsa, perreo o bachata; la voz estruendosa de los guías llamando a alguna reclusa a gritos; niños corriendo, jugando o llorando en el patio luego haber salido del CIBV; mujeres yendo y viniendo mientras realizaban diversas actividades, algunas con sus niños en brazos; era así como culminaban las tardes en un día cualquiera. Cuando se daba el aviso, antes de la seis de la tarde, niños y mujeres debían ingresar a sus celdas, en donde encerrados terminaban sus días entre llantos infantiles y el sopor provocado por la humedad y el calor propios del hacinamiento.

Conviene subrayar como punto importante que para este grupo de mujeres el cumplir sus penas en este lugar era un privilegio. Eso lo sabían sobre todo quienes anteriormente habían estado en otros Centros de Rehabilitación Social del país en donde la forma de vida era diferente y el tratamiento mucho más estricto, frío y distante. La mayoría temía que llegue el día en que sus hijos cumplan la edad máxima permitida para convivir con ellos y deban ser trasladadas a otra institución. No faltó aquella que comentó incluso el preferir embarazarse nuevamente a tener que aceptar su traslado a otro centro. Los funcionarios estaban precavidos de que las reclusas eran muy imaginativas o audaces cuando se trataba de impedir o posponer su traslado a otros centros cuando ya no se justificaba su permanencia ahí, ante lo que procuraban orientar y asesorar, como forma de prevenir acciones contraproducentes.

La conducta violenta o irrespetuosa hacia la autoridad era otro de los causales que motivaban el traslado inmediato a otros centros a pesar de arrepentimientos, ruegos, llantos o reclamos. Así sucedió con un grupo de mujeres que protestaron ante medidas que consideraron injustas e inapropiadas. Sin más salida tuvieron que pedir a familiares dispuestos a hacerlo, que vengan urgentemente por sus hijos y los cuiden hasta que la libertad fuera posible para ellas. Nadie se encargó de determinar si estos familiares eran los más adecuados para el cuidado de los menores o si esa medida de sanción podía causar grave perjuicio al menor.

La convivencia ocasional con estas mujeres permitió un diálogo y acercamiento técnico y humano suficiente para comprender que cada mujer presa en esta institución era en sí misma una historia de tragedia, dolor, desgracia y obligada resignación. A la mayor parte de ellas les caracterizaba el factor pobreza y, como era de suponerse, ninguna manifestó un deseo contrario de libertad aunque afuera, para la mayoría, aguardaba la soledad, la miseria, el discrimen y principalmente la violencia de la que conocían muy bien desde temprana edad. Cada narración de sus vidas era sorprendente, pero algunos casos destacaban por su complejidad y porque eran una especie de fusión de males sociales. Así se encontró el caso de Magdalena, quien tranquila, altiva y divertida relató lo que hasta entonces fue su vida. Su historia se tradujo así:

Nací en Quevedo en el 92, tengo un hermano y tres hermanas, una madre y dos padres porque mi mamá hizo creer a dos hombres que vivían en ciudades diferentes que yo era su hija y de ambos cobraba pensión de alimentos. Antes era fácil que a una la inscribieran en varios sitios con solo presentar testigos. Cuando cumplí nueve años, mi madre nos abandonó. Junto con mi hermana quedamos al cuidado de mi abuela y mis hermanos fueron a vivir con sus respectivos padres. Ella nos maltrataba, pasábamos hambre. Estudié hasta sexto grado y a los trece años me fui de la casa, comencé a hacer mi vida, unas tías me ayudaron a entrar en el negocio de las drogas. A los 14 años me uní con un joven que tenía 28 años. Él acababa de salir de la cárcel y juntos vendíamos droga. Dos años después nos fuimos a Lima. Él robaba y yo me dedicaba a la prostitución. Peleábamos mucho. Tengo cicatrices en mi cuerpo porque él me hería con picos de botellas, tijeras o cuchillos, pero también yo le daba. Regresamos y a los 17 años ya tenía una hija. A los 18 caí presa y para salir tuvimos que entregar a la jueza que llevaba mi caso un auto que teníamos, lo hicimos pasar como una venta. Al poco tiempo el papá de mi hija cayó. Seguí visitándolo en la cárcel pero después me cansé y lo dejé. Me fui a Riobamba, continué prostituyéndome, me iba bien. Allá conocí al papá del bebé que tengo ahora. Él estruchaba (robaba); carteras, joyas, pero a mí no me importaba porque él me trataba bien y yo estaba enamorada, pero después también lo dejé porque empezó con el polvo y cuando uno cae en eso se va a la mierda. Caí presa otra vez por asociación ilícita, estuve tres meses detenida, salí, vine a Quito embarazada y como aún no se me notaba la barriga trabajé en un prostíbulo del norte. Después trafiqué droga uno, tres meses y ahora estoy aquí, presa nuevamente. Me preocupa mi hija que ahora tiene seis años y que vive en Quevedo con mi abuela, porque me llegó la noticia de que un primo la había violado. Quiero que me trasladen allá para estar cerca de ella. Mi condena es de dos años. Aquí no se hace nada sino cuidar al bebé y pasar el tiempo. Cuando salga me voy a hacer la lipo. Después del embarazo me quedé gorda, mi mamá me va a pagar la operación. Después quiero ir a Chile a trabajar, dicen que allá la prostitución es buena, que pagan bien.

