Introducción
“En nuestro territorio no entra el proyecto de la biosfera.
No sembramos la amapola y resistimos a la mina”
Antonieta, campesina indígena de Xochiatenco, 2018.
En el estado de Guerrero viven cuatro poblaciones originarias: me’phaa (tlapanecos), nahuas (náhuatl), nasavi (mixtecos), ñondá (amuzgos) y una quinta raíz afrodescendiente. En estas poblaciones, se preservan organizaciones basadas en usos y costumbres que integran comunalmente mujeres y hombres al aplicar la justicia y usar los recursos naturales.
Estudiar los despojos que producen los megaproyectos puede ser un camino de revictimización, desplazamientos o de historias de resistencias. Este artículo escoge el tercer sendero para analizar el sentido del lugar y la resistencia que han construido las mujeres campesinas me’phaa frente a la lucha antiminera e inseguridad en Xochiatenco, Guerrero, México. Las mujeres enfrentan el cerco de la narcominería al tiempo que resisten la propia violencia al interior de la comunidad.
A las mujeres en Xochiatenco las asedia una triangulación de poder. Primero, el grupo delictivo Los Ardillos domina la zona e influye para la sustitución de granos por la siembra de amapola. Luego, el Estado impulsa proyectos neoliberales para el desarrollo, cuyos mecanismos de seguridad por medio de la militarización hacen de la zona un sitio en tensión. Tercero, Camsim Minas SA de CV, empresa transnacional canadiense que busca extraer oro y plata en territorio me’phaa, amenaza con conta minar y destruir su entorno.
Los megaproyectos originan formas de despojo materiales e inmateriales que se manifiestan en modos disímiles en los cuerpos, el territorio y la naturaleza. Tales des pojos tienen un impacto específico en las mujeres y se complejizan aún más cuando ocurren encadenamientos entre los megaproyectos y el narcotráfico, es decir, en un ambiente marcado por la narcominería, se unen actividades e intereses en estos grupos, y el Estado se mantiene al margen de sus operaciones.
El control del territorio es el ensamble que existe entre el narcotráfico y la minería. En Guerrero, este alud de terror se observa en espacios controlados por estos grupos de poder. Por ejemplo, en Carrizalillo (al sur de Acapulco), fuentes periodísticas afirman que “existen vínculos entre la mafia del narcotráfico y empresas mineras de Goldcorp; esta transnacional canadiense se instaló en la localidad para luego encontrar alianzas con el narcotráfico” (García Lucatero 2014, 23). Actualmente esta ola de violencia por mineras canadienses y el narcotráfico intenta penetrar en la cúspide de la Montaña alta, en Xochiatenco, desplazando a comunidades enteras que se opongan a la extracción (Santillán 2015).
Tal situación presiona a los hombres para proteger a las mujeres, quienes soportarían “la destrucción moral del enemigo, cuando no puede ser escenificada mediante la firma pública de un documento formal de rendición. El cuerpo de la mujer es el bastidor o soporte en que se escribe la derrota moral del enemigo” (Segato 2016, 61). En Xochiatenco, Montaña alta de Guerrero, las mujeres me’phaa viven protegidas de la violencia externa por medio de limitaciones espaciales y restricción de lugares inseguros.
Segato (2016), Belausteguigoitia Rius et al. (2015) y Hernández (2008) reflexionan sobre las nuevas formas de desposesión del cuerpo-territorio de las mujeres indígenas. Sostienen que existe una complicidad patriarcal entre el poder neoliberal y los dirigentes locales, que debe ser desarticulada para romper con la violencia que se ejerce en la vida de las mujeres. Ellas sufren formas particulares de violencia y desposesión, por eso sus formas de resistencia toman distintas configuraciones.
A diferencia de otros trabajos sobre despojos, el presente artículo incorpora la categoría género al análisis, integrando además el complejo contexto de la narcominería en una comunidad que resiste la idea de un despojo que procede del interior de las comunidades y cuyos impactos se configuran desde el género. Más allá de los cercos y despojos, se expone la forma que toman en el cuerpo-territorio de las mujeres y las estrategias que ellas emplean para resistir tanto a los conflictos externos como internos.
El argumento principal es que, ante las articulaciones de poder, encadenamientos de violencia y desplazamiento forzado, las mujeres indígenas me’phaa están sitiadas por dinámicas de terror, y peor aún, al interior de sus comunidades enfrentan la violencia de género. No obstante, construyen resistencias desde su sentido del lugar comunitario.
Escuchar y sentir de forma directa las voces y vidas de las mujeres fue una de las técnicas más útiles dentro de la metodología cualitativa. Los hallazgos son el resultado de una etnografía desarrollada durante cuatro meses (de diciembre de 2017 a abril de 2018) en la comunidad. Con base en las entrevistas semiestructuradas y charlas espontáneas, se explican los encadenamientos de violencia como forma de despojo hacia las mujeres indígenas en las comunidades. Se extiende el análisis a la resistencia y la reconfiguración del sentido del lugar ante las mineras y los grupos del narcotráfico.
La reflexión se presenta en cuatro acápites: el primero expone la discusión teórica; el segundo enfoca el contexto relevante y da cuenta de las líneas tempo-espaciales del fenómeno estudiado. En el tercer apartado se exponen los cercos externos e internos que sufren las mujeres me’phaa y sus testimonios de resistencia, y en el cuarto se plantean las conclusiones de este acercamiento.
