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URVIO Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad

versión On-line ISSN 1390-4299versión impresa ISSN 1390-3691

URVIO  no.21 Quito jul./dic. 2017

https://doi.org/10.17141/urvio.21.2017.2952 

Tema central

Inteligencia militar y criminalidad organizada. Retos a debatir en América Latina

Military intelligence and organized crime. Challenges to debate in Latin America

Daniel Sansó-Rubert1 

1 Universidad de Santiago de Compostela, España, daniel.sanso-rubert@usc.es


Resumen

El auge desmedido de la criminalidad organizada en América Latina, en términos de pluralidad de manifestaciones y de gravedad del impacto de las mismas, ha acarreado una singular erosión de la seguridad, la convivencia pacífica y el bienestar social, al tiempo que quiebra los principios consustanciales de la democracia, conculca derechos fundamentales y se produce el contagio criminal del sistema económico y financiero. Ante esta situación de extrema gravedad, muchos Gobiernos latinoamericanos han recurrido al empelo de sus Fuerzas Armadas para contrarrestar la amenaza criminal. Y estas, dentro de sus novedosas atribuciones, han apostado por el empleo estratégico de las capacidades de inteligencia en la lucha contra la criminalidad organizada. Decisión que ha abierto un relevante debate sobre la adecuación, no solo del recurso al estamento militar para este cometido -al margen de los cuerpos policiales-, sino lo delicado de implicar a personal militar en labores de inteligencia dentro del territorio nacional con autonomía operativa, desligados de los respectivos servicios de inteligencia nacionales, con todos los prolegómenos que dicha intervención puede acarrear en términos operativos y de calidad democrática, y respeto al Estado constitucional social y democrático de derecho.

Palabras clave: América Latina; criminalidad organizada; delincuencia organizada; democracia; Fuerzas Armadas; inteligencia criminal; inteligencia militar

Abstract

The excessive growth of organized crime in Latin America, in terms of the plurality of manifestations and the seriousness of their impact, has led to a singular erosion of security, peaceful coexistence and social well-being, while at the same time breaching the consubstantial principles of democracy, violates fundamental rights and the criminal contagion of the economic and financial system. Faced with this situation of extreme gravity, many Latin American governments have resorted to the use of their Armed Forces to counteract the criminal threat. And these, within their novel attributions, have opted for the strategic use of intelligence capabilities in the fight against organized crime. Decision that has opened a relevant debate on the adequacy, not only of the recourse to the military establishment for this purpose - aside from the police forces -, but the delicate task of involving military personnel in intelligence work within the national territory with operational autonomy, detached from the respective national intelligence services, with all the prolegomena that such intervention can entail in operational terms and of democratic quality, and respect for the constitutional social and democratic state of law.

Key words: Armed Forces; criminal intelligence; democracy; Latin America; military intelligence; organized crime

La identificación de la criminalidad organizada como amenaza a la democracia en América Latina: democracias bajo presión

El incremento de la presencia e intensidad de la actividad de la criminalidad organizada en América Latina en las últimas cinco décadas, ha generado la perversa paradoja de transformar una zona de paz, entendida como “territorio caracterizado por la ausencia de conflictos bélicos”, en uno de los espacios más violentos del mundo (Informe Global Peace Index 2015), en donde determinadas áreas geográficas de países como Honduras, Guatemala, El Salvador, México Colombia o Brasil, solo son comparables con escenarios de conflicto bélico como Afganistán o Irak. Geoestratégicamente, América Latina se ha consolidado en las últimas décadas como un importante centro de operaciones de una variedad de tráficos ilícitos (especialmente, el narcotráfico), así como de diversas actividades ilícitas transnacionales. Relevancia adquirida en el comercio ilegal (Arnson y Olson 2011), no solo a niveles subregionales y regionales, sino intercontinentales, aumentado su importancia en términos de geopolítica criminal (Sansó-Rubert 2015, 62-75).

En amplias zonas de sus respectivos territorios nacionales las autoridades no son capaces de salvaguardar los derechos de las personas, ni garantizar la integridad y la estabilidad estatal. La radiografía de América Latina constata, que no solo atraviesa una crisis de seguridad pública, sino que la situación es más crítica; la seguridad nacional está igualmente bajo amenaza. El Estado está fallando por defecto y por exceso ante el empuje del crimen organizado. Por eso, aunque América Latina, sin lugar a dudas, es una región que funciona y avanza en muchos aspectos de su institucionalización, no parece errado sostener que, aunque no representen casos de Estado fallido, si cabe hablar de democracias bajo presión (Sansó-Rubert 2017) y Estados disfuncionales.

Consecuentemente, el escenario regional latinoamericano padece un déficit importante en términos de seguridad. Se caracteriza por la vigencia de una “paz insegura” (Chinchilla 2016, 11-24). Según datos de la Organización de los Estados Americanos (OEA), la violencia criminal organizada tiene en América Latina un carácter “pandémico” (Bartolomé 2009, 16-20). Desde la Organización de Naciones Unidas (ONU), que identifica la región empleando el calificativo de países “bajo estrés” (The Globalization of Crime. A Transnational Organized Crime Threat Assessment 2010, 221-272), se alerta periódicamente respecto de la entidad lesiva que representa el crimen organizado, especialmente, en su vertiente transnacional, y su carácter pluriofensivo, tanto para la seguridad de las personas, como para la estabilidad social, económica y política de las instituciones democráticas. Preocupación reflejada al reconocer el accionar del fenómeno criminal organizado, como uno de los mayores desafíos a la seguridad y estabilidad de los Estados (Mace y Durepos 2007). La violencia, la corrupción y sus actividades relacionadas protagonizadas por la delincuencia organizada, inhiben el desarrollo sostenible y constituyen una flagrante violación de los derechos humanos.

