Introducción
Diez años después de la “transición judicial” emprendida durante el Gobierno de Rafael Correa, las ciencias sociales ecuatorianas todavía no se han planteado el reto de desarrollar una agenda de investigación que permita captar, en su amplitud y complejidad, las dinámicas de transformación institucional de este poder estatal. A primera vista, la reforma de la justicia realizada a partir del referendo del 7 de mayo de 20111 se aprecia como una iniciativa con cuestionable legitimidad. Analistas políticos y jurídicos pusieron en duda los fundamentos legales de tal acción al considerarla una intromisión inconstitucional de actores políticos en la justicia (Castro Riera 2011; Grijalva 2011a; Wray 2011) y, por lo tanto, una violación de los principios democráticos de separación de poderes e independencia judicial (Trujillo y Ávila Santamaría 2011). En comentarios sobre el referendo enfocados en la figura presidencial, se expuso su dimensión política y se denunció, en algunos casos, que se trataba de un intento de acumulación de poder (León Trujillo 2011).
El referendo, inscrito en un marco más amplio de judicialización de la política (Basabe 2012), brindó, según sus detractores, a dirigentes políticos la posibilidad de remplazar los jueces con el fin de instrumentalizar la acción judicial.2 Más allá de dichos cuestionamientos, la frágil legitimidad de la reforma se manifestó igualmente en sus consecuencias políticas, reflejadas en la pérdida de apoyos gubernamentales,3 o en acciones posteriores para “descorreizar” el aparato estatal.4
Sin negar la dimensión política de las reformas emprendidas durante la presidencia de Correa, en el presente artículo se expone que tales iniciativas, más allá de un intento por capturar las cortes del país, revelaron un esfuerzo por redefinir la institución judicial. Ante un modo establecido de funcionamiento de la justicia, organizado en torno a la figura del juez como notable del derecho (Dezalay y Garth 2002), y cuyos rasgos son la movilidad profesional y la estima social (Karpik 1986), las reformas implementadas en el Gobierno de Correa privilegiaron, en cambio, la promoción de un perfil hasta entonces relativamente subvalorado: el juez de carrera.
Sin embargo, lejos de ser una simple renovación de personal, dicho cambio puso en juego representaciones establecidas sobre las competencias y la imagen del juez. Siguiendo con este razonamiento, los numerosos cuestionamientos en torno a la reforma pueden reinterpretarse como una expresión de la tensión provocada entre modos opuestos de construir la autoridad judicial. Desde la perspectiva abordada en el presente artículo, la legitimidad cuestionable de la reforma es menos producto de su (in)constitucionalidad, o de una politización resultante de los tribunales, que de la oposición generada entre maneras divergentes de concebir la institución y quién puede llegar a ella.
El artículo se centra en el principal tribunal de justicia ecuatoriano, en su composición interna y en los cambios en los modos de acceso al mismo. Se parte de una presentación de la literatura sobre la justicia en el Ecuador para señalar los aportes del enfoque sociológico con respecto a debates prevalecientes. Enseguida, se presenta al magistrado de la Corte Suprema como notable de derecho, enfocándose en una de sus características centrales: la movilidad profesional. A partir de esta ilustración se evidencia de qué manera dicho perfil contribuye a la legitimación de la institución judicial al mismo tiempo que limita sus posibilidades de autonomización. Luego, se examinan los cambios en la designación de jueces nacionales durante el Gobierno de Correa, los cuales, articulados a una historia más amplia de reformas en el modo de entrar a la magistratura, derivan en una redefinición del perfil de juez. Finalmente, se retoma la discusión sobre los cuestionamientos a la reforma, pero interpretados a través de la tensión entre modelos opuestos de legitimación de la actividad judicial.
Más allá de la independencia: por una sociología de la justicia en Ecuador
En el ámbito académico la iniciativa de reforma del 2011-2012 enfocada en una “restructuración” del poder judicial confirmó para algunos el diagnóstico de una ausencia histórica de independencia (Basabe y Llanos 2014; Grijalva 2011b). Orientados hacia dicha problemática, estudios sobre instituciones políticas (Basabe, Pachano y Mejía 2010; Freidenberg y Pachano 2016) y judiciales en Ecuador (Castro-Montero y Van Dijck 2017; Basabe y Polga-Hecimovich 2013; Grijalva 2010; Guerrero 2015; Pásara 2014) han señalado repetidamente la politización de los jueces y sus perjudiciales implicaciones para la calidad de la democracia en el país. La historia de la justicia en Ecuador sería entonces una de instituciones “imposibilitadas de actuar con autonomía […] arrastradas por la polarización de la pugna [política]” (Burbano de Lara y Rowland 2003, 164); o una en la que “la clase política históricamente ha impedido que los jueces […] se constituyan en nuevos actores políticos, realmente independientes” (Grijalva 2012, 175). Siguiendo este razonamiento, la reforma emprendida en el mandato de Correa no sería más que otro episodio en la larga historia de subordinación judicial.