Abandono, maltrato infantil, pobreza, corrupción, drogas, delincuencia, pedofilia, violencia física y sexual, prostitución y cárcel son algunas palabras clave que se identificaron en esta historia de vida, que al igual que en tantas otras que pudieron construirse, dejan entrever efectos posibles cuando grupos poblacionales sufren vulneración de derechos sociales, económicos y culturales. Ahora bien, esta proyección cualitativa se complementó con el análisis estadístico de los datos ofrecidos por 62 mujeres privadas de libertad. Con el análisis se determinó que la mayor parte de ellas eran mujeres ecuatorianas (90,3%) que compartían espacios con otras de nacionalidad colombiana (4,8%), mexicana (1,6%), cubana (1,6%) y sudafricana (1,6%).

Nacieron en diversos cantones del país, principalmente en Quito (46.8%), Guayaquil (4,8%), Nueva Loja (3.2%), Esmeraldas (3,2%) y Tulcán (3,2%), entre otros. La mayoría de las encuestadas (53.2%) expresaron que sus familias estaban domiciliadas en sectores populares de la ciudad de Quito como La Roldós, La Mena, La Planada, La Lucha de los Pobres o la Ferroviaria. Otras, expresaron que las suyas vivían en ciudades como Guayaquil, Tulcán, Ibarra, Ambato, Esmeraldas y Latacunga. El 32,2 % no registró domicilio familiar pues al ser recluidas en la cárcel, de manera inmediata o con el pasar del tiempo, sus familias se desintegraron o fueron abandonadas por sus parejas.

La población total oscilaba entre los 18 y 57 años de edad y considerando únicamente a las mujeres con sentencia, su edad fluctuaba entre los 18 y 43 años, su edad promedio era de 28 años. Este grupo ya sentenciado se caracterizaba por su juventud. El 44.9% tenía 25 años o menos y el 89.8%, 35 años o menos. En cuanto a su estado civil, el 58,1% era soltera, el 33.9% convivía con su pareja en unión libre antes del encierro, el 4,8% estaba casada y el restante porcentaje (3,2%) estaba conformado por mujeres divorciadas o viudas. El 41.9% de mujeres reclusas en este Centro tuvieron hijos (aún menores de edad) con más de una pareja y si se considera que de las mujeres que se han casado o unido más de una vez, el 72,3% sufrió violencia en sus relaciones de pareja (INEC 2013), puede inferirse el nivel de violencia que recibieron de sus compañeros sentimentales.

El 53% de mujeres que cumplían pena con sentencia, manifestó tener pareja o esposo al momento del estudio, sin embargo, solo el 38,5% de este grupo recibía su visita semanalmente como estaba permitido reglamentariamente. De este mismo grupo ya sentenciado el 77,6% recibía visitas de una o varias personas como padres, hijos, parejas o esposos y otros familiares. El 22,4% no recibía visitas nunca. El nivel de instrucción formal del total de mujeres investigadas era deficiente: el 48% apenas cursó la primaria, algunas (11,3%) de manera incompleta (gráfico 1). El 93% de ellas no asistió a la universidad.

En lo referente a situación o temas laborales, el estudio reveló que antes de ingresar al centro penitenciario el 25,8% de ellas se dedicaban a cumplir tareas domésticas en sus hogares; un 19,4% se ocupaba en la venta ambulante de frutas, verduras, periódico, ropa o implementos de aseo en las calles de diferentes ciudades del país. Otras eran pequeñas comerciantes (16,1%), vendían ropa, cosméticos o perfumes por catálogo o se dedicaban al comercio de ganado en pequeña escala. Un 6,5% de mujeres se desempeñaba como empleada doméstica. Apenas un 3,2% se encontraba estudiando en el momento de su detención y en igual porcentaje cada uno, es decir, 3,2%, eran profesionales en alguna área del conocimiento, modelos o costureras. Las demás ocupaban su tiempo en diversas labores como el aseo y cuidado de autos estacionados en la vía pública, eran agricultoras o cocineras o simplemente se dedicaban al ocio. El 1,6% de los casos expresó su dedicación al trabajo sexual como actividad cotidiana.

Fuente: elaboración propia

Gráfico 1 Instrucción de las mujeres con pena privativa de libertad en el centro de estudio. 