Aclaro que de ninguna manera recopilo en su totalidad el complejo entramado de la resistencia y el asedio ante las extracciones. Más bien, mi interés es explicar el lugar de las mujeres en los diversos enfrentamientos, la sobrevivencia y aquellos horizontes comunales para defender la vida y heredar comunalmente la tierra como un medio para revertir la situación femenina al interior de la comunidad.
Hablar de resistencia desde los feminismos decoloniales de América Latina
El presente artículo se inscribe en el debate de los feminismos decoloniales y comunitarios en diálogo con el concepto de sentido del lugar para entender los procesos que ocurren al interior de las comunidades y el lugar de las mujeres. Esta articulación analítica plantea un modo de ver la resistencia de las mujeres me’phaa situadas ante los despojos en su territorio y como parte de la comunidad a la que sienten pertenencia, sin obviar la propia discriminación o violencia que las asedia dentro de ésta.
Por eso conviene iniciar enunciando la noción de resistencia que contempla esta aproximación. La resistencia no se trata de determinar dónde termina la docilidad y comienza la confrontación, pues las circunstancias conllevan a disfrazar la resistencia con el lenguaje público del consentimiento; comprende actos colectivos e individuales, pero esto no quiere decir que sean descoordinados (Scott 2000).
La resistencia intencionada está inscrita en los actos de la vida cotidiana. La seguridad puede depender del silencio, discreción y conformidad; los motivos pueden hallarse tan imbricados en grupos subalternos que la lucha deviene mecanismo para proveerse de los medios de subsistencia y sobrevivencia (Scott 2000). Sánchez (2015) presenta cinco ángulos de resistencia: el cuerpo, el espacio, el tiempo, el movimiento y la memoria, que deben percibirse de forma contextual como un campo vital de experiencias en equilibrio consciente con la Pachamama.
Los estudios sobre neoliberalismo, extractivismo y neoextractivismo en clave feminista han generado nuevas propuestas analíticas para comprender la problemática de los megaproyectos desde diversas posiciones ideológicas y teóricas. Entre estas sobresalen: ecología política del feminismo; ecología política feminista; feminismo comunitario; ecofeminismo y feminismo indígena. Tales formulaciones responden a las tendencias de movilización, reflexión y resistencia ante las dinámicas capitalistas.
Sin embargo, al introducir la narcominería el análisis se complejiza pues, a la ya macabra lógica extractiva, se une la intervención de los grupos delictivos del narcotráfico. La narcominería como alianza entre empresas mineras y grupos del narcotráfico convierte a los narcotraficantes en empleados de empresas mineras, principalmente canadienses, a veces como guardias de seguridad en funciones de desplazamiento a poblaciones enteras y se encargan de las ejecuciones de líderes que se oponen a la instalación de minas (Hernández 2008; Lemus 2018).
A ello se suma que al interior de las comunidades persisten diferencias basadas en los esencialismos étnicos, los cuales limitan la participación de las mujeres y a la vez justifican la violencia como parte de la identidad (Hernández 2008). Las construcciones cosmogónicas posicionan a las mujeres como “meras guardianas de la cultura” (Hernández 2008), postura respaldada por las leyes consuetudinarias. Tales aspectos demarcan un escenario de resistencia al interior que enfrenta, además de los cercos narco-mineros, concepciones basadas en las normas y la cultura de la comunidad.
La inoperatividad de los llamados feminismos hegemónicos para aproximarse a este fenómeno se traduce en su visión “salvacionista” (Medina Martín 2013) desde el modelo occidental, que reproduce la exclusión de las mujeres indígenas en este caso. Los feminismos comunitarios analizan, más allá de los cercos, la construcción de espacios de resistencia desde contextos diversos. Las propuestas de Cabnal (2010), Gargallo Celenti (2012) y Paredes (2010) resultan útiles para comprender el posicio namiento y la participación de las mujeres al interior de las comunidades.
Gargallo Celenti (2012) aplica la visión decolonial y considera la pertinencia de los estudios feministas desde el pluralismo y contextualmente situados. Retoma la postura de los feminismos comunitarios, proponiendo una visión más profunda del pensamiento de las feministas indígenas (por ejemplo, Martha Sánchez Néstor,1 ya reconocida a escala mundial). Gargallo Celenti (2012) analiza las relaciones sociales al interior de las comunidades frente al sistema de ajusticiamiento e institucionalidad del Estado.
La propuesta de Paredes (2010) se articula con Cabnal (2010) y Gargallo Celenti (2012) cuando se refiere al lugar de las mujeres como complementos organizativos comunitarios y no binarios, quienes afrontan los esencialismos étnicos. Paredes contradice los discursos y prácticas esencialistas al interior de la comunidad que posicionan a “las mujeres meras guardianas de la naturaleza, enfrentan prácticas tan violentas y no han sido realmente reconocidas como sujetas políticas” (2010, 24).
Medina Martín (2013) considera que el feminismo decolonial rompe con el paradigma de la opresión universal y la emancipación obligatoria de las mujeres. El giro decolonial expresa un pensamiento crítico y prácticas anticapitalistas, antirracistas y antipatriarcales. Esta autora debate las relaciones de poder que emergen de la colonialidad global partiendo de la experiencia y cuestionando las construcciones culturales que vulneran la integridad de las mujeres.
Cabnal (2010) sostiene la existencia de un patriarcado originario ancestral, sistema milenario que estructura la opresión femenina, pero de baja intensidad. No obstante, ahora este patriarcado se ha reconfigurado en expresiones propias del racismo, el capitalismo, el neoliberalismo, la globalización, entre otros, condicionando así el fortalecimiento del patriarcado occidental y la agresión “justificada” hacia las mujeres.