Aunque la literatura académica se ha enfocado oportunamente en los numerosos conflictos políticos en torno a los tribunales, menos atención se ha dirigido a las dinámicas específicas de cambio institucional que han sostenido las diferentes iniciativas de reforma. Encaminados hacia el problema de la “independencia”, los trabajos académicos no han dejado de presentar una imagen de relativa inercia, según la cual poco o nada ha cambiado en el funcionamiento de la justicia, precisamente, a causa de la injerencia permanente de la política. En efecto, cambios normativos en el modo de organización del poder judicial “solamente [habrían] servido para modificar los actores que [lo] manipulan, manteniendo inalterada la relación de dependencia de los jueces hacia los políticos” (Basabe y Llanos 2014, 44).
Enfocarse en las dinámicas de cambio conduce a reorientar el análisis desde una evaluación de la independencia judicial hacia el examen de los mecanismos concretos de reforma promovidos bajo el Gobierno de Rafael Correa. De esta manera, se busca, a través de una sociología de la profesión jurídica (Abel y Lewis 1988; Banakar y Travers 2005) y del cambio institucional (Brunsson y Olsen 1993), encontrar pistas que aporten a la discusión sobre los procesos de reconfiguración estatal que marcaron dicho periodo (CAL 2016).
Estudiar los modos de acceso y promoción en el espacio judicial5 permite superar la dicotomía prevaleciente en la literatura entre independencia y politización, al tomar en cuenta la conjugación compleja entre factores institucionales y recursos individuales que favorecen la ocupación de cargos de alta relevancia en el ámbito judicial (Malleson y Russell 2006). En efecto, más allá de las consideraciones o intereses políticos que puedan motivar iniciativas de reforma, estas no dejan de tener impactos en la composición y en los modos de organización de la institución judicial. Los procesos de reforma se aprecian de esta manera como actividades que buscan transformar las reglas constitutivas que gobiernan una institución (Lowi 1972), sean los mecanismos que permiten la entrada y progresión de sus miembros, el acceso a posiciones de autoridad, la construcción de públicos o clientelas, o la imposición de nuevas representaciones del orden legítimo institucional.
El ejemplo planteado aquí ilustra de qué manera iniciativas de reforma ponen en juego oposiciones existentes dentro de un espacio social determinado ‒en nuestro caso el judicial‒ al redefinir los criterios que favorecen el acceso a una institución y, por tanto, su anclaje en dicho espacio social. Se trata entonces de aprehender los procesos de cambio a partir de las dinámicas sociales específicas que los sostienen, más allá de las idealizaciones normativas por medio de las cuales se busca evaluar sus impactos, como la independencia en el caso de la justicia.6
Metodología
El presente artículo desarrolla una mirada sociológica de las principales reformas del poder judicial ecuatoriano desde la transición de 1979 (Herrera 2019). Se adopta como principal metodología el estudio cualitativo de las trayectorias de vida (Darmon 2008; Reséndiz 2013) de los miembros de la Corte Suprema/Corte Nacional de Justicia en el periodo 1979-2012. Se analiza el impacto que han tenido los cambios en los modos de designar magistrados sobre la conformación de la Corte y, por tanto, sobre los elementos sociales que históricamente han favorecido el acceso al principal tribunal del país. Las biografías revelan así la articulación entre experiencias individuales y procedimientos institucionales de designación. En consecuencia, la metodología se apoya en diversos tipos de materiales que brindan informaciones sobre tales actores y que se encuentran disponibles a partir de entrevistas con antiguos miembros de la Corte, hojas de vida, recortes de prensa y debates parlamentarios.7
Sin embargo, en lugar de un abordaje cuantitativo que presente un panorama global del grupo estudiado, se adopta un razonamiento en términos de perfiles-tipo orientado a identificar rasgos distintivos (Swedberg 2017). Los elementos biográficos permiten así la reconstitución de modelos de carrera de los cuales se desprenden niveles variables de pertenencia al espacio judicial. Al mismo tiempo, el material cualitativo hace posible su asociación con representaciones sobre la excelencia profesional. Con base en esta metodología, se presentan elementos analíticos que dan cuenta de las dinámicas sociales que operan en la selección de altos magistrados y que apoyan el argumento de una redefinición de la institución a partir de las reformas emprendidas bajo el Gobierno de Rafael Correa.
