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Íconos. Revista de Ciencias Sociales

versión On-line ISSN 1390-8065versión impresa ISSN 1390-1249

Íconos  no.67 Quito may./ago. 2020

https://doi.org/10.17141/iconos.67.2020.4141 

Dossier de investigación

La presencia de la ausencia. Hacia una antropología de la vida póstuma de los desparecidos en el Perú

The presence of absence. Towards and anthropology of the posthumous life of the disappeared in Peru

* Dra. Profesora investigadora del Instituto de Altos Estudios de América Latina. Université Sorbonne Nouvelle (Francia). (dorothee.delacroix@sorbonne-nouvelle.fr) (https://orcid.org/0000-0003-1377-0648)


Resumen

La desaparición de personas en el Perú, producto de reclutamientos y enfrentamientos armados entre guerrillas, fuerzas del orden y paramilitares durante las décadas de 1980 y 1990 genera una ruptura de sentido en los habitantes de los Andes rurales, el cual se recupera mediante una continuidad de modos de presencia del ausente que se expresa en una particular concepción de la vida póstuma, más allá de la muerte del desaparecido. Mediante investigación de campo y entrevistas en profundidad, este artículo recupera las historias de quienes viven en lugares donde la muerte no fue pacífica ni correctamente ritualizada, es decir, donde la muerte no fue domesticada. Para entender la ambivalencia ontológica de la figura del desaparecido, ni muerto ni vivo, y las múltiples consecuencias de su liminalidad, en este artículo se muestra, por un lado, cómo las representaciones religiosas tradicionales son movilizadas y, por otro, el tipo de repertorio ritual al que se da una continuidad. Entendidas patológicamente como producto del folklor, las almas en pena no han sido consideradas como categorías interpretativas de la experiencia de la violencia. Por ello, en esta investigación se abordan los significados sociales de estos relatos como un aporte para comprender el impacto de la desaparición forzada y las formas de buscar y relacionarse con las víctimas, para reconstruir un sentido que pueda llenar, en parte, el vacío dejado por la desaparición de un ser querido, prolongando y reactivando su existencia social.

Descriptores: almas; cristianismo andino; desaparición forzada; Perú; rituales funerarios; sueños

Abstract

The disappearance of people in Peru generates a sense of rupture in the rural Andes. It is a product of recruitment and armed conflicts between guerrilla groups and law enforcement agencies and paramilitary groups during the decades of 1980 and1990. This sense of rupture is regained through the continual presence of the absent, expressed in a particular concept of posthumous life which extends beyond the death of the person who has disappeared. Through field work and in-depth interviews, this article recovers the stories of those who live in places where death was not peaceful or properly ritualized, meaning, where death was not domesticated. In order to understand the ontological ambivalence of the figure of the disappeared, who is neither dead or alive, and the consequences of its liminality, this article exposes the religious traditional representations created and the repertory of rites maintained in Peru. Tormented souls, known pathologically as a product of folklore, have not been considered interpretative categories for understanding the experience of violence. Therefore, this research addresses the social meanings of these accounts as a contribution for understanding the impact of forced disappearances and the approaches of searching for victims and relating to them. This task is undertaken in order to reconstruct a sense that may fill to some extent the emptiness left by the disappearance of a loved one, prolonging and reactivating their social existence.

Keywords: souls; Christianity; Andean; forced disappearance; funeral rites; dreams

1. Introducción

Un ser humano no se desvanece en el aire. Su “desaparición” en contextos violentos constituye, por lo tanto, un sin sentido. Tal situación inédita cuestiona las certidumbres y las categorizaciones sociales. Hace imposible, o por lo menos muy difícil, nombrar lo ocurrido y calificar el lugar ocupado por el que estaba y que ya no está. Esta catástrofe para la identidad y el lenguaje, profundamente analizada por Gabriel Gatti (2011), obliga a buscar nuevos términos en los cuales caben entendimientos rotos y parciales. Esta inteligibilidad de lo impensable también lleva a los individuos a reciclar imaginarios, cosmologías y a reinventar los rituales que sustentan una metafísica de los desaparecidos.1 Este artículo pretende contribuir a documentarlos y entender su lógica. Por ello, examina la forma de ser un desaparecido en los Andes peruanos y las formas de vida social y simbólica que emergen tras este evento irrepresentable.

La figura del desaparecido no solo es debatida a un nivel jurídico, también desafía las representaciones locales. Tanto los familiares de desparecidos como las habitantes de los pueblos donde se encuentran lugares de entierro clandestino analizan, interpretan y actúan frente a la ruptura de sentido que implica la desaparición de personas y la convivencia con lugares conquistados por una muerte no domesticada.2 Lo hacen con base en ciertos marcos interpretativos arraigados en el cristianismo andino, como las representaciones de las almas en pena, la nosología del mal viento y las revelaciones oníricas. Este trasfondo cultural permite entender cómo la figura del desaparecido fue resignificada y gestionada colectiva y emocionalmente.