Esta violencia estructurada resulta comprensible al tender un puente con los estudios de la propiedad de la tierra en comunidades. Los trabajos de Deere y León (1982) y Deere (2012) explican los procesos de desigualdad en la repartición de la propiedad de la tierra desde el enfoque de género. Los mecanismos de exclusión que han negado a las mujeres el derecho a la tierra son de carácter cultural, estructural, legal e institucional, y tienen como base la ideología patriarcal (Deere y León 1982).
Deere (1982) añade que las comunidades y el Estado ceden el derecho a la tierra primeramente a los jefes del hogar, en su mayoría varones. Las mujeres tienen menos probabilidades de poseer tierras que los hombres, y cuando la tienen, son menores porciones, aunque trabajen más que ellos (Deere 1982). Son los códigos normativos los que han influido en el acceso y administración de la propiedad; la participación de las mujeres ha sido poco visible y muy limitada (Deere y Lastarria-Cornhiel 2011).
De acuerdo con Deere (2012), en las comunidades persiste un rechazo al reconocimiento de los derechos de las jefas de hogar, sin considerar que las mujeres también son agricultoras y principales contribuyentes a la economía de sus familias. En Latinoamérica, la escasa posibilidad de que las mujeres sean propietarias de la tierra en comparación con los hombres se une a las condiciones rudimentarias y de difícil acceso de quienes son propietarias, un factor que estructura la desigualdad.
Sin embargo, las mujeres -aunque en posiciones desfavorecidas en cuanto al acceso a la tierra- persisten en la lucha comunitaria por el territorio enfrentando las diversas formas de despojo. Esta realidad evidencia la vinculación entre resistencia y sentido del lugar y conecta los posicionamientos teóricos de Nogué (2014) y Albet y Núria (2012). El sentido del lugar es una construcción del espacio y lugar, más allá de la geografía convencional, que se comprende como un proceso social e individual el cual no es estable, es movible, cambiante, un proceso de transformación y transición. Ambos autores proponen repensar los conceptos de espacio, tiempo y lugar como múltiples identidades desde una visión más aguda y crítica.
Nogué (2014) considera repensar la geografía como un espacio y lugar sociales, habitada por personas con sentidos y sensaciones. El espacio debe ser visto y entendido como una inmensa y saturada red de lugares “vividos”, todos ellos con escenarios diversos. El lugar es el punto que estructura el espacio geográfico, que lo cohesiona y le da sentido al otorgar significados al mundo y al modo de actuar en él. El espacio geográfico es un espacio existencial, un territorio imbuido de paisajes, emociones, epistemologías, sentidos y percepciones particulares y colectivas.
Según Nogué (2014), el sentido del lugar puede perderse de modo traumático y diverso: por desplazamiento forzado o emigración hacia territorios que contrastan con el clima, paisaje, costumbres, tradiciones e idiomas; aparece un conflicto interno, personal, que puede generar graves consecuencias a escala social. El sentido del lugar reivindica lo propio ante las amenazas de la modernidad, aceleración de la urbanidad o cambios en la infraestructura, a lo que agrego la narcominería. Ante tales agresiones, se manifiesta un discurso para la defensa del territorio y la idiosincrasia paisajística.
Los miedos, las angustias existenciales, la pérdida de nociones paisajísticas, el desconcierto y la sensación de impotencia se vuelven fortalezas que alimentan las resistencias, reclaman una memoria histórica, la pervivencia de valores y el derecho a una propia concepción del espacio y del tiempo. Las sensaciones y sentidos del lugar son motores para que las personas mantengan el deseo de recuperar la identidad, sin que ello implique retroceder a formas premodernas de identidad territorial.
Además, Nogué considera que la pérdida traumática del sentido del lugar afecta la estabilidad emocional y su relación con lo colectivo. La individualidad emocional mantiene una dimensión colectiva mediante dinámicas en red: “Plataformas en defensa del territorio, el conflicto de los límites territoriales y, finalmente, conflicto de representación paisajística” (2014, 156).
Albet y Núria (2012) explica la confluencia de procesos en la construcción del sentido del lugar, definido por esta autora como la búsqueda de los significados reales de los lugares, y el (re)descubrimiento de una identidad. En parte, responde al deseo de fijación y de seguridad de la identidad y, a su vez, influye en los sentidos de enraizamiento, o sea, de la estabilidad y la fuente de identidad, sin implicar un conflicto interno o social como para Nogué (2014).
Entiéndase el sentido del lugar como un espacio-tiempo, por eso Albet y Núria (2012) desarrolla su concepción sobre el lugar como el “sentido global e individual del lugar”. En esta noción espacio-tiempo, se articula clase, género y raza para dar cuenta de los diversos procesos de construcción del sentido del lugar. En palabras de la autora:
La movilidad de las mujeres está coartada de mil maneras diferentes [género, clase y raza], desde la violencia física a las miradas descaradas o a sentirse simplemente “fuera de lugar”, no por el “capital” sino por dinámicas cambiantes… El sentido del lugar de una mujer en un pueblo es diferente a los de un hombre (Albet y Núria 2012, 114).