El magistrado como notable del derecho. Una elite jurídica caracterizada por la movilidad profesional
Partir de una definición de los magistrados de la Corte Suprema como notables del derecho conduce a mirar las dinámicas sociales que históricamente han regido el poder judicial ecuatoriano. Retomando la noción empleada por Yves Dezalay y Bryant Garth (2002) en su estudio sobre elites administrativas en América Latina, se trata de juristas con un alto nivel de formación, capaces de apoyarse en su conocimiento generalista del derecho y en la experiencia profesional para ocupar posiciones clave en la jerarquía social. Herederos de familias distinguidas y representativos de un “ideal aristocrático de Gobierno”, el notable del derecho combina una sólida red de relaciones sociales y su conocimiento jurídico para forjar una imagen de prestigio, y aspirar a cargos destacados en la conducción de los asuntos públicos.
En línea con los objetivos de este artículo, vale la pena detenerse en un elemento de dicho perfil: la capacidad elevada de movilidad profesional. En efecto, el magistrado de la Corte es típicamente un jurista cuya carrera se desarrolla tanto en el interior como fuera del espacio judicial. Revelando una dinámica según la cual la circulación entre diferentes actividades del derecho constituye la marca de la excelencia profesional, las trayectorias de los magistrados se distinguen por el ejercicio intermitente de la abogacía, la enseñanza universitaria, la administración pública -tanto a nivel local como nacional-, la judicatura, e incluso la actividad política, sea por medio de mandatos electorales, o asignaciones de responsabilidad política como un cargo ministerial.
Tomando como punto de referencia la composición de la Corte Suprema en 1979, es notoria la presencia de reconocidos juristas que corresponden con dicho perfil. Magistrados como Jorge Hugo Rengel o Rubén Ortega Jaramillo brindan un primer ejemplo de aquello, al ser miembros de la Corte y poseer una alta capacidad para circular entre diferentes espacios de actividad profesional. Originarios de Loja, y provenientes de familias vinculadas a círculos políticos e intelectuales locales, ambos magistrados ocuparon a lo largo de sus trayectorias una variedad de cargos y responsabilidades, y se convirtieron así en figuras destacadas de la vida política y social lojana.
En el primer caso, Jorge Hugo Rengel (nacido en 1913), hijo de Manuel Rengel Suquilanda,8 cursó sus estudios en dos de las principales instituciones académicas del sur del país: el Colegio Bernardo Valdivieso y la Universidad Nacional de Loja donde obtiene el título de abogado en 1939. Miembro del Partido Socialista, Jorge Hugo Rengel conoció sus primeras experiencias políticas como concejal provincial en la década de los 30, durante sus años universitarios. En esta etapa adquirió igualmente sus primeras experiencias judiciales ejerciendo el cargo de secretario de juzgado. Además de mantener una actividad regular de editorialista a lo largo de su carrera, Rengel se desempeñó en la actividad académica como profesor de Historia del Colegio Bernardo Valdivieso y, más adelante, como profesor de Derecho en la Universidad Nacional de Loja a partir de 1947. Un año después, fue electo al Concejo Municipal de Loja, en el cual cumplió cuatro mandatos consecutivos. Su posicionamiento como figura destacada de la ciudad se apoyó también en sus actividades culturales: se desempeñó como presidente de la Casa de la Cultura de Loja en 1956 y 1970. A inicios de los años 70, Rengel integró brevemente la Corte Superior de Loja antes de convertirse en consejero del Congreso para la elaboración de reformas al Código Penal en 1972 (sin resultados concretos). Tiempo después, participó en la transición democrática de 1976-1979, al integrar una de las comisiones encargadas de la reforma constitucional. Su participación en la transición, así como la cercanía con el futuro presidente Jaime Roldós, facilitaron su nominación a la Corte Suprema en 1979.
De igual manera, la carrera de Rubén Ortega Jaramillo presenta características similares de movilidad y de posicionamiento profesional múltiple. Nacido en 1929, Rubén Ortega se educó igualmente en el Colegio Bernardo Valdivieso y posteriormente en la Universidad Nacional de Loja, institución en la que se graduó en 1957. Su trayectoria profesional se desarrolló en gran medida en los mismos espacios institucionales que Rengel: fue profesor de Derecho en la Universidad Nacional de Loja y juez, durante periodos cortos, en los tribunales de primera instancia y en la Corte Superior lojana a finales de los años 70. Adicionalmente, Ortega formó parte de instituciones públicas como la Procuraduría General del Estado en calidad de consejero jurídico, y fue alcalde de Loja en dos ocasiones, en 1970 y 1974. Finalmente, Ortega es autor de una producción escrita destacable tanto de obras jurídicas ‒como la Introducción al estudio del Derecho, citado hoy en día en manuales universitarios‒ como literarias o históricas sobre la ciudad de Loja.