¿Qué lugar ocupan los desaparecidos en la vida diaria de sus seres queridos? ¿Cómo se articulan la realidad de su ausencia y la gran diversidad de su presencia en lo cotidiano? ¿Cómo ocupan, en resumen, esta condición particular de “vacío lleno”, de “presencia sin estar” o de “muertos vivos”? Tan solo los oxímoros parecen capaces de calificar su ambivalencia de estatus y la confusa persistencia de su existencia en el presente, como suspendida entre dos mundos. Para entender plenamente las múltiples consecuencias de esta liminalidad estructural, este artículo se enfocará en la manera en que las representaciones religiosas tradicionales son movilizadas y a qué tipo de repertorio ritual dan una continuidad particular.

Los relatos de manifestaciones de almas en pena y de revelaciones oníricas son frecuentes en el Perú de la posguerra, particularmente en las comunidades campesinas andinas, la zona más afectada por el conflicto armado entre la guerrilla maoísta de Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas estatales durante las dos últimas décadas del siglo XX.3 Cuando la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2001-2003) recogió testimonios para comprender el desarrollo de la violencia y evaluar las responsabilidades, se enfrentó a más de 600 relatos de este tipo, pero los relegó sistemáticamente a la categoría de secuelas psicológicas de la guerra (Cecconi 2012). Más allá de una lectura patológica, se puede considerar la presencia de estas almas en la vida de los individuos como una manera de expresarse sobre la catástrofe y de dar una existencia social a los desaparecidos. Elaborando, contando y difundiendo estos relatos, se crean escenarios abiertos e (in)materiales para “habitar la ausencia de sentido” (Gatti 2011).

La manifestación del alma de un desaparecido o de un difunto se comparte frecuentemente en los pueblos andinos como una experiencia individual, pero socialmente significativa y legítima. Proporcionando un espacio para aparecer y expresarse a los desaparecidos, estas narrativas actualizan su presencia. Se las cuenta dentro de una red interpersonal reducida, limitada a la esfera familiar o al vecindario, pero ya ofrecen un poderoso medio no solo para recordar a los desparecidos y a muertos de la guerra, sino también para actuar junto a ellos y sobre ellos.

De manera general, las almas en pena y otros fantasmas tienen una escasa presencia en las ciencias sociales que se dedican a analizar la gestión de la posteridad de la violencia y la situación de los detenidos-desaparecidos. Apenas son evocados como el resultado de un estrés postraumático o de un imaginario popular arcaico. Patologizados o folklorizados, no son considerados como categorías interpretativas de la experiencia de la violencia y de la desaparición. Este texto explora los significados sociales de estos relatos como un valioso aporte al entendimiento de las huellas de la violencia y de la continuidad de las vidas afectadas por la desaparición forzada y las muertes anónimas.4

En el Perú, en junio de 2016 se promulgó una ley que establece un marco jurídico para la búsqueda de los desaparecidos. En este país, entre 2002 y 2015, más de 3500 cadáveres han sido exhumados, de los cuales poco más de la mitad han sido identificados. Según las últimas estimaciones, hay más de 20 500 personas desaparecidas y casi 6500 lugares de enterramiento clandestinos en el Perú (Defensoría del Pueblo 2013).

2. Cuerpos presentes, almas malignas

Tras dos décadas de guerra, existen lugares de entierro clandestino en muchos de los pueblos andinos y sus alrededores. Pero la gente habla muy poco al respecto. Sin embargo, ciertas situaciones ofrecen una manera de liberar unos discursos habitualmente rodeados de una prohibición tácita. Es el caso de las explicaciones locales sobre el origen de las enfermedades que afectan a los pobladores de las comunidades campesinas.

Durante el trabajo de campo en la comunidad de Pampachiri, un curandero diagnosticó los síntomas de Isabel como “un ataque del mal viento”. La joven sufría de dolor paralizante en las piernas y se mantuvo postrada en cama durante 15 días. En la nosografía andina, el mal viento, también llamado qhayqa (viento del muerto), es una patología provocada por el contacto con los muertos recientes (Robin Azevedo 2008). El síntoma principal de esta enfermedad es la pérdida de la fuerza vital (animu) de la persona, que el muerto trata de captar para llevársela a la otra vida.5 El mal viento se manifiesta bajo la forma de un torbellino que puede causar una grave enfermedad a quien lo encuentra. Por lo general, durante las horas, o incluso los días después de un entierro, se dice que la gente debe tener cuidado con rachas de viento que se forman en el cementerio y van al mundo de los muertos. Aunque no se recomienda estar en el camino de este remolino, este fenómeno también se vive con alivio por los familiares, que lo interpretan como el inicio del viaje póstumo del difunto (Robin Azevedo 2008).6 Por otra parte, su carácter patógeno se limita al período de transición cuando el muerto está en un estadio intermedio antes de llegar al más allá. Ahora bien, ciertos habitantes de las zonas rurales andinas consideran hoy en día que un mal viento se libera regularmente desde los lugares de entierro clandestinos y constituye, por consiguiente, una fuente de enfermedad.