Su situación judicial era diversa; así, el 79% tenía sentencia, el 11.3% estaba procesada, el 6,5% cumplía pena por apremio de alimentos y el 3,2% se encontraba allí por contravención. Un aspecto decidor resulta el hecho de que cuando se les preguntó el motivo por el que fueron privadas de su libertad, se identificó que ellas raramente conocen el término jurídico correcto o apropiado para referir su delito, por lo que en el gráfico 2 se exponen los resultados a esta interrogante con base en respuestas construidas desde su propio lenguaje y entendimiento de la falta que cometieron.

Como indica el gráfico, un alto porcentaje de mujeres cumplía penas por delitos asociados con drogas (41.9%). De conversaciones mantenidas con las reclusas se desprende que en términos generales, entrarían en la figura de traficantes de sustancias sujetas a fiscalización en mínima o mediana escala. Por la imposibilidad de acceso a sus expedientes, no se pudo confirmar lo expuesto. Era recurrente escucharlas decir que se dedicaron a la venta de pequeñas dosis de marihuana o cocaína como fuente generadora de ingresos para mantener a sus familias.

Fuente: elaboración propia

Gráfico 2.  Delitos cometidos por las mujeres privadas de libertad en el centro de estudio. 

En cuanto al tiempo de sentencia, este iba desde unos pocos meses hasta 20 años (gráfico 3). El 30,9% tenía una condena que no superaba el año. Excepcionalmente, en uno de los casos, la pena ascendía a 20 años de prisión. La cumplía por homicidio una mujer de 25 años, madre de dos hijos de nueve y cinco años de edad. Llevaba ya seis años presa.

El estudio también desveló que el 59,7% de prisioneras habitaban en las ajustadas celdas de este centro en compañía de uno o dos de sus hijos (24 niños y 15 niñas) quienes durante el día y de lunes a viernes eran acogidos por un CIBV y a partir de las cuatro de la tarde y los fines de semana, quedaban bajo el cuidado exclusivo de sus madres. Desarrollando el tema de los hijos, la investigación permitió conocer que las 62 mujeres encuestadas tenían un total de 151 hijos, de los cuales 138 tenían edades comprendidas entre 0 y 17 años, es decir, el 91% de los hijos e hijas de las mujeres privadas de libertad en este centro eran menores de edad y de aquellos, el 45% tenía cinco años o menos.

Considerando únicamente el caso de los hijos menores de edad, el 19,4% tenía también a su padre privado de libertad en alguno de los centros de detención provisional o de rehabilitación social del país, lo que significaba que 27 de estos niños tenían a sus dos progenitores presos. Once de las mujeres sentenciadas (22,5%) manifestaron que el padre de todos o de alguno de sus hijos, se encontraba también preso en algún centro penitenciario del país, y era por esa razón que los hijos que estaban fuera del Centro quedaron al cuidado de familiares, principalmente femeninos, como abuelas, tías o hermanas mayores.

Fuente: elaboración propia

Gráfico 3. Tiempo de sentencia que cumplían las mujeres. 

Discusión y conclusiones

La privación de libertad de la mayoría de mujeres recluidas en el Centro de Rehabilitación Social donde se realizó el estudio representaba el resultado final de un camino marcado por la vulneración de sus derechos, la violencia, la marginación y, finalmente, el error, al transgredir las normas que la ley sanciona con cárcel. Como se ha mencionado, la mujer ecuatoriana enfrenta la vida en condiciones hostiles y con menores oportunidades de progreso social y económico que el hombre y las características de la vida de estas mujeres son testimonio de esta realidad. La escasa capacitación laboral o profesional fueron factores que impidieron o limitaron el acceso a trabajos dignos y bien remunerados, por lo que, entre el cumplimiento de actividades domésticas o la práctica de los trabajos informales más austeros, algunas buscaron en el ejercicio del delito una fuente de generación de ingresos económicos para su subsistencia y el de sus familias. Esta situación es coherente con lo propuesto en la teoría del desarrollo, mujeres víctimas de sistemas en donde priman la inequidad, la injusticia, la falta de oportunidad, entre otros, pueden, bajo determinadas circunstancias, ser atraídas hacia una vida delictiva.

El contravenir las normas jurídicas provocó su reclusión en este centro penitenciario que si bien les proveía del abrigo, alimento y cuidado médico necesarios para llevar una vida mínimamente digna, no dejaba de ser un lugar de encierro y castigo, por lo que la mayoría de ellas esperaban con ansia el día de su salida. Pero para otras, esta posibilidad les era un tanto indiferente porque estaban conscientes de que al salir de ahí, su vida iba a ser igual que siempre: “¡mala!”. Es oportuno mencionar, además, que esta percepción era resultado, entre otros motivos, del incumplimiento institucional respecto a la capacitación laboral que debía proveérseles para que, una vez fuera, tengan la oportunidad de acceder a trabajos que les permitan vivir con decoro junto con sus familias. Esta violatoria a derechos de las personas privadas de libertad contemplados en normativas nacionales e internacionales que hacen alusión a garantías y principios respecto al trabajo o al desarrollo de habilidades y competencias, afecta un objetivo crucial de la pena privativa de libertad, la rehabilitación social.