La criminalidad organizada ha evolucionado hasta el punto de transformarse en un actor capaz de amenazar la soberanía e independencia de los Estados (Waever 1995). Extremo este, reconocido en los catálogos de riesgos, peligros y amenazas, que los países han confeccionado dentro de las lógicas de sus políticas estratégicas de seguridad y defensa (López 2010; Sansó-Rubert 2011b). Desafío mayúsculo, al que se enfrentan las democracias de América Latina sometidas a la acuciante presión ejercida por la criminalidad organizada (Sansó-Rubert 2017).

Siguiendo esta línea argumental, desde la perspectiva de la disfuncionalidad estatal, destaca la vigencia de un Estado de derecho débil, incapaz de garantizar el imperio de la ley favoreciendo la anomia y la impunidad de aquellos que transgreden la norma. Un Estado incapaz de preservar los bienes públicos para el conjunto de la población y más grave aún, asegurar la protección de la indemnidad de los derechos y libertades fundamentales. La criminalidad organizada representa la manifestación más cruda de los “poderes salvajes” de Ferrajoli, corruptores de los principios de la vida política entendida democráticamente, socavando cualquier intento de configuración de un sistema constitucional, que sea capaz de garantizar los derechos básicos que sostienen la democracia como ordenamiento político de las sociedades (Ferrajoli 2011).

Además de ser un factor que explica el origen de la implantación del crimen organizado, la debilidad estatal es, al mismo tiempo, el principal obstáculo para combatirlo. Paradójicamente, las instituciones y organismos estatales imprescindibles para enfrentar la delincuencia organizada -el sistema de justicia, penitenciario, de policía, los servicios de inteligencia y las fuerzas armadas- representan, en mayor o menor medida, parte del problema, habida cuenta de su incapacidad para afrontar las demandas de seguridad de la ciudadanía. En esta situación podrá entenderse que es prioritario el reforzamiento estatal, en general, y el del sistema institucional de seguridad, en particular, según los criterios de transparencia y control propios de un Estado democrático (exigencias de calidad democrática). Lamentablemente, hasta el momento no ha sido el objetivo principal de la mayoría de las políticas aplicadas. Lejos de ello, se ha recurrido a políticas represivas que acuden a las fuerzas armadas como principal medio para combatir estas amenazas (Sansó-Rubert 2010b), como se analizará a lo largo del texto, con importantes repercusiones en la esfera del Estado, su ordenamiento constitucional y su seguridad.

Tampoco la implantación del crimen organizado es igual en toda la región, ni la violencia reviste la misma intensidad. Los territorios de Centroamérica (con una mayor incidencia en El Salvador, Guatemala y Honduras), Colombia y México, han sido las áreas geográficas más afectadas en las últimas dos décadas. No obstante, pese a las diferencias de dimensión y naturaleza, y de las formas de afrontarla, la delincuencia organizada es un problema que afecta de manera determinante a las instituciones del Estado y, por extensión, al conjunto social de toda América Latina.

En lo tocante a las fuerzas y cuerpos de seguridad, con independencia de su naturaleza policial o militar, o de la circunscripción territorial de sus competencias (locales, estatales o federales) se encuentran sobrepasadas en relación a la dimensión de los desafíos y sus capacidades reales de respuesta. En similar situación se encuentran los servicios de inteligencia. Carecen de efectivos suficientes y los que están disponibles, no cuentan con la formación adecuada, sumado a su escasa conciencia profesional de su condición de servicio público. Cuestión que se agudiza debido a la baja percepción salarial, sumando a una institucionalidad débil. Estos factores los hacen vulnerables a la corrupción. A ello es preciso sumar la inexistencia de estrategias y políticas públicas de estado, sobre seguridad interior. Prima la ausencia de planificación estratégica al respecto.

Todas estas circunstancias ponen de relieve los vacíos institucionales que afectan a los Estados y las limitaciones existentes para afrontar el desafío planteado por la criminalidad organizada (Buscaglia 2013). Llegados a este nivel de riesgo, conjugado con la disfuncionalidad institucional, la carencia de respuestas convincentes y ante el déficit institucional imperante, que afecta a una parte importante de la estructura de seguridad interior del Estado - cuerpos policiales y servicios de inteligencia-, los gobiernos de la región han depositado mayoritariamente en las Fuerzas Armadas, aunque no en todos los casos, la responsabilidad de atajar las manifestaciones de criminalidad organizada y reconducir la situación, hasta alcanzar la normalidad propia de un estado de paz social.

Acuciados por las imperiosas demandas ciudadanas, que reclaman soluciones rápidas de seguridad y protección, la elección de estrategias puramente reactivas y políticas criminales de extrema dureza, difícilmente encuadrables en un Estado democrático de Derecho, se han concentrado en combatir el crimen organizado, obviando fortalecer las estructuras de seguridad y organismos de inteligencia del Estado. De esta manera, pese a los esfuerzos realizados, no se modifican las causas que favorecen la aparición de delincuencia organizada.

En buena lógica, este tipo de iniciativas a corto plazo, desde la perspectiva política, facilitan oxígeno para la supervivencia de un Gobierno, pero no resuelven en modo alguno las necesidades de un país y de su ciudadanía. Recalcar, que se requiere de políticas y estrategias de Estado, que brillan mayoritariamente por su ausencia, fruto de otra realidad presente en Latinoamérica: la falta de preparación del poder civil para gestionar adecuadamente políticas de seguridad y de defensa, y en especial, los servicios de inteligencia.