El caso de esos difuntos privados de todo ritual funerario resulta un elemento sin precedente que se inserta en los marcos de la nosografía andina. Por lo general, las víctimas de “mala muerte” son consideradas como fuente de infortunios para la producción agropecuaria.7 Pero el carácter paroxístico de la violencia infligida a la integridad de los cuerpos y el incumplimiento de los rituales funerarios ordinarios generan repercusiones en la salud de los seres humanos, entre las cuales la enfermedad del mal viento es paradigmática. De hecho, la gente delimita hoy en día un territorio particularmente propicio a este mal viento: el monte de Chiri Urqu que domina la comunidad de Pampachiri y donde reposan los restos de al menos dos personas asesinadas. Estos individuos, víctimas de mala muerte y enterrados a escondidas de sus parientes, han escapado a toda clasificación social de la muerte. Debido al carácter potencialmente nocivo del muerto que no pudo ser canalizado por los seres humanos, todavía se le atribuye una acción mórbida.

En los Andes peruanos, las palabras espíritu y alma se utilizan indistintamente para caracterizar, en un contexto ordinario, el alma que sale del cuerpo cuando una persona muere. Las representaciones andinas ordinarias de la muerte sugieren que el alma puede andar en el mundo de los vivos hasta que la persona muerta se vaya “completa” a la otra vida (Robin Azevedo 2008). Concretamente, se dice que el alma vuelve al lugar que le era familiar para despedirse y recuperar los elementos que le pertenecieron durante su vida (cabello, dinero, etc.). Los términos espíritu y alma también se utilizan para describir el vagabundeo del alma del pecador antes de la muerte. Puede tomar la forma de un animal para manifestarse a los hombres y así anunciar la muerte inminente de un individuo visto como “malo”. Las narraciones orales también indican que el alma puede ser capturada por los vivos para liberar al individuo al que pertenece del mal y del pecado. Estos relatos de apariciones de las almas o de los condenados (qaqacha en quechua) circulan en el ámbito doméstico y en una red de sociabilidad restringida a la comunidad campesina. Rara vez se mencionan delante de individuos fuera de la comunidad.8

Los muertos anónimos de las fosas comunes desafían las ontologías habituales. Si bien un muerto ordinario puede ocupar por un tiempo una condición intermediaria entre la vida y la muerte, esta se resuelve con su “paso” ritualizado al cielo. Sin embargo, éste se alarga para los desaparecidos “bloqueados” en una situación intermedia. Ni vivos ni muertos ocupan una condición liminal y crean una porosidad entre dos mundos que pone en peligro la comunidad que los rodea. Asimismo, la enfermedad de Isabel se explica por el hecho de que, habiendo atravesado de noche este lugar considerado peligroso por los comuneros, el mal viento le habría afectado.

Las personas que han sido enterradas así, con sus cosas, rápidamente, expulsan más viento. Pero las personas que han sido enterradas sin nada, [de manera] normal, poco solamente es lo que expulsan (entrevista a Gustavo, Chalhuanca, 22 mayo de 2012).

Al no haber sido correctamente separados del mundo de los vivos y de “sus cosas”, las víctimas de la violencia no pueden acceder al más allá. Se encuentran atrapadas en una etapa intermedia que se prolonga y aumenta su carácter patógeno. Como lugares nocivos que podrían potencialmente “contaminar” a los vivos, las exhumaciones de las fosas comunes están rodeadas de ciertas precauciones9 y pueden ser una fuente de gran ansiedad para las familias y los miembros de la comunidad campesina (Delacroix 2017; Robin Azevedo 2015).

Los relatos que rodean estos lugares tabúes, al estar vinculados con la parte oscura de las memorias de los comuneros, atestiguan sobre todo la dificultad que esta marca macabra del territorio representa en el día a día.10 Cabe señalar que a los campesinos que fueron temporalmente desaparecidos, torturados y prisioneros también les hace falta palabras para calificar su experiencia. Más allá de la reapropiación del vocabulario utilizado por el Estado y las ONG, se puede señalar el uso novedoso que se ha hecho de las categorías locales. Los detenidos con quienes se trabajó se saludan entre ellos: “¡Hola Alma!” porque se consideran como alguien que ya está medio vivo y medio muerto, o incluso como alguien que ha retornado de la muerte. La expresión “¡hola Alma!” denota una relación simétrica y exclusiva entre exprisioneros, pero sobre todo revela una concepción particular de sí mismos. En dos palabras, su forma de estar en el mundo y sus sufrimientos son expresados mejor que en un discurso. No se definen como sobrevivientes, pues a sus ojos no escaparon de la muerte, sino que murieron en prisión, o al menos una parte de ellos fue destruida (Delacroix 2016b).

Más allá del trastorno orgánico, el mal viento de los lugares de entierro clandestino se inserta dentro de un sistema de representaciones de la desgracia relativo a las diversas consecuencias del conflicto armado. El hecho de no haber podido rendir un homenaje adecuado al difunto constituye un gran motivo de angustia para los parientes de las víctimas, que se atribuyen responsabilidad de su destino miserable, al tiempo que es problemático para la sociedad en su conjunto, en la medida en la que las emanaciones nocivas atribuidas a los muertos “contaminan” a los vivos.