Los cercos y sus dimensiones materiales e inmateriales afectan desigualmente a hombres y mujeres. La incidencia de los megaproyectos trae consecuencias ambientales y limita las vidas de quienes participan o de aquellos que se mantienen al margen. Los feminismos comunitarios consideran que los Estados neoliberales configuran a nivel epistemológico los espacios y sentidos del lugar. La defensa del lugar y la espacialidad local se activa ante dinámicas “progresistas” como las de los megaproyectos, que obviamente responden a lógicas neoliberales.
En el territorio de Abya Yala, según Cabnal (2010), se han construido encadenamientos de violencia hacia las mujeres incluso al interior de las comunidades y las familias. Su propuesta es romper con el esencialismo cultural -o étnico- sobre la violencia naturalizada en comunidades originarias. El patriarcado originario se ha profundizado aún más con el capitalismo y sus nuevas manifestaciones de represión, extracción y colonización; las desigualdades, específicamente en los cuerpos plurales de las mujeres originarias, han repercutido de diferentes formas. La propia autora convoca a reconocer y llamar por su nombre a la violencia de género, entre otras formas naturalizadas.
En esta misma línea, propongo el concepto de comunidad desde Cabnal (2010). La comunidad (originaria) se caracteriza por un grupo de personas situadas en un territorio que posee ancestralmente una identidad, comparte cultura y tradiciones, mantiene una organización basada en un sistema de cargos, puede o no hablar una lengua indígena, usar vestimenta tradicional, pero tiene en común una cosmovisión.
En el movimiento sociopolítico del feminismo comunitario es central la necesidad de construir comunidad. El sentido del lugar se construye a partir de la comunidad, cuyo lugar tiene una historia propia, con un principio incluyente que cuida la vida y el espacio donde conviven las personas y resisten frente a la alianza del sistema patriarcal y el capitalismo. De esta manera, desde el territorio mesoamericano, andino y todo el Abya Yala, el pensamiento feminista promueve una alternativa de vida en comunidad y pensar en la despatriarcalización desde el lugar propio del cuerpo como territorio de lucha (Paredes 2010).
Más que propuestas teóricas, se ofrecen ejes de acción para construir y a la vez deconstruir pensamientos, prácticas y edificar los sentidos del lugar de la comunidad. Volviendo a la resistencia, destaco que los feminismos comunitarios dan un sentido comunitario al lugar de resistencia. En el contexto del neoliberalismo y el neoextractivismo, se acelera el cambio climático, con ello, se incrementan las desigualdades en el acceso, control y administración de los recursos naturales.
Miradas al contexto: Xochiatenco, entre las amenazas de despojo y la resistencia
Ni los megaproyectos ni el narcotráfico como azotes del sur mexicano constituyen asuntos nuevos; tampoco lo es la narcominería que ya se ha apoderado de Guerrero sin que medie una intervención estatal efectiva. Lo novedoso es que ante tal triangulación de poderes y prácticamente una comunidad aislada permanezca firme en su resistencia y que el papel de las mujeres haya revelado nuevos significados para lo comunitario. A continuación, examino el contexto de Xochiatenco, Guerrero, México.
Hernández (2008) y Lemus (2018) coinciden en que hay una relación muy estrecha entre carteles de las drogas y empresas mineras. El narcotráfico se halla en constante movimiento, adopta nuevas dinámicas de mercado y encuentra alianzas con las formas de poder. En la minería, el narcotráfico encuentra una próspera actividad económica, ya sea para lavar las ganancias, espacio de venta de estupefacientes o como una forma de diversificar sus negocios. Obtienen de paso legitimidad social y política.
Fuentes periodísticas indican que grupos delictivos se disputan la plaza en Guerrero no solo por drogas, sino por el control del territorio con alto valor en oro; estos grupos amedrentan y desplazan a comunidades enteras abriendo paso a proyectos mineros (Marcial 2015). De esta forma, redes del narco se alían con empresas mineras usando la represión como una herramienta del desplazamiento forzado para quienes se oponen a su proyecto de dominación de territorio (Hernández 2008 y Lemus 2018), tal y como sucede en la Montaña baja, donde se pretende limpiar el paso de las mineras canadienses.
Según pobladores de Xochiatenco de la Montaña alta, el narcotráfico ha encontrado lugar en su territorio a Los Ardillos, grupo local delictivo que controla la zona y está desapareciendo a luchadores sociales y a líderes indígenas; peor aún, empresas mineras pretenden instalarse por medio de esta alianza. Ellos vislumbran la desposesión de sus territorios y creen que, tras la instalación de la minería canadiense Camsim Minas SA de CV, se desencadenarán desequilibrios comunitarios: “No nos organizaremos como ahora, cada quién por su lado, además habrá mucho robo, se cuestro, muerte, así como en Carrizalillo” (entrevista a Boncha, 2018).
La narcominería como forma de extractivismo para las comunidades es una cruenta guerra de exterminio. En alianza con el Estado, se practica la necropolítica para dar vida o dar muerte y establecer qué vidas valen más que otras (Mbembe 2006). La Montaña baja puede ser leída como un escenario de batalla, un mar de luchas donde la militarización, la muerte, el crimen organizado y el descontrol político hacen del territorio un sitio en guerra (Valencia 2012); el narco amenaza con desaparecer comunidades. Xochiatenco construye resistencia al contacto delictivo, pues resiste a la siembra de la amapola y rompe cualquier vínculo entre los compradores intermediarios de Los Ardillos (diario de campo, febrero de 2018).