El desarrollo de las capacidades de inteligencia contra la criminalidad organizada en América Latina

La primera cuestión es dirimir, sucintamente, qué es y para qué sirve la inteligencia criminal (delimitación del concepto y funciones), para, a continuación, tratar de determinar hasta qué punto tiene sentido o carece del mismo, la inmersión de las Fuerzas Armadas en su desarrollo y empleo, con todo lo que ello conlleva, habida cuenta de la progresiva implicación de los militares en la lucha contra la criminalidad organizada en el contexto latinoamericano1. Disponer de un acervo conceptual claramente delimitado y comúnmente aceptado en sus términos, permite una comunicación clara, concisa y fluida. Premisa, que brilla por su ausencia, cuando nos introducimos en el marco de la inteligencia aplicada al comportamiento delictivo. Esta área de conocimiento en expansión se caracteriza, al menos por el momento, por la existencia de no pocas áreas de confusión, ofuscación y solapamiento (Sansó-Rubert 2012). Circunstancia, que aflora al entremezclar en un totum revolutum, diversas metodologías de análisis del fenómeno delictivo; especialmente, la inteligencia criminal, la inteligencia policial, la investigación policial (o criminal o delictiva, en función de la nomenclatura que se emplee) y el análisis criminal. Dicha circunstancia, genera un permanente desacuerdo entre los expertos en la materia, adscritos a diversas corrientes doctrinales.

El Diccionario LID de Seguridad e Inteligencia (2013), la define como

el tipo de inteligencia que realizan los servicios de información policiales y cuyo fin es analizar e investigar tanto la criminalidad organizada, como aquellas otras formas delictivas cuya complejidad y gravedad impiden su eficaz prevención mediante una investigación policial, fiscal o judicial del caso concreto. También se ocupa del análisis estratégico de tendencias y amenazas en materia delictiva, con el propósito de producir conocimiento, que fundamente la adopción de políticas de seguridad pública dirigidas a la resolución de problemas criminales. En el plano estratégico, se dirige a la definición de los objetivos de la organización policial, y al establecimiento de la política y planes generales para lograr el desmantelamiento de las organizaciones criminales y la prevención de formas delictivas complejas. En el plano táctico, su propósito último es ayudar a la planificación y el diseño de las acciones concretas necesarias para enfrentar las amenazas criminales.

Acepción que, aunque esclarecedora, resulta deficitaria al no reflejar la variedad de posicionamientos existentes sobre la materia. Y además, de facto, la inteligencia criminal, por definición, no está vinculada a un ente en particular sino que, en función de circunstancias de diversa índole -administrativas y políticas-, principalmente o de naturaleza coyuntural, puede residenciarse dicha labor (ejercida simultáneamente o en condición de monopolio), bien en servicios de inteligencia, bien en unidades policiales, los servicios de aduana, en organismos militares, en el sistema penitenciario, las instituciones financieras y económicas e, incluso, empresas privadas de seguridad, según la realidad de cada país (Sansó-Rubert 2016).

Otra discrepancia, reseñada en la obra titulada Conceptos Fundamentales de Inteligencia (Díaz 2016), radica en que, frente al interés generalista de la inteligencia policial por el delito, el delincuente, la víctima y el control social, la materia objeto de la inteligencia criminal se enfoca sobre el “problema criminal”, “ambiente criminal” (criminal enviroment) o “hecho criminal”, definido como una realidad permanente, dinámica y cambiante (en cuanto a su forma, composición y tamaño), sobre la cual es posible actuar e influenciar. Abarca una pluralidad de dimensiones que pueden ser, tanto grupos u organizaciones de crimen organizado, el estudio o análisis de un mercado (legal o ilegal) o un determinado área geográfico, las relaciones que se establecen entre organizaciones criminales y entre éstas y aparatos de gobierno, así como cualquier otro medio o actividad de interés para la criminalidad organizada (Sansó-Rubert 2016). No es más que

un tipo de inteligencia útil para obtener, evaluar e interpretar información y difundir la inteligencia necesaria para proteger y promover los intereses nacionales de cualquier naturaleza (políticos, comerciales, empresariales), frente al crimen organizado, al objeto de prevenir, detectar y posibilitar la neutralización de aquellas actividades delictivas, grupos o personas que, por su naturaleza, magnitud, consecuencias previsibles, peligrosidad o modalidades, pongan en riesgo, amenacen o atenten contra el ordenamiento constitucional, los derechos y libertades fundamentales (Sansó-Rubert 2010b).

Finalmente, la última clave relevante para una delimitación inequívoca reside en asumir que, la inteligencia criminal, no consiste en perseguir delitos para su posterior enjuiciamiento. La obtención de pruebas y evidencias es una actividad propia del ámbito de la investigación policial, no de inteligencia. La investigación criminal/policial se realiza al suscitarse un caso y se culmina con los logros investigativos obtenidos, logrando su esclarecimiento y resolución, mientras que la inteligencia es permanente. No reacciona ante la comisión de un delito (notitia criminis), sino que opera en un continuum constante sobre toda persona, actividad u organización, que pueda parecer sospechosa de constituirse en una amenaza o implique un riesgo para la seguridad (Sansó-Rubert 2012). Motivada por su creciente especialización en función de la propia evolución de su objeto, la inteligencia criminal ostenta suficiente entidad para defender su plena autonomía conceptual, respecto de la inteligencia policial o cualquier otra tipología. Especialización, que tiende a su vez hacia una sub especialización en función de áreas geográficas, actividades delictivas, modalidades comisivas u otras circunstancias de interés.

Sin duda, establecer los límites resulta una aspiración de difícil materialización, ya que la propia comprensión de la complejidad de la fenomenología criminal organizada, demanda un análisis que combine una visión macroscópica y contextual (inteligencia criminal), con una investigación de hechos microscópicos y específicos (investigación criminal). Haciendo hincapié en esta última idea en virtud de su trascendencia, cabe identificar una relación bidireccional entre ambas herramientas de lucha contra la criminalidad: las averiguaciones obtenidas en el contexto de la investigación policial/criminal y los productos del análisis criminal, pueden incorporarse como insumos en el análisis de inteligencia; de la misma forma, la inteligencia criminal como producto y sus metodologías de obtención, pueden emplearse como recursos de apoyo a la investigación policial/criminal).