3. En búsqueda de los desaparecidos: prácticas rituales reinventadas

Echar agua bendita en un supuesto lugar de entierro clandestino después de haber soñado con un esposo diciendo que “se le quemaba y que tenía mucho calor” (entrevista a Soledad, Tacana, 23 de mayo de 2012) o depositar allí rosas blancas han sido, entre otros ejemplos, prácticas que narradas por las señoras cuyos esposos desaparecieron. Por medio de tales relatos, se busca reajustar las relaciones íntimas con el marido ausente que supuestamente sufre y ayudarlo, en la medida de lo posible, a acceder al cielo si ha fallecido. Asimismo se busca procesar la dificultad de una convivencia con una “muerte desatendida” (Panizo 2012).11

De manera general, más allá del caso específico de los desaparecidos, aliviar al muerto y complacerlo fueron de una importancia crucial durante y después del conflicto armado en Perú:

Hemos pedido a Martín A. que se le reza. Él reza en quechua. Y luego, semanas después hemos hecho misa en Abancay. Con eso ya dejó de asustarnos de noche (entrevista a Yuli, Tacana, 11 de junio de 2012).

Al igual que las figuras comunes de mala muerte, se dice de las víctimas del conflicto armado que murieron repentinamente que estas no tuvieron tiempo de arrepentirse. Con sus conflictos no resueltos, posiblemente sus deudas y sus actos no perdonados, constituyen por excelencia la antinomia de la figura de la buena muerte, pacificada, domesticada y correctamente ritualizada. En el caso de Yuli, ella explicó que, después del asesinato su padre, él solía aparecer de noche en la cocina de la casa o jalar a su hermano menor fuera de la cama “porque no quería irse solo”. “Para tranquilizarlo”, la familia decidió organizar una misa en la ciudad más cercana, lo que representa también un costo económico importante para esta familia de nueve hijos que vivía, en ese entonces, de su producción agropecuaria.

Si bien los recursos cognitivos se hicieron precarios por el contexto de sospecha generalizada durante la guerra y dado que el peligro de decir demasiado era omnipresente, la gente recurrió a prácticas adivinatorias para averiguar sobre los lugares de entierro clandestino. Durante la investigación, la gente comentó cómo, leyendo en las hojas de coca, una madre encontró el cuerpo de su hijo asesinado por los miliares en la comunidad donde vivía en 1987:

[Los militares] lo habían cambiado de sepultura, lo habían llevado a otro sitio y los familiares ya no lo encontraron. Y su mamá, un poquito sabia, que sabía mirar en maíz, en hoja de coca. Entonces, mirando en coca, [dijo]: “A ver, ¿en qué lado? ¿en dónde lo habrán llevado a mi hijo ¿Adónde? ¿A qué sitio? ¿A qué sitio?” Botaba, dice, las hojitas. “¡Ahora díganme hojitas!” Cómo leerá pues, ¿no? Pero estas hojitas le avisan: “En tal sitio está”. “¡Aquí está mi hijo, aquí está! Señoras, señores, búscamelo en tal sitio, allí está mi hijo”. ¡Y total, allí lo habían encontrado pue’! Habían hecho otro hueco y lo habían tapado dicen con piedras todavía para que no se den cuenta (entrevista a José, Tacana, 13 mayo de 2012).

Utilizadas ritualmente durante los momentos propiciatorios y de fertilidad en el contexto agropecuario (Allen 2002), las hojas de coca fueron usadas durante la guerra para buscar los cuerpos de los desaparecidos. La lectura de esas hojas, que consiste en interpretar su disposición después de arrojarlas al suelo, es una práctica adivinatoria muy extendida en los Andes. En el contexto del conflicto armado, se adaptó a las preocupaciones de la gente atrapada en las acciones deletéreas y en los secretos que las rodean. Al sortear los silencios y las prohibiciones que circundaban las sepulturas clandestinas, esta práctica permitió poner palabras a las cuestiones viscerales y, en el mejor de los casos, superar la crucial falta de informaciones característica de este período, reconstruyendo sentido.

También, la adaptación de la lectura ritual de las hojas de coca representó, para los familiares de los desaparecidos, una forma de derogar el orden, pronunciado por los actores armados, de no buscar a los desaparecidos. En ese sentido, puede ser interpretado como un acto subversivo realizado a escondidas. Sin embargo, pedir la ayuda del adivino que sabe leer la coca (llamado kukaqhawaq en quechua) tiene un costo que no todos los familiares de desaparecidos no han podido asumir:

[Continúa la conversación anterior]

Autora: ¿así las señoras buscaban a sus hijos o a sus esposos?