La Montaña ha sido catalogada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) como una de las zonas más marginadas y de pobreza extrema en México. Los servicios básicos de calidad son escasos; la infraestructura de carretera es nula; los servicios de salud, electricidad, educación y vivienda son inaccesibles; en términos generales, la región carece de condiciones de vida digna. El Gobierno, mediante sus políticas públicas, ha excluido la zona castigando el rechazo a proyectos neoliberales.
Si bien algunas comunidades y familias indígenas como parte de la resistencia a la migración desarrollan actividades ilícitas, la siembra de amapola ha sido el sustento económico que promete mejorías a su situación económica. La rentabilidad económica de esta planta promueve la sustitución de granos alimenticios. Las contantes fumigaciones aéreas y las políticas de seguridad por medio de la militarización han provocado incertidumbre a los campesinos amapoleros (diario de campo, febrero de 2018).
Xochiatenco, comunidad me’phaa en resistencia, conserva los sistemas de go bierno comunal indígena para enfrentar amenazas del capitalismo. Sobresalen los mecanismos de protección territorial de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias- Policía Comunitaria (CRAC-PC) y el Consejo Regional de Autoridades Agrarias en Defensa del Territorio (CRAADT). Estos frentes sociopolíticos se articulan para enfrentar la delincuencia, el neoliberalismo y la narcoguerra, así como exigir justicia y seguridad en sus territorios.
Entre las décadas de 1970 y 1980, a unos kilómetros de Xochiatenco, en Barranca Panal, se instaló una minera artesanal con inversión de un grupo de acapulqueños, quienes luego la cedieron a una transnacional canadiense. Campesinos del lugar sustituyeron la actividad agrícola por la mina; los hombres laboraban como obreros y las mujeres abastecían de alimentos. Las consecuencias de la minera fueron la dependencia de sus salarios y enfermedades causadas por químicos altamente tóxicos.
Los megaproyectos transnacionales “Reducción sur corazón de tinieblas”, “Proyecto mina San Javier”, ahora Camsin, amenazan actualmente el territorio de Xochiatenco; son de origen peruano con capital británico Hochschild Mining y canadiense y preocupan a los campesinos de la Montaña, pues se manifiestan como un exterminio cosmogónico y organizacional de las comunidades originarias.
La comunidad reivindica su identidad me’phaa para frenar la entrada de mineras trasnacionales, pues ellos, en carne propia, experimentaron consecuencias de la minería. La población me’phaa considera a las montañas sagradas por su valor espiritual; más allá de lo económico, articulan prácticas socioeconómicas y rituales con la tierra, y conectan ciclos agrícolas en los procesos comunitarios de la localidad.
En este contexto, las mujeres me’phaa se posicionan como pilares principales de la resistencia. Ellas enfrentan también la violencia al interior de sus comunidades. El cercamiento a sus espacios se encuentra tanto al interior como al exterior.
Por la presencia del grupo delictivo Los Ardillos, se ven limitadas a explorar los campos, recolectar yerbas medicinales y, peor aún, viajar solas puesto que salir de su comunidad implica caminar kilómetros de distancia (diario de campo, marzo de 2018). Los roles de despojo han pasado a ser de expresa violencia y los cuerpos de las mujeres se convierten en territorio para enmarcar tales huellas.
Estos encadenamientos de violencia cercan a la comunidad, pero cercan aún más a las mujeres me’phaa aprisionadas en las distintas formas que ésta toma. Sus resistencias se articulan hacia los tres frentes que se han convertido en amenaza externa: Estado, megaproyecto minero a cielo abierto y el grupo delictivo del narcotráfico, pero también debe insertarse al interior de la región por los conflictos que intensifican las desigualdades de las mujeres.
El sentido del lugar y la resistencia de las mujeres indígenas me’phaa
Los espacios públicos en Xochiatenco están muy masculinizados, los hombres son quienes mayoritariamente asisten a las asambleas y realizan trabajos de supervisión, aunque recientemente las mujeres mantienen el papel de administradoras para cada evento. Por eso, percibir el pensamiento y el sentir de las mujeres me’phaa implicó involucrarme en los quehaceres domésticos.
Entre el bracero y el metate, se sitúa el espacio colectivo de las mujeres. Después de las clases,2 me sumaba al tejido de servilletas y blusas; ahí las mujeres narraban sus experiencias, los hechos importantes de su día a día y explicaban la importancia de la interpretación de los sueños. Debo mucho a las largas conversaciones e intercambios de conocimientos con Irma y otras mujeres de la familia y la comunidad que me acogieron.
Asimismo la comunidad me permitió participar en asambleas comunitarias, reuniones y fiestas patronales. De ese modo observé prácticas comunitarias que persisten a pesar de los cercamientos, tales como: ferias patronales, eventos escolares, cultivos o huertas (chacras) y rituales de las mujeres me’phaa. En ese marco, comprendí además que la comunidad se constituye por el trabajo de todos y que el sentido del lugar, la pertenencia, implica trabajar por el bienestar de ésta y respetar los recursos naturales.
En los testimonios de las mujeres, relatan la influencia de los cercamientos de la narcominería que se articulan con las opresiones al interior de la comunidad. Al tiempo, fueron la clave para interpretar formas de resistencia ante esta amenaza externa y ante contextos comunitarios opresivos mediados por la participación en los espacios públicos, la propiedad de la tierra, el estatus matrimonial y la oportunidad de liderazgo.