De igual forma, una misma información puede tener una doble finalidad: constituir indicios y pruebas para descubrir los elementos integrantes del hecho criminal para su enjuiciamiento (investigación criminal/policial) o constituir insumos, que empleará el analista de inteligencia en la elaboración del producto inteligencia, con independencia del momento exacto en el que se produce el conocimiento, sea este anterior o posterior al hecho delictivo. E igualmente es cierto, que ciertas metodologías o técnicas de análisis pueden responder a diferentes objetivos: consecución de inteligencia o aplicables a la investigación (Sansó-Rubert y Blanco 2015). Todo ello, remarcando sus diferencias.

En conclusión, recogiendo los principales rasgos de la definición de inteligencia criminal descritos en el capítulo con el mismo rubro elaborado por Sansó-Rubert y Blanco Navarro en la obra Investigación Criminal (2015), cabe destacar el hecho de que principalmente

permite minimizar el impacto de la criminalidad organizada y mantener un control mínimo para evitar su expansión incontrolada, que suponga en última instancia un deterioro de la seguridad, tanto objetiva como subjetiva. Especialmente cuando el coste de oportunidad a la hora de tomar una decisión (y no otra), puede llegar a resultar cualitativamente mucho más gravoso o generar daños irreparables. Representa un abanico de retos y oportunidades. Por un lado, permite no sólo una mayor y mejor aprehensión del fenómeno delictivo en todo su espectro sino a la par, proporciona un conocimiento “informado” indispensable para la articulación de todos aquellos recursos imaginables (control social formal: Política Criminal, de Seguridad y Defensa, Penitenciaria, medidas legislativas, policiales…) aniveles operativo, táctico y estratégico, destinados a contrarrestar el riesgo criminal.

Igualmente,

despunta por su destacado potencial para la elaboración de los análisis destinados a que los consumidores (destinatarios), sean estos decisores políticos o responsables de los organismos encargados de la persecución de la delincuencia, tengan suficientes elementos de juicio para la adopción de respuestas adecuadas. Esto reduce, en consecuencia, los riesgos inherentes a toda acción o decisión (incertidumbre) para la implementación de políticas criminales y de seguridad eficientes. Al tiempo, que permite contrastar la eficacia objetiva de las medidas pergeñadas al respecto. Conocer qué ha sucedido en el escenario criminal, qué está sucediendo y por qué, y qué es lo más probable que suceda en el futuro es la meta (Sansó-Rubert y Blanco Navarro 2015).

Este es el sustrato para conocer su evolución y advertir con antelación, las posibles incursiones oportunistas de redes criminales (Sansó-Rubert 2011). Un buen producto de inteligencia criminal no solo describe cuál es la situación actual relativa al fenómeno, sino que aporta explicaciones sobre la existencia de dicho fenómeno y establece posibles evoluciones o tendencias, desarrollando diversidad de escenarios viables. Además, define las alternativas factibles para reorientar la situación en el sentido más favorable para su erradicación y control, y establece los eventuales costes económicos y sociales resultantes de la aplicación de dichas medidas (Sansó-Rubert 2016). De la misma forma, posibilita conocer y analizar la distribución geográfica de la actividad delictiva, la concentración territorial de las organizaciones criminales (densidad criminal), el surgimiento de nuevos nichos de mercado ilícitos, la introducción de novedosas metodologías y modus operandi, nuevos productos y servicios, la identificación de las estrategias puestas en práctica por las estructuras delictivas, la familiarización con la subcultura delictiva, las características sociodemográficas relevantes de los miembros de las organizaciones criminales para su conveniente explotación (nacionalidad, región de procedencia, etnia, familia, profesión, condición de ex policías o ex combatientes, tipología de actividad ilícita en la que está especializado…), así como la detección del ascenso y caída de las organizaciones criminales, en virtud de sus fortalezas y debilidades.

De igual forma, su utilidad redunda en su empleo como un instrumento de análisis del éxito de las políticas públicas y decisiones adoptadas en la confrontación con la criminalidad organizada. Destinar capacidades de inteligencia para la realización de análisis sobre la gestión pública del Estado y el fortalecimiento institucional, con el fin de vislumbrar con la debida anterioridad, cómo determinadas decisiones sobre el manejo de lo público (recursos, bienes, y servicios), permiten o facilitan las operaciones y funcionamiento de organizaciones al margen de la ley; de tal forma, que se puedan identificar las implicaciones de las decisiones y esquemas preventivos adoptados, para evitar el fortalecimiento involuntario del crimen organizado.

El recurso a las Fuerzas Armadas en la lucha contra la criminalidad organizada y la consiguiente inmersión en el desarrollo de capacidades de inteligencia criminal

Partiendo de la clara diferenciación entre la defensa nacional y la seguridad pública e interior, como premisa básica asumida en toda América Latina, cabe entonces preguntarse, ¿cuáles han sido los factores que han llevado a una generalización de la actuación de las fuerzas armadas en la seguridad pública y, en concreto, asumir el rol de protectores y garantes del Estado de derecho frente a la criminalidad organizada? ¿Qué mueve a las autoridades a confundir los ámbitos de acción de las fuerzas militares y de las policías, cuando, grosso modo, las constituciones y las leyes determinan que las primeras tienen la obligación de garantizar la seguridad nacional y las segundas, de forma más específica, la de los ciudadanos? Solo cabe una respuesta: la conjugación de la oportunidad y el interés (Sansó-Rubert 2010a). De un lado, la rápida resolución (o al menos la apariencia) de los crecientes problemas de violencia y delincuencia que afectan al conjunto de las sociedades, sumado a la baja credibilidad que entre los ciudadanos y las autoridades tienen los distintos cuerpos policiales y los servicios de inteligencia (Sansó-Rubert 2017). De otro lado, habría que sumarle la aparente necesidad de amortizar unas fuerzas armadas que, según algunos postulados (Frederic 2008), habrían perdido su razón de ser en el nuevo contexto de seguridad internacional tras finalizar la Guerra Fría.