José: ella sí. Ella pues. Era mi tía abuela, esa señora Marcelina. Ella pues, nos ha contado. Llorando nos ha contado que así habían hecho. […] Pero otros no, solamente mi tía me contaba así. Seguro no lo mandaran hacer también pues. O sea, a esos sabios tenían que pagar también pues para que vean coca. Como la viejita es su mamá, [y que se trata de] su hijo, entonces ya no necesita pagar. Ella mismo pues hacía eso. Rastrillar coca (entrevista a José, Tacana, 13 mayo de 2012).

Aquellos que no tenían habilidades de adivinación ni medios económicos para pagar a un adivino estaban aún más desamparados ante las tragedias que experimentaban. Sin embargo, es posible identificar algunas de las estrategias alternativas que pudieron implementar para llenar el vacío y cómo las mismas constituyen una redefinición de ciertas prácticas rituales.

4. Cuerpos ausentes, almas convocadas

Simona conserva intacto el poncho de su marido que fue llevado por Sendero Luminoso el 20 de diciembre de 1990. Lo guarda con la meta de favorecer, si no el regreso de su marido vivo, por lo menos la visita de su alma durante sus sueños para que le revele el lugar de entierro de su cuerpo.

Después de la muerte de una persona, en las comunidades campesinas andinas, se suele lavar su ropa más reciente, para poder luego regalarla y quemar su ropa usada para neutralizar todo rastro de substancia corporal perteneciente al difunto. En el cristianismo andino, se considera la ropa del muerto impregnada de la esencia de la persona. Asimismo, la gente lava la ropa el día siguiente al entierro y el agua del lavado es tirada lejos de toda presencia humana, hacia las tierras baldías, ya que es considerada, además, peligrosa y capaz de enfermar a los que estuvieran en contacto con ella.

En el caso de los desaparecidos, se comprende fácilmente la dificultad, por parte de sus parientes, de concebir que han fallecido. Para aceptarlo, necesitaran una prueba, sin la cual el proceso de separación con la persona se hace más difícil. Dentro de esta perspectiva, Simona conserva el poncho de su marido. El objeto no presenta en sí mismo un carácter nocivo del cual tendría que deshacerse, precisamente porque a su propietario no se le considera totalmente muerto ya que no hay cuerpo.

En el contexto andino ordinario, compartir sus sueños entre familiares constituye una práctica social común. En su análisis del papel social de los sueños en los Andes rurales, Arianna Cecconi (2012) explica que solamente los sueños que vienen de fuera, o sea los que implican que el soñador reciba la “visita” nocturna de un alma, la cual está casi siempre personalizada, son considerados significantes; al contrario de los sueños interiores, propios a la persona, consecuencia de sus pensamientos y acciones durante su vida diurna. Los desaparecidos parecen ser particularmente propensos a estas visitas. Las revelaciones oníricas son consideradas como fuente de conocimiento legítima en las comunidades andinas. En el contexto del conflicto armado, y todavía hoy en día, fueron consideradas como una valiosa fuente de información por los familiares de los desaparecidos. Si durante su visita nocturna el alma se expresaba sobre lo que le sucedió o incita a su familiar a reconstruir su vida y a encontrar serenidad, a menudo de una manera muy metafórica, el alivio puedo ser grande para los parientes de los desaparecidos. “Siempre sueño a mi hijo, una vez me dijo que estaba por unos terrenos y que iba ser difícil que lo encuentre, me dejó un poco de maíz y se fue”, cuenta por ejemplo una señora a la Comisión de la Verdad y Reconciliación (en Cecconi 2012, 249).

Para facilitar esta comunicación con la persona ausente, algunos familiares guardan ropa que pertenecía a la persona desaparecida. Se concibe el alma como andando en búsqueda de sus rastros. Se trata entonces de atraerlo con la ropa para favorecer su visita durante la noche. Simona se inscribe en esta lógica de “atracción” del alma de su marido. Esta situación revela una cierta continuidad con las lógicas locales que organizan las relaciones entre vivos y muertos, pero también la curación de los enfermos.12 “La ropa ‘llama’ al alma”, explica Theidon (2004, 63). Por ello, el papel del vestido es central durante el ritual terapéutico del qayapa, que consiste en hacer regresar, al cuerpo del enfermo, el alma concebida como potencia vital,13 que se escapó a consecuencia de un susto importante. En el caso de los desaparecidos, el uso de su ropa se inscribe en esta perspectiva de asociación, con la diferencia de que, esta vez, no se trata de curar un enfermo, sino de resolver una incertidumbre de las más angustiantes, la cual puede ser asimismo origen de enfermedad.

El estatus liminal de los desaparecidos lleva a ajustar el uso ritual ordinario de la ropa con cierta continuidad intelectual. Dada la imposibilidad de proceder a su correcta separación con el mundo de los vivientes, ya que la familia no pudo recuperar los restos u obtener informaciones estimadas como pertinentes, el objetivo consiste en convocar a los desaparecidos, intentando atraer su alma hasta su hogar. Eso para lograr, más adelante, disociarlos de este mundo procesando, en la medida de lo posible, el tratamiento de sus restos, pero considerando, sobre todo, su aparición onírica como una valiosa fuente de información y un punto de partida para el duelo.