Analizando un poco más esta conclusión se puede afirmar que en este caso, el encarcelamiento significaba una medida de castigo severo, ya que la institución no dotaba a las transgresoras de la ley de las herramientas necesarias para una reinserción social idónea. El asistir a misas, tejer bufandas, escuchar conferencias que no generaban interés o hacer collares y pulseras no las capacitaba para sobrevivir en una sociedad inclemente que, además, luego de cumplir sentencia, las estigmatizará por su condición de ex-convictas. Los cortos talleres ocasionales que se ofrecían o las charlas motivacionales eventuales, tenían concurrencia principalmente por el interés en ese papel que certificaría su “ejemplar comportamiento”, ya que con él se garantizaba una salida más temprana. La programación de estas actividades eran esfuerzos insuficientes para garantizar que una vez libres, tengan días mejores, con oportunidades de superación que bloqueen o mitiguen la posibilidad de reincidir en conductas alejadas de la ley.

Estas mujeres, castigadas, abandonadas en ocasiones y marginadas, cumplían las penas bajo la esperanza de un acceso a la justicia. Muchas de las reclusas consideraban el castigo desproporcionado, aspiraban retomar sus vidas, que aunque miserables en no pocos casos, la consideraban mejor, porque la vivían en libertad. La cárcel representaba para la mayoría de ellas un paso más en un camino de miseria y violencia por el que transitaban, a veces, acompañadas de los seres más vulnerables, sus pequeños hijos.

Aunque la situación de las mujeres reclusas puede resultar alarmante, el estudio demostró que hay un problema aún más sensible: la situación de niños que también cumplen condena junto con sus madres y de aquellos que quedan en el desamparo o bajo el cuidado de familiares a los que nadie certifica como idóneos. De los primeros, al parecer, no se advierte que son eso, niños presos. ¿Cuál fue su delito? Ellos no escogieron quien sería su madre y por tanto resulta cruel que en el amanecer de su vida enfrenten una pena, la más severa, la que los priva de su libertad. Es inhumano que existan párvulos que tengan como único horizonte un muro, algunos, desde su primer día de vida. De los segundos, los hijos que quedaron fuera, hay madres que temen los peores escenarios porque saben el lugar en el que quedaron y bajo el cuidado de quién estaban. Eran niños con una alta probabilidad de crecer inmersos en la vergüenza, el abandono, el vicio, el maltrato, la pobreza, la ira. ¿Acaso este no es un escenario ideal para la construcción de una nueva generación en situación de riesgo? ¿Quién vela por los derechos de estos niños, su salud física y psicológica, su formación como ciudadanos que espera y demanda la sociedad? Las respuestas a estas preguntas fueron desalentadoras en este caso. La institución no disponía de los recursos y el personal suficiente para vigilar y así precautelar la seguridad de estos niños.

Como se afirmó anteriormente un alto porcentaje de mujeres que terminan en la cárcel son víctimas de un sistema en el que la inequidad, la exclusión y la injusticia priman. Los resultados de esta investigación confirman este hecho. Pero específicamente, la determinación de que factores socioeconómicos desfavorables inciden en la comisión de prácticas delictivas no es suficiente para comprender cabalmente el tema de la delincuencia femenina. Mujeres de clases sociales privilegiadas también delinquen por lo que se torna imprescindible el desarrollo de investigaciones que favorezcan la comprensión y atención de este fenómeno. Otras teorías deben ser consideradas para un análisis integral.

A la delincuencia femenina debe entendérsela desde diferentes miradas porque no es posible comprenderla desde la monocausalidad. La comisión de delitos generalmente está influenciada por una combinación de factores sociales, biológicos, económicos, culturales etc. Si bien una situación económica adversa puede incidir en el acercamiento a comportamientos criminales, debe puntualizarse que excepcionalmente se presenta esa relación causa - efecto; grupos de mujeres empobrecidas, excluidas y marginadas de la sociedad, enfrentan la realidad de diversa forma según sus características, oportunidades y resiliencia. Los diferentes motivantes de la criminalidad en general deben ser estudiados y atendidos como estrategia para la disminución de los índices delincuenciales. La verdadera lucha debe ser contra los causales que motivan el delito y no contra los delincuentes. Aislarlos y excluirlos, una vez más, no solucionará los problemas que aquejan a la sociedad en materia criminal.

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Recibido: 25 de Agosto de 2017; Aprobado: 10 de Noviembre de 2017

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