En palabras de Moloeznik (2014, 76-92),

esto se explica, principalmente y por un lado, debido al fracaso tanto de las políticas criminales, como del sistema de justicia penal, incluyendo las policías, de aquellos Estados donde el poder político ha tomado la decisión de comprometer directamente a las fuerzas armadas en el ámbito de la seguridad […]; por el otro, el dominio del denominado populismo punitivo, del discurso de mano dura y tolerancia cero, y del innegable atractivo que ejercen los militares en tanto institución, por su profesionalismo, disciplina, espíritu de cuerpo, movilidad, polivalencia y sistema de armas.

Sin duda, es legítimo que los Estados recurran a todos los recursos disponibles -al amparo de la razón de Estado-, ante un contexto de debilidad y limitación de medios. Cada país tiene unos problemas específicos que atender y sus fuerzas armadas son, al menos en teoría, suficientemente polivalentes para asumir distintas misiones al respecto. La gran pregunta que hay que plantearse es en qué medida la asunción de estas misiones secundarias respecto de su labor de defensa principal, repercuten positiva o negativamente en la institución castrense (Sansó-Rubert 2011a) y por extensión, al Estado de derecho constitucional.

Los nuevos requerimientos han desencadenado un proceso de transformaciones de calado en el seno de las fuerzas armadas para adaptarse. Defensores y detractores, esgrimen razones y argumentos para determinar el grado de protagonismo asumible en la contención del crimen organizado. Implicación, que no se produce de forma unívoca en el ámbito latinoamericano. El nivel de asunción por parte de los militares de funciones policiales y de implementación de capacidades de inteligencia criminal, varía mucho de un país a otro, de acuerdo con los diferentes marcos legales habilitantes y la percepción de la gravedad de la situación de la seguridad dentro de sus fronteras y en su entorno regional inmediato (García Carneiro 2007; Fernández Rodríguez y Sansó-Rubert 2010). Abarcar cada uno de los países de forma pormenorizada es una tarea que desborda los propósitos de este trabajo, que sólo aspira a despertar inquietudes destinadas a alimentar el debate sobre las bondades de la inmersión de la inteligencia militar en las estrategias de respuesta y sus respectivas consecuencias.

Bajo el rubro del concepto de seguridad multidimensional (Rivera Vélez 2008), que suscita no pocas controversias, asistimos a una progresiva adaptación de las capacidades y funciones militares -incluyendo las de inteligencia- a los requerimientos de la lucha contra las actividades de la delincuencia organizada, en detrimento de las instituciones policiales y servicios de inteligencia. Transformación, que empieza a suscitar un intenso debate, hasta ahora ausente (Fabián Saín 2014), no solo alrededor de la pertinencia de la militarización de las políticas públicas de seguridad interior, sino en lo tocante a la obtención, desarrollo y gestión de inteligencia criminal por parte de personal militar para el propio soporte de dicha orientación. Cuestión esta última que tampoco es baladí, a la hora de interactuar con otros servicios de inteligencia o unidades de inteligencia de cuerpos policiales de otros países.

A grandes rasgos, la asunción de iniciativas de inteligencia -operativa, táctica y estratégica- aplicadas a la confrontación con la criminalidad organizada supone, en primer término, una tendencia general a aplicar la lógica propia de la inteligencia militar -en gran medida propiciado por la ausencia, igualmente generalizada, de una doctrina de inteligencia criminal propia de cada país-, provocando una militarización de la inteligencia criminal. Militarización, que dispara la “sensibilidad social” y desconfianza ante el desarrollo de labores de inteligencia por parte de personal militar en relación a la seguridad interior del Estado. Destaca la falta de formación y conocimiento especializado sobre la realidad criminal del personal militar, o de cobertura legal para realizar con éxito labores de infiltración (diversas modalidades desde el agente encubierto hasta figuras más complejas como el agente infiltrado, según permita la legislación de cada país), obtención de información y gestión de fuentes humanas en ambientes criminógenos, principalmente en espacios urbanos, lo que a su vez conlleva exponer a los militares a título personal, bien al contagio criminógeno (corrupción), bien a exponerse a ser descubiertos.

A nivel institucional, supone por extensión, exponer a la institución castrense a la penetración criminal (contaminación del servicio) y a la devaluación de la calidad del producto inteligencia a través de las labores de contrainteligencia de las organizaciones criminales, bien impidiendo las labores de obtención, bien contaminando la inteligencia a través de la facilitación de información falsa y de señuelos, que conduzcan al fracaso operativo. Contaminación que se contrarresta con un profundo conocimiento de la criminalidad organizada que permite, en gran medida, detectar informaciones falseadas, sumado a un correcto y eficiente manejo de todo tipo de fuentes, especialmente las humanas.

Además, la inteligencia criminal es por la propia naturaleza del fenómeno objeto de análisis, transversal y multifactorial. Engloba conocimientos de derecho, economía, finanzas, sociología, criminología, psicología, geográficos, geopolíticos… para configurar análisis desde las estructuras de las organizaciones criminales, hasta su modus operandi, pasando por sus capacidades logísticas, de infiltración estatal, económicas, sus lógicas de acción y estrategias de mercado, de expansión de autodefensa para su preservación y la de sus actividades, sus capacidades relacionales tanto en el medio delictivo con otras organizaciones (proveedores, compradores, aliados…), como en la esfera lícita, a niveles empresarial o institucional. Un conjunto de conocimientos y perfiles ausentes entre el personal analista de las fuerzas armadas y también, por qué no decirlo, de muchos de los servicios de inteligencia latinoamericanos en su actualidad, donde la inteligencia criminal representa más un desiderátum que una realidad fáctica. Y, finalmente, lo que más preocupa, es si esa inteligencia llega al decisor civil para que adopte las medidas oportunas y ejerza el liderazgo en la respuesta al crimen organizado o queda cautiva en las instancias militares.