También cabe señalar que el hecho de ya no soñar con el desaparecido se experimenta con angustia por los familiares que lo interpretan como la pérdida definitiva del ser ausente o, en otras palabras, como su segunda muerte. Es así como la madre de un joven que desapareció después de ser reclutado por Sendero Luminoso, señaló entre lágrimas que ya ni siquiera soñaba con él. Como si su hijo, mudo e inactivo en sus sueños, hubiera desaparecido definitivamente, sin que quedara nada que salvar. Si bien una cruz de madera con el nombre del joven había sido añadida por sus hermanos y hermanas en el panteón familiar, para la madre, la ausencia durante años de cualquier visita nocturna de su hijo la hacía sentir inconsolable.

La inscripción de los nombres de los desaparecidos en la parcela familiar del cementerio es una práctica de preguerra. En el pueblo donde se realizó la encuesta etnográfica, el nombre de un joven que se ahogó arrastrado por el río también fue inscrito en una cruz sin que el cuerpo estuviera allí. Otro ejemplo es el caso de dos hermanas que murieron en un accidente de tránsito en la década de 1970. Por falta de dinero para repatriar los cuerpos, la familia los hizo enterrar cerca del lugar del accidente, pero erigió cruces a sus nombres en el cementerio. La peculiaridad del caso del joven desaparecido durante la guerra es que un silencio colectivo rodea el lugar donde fue asesinado y enterrado, presumiblemente en una comunidad campesina vecina.14

La ruptura del sentido y el no cumplimiento de los deberes con los muertos buscan salidas extrañamente similares fuera del caso peruano. Atraer el alma durante la noche o recurrir a la videncia para identificar el lugar donde se encuentra el desaparecido han sido medios usados por parte de los familiares, tanto en Perú como en Argentina durante la dictadura, como en Inglaterra después de la Segunda Guerra Mundial (Panizo 2012; Winter 1995).

Más allá de la especificidad de los contextos sociales y culturales, se observa en efecto que a veces, ante la desaparición, se procura, a un nivel íntimo, comunicar con el ser ausente y buscar sus “huellas”. En el caso de los desaparecidos durante la dictadura argentina, Panizo menciona el uso de los videntes como medio alternativo para obtener información, en particular en relación con las condiciones de la muerte y el lugar donde estaría el cuerpo, pero también para beneficiarse de otra forma de comunicación con el ser querido (Panizo 2012, 97). Frente a la política de no repatriar los cuerpos de los soldados ingleses que murieron en suelo francés durante la Primera Guerra Mundial, Jay Winter (1995) también explica cómo el espiritismo se desarrolló considerablemente en Inglaterra durante esa época. Esta relación con lo sobrenatural intenta llenar el vacío de significado que deja la desaparición de un ser querido.

En este caso, la relación con el alma del familiar se busca voluntariamente y se vive como algo deseable, incluso como un alivio. Esto contrasta con las intempestivas manifestaciones de las muertes anónimas e indómitas en las fosas comunes que, mediante sus nocivas emanaciones, socavan la tranquilidad del grupo y les recuerdan la naturaleza absolutamente inapropiada de su entierro. En un caso, hay cuerpos desaparecidos de los que se intenta atraer el elemento más inmaterial, el alma, con el fin de apaciguarla y luego tranquilizarse. En el otro caso, hay cuerpos en exceso que no están en su lugar y que se manifiestan en forma de un viento maligno del que se huye por su furia vengativa, o del que se intenta deshacerse por medio de la sanación del cuerpo afectado. En ambos casos, nos encontramos ante lo que se presenta como formas de expresión de los desaparecidos asesinados cuya continuidad de modos de presencia proporciona a los vivos medios de acción.

5. A modo de conclusión: de la necesaria reciprocidad entre los vivos y los muertos

Experimentado como una verdadera materialidad del pasado en el presente, las manifestaciones fantasmales actualizan la magnitud de las pérdidas humanas relacionadas con la guerra y el desasosiego de las familias, pero contribuyen también a prolongar y reactivar la existencia social de las víctimas y a despedirse de ellas. El análisis de las relaciones ordinarias entre los vivos y los desaparecidos muestra que las líneas límite entre la vida y la muerte se hicieron extremadamente borrosas y porosas. Producto de este “entre dos” (entre-deux), la figura paroxística del alma en pena implica prácticas rituales domésticas para fijarla en una condición estable. Después de 20 años de guerra y casi 20 años de política de reparación a las víctimas, la persistencia de estas figuras intermedias apunta a la precariedad de la situación ontológica de los desaparecidos y la relación problemática con una muerte prematura e incontrolada. Una muerte que asaltó territorios donde no tenía que instalarse, fuera de los cementerios. También estas figuras aportan una nueva luz sobre los bricolajes rituales que han tratado, y a veces logrado, de enmarcar a esta muerte descontrolada y de hacer habitable el vacío.