A partir de estos ejemplos, surge una lista de espacios institucionales a través de los cuales circulan los miembros de la Corte de 1979, antes de ejercer la máxima judicatura. Esta lista se compone de los tribunales de primera instancia y las cortes superiores, las facultades de derecho, la administración pública y cargos políticos como las concejalías municipal y provincial o incluso las alcaldías. Adicionalmente, los ejemplos citados resaltan la participación en la vida cultural local por medio de la edición de revistas, la publicación de libros o la pertenencia común a instituciones culturales, como la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Dicha lista no deja de expandirse a medida que nuevos casos entran en consideración.
Confirmando la idea de una movilidad profesional permanente, magistrados como Hugo Amir Guerrero presentan hojas de vida envidiables que revelan la acumulación de cargos y responsabilidades antes de acceder a la Corte Suprema. Entre estos destacan los siguientes: la asesoría jurídica de organizaciones sociales o de instituciones públicas, por ejemplo, el Concejo Cantonal de Guayaquil y la Prefectura Provincial del Guayas; el paso breve por el Ministerio de Economía o la Superintendencia de Bancos; y la enseñanza en la Universidad Católica de Guayaquil. La capacidad de circulación es tal que, en algunos casos, magistrados como David Altamirano Sánchez pueden resumir así su amplia experiencia profesional: “consejero provincial y concejal del I. Municipio de Riobamba, en muchas ocasiones”; o “ministro presidente y ministro juez de la H. Corte Superior de Justicia del Chimborazo, por varios años” [énfasis del autor] (Altamirano 2017, Hoja de servicio).
Los efectos paradójicos de la notabilidad jurídica. Legitimación y autonomía limitada de la institución judicial
En el marco de una movilidad profesional constante, el acceso a la Corte Suprema representa menos la culminación de un ascenso progresivo en la jerarquía judicial que un eslabón dentro de una sucesión continua de cargos de alta relevancia dentro y fuera del Estado. Tal afirmación no niega sin embargo la existencia de trayectorias propiamente judiciales en el interior de la Corte. Carreras profesionales móviles y judiciales se combinan dentro de ella, revelando una alta complejidad vinculada a su capacidad de atraer y reunir en su seno diferentes sectores de la elite jurídica nacional.
De esta forma, tomando en consideración la composición de la Corte durante las décadas de los 80 y 90, surge la imagen de un espacio estructurado a partir de dos polos, cuya oposición crea un contínuum en el cual se sitúan sus diversos miembros en función de su grado de implicación y progresión en el poder judicial. En el primer polo se encuentran magistrados como Armando Pareja Andrade, Gonzalo Córdova Galarza o Ramiro Larrea Santos (todos presidentes de la Corte en los años 80), cuyas trayectorias reflejan el perfil notabiliario descrito anteriormente. Se trata de juristas prestigiosos con una alta capacidad de movilidad profesional, pero que paradójicamente muestran una pertenencia baja ‒incluso nula‒ a la institución judicial, previo su nombramiento a la Corte.9 En el polo opuesto, se encuentran magistrados cuyas trayectorias se realizan principalmente dentro del poder judicial, y cuyo acceso a la Corte se produce después de una progresión continua que parte desde los cargos de ayudante y secretario de juzgado, pasando por los de juez de primera instancia y ministro de corte superior. Dentro de este perfil, se sitúan, por ejemplo, Walter Guerrero Vivanco o Jaime Velasco Dávila, presidentes de la Corte en 1990 y 2005.10
Si el material empírico disponible no permite evaluar el grado de preeminencia de cada uno de estos perfiles-tipo dentro de la Corte, diferentes elementos indican una predilección por el primero. En primer lugar, la selección notabiliaria de los magistrados está vinculada al modo de designación en vigor durante la mayor parte de la historia republicana del Ecuador. Desde el siglo XIX hasta finales del siglo XX, los magistrados de la Corte son una de las varias posiciones estatales cuyo nombramiento está en manos del Congreso Nacional. Ampliamente comentada por sus efectos en la independencia de los magistrados, esta atribución del Congreso ha sido menos discutida por sus efectos en la composición social de la Corte.
La designación por parte del Congreso ubica prácticas como el padrinazgo y la negociación interpartidista en el centro de las vías de acceso al principal tribunal del país. En este modelo, la cercanía con el espacio político se convierte en un criterio indispensable para todo jurista interesado en acceder a la magistratura. Se favorece así la selección de juristas notables del derecho cuyo rasgo distintivo es la presencia en múltiples espacios de actividad profesional, incluido el político. La movilidad profesional y su corolario, la acumulación de capital social (Bourdieu 1980), brindan así diferentes oportunidades para forjar vínculos con actores políticos capaces de promover una candidatura dentro de la arena legislativa. Ante la ausencia de concursos el padrinazgo cobra todo su sentido al reposar sobre el conocimiento directo de los magistrados por parte de los diputados. Retomando las palabras del diputado Carlos Julio Arosemena Monroy en 1979 -él mismo fue magistrado de la Corte pocos años después-: “Conozco a quienes fueron designados y sé que son buenos abogados y que han sido buenos jueces. Ellos desempeñarán de manera cabal las funciones tan altas que se les ha confiado” (Cámara Nacional de Representantes 1979, 74).