Antonieta es una mujer campesina y analfabeta, expone su experiencia, un testimonio sustancial para comprender la resistencia antiminera por medio de procesos organizativos comunitarios. Es originaria de Iliatenco,3 desde los 20 años de edad abandonó su lugar de origen en busca de nuevas oportunidades. Ahora, esta viuda de 69 años vive en la colonia Barranca Panal con sus seis hijos, dedicada a trabajar la tierra y a luchar contra la instalación de la megaminera canadiense Camsim a cielo abierto.
Los callos en sus manos atestiguan la resistencia del día a día y su mirada refleja una herida abierta que dejó la actividad extractiva de la minería artesanal. Su experiencia representa un vivo ejemplo para que la comunidad luche contra la megaminería. Toña recrimina la actividad extractiva, acude a las asambleas de la comunidad y en la región, invita a los movimientos a resistir y enfrentar a las nuevas amenazas. En una asamblea de San Miguel del Progreso -pueblo vecino-, expuso su experiencia en la minería artesanal (entrevista a Antonieta, abril de 2018). En profundas conver saciones y entrevistas, reflexionaba sobre los malestares que su familia vivió:
[…] hasta entonces comprendí que el veneno tenía nombre, se llama cianuro, este líquido entre verde-azul oscuro mata a la gente y a la naturaleza… Todo el polvo que salía de la mina llegaba a mi casa, el cianuro llegaba hasta el río… El agua que usábamos para preparar comida, bañarnos, para tomar, regar las plantas venía del pocito que estaba junto al río, lo más seguro que se filtraba todo ese veneno… Estando panzona me iba a bañar con mis hijos, cuando entras a bañarte al río sin querer tomas agua de ahí, allá lavaba mi ropa. Me imagino que mi esposo habrá muerto por eso, y mi hijo [mirando al joven al lado], nació con problemas de retraso (entrevista a Antonieta, abril de 2018).
Para ella, el sitio de la minería es un lugar de sufrimiento, de miedo e impotencia. Al preguntar si algún día regresaría a ese sitio y cómo construiría su recuerdo, pensativa, contestó: “Allá no hemos vuelto, si regresara me dolería mucho, para mí es un lugar de mucho dolor, me provocaría mucha tristeza, lloraría… Ahí acabó mi juventud, mi vida, murió mi marido, por ese veneno mi niño no está creciendo bien” (entrevista a Antonieta, abril de 2018). Ella solicitó la voz para emitir un mensaje al mundo ante la lucha contra la megaminería a cielo abierto:
Yo digo que no a la mina, unámonos todos a la lucha… Como ahorita, el ejemplo es San Miguel del Progreso, allá han logrado cancelar la concesión minera. Si no nos dejamos ellos no entran fácil a nuestros territorios, ellos necesitan de cómplices, y ahorita vemos clarito que es el […] Gobierno… Acá nosotros vivimos, de estas tierras comemos, nos comunicamos con el dios Begoó -dios del rayo-, los animales son parte de nosotros. No nos dejemos, ellos pueden engañar a la gente con oro, o con dinero, pero bien sabemos que el dinero no se come, el oro no se puede tomar, aunque digan les construiremos un castillo, de nada nos va a servir, ¿qué vamos a comer? ¿el oro? el ladrillo, la pared, no verdá… Si en este momento, dijeran, levantémonos en contra de las minas, yo igual lo haría, yo me levantaría, hasta pediría prestado dinero para ir donde sea. Estuve engañada por estos empresarios. Ellos nunca nos informaron sobre las consecuencias, ahí nos tenían con todo y niños, no nos advirtieron… Por eso les digo ¡no a la megaminería! (entrevista a Antonieta, abril de 2018).
Ella como viuda trabaja en actividades de la economía comunitaria, se reúne en asambleas y reuniones sobre el bienestar de la comunidad. Comprende las dificultades que enfrentan las mujeres en espacios comunitarios. Por ejemplo, solo pueden participar viudas o madres solteras: “Creo que todas tenemos el derecho de decir lo que no nos gusta o lo que sí, porque todos somos parte de la comunidad. Si viviera mi esposo creo que yo tampoco podría participar” (entrevista a Antonieta, abril de 2018).
Sin embargo, ella apela a su perenne construcción del sentido del lugar como un espacio común, ancestral y cosmogónico donde la naturaleza ocupa un sitio preponderante. El siguiente mapa precisa cómo imagina su espacio y resignifica esta necesidad de lucha que la mantiene viva.
Otro testimonio sobre los cercamientos lo ofreció4 Boncha, joven me’phaa de 24 años de edad, madre soltera e hija del principal y rezandero del pueblo, Silverio. Ella cultiva café, labora como empleada de una tienda de abarrotes y colabora con actividades comunitarias en Xochiatenco (diario de campo, 3 de enero de 2018).
Boncha cuenta que, tras migrar dos veces -primero por razones de violencia familiar y estudio, y luego por trabajo-, tuvo que regresar ante las amenazas extractivas de la megaminería. Según su relato, llamaba a casa y la noticia era que una empresa pretendía desplazar habitantes del pueblo: “En ocasiones no podía pegar los ojos, me venía a la mente, imaginaba, cómo esta gente mala sacaría las familias, mis papás…” (entrevista a Boncha, marzo de 2018).
Boncha tomó la decisión de volver a su comunidad, trabajar en el campo y colaborar en trabajos comunitarios; una muestra de cómo se activa el sentido del lugar ante las amenazas internas por encima de contextos comunitarios adversos para las mujeres, pues su retorno implicaría volver a un espacio de violencia y someterse al escrutinio público por ser madre soltera.