Los protagonistas del conflicto armado peruano procesan el pasado mediante toda una metafísica del destino póstumo de los desaparecidos y de los asesinados. Desde las visitas nocturnas de almas hasta los espectros amarrados a lugares específicos, pasando por las almas convocadas, son verdaderas “carreras post mortem” (Despret 2014) de las víctimas de la guerra que deben ser consideradas si se quiere entender las experiencias concretas de los sobrevivientes más allá de la idea de que el regreso de los muertos en la vida cotidiana de los vivos es solo un “trauma de la guerra”.

Las diversas experiencias de encuentro con las almas de las víctimas de la guerra se arraigan en las representaciones tradicionales de la (mala) muerte y generan prácticas rituales recompuestas. En su naturaleza, no discrepan fundamentalmente del trato reservado a las almas del purgatorio (Cuchet 2014), pero sus modalidades prácticas han sufrido readaptaciones a consecuencia de la muerte masiva que generó la guerra.

Los relatos producidos por los sobrevivientes sobre las representaciones de su existencia, las desgracias que les afectan y el papel desempeñado en este conjunto de relaciones por los difuntos sin entierros también informan sobre las subjetividades en juego en el contexto inmediato de la posguerra. Los habitantes de las comunidades campesinas andinas, aparentemente mantenidos en la impotencia y el silencio, logran así describir la guerra, sus protagonistas y la forma en que continúa en su vida cotidiana mucho más allá de la desmilitarización del país. En ese sentido, se postula aquí que corresponde a los vivos determinar los modos de presencia y disposición de las almas. La presente investigación muestra que son los vivos los que hacen que estos seres invisibles existan en formas cada vez diferentes, que son ellos los que los perciben y los hacen actuar. Por lo tanto, este enfoque va en contra de lo trabajos que tratan de los fantasmas con una realidad inmaterial autónoma (Carr 2018).

Los relatos de las almas en pena se utilizan para comunicar el dolor, incluso el resentimiento, pero también para restaurar un sentido, un orden y unas certezas. Al mismo tiempo que se testimonia el desgarramiento de la familia y la brutalidad de la separación, permite trasponer este sufrimiento a un marco narrativo compartido y legitimado socialmente, que sirve de marco de referencia común. En este sentido, estas narrativas constituyen una categoría experiencial del impacto de la violencia y una forma de canalizarla. De hecho, si el difunto errante puede convertirse en un generador de enfermedades, también aparece como un reparador de relaciones descuidadas y limitadas, o incluso, como una figura protectora del destino de sus parientes. También permite dar continuidad a la vida comunitaria constreñida por las relaciones de animosidad. En otras palabras, el alma existe como una posibilidad de discurso, de remedio y de convivencia social.

Referencias

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Entrevistas

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Entrevista a Soledad, Tacana, 23 de mayo de 2012. [ Links ]

Entrevista a Yuli, Tacana, 11 de junio de 2012. [ Links ]

1En este texto, por “desaparecidos” se entiende a los muertos enterrados en fosas comunes sin identificación o a personas cuyos cuerpos no pudieron ser recuperados por sus familias. Para un análisis de la génesis de la categoría de “detenido desaparecido” basado en las experiencias argentina y uruguaya, ver Gatti (2014).

2Con la expresión “lugares conquistados por una muerte no domesticada” se entiende la irrupción -en un territorio normalmente dedicado a la agricultura y la ganadería o a la vida comunitaria- de cadáveres producto de la violencia y a la perenne ocupación de estos lugares por la presencia de entierros clandestinos. Estos territorios, además de ser inadecuados para recibir restos humanos, están “invadidos” por una muerte que no fue pacificada ni debidamente ritualizada.

3Durante los decenios de 1980 y 1990, el Perú y en particular los Andes rurales, fueron el escenario de enfrentamientos armados entre las guerrillas, las fuerzas del orden y los paramilitares. El Partido Comunista Peruano-Sendero Luminoso (PCP-SL) era la principal fuerza insurgente dirigida a una revolución maoísta, mientras que el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), minoritario y mucho menos mortífero entre los civiles, seguía una línea ideológica inspirada del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) chileno. A finales de 1982, el estado de emergencia y la militarización de las zonas rurales del país marcaron el comienzo de la “guerra sucia”, el período más mortífero del conflicto. Éste se caracterizó por la provisión de armamento para las rondas campesinas (o “comités de autodefensa”) para derrocar a las bases de apoyo de Sendero Luminoso en las comunidades campesinas (ver Manrique 2002; Degregori 2011). Esta estrategia fue el punto de inflexión hacia un conflicto de carácter profundamente fratricida a nivel inter e intracomunitario. Las redes de sociabilidades que unían a los protagonistas de la guerra a una escala local, y que siguen uniéndolos, también explican los silencios sociales que hoy en día enmarcan la verbalización de los recuerdos de la guerra, las evasiones sobre los perpetuadores de violencia y acallan las zonas grises que no pueden presentarse públicamente.