Otra cuestión trascendental, que igualmente cabe plantearse es hasta qué punto, los ajustados presupuestos de defensa pueden soportar el incremento de cometidos a desempeñar por las fuerzas militares sin que ello suponga un detrimento de sus capacidades, máxime cuando hablamos de capacidades de inteligencia, que requieren de una fuerte inversión. Especialmente, en períodos de crisis económica y recortes presupuestarios. La lógica induce a pensar que el coste no es baladí. Y todo ello bajo la sombra del potencial riesgo de corrupción e implicación de los militares en actividades ilícitas en calidad de actores (Astorga 2007), ya mencionado. De hecho, la extendida argumentación de especial resistencia de los militares ante la corrupción en base a su deontología y valores profesionales, no se sostiene empíricamente. No existen pruebas fehacientes de que las fuerzas militares sean menos vulnerables a los tentáculos de la corrupción criminal (Bailey y Godson 2000).

Las consecuencias de su involucramiento directo en la lucha contra la delincuencia organizada repercuten negativamente de manera directa en el desarrollo de los servicios de inteligencia y de sus capacidades, al quedar estos en un segundo plano y perder el liderazgo del combate al crimen organizado en clave de inteligencia. De igual forma, la ausencia de una doctrina de inteligencia criminal y el desconocimiento de sus particularidades metodológicas, hacen que los militares se dediquen a aplicar su doctrina de inteligencia militar y metodologías de captación de información, manejo de fuentes y análisis a la criminalidad organizada, generando episodios de vulneración de derechos fundamentales y extralimitación en el ejercicio de sus competencias profesionales, derivado del desempeño de tareas para las cuales no han recibido formación previa (Díez y Nicholls 2006). Y posiblemente, tampoco el interés por adquirirla. La formación de profesionales con dedicación al orden interno o a la defensa nacional obedece, a prirori, a vocaciones diferenciadas. Como resultado, se han sentado las bases para que dentro de los planes y objetivos de las Fuerzas Armadas se introduzca, en mayor o menor medida, el combate a la delincuencia y el desarrollo e implementación de acciones destinadas a la provisión de seguridad pública y ciudadana como objetivos estratégicos (Hernández 2008), lo que a la postre supone, una transformación de profundo calado en la doctrina militar.

Ante la problemática planteada en el título de este análisis, a tenor de lo expuesto, queda claro que la participación militar en la esfera de la seguridad interna obedece a unas necesidades perentorias del Estado (último recurso), y qué debiera limitarse solo a los supuestos en los que las circunstancias así lo requieran. Acomodar la razón de Estado a los requisitos democráticos (razón de Estado democrática), para identificar aquellas situaciones en las que la razón de Estado es el único e indispensable medio para salvar la democracia (Fernández García 1997). Interpretación que ampararía constitucionalmente el recurso a las fuerzas armadas en la lucha contra la criminalidad organizada como instrumento extremo para supuestos excepcionales, sin que pueda tildarse esta opción de antidemocrática.

Por lo tanto, tiene perfecta cabida en Democracia, pero su empleo debe ser articulado convenientemente bajo premisas claras (preservando un mínimo de criterios, para que el empleo de las tropas tenga legitimidad: que se asegure la gravedad de la amenaza; que el propósito del uso de la fuerza militar sea correcto; que sea el último recurso; que exista una proporcionalidad de los medios; que se formule un balance de las consecuencias, supeditación y primacía del liderazgo civil de las operaciones…), que eviten otorgar erráticamente a las fuerzas armadas una preponderancia, que conlleve el riesgo de militarizar la seguridad interior (Fernández Rodríguez y Sansó-Rubert 2010). Problemática, en gran medida provocada por la influencia de Estados Unidos en la región que, bajo el paraguas de la “guerra contra las drogas”, ha favorecido la militarización de la respuesta al crimen organizado, atrayendo a los Ejecutivos hacia esta deriva con cuantiosas ayudas económicas y operacionales, supeditadas en exclusiva al disfrute del estamento militar. Sobre todo, promoviendo las capacidades militares de operaciones especiales (Mendel y McCabe 2016) e inteligencia.

Desde la óptica de la estrategia de seguridad interior, la tendencia internacional se decanta claramente por primar las capacidades policiales y de los servicios de inteligencia para la reducción del delito y del hecho criminal, respectivamente. El control policial desempeña un papel central (Bobea 2003). Se considera que la policía es el instrumento adecuado para desarrollar iniciativas de disuasión, prevención, represión y proactividad en la lucha contra el delito, quedando reservados los servicios de inteligencia para las manifestaciones más graves de criminalidad organizada, que amenacen la integridad estatal. En definitiva, la apuesta por los cuerpos de policía (destacando sus unidades de inteligencia), en circunstancias de normalidad, para el mantenimiento del orden y la seguridad ciudadana. Sin perjuicio de que, ante determinadas circunstancias, se recurra a las fuerzas militares en búsqueda de apoyo. Para que esta apuesta fructifique en América Latina, resulta indispensable una profunda reforma del sector policial y de sus organismos nacionales de inteligencia.