La idea de “confianza” presente en la cita indica un segundo elemento explicativo de cómo la movilidad profesional privilegia el acceso a la Corte Suprema por medio de la producción de la estima social.11 El perfil de notable es posible en un contexto de baja diferenciación entre las actividades profesionales del derecho. Juristas latinoamericanos, entre ellos el argentino Alberto Binder (2008, 186), han identificado este rasgo al afirmar que históricamente en América Latina, “la enseñanza universitaria no distingue entre los distintos oficios que deberá desempeñar en el futuro el estudiante [de derecho]”. De esta forma, la judicatura, la abogacía, la enseñanza jurídica, o el asesoramiento a parlamentarios o a entidades públicas, no son más que “diferentes formas de ser abogado”. Uno de nuestros entrevistados retoma la misma idea al sostener: “Acá en el Ecuador no pasa lo que pasa en otros países […] donde una cosa es ser abogado y otra cosa es ser juez. Acá se estudia el Derecho, y se entiende que el que estudia Derecho puede hacer todo” (entrevista a José Vicente Troya, 2013).
Si la falta de especialización entre las actividades del derecho promueve y facilita carreras con alta movilidad profesional, las representaciones propias al medio jurídico parecen alentarlas. Retomando las palabras de Dezalay y Garth (2002), la profesión de abogado en América Latina ha tenido relativamente poco que ver con la práctica efectiva del derecho. Las carreras más prestigiosas son aquellas que se sitúan por encima de prácticas “ordinarias” como el simple ejercicio de abogado, juez o profesor a tiempo completo. Al contrario, es la acumulación de posiciones y responsabilidades la que permite a los miembros de la elite jurídica acceder a cargos de mayor importancia dentro del Estado. La movilidad profesional se convierte así en la marca de la excelencia, tal y como lo reflejan los diferentes homenajes dirigidos hacia antiguos miembros de la Corte.
Volviendo al ejemplo de David Altamirano, en el 2015 el municipio de Riobamba realizó diferentes actos póstumos en su honor tras una iniciativa familiar para ofrecer un busto del magistrado a la ciudad. Discusiones del Concejo Municipal reflejan cómo se construye la reputación del jurista con base en su movilidad profesional. Según un concejal:
El Dr. Altamirano con sobra de merecimientos tiene el derecho de ocupar uno de los lugares públicos de esta ciudad, recobrando la memoria colectiva de la labor realizada en beneficio del derecho ecuatoriano […], más allá del sinnúmero de cargos públicos que ha realizado bajo su dilatada trayectoria y vida profesional [énfasis del autor] (Concejo Municipal de Riobamba 2015, 39).
David Altamirano es presentado como un jurista con una “destacada trayectoria profesional que […] de ninguna manera podemos cuestionar”, y cuyos “reconocimientos y méritos […] ha[n] trascendido el nivel local, provincial” (Concejo Municipal de Riobamba 2015, 39). Su reputación es tal que parece incluso imponerse a su verdadera trayectoria. En efecto, en la discusión citada se le reconoce el cargo de procurador general del Estado, que no figura ni en su hoja de vida ni en la lista de procuradores de la institución. De esta forma, el detalle de las experiencias profesionales se diluye en el marco de trayectorias móviles, que atribuyen un especial valor a la capacidad de circulación y a la acumulación de cargos y responsabilidades.
La estructuración del espacio judicial en torno a dos polos sustenta así la posición de la Corte Suprema, gracias a su capacidad de reunir diferentes sectores de la elite jurídica nacional. Se trataría de una “complementariedad de funciones [que] sirve de base a una forma sutil de división del trabajo de dominación simbólica” (Bourdieu 1986, 6) por parte de los profesionales del derecho. Sin embargo, estos mismos elementos que forman la base de la autoridad de la institución judicial limitan sus posibilidades de autonomización. En efecto, la valorización de la movilidad profesional por parte de la elite jurídica previene una mayor implicación en la actividad estrictamente judicial. Los actores mejor posicionados para consolidar un funcionamiento autónomo de la justicia son aquellos que privilegian al contrario la movilidad y la acumulación de honores. La heteronomía se convierte así en un elemento estructurante de la institución judicial que, lejos de ser vista como un obstáculo a la especialización y profesionalización de los jueces, da lugar a la producción de representaciones legitimadoras que ponen en valor la “oxigenación” de la Corte:
La Corte Suprema siempre fue integrada por personas que habían hecho la carrera, y por personas que por algún motivo se pensaba que tenían una especialidad, una prestancia, un conocimiento y a quienes se le proponía ir a la Corte Suprema. Y era una cosa buena, porque esta composición de la Corte Suprema, no solamente con jueces, le daba más oxígeno. El juez, aquel que es estrictamente judicial, tiene una visión muy específica, muy precisa, pero al mismo tiempo, un poco desasociada del mundo (entrevista a José Vicente Troya, 2013).