4Este texto resulta de dos trabajos previos (Delacroix 2018a y 2018b) donde se empezó y se sistematizó el análisis de los diferentes tipos de almas cuya la gente habla en el Perú posconflicto. Este texto se enfoca en dos de ellos (el mal aire y las almas convocadas) para considerar el caso de los desaparecidos con más detalle. Los comentarios de los evaluadores anónimos de Íconos. Revista de Ciencias Sociales también han permitido llegar a nuevas propuestas e ideas en esta versión, por lo cual, expreso mi agradecimiento. En este trabajo se anonimizan los interlocutores y los pueblos donde se trabajó.

5También este animu puede “huir” cuando las personas se asustan mucho (Robin Azevedo 2008, 87).

6Los trabajos sobre la concepción de la muerte en los Andes muestran que una sucesión de etapas rituales es necesaria para “hacer” el muerto cristiano (Robin Azevedo 2008). Esta serie de cambios se resume en la idea de un “viaje” del alma del difunto. Esta representación de la muerte propia al cristianismo andino coincide con el análisis de Hertz (1970) [1907] que la muerte no es un fin, sino más el comienzo de un largo proceso de transformación.

7Sobre las consecuencias de la mala muerte vinculada con la guerra sobre los cultivos y la salud de los vivos, ver Delacroix (2016a, 231-270). Para un análisis antropológico más general de la (mala) muerte en los Andes, ver Robin Azevedo 2008.

8En general, estos relatos son burlados por parte de los empleados de las ONG y los proveedores de ayuda humanitaria. Sus chistes refuerzan la superioridad intelectual que se les presta: graduados universitarios ocupan puestos como coordinadores de proyectos y a menudo hablan inglés además de español y a veces quechua. A pesar de sus esfuerzos por establecer una relación de confianza con los habitantes de los pueblos andinos, estos últimos los consideran sobre todo como “misti”, una categorización en la que se clasifica a los individuos que viven en ciudades y que tienen un poder económico y simbólico mayor que el suyo.

9Por ejemplo, se mantiene a los niños alejados del lugar exhumado para proteger a su potencia vital (animu), susceptibles de ser capturados por los muertos que están siendo desenterrados. También cuando los comuneros son solicitados por los forenses para ayudar a excavar -lo que es común-, los que aceptan (por lo menos en las comunidades donde se llevó a cabo mi investigación) son los curanderos, o sea la gente que sabe “protegerse” de las emanaciones nocivas de los muertos, entre las cuales está el mal viento.

10Mientras los ideales transnacionales de la justicia transicional tienden a mantener una ruptura franca y nítida con el pasado de violencia y a promover las exhumaciones como una manera de “dignificar” a los muertos, localmente los rencores siguen estructurando el cotidiano y los involucramientos políticos o accionar difíciles de asumir mantienen silenciados ciertos eventos dramáticos y ciertos lugares, tales como las fosas comunes.

11Panizo acuña el término de “muerte desatendida” para calificar “la falta de cuerpo, la ausencia de reconocimiento oficial, [el hecho que la muerte] no es procesada a través de rituales que articulen adecuadamente el acontecimiento de la muerte y atiendan al muerto y a los deudos en espacios de contención social” (Panizo 2012).

12Agradezco a los evaluadores anónimos de Íconos. Revista de Ciencias Sociales por su reflexión muy sugerente de considerar a las prácticas y a los discursos sobre los muertos de la violencia como una actualización de un marco interpretativo preexistente y, por lo tanto, como una continuidad ritual que se ajusta a los impedimentos e incumplimientos religiosos ordinarios.

13En los Andes, el principio espiritual de “alma-potencia vital” constituye fundamentalmente la noción de persona y, de hecho, es lo que se separa del cuerpo al morir (Robin Azevedo 2008).

14Las razones de este silencio son múltiples: cohabitación con antiguos victimarios; intento de mantener una apariencia de unidad en el seno de este distrito de aproximadamente 1000 habitantes para presentar públicamente una memoria centrada en las víctimas; miedo a las represalias, en particular bajo la forma de brujería, entre otras. Sin embargo, la familia del mencionado joven desaparecido emprendió discretamente su propia investigación para averiguar el lugar exacto del entierro, pero no tuvo éxito. Pese a esto, la cruz con su nombre en el cementerio mira hacia la comunidad en el horizonte donde se supone que está enterrado. Así, a pesar de la no recuperación del cuerpo, los parientes muestran que saben (en parte) lo que pasó y que no se dejan engañar. Sobre todo, al reunirse en este lugar de recogimiento, pueden dirigir sus oraciones y pensamientos directamente al probable lugar de entierro clandestino, alejado a tan solo a unos 10 kilómetros en línea recta.

Cómo citar este artículo: Delacroix, Dorothée. 2020. “La presencia de la ausencia. Hacia una antropología de la vida póstuma de los desparecidos en el Perú”. Íconos. Revista de Ciencias Sociales 67: https://doi.org/10.17141/iconos.67.2020.4141

Recibido: 13 de Septiembre de 2019; Revisado: 11 de Diciembre de 2019; Aprobado: 31 de Marzo de 2020

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