Entre tanto esta reforma no llega, la previsión es que los gobiernos latinoamericanos continúen dependiendo del estamento militar para contrarrestar las manifestaciones más violentas de criminalidad organizada, generalmente asociadas a la actividad del narcotráfico. Y es que el discurso de guerra contra el crimen organizado, ha calado profundo en la visión estratégica de la seguridad y defensa de prácticamente toda América Latina (exceptuando básicamente a los países del Cono Sur, con Argentina a la cabeza).

A pesar de los razonamientos esgrimidos en este trabajo, que desaconsejan el recurso a las fuerzas armadas, al menos tal y como está planteado actualmente por los países de la región, la impronta de la razón de Estado y la excepcionalidad devenida en cotidiana prevalecen, introduciendo elementos de inseguridad jurídica y arbitrariedad. Se han convertido en el argumento sobre el que se sustenta todo el andamiaje de la respuesta manu militari, exponente de la máxima intensidad del uso de la fuerza del Estado. Aplicar la letalidad defensiva para preservar Estado, sociedad y democracia, despierta suspicacias con respecto a procesos de militarización velados, tamizados bajo el rubro del compromiso con la seguridad interior, al tiempo que, de facto, la experiencia arroja resultados no especialmente satisfactorios.

La declaración de los Estados de una guerra al crimen organizado planificada desde un prisma militar, implica, en primera instancia, el abandono expreso de los procedimientos constitucionales ordinarios para perseguir a la delincuencia organizada. En segundo término, genera importantes perjuicios colaterales de relevancia constitucional (costos constitucionales) y democrática, como la violación de Derechos Humanos por parte de las fuerzas militares en sus operativos, circunstancias que no tienen cabida en el marco de una política de seguridad pública democrática. Otro elemento destacable, es la vulneración del Estado de derecho, donde queda fuera de lugar la visión del “enemigo”, propia de los enfrentamientos bélicos.

La situación requiere con urgencia del establecimiento de límites y garantizar el papel del Estado como proveedor de seguridad en términos democráticos: seguridad democrática. Afrontar el reto de encontrar en la seguridad y la inteligencia, interpretadas desde el prisma de la democracia, la forma de afrontar correctamente la amenaza. Sea como fuere, sin duda, guste o no, las fuerzas armadas están llamadas a cobrar trascendencia en la lucha contra las actividades ilícitas en América Latina (Sansó-Rubert 2011a), siendo en la medida de lo posible deseable su expresa supeditación a la dirección policial y bajo el control civil. Es importante no perder la perspectiva de que, necesariamente, son diversos los ingredientes que han de intervenir en la erradicación de la delincuencia organizada. Por ello, no se debe olvidar que el éxito realmente se alcanzará con la imbricación adecuada de todos los instrumentos disponibles -combinando estrategias de prevención, acción y reacción-, sumado a la cooperación de todos los actores implicados, bajo el paraguas de la democracia y del Estado de derecho.

Conclusión: entre el deber ser y el ser. Un debate en profundidad pendiente

A grandes rasgos, la delincuencia organizada constituye un problema de seguridad, a nivel nacional, regional e internacional, habida cuenta de su creciente transnacionalidad, que puede llegar a sobrepasar los esquemas ordinarios de respuesta requiriendo medidas excepcionales. Y de cómo se gestione dicha excepcionalidad, la democracia y el Estado de derecho resultarán fortalecidos o, por el contrario, se abrirán espacios de incertidumbre que el Estado deberá afrontar, no ya en el plano de la lucha contra la delincuencia organizada, sino en la esfera de los derechos, libertades y garantías constitucionales, que imprimen el carácter constitucional a las democracias y a sus sistemas de inteligencia en América Latina.

La realidad criminal en la que está sumida América Latina trasluce el cúmulo de fracasos derivados de una deficiente gestión de la amenaza. Las respuestas operadas se manifiestan inefectivas y el recurso estrella, las fuerzas armadas, arroja un balance estratégico negativo. No sólo no se ha logrado reconducir la situación, sino que se ha empeorado, contribuyendo al descrédito de la democracia, la vulneración de derechos, la erosión del Estado de derecho y al incremento de la debilidad de un Estado disfuncional, cuya clase dirigente parece que no termina de interiorizar, que la opción del recurso a las fuerzas militares bajo el estandarte de la guerra al crimen organizado y la razón de Estado no tiene futuro. Al menos, en los términos planteados hasta el momento. La vía militar combate los síntomas, pero no las causas de la delincuencia organizada.

Ha llegado el momento de redefinir los términos de la confrontación contra la delincuencia organizada, adecuándolos a las transformaciones experimentadas en el escenario estratégico y acordes al nuevo paradigma de seguridad, que tiende a implantarse con rapidez, donde prima la prevención en detrimento de las iniciativas reactivas. Sentar las bases que configuren los principales lineamientos de las futuras estrategias de seguridad y defensa frente a la criminalidad organizada. La perspectiva novedosa que conforma la denominada “seguridad inteligente”, hace hincapié en la importancia de articular la seguridad en base a las capacidades en inteligencia (Pulido y Sansó-Rubert 2016), especialmente, en su vertiente prospectiva, como uno de los principales recursos para enfrentar con éxito las manifestaciones de criminalidad organizada de mayor intensidad (Sansó-Rubert y Blanco 2015); desarrollar estrategias y capacidades fundadas en inteligencia criminal para constreñir a la mínima expresión la delincuencia organizada que está por materializarse o impedir que llegue siquiera a eclosionar, intentando atisbar los derroteros por los que el crimen organizado evolucionará en las próximas décadas, identificando posibles tendencias.

Problema: a pesar de los recientes esfuerzos democráticos modernizadores llevados a cabo por la mayoría de los Gobiernos de América Latina, las estructuras de inteligencia han quedado, en gran medida, al margen. Un mínimo de institucionalización democrática de los Servicios y de la función de Inteligencia, representa un requisito sine qua non, recalco, imprescindible, a efectos de la articulación y desarrollo de una estructura y actividad de inteligencia realmente funcional al servicio de la democracia.