La redefinición de las vías de acceso a la Corte Suprema / Corte Nacional de Justicia, 1992-2012
A partir de los elementos evocados hasta ahora, es posible apreciar toda la importancia de los cambios adoptados entre los años 1990 y 2000 en la manera de designar magistrados. Desde la última década del siglo XX la clase política ecuatoriana ha experimentado con diferentes modalidades de designación, las cuales han alterado en grados variables las dinámicas establecidas de acceso a la institución judicial. Sin embargo, ninguna reforma ha tenido mayor impacto en este aspecto que la Constitución del 2008 pues introdujo una modalidad de designación mediante concurso de merecimientos y oposición por parte del Consejo de la Judicatura. Su aplicación durante la “transición” del 2011-2012 marca así la mayor distancia con la lógica prevaleciente de selección notabiliaria de los miembros de la Corte.
Después de un periodo de vigencia de más de 150 años la atribución del Congreso Nacional de nombrar magistrados pierde su validez y es efectivamente eliminada a finales del siglo XX. La reforma constitucional de 1992 marcó un primer paso en este sentido,12 pero es la reforma de 1997 la que brindó una nueva oportunidad para redefinir los vínculos formales entre justicia y política. Esta reforma presentó algunas de las innovaciones de mayor interés en lo que concierne el nombramiento de magistrados. El referendo del 25 de mayo de 1997 introdujo elementos como la cooptación y los periodos indefinidos, los mismos que serían más tarde retomados en la Constitución de 1998. La Constitución estableció igualmente la prohibición de que el Congreso destituyera magistrados, con lo cual se puso fin a las principales atribuciones del poder legislativo sobre el judicial: la capacidad de nombrar y remover magistrados. De esta manera, la crisis política provocada por el Gobierno de Abdalá Bucaram (agosto 1996-febrero 1997) y la necesidad de buscar salidas institucionales a la misma ‒como el referendo‒ crearon un contexto favorable a la redefinición de las reglas que históricamente habían regulado la relación entre política y justicia.13 Sin embargo, la imagen de una mayor independencia fue rápidamente puesta en duda, incluso contradicha, por la aplicación concreta de la cooptación, así como por los conflictos posteriores que surgieron en torno a ella.14
Dichos elementos sitúan a los cambios introducidos con la Constitución del 2008 en una historia más amplia de transformación de los modos de acceder a la magistratura. Si los cambios adoptados en los años 90 ‒en particular la cooptación‒ estaban dirigidos principalmente hacia la problemática de los partidos y su control sobre la magistratura, ellos tienen un menor alcance en lo que concierne la composición social de la misma. En efecto, medidas como la cooptación tienen más que ver con modificar los canales formales de acceso a la Corte, que con alterar los criterios sociales que lo hacen posible. La cooptación, al basarse en un principio de autoselección de magistrados, y por lo tanto en la autopromoción y reproducción de una elite jurídica (Zaffaroni 2008), funciona bajo una lógica renovada de selección notabiliaria, similar a la descrita en páginas anteriores. La presencia entre 1998 y 2005 de magistrados con una alta capacidad de movilidad profesional refleja esta continuidad con métodos previos de designación.15
En este sentido, la generalización a partir del 2008 de los concursos para entrar en la Función Judicial, incluida la Corte Nacional, produjo un nuevo movimiento de distanciamiento con respecto a los mecanismos precedentes de selección notabiliaria. En esta ocasión, los debates constitucionales en torno a la justicia se caracterizaron por la ausencia de una idea presente en debates anteriores sobre la “excepcionalidad” de la Corte. Antes de la Constitución del 2008, prevalecía en el espacio político la idea que la Corte estaba gobernada por un “régimen especial”, el mismo que la preservaba de la implementación de concursos.16 La Constitución del 2008, al ampliar los concursos de entrada a la Función Judicial, eliminó dicha excepcionalidad, y acercó los “jueces nacionales” a la imagen de funcionario.
Esta nueva dinámica que atraviesa la Función Judicial es más perceptible aún al considerar la manera concreta con la cual fueron aplicados los concursos de selección de jueces nacionales durante la “transición” del 2011-2012. En años anteriores, la idea de organizar concursos para la selección de magistrados había dado lugar a experiencias concretas en 1998 y 2005. Sin embargo, en ambas ocasiones la noción de concurso consistió en la conformación de comités de expertos encargados de evaluar y calificar los candidatos a la Corte a partir de experiencias profesionales previas. Dichos concursos reproducían así una racionalidad notabiliaria al valorizar la movilidad profesional y la ocupación de cargos de alta relevancia dentro del Estado o en el espacio jurídico. Siguiendo esta lógica, el concurso del 2005 atribuía puntos a los candidatos que habían ejercido previamente posiciones de alto rango como magistrado de la Corte Suprema, ministro de corte superior, contralor, procurador, miembro del Tribunal Constitucional o del Consejo de la Judicatura, superintendente, o presidente de un colegio de abogados. Puntos adicionales eran otorgados por la práctica de la abogacía, sea en el sector público o privado, mas no por otro tipo de experiencias profesionales como las judicaturas de primera instancia.