Su resistencia se personifica en la actitud de trabajar y mostrar su valía a la comunidad. Por ejemplo, en el marco de las fiestas guadalupanas, contaba orgullosa que había aportado 700 pesos para la celebración. Este acto la hacía sentir parte de procesos organizativos de la comunidad, ya que, entre las pocas mujeres, su nombre aparecía en la lista de contribuyentes (diario de campo, febrero-marzo de 2018).
Sobre la minería artesanal, ella cuenta que este suceso ha sido parte de la memoria de la comunidad. En las noches, mientas prendía la fogata y el fogón para el café, escuchaba de su viva voz historias de sus abuelos y papás que contaban sobre la minería cual historia de terror. Con base en estas anécdotas y relatos, esta es su opinión respecto a la megaminería:
[…] todo sobre minería es muy malo, la gente se moriría, y habría mucha gente des conocida a imponer cosas, sería una amenaza a la comunidad, ahora sí que, si vienen vendrían a hacernos más pobres o hacernos sufrir. Las personas de la comunidad ganarían miseria, ganaría menos y ellos ganarían más… Los vecinos del pueblo no están de acuerdo a que se explote más mina, el tiempo que estuvo la mina de acapulqueños no mejoró la situación de nosotros, seguimos igual y hasta más pobres (entrevista a Boncha, marzo de 2018).
Actualmente Boncha mantiene una buena relación con sus padres, pero sigue viviendo la violencia, ahora por parte de su hermano, Antonino o Nino, como lo llaman en el pueblo. Este joven había migrado a Estados Unidos y regresó con problemas de adicción. Los padres de Nino han insistido en rehabilitarlo (diario de campo, marzo de 2018).
Si bien lo público y los puestos de mayor autoridad y rango están ocupados mayoritariamente por hombres, las mujeres también construyen resistencia en ese ámbito. Verónica, mujer me’phaa, campesina y ama de casa de 24 años de edad, desempeña el cargo de vocal en la comisaría municipal de Xochiatenco. Ella es una mujer independiente, vive sola en la punta del cerro con su hija, junto a sus cultivos de café y platanares. Su experiencia en trabajos colectivos y en el cargo político muestra el papel que desempeñan mujeres en los espacios de poder al interior de la comunidad.
Ella tiene una gran influencia en la comisaría y las decisiones sobre el buen funcionamiento de la comunidad. Junto con sus compañeras, han transformado los procesos colectivos en Xochiatenco, intervienen estimulando el diálogo en procesos conflictivos, buscan soluciones a problemas y dan prioridad a la educación de los niños, salud y protección a los recursos naturales en la comunidad.
Verónica tiene una voz y el carácter muy fuerte, ponía orden en la sala de reuniones y asambleas. En ocasiones, solicitaba el retiro de compañeros que no se prestaban al diálogo. Su liderazgo interviene no solo en espacios de la comisaría, pues ella vigila la educación, la salud y ha incidido en los movimientos contra la megaminería.
En los resplandecientes atardeceres, Verónica y yo recorríamos el bosque; en ese espacio intercambiábamos conocimientos y saberes sobre nuestros pueblos originarios (diario de campo, marzo de 2018). Me contó que ella nunca buscó el puesto en la comisaría, sin embargo, respetó la decisión de la asamblea. En las siguientes líneas cuenta su experiencia como ciudadana y como llegó a ser vocal:
La verda[d] nunca pensé estar allá en la comisaría, es que no era lo mío, estar ahí con señores, luego cuando se emborrachan, no, pero luego de que regresé al pueblo, las autoridades del año pasado llegaron a mi casa, dijeron que, si ya iba a vivir en el pueblo, era hora de que diera servicio y, ¿qué más puedo hacer yo?, nada, solo cumplir con mi deber de ciudadana (entrevista a Verónica, 22 de enero de 2018).
La posición y el lugar de Verónica es distinta a las demás madres solteras de la comunidad, pues su papá tiene grandes extensiones de terreno en la localidad y en la repartición por herencia, sus hermanos y ella fueron beneficiados por igual. Así es cómo, en la práctica, la propiedad de la tierra redimensiona la capacidad de acción femenina y facilita el posicionamiento desde roles concretos y en el aspecto subjetivo. Aunque al ser hija única (mujer) le corresponde cuidar de sus padres, tiene su propio espacio de vivienda y de cultivo.
El retorno a su comunidad y los estudios de nivel bachiller le permitieron posicionarse dentro de los espacios políticos, aun cuando ella no solicitó su incorporación. Cuenta de su temor frente a la diligencia en la comunidad porque implicaba un compromiso serio de no viajar y descuidar actividades personales; ella evitaba el puesto hasta que fue convocada a una asamblea como ultimátum. Entre risas, recordaba cómo fue convocada:
Acá, terminas la secundaria y ya piensan que sabes mucho y que debes apoyar en los trabajos del pueblo, y ahora, imagínese yo con prepa terminada… Desde que mi hija tenía tres años me han insistido en que participe, pero no me llamaba la atención, además mi preocupación de quién me va a cuidar mi hijita, les explicaba mi situación y decía que para el próximo año, y así les traía desde hace más de cuatro años [risas]… Ahora que mi hija ya va a la primaria ya no pude desviar la responsabilidad, pero, pues, no quería ser la única mujer en medio de hombres y me dijeron que Albe y Caro participarían y fue que me decidí… Obligada no estoy, pero que deseara estar acá tampoco, aunque creo que es importante que nos estén tomando en cuenta, porque en otros pueblitos las mujeres no participan (entrevista a Verónica, marzo de 2018).