En América Latina, la legislación actual que regula los servicios se caracteriza por ser una normativa legal extraordinariamente básica, en cuanto a contenido y extensión, supeditada a un desarrollo reglamentario que no ha terminado de producirse en plenitud. Cuestiones cruciales como los principios y límites jurídico-constitucionales orientadores de su acción y el funcionamiento del sistema de controles -internos y externos-, aplicable, están aún por modernizar acorde a las necesidades de un servicio democrático propio del siglo XXI. La mayoría de los países, han quedado “atrapados” en esta fase de desarrollo institucional, que no acaba de cerrarse, lo que podría constituir un elemento relevante para entender cómo es posible que, en países con un elevado nivel de desarrollo, sus servicios de inteligencia adolezcan del homogéneo fortalecimiento institucional.

Dicha legislación sobre los servicios de inteligencia, recoge de forma mayoritaria, la criminalidad organizada explícitamente como objetivo de los mismos en aras a defender y preservar la democracia y el estado de derecho. Mandato, que no deja de constituir un desiderátum, dado que las capacidades al respecto no han sido objeto real de desarrollo e implementación en la mayoría de los supuestos, o han sido formalizadas en precario; lo cual es aún más grave, exponiendo a los agentes, al propio servicio y a la comunidad de inteligencia, de existir ésta, a una situación de máximo peligro al quedar indefensos, al no disponer de la capacitación y los medios acordes para operar con seguridad, ya no decimos con éxito, ante las abrumadoras capacidades de contrainteligencia y penetración de las que disponen las manifestaciones más relevantes y por extensión peligrosas de la criminalidad organizada en la región.

De esta forma, queda la inteligencia nacional expuesta (medios, capacidades, integrantes, metodologías de trabajos) a su detección por parte de la criminalidad organizada y por consiguiente, susceptible de ser objeto de neutralización y penetración. Parece que los responsables políticos de las respectivos servicios de inteligencia aún no han interiorizado el peligro real de la amenaza criminal organizada y de la fortaleza y perfeccionamiento de sus capacidades y medios, incluso frente a los aparatos de inteligencia. La debilidad crítica de los servicios de inteligencia (civiles) de América Latina frente a la criminalidad organizada, corre pareja a la crisis del modelo policial y, por supuesto, a la inteligencia policial.

Todavía no han querido darse cuenta de que gran parte del éxito de la lucha contra la criminalidad organizada reside en las capacidades de inteligencia. Que no resulta una opción barata y que requiere de mucho tiempo para que arroje resultados fructíferos. Hay que ser muy crítico al respecto, porque el panorama vigente y su proyección futura, no resulta precisamente tranquilizador.

En consecuencia, el hecho de que el proceso de normalización de la inteligencia aún esté por acabar, inmerso en un proceso lento de maduración, hace complicado que se inviertan medios y atención al desarrollo de una doctrina de inteligencia criminal, cuando la institucionalización de los Servicios no se ha consumado satisfactoriamente. Quienes forman parte de los servicios de inteligencia requieren contar con una carrera funcionarial, una permanente actualización y capacitación, un sistema de reclutamiento público y transparente, un control de las actividades que realizan, en especial las relacionadas con el acceso a información privada y un permanente reforzamiento ético durante la carrera laboral (Sancho Hirane 2012; 2015); si el objetivo es que quienes realizan la función de Inteligencia en el Estado sean profesionales en el desarrollo de su trabajo.

La falta de institucionalización se traduce en gran medida en la ausencia de legislación estatutaria de personal. Encontramos Servicios con un elevado porcentaje de personal laboral contratado en unidades de análisis de inteligencia y gestionando información de alta sensibilidad para la seguridad del Estado que, debido a su contratación discrecional, cesa en el Servicio cuando se produce un cambio de Gobierno, siendo reemplazados por personas afines al nuevo Ejecutivo.

La reforma de los sistemas de inteligencia representa uno de los retos destacados para las democracias de América Latina. Los servicios de inteligencia requieren de una adecuación sustancial al objeto de enfrentar la criminalidad organizada y superar, al unísono, el lastre de las inercias del pasado propias de policías políticas de regímenes dictatoriales, que limitan su modernización y consolidación democrática. De igual forma, lamentablemente, una vez restablecida la democracia, en algunos países se han dado casos de uso indebido de los servicios de inteligencia. Circunstancia, que ha acarreado la correspondiente crisis institucional y consiguiente reforma del servicio para evitar que los bajos niveles de institucionalidad, generen incentivos para un mal uso de las capacidades de los servicios de inteligencia. Desviaciones con resultados lesivos para los derechos fundamentales, en nombre de la seguridad nacional, que han generado la desconfianza y deslegitimación social de los servicios de inteligencia, identificándolos como parte del problema de inseguridad e inestabilidad, que sufren sus países.

El debate está abierto y América Latina se sitúa en una delicada encrucijada entre el deber ser y el ser, en la que las decisiones que se adopten en el ámbito de la inteligencia y los servicios de inteligencia, redundará en el futuro de la seguridad regional, el fortalecimiento de sus democracias, la solidez del Estado de derecho y el éxito ante el desafío de la criminalidad organizada. Dada la trascendencia y la relevancia de lo que está en juego, este debate no se puede postergar más.

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1Para una mayor profundización en el recurso a las Fuerzas Armadas en la lucha contra la delincuencia organizada consultar: Sansó-Rubert, Daniel. 2017. Democracias bajo presión. Estado, fuerzas armadas y criminalidad organizada en América Latina: ¿éxito o fracaso de la estrategia de contención militar?. Madrid: Dykinson.

Recibido: 25 de Agosto de 2017; Aprobado: 03 de Noviembre de 2017

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