El concurso realizado en 2011-2012 se distinguió por su mayor complejidad y por la manera de evaluar y calificar las trayectorias profesionales de los candidatos a la Corte. Sin diferenciar el tipo de cargo ocupado, al contrario de experiencias pasadas, la modalidad de calificación empleada se limitó a una simple atribución de puntos por años de “experiencia laboral general”, sea en la judicatura (en cualquier nivel), la abogacía o la enseñanza superior (Consejo de la Judicatura de Transición 2011). Sin establecer una jerarquía de cargos ocupados, el concurso de 2011-2012 favoreció la promoción de actores que se habían desempeñado exclusivamente en el espacio judicial, incluso en sus niveles inferiores como los juzgados de primera instancia.
Sin embargo, lo que separa este concurso de modalidades previas de selección de magistrados es la relegación de las experiencias profesionales a un segundo plano, por debajo de las evaluaciones de conocimientos y aptitudes. En efecto, la puntuación más alta que podía recibir un candidato con motivo de su trayectoria previa era de 32/100, repartidos entre “experiencias profesionales” (15 puntos), “formación académica” (10 puntos) y actividades adicionales. En cambio, la mayor cantidad de puntos era reservada a las diferentes pruebas teóricas y prácticas que, sumadas, ascendían a un total de 60/100; es decir, el doble del puntaje que un candidato podía recibir con base en la sola valorización de su trayectoria profesional. Una audición final (10 puntos) ante los miembros del Consejo de la Judicatura completaba el puntaje de la evaluación.
Tales criterios, inscritos en el procedimiento mismo de selección, tuvieron como resultado el nombramiento de una Corte con un mayor nivel de formación académica que en años anteriores. En ocasiones pasadas, el título de “doctor en jurisprudencia”, utilizado tradicionalmente por las universidades ecuatorianas, era suficiente para acceder a la Corte Suprema. En el 2011-2012 el procedimiento distingue dicho título, “no equivalente a PhD”, de otros como el diplomado, la especialización, maestría y PhD. Dentro de la jerarquía de diplomas establecida en el reglamento oficial, el título de “doctor en jurisprudencia” era el de menos valor.
La construcción de un nuevo perfil de juez. Problemas de legitimación de la institución judicial
La Corte Nacional surgida de la “transición” presenta diferentes rasgos distintivos según la posición del observador. Para los promotores de la reforma, incluido el expresidente Rafael Correa, la Corte se distinguió por la paridad de género, la representación de las diferentes provincias del país, o incluso por la selección de la primera jueza de nacionalidad indígena (Presidencia de la República 2012); sus detractores, por el contrario, señalaron repetidamente la presencia de personas vinculadas a miembros del Gobierno (Páez 2013). Para los fines de este artículo, se destaca sobre todo una mayor presencia de jueces de carrera, misma que fue una característica de la Corte Nacional durante el resto de la presidencia de Rafael Correa. Entre el 2012 y 2017 aproximadamente la mitad de los 21 miembros de la Corte eran que desarrollaron sus carreras principalmente en instituciones dedicadas al ejercicio de la justicia: tribunales, fiscalías o la Defensoría Pública. Dotados de una mayor experiencia judicial y capital académico, pero sin el capital relacional o reputacional del notable de derecho, estos jueces participan directamente en la redefinición de la institución judicial. Los diferentes comentarios en el debate público formulados en torno a ellos, su independencia y sus competencias, reflejan la tensión provocada por la oposición entre modos diferentes de concebir la institución.
Con un perfil distinto al del magistrado, los jueces nacionales a partir del 2012 participan en la producción de una nueva imagen del juez al poner en valor una mayor experiencia propiamente judicial. Entrevistas con miembros de la Corte reflejan así la valorización de un nuevo procedimiento de selección que
implicó una serie de oportunidades para los jueces de carrera, jueces jóvenes que no teníamos ninguna, ninguna posibilidad de ir a la Corte Nacional. […] Es con la nueva estructura de la Función Judicial que los jueces de carrera tenemos la posibilidad de presentarnos a los concursos y terminar nuestras carreras en la Corte Nacional (entrevista a jueza nacional nombrada por el Consejo de Transición, 2014).