En una entrevista, Verónica compartió un relato sobre la inseguridad en la región y la siembra de amapola. Ella contó de un suceso que vivió en la comunidad a causa de esta siembra ilegal. Este testimonio da cuenta del papel de las autoridades junto a la ciudadanía ante la lucha contra la instalación del narco y siembra de amapola. En el siguiente testimonio, Verónica detalla cómo en Xochiatenco, en 2017, expulsaron a sembradores de amapola:
Aquí en la región, se sabe que después de las siete, uno corre peligro, ahora sí que ni la comunitaria (Policía Comunitaria) interviene… Hace casi dos años, todo el pueblo se levantó para sacar a una familia entera. Cuando uno busca problemas pues lo encuentra… había una familia aquí que solo buscaba pleitos a cada rato con el narco. Ellos sembraban amapola como por dos temporadas, ellos [Los Ardillos] ya hasta entraban como si nada para vigilarles, pues creo que esta familia trabajaba para otros [Los Rojos]… Esta familia ya había recibido queja de las autoridades para que no siembren, pero ellos tercos no hacían caso, decían no dar problemas con la siembra de amapola y que necesitaban el dinero [...] En una ocasión ellos se robaron una camioneta y se lo trajeron acá, muchas camionetas entraron con hombres armados para buscar la camioneta, toda la noche, la gente no durmió, se puso muy feo, y pues, la camioneta estaba escondida en un barranco entre muchas ramas… El papá ayudó a sus hijos a esconder esa […] camioneta y mataron a uno, con esto fue suficiente para que expulsáramos a toda la familia, pues acá no queremos problemas con el narco… Todos estamos saliendo adelante con el café, el maíz, hora sí que no es mucho, pero vivimos tranquilos (entrevista a Verónica, marzo de 2018).
Verónica explicaba que la ubicación de Xochiatenco era ideal para la siembra, pues no hay carreteras pavimentadas y un frondoso bosque ocultaría espacios de cultivo de la amapola. Sin embargo, la comunidad rechaza esta actividad ilícita y resiste ante la siembra de amapola porque han visto como los muchachos que consumen drogas faltan al respeto a sus familiares (diario de campo, marzo de 2018). En tal resistencia, las mujeres son las que se oponen con más fuerza.
Verónica, al igual que las demás mujeres, construye resistencia en el día a día, y manifiesta su preocupación por las concesiones mineras en su territorio, la inseguridad y violencia que asedia toda la Montaña. Promueve la inclusión de mujeres en espacios colectivos y de poder, su independencia determina su movilidad al interior y fuera de la comunidad.
Finalmente ella narra su experiencia frente a la narcominería. Su prima hermana, Norma, quien vivía en Santa Cruz del Rincón, era extorsionada por Los Ardillos, esto, debido al involucramiento e incidencia que tenía con los movimientos de oposición ante las concesiones mineras. Este acto da cuenta de la articulación que existe entre estos grupos de poder. Actualmente Norma vive en la Ciudad de México, desplazada de su territorio, sin posibilidad de volver debido a las constantes amenazas. El caso de Norma es un ejemplo que hoy en día acontece en todo el territorio mexicano.
Conclusiones
Para analizar la alianza entre el proyecto minero Camsin Minas SA de CV y el grupo delictivo del narcotráfico Los Ardillos en la comunidad de Xochiatenco, en la Montaña de Guerrero, México, este trabajo aglutinó aportes de los estudios de género y los feminismos comunitarios para ofrecer una mirada crítica a las construcciones culturales en un contexto de lucha y resistencia. El abordaje revela la necesidad de comprender las nuevas dinámicas que genera el neoliberalismo en las comunidades indígenas y en particular sobre las mujeres.
Las mujeres indígenas viven oprimidas por el sistema capitalista patriarcal, que se conjuga con un patriarcado originario que ha existido al interior de las comunidades. Como resultados principales, se puede exponer que las mujeres campesinas me’phaa han construido resistencias al lado de los hombres, ante los encadenamientos de violencia que las cercan en la región de la Montaña de Guerrero.
Asimismo, reconfiguran el sentido del cuerpo-tierra-territorio por medio de sus prácticas cotidianas, aunque las mujeres no son propietarias de las tierras por las que luchan frente a las transnacionales mineras y el narcotráfico, cuyo vínculo se muestra en las nuevas formas de extractivismo de la narcominería.
La inserción de las mujeres en los espacios públicos ocurre mediante dinámicas culturales, aunque se manifiesta el posicionamiento de algunas en los ámbitos de poder político de la comunidad. El ocultamiento de las mujeres campesinas indígenas en contextos rurales tercermundistas está impulsado por las construcciones patriarcales e imperialistas. Las nuevas estrategias extractivas mantienen una triangulación de poder entre el Estado, las mineras y el narcotráfico. Esta tríada configura nuevas formas de vida signadas por la violencia e impulsa las desigualdades de género.
Cada mujer mantiene un proceso disímil para enfrentar las realidades al interior de sus familias y de la comunidad. Ellas son la complementariedad en los procesos organizativos; hilvanan mecanismos de resistencia por medio de la comprensión cosmogónica del cuerpo-territorio; la inclusión de mujeres en los procesos comunitarios fortalece la resistencia. Como bien menciona Verónica: “Sin mujeres no hay comunidad” (diario de campo, febrero de 2018), y sin comunidad no hay barrera al extractivismo.