Retomando este mismo razonamiento, los entrevistados expresan que si antes “llegaban [a la Corte] personas conocidas en el medio, que tenían un nombre, eso no significa que eran mejores profesionales” (entrevista a juez nacional nombrada por el Consejo de Transición, 2014). Marcando la diferencia con generaciones pasadas de magistrados, los jueces entrevistados valoran más la formación académica -“hay personas que tuvieron que estudiar, que tienen maestrías, que tienen posgrados”- y resaltan la noción de “servicio” como rasgos distintivos, reduciendo al mismo tiempo la notabilidad del magistrado a “un criterio de superioridad [de] vacas sagradas”:
Sí, [eran] vacas sagradas, era muy complicado, no había la concepción que el ejercicio de la justicia era un servicio. […] Esa mentalidad ha cambiado mucho. La Corte Suprema desapareció porque no puede haber ‘supremo’; las cortes superiores desaparecieron porque no hay nada de ‘superior’. Todos somos jueces (entrevista a juez nacional nombrada por el Consejo de Transición, 2014).
A pesar de los esfuerzos para producir una nueva forma de legitimidad judicial, los miembros de la Corte entre el 2012 y 2017 son objeto de numerosos cuestionamientos sobre sus competencias y cualidades. Opositores de la reforma han difundido la imagen de una judicatura menos “talentosa” que la de periodos anteriores, o incluso la de una Corte compuesta de “jueces chimbos” (Páez 2013). Tales discursos revelan la tensión entre modos opuestos de concebir la institución judicial. En efecto, las expresiones recurrentes en entrevistas con antiguos magistrados sobre “el bajo nivel” de los jueces desde el 2012 cobran un mayor sentido al ser reinterpretadas a la luz de las dinámicas establecidas de acceso notabiliario a la magistratura. La posesión de una mayor experiencia judicial o capital académico tienen un impacto limitado en la producción de una nueva legitimidad judicial frente a representaciones heredadas y basadas en modos de selección relacional y reputacional.
Sin poseer la misma estima social o renombre que los magistrados antes de ellos, los jueces nacionales desde el 2012 entran en conflicto con las formas tradicionales de concebir la magistratura según la cual “solo sus nombres constituyen en verdad una garantía de que […] se administrará debidamente la justicia” (Congreso Nacional del Ecuador 1988, 43). La idea misma de concursos parece infundada bajo una lógica de selección notabiliaria, que favorece a juristas que “no necesita[n] que se lea su currículum, porque [sus] trayectorias públicas y en el campo del Derecho está[n] comprobadas y todos lo conocen” (Congreso Nacional del Ecuador 1988, 45).
Conclusiones
De regreso al punto de partida, en el inicio del presente artículo consta que la reforma de la justicia durante el Gobierno de Rafael Correa se presentaba como una iniciativa con cuestionable legitimidad. Prueba de ello era la recurrencia de comentarios críticos en el debate público y las acciones concretas para remplazar a los jueces una vez terminada la presidencia de Correa. Por otro lado, la literatura académica enfocada hacia evaluaciones de la independencia ha contribuido a reducir iniciativas de reforma a la sola expresión de las luchas y los intereses políticos en los cuales ellas se inscriben.
Centrando el análisis en los mecanismos de cambio institucional, en este artículo se buscó restablecer algunas de las dinámicas sociales que sostuvieron las iniciativas de reforma durante el Gobierno de Rafael Correa. Por medio del análisis de los perfiles de magistrados y jueces nacionales, y de los modos de acceso al principal tribunal del país, se identificaron modelos alternativos de organización de la institución judicial en torno a las figuras ideal-típicas del notable de derecho y del juez de carrera. Adicionalmente, una mirada a las representaciones asociadas a estas figuras aportó elementos para reconocer las maneras distintas de concebir la imagen del juez, que a su vez ofrecen elementos para explicar las controversias surgidas a partir de la reforma.
El ejemplo de la justicia permite entender así las dinámicas en juego en los procesos de cambio institucional. Sin recaer en una visión restrictiva que se enfoca principalmente en la lucha entre actores partidistas, el caso estudiado permite ampliar la mirada y considerar la naturaleza política de todo proceso de selección, incluidos aquellos que se perciben de la forma más objetiva e imparcial. Efectivamente, la politización en la selección de magistrados no se limita solo a los intereses y acciones de actores situados en el espacio político, se extiende al tipo de profesional que es favorecido por un modo particular de designación. El caso estudiado refleja cómo los procesos de reforma se apoyan en oposiciones existentes dentro de un espacio social y movilizan diferentes grupos dentro de él. Por medio de la justicia se cuenta con elementos para comprender mejor iniciativas similares de reforma en distintos espacios institucionales durante el Gobierno de Correa, así como de las resistencias que estas provocan y, últimamente, su fragilidad para producir representaciones de un nuevo orden legítimo